a n t o l o g í a d e c u e n t o pa r a n i ñ o s Compilación: Antonio Salinas ilustraciones: gerardo león naranjo
Editado en México Copyright. © por Secretaría de Cultura de Guerrero · 2015. Reservados todos los derechos. Se prohíbe la reproducción parcial o total de este libro, sin permiso escrito del editor con excepción de breves notas en revisiones, toda solicitud debe dirigirse a Subsecretaría de Formación y Vinculación Cultural, en subfovi.secultura@gmail.com Imagen de la portada: Gerardo León Naranjo Diseño editorial: Karla Michelle Rivas Teodoro · OME Diseño Coordinación de antología: Antonio Salinas Bautista Título original: Mi amigo el Tecuán 3D Primera Edición. Impreso en México.
a n t o l o g í a d e c u e n t o pa r a n i ñ o s
Índice
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Prólogo
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La torre Pavel Ricardo Morales Ocampo
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La conchuda pulcra Paul Medrano
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Tonalmeyolt y el nahual Ángeles Koskatl Seis Anzurez
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El campesino, el burro y el perro Plutarco Mejía Bello
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Ana y el libro Astrid Paola Chavelas
Prólogo Escribir es una forma de cantar. Cantarle a la tierra, al mar, a la lluvia, al sol, a los amigos, a todo lo que camine, se arrastre o vuele en el universo de la realidad y la imaginación. Porque un pájaro sin trino o un jaguar sin rugido son como una lengua sin voz. De este modo, los autores aquí reunidos tienen el oficio de levar, bordar, entonar, crear y recrear el lenguaje otorgándole su lugar en el tiempo y en el espacio. Narradores con tono singular que hacen florecer el imaginario con distintos personajes, tesituras, sentimientos y paisajes. Escrito por autores guerrerenses (o radicados en la entidad), el libro que tienes en las manos nace, en principio, del interés en fomentar y difundir la literatura escrita para niños de todo el país, principalmente los del estado de Guerrero. Este proyecto surge mediante una convocatoria pública emitida por el Gobierno del Estado de Guerrero, a través de la Secretaría de Cultura, en coordinación con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, para todos los escritores interesados en participar con una serie de cuentos que tuvieran el firme propósito de promover y preservar los valores, así como las tradiciones y costumbres de los niños guerrerenses. Así, la antología de cuento Mi amigo el tecuán 3D reúne a cinco narradores: Pavel Ricardo Morales Ocampo (Acapulco), Paul Medrano (Ciudad Victoria, Tamaulipas), Ángeles Koskatl Seis Anzurez (Acatlán, Chilapa de Álvarez), Plutarco Mejía Bello (El Mirador, Tlacoapa) y Astrid Paola Chavelas (Acapulco). Por primera vez en la historia de nuestro estado, la Secretaría de Cultura de Guerrero publica un libro exclusivamente para niños de 6 a 12 años. Cada uno de los cuentos están acompañados de ilustraciones que enriquecen los contenidos y ayudan al niño para que se apropie –durante su aventura como lector– de un tesoro que le pertenece desde siempre: el lenguaje. Cada cuento es punto de partida para dar un paseo por la imaginación, por medio de la palabra y el amor,
en un mundo creado en páginas de papel. Tal como lo escribió James Matthew Barrie: Lo mejor de todo es ser niño. Lo segundo mejor de todo es escribir sobre ser niño.
Antonio Salinas
LA TORRE
Pavel Ricardo Morales Ocampo
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—Los magos no nos enfermamos —aseguró él en tono serio. —Que todavía no se haya enfermado no quiere decir que no vaya a hacerlo
—sentenció la mujer secamente, y a continuación cerró la ventana con fuerza.
Desde su torre el mago contemplaba la estrella más brillante. La admiraba por el telescopio con el mismo interés con el que un niño de cuatro años observa un chocolate en un altísimo estante. ¿Qué tenía de especial esa estrella? Ah, eso es fácil: que no era una estrella. Durante años el mago había estudiado las constelaciones; había hecho un diagrama de todas las estrellas visibles desde su torre. A veces se quedaba plantado en su jardín hasta media noche, debajo del inmenso cielo negro, acompañado por los susurros que los árboles hacen para hablarse. Anotaba y dibujaba a la luz de una vela mortecina, sumido en la concentración y en la soledad. Hacía tiempo que su sabueso lo había abandonado y que no lo acompañaba en sus experimentos de magia. —A usted le dará un resfriado —le advertía la vecina desde su ventana. El silencio del campo era tal que, cuando alguien hablaba, su voz se dejaba escuchar incluso cuando la persona no estaba cerca. El mago buscó a la mujer con la mirada y la observó plantada detrás de la ventana. Era una anciana de cabellos plateados y mirada dulce, enérgica y recia. En aquel extenso prado sólo había dos hogares, una casa (erguida como una barcaza en medio del océano), y una torre (imponente como un faro).
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Aquello había sido una semana anterior, cuando aún no había encontrado la estrella más brillante. Ahora anotaba con celeridad las coordenadas de la misma. Garabateaba números en una hoja de papel y también algunas letras: aura azul, tres veces más grande que las otras, Canismajoris. ¡Finalmente la había encontrado! La vecina no se atrevía a preguntar por qué el mago pasaba gran parte de la noche estudiando el cielo. Ocasionalmente llevaba una taza con chocolate caliente a su vecino y se quedaba con él durante unos minutos. Le hablaba de muchas cosas, de sus labores en la cocina, de que el pastel que horneó en la tarde había quedado esponjoso y que lo había adornado con duraznos y crema batida… Pero el mago no parecía escucharla. Esa noche la mujer tocó la puerta como era su costumbre; siempre lo hacía a pesar de que el mago no contestaba y ella tenía que abrir por su cuenta y entrar a la torre. Cuando entró, descubrió que el mago saltaba de alegría. Iba de un lado a otro ondeando la hoja de papel en la que recientemente había escrito. —¿Pero qué le pasa, señor mago? —quiso saber la mujer. Estaba plantada de pie en el umbral, con una taza de chocolate humeante en la mano. —¡Lo encontré, mi querida amiga! —¿Cuál? —¡A Ezra!
