[ Lima, marzo de 2016 ]
EMILIO RODRÍGUEZ LARRAÍN El Museo de Arte de Lima – MALI presenta una exposición que rescata la trayectoria de Emilio Rodríguez Larraín (1928‐2015), artista que marcó decisivamente el panorama de las artes visuales en el Perú en la segunda mitad del siglo XX. La muestra va del 16 de marzo al 14 de agosto en las Salas temporales 1 y 2 del MALI (1er piso). Bajo la curaduría de Natalia Majluf, directora del MALI; y Sharon Lerner, curadora de arte contemporáneo del museo, esta exhibición se presenta como la mayor muestra que hasta el momento se le haya dedicado a este importante artista peruano. Pondrá énfasis en los trabajos realizados entre la década de 1950 y el 2010 en Lima y Europa, e incluirá una selección representativa de alrededor de 100 piezas de pintura, escultura e intervención de sitio específico. El artista fue formado en la tradición moderna de vanguardia, sin embargo, supo adaptarse a las nuevas prácticas que definieron el campo artístico a partir de los años sesenta. El tránsito de la pintura a la escultura y a las intervenciones de sitio específico determinó el curso de un trabajo que no tiene paralelo en la escena local y que influyó directamente en la renovación del arte peruano hacia búsquedas relacionadas con nuestra contemporaneidad. Iniciado como arquitecto a fines de los años cuarenta, Rodríguez Larraín pasó rápidamente a la pintura, práctica que exploraría de forma sostenida a lo largo de su vida. En la década de 1950 viajó a Europa, en donde vivió y trabajó por más de treinta años, alcanzando reconocimiento internacional con una pintura de orientación abstracto‐geométrica que continuará hasta mediados de la década del sesenta. Emilio Rodríguez Larraín murió el miércoles a los 87 años. Fue velado en privado por sus familiares y amigos más cercanos. Nos lega una de las obras más innovadoras, versátiles y cosmopolitas del arte peruano del siglo XX. Pintor, escultor, arquitecto e instalacionista, perteneció a la generación que en los años cincuenta planteó la modernidad como ruptura con las tradiciones indigenistas, vinculándose con la vanguardia internacional no figurativa y con el espíritu iconoclasta del surrealismo. Sus estudios los cursó en la Escuela de Ingenieros de Lima (la actual UNI), entre 1945 y 1949, pero poco después presentaba en la galería Lima de Paco Moncloa su primera exposición individual, antes de emprender el largo exilio en Europa. Para Natalia Majluf, directora del Museo de Arte de Lima, Rodríguez Larraín fue un artista bisagra, una figura de transición entre la tradición del arte moderno y el arte contemporáneo. “Por ello, su obra posee diferentes lenguajes y formas de concebir la práctica artística”, señala. Los íconos del surrealismo europeo, Salvador Dalí, Man Ray o Marcel Duchamp fueron claves en su obra, nutrida no solo de la técnica y concepto de estos genios, sino también de una entrañable amistad. Las pinturas de Rodríguez Larraín llamaron la atención también del español Pablo Picasso, lo mismo que Joan Miró, otra gran figura del surrealismo. Es agosto del 2010 y el pintor inauguraba una nueva muestra en la galería Lucía de la Puente. Y aunque sabía que a Rodríguez Larraín le gustaba evadir a los periodistas, intenté continuar aquella entrevista. Le pregunté por la combinación entre la técnica y el color en sus cuadros, si había una parte dejada al azar en cada uno de sus abstractos. “Nunca me siento a pensar”, afirmó. La