Hola chic@s. Soy Julio, tengo una edad aproximada a la vuestra y vivo en lo alto de una colina, en un pueblecito que se llama Vilopriu. Me he animado a escribir esta historia porque hace un tiempo me pasó la cosa más curiosa que te puedas imaginar. Lo que os voy a contar, hizo que me diera cuenta que nosotros somos sólo una parte más del mundo que nos rodea y por eso lo tenemos que cuidar. ¿Queréis saberlo? ¡¡Pues adelante!! Veréis, una mañana de primavera, salí de mi casa. El sol se colaba entre los árboles y hacia dibujitos en la hierba. Como todos los días, corrí colina abajo, me encanta notar como mi cuerpo va casi más deprisa que mis pies. Mientras corría, oí una voz que me llamaba: ¡Julio! Frené en seco, miré hacia arriba, hacia los lados, pero no veía nada. ¡Julioooooo!, me llamaban varias voces a la vez. Volví a mirar y nada de nada… ¡Juuuuuullliooooooooo, aquí arribaaaa! Miré, y lo único que vi fueron cuatro pájaros, con unas plumas muy bonitas de colores. Me froté los ojos y las orejas, sacudí mi cabeza y volví a mirar. Los cuatro pájaros seguían allí, inmóviles, mirándome con sus ojos rasgados y apuntándome con el pico. - Somos nosotros: Bosco, Sofía, Camila y Valentina, tus amigos del cole -me decían, mientras daban saltitos de una a otra rama- ¿no nos conoces? No me lo podía creer, esos pájaros hablaban, y encima, efectivamente, se llamaban como mis amigos del cole. - Hola, amiguitos, no os había visto –dije yo, todavía sorprendido- ¿Qué hacéis ahí disfrazados de pájaros? - Es que hoy hay mercado en la plaza del pueblo –dijo Bosco- hay un puesto de disfraces mágicos. Nosotros hemos comprado estos de pájaros. ¿Te gustan? - Sí -les dije-, vamos a comprar uno para mí. Corrí ladera abajo pero, como mis amigos volaban muy deprisa por encima de mi cabeza, cuando llegué a la plaza, ellos ya me estaban esperando, posados en el tejado del puesto de disfraces.
- Señor, señor por favor, ¿no tendría un disfraz de pájaro para mí? -le dije al vendedor. - Hola, Julio, te estaba esperando -dijo el mago de la tienda- tus amigos me dijeron que vendrías. Los disfraces de pájaros se me han acabado, pero tengo este de abeja especialmente para ti. Sé que te gustaría ir como tus amigos, pero ser diferente no está nada mal y las abejas, además de volar, pueden hacer muchas cosas más, ya lo entenderás. Cogí el disfraz sin preguntar, había algo en ese señor que me daba confianza, me lo puse, y las alas empezaron a moverse muy deprisa, y sin darme cuenta estaba ¡volaaaannnnnnddddddoooooooooooooo ! Todos nos reímos y nos pusimos a volar, subiendo, bajando, y jugando al escondite entre los árboles. Durante mucho rato, Bosco, Sofía, Camila, Valentina y yo volamos sin parar por encima del prado. Después, batimos las alas para ver, desde arriba, los girasoles de Colomers, los raíles del tren que para en Camallera, la pequeña ermita de Valldevià, el castillo de Sant Mori… fue un vuelo maravilloso. Luego, vi abajo un campo de color violeta del que venía un delicioso olor a lavanda. Como era una abeja, me fui en picado a chupar el néctar de las flores. A mis amigos, como las flores y se fueron
eran pájaros, no le gustaban volando.
Cuando me rodeado de un chupaban y parar. Después, una orden y Como las abejas seguí sin adónde se
quise dar cuenta, estaba enjambre de abejas que chupaban las flores sin una, que parecía la jefa, dio todas levantamos el vuelo. somos muy obedientes, las rechistar aunque no sabía dirigían.