—estalló
de
alegría el mago. La mujer lo miró dubitativamente, preguntándose a qué se debía aquel alboroto.
13 El mago, al notar la confusión de su vecina, se acercó a ella y la tomó por los hombros. La condujo hasta su telescopio y le señaló el buscador para que acercara el ojo. La mujer así lo hizo, teniendo especial cuidado en no chocar directamente con el instrumento. A través del telescopio la mujer descubrió un gran campo blanco y brillante, tal como era su prado en las épocas de nieve. Buscó de un lado a otro en aquel campo, pero no encontró nada que fuera especial. —No veo nada —dijo ella, temiendo perturbar la alegría del mago. —Ah, espere —dijo él, y movió la lente del telescopio para ajustarla. Entonces la mujer lo vio: había un perro en el campo. —¡Caramba! —saltó la mujer. Se apartó del telescopio y miró directamente el rostro de alegría del mago—. Hay perros en el espacio… El mago la miró con extrañeza. Después comprendió lo que su vecina había querido decir, y dijo: —No, no, no, mi señora. Ese es Ezra.
—¿Es una nueva raza? —¡Claro que no! ¡Es mi perro!
La mujer retrocedió unos pasos, consternada.
El mago notó la taza de chocolate y la tomó; bebió.
—Pero usted no tiene perro. —¡Exacto! Verá que hace diez años aún lo tenía conmigo. Ha sido un perro muy leal. Jugaba conmigo y me ayudaba en mis experimentos mágicos. Él probaba mis pociones. Imagine usted que una vez lo convertí en un gato… Se enfadó tanto conmigo porque, como es lógico, muchos perros odian a los gatos y él no quería ser uno. Pero en aquel tiempo logré deshacer mi encantamiento y Ezra volvió a ser el mismo perro que siempre fue. Recuerdo que me lengüeteó y me perdonó. Así realizamos varios experimentos, hasta que un día quise hacerlo invisible. Recité un encantamiento de mi propia autoría y mi perro desapareció. Yo estaba feliz y complacido con la eficacia de mi magia. No tenía pensado que el que hubiera desaparecido se debiera a algo más que al objetivo de mi magia. Le pedí a Ezra que ladrara y éste permaneció callado. Me pregunté, por supuesto, si no había ocasionado que mi perro, además de invisible, fuera mudo. Y lo busqué con ayuda de mis manos por toda la habitación… No estaba. Lo busqué por mi casa, por toda la ciudad, en las casas de mis vecinos e incluso en los parques en que Ezra gozaba de pasear. Pero todo intento resultó inútil. Ezra no estaba por ningún lado. »Me culpé, señora. Me culpé… Pensé que le había hecho algo grave a mi amigo… Pensé que lo había enviado a un lugar terrible. Verá que el error de mi hechizo era que en un verso decía «aléjate, luz de estrella», y en realidad debía decir «aléjate, luz de sol». ¿Sabe usted que es la luz es la que nos hace visibles? Sí, imagine un cuarto totalmente oscuro, ¿acaso no seríamos invisibles ahí? Sí. Entonces yo quería que mi amigo fuera inmune al contacto con la luz y de esa forma se volvería invisible. ¡Ah!, qué error cometí. Lo envié por un sendero de luz hacia la estrella… —¡Oh, vaya! —exclamó la mujer. —Delicioso.
La mujer sonrió. Aún estaba confundida por el relato que le había hecho el mago.
—¿Puede traerlo de vuelta? —¿Cómo? —A su perro, ¿puede devolverlo?
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15 —He estado escribiendo algunos encantamientos. —¿Y qué tal van? —No tan bien… al parecer debo esperar a cierto día. —¿Qué pasará ese día? —Nada excepcional. El día en que pueda traer a mi amigo, según dice el libro, será el día en que me halle de lo más feliz. Aún no lo resuelvo, ¿cómo puedo estar feliz si no tengo a mi amigo?
La mujer arrugó el ceño.
—Ay, señor mago, usted ha vivido creyendo que la magia es todo lo que importa. ¿Que no se da cuenta de que es una paradoja ilusoria? —¿Qué significa eso? —Que puede estar feliz en este momento… Porque si está feliz verá a su amigo. Y eso lo hará feliz, ¿no es cierto?
El rostro del mago se iluminó. Su vecina estaba en lo correcto. —¡Un bucle de felicidad! —exclamó el mago—. Lo leí en un libro: un bucle de
felicidad arranca cuando un momento alegre nos conduce a otro momento alegre que a su vez nos lleva a otro, y a otro... Ésa es auténtica magia, mi señora.
Entonces el mago se aproximó a la ventana de la luna y se dejó bañar por la luz de la luna y de las estrellas. Y comenzó a recitar su hechizo... —Alma de luz que vagas en las estrellas, acude a mi llamado. Alma de luz que brillas en los cielos, escucha a tu amigo...
Y de pronto una columna de luz descendió desde el cielo; irradiaba con un brillo azulino que cayó y rodeó la torre. El mago restalló de alegría. Brincó triunfalmente y esperó a encontrar a su perro. Pero el perro no apareció. La columna continuaba resplandeciendo pero no había señales de Ezra. —¿Por qué no viene? —preguntó el hombre a la mujer, como si esperara que ella tuviera la respuesta. Al parecer la mujer lo sabía, porque dijo: —Vaya usted entonces. Un viento frío sacudió el interior de la torre y el mago vio cómo la luz comenzaba a temblar. Temblaba como el agua
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en el interior de un contenedor durante un terremoto, temblaba como las personas cuando sienten mucho frío o mucha soledad... —Se va —supo entonces—. La luz se está yendo. —¿Adónde va?
El mago no respondió porque comprendió lo que debía hacer. —Mi querida señora, por favor, espere aquí...
—¿Pero qué va a hacer?
No tuvo que esperar para averiguarlo: el mago dio unos pasos hacia el interior de la columna de luz. Observó a la mujer con cierta tranquilidad y después sonrió. Y la luz desapareció, llevándose al mago con ella. Aún el día de hoy la amiga del mago lo espera a él y a Ezra en la torre. Las historias cuentan que todas las noches la mujer sube a la torre para contemplar la estrella más brillante, donde, si ajusta cuidadosamente el lente del telescopio, puede ver al mago jugando con su perro en blancos prados... A veces el mago saluda a la anciana desde allá. Pero siempre se le ve inmerso en un bucle de felicidad.
