La sombra de la modernidad amenaza el antiguo Pekín

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La sombra de la modernidad amenaza el antiguo Pekín

Al escuchar la palabra demolición, Fenglang Zhao frunce el ceño y el

número

de

arrugas

de

su

cara

se

multiplica

casi

exponencialmente. Poco a poco una fina lámina líquida va cubriendo sus ojos y

delata un sentimiento de impotencia y

nostalgia.

Hace años que su barrio está en el punto de mira de la administración china y aunque ella afirma no querer oír hablar de ello, no necesita palabras para emitir un juicio. Su rostro también se transforma a medida que la conversación evoluciona hacia opiniones y se aleja de los hechos objetivos.

Hechos objetivos como los que tuvieron lugar en su barrio hace algo más de dos años y que tenían por protagonistas a algunos vecinos suyos. Por aquel entonces el extremo sur de su barrio, Nan Luo Gu Xiang, estaba en la mirilla del gobierno pekinés y los vecinos salieron a menifestarse. Aquello sí fue una demostración de cohesión social. Con protestas o sin ellas, el plan no se llevó a cabo y todo quedó en un suspiro de alivio general.


El batiburrillo de sensaciones que experimenta llega hasta la punta de sus dedos como una especie de descargas eléctricas que le hacen temblar. Aquello revela más que cualquier cosa que esa boca pudiera decir.

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Las transformaciones que ha sufrido China en los últimos años son más que evidentes, pero las de Pekín son, incluso, palpables. Esa metamorfosis más o menos forzosa de la ciudad se ha agudizado desde la celebración de los Juegos Olímpicos de 2008. Se construyeron nuevas infraestructuras que permitieron agilizar la movilidad en una megalópolis de más de 20 millones de habitantes (la mitad de la población de toda España) y se establecieron protocolos de comportamiento para los ciudadanos. La sociedad china se enorgullecía de la nueva proyección internacional que el evento les daría y el gobierno sacaba pecho. Pero la fiebre olímpica tiene un elevado coste ético.

Millones de casas han sido destruidas para convertirlas en nuevas líneas de metro y sus propietarios (muchos de ellos jubilados y familias de escasos recursos económicos) han sido desalojados de


sus residencias. Se trataría de un caso más de cuestionable legalidad urbanística de no ser porque los barrios, llamados hutongs, son construcciones de la dinastía Yuan (1271- 1368).

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Gulou, así se llama el barrio de Fenglan Zhao, es una de las zonas de mayor interés turístico de la ciudad principalmente porque constituye una especie de oasis de la antigua arquitectura china al ser uno de los pocos ejemplos tangibles de la filosofía Feng Shui: Callejuelas laberínticas y, muchas veces, sin salida trazadas con formas orgánicas que en época imperial les protegía de los malos espíritus.

La vida profesional y personal de Fenglang Zhao converge en el hutong en el que vive. Por un lado hace las funciones de abuela de la familia y, por otro, ejerce de ama de llaves de su cortijo. En su casa se encarga de la vida doméstica y de cuidar a su nieto y, dentro del hutong, vigila quien entra y reparte la prensa y el correo a las familias de su vecindario.


A sus 52 años es la matriarca de una casa en la que conviven tres generaciones distintas: la suya, la de su hija y la de su nieto. En total son seis personas compartiendo un mismo techo de uralita. Los baños están ubicados en la calle y los comparten con las noventa familias de su hutong. Aunque los wc están separados por géneros, tampoco son un ejemplo de intimidad. Son una sucesión de platos turcos metálicos que ni siquiera tienen puertas por lo que las necesidades fisiológicas se hacen ante ojos ajenos.

Los residentes de los hutongs disfrutan de un estilo de vida más propio de un pueblo que de una ciudad. Todos los vecinos se conocen, las puertas de las casa, muchas veces, permanecen abiertas e incluso se saludan unos a otros al cruzarse por las estrechas calles. Y todo en una ciudad de las dimensiones de Pekín.