A lo lejos había una colmena, es decir una casa de abejas, en la que todas fuimos entrando de una en una. A la puerta, una abeja zángano, que por lo visto era la encargada de contarnos, me dio el alto, mientras gritaba: ¡¡¡Una invasora!!! Las patas me temblaban de miedo. No había hecho nada, pero me habían descubierto.
Sonaron todas las alarmas y enseguida cuatro enormes zánganos me levantaron en volandas, mientras gritaban: ¡¡¡Paso a la guardia real. Hay una invasora en la colmena!!! En un plis plas me llevaron a la cámara de la abeja reina, que era la que mandaba allí. La reina, una abeja mucho más grande que las demás, que estaba tumbada en un diván, mientras unas abejas zánganos le daban aire con un enorme abanico, me miró fijamente y me dijo: - ¿Qué haces aquí? ¿Eres una espía? ¿Quién te envía? - Yo, yo, yo - le contesté, tartamudeando y sin saber qué decir. - Silencio - dijo la reina- no sé qué pretendes, pero has entrado sin permiso en mi colmena y debes pagar por ello. A mí la guardia. Cuatro zánganos, con unos bíceps enormes en cada pata, entraron a la carrera y me inmovilizaron contra la pared. - A la cárcel con él -dijo la abeja reina-, sin polen ni néctar, hasta que yo lo ordene o nos diga a qué ha venido. Los guardias me tiraron de mala manera en el suelo de la celda. Todo estaba oscuro y yo temblaba de frío y de miedo. Pensé: dentro de poco me esperan en casa para cenar y no voy a poder ir. En ese momento se cerró la puerta tras de mí, haciendo un ruido terrorífico y dejándome encerrado en aquel horrible lugar. Estuve así un rato, luego me repuse poco a poco. Según había leído no sé dónde, en estas situaciones hay que aguzar el ingenio y mantener la fuerza mental. Así que empecé a pensar muy deprisa, para buscar una solución. Cuando creí haberla encontrado, grité: - Guardias, guardias, venid. - ¿Qué te pasa a ti ahora? -me dijo un zángano malhumorado, al que mis gritos le habían interrumpido una partida de póker, en la que llevaba perdido un ojo de la cara. Menos mal que le quedaban otros cuatro. - Quiero que me llevéis a ver a la reina, tengo que decirle una cosa. Refunfuñando por su dura vida de carcelero y su poca suerte en el juego, llamó a los otros tres miembros de la guardia y entre todos me llevaron en volandas a la cámara real. La reinona gordota estaba, como siempre, zampando jalea real. - Esta un día explota -pensó, para sí, el zángano carcelero, que sólo dijo- : Majestad, la abeja invasora quiere decirle algo. - ¿Qué quieres tú ahora? -me dijo la abeja reina con la boca llena-, no le dejan a una ni comer tranquila.