LA CONCHUDA PULCRA
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Paul Medrano
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En una cañada con forma de chupirul invertido había un rebaño de chivos sobre los cuales vivía una conchuda llamada Rodvic. Las conchudas, para quienes no lo sepan, son unos insectos del tamaño de medio grano de amaranto y lo único que hacen es chupar la sangre del mamífero o ave en el que se encuentran. Hay quienes opinan que las conchudas son los antepasados directos de los vampiros, pero nadie ha investigado mucho sobre eso. La vida de Rodvic consistía en brincar de una cabra a otra. En el único macho del rebaño vivía el padre de Rodvic, un señor conchuda que se creía muy muy, pues afirmaba que sus antepasados habían llegado desde África en un león traído para un circo. Conviene aclarar que, pese a sus raros hábitos, su extraña alimentación y el medio en el que vivían, Rodvic era una conchuda muy pulcra, es decir, muy aseado. A pesar de que la limpieza era algo rarísimo entre su especie, trataba de ser lo más higiénico posible. De pequeño, los papás de Rodvic pensaron que era un defecto pasajero; sin embargo, con el tiempo se dieron cuenta de que era necesario hacer algo. Un día, Rodvic —un nombre muy común entre las conchudas, como entre los humanos lo es Juan o Pedro— llegó a su adolescencia. Sus padres estaban hartos de que su hijo se la pasara quejándose de la suciedad del campo. Por eso, llegó el día en que se decidieron a enviarlo de viaje a la ciudad. Optaron por mandarlo con sus parientes que vivían en un zoológico para que aprendiera a valorar la cañada. Allá verá que en las ciudades también hay mugre, pensó su padre. Llegado el momento de partir, la joven conchuda empacó sus pertenencias en una pequeña mochila de piel de lombriz. Su madre le pidió que fuera cuidadoso y le echó la bendición de las conchudas, la cual empieza por la pata izquierda y termina en la antena derecha. Poco después, Rodvic saltó hacia un perro pastor que a su vez llegó a la casa de los humanos que eran dueños del rebaño de cabras. Del perro saltó al tapete de piel de tigre que estaba en medio de la sala de la casa. Ahí durmió un rato. Luego, saltó a un gato. El gato fue abrazado por un
19 niño melenudo y Rodvic aprovechó para saltar a la cabeza del pequeño quien, tras el llamado de su madre, se dirigió a las afueras de la casa y se trepó en un auto con sus padres. En la cabeza se encontró con una familia de piojos, una especie que Rodvic odiaba por hablantina. Desde que ve a alguien, el piojo no para de hablar. Ni siquiera ante la amenaza de un peine para espulgar. Luego de saludar, Rodvic les contó detalles de su viaje: al llegar a la ciudad, debía bajarse del humano en cuanto pudiera y subirse a cualquier rata, que son más o menos como los microbuses para los humanos. A los piojos, el viaje de la conchuda se les hizo algo muy temerario y lo atribuyeron a la juventud de la conchuda. Cuando los humanos bajaron del auto, llevaron a su crío al cine. Rodvic aprovechó la película para salir de aquella cabeza. Bajó hasta el asiento y de ahí al piso de la sala. Un aroma —pestilente, por cierto— lo llevó hasta un pequeño ratón. Le habían dicho que los ratones olían mal, pero nunca pensó que tanto. Entre el pelambre de aquel roedor halló dos conchudas que provenían de una zona cercana a la cañada en forma de chupirul. Recibieron efusivas al visitante, a quien preguntaron por algunos de sus conocidos. Rodvic los puso al día y tras unas horas de plática durmieron agarradas de los pelos de la pata del roedor. A la noche siguiente, Rodvic despertó un poco adolorido por el viaje y con cierto problema en una de sus tres panzas. Justificó las molestias al cambio de aires y a la suciedad que salía por todos lados. Sus compañeros de rata le anunciaron que pronto podría abordar un roedor con rumbo al zoológico. Y así fue. Cobijada por las sombras, la rata salió del cine y enfiló hacia las coladeras del desagüe. Una vez dentro, Rodvic percibió un fuerte olor que lo dejó tieso. Se trataba del drenaje principal de la ciudad. Un río artificial de desechos, residuos, jabones y aceites que fluían por un canal oscuro y profundo. La rata caminaba por la orilla del oscuro cauce. Rodvic extrañó su máscara antigases. Luego, el roedor trepó por un tubo. Las conchudas anfitrionas le informaron a Rodvic que irían al mercado. Finalmente salieron por el agujero de una lámpara fundida que estaba en el techo. Rodvic se limpió los ojos con las antenas para mirar lo que tenía enfrente: era un techado inmenso bajo el cual caminaban muchas personas. El ruido era ensordecedor y sus pasos hacían retumbar la tierra. La conchuda se preguntó cómo hacía la gente para vivir entre aquel bullicio y con tanta basura. Fue la primera vez que extrañó la tranquilidad de la cañada. Allá hay mugre, pero no tanta, se dijo. Permanecieron en aquel escondite casi todo el día. Cuando bajaron a encontrarse con más ratones,
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21 murciélagos, cucarachas (insectos a los que Rodvic temía, pues sabía que son capaces hasta de comerse sus patas, si la ocasión lo amerita), mosquitos, hormigas y palomillas. Todos iban y venían, sacando frutas de los puestos, perforando los refrigeradores para morder los quesos, rascando entre la basura para llevar algo a su madriguera. Era una muchedumbre como la de la mañana, pero en vez de humanos los protagonistas eran animales. Ambos, igual de sucios. Los compañeros de Rodvic le señalaron una rata grande, obesa y aún más pestilente que estaba cerca de unas cajas de manzanas. Era un roedor viejo, de lomo gris y largos bigotes. Súbete Rodvic, esa rata va al zoológico, le ordenaron. Tras pensarlo tres veces veces —pues buscaba caer en la parte menos cochina—, saltó. Una vez agarrada a los pelos de la barriga, trepó hasta el lomo. La mueca de Rodvic era de asco. En aquel roedor se encontró con uno de sus parientes del zoológico. Se llamaba Frampé (otro nombre común entre las conchudas). Se alegró de encontrar a un pariente. Se abrazaron y casi lloraron de alegría. «Cuánto han crecido tus antenas», le dijo Frampé a Rodvic. Frampé explicó a su pariente que aprovechaba los fines de semana para ir en busca de sangre pura. «¿Cómo» preguntó Rodvic, «acaso los animales de ciudad no tienen sangre en las venas?». «Sí, primo Rodvic, pero su sangre es rala y de malsabor»,
dijo Frampé. En esas estaban cuando llegaron al zoológico. La conchuda admiró la inmensidad del elefante, aunque también el tamaño de su suciedad. Pensó en la cantidad de sangre de aquel enorme mamífero. Luego vio unos animales de pelaje blanco y amarillento, gran corpulencia y ojos negrísimos. «Ésos son osos polares. Vienen de un lugar donde sólo hay hielo», le dijo Frampé. «¿Su sangre es fría?», preguntó Rodvic. «Al contrario, primo Rodvic, es calientísima y cuando recién llegó, era una delicia beberla».
