Sobre el futuro del hacer cultural en Puebla

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SIN REFORMAS NO HAY PROGRESO

Sobre el futuro del hacer cultural en Puebla Juan Carlos Canales

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unque parezca inexplicable, dado el crecimiento cuantitativo y cualitativo de nuestro estado, y pese a las transformaciones simbólicas que dicho crecimiento implica, Puebla carece de una política cultural moderna que responda a la altura de nuestro tiempo (el caso del IMAC, en la administración de Blanca Alcalá, es excepcional en la historia de la promoción cultural en Puebla y requeriría un comentario aparte). Por supuesto que la salud de una institución depende, en gran medida, de la salud de las instituciones vecinas, y para el caso que nos ocupa, el fracaso —o por lo menos la pobreza— de la política cultural emprendida por el gobierno durante los últimos sexenios, es consecuencia de la pobreza y el atraso de nuestra vida política en su conjunto de acuerdo al parámetro mínimo que exige la calidad democrática en la sociedad moderna. Y es que no podemos abstraer la discusión sobre la política cultural de las observaciones acerca de nuestra vida política. Estoy claro que, por una parte, una historia de la promoción cultural requeriría de matizaciones precisando su singularidad de cada uno de los gobiernos y, por otra, que un relevo partidista —condición sine qua non, pero no suficiente para la transformación de nuestra vida pública— tampoco garantizaría un cambio de rumbo en materia de política cultural. Pero algo hay que dejar claro desde ahora: la consolidación de un proyecto cultural verdaderamente moderno para Puebla sigue siendo uno de los grandes pendientes de la agenda pública local, y, la posibilidad de su realización, dependerá, en buena medida, de la calidad de nuestra vida democrática. Debemos aceptar que la difusión cultural es una

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práctica política como cualquier otra, y como tal su discusión debe ser un elemento prioritario de la agenda del estado y de la sociedad y no sólo de un gobierno o un reducido grupo social; con ello, la participación del gobierno, la cámaras, partidos políticos y otras instancias del estado, además, desde luego, de la sociedad civil en su conjunto, es imprescindible para formular el destino de nuestra vida cultural. Según García Canclini, la redefinición del concepto de cultura ha facilitado su reubicación en el campo político. Al dejar de designar el rincón de los libros y las Bellas Artes, al concebir la cultura —en un sentido más próximo a la acepción antropológica— como el conjunto de procesos donde se elabora la significación de las estructuras sociales se la reproduce y elabora mediante operaciones simbólicas, es posible verla como parte de la socialización de las clases y los grupos en las concepciones políticas y en el estilo que la sociedad adopta en diferentes líneas de su desarrollo. En el sentido más amplio del término, por política cultural debemos entender el conjunto de acciones promovidas desde una institución encaminadas a mediar la producción simbólica entre los productores y consumidores de esos bienes, de tal suerte, una política cultural privilegia tanto determinadas representaciones del espacio social como a determinados actores del circuito producción-consumo de bienes simbólicos. Entonces, el espacio simbólico, o de representaciones reproduce los conflictos del espacio social, en el que determinadas prácticas intentan imponerse sobre otras; las políticas culturales funcionan como una especie de códigos haciendo legibles determinados mensajes y desechando otros como práctica de significación en el espacio social. junio 2010

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Con lo anterior, no intento sugerir especie alguna de mecanicismo entre prácticas sociales y culturales; unas y otras, aunque intrincadas, responden a lógicas y registros distintos, pero sí destacar que también el espacio simbólico de una sociedad está tejido por un conjunto de estrategias de poder, pugnando por perfilar una subjetividad determinada; es decir, una forma particular de autocomprendernos. El tradicionalismo patrimonialista La promoción cultural gubernamental durante los últimos años en Puebla es producto de la mezcla aleatoria de tres paradigmas en materia de política cultural: el del tradicionalismo patrimonialista, el del estatismo populista, a los cuales, hoy, se suma el de la privatización neoconservadora. Otro paradigma importante para la interpretación de las políticas culturales, y que sin duda cada vez cobra mayor importancia en nuestro medio, ante el encogimiento de la difusión cultural oficial, es el del liberalismo clásico. Sin embargo no lo desarrollaré aquí, por las características propias de la publicación al que está destinado el presente artículo. Aunque el concepto de patrimonialismo aplicado al campo de las políticas culturales abarca fenómenos distintos a los que el mismo concepto contempla en la teoría sociológica clásica a partir de Weber, designa también una práctica de poder basada en relaciones de fidelidad con el príncipe; opuesto a los valores esenciales de la modernidad: racionalidad, apego a la ley, transparencia, competencia, etcétera, ejerciendo el espacio público como privado Tanto para Bonfil Batalla como García Canclini, el tradicionalismo patrimonialista en el ámbito cultural ha servido como soporte ideológico para que los sectores hegemónicos constituyan barbarie