- Majestad del reino abejil, la más hermosa de todos los seres que vuelan… -comencé humildemente- Corta el rollo -dijo la señorona- y vete al grano. - Es que he pensado que podía fabricaros algo que podía ser de mucha utilidad a vuestro reino. Os lo podría hacer si, a cambio, me dejáis en libertad -solté de corrido-. Porque, vamos a ver, que sí, trabajáis mucho, lo reconozco, pero con muy poca imaginación. Siempre hacéis lo mismo. Venga miel dorada y venga cera blanca para construir vuestras colmenas. Lleváis así toda la vida. ¿Si consigo fabricaros velas de colores, tendrías un detalle magnánimo para esta pobre prisionera? -dije- mirando humildemente al suelo. - Ja, ja, ja. -rió la abejorra- Las velas las hacen los humanos y son ellos los que le ponen el color. Aunque, bien pensado, si nosotras las hiciéramos ya coloreadas, a lo mejor nos dejaban algo más de miel, que en cuanto llenamos los panales se la llevan, porque dicen que nos sobra. Bueno, vale, si lo consigues seré generosa contigo, aunque me parece que no va a ser posible y se te van a caer las alas de vieja en mi colmena. Ja, ja, ja. - Nunca digas que alguien no puede hacer algo que se proponga. Sólo necesito que me dejes salir un ratito al exterior -le respondí-, mirándole fijamente a sus enormes ojos. - Ja, ja, ja -volvió a reír la reina- tú te crees que soy boba y te voy a dejar salir, para que no vuelvas. ¡Zánganos reales, acompañadlo y no le perdáis de vista ni un segundo! No me fio ni un pelo real de esta abeja. Salimos de una en una de la colmena y alzamos el vuelo; tenía todo el plan en mi cabeza. Lo único que tenía que hacer era coger hierba para las velas verdes, pétalos de girasol para las velas amarillas y pétalos de amapola para las velas rojas. Y por allí había mucha hierba y muchas amapolas y girasoles. Así que pronto tuve lo suficiente y le dije a los zánganos que podíamos volver a la colmena. Ya en mi celda, me puse a machacar los ingredientes por separado y así obtuve un líquido de color verde, otro amarillo y otro rojo. Después me puse a raspar las paredes de la celda, hasta que tuve tres montoncitos de cera, con los que poder fabricar tres velas. Ya lo tenía todo, sólo había que fabricarlas. Cogí el primer montoncito de cera, lo calenté con mis manos y lo mezclé con la yerba verde. Lo amasé bien, como si fuera plastilina, y pronto tuve una vela de color verde. Luego hice lo mismo con los otros dos montoncitos y enseguida tuve tres bonitas velas: una verde, otra roja y otra amarilla.
Pero, os estaréis preguntando: todas las velas tienen mechas, para poder encenderlas y que puedan lucir, y esas que tú hiciste no las tenían. -Ah, es verdad amiguitos, al principio se me habían olvidado las mechas. Pero no importa, como siempre llevo, por lo que pueda pasar, una cuerda de algodón en el bolsillo, la corté en tres trocitos y le puse las mechas a las velas de colores. Como ya tenía montadas mis bonitas velas, llamé a los zánganos de la guardia, que seguían jugándose las alas a las cartas: -Eh, chicos, ya estoy- les dije a gritos. Pronto apareció el guardia de antes que, como seguía con la mala racha, además de tuerto, ya sólo tenía un ala y andaba de capa caída. Enseguida me llevaron a presencia de la reina, que seguía come que te come jalea real y tenía toda la cara embadurnada de aquella sustancia amarilla que tanto le gustaba. Le mostré orgulloso mis tres velas de colores y la reina se quedó tan impresionada que dejó de comer durante un rato. Cuando se recobró me dijo: -Has hecho lo que dijiste. Por eso, yo la reina, cumpliendo lo prometido, te concedo la libertad. Pero, por favor, antes de irte, dime cómo lo has hecho. Entonces le dije toda la verdad: que era un niño disfrazado, que sin saber cómo me había visto en medio del enjambre de su majestad y que, sin querer, me había introducido en su reino. -Vale, vale, y lo de las velas ¿cómo lo has hecho?- dijo ella intrigada. -Pero antes de que me digas nada, que venga la ministra de industria de la colmena- ordenó a sus fieles zánganos. La funcionaria acudió zumbando y se puso a tomar nota de todo lo que yo le decía en una tablilla de cera que tenía grabada en la pasta el escudo real. Cuando acabé, la reina hizo algo que nunca hacía: bajarse del diván y abrazarme emocionada. Me puso todo pringado, pero le agradecí el gesto. Los zánganos de la guardia real, formando una escolta de honores, me acompañaron a casa. Lástima que, como era de noche, nadie nos vio y no pude presumir delante de Bosco, Sofía, Camila y Valentina, Desde entonces, cada 24 de abril, por mi cumpleaños, mis amigas las abejas me dejan en el alfeizar de la ventana un recipiente con miel y velas de colores. Y nunca falta un tarrito de jalea real que me envía siempre su majestad la reina de la colmena.