Frampé explicó que en su estado natural todos los animales poseen una sangre más limpia, pura y sabrosa. Sin embargo, al llegar a la ciudad, explicó, la alimentación, el ambiente o la tristeza van menguando la densidad de la hemoglobina hasta convertirla en un líquido rojizo y desabrido. . «Qué interesante», le dijo a Frampé. Sin embargo, para sus adentros pensó que su primo padecía un problema de exceso de imaginación. No le dio importancia al tema y se preparó para saludar a toda la parentela de zoológico que resultó igual de sucia que todo lo que había visto en la ciudad. La saludadera duró cuatro días. Debido a que algunas jaulas eran más grandes y lejanas —pero no más limpias—, trasladarse de un animal a otro dilató las presentaciones. A cada pariente debía hacerle el saludo de las conchudas, es decir, le estrechaba las patas y las antenas. No faltaron la invitación de la tía-abuela para dormir en las orejas de un tapir, las rondas
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gigantes con sus primos en el lomo de los bisontes o el descenso a gran velocidad por el cuello de la jirafa. Además, por órdenes de uno de sus tíos más viejos, llevaron a Rodvic a conocer los leones, donde intentaron reafirmarle la hipótesis de que su abuelo, en efecto, había llegado en uno de esos felinos traídos desde África. A Rodvic el rey de la selva le pareció un gatote igual de hediondo que sus primos domésticos. Durante la saludadera, la barriga de Rodvic fue un revoltijo. Atribuyó el malestar al viaje y lo insalubre de sus últimas comidas. Sin embargo, la molestia en su panza no disminuyó tras la emoción de la bienvenida. Optó por ingerir sangre de un solo animal, pero no dio resultados. Comenzó a perder peso y a ganar mal humor. Algo no andaba bien. Un mes después Rodvic estaba irreconocible. Había tomado todos los remedios sugeridos
23 cuando Frampé comenzó a gritar. «¡Ahí está, ahí está!», decía, mientras sus antenas se movían en todas direcciones. «¿Qué pasa?», preguntó Rodvic. «Esa rata parda acaba de salir de un cargamento de mango. Sangre pura, primo Rodvic. Sangre pura y fresca que vamos a disfrutar», respondió Frampé. Cuando
clavaron su pico, Rodvic confirmó que su primo tenía razón. Aquel sabor le era familiar. Era sangre de campo y sin rebajar. A la tarde siguiente, Rodvic despertó y se sintió como nunca en su viaje. Además, todos notaron el cambio, incluso él mismo se percató de que sus antenas habían retomado su curvatura natural (signo de buena salud entre las conchudas). Ahí agradeció a sus parientes sus atenciones y les anunció su regreso a casa. Rodvic volvió a la cañada en forma de chupirul invertido, donde vive en compañía de sus padres, hermanos y primos, encima de un rebaño de cabras. Ellos desean que la ciudad y su mugre nunca lleguen a molestarlos. Y si eso sucede, esperan que sea dentro de mucho, mucho tiempo.
por sus parientes: desde saliva de hiena hasta cerilla de humano. Pero nada, sus tres barrigas seguían mal. Sus antenas comenzaban a pandearse, como las de todos sus parientes en el zoológico. Una tarde, luego de muchos festejos, volvió a encontrarse con Frampé, quien iba, como cada fin de semana, al mercado. Rodvic le contó sus penurias con su aparato digestivo. «Claro, es por la sangre, primo Rodvic», afirmó Frampé. «Ven conmigo al mercado», sugirió. Ambas conchudas treparon en la rata grande de lomo gris y minutos después llegaron a su destino. «De vez en vez, llega por aquí alguna rata entre las cajas de fruta. Ese animal, nuevo huésped de la ciudad, traerá sangre pura y fresca», anunció Frampé.
Anduvieron encima de la rata de lomo gris casi toda la noche. Faltaba poco para el amanecer
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TONALMEYOTL Y EL NAHUAL
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Ángeles Koskatl Seis Anzurez
Había una vez una niña de pelo negro y piel dorada como rayo de sol al amanecer. Se llamaba Tonalmeyotl y era hija de unos campesinos que vivían en un pequeño pueblo rodeado de grandes y verdes cerros. En las mañanas, Tonalmeyotl asistía a la escuela comunitaria y por las tardes ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa. Lo que más le gustaba a Tonalmeyotl era salir a pastorear a sus chivitos después de la comida; se iba muy contenta hacia una pequeña lomita que quedaba cerca de su casa donde había un verde pastizal. Un día, después de comer, Tonalmeyotl salió con sus animales. Caminaba tranquilamente junto a 13 chivos de varios tamaños y colores. Había grandes y cafés, con manchas grises, blancos y medianos y pequeños chivos negros con manchas de varios colores.