A través del plástico que hace de cristal de las ventanas de su casa la imagen es la siguiente: Un montón de muebles viejos apilados en la pared de enfrente y antiguas bicicletas con las ruedas deshinchadas que el polvo que las cubre delata años de abandono. Por fortuna, hace tres años que una especie de hiedra de cobre y plástico cubre la fachada de su casa. Aquellas telarañas que


adornan las paredes trajeron estufas eléctricas para soportar el frío invierno de Pekín. “Hasta entonces nos servíamos de estufas de carbón” recuerda la señora Zhao. Cuenta que en invierno encendían el carbón durante el día y por la noche lo tenían que apagar por el riesgo de intoxicación. Mientras nos muestra las palmas de las manos, explica que hace unos años eran de color negro azabache debido al hollín del carbón. Debido al frío y la falta de comodidad, la higiene también se veía restringida y las duchas quedaban relegadas a una vez por semana.

Mathew Hu Xinyu, director manager del Centro de Protección del Patrimonio Cultural de Beijing, explica cómo la rentabilidad y el futuro de Nang Luo Gu Xiang no ha pasado desapercibido para el gobierno chino y “pese a que hay un plan de conservación hecho, puede sacrificarse si es necesario. En China, esto es muy común”.

Las medidas de conservación del patrimonio son, cuanto menos, confusas. La administración de Pekín define dos formas de conservación: la construcción restringida y la protección prioritaria. La que afecta a Gulou es la “construcción restringida” que impide edificar más de dos o tres niveles. La otra medida es “protección prioritaria” según la cual se preservan las viviendas a partir de


determinados parámetros históricos, culturales o religiosos. El problema recae en la ambigüedad de los términos ya que ninguno de ellos implica la prohibición expresa de demolición.

Como los proyectos tampoco se desarrollan de forma clara y transparente, los chismes y especulaciones están asegurados. Uno de los rumores más sonados prometía construir en la zona un parque temático del tiempo tal y como publicaba la web de noticias China Files. Otro de los argumentos esgrimidos por el gobierno chino en el periódico Global Times para desalojar los residentes de Gulou fue que no podía haber casas cerca de la torre del Tambor y de la Campana por ser de interés cultural. Y, por lo visto, ese no era lugar para unos vecinos cuyas casas son casi igual de antiguas que las propias torres.

Estos ambiciosos proyectos implican lo que el gobierno chino llama “reubicación masiva” de personas. El eufemismo supone el desplazamiento forzoso de miles de familias que viven en estos barrios centenarios llamados hutongs. El caso más reciente fue el de Qianmen, otra de las zonas bajo el término “construcción restringida”. El que fue uno de los barrios míticos del Pekín imperial se convirtió en una calle comercial en la que los H&M y los Zara se


cuentan a pares.

¿Y qué pasó con los antiguos habitantes de

Qianmen? Fueron desplazados del segundo anillo al quinto de los seis que tiene la ciudad. Pero el desplazamiento no sólo es un cambio físico, sino también mental. -¿Está de acuerdo con las políticas de reurbanización? - Nadie puede estar en contra de ellas -dice mirando al suelo-.

A las dos del mediodía, en Qiangulou número 13, su nieto menor de tres años le pide un orinal antes de la siesta. Fenglang Zhao sale de casa y cruza la calle para dirigirse a una de las habitaciones de su propiedad para atenderlo. En la habitación cabe una cama, una mesa y un armario. Desde el otro lado de la habitación se ve llegar el cartero.

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A esa misma hora en un hutong colindante a Qiangulou sale a la puerta de su casa un señor que apaciblemente enciende un cigarrillo marca Chung Cheng. Fumar podría ser deporte nacional en China ya que hay 360 millones de fumadores. O lo que es lo mismo, una cuarta parte de los fumadores de todo el planeta.


Como buen chino, Jian Wang Long de 60 años, es un fumador empedernido y como buen pensionista, lleva una vida sosegada. Viste una americana de color marrón. Muy acorde con el cromatismo frío que predomina dentro de los hutongs. Mientras que la turística calle de Nan Luo Gu Xiang es una fiesta de colores y luces fluorescentes procedentes de las tiendas de souvenirs, lo que predomina en estas barriadas pekinesas es el gris. Ni farolillos rojos ni colores estridentes. El gris es casi omnipresente: Gris en las paredes de las casas y en los tortuosos adoquines. Pero también la cara de los vecinos ha adquirido una tonalidad grisácea.

