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LAS ROSAS DE ALABASTRO Capítulo 1º: La leyenda

- Thorsten, ¿por qué son negras estas flores? Natalie, la segunda de los tres hermanos, estaba señalando un pequeño grupo de flores alargadas y negras como el azabache que estaba junto a una piedra alta y delgada. Su primo miró el manojo de florecillas. - Bueno, es parte de una leyenda – contestó vagamente. - ¿Por qué no nos la cuentas? – rogó Natalie. - Sí, sí, primo; cuéntanosla – rogó Bärbel. Bärbel era la pequeña de los tres hermanos y gustaba mucho de ese tipo de relatos, y a sus dos hermanos mayores, Jochen y Natalie, no les importaba escucharlos. Se encontraban en el bosque de las Rocas, llamado así porque por todas partes se erigían rocas alargadas y delgadas, como dientes de dragón, en la ladera de los Alpes bávaros, muy cerca de la frontera con Austria. Dicho bosque no se encontraba muy lejos del lugar donde los tres hermanos estaban pasando las vacaciones estivales, en casa de sus tíos. - Está bien, os la contaré – dijo Thorsten estirándose y viendo que no tendría más remedio que hacerlo –. Veréis, todo en este bosque tiene pertenece a la leyenda. También estas piedras que tanta gracia os han hecho desde que llegasteis. Jochen se había encaramado a una de las rocas. Natalie y Bärbel se habían sentado sobre la fresca hierba. Thorsten hizo una pequeña pausa para poner sus recuerdos en orden. - Pues veréis; hace muchos años – comenzó Thorsten –, a comienzos de la Edad Media, según cuenta la leyenda, vivía en este bosque una bruja. En realidad, era una mujer a quien la naturaleza no había dotado, precisamente, de una gran belleza, si no todo lo contrario, pero debido a esa fealdad, y cómo era normal en aquella época, la tenían por bruja. Se llegaba a decir que tenía un pacto con el diablo. Pero lo cierto era que nunca le había hecho daño a nadie y vivía en medio del bosque, apartada de todos, por lo que nadie iba a molestarla. A lo único a lo que se dedicaba era a recoger hierbas para alguien llamado Schoenboeck. Este individuo, al que todos tenían por el mismísimo demonio, era para el que la mujer recogía las hierbas, aunque todos pensaban que eran para sus pócimas y

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aquelarres; pero todo eso eran habladurías. Es más, desde que aquella mujer se retirara a vivir al bosque, había comenzado a crecer por todo él una flor azul en forma de dragón, de aroma maravilloso y acciones milagrosas. Por ejemplo, era capaz de curar enfermedades que hasta entonces no tenían remedio, aliviaba dolores de todo tipo y, además, las chicas que eran feas, mejoraban su aspecto rápidamente, y todo de una forma muy simple: solamente con aspirar el mágico aroma de la flor. Llegó a ser imprescindible para la gente de aquella época. Todo iba bien hasta que un día desapareció un niño del pueblo. Durante días, le buscaron por todas partes, pero no le encontraron, y conforme fue pasando el tiempo se corrió la voz de que la bruja le había secuestrado para comérselo o sacrificarlo a Satanás, es decir, al tal Schoenboeck. Y tan fuerte fue el convencimiento, que, al final, el pueblo entero fue al bosque a por aquella mujer. En vano intentó ella negar las acusaciones que se le hacían. La prendieron y la llevaron al pueblo. Como ella insistiera en su inocencia, la quemaron en la plaza del pueblo. Unos días después, un pastor de una aldea cercana llegó al pueblo con el niño desaparecido. Resultó que el crío se había ido a jugar a las montañas, muy lejos de su casa, y se había perdido, encontrándole el pastor en medio del campo, hambriento y muerto de frío. El pastor lo había tenido consigo todos aquellos días en su refugio. La conmoción que se produjo en el pueblo fue grande. Pero lo peor estaba por pasar. Al poco tiempo, un hombre con una gran túnica oscura apareció en el pueblo en medio de una oscura noche, en medio de una gran tormenta. Según parece, era Schoenboeck, que, por lo visto, era un mago que no tenía nada que ver con el diablo, y que estaba furioso por lo que había pasado y lanzó una maldición: las flores azules se transformarían en otras de color negro, y no sólo perderían sus propiedades curativas, sino que, además, su nauseabundo olor se esparciría por todo el bosque, para recordarles su horrible crimen, y aquel que osara acercarse a ellas caería en un profundo sueño del que no despertaría jamás. Y dicho esto, desapareció. Desde entonces, tuvieron que acostumbrarse a vivir sin aquella flor maravillosa y a evitar acercarse al bosque, ya que el olor a putrefacción lo invadió por completo. Las enfermedades volvieron a ser un grave problema, y las chicas que no eran bonitas tuvieron que conformarse con seguir no siéndolo. Qué historia tan triste – comentó Natalie. Aún no he terminado – siguió Thorsten, levantando la mano – Sucedió un día, muchos años después, que el conde de aquella región pasó por allí con su hija y decidió construirse un castillo aquí; son esas ruinas que hay en la loma a la entrada del pueblo. Por entonces, el hedor del bosque ya casi había desaparecido, pero no la maldición. Resultó que la niña era muy traviesa y, dando esquinazo a su