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27 Ese día, Tonal, como le decían sus amigos, bajó de la loma con sus animales cuando alcanzó a ver que a un lado del amate que estaba cerca de los platanares deslumbraba una hermosa flor que parecía dormir mientras el sol se escondía entre las montañas. Le gustó tanto aquella flor que Tonal juntó a sus 13 chivitos y corrió lo más rápido que pudo por el pastizal hasta llegar a la flor. Al verla de cerca, observó que se trataba de un girasol hermoso, color amarillo. Cuando se disponía a cortarlo, escuchó un ruido que salía de entre las ramas del amate: —¡Tonalmeyotl! —dijo una voz aguda que parecía la de alguien pequeño. Tonalmeyotl no logró ver a nadie e hizo un segundo intento por cortar la flor pero de nuevo escuchó la voz: —¡Tonalmeyotl, no lo hagas! Yo quiero mucho a esta flor, si la cortas me enojaré demasiado y cada noche te iré a buscar, y cuando estés más grande conmigo te vas a casar.
Pero la niña estaba encantada con la flor e ignoró la voz. Cortó la flor. Con ella, emprendió carrera hasta su casa olvidando y dejando solos a sus 13 chivos. Cuando llegó a su casa ya había anochecido y la niebla empezaba a descender. Sus padres, que la esperaban en la entrada, le preguntaron: —Tonalmeyotl, ¿dónde estabas? ¿Y los animales? ¿Qué has hecho con ellos? —Se quedaron dormidos cerca del amate —respondió rápidamente la niña.
Al oír su respuesta, los papás la regañaron severamente. Aunque sus papás parecían muy enojados, en realidad estaban alegres de que su hija hubiese llegado con bien a la casa. Mientras Tonalmeyotl esperaba a su padre que había salido a buscar a los chivos, la niña
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tomó un baño y después un café caliente que le había preparado su mamá. Al día siguiente, al salir de la escuela, se encontró con un muchachito desconocido que se acercó a saludarla: —Hola. Me llamo Tenoch y vivo en la cima del cerro más alto que puedas ver. ¿En dónde vives tú? —Yo vivo en la cima del cerro más pequeño que puedas ver —le respondió la niña a aquel muchacho misterioso, de piel oscura como la
tierra en la que se dan los mejores maizales y de ojos cafés como el corazón del girasol que había cortado. Tenoch y Tonalmeyotl platicaron hasta que llegaron a la casa de la niña y después el muchacho desapareció. Al anochecer, Tonalmeyotl escuchó que algo se posaba sobre el tejado de su casa; con un poco de miedo, salió a ver de qué se trataba. Cuando miró hacia arriba, encontró a un enorme tecolote sentado sobre las tejas. Aquel animal era muy inusual. Tonal se espantó. En las comunidades existe la creencia de que cuando un tecolote se sienta sobre una casa, algún integrante de la familia muere. Esa noche, Tonalmeyotl entró a la casa y no volvió a salir, pero el tecolote regresó la noche siguiente y la siguiente y así durante los próximos años. Al principio, a Tonalmeyotl le asustaba la presencia inexplicable de ese animal pero después se acostumbró e ignoró a aquella enorme ave de plumas moteadas y grandes ojos color café. Con el paso de los años, Tonalmeyotl se acostumbró a su presencia; noche tras noche el tecolote llegaba hasta a su casa y se posaba sobre el tejado. A la joven le intrigaba la mirada del ave; él la observaba minuciosamente siempre que Tonalmeyotl salía a poner el fogón para cocer el nixtamal de la mañana siguiente. Pasaron muchos años. Tonalmeyotl cumplió 23 años. Esa noche mientras cenaba y platicaba con sus papás y amigos, la joven estaba muy feliz y no escuchó el aleteo del
29 animal. De pronto, cuando terminaban de cenar, oyeron que alguien tocaba a la puerta y Tonalmeyotl acudió emocionada a ver quién era: fue muy grande la sorpresa de la muchacha al ver a un joven muy apuesto en la entrada. Él sonrió como si ya se conocieran, y le dijo: —Buenas noches, Tonalmeyotl, vengo a desearte feliz cumpleaños. ¡Qué bonita te ves con tu vestido floreado, pareces un girasol cuando está enamorado!
La muchacha no pudo responderle y se puso toda colorada porque había algo en la mirada de aquel joven que la cautivaba. Al ver que Tonalmeyotl se quedaba muda de la impresión, el joven añadió: —Te he buscado mucho y vengo a llevarte conmigo.
En ese momento, la muchacha no comprendió las palabras del joven; sentía que alguien le había golpeado la cabeza y que un frío tenebroso le recorría el cuerpo hasta los pies. Tonalmeyotl no pudo hacer más que gritar; inmediatamente llegó su papá con un machete, pero el joven había desaparecido y la muchacha no quiso contar lo que había pasado. Esa noche, la mamá de Tonalmeyotl salió corriendo a buscar a don Gaspar, un curandero del pueblo. Don Gaspar pidió velas, cadenas de cempasúchil y cigarros para el curamiento, e inició un rezo para curarle el espanto. A la mañana siguiente, la muchacha se sintió más tranquila y en contra de las advertencias de su madre, salió a pastorear a sus chivos. Al pasar cerca del amate, se armó de valor y buscó a la voz misteriosa que de nuevo se hizo escuchar: —Tonalmeyotl, ¿qué buscas aquí?
Un fuerte aleteo se escuchó en lo alto; era un tecolote que descendía poco a poco del árbol. La mirada del ave se parecía a la de un joven que había conocido hace años y que jamás volvió a ver. La mirada era la de aquel muchacho misterioso, de piel oscura como la tierra de los mejores maizales, y de ojos cafés como el corazón del girasol. Finalmente, el ave que sobrevolaba a la muchacha tocó el suelo y fue tomando forma de hombre. ¡Era Tenoch! Fue entonces como la joven comenzó a comprender las cosas y él decidió contarle toda su historia: —Yo vivía con mis padres y ellos tenían un don; podían tomar forma de animal cuando caía la noche, así que cuando nací, ese don se me otorgó a mí también. Mis papás eran
nahuales y habían sembrado un hermoso girasol que no podía marchitarse nunca, por eso es que cuando ellos murieron, la flor se convirtió en algo muy importante para mí. Vivía en el amate para poder cuidar a la flor; por las mañanas paseaba por los alrededores y al caer la noche tomaba la forma de tecolote y me posaba sobre las ramas del amate para cuidar a mi tesoro más preciado; hasta que un día llegaste tú y cortaste la flor. Mi corazón se puso triste y todas las noches te fui a buscar para que me devolvieras el girasol.