La vida de Wang también podría haber adquirido esa tonalidad gris. De hecho, tenía todas las papeletas. Nació en la china imperial, creció con el comunismo y sufrió a la Revolución Cultural en los fríos campos de Manchuria. Por si fuera poco, hace unos años murió su mujer. “Lo mismo hago de padre, de madre, que de hijo”, dice mirando de reojo a su madre casi centenaria mientras amasa una mole de harina para hacer empanadas chinas. Pese a las desventuras, el señor Wang conserva cierto tono optimista. Parlotea alegremente como pocos y gesticula suyos.

como muchos paisanos


La casa de Wang, como la de Fenglang Zhao, es también la de abuelos, padres e hijos. Él, en cambio, vive en su parcela de quince metros cuadrados con su madre e hija y una perra cansada de amamantar a sus seis cachorros.

Desde su habitáculo se escucha el ruido metálico de las escavadoras y tuneladoras que trabajan casi ininterrumpidamente. Máquinas que han arrasado con viviendas de familias enteras, edificios centenarios y templos budistas dejando tras de sí una neblina de polvo y recuerdos. Tanto es así que de los 3.073 hutongs que había en 1949, en 2010 sólo quedan en pie menos de la mitad. “Lo que está en juego no es sólo su valor arquitectónico, sino que un estilo de vida que corre el riesgo de extinguirse” afirma el director manager, Hu Xinyu.

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Todas las mañanas, incluidas los fines de semana, Wang se levanta a las cinco con el fin de desayunar con sus amigos. Frente a una mesa con platos de sopa de frijoles mezclados con polvo de cacahuete y una especie de donuts de alubias, Wang dialoga alegremente con sus colegas. Los hombres de su generación


acostumbran a reunirse con sus amigos mientras que sus mujeres permanecen en las casas.

Mientras almuerzan en una mesa destartalada de la calle, algunos tiran agua al suelo para evitar que el polvo se levante y otros se dirigen cargados de incienso al templo budista. Por el camino de callejuelas de adoquines hay gente vendiendo peces en una especie de palanganas metálicas. Al parecer los budistas compran uno de esos peces y luego en el lago Ho Hai los devuelven a su hábitat natural.

Wang se declara abiertamente ateo pero después del paseo es de los que se dirigen al templo budista. “No practico ninguna religión, pero las respeto. Porque para todos los chinos los templos son lugares sagrados y puros”.

Al salir del templo, Wang recorre las orillas del lago Ho Hai. Con la llegada del mes de abril, algunos osados nadan en el lago pese a su prohibición. Wang prefiere observar. A unos doscientos metros, en un parque cercano, un par de ancianos vestidos con el uniforme civil comunista juegan a Weiqi, una especie de ajedrez oriental, rodeados de curiosos. Hay más expectativas por parte del público


que por los propios jugadores. Otra vez, todo hombres. Al otro lado del río también son hombres los que, en un ejercicio de memoria, practican la caligrafía china con unos pinceles del tamaño de escobas.

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*

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Por su edad, Wang es uno de esos chinos que todavía conservan algunas

costumbres

que,

por

suerte

o

desgracia,

están

desapareciendo de la idiosincrasia china. Sorber mientras se come una sopa o desahogarse de ventosidades sea por la vía que sea, ya no forma parte del comportamiento de las nuevas generaciones chinas. De hecho, escupir está oficialmente prohibido en China desde los Juegos Olímpicos. Pero en la generación del señor Wang sigue siendo algo muy común.

Después de un buen desayuno con frijoles pasea tranquilamente por las estrechas calles de su hutong intercalando flatulencias y saludos con sus vecinos. En sus conversaciones con los demás es habitual verle asentir, gesticular, sonreir y fumar. Sobre todo, fumar. El señor Wang es un hombre aparentemente despreocupado y tranquilo. Sobre las posibles demoliciones afirma no saber nada y


se muestra apático.

-¿Qué le parecería si tuviera que marcharse a otro lugar? - Si las condiciones son buenas, me marcharía.

La respuesta suena a discurso premeditado. Luego, con mayor naturalidad

y un tinte nostálgico confiesa “Antes aquí se vivía

mucho mejor”.