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Las rosas de alabastro escolta en uno de sus paseos, se internó en el bosque. Al poco tiempo, un soldado de los que la estaban buscando la encontró profundamente dormida junto a un ramillete de esas extrañas flores negras. Al enterarse el conde de lo que había ocurrido, y conociendo la leyenda, montó en cólera y mandó quemar el bosque. Entonces, al incendiarlo, los árboles quedaron petrificados, es decir, sus tocones, que son las piedras que tanto han llamado vuestra atención. Pero las flores negras no desaparecieron ni siquiera sufrieron daño alguno. Pero el problema era cómo despertar a la niña. El alquimista del conde le dijo que solo aquel que había echado la maldición era capaz de romperla, puesto que era uno de los magos más poderosos que existían. Así, pues, numerosos caballeros partieron en todas las direcciones en busca del antídoto. Pasaron muchos meses, pero ninguno de los caballeros que regresaban había tenido suerte, hasta que un día, un caballero medio muerto llegó con un fardo diciendo que tenía el antídoto. Inmediatamente se le llevó a presencia de la niña, deshizo el fardo y sacó una flor, que parecía ser de alabastro o algo así. Se trataba de una rosa blanca y dura como la piedra. Entonces, la acercó a la nariz de la niña e, Instantáneamente, despertó, mientras la flor se convertía en polvo y desaparecía. El caballero murió poco después, pero, antes de fallecer, pudo contar algo de su hazaña. Contó algo de dos desiertos, uno dorado y otro de diamante; un lago de dragones dorados; un laberinto; un jardín maravilloso de una princesa llamada Iradia; una cueva de imágenes, y otros lugares que ahora mismo ya no recuerdo. Pero no llegó a contar por dónde se iba. La única cosa segura era que la entrada se encontraba en el bosque. Dicen que es la cueva del Ciervo, pero ya la ha visitado mucha gente y nadie ha encontrado nada de especial en ella. ¡Y no hay más cuevas en todo el bosque! - ¿Por qué la llaman así? – preguntó Jochen. - Porque en esa cueva es donde suelen refugiarse los ciervos cuando hay tormenta. – contestó Thorsten – De todas formas, sólo es una leyenda. Nadie sabe cuál es la verdadera historia pero, por si acaso, será mejor que no os acerquéis a esas flores. Si ningún animal lo hace, será por algo, y los animales saben lo que hacen. Y ahora será mejor que volvamos a casa. Está oscureciendo y ya es hora de cenar. Así, pues, emprendieron el camino de vuelta a casa. Durante la cena ya se habían olvidado completamente del tema de la leyenda. Pasó la noche, y a la mañana siguiente, la casa amaneció revolucionada. Bärbel apareció en el suelo sumida en un profundo sueño del que nadie podía despertarla. En su mano se encontró un manojo de aquellas flores negras, y en su canastillo había todavía más. Se llamó a un médico, pero tampoco pudo despertarla. Jochen, en un momento de tranquilidad, trajo aparte a su primo Thorsten.

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Las rosas de alabastro Escucha, primo, – le comentó susurrando – ¿por qué no vamos a buscar esas flores blancas de la leyenda? - ¡No digas tonterías! – exclamó Thorsten indignado –. Las leyendas sólo son leyendas. Ese mundo no existe ni hay ningún mago en ninguna parte. – Luego calló por un momento y cuando volvió a hablar su voz sonó inquisitorial –. Supongo que vosotros no habréis cogido flores de esas, ¿no? - No, no, – le aseguró Jochen – sólo las cogió Bärbel. ¡De verdad! Nosotros no sabíamos que las tenía. Al llegar la noche, Jochen se acercó sigilosamente a su hermana Natalie. - Tenemos que hacer algo – le dijo. - ¿Qué es lo que te propones? - Ir a buscar la flor esa de la que nos habló Thorsten. - ¿Te has vuelto loco? – Natalie se llevó el dedo a la cabeza – ¿Acaso piensas que la leyenda puede ser cierta? ¡Recuerda lo que nos dijo Thorsten! No debemos hacer tonterías. - Podemos intentarlo. Si vamos a la cueva del Ciervo y no encontramos la entrada, simplemente volveremos a casa y se acabó, ¿te parece bien? - ¿Y que esperas encontrar? – Preguntó Natalie socarrona – ¿Un puesto de flores donde nos la den? - Es nuestra hermana; yo creo que deberíamos intentarlo. Natalie torció la boca meditando. - Está bien, pero si no hay entrada nos volveremos inmediatamente, ¿de acuerdo? - ¡Hecho! - ¿Y cuándo nos iremos? - ¡Ahora mismo! - ¿Ahora? ¿Ya? – Casi exclamó Natalie – ¡Pero si está todo muy oscuro! - Sí, pero así nadie podrá vernos, y si no encontramos nada, nadie se dará cuenta de que nos hemos ido porque ya estaremos aquí de vuelta. Natalie le miró indecisa, mordiéndose el labio inferior, pero luego se levantó de la cama y se vistió. Salieron sigilosamente por la puerta trasera y se dirigieron al bosque. Había luna llena y su luz le daba un aspecto fantasmagórico y tenebroso. Las sombras petrificadas de los tocones se asemejaban ahora a largas cabezas que emergían del suelo. Al cabo de un rato llegaron a la cueva del Ciervo. - ¿Has traído una linterna? – preguntó Natalie. - Desde luego. - ¡Pues vamos! Cuanto antes empecemos, antes terminaremos. -

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