Cuando la muchacha escuchó la historia de Tenoch, se sintió mal del dolor que le había causado y le pidió perdón. Tenoch le preguntó a la joven si no le importaba que él fuera un nahual, a lo que ella respondió que no y que envidiaba poder volar por los cielos de la noche.
Desde aquel día se hicieron buenos amigos y tiempo después, el joven, acompañado por sus abuelos, fue a pedir la mano de la muchacha, pero los padres de Tonalmeyotl les dieron otra fecha para visitarlos. En la tercera vez, los papás aceptaron y poco después Tonalmeyotl y Tenoch se casaron conforme a las costumbres de la comunidad de la muchacha. Tonalmeyotl y Tenoch vivieron muy felices: cuando ella despertaba y no veía a su esposo, no se enojaba porque sabía que salía a cuidar el pueblo de noche. Tonalmeyotl jamás contó algo acerca de su esposo, más que a su propia hija, una niña a la que llamaron Mestli. Cuando esta niña tuvo edad para entender, Tonalmeyotl le contó la historia de ella y de su padre. Mestli creció y tuvo hijos a quienes les contó la historia de Tonalmeyotl y el nahual. A su vez, los hijos de Mestli le contaron a sus hijos la misma historia y se fue transmitiendo de generación en generación hasta el día de hoy. En mi comunidad todavía se escuchan este tipo de historias. Los abuelos nos cuentan que hay personas que nacen con este don y que por las noches se convierten en animales. Dicen que antes salían mucho a espantar a los paseantes, ya que no había luz y las calles eran oscuras. Ahora ya casi no se ven pero algunos abuelos conocen a las personas que nacen con este don y que en mi pueblo les dicen nahuales.
El campesino, el burro y el perro Plutarco Mejía Bello
Un campesino fue a talar árboles para hacer su tlacolol para sembrar maíz. Llevaba consigo a su burro y a su fiel perro. Al llegar al lugar, amarró al burro a la orilla del río, agarró su machete y se dispuso a trabajar. Después de un buen rato, le dijo a su mujer: —Voy a mirar al burro. —Sí, ve, no sea que se haya enredado con la reata —le contestó su esposa.
El campesino bajó a la ribera del río y vio que su burro estaba pastando tranquilamente y que su perro dormitaba a la orilla del camino. Cuando cayó la tarde y ya era tiempo de regresar a la casa, desamarró al burro y le dijo a su mujer: —Vámonos, mujer, ya es tarde. —Vámonos, pues —le contestó la mujer.
En el camino de regreso, el hombre cortó leña para quemar en la casa y se la cargó al burro, pero éste caminaba muy lento y no se apuraba; entonces el hombre cortó una vara y empezó a azotar al burro una y otra vez. El animal caminaba cada vez más lento y así se fueron un buen rato, hasta que la mujer se rezagó para lavarse en una barranca donde pasaba un riachuelo. El perro, que venía detrás del dueño, vio cómo el campesino, molesto por la lentitud del burro, lo azotaba con más fuerza. «¡Burro flojo, burro tonto! ¡Ya no aguantas, te voy a azotar más fuerte!»,
dijo desesperado y enojado el señor. Entonces sucedió algo inesperado: —Por favor, ya no me pegues —le contestó el burro.
Si tú fueras un nahual, ¿en qué animal te gustaría convertirte?
El hombre, lleno de miedo, salió corriendo y el perro lo siguió. Ya cansado, el campesino se fue a sentar sobre una piedra y dijo en voz alta para sí mismo: —Ay, Dios mío, nunca había visto a un burro que hablara. Pero el perro, que estaba a su lado, lo miró y habló: «Ni yo había visto hablar un burro». Y otra vez el campesino salió disparado de miedo por la
sorpresa que le había causado que su perro también hablara. Lleno de pesadumbre, el hombre pensó para sus adentros: «Esto es
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muy malo, se va a acabar el mundo. ¿Cómo es posible que los animales hablen?».
Al llegar a su casa, el hombre se sentó a llorar, mientras el burro, con su lento andar, se alejaba de la casa del campesino como si supiera bien lo que tenía que hacer. (Este cuento fue narrado por el señor Nicolás Flores Álvarez, de la comunidad de Tecolutla, perteneciente al municipio de Tlacoapa, Guerrero.)
XABU NAÑAJUN’ XANÁÁ, XTÁNGIDI’ KHAMÍ XUWÁÁN’
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VERSIÓN ME’PHAA Mbáa xabu nañajun’ xanáá nigájnuu áxnúu gidu ma’ni xaxtu. Nekajayáa xtángidi’ tsú gí’daa khamí xuñúu. Í’doo rí nekaní náa’ mbaa’ rí mañajuin’, nirájma ma’jáan xtángidi’ rawun’ matháá, niwatuun mí chídiuu khamí nigí’duu mí mañajuin’. Khámá má ngamuu rañajuin’ ídoo rí ne’thúun a’diuu: —Ma’gá áyaxi xtángidi’ yáá. —Ayu’ mí, á’ni lá mu rínirájma mine’ thiaa— niri’jñaale a’diuu.
A’khui nekataa mbá rawun’ mathaa xabu, nde’yoo mí rí tsímáá má ngamuu rakui’tsu tsú xtángidi’ khamí nde’yoo rí na’gu xuñúu kamaa rawuun’ jambaa. Í’doo rí wakhí’ má rá khamí nekanú má matangii lí gu’júun, nekhúu le mí xtángidi’, a’khui e’thúun a’diuu: —U’gua rá a’gu, wakhí rá yo. —U’gua má rámí —niri’jñaa la a’gu.