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un espacio de neutralidad en el que se diluyan las contradicciones sociales y simbólicas y diferentes clases puedan representarse en la cultura nacional; aísla elementos culturales —danzas, indumentarias, ritos— de su dimensión histórica y política, y los folcloriza en el sentido más superficial para ofrecerlos como espectáculo. Al mismo tiempo, el tradicionalismo patrimonialista pone en juego una serie de elementos imaginarios sostenidos en oposiciones binarias, que posteriormente retomará y resignificará el paradigma del estatismo populista, como pureza —contaminación; identidad— pluralidad; tradición-modernidad. En cuanto al paradigma del estatismo populista, éste reviste una importancia fundamental para la historia del país, en general, como para nosotros, en particular, debido a que sostuvo el desarrollo de la política cultural en México, al menos desde el periodo posrevolucionarios hasta el gobierno de De la Madrid. Como sabemos, al menos desde la Reforma, el gobierno mexicano, como parte de una estrategia política, encaminada a legitimarlo, ha identificado gobierno y nación como unidad indisoluble. Aunque se pueden encontrar las raíces de este fenómeno en el criollismo novohispano, su consolidación encuentra sustento en el positivismo comtiano, a finales del siglo XIX y principios del XX. El estatismo populista ya no se sostiene tanto en esos sentimientos primitivos como los denominaría para otro contexto E. Levinas —sino sobre la base de un concepto determinado de desarrollo histórico. El Estado deviene como síntesis de ese desarrollo, practicando una especie de sinécdoque en la que la parte expresa el todo y su objetivo es conciliar lo disperso, cohesionar lo fragmentario, disminuir o anular el potencial subversivo de determinadas

realizaciones simbólicas. De este modo, la identidad es utilizada como una práctica de poder por la cual se reconocen o se niegan distintas representaciones, y desde la cual, también, el Estado legitima sus propias prácticas. Apenas indico algunas características de este paradigma de política cultural. Carlos Monsiváis y otros han profundizado en el tema. Es importante destacar, sin embargo, que, amén de haber sido la característica fundamental en materia de política cultural a nivel nacional, es también el mayor riesgo para Puebla, en caso de que se prolongue el cacicazgo marinista, investido por toda esa retórica populista. Si por el contrario, el futuro gobierno de Puebla desea empujar una política cultural moderna, deberá aceptar el reto que significa reconocer la especificidad del fenómeno cultural, en un contexto de pluralidad y tolerancia y otorgar un mínimo de autonomía a las instituciones encargadas de promoverlo Pero sobre todo, tendrá que comprender en su radio de acción un ejercicio crítico y autocrítico de nosotros como nación, y de nuestro lugar en el mundo Un proyecto sólido de promoción tiene que ir más allá del espectáculo y el entretenimiento. El cambio del paradigma El surgimiento del activismo cultural durante los 80 coincide con un proceso de reordenamiento económico a nivel mundial en el que el Estado no sólo reduce su participación en materia social y educativa, sino que, también, somete a esas a la dinámica propia del mercado, dinámica que se acentúa día con día, sin importar el signo del gobierno en turno. A la par del reordenamiento económico, aparece en el horizonte histórico el claro resquebrajamiento de la cultura moderna y un discurso cada vez más virulento tendiente a reordenar

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los valores simbólicos de la sociedad contemporánea en torno al mercado, la eficiencia y la ciencia, destruyendo los lazos comunitarios y representacionales del mundo moderno. Se acentúa un proyecto hegemónico que acusa la diferencia y pluralidad culturales como la mayor amenaza al progreso, al igual que considera el ejercicio crítico del poder como una práctica rebasada por el propio mercado. No es paradójico ni contradictorio señalar que la globalización, al tiempo que homogeneiza ciertas prácticas sociales, fractura las redes simbólicas asentadas en la cultura moderna y exacerba, beligerantemente, las identidades locales, religiosas y raciales, impulsando conflictos hacia el interior de grupos sociales que desvían o disminuyen sus procesos democráticos y de resistencia frente al capital mundial, y disminuyen, también, la posibilidad de aceptación de la diferencia y la tolerancia. En este espacio donde el concepto de lo político y lo social sufren una honda transformación, la iniciativa privada entra a ocupar el espacio vacío dejado por el Estado benefactor, expandiendo su influencia a través de industrias culturales, proyectos educativos, etcétera. Mediante distintos instrumentos, apoyados, incluso, en bienes públicos, como es el caso del Complejo Siglo XXI o el Complejo Cultural Universitario, los grupos hegemónicos fortalecen la mercantilización y masificación de los bienes culturales. Si bien es cierto que el gobierno no puede soportar el peso que representa el gasto en cultura, además de ser urgente el concurso de todos los sectores

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sociales en la materia, no por ello va a renunciar a su responsabilidad rectora signada en la Constitución, en pos del primer objetivo que debe guiar la promoción cultural: elevar el nivel cultural de la sociedad. Por el contrario, el gobierno debe continuar siendo un punto de equilibrio entre los distintos agentes culturales, pero orientado por las expectativas democráticas de nuestra sociedad y el pleno reconocimiento de sus diferencias. El gobierno debe encontrar nuevas formas de participación que, de modo organizado, le permita dar respuesta a la creciente y compleja demanda de consumo cultural. Por otra parte, el gobierno tiene que ampliar su oferta de consumo cultural, y con ello, no sólo elevar el mismo, sino generar nuevos públicos. El gobierno debe ser el principal agente que contrarreste la influencia de aquellas industrias culturales dominadas sólo por el mercado y cuyo único interés es la creciente masificación de la cultura. Reducir el ámbito de influencia del gobierno sobre nuestra vida cultural no puede convertirlo en apéndice o cómplice del mercado y de las industrias culturales, como tampoco su fortalecimiento es equivalente al aumento de sus tecnologías de poder en materia cultural o de su capacidad coercitiva a través del mundo de las representaciones. El discurso de la competencia debe alcanzar la institución cultural de gobierno, haciendo más eficiente su trabajo pero respetando la lógica de la economía cultural. Desde ahí podremos valorar el inmenso beneficio que la difusión cultural representa para todos los sectores de la sociedad. junio 2010

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