Y no es el único que lo piensa. Desde el Centro de Protección del Patrimonio Cultural de Beijing ha elaborado diversos estudios sobre la cuestión de los hutongs y cómo los planes de reurbanización afectan a los residentes. En una de las encuestas realizadas en barrios

se desprendía que la mayor parte de los residentes

consideraban que cualquier tiempo pasado era mejor que el actual. De hecho “las políticas de mantenimiento y restauración brillan por su ausencia” afirma Matthew.

Aquejado de la afluencia de inmigrantes en su hutong, Wang denuncia el robo continuo de bicicletas y piensa que la creciente inseguridad se debe a los nuevos residentes. “Antes” explica “nos conocíamos todos”. Justo delante de su puerta vive otro veterano


del hutong. El vecino comparte generación con Wang y, por tanto, muchas costumbre y aficiones. Entre ellas, sacar a pasear a los pájaros. Es frecuente ver por las calles del Pekín antiguo gente caminando con pesadas jaulas de madera.

Como un niño con zapatos nuevos, Wang se despide y desaparece tras una de las retorcidas y angostas calles de su hutong.

*

*

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Ajenas a la desconfianza que genera su presencia en su comunidad, las diseñadoras Yun Xi y Majie repuntan un patrón para un vestido. Hace ocho años que Yun Xi, de treinta y dos años, y su ayudante, Majie, llegaron de Mongolia a Pekín en busca de más oportunidades. Pese a que vive en un apartamento en Sanlitun, una de las zonas más modernas de la ciudad, tiene su taller de costura en Gulou, a escasos metros de la casa de Wang.

Ella es de las personas que ha crecido en la era de Internet y en China eso ofrece algunas ventajas. Gracias a la red, Yun Xi ha sabido de los planes que se están trazando en el barrio en el que trabaja. Pero confiesa no preocuparle demasiado. Su situación lo


hace comprensible. Tiene alquilado el estudio desde hace algo más de un año y medio por lo que no se siente muy vinculada a la vecindad. “Si me tengo que marchar, buscaré otro taller en el que trabajar” afirma.

Mientras se prueba el patrón que acaban de confeccionar, Majie plancha la futura tela del vestido. Acostumbrada a las comodidades de su apartamento de Sanlitun, ella es partidaria de la reubicación de los residentes ya que tendrán mejores condiciones de vida. No obstante, admite que los planes de urbanismo despierten inquietud.

Acabada la jornada laboral, Majie y Yun Xi recogen los ovillos de hilo y las tijeras y apagan la máquina de coser. Ya ha habido suficiente por hoy. Yun Xi sale apresurada de su negocio tras una jornada laboral de ocho horas de pie frente a una mesa. Ni siquiera ha reparado en el señor que, cargado con una jaula, la veía venir desde el otro extremo de la callejuela. Él, se hace a un lado y la deja pasar. *

*

*

Después del paseo, el señor Wang vuelve a casa más contento que el propio pájaro y orgulloso de haber cumplido con su rutina. Al girar la esquina ve en el reflejo de una ventana una figura que se


acerca a paso ligero. Wang intuye que ella no ha se ha percatado de su presencia y, aunque avanza con lentitud, se retira y la deja pasar. Su primera reacción es saludar, pero al ver que la cara no le es familiar todo queda en un ademán. En ese momento se da cuenta de que el hutong no es lo que era.

Una vez frente la casa de su vecino la situación es rutinaria: grita su nombre varias veces para devolverle la jaula. Mientras, mira cómo la pértiga acerca la jaula a su lugar original. A tres metros del suelo el pájaro se asoma por una reja de la jaula y parece observarles. Los dos hablan y cuchichean pero el señor Wang además fuma. Fuma y asiente.

Ajeno a la vista privilegiada que hay ante sus ojos, el animal se asoma por una reja de su jaula. Dos situaciones comparten un mismo escenario: A tres metros del suelo los actores protagonizan peleas,

conversaciones

silenciadas.

comprometidas

y

preocupaciones

En el horizonte, las grúas siembran gigantescos

rascacielos y el océano de chabolas centenarias se diluye.


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