Náa’ jambaa, í’doo rí netangii li, niruthun ixi matsikhá gu’juáá tsú xabu khamí niñá’doo xtángidi’, mu rí mañuu wéñuu’ eka xukú’, tsé’ni mbá’jui mbájayuu’, a’khui rí ndiríya’ mbá xkuíyá xabu khamí nigí’duu nixpáthiin mbá khamí imba mi’tsu xukú’. Itháan ú mañuu eka xukú’, xú’khui ja’nii nigóo ragúun’ mbáxngaa, a’khui niwanúu khidíí’ a’gu, niwanúu ne’jñáa le nakhúu khamí ñawúun’ náa’ rawun’ matha nagáyuu chájin’ iya’. Tsú xúwáán’ naka khidxuu’ xabu, nde’yoo rí itháán eka rakhi’náá xabu numu rí tsé’ni mbá’jui ma’ga xtángidi’, nde’yoo xú ja’nii itháan ixpáthiin xtángidi’. «¡Xtángidi’ i’skha, xtángidi’ skhágun’! ¡Né’ngaa’ rá’, maxpathíín xóó mithayaa!», ne’thán nikhi’náa xabu. A’khui nirígá rí nadawaa’ mbájayuu tsú nijumuu: —Mbá rí méján’ íthani, náxathaxpathúún rá —ne’thán xtángidi’. A’khui rí nimíñuu xabu, nikitíyáa’ ragáyuu, xú’khui wárkamaa xuñúu khidxuu’. Né’ngoo neke ági’ji mbá inuu itsí, ikhú ne’thín: —Jánu’ Dióo’, ndimbá mitsú lá táyóo mbáa xtángidi’ tsú na’thán jún rá. Tsú xuñúu gí’ níjñúu, ndiyaminduu’ khamí ne’thín: «Ni lá ikhúún táyóo mbáa xtángidi’ tsú na’thán.». Mbujúu’ má nikitíyáa’ ragáyuu xabu jmaa numu gamíi
rí nde’yoo rí na’thán xuñúu mangaa. A’khui rí mijmáñajuiin’ wéñii’ xabu, xúgi’ ja’nii nendxa’juá mine’: «Ra’khí mbájayuu’ lá rígi’ rá. Náá lá íthayaa rí muthan xukú’ rá»
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Í’doo rí nekanúu la gu’jóo xabu, nigi’ji nimbiye’, gáa tsú xtángidi’, xú má rí mañuu ngarigoo neke ratsíngóo’ náa’ gu’jóo xabu, asndo xú rí nda’yoo mí rí gímaa ma’ni.
Ana y el libro
Astrid Paola Chavelas
A esta hora de la noche todo duerme, desde las lunarias sembradas en la jardinera hasta las lámparas de aceite colgadas de la viga en el techo. El silencio se mece en la hamaca del corredor, el comal descansa sobre su cama de ceniza tibia. Afuera, el sereno humedece las hojas de la milpa, las gotas resbalan hasta alimentar la tierra. Dentro de la habitación, el charpe descansa junto a los tenis. La mochila sobre la mesa espera la tarea del siguiente día. A esa hora donde todo duerme, Ana escucha una pequeña voz que disipa la delgada línea de sueño que cubre sus ojos. «Hola», escucha nuevamente pero no hace mucho caso, piensa que el calor ya la hace escuchar voces. Cierra los ojos, pero vuelve a escuchar la vocecita. —Hola, Ana. —Oh, qué quieres, ¿no ves que tengo sueño?
Ya es noche y mañana temprano hay que levantarse para ir a la escuela, no molestes. —Está bien —dijo tristemente el libro sobre la repisa. Y volvió al silencio. —Además, cuándo has visto que los libros hablen —dice Ana, e identifica de dónde proviene
la voz que no la deja pegar los ojos—. Seguro por la calor ya tengo alucinamientos, o desde hace rato que me quedé dormida y estoy soñando, lo más seguramente —dice convencida—. Pero, ¿por qué será que no sueño como otras veces que voy a Caleta con mi abuela Sol? Me gusta más soñar eso que con un libro que habla.
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35 —Pero no estás dormida —dice tímidamente el libro. —¿Ah, no? Entonces ya estoy loca de tanto cocotazo que me sorraja Mariela cuando se desespera, por más
que mamá la regaña y le repite que debe ayudarme con la tarea; «cabeza de coco», me dice cuando no la oyen, pero nomás un día me van a salir esas cuentas tan largotas y con tanto numerote, y pos a lo mejor y sicierto, tengo la cabeza dura como coco zocato y por eso no se me pega nadita. –No, tampoco estás loca, Ana, sí te estoy hablando. —¿Y qué quieres, a ver? —se impacienta la niña. —Nada en realidad, me sentía solo aquí arriba y quería platicar con alguien. —Huy, me hubieras dicho antes, así desde qué horas me hubiera dormido en vez de estar haciéndote plática; un libro sintiéndose solo, ónde
pues, si estás lleno de palabras y personajes. —Sí, pero mis palabras sólo cobran sentido cuando las leen, cuando platican con mis personajes —suspira el libro. —Creo que te entiendo, también me pasa así
cuando el maestro me castiga sin salir al recreo; qué sola me siento mirando por la ventana a mis compañeros jugar en el patio. ¿Y si te llevo a mi salón? Allá quizá no te sentirías tan solo, no hay muchos libros y casi todos están llenos de letras, sin dibujos, o con explicaciones que no entiendo. —Los libros somos muy callados, no hablamos entre nosotros. —Huy, pos ahorita no se me ocurre otra cosa, quizá porque ya tengo sueño, pero verás, mañana pienso en algo. —Estar solo me agrada, sólo que a veces me gustaría que leyeras conmigo. —Ah, ya salió el peine. No, pos no, mira; para qué te leo si no te voy a entender nadita, mejor platícame lo que dicen las letras que hay dentro de tu panza.
37 —Puedes empezar por contarme cómo eres. —Achís, pos así, ¿que no me ves? —Los libros no tenemos ojos, sólo hojas. —Ajá, y los libros tampoco tienen boca y estás hablando, ¿verdad?
—Jaja, no es precisamente una panza, pero, ¿sabes? No es igual si yo te platico que si tú misma lo descubres. —Además de todo, necio. Mira, la verdad es que no me gusta leer, bueno, no es que no me guste —dice la niña, mientras juega con la trenza de su cabello—; me
acuerdo que cuando mi abuela venía a visitarnos me regalaba libros, nuestro pasatiempo era leer juntas en la hamaca del corredor, cada vez era un libro distinto, todos muy bonitos, con historias de niñas y niños como yo que tienen abuelas como la mía, que las quieren y las cuidan, que les enseñan, como ella a mí, que limón se dice tikuaya’a y que coco se dice tika’a en mixteco, su lengua materna, y que los libros no se rompen, que se cuidan para que otros puedan leerlos, pero de eso hace mucho. Tú fuiste el último libro que trajo y que ya no pudimos leer porque yo estaba castigada, según porque no ponía atención en las clases y me la pasaba contando historias en vez de contar los números. El maestro le dijo a mamá que los niños debemos dejarnos de cuentos y aprender cuánto es dos más dos y cuántas sílabas hay en a-e-ro-pla-no. Y se acabaron los cuentos y empezaron las cuentas, y los castigos. Y, y, ¿y por qué le estoy contando esto a un libro? Ay, mejor ya me duermo que seguro mañana me quedo castigada. —Ya me sé tú historia, todavía recuerdo lo triste que se fue tu abuela aquel día. —Ajá, y tú que lo sabes todo, a ver, ¿por qué no me habías hablado antes? —Pues porque no se supone que los libros hablemos, pero es que… —Sí, ya sé, estabas taaaan aburrido. Pos no sé qué quieres que te cuente.
El libro no supo qué decirle a la niña que a todas luces es más lista de lo que se empeña en aceptar. —Bueno, comenzó Ana, recuerdo que una vez leímos una historia sobre una niña bonita de la Costa Grande, la abuela me decía que se parecía mucho a ella cuando era niña y que yo también me parezco a ella, aunque somos distintas en el tono de la piel; ella es del color de la tierra mojada. Los remolinos que hacen los puchuncos de su cabello huelen a pan recién horneado; mi abuela dice que mi piel es del color del barro cocido, que tengo la nariz anchita como huesito de marañona y los ojos redondos y oscuros como semillas de coyul y que mis cabellos son igual de resistentes y necios, que las hebras con las que trenzan el zacate, que tengo la mirada de mi madre y la sonrisa de rebanada de sandía, que mis manos son pequeñas y mis pies anchos de tanto andar los caminos que llevan a la milpa, allá donde nacen todos los sonidos del campo, el lugar de donde viene el viento y adonde mi abuela dice que las nubes van a tomar el agua de las plantas para poder llover. —Así te imaginaba, Ana. —¿A poco los libros tienen imaginación? —¡Por supuesto! Nosotros somos creadores de
sueños, alcancías que guardamos entre nuestras hojas, y también contagiamos de ilusiones a los que nos leen. Les ayudamos a recrear universos imaginarios. —Oye, ¿y vas a dejar ahora sí pellizcando
si te leo ya me dormir? Es que ya me está el sueño —dice
Ana, mientras se talla los ojos con las manos. —¡Sí! —contestó el libro, emocionado.
39 —Pero si te leo mañana voy a amanecer contando cuentos, y ahora sí segurito que el maestro me castiga toda la semana —dijo el libro sin entender el punto de Ana. —Pus de malo nada, pero dice mi maestro que de bueno tampoco, que debemos de preocuparnos por los quebrados y por las cuentas y esas cosas que vamos a aprender a la escuela.
El libro se quedó pensativo un momento, luego sonrió, como si una idea hubiera caído como relámpago sobre su cabeza. —Podemos hacer un trato —dijo el libro—. Dentro de mis hojas puedes encontrar ayuda. —¿Deveras? —dijo la niña, que todavía dudaba de lo que le decía el libro. —¡Claro! ¡Yo puedo ayudarte! —Está bien —dijo convencida—; además, del castigo ya tiene mucho tiempo, y por más
que mamá insiste, no ha logrado que yo vuelva a agarrar un libro. Ahora le dará gusto cuando vea que te estoy leyendo. —Y no sólo a mí, puedes volver a leer todos los libros que quieras. Nada hace más feliz a un libro que sentir la mirada de un niño haciéndonos cosquillas entre las letras. Además, yo puedo escuchar todos los cuentos que se te ocurran —dijo el libro. —Imagínate si mañana llego contando el cuento de un libro que no me dejó dormir toda la noche —Ana encendió la lámpara y tomó el pequeño libro, miró la portada,
recordó a su abuela, sonrió, se sentó en la cama y comenzó a leer. Y aunque los libros no tienen brazos, el libro arropó a Ana esa y muchas noches más. Desde ese día, Ana espera el momento de rencontrarse con los libros que su abuela le ha regalado, con los que hay en su escuela y con cualquier otro libro. Ana por fin entendió que, aunque no tienen pies, los libros son alfombras mágicas para viajar; que aunque no hablan, dicen más de lo que pensamos, y que así como exploramos entre sus hojas y descubrimos cosas maravillosas, ellos nos ayudan a expresar nuestra magia interior. Después de aquel día en que el libro le habló, una idea iluminó a Ana: —¡Ah, ya sé! Los libros son portadores de sueños —dijo emocionada. Sacó un lápiz y se sentó a escribir la historia de un libro que una noche platicó con una niña que no podía dormir.
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41 Directorio
Salvador Rogelio Ortega Martínez GOBERNADOR DEL ESTADO LIBRE Y SOBERANO DE GUERRERO
Rafael Tovar y de Teresa PRESIDENTE DEL CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES
Arturo Martínez Núñez SECRETARIO DE CULTURA
Antonio Vera Crestani DIRECTOR GENERAL DE VINCULACIÓN CULTURAL
Citlali Guerrero Morales SUBSECRETARIA DE FORMACIÓN Y VINCULACIÓN CULTURAL
Antonio Salinas Bautista DIRECTOR DE FORMACIÓN ARTÍSTICA Y FOMENTO A LA LECTURA
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cuentos La torre Pavel Ricardo Morales Ocampo La conchuda pulcra Paul Medrano Tonalmeyotl y el nahual Ă ngeles Koskatl Seis Anzurez El campesino, el burro y el perro Plutarco MejĂa Bello Ana y el libro Astrid Paola Chavelas