Indice Certamen de Cuentos Dr. Luis Estrada
Certamen de cuentos Doctor Luis Estrada
Ediciones XIII, XIV y XV medicusmundi asturias y Luis Estrada.....................................2 XIII Edición (año 2013) Acta del jurado...........................................................................3 Primer Premio: “La noche lejana”, de Begoña Ruiz Fernández.....................................................4 XIV Edición (año 2014) Acta del jurado.........................................................................11 Primer Premio: “Duele”, de Yose Álvarez Mesa............................................................12 XV Edición (año 2015) Acta del jurado.........................................................................17 Primer Premio: “Amargo”, de Antonio Izquierdo Sánchez..............................................18 Segundo Premio: “De mamoré”, de José Manuel Gómez Vega................................................23
Edita: Medicus Mundi Asturias Depósito Legal: AS-2274/92 Imprime: Gofer
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Doctor Luis Estrada Estrada aparece en el diccionario: "Camino, sendero". El Doctor Luis Estrada González (Avilés, 1922-Oviedo, 2000), presente en el origen de medicusmundi asturias ya desde que se forjara la comisión fundacional creada en 1970 por un grupo de asturianos para trabajar en los países en vías de desarrollo, abrió el camino. Estrada fue vocal hasta 1991 de las sucesivas juntas directivas de medicusmundi asturias, y desde entonces hasta su fallecimiento ocupó el cargo de presidente. Burundi, en el corazón de África, marcó el comienzo. En 1970 se puso en marcha en Ntita, la colina olvidada, el Hospital "Asturias", un dispensario que hacía hincapié en las necesidades de medicina preventiva, maternidad, pediatría, educación para la salud y formación de personal sanitario. Ríos de enfermedades inundaban uno de los países más conflictivos de la región de los Grandes Lagos, donde medicusmundi asturias permaneció a lo largo de dos décadas. Había mucho trabajo por hacer allí. Y así, en avanzadilla, desbrozando el camino, creando la estrada, aprendiendo y aprehendiendo, fueron en aumento las acciones de medicusmundi asturias en diversos países del Sur; Malawi, Honduras, Nicaragua, Bolivia, microproyectos en Perú, Panamá, o el Congo. Desde su fallecimiento, y en homenaje a su labor, medicusmundi convoca anualmente el Certamen de Cuentos "Doctor Luis Estrada" sobre cooperación al desarrollo; el presente cuaderno presenta los cuentos ganadores de las Ediciones XIII, XIV y XV. Los cuentos, sin duda, constituyen un vehículo para la educación en valores, y para formar en la interculturalidad. Pero, sobre todo, los cuentos, como Luis Estrada, viajan, son migrantes, abren el camino.
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XIII Certamen de cuentos “Doctor Luis Estrada” Convocado por medicusmundi Asturias Reunido en LibroOviedo, el día 11 de mayo de 2013, a las 12:30 h., el jurado formado por: Paco Abril Jesús González Eloína García Actuando como secretaria Eloína García
Acuerdan conceder el PRIMER PREMIO del XIII CERTAMEN DE CUENTOS “DR. LUIS ESTRADA” a la obra presentada bajo el título “LA NOCHE LEJANA”, de la que es autora Dña. Begoña Ruiz Hernández, residente en Ávila Así mismo, acuerdan declarar desierto el Segundo Premio.
La entrega de premios tiene lugar en LibrOviedo el sábado 11 de mayo de 2013.
En Oviedo, 11 de mayo de 2013
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La noche lejana Begoña Ruiz Hernández
Había un suceso de su vida que tardó mucho en com-
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prender. Ocurrió en una noche lejana cuando tenía siete años, o quizás menos. Una tarde en la que todo el campo olía a rebrote, su mamá le dijo: — Marcelo, nos vamos a la ciudad. — ¿Vamos a ver el mar? —preguntó entusiasmado, porque nunca lo había visto, pero había oído que allí había sirenas y delfines y barcos con capitanes… —No, no tan lejos, pero no te preocupes ya lo verás algún día. Bajaron y subieron los cerros agarrados de la mano, era un camino largo y terroso que se movía sin rumbo, Rosaura, la mamá, titubeaba y tuvo que preguntar a varios viajeros, además llevaba un atillo a la espalda con chompas y cobijas porque en cuanto se metiera el sol haría mucho frío y hasta que llegaran a la ciudad habría que pasar unas cuantas noches al amor de las estrellas. Marcelo se agarraba a la mano callosa de su madre, a la que por aquel entonces se abandonaba con absoluta confianza. Su papá y sus hermanos grandes habían muerto trabajando en la mina hacía un año, entonces se quedaron los dos solitos y como no daban trabajo a una mujer en la mina, el niño la acompañó a la finca de una Doña que contrataba braceros y cocineras. En el pueblo no había escuela, estaba tan arriba que no llegaban ni los maestros.Todo el día juntitos madre e hijo ¡Qué gusto! Hasta que con el tiempo frío no se
necesitaba mano de obra en la hacienda y Rosaura no sabía qué hacer para ganar plata y comprar comida con la que callar las tripas. Entonces se buscó trabajo por la noche y ahí empezó a acurrucarse el miedo junto a Marcelo en la cama. En cuanto empezaba a oscurecer algo se le metía en el estómago y le gatuñaba las tripas, todo anochecía, el sol se iba, la luna anochecía, las montañas anochecían, los árboles anochecían y sobre todo su madre era la que más anochecía. Se pintaba los labios de rojo, se ponía los ojos rasgados como una golondrina y unos zapatos de tacón que retumbaban como truenos y la llevaban lejos. La noche aprovechaba su propia negrura para hacer y deshacer a sus anchas y se entretenía revolviendo toda esa oscuridad con un enorme cucharón, en esos momentos Marcelo ya no estaba seguro de dónde se encontraba, había dejado de ser, se hacía noche, estaba disuelto entre todo el negro espesor… Con el tiempo el niño comprendió que la noche jugaba con el mundo como si fuera un rompecabezas, y por la mañana el amanecer colocaba cada cachito de uno en el sitio del día anterior. Sin embargo a Rosaura le ocurría algo muy triste, cada mañana que aparecía ya no tenía los labios pintados, ni los ojos de golondrina …además le habían puesto cachitos que no era suyos, porque venía muy enfadada y tan malita que muchos días vomitaba. — Me sentó mal la noche, me la tragué. —aclaraba ante la mirada de Marcelo. Marcelo sabía que uno no se puede tragar la noche, tiene que dejarse arrullar y dormir, se lo contó su papá, ya de muerto. El niño se lo explicó a la madre, pero ella se iba a trabajar, y entonces se metía el miedo en la cama con Marcelo y le decía que la mujer que venía por la mañana quizás ya no tenía ni un cachito de su madre, aunque el niño presentía que si la abrazaba por la mañana con todas sus fuerzas, nada ni nadie podría romperla, y así lo hacía, no dejaba ni un resquicio entre los dos, ¡eso era vida! Sentir su olor, su calorcito, la suavidad de su piel… Una noche se despertó, pensó que estaba solo pero oyó ruidos, de repente la cortina que había en el umbral de la re-
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cámara se había tornado en una puerta trancada. Marcelo intentó abrir, pues oía a su madre gemir y lloriquear al otro lado de la puerta, pero no pudo vencer la cerradura con su golpes y su madre no contestó. Por la mañana ante los porqués de Marcelo, Rosaura le explicó: —Es que ahora trabajo en casa, cielo, debía haberte dicho que iba a poner una puerta, pero uno de mis clientes, que es carpintero, se presentó con ella, no oíste los golpes, dormías tan confiado, siento que te asustaras y te encontraras encerrado. Después le habló del nuevo trabajo, Rosaura era quitapesadillas, algunos hombres iban a casa para que ella les quitara los malos sueños, y ya de paso se quedaban toda la noche durmiendo con ella, porque por estas tierras hiela hasta agarrotar los huesos, y ella daba mucho calorcito. Los hombres se olvidaban de la mala vida y se iban riendo a carcajadas, tan contentos, voceando sin bocas. Por otro lado las vecinas empezaron a llamarle palabras untadas de mentira, era sólo envidia porque ellas no sabían quitar los malos sueños y a veces sus maridos las dejaban con la cena puesta por acudir a Rosaura. Tenía una voz muy linda, muchos hombres llegaban a casa con regalos, pero a ella no le importaban, porque se quedaba muy triste, hasta se le olvidaba su propio nombre y decía que se llamaba “Dulce”, “Carolina”… o lo primero que se le ocurriera. Aquella tarde que fueron a la ciudad caminaban cuesta abajo muy callados, tanto silencio fatigaba y hacía jadear, para aliviarlo un poco, Marcelo hacía algún comentario, pero ella no contestaba o hablaba de cosas raras que el niño no entendía…. Marcelo se palpó el bolsillo y notó la armónica que uno de los hombres le había traído, y se le ocurrió que un poco de música podía alegrar a su madre. Tocó una melodía pero no se puso contenta, al contrario, su llanto violento rompió la calma de los cerros, Marcelo dio un brinco, los animalitos huyeron asustados y una campana moribunda sonaba remo-
ta, como cuando pasó lo de la mina. Se hizo de noche, ya quedaba poco para llegar al sitio donde se cogía el bus para ir la ciudad, ella se lo explicó, para él era la primera vez que salía del pueblito… —Tú sabes que te quiero ––le abrazaba––. Te haga lo que te haga, te quiero. Marcelo no pudo dormir, esas palabras se le metieron como una navaja en el pescuezo, le costaba tragar saliva, le daba mucho coraje estar allí quieto dejándose arrastrar hasta el infierno donde no había madres y ella debió notarlo porque le apretaba contra su pecho. Al amanecer cuando se levantaron y recogieron las cosas, Marcelo sintió que su madre no era ya su madre. La selva se hacía poco a poco más frondosa, y el camino se desdibujaba, se oía a los pájaros despreocupados. Los ojos de Rosaura tampoco eran ojos, eran dos socavones, su cara no tenía boca… El niño sospechaba que era la noche la que se lo había robado. Por otro lado, algo le decía que esa mujer sí era su madre, sólo que tenía que dormir y abrazarla bien para que nadie le quitara ni una piececita. Estaba deseando que oscureciera para cumplir su propósito, pero mientras tanto el tiempo charlatán y embustero le metió en la cabeza todos los chismes que aterrorizan a los niños chicos. Él había oído cuentos sobre hombres que robaban la manteca, decían que se llevaban a los niños lejos, engolosinándolos con caramelos o dinero y luego les sacaban el sebo para venderlo a los ricos, que tienen mucho miedo a la muerte, y que con la manteca se hacían remedios que devolvían la salud. Había padres que amenazaban a sus hijos con “como no te comportes, te vendo a un sacamantecas”. Marcelo sabía que cuando a uno le chupan la grasa, no tiene salvación porque los huesos solos se tronchan como tallos y no son capaces de coger bríos para volver al tiempo, pues la vida requiere mucha fuerza, Marcelo había visto a Doro que se quedó flaco por esa razón, y a él se le vino a la cabeza que su mamá iba a venderlo como si fuera unos kilos de sebo sin más.
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—Mamá, ¿he sido malo? —preguntó— ¿me vas a vender a un sacamantecas? —No, mi amor ¿cómo se te ocurre eso? Al llegar al sitio más oscuro del mundo, donde sólo había dos árboles le dijo: —Elige uno. —¿Para que? —Quiero decir, ¿cuál de los dos te gusta más? Este árbol te cuidará. Yo nací a unos metros de acá, estos árboles han sido como mis abuelos, nadie te hará daño. Rosaura había soltado la bolsa en el suelo, por ella asomaba una soga, el niño presintió un dolor anticipado, la aspereza de la cuerda en la piel y el olor a manteca frita. —¿Me he portado mal y me quieres castigar?—insistió. Rosaura hablaba de cosas que su hijo no entendía, las ilusiones, la vida, Marcelo empezó a llorar, lo que más le apenaba era pensar que ella ya no lo quería. Mientras tanto Rosaura sacó las cuerdas, había dos, el niño sabía que era inútil gritar, porque si su madre no lo quería ¿quién lo iba a querer? Lloró y lloró, ella le dio unos cuantos tragos para que se tranquilizara y Marcelo se durmió… cuando se despertó estaba atado al árbol más bonito del mundo, pero su madre no estaba allí, también estaba amordazado. El cielo lo miraba tranquilo, alguna nubecilla juguetona pasaba despacio, y el sol calentaba como siempre, cada uno a lo suyo, como si con ellos no fuera la cosa. A Marcelo le costaba creer que le hubiera abandonado. No sabía el tiempo que pasó así, le daba tanta furia no poder moverse que se hizo sangre en las muñecas. Después de unos puñados de lágrimas, el viento intervino y empezó a malherirle con su aliento en las orejas, el sol le requemó las narices, y el árbol no le soltaba, estaba bien amaestrado. Pasó varias noches de ruidos desconocidos, por la mañana vio como la tierra se despertaba a su lado y que unas florecillas violetas le acariciaban, ya se contentó un poquitín y sintió en la duermevela que las ramas le pajareaban en los oídos.
Después de un hormiguero de días, su mamá apareció, traía comida, lo desató y lo besó con todas sus fuerzas. ¡Qué gusto sintió después de haber sentido tanto pesar! Al apretarse a ella se untó de sangre, tenía una herida en el costado. — ¿Alguien te apuñaló, mamá? —preguntó asustado. —No hijo, no es nada, es que fui al hospital a que me sacaran una cosita que tenía dentro del cuerpo y tuvieron que rajarme para sacármela. Algo que me estorbaba, no más. —Sabía que la noche era una ladrona. Vamos a casa. ––le dijo después de comer. —No, mi amor, de momento no puedo andar y menos subir cerros, además allí nadie nos quería… compré comida para estos días, los árboles nos resguardarán. — ¿Por qué no me llevaste contigo? Yo te habría cuidado en el hospital, y ¿por qué me ataste? ¿Por qué me tapaste la boca? —A veces el miedo hace huir sin saber a dónde ––le tranquilizaba––, te habrías perdido y jamás nos habríamos encontrado. — ¿Por qué no me dijiste que ibas al hospital y que allí los niños no pueden ir y…? Marcelo siguió preguntando: por qué, y por qué… se abrazaba a su madre y lloraba y reía hasta que se le olvidaba el porqué. Esos días que pasó allí cuidándola, aprendió a curar enfermos, y desde entonces cualquier enfermo es su madre. Ella logró que Marcelo estudiara y se dedicara a curar heridas, es lo que hace ahora y se le da bien, es enfermero de una clínica de la ciudad. Marcelo tardó mucho en entender la acción de su madre, hasta hace unos años no la comprendió, cuando trabajando en un puesto de salud de cooperación para países del sur, una mujer flaca y desesperada, con un atillo en la espalda, le preguntó: — ¿Cuántos dólares pagan acá por un riñón y cuántos por un hígado? Marcelo comprendió y desde allí ayudaron a esa mujer para que no tuviera que venderse.
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XIII Certamen de cuentos Doctor Luis Estrada
Begoña Ruiz Hernández
La abulense Begoña Ruiz (El Losar del Barco) confiesa que la inspiración para materializar “La noche lejana” le llegó en un viaje que hizo a Perú hace años en el que percibió trozos de vida muy dura y unas almas con un aguante digno de elogiar, según sus propias palabras. Esta experiencia directa dio como fruto la historia que aquí presentamos, «dura y cargada de suspense por la que pasan un niño y su madre en las tierras de América del Sur». Begoña Ruiz es profesora del instituto José Luis López Aranguren de Ávila, y entregada lectora que no se acercó a la práctica de la literatura hasta hace unos años. Ha publicado un relato en el libro “Cuentos desde la diversidad” (recopilación de obras de varios autores en torno a los más variopintos aspectos de la diversidad funcional) y ha escrito romances sobre la Santa Barbada o el castillo de “Aunque os pese”.
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XIV Certamen XIV Certamen de cuentos “Doctor Luis Estrada”
de cuentos Doctor Luis Estrada
Convocado por medicusmundi Asturias Reunido en LibroOviedo, el día 18 de mayo de 2014, a las 12:30 h., el jurado formado por: Reyes Martínez Hernández Javier López Guerrero Mª Luisa Ruiz Fernández
Actuando como secretaria Reyes Martínez Hernández
Acuerdan conceder el PRIMER PREMIO del XIV CERTAMEN DE CUENTOS “DR. LUIS ESTRADA”, dotado con 600€, a la obra presentada bajo el título “DUELE”, de la que es autora Dña. Yose Álvarez-Mesa, residente en Arnao, Asturias.
Así mismo, acuerdan declarar desierto el Segundo Premio
La entrega de premios tiene lugar en LibrOviedo el domingo 18 de mayo de 2014.
En Oviedo, 18 de mayo de 2014
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XIV Certamen de cuentos Doctor Luis Estrada
Duele Yose Álvarez-Mesa
Por fin descansas, mi pequeña. Ojalá hubiera hecho mucho antes lo que acabo de hacer: terminar con tu agonía, clavarte el puñal para ahorrarte el dolor de las pedradas. Cuántas lágrimas te habría evitado, cuánto sufrimiento, de haberlo hecho en el momento en que la vida te dio la espalda por primera vez. Aunque tenía tantas esperanzas de que el final hubiera sido otro… Confiaba tanto en la justicia humana y la divina… Pero me equivoqué. Siento que es culpa mía que hayas muerto tres veces. Yo y solo yo fui culpable, aquel día, al enviarte a casa de los abuelos a por harina para hacer tortas. Si aún quedaban tortas en la despensa, no entiendo por qué me empeñé en hacer más. Aún recuerdo que tú estabas mirando por la ventana al muchacho de los vecinos, mientras él recolectaba berenjenas en el huerto. Yo me negaba entonces a admitir que mi niña se hacía mayor, pero al mismo tiempo me enternecía ver en tus ojos todos aquellos sueños que afloraban cada vez que contemplabas ensimismada a Yacub. Tus sueños se rompieron esa misma tarde cuando, de vuelta de casa de los abuelos, cargada con la bolsa de harina para las tortas, aquellos milicianos jugaron a ser poderosos, entre risas y desprecio absoluto por la niña que pedía clemencia. Te dejaron medio muerta en el camino, con los sueños supurando por las heridas. Fue el fin de las ilusiones que bailaban en tus ojos. Tu primera muerte, mi pe12
queña. La primera agonía. El primer purgatorio. Maldije mil veces en silencio. Maldita yo, malditas tortas, maldito Alá que permite estas infamias. Te mandé sin más protección que tus trece años recién cumplidos. Ni siquiera te habías negado a hacer el encargo, no te daba miedo, ya eras mayor y sabías ir sola a todas partes. Dijiste adiós con la mano, “vuelvo enseguida”. Pero no volvías, y las horas pasaron, y cuando al fin te trajeron a casa tú ya no eras la misma, porque tu sonrisa se había quedado rota en aquel camino. Interpusimos una denuncia, y cuando supiste que los culpables habían sido hallados y llevados ante el tribunal, el miedo se apoderó de ti. No supe ver que solo querías olvidar, y te conminé a ser fuerte porque lo justo era que aquellos hombres pagasen por lo que te habían hecho. Y fuiste fuerte, pero nada pudiste hacer (nada pudimos hacer) contra el engaño. Te propusieron retirar la denuncia a cambio de la promesa de una compensación económica por parte de los agresores, pertenecientes a un poderoso clan. Y tú accediste pensando dar una alegría a la familia, porque eso suponía el final de la pobreza, porque eras una niña y no tenías otro afán que recuperar tus sueños. Yo te dije que ningún dinero podría comprar tu dignidad ni compensarte por lo que te habían hecho, pero tal vez no lo dije con demasiada convicción. Soy culpable de eso también, porque si hubiera insistido, es posible que te hubiera convencido de actuar de otro modo. Pero me dejé llevar por el entusiasmo de tu padre y por tu deseo de acabar con todo. Y accedimos a aquel burdo apaño, sin saber que firmábamos tu propia sentencia. Porque no fue suficiente el mal que ya te habían hecho, aún quedaba cerrarte la boca. En aquella pantomima de juicio se te acusó de tener relaciones con hombres sin estar casada, y de querer sacarles dinero. Y el juez te condenó por adulterio y extorsión. No conocías aquellas palabras, ni entendiste que se te culpara de algo. Tampoco yo lo entendí, ni siquiera papá comprendió qué estaba pasando, ¿cómo íbamos a explicártelo?
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Cuando te llevaron de mi lado me miraste esperando una respuesta, y yo no tuve ninguna, solo supe gritar y pedir justicia, y tú, mi pequeña, te alejaste llorando e implorando que te dejaran quedarte con tu mamá. Pero tus plegarias no fueron escuchadas, y esa fue tu segunda muerte, cuando las creencias se te escurrieron como el agua entre los dedos dejándote vacía, con el convencimiento de que Alá te castigaba por algo que habías hecho mal. “Mamá, diles que me perdonen”, me rogaste, porque estabas convencida de que yo tenía solución para todo: hacer crecer un vestido que te quedaba pequeño, multiplicar la comida en la cazuela, conseguir el permiso de papá para salir de casa… Cuántas veces me dijiste que yo podía lograr imposibles. “Haces magia, mamá”. Sin embargo no pude hacer otra cosa que rezar para que el poder divino pusiera un poco de cordura en aquella sinrazón. Aunque Alá debía andar ocupado en otras cosas. Pediste perdón, mi pequeña, como si hubieras cometido algún delito. Pero no hubo clemencia para ti sino una condena a muerte por lapidación. Te enterraron hasta los hombros y taparon tu cara, para que nadie viera que la persona que allí se ajusticiaba era una niña. Tus gritos fueron ahogados por el ruido de las piedras y el griterío general, incluidas las risas de los agresores, que con tu muerte tapaban su cobarde crimen. Pero esta vez sí pude cambiar las cosas y ahorrarte aquel absurdo tormento. Logré acercarme y destapar tu cara para que todos pudieran verte, para que pudieras verme, para que no te sintieras sola y abandonada. Sonreí para que tu última imagen fuera la del amor de mamá, y te clavé un puñal en la garganta, mi pequeña, el puñal que te liberó de todas tus agonías, de todos tus purgatorios. En unos segundos las piedras cesaron, tu cara quedó limpia de lágrimas, y tu gesto fue de gratitud. Entonces cerraste los ojos, y una sonrisa de serenidad se congeló en tus labios. Te acaricié el rostro, ordené tus cabellos, y supe que te habías ido. Tu tercera muerte, la última y definitiva, la que yo misma decidí cambiando los designios de aquellos a quienes impor-
tabas menos que el polvo de sus zapatos. No me quedaba otra opción. Te lo debía por todo cuanto no pude hacer antes por ti. Me hice fuerte esperando un imposible y ya soporto los golpes del destino sin apenas quejarme, por lo que me da igual lo que puedan hacerme ahora. Por eso, cuando veo acercarse al ulema, murmuro bajito, conteniéndome todo lo que puedo (aunque no sé cuánto tardaré en gritarlo a los cuatro vientos): Eres un cabrón, Alá, eres un grandísimo cabrón hijo de puta.
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Yose Álvarez-Mesa Yose Álvarez-Mesa nació en Asturias, donde vive actualmente desarrollando una interesante labor cultural. Su obra abarca todos los géneros literarios, especialmente la poesía. Ha publicado hasta la fecha catorce libros y participado en diversas antologías y revistas culturales. Desde 2005 hasta hoy le han sido otorgados más de un centenar de premios literarios, tanto en verso como en prosa. Además es Miembro de la Sociedad Cultural Gijonesa, coordinadora de la revista literaria KALEPESIA, colaboradora del programa de radio “Versos al aire”, Onda Maracena Radio (Granada), y es miembro de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE). Su blog: yosealvarez.blogspot.com.es
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XVCertamen XV Certamen de cuentos “Doctor Luis Estrada”
de cuentos Doctor Luis Estrada
Convocado por medicusmundi Asturias Reunido en LibroOviedo, el día 9 de mayo de 2015, a las 13:00h., el jurado formado por: Carmen González Casal Jaime Poncela Cristina García Fernández Mónica Peña Álvarez Lucía Nosti Sierra
Actuando como secretaria Lucía Nosti Sierra
Acuerdan conceder el PRIMER PREMIO del XV CERTAMEN DE CUENTOS “DR. LUIS ESTRADA”, dotado con 600€, a la obra presentada bajo el título “AMARGO”, del que es autor D. Antonio Izquierdo Sánchez, residente en Guadalajara. Así mismo, acuerdan conceder el SEGUNDO PREMIO, dotado con una litografía del artisto Francisco Velasco, a la obra presentada bajo el título “DE MAMORÉ”, de la que es autor D. José Manuel Gómez Vega, residente en Madrid. La entrega de premios tiene lugar en LibrOviedo el domingo 9 de mayo de 2015.
En Oviedo, 9 de mayo de 2015
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Amargo Antonio Izquierdo Sánchez
El niño debía de tener tres o cuatro años. O cinco, o
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seis. Es complicado calcular la edad de los críos que se van a morir de hambre porque llevan mucho tiempo sin crecer. Estaba desnudo, con su tripa hinchada, sentado en un orinal verde con la estampa de Mickey Mouse. Quieto, callado, mirando nada. Me acerqué despacio a él, me arrodillé para colocar mis ojos a la altura de los suyos y esperé. No sabía qué estaba esperando porque él ni siquiera se fijaba en mí. Sentí que yo era trasparente. No tenía pelo en la cabeza y su cara estaba cubierta por una fina baba de color verdoso. No tenía expresión. —Está muerto, pero él no lo sabe. Miré a mi espalda y vi al hombre que me acababa de hablar en francés. Era un médico del puesto de socorro. Me incorporé y le miré de frente: —¿Qué quiere decir? —Está deshidratado. Ya no se puede hacer más. Su cuerpo ya no admite nada. —¿Y sus padres? —Le dejaron aquí hace unos días, como a todos los demás. La carpa, amplia, situada a las afueras de Mogadiscio, estaba repleta de niños y niñas de todas las edades tumbados o sentados sobre la tierra. Algunos tenían goteros, otros parecían dormidos. Silencio y calor. El calor de Mogadiscio en enero es como si una serpiente reptara por dentro del cuerpo de un hombre y fuera mordiendo cada víscera.
—¿Quiere un poco de té? —me preguntó el médico. —¿Y no van a hacer nada? —Usted sabe que hacemos todo. Ahora hay que respetarle y dejarle en paz. El médico, voluntario, tomó al niño como si fuera un jilguero y lo colocó entre sus brazos como si fuera a acunarle. Y le acunó. Durante un momento senti que yo sobraba allí. El hombre dio unos pasos y depositó el cuerpo sobre una estera limpia, en el suelo. Se volvió y me miró. —Volveré al caer la tarde —me despedí. Pasé el resto del día trabajando en la ciudad. La guerra era allí, en Somalia, una forma de vida y los marines norteamericanos acababan de llegar para llevar a cabo la que fue conocida como la primera invasión de la historia por motivos humanitarios. Los yanquis no sabían a qué se enfrentaban. Pensaban que los portaviones, aparatos de combate, helicópteros, carros blindados y cascos con visión nocturna serían suficientes para controlar el territorio, poner orden en el caos y atacar la hambruna. No sabían que un somalí es un Estado en si mismo, que la muerte no es más que un trámite. La propia. La ajena sólo es rutina. Al mediodía encontré una buena historia para ilustrar la barbarie. Mientras caminaba por cualquier calle del centro, casi solitaria, salpicada de coches quemados y de basura, me crucé con un hombre alto, espigado, como son ellos. Me miró profundamente en un segundo y me identificó. —Are you journalist? —Yes. —Wait, wait. El inglés de los somalíes, como el de los árabes, es el más fácil del mundo para un español porque marcan tanto las erres y las tes, que suenan como si estuvieran escritas. —¿Tienes cámara? ¿Quieres grabar algo bueno? —me preguntó. —¿Qué quiere que grabe? Metió la mano en su chilaba y dos segundos después estaba
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apuntándome al estómago con una pistola. —No pasa nada —dijo —. No es para ti. Vamos a esperar a que pase alguien y tú grabas. —No quiero grabar eso —respondí. El arma se elevó hasta apuntar a mi cara. —Te va a gustar. Es una noticia, ¿no? —¿Vas a matar a alguien para que yo lo grabe? —Es una noticia, ¿no? —No, es un asesinato. —Wait, wait. Unos minutos después llegó la víctima. Aquel chico no debía de tener más de 16 años. Vestía un pantalón negro lleno de lamparones y una camiseta del Barcelona F.C. Mientras se acercaba al lugar en el que nos encontrábamos nosotros evitaba mirar hacia cualquier lugar que no fuera su propio camino. —¡La cámara, la cámara! —me dijo excitado el hombre. Como no reaccioné, dejó de apuntarme, dio tres zancadas hacia el muchacho, se colocó a su costado y le gritó algo en somalí mientras le apuntaba con el arma. El niño frenó en seco, le miró con los ojos muy abiertos y se arrodilló. El hombre colocó su mano izquierda sobre la cabeza del chico y apoyó la boca de la pistola en su frente. —¡Graba! ¡Es bueno! Todo lo demás lo recuerdo como a cámara lenta. Con mi mano derecha desasí la cinta de la mochila de mi hombro izquierdo, y con mi mano izquierda hice lo mismo en el hombro derecho. Deposité el bulto en el suelo y elevé mis brazos como si él me estuviera apuntando a mí y no al adolescente. —No voy a grabar un asesinato —me escuché decir. —¡Grábalo! No reaccioné. —¿Quieres que le mate y tú grabas? —me preguntó en un tono de voz que no denotaba ninguna excitación. —¡No!
El sonido de una bala que sale de la boca de una pistola pegada a la frente de un hombre es un sonido chato, no un estruendo. Mientras el chico caía desplomado en el suelo, no escuché más que los latidos de mi corazón. —Are you a journalist? ¡Shit juournalist! Lo dijo mientras se incorporaba. Metió la pistola en el bolsillo de su chilaba y siguió su camino. Al atardecer, antes del toque de queda, volví a la carpa de atención médica. Todo seguía igual. Busqué con la mirada al niño, pero no le encontré. Había otros como él tumbados a lo largo de la lona que les aislaba del exterior. Algunos me miraban sin demasiado interés; otros dormían o simplemente se mantenían desfallecidos. Y el silencio. No pasó mucho tiempo hasta que apareció el médico con el que había hablado por la mañana. —¿El niño? —le pregunté. Me dio la espalda sin hablar y se dirigió a una de las esquinas del puesto. Le seguí. Al llegar, señaló un pequeño montón de cinco o seis sacos marrones, los mismos que se utilizan para transportar el arroz y legumbres en los cargamentos humanitarios. —Es uno de ésos. Murió un par de horas después de irse usted.
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de cuentos Doctor Luis Estrada Antonio Izquierdo Sánchez
Antonio Izquierdo es periodista. Durante los últimos 30 años ha presentado y dirigido espacios informativos y de debate en la radio y en Antena 3 Televisión. Fue corresponsal diplomático y enviado especial en la cobertura de conflictos como la primera guerra del Golfo, los Balcanes, Afganistán o Ruanda. Durante diez años condujo “Punto de Mira”, un programa de reflexión sobre asuntos sociales emitido a través de Antena 3 Internacional. Ha publicado dos novelas: “La mitad de los pecados”, finalista del Premio Azorín de Novela, y “Miguel Montes, una vida en prisión”, que narra la historia real del que fue el preso más antiguo de España. Su tercera novela se titula “Tócame, tonta” y está pendiente de publicación. “Escribo porque no sé hacer otra cosa, porque es la mejor forma que conozco de comprometerme con lo que me rodea, de mostrar mi desacuerdo con lo que veo, mi apoyo o mis ganas de que las cosas cambien. También escribo porque, desde que tengo uso de razón, no me recuerdo a mí mismo ni un solo día de mi vida sin un libro en las manos”.
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De Mamoré José Manuel Gómez Vega “Vivir en cualquier parte del mundo hoy en día y estar en contra de la igualdad de raza, color o género es como vivir en Alaska y estar en contra de la nieve”. William Faulkner
La necesidad daba la verdadera medida del terreno, no el catastro. Apenas treinta metros por veinte, un solar de la colonia Berlín al que no hacía falta sisar para bancos, farolas o papeleras, porque bastante era con poder levantar las paredes y techo que ampararían a los enfermos. El urbanismo atroz de mi país de origen no había llegado a Honduras, al menos no a los lugares más pobres. Sí nos llegaban, en cambio, benditas migajas, en mi caso para materializar la gran ilusión con la que había arribado: construir una pequeña clínica. Pero las semanas pasaban y el viento y la lluvia seguían campando a sus anchas por el solar, teñido de verdes y marrones, y las ocasionales batas blancas de quienes venían a visitarme. Los médicos me contaban que se veían obligados a tratar a los enfermos de tuberculosis en la misma clínica en la que atendían los partos. A mí se me rompía el corazón, porque tenía algo de maquinaria, material, planos… pero la maldita crisis había bloqueado la partida de dinero con la que poder contratar a los trabajadores. Vinieron a hablarme tras el chaparrón de media tarde, llamaron a la puerta de la caseta en la que yo me dedicaba a desesperarme. Las mujeres se ofrecían a trabajar gratis.
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de cuentos Doctor Luis Estrada
La clínica era una necesidad en la colonia, pocas familias había que no contasen entre sus miembros con algún afectado por la tuberculosis. Al frente de ellas iba una joven vestida de arriba abajo de verde lima. Les expliqué que la construcción no era un trabajo cualquiera; yo necesitaba trabajadores cualificados, no un grupo de mujeres voluntariosas. Se marcharon en silencio. A la tarde siguiente me saludaron y se distribuyeron por el solar. Arrancaban hierbas y movían piedras. Aquella docena de mujeres perdían el tiempo miserablemente, y así se lo hice saber, a gritos. Pero ellas sonreían, daban golpes de azada aquí y allá, como pajaritos escarbando a la búsqueda de lombrices, y cantaban: A la orilla del río Verbena, de Mamoré, flores de mimé; tengo sembrado, azafrán y canela verbena, de Mamoré, flores de mimé, pimienta y clavo Había algo insólito en la escena, conmovedor. Cada tarde llegaban más mujeres. Una vez arrancada la vegetación, la joven de verde lima se acercó hasta mí para preguntarme qué sería lo siguiente, y yo le mostré los planos con la intención de asustarla; quería que comprendiese que un puñado de gentes con azadas no podía levantar una clínica. Pero todo lo que entendió, o quiso entender, fue que había que allanar el terreno. Las vi reunirse, cuchichear entre ellas y dirigirse hacia las irregularidades del solar. En la falda de la montaña, de Mamoré, flores de mimé, están sembrando, un yucal, un cañal y canela, de Mamoré, flores de mimé y maíz morado. Al cabo de una semana observé cómo un hombre se acercaba al grupo y discutía con una de las mujeres. Imaginé que sería su marido, quizá requiriendo su presencia en casa. Sucedió más veces, con otros hombres, algunos tan jóvenes
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que seguramente fuesen hijos. No obstante, lejos de disminuir, el contingente de mujeres continuaba creciendo. En aquel solar, delante de mí, se estaba librando una curiosa batalla que trascendía mi presencia y hasta el proyecto de la clínica.
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de cuentos Doctor Luis Estrada
Cuando quiero cantarle a mi chato, de Mamoré flores de mimé, con mi charanga, ensillo mi borrica, de Mamoré, flores de mimé y voy montada. Un grupo de hombres vino a hablarme. Pensé que pedirían mi colaboración para acabar con aquella reunión, pero me equivoqué: pedían permiso para trabajar ellos también, con la maquinaria. No requerían un salario; mejor dicho, su salario sería reconciliarse con las mujeres. Sucedió que hombres y mujeres trabajaban, que las abuelas y abuelos llegaban con ollas de tamalitos, horchata y vino de coyol, y que al anochecer todos cantaban alrededor de una hoguera. En menos de un año, mi ilusión —nuestra ilusión compartida— lucía espléndida ante los ojos. En la nueva clínica, funcionando en exclusiva como maternidad, nació mi primer hijo. Sí, yo también había acabado bailando, con la mujer de verde… Tírame una lima, tírame un limón, tírame las llaves de tu corazón.
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de cuentos Doctor Luis Estrada
José Manuel Gómez Vega
Es un leonés residente en Torrejón de Ardoz (Madrid), doctor en CC. Químicas por la Universidad de Oviedo, y descubridor de la Atlántida (dice que es en serio, y que así lo explica en “Viaje Cero”, su último libro). Recientemente se ha venido probando como cuentista y he recibido algún que otro premio por ello, como el Literatura y Bibliotecas de la Comunidad de Madrid, el Ciudad de Arnedo o el Sol Cultural de Santander, entre otros. Su blog: circulodemeditacion.wordpress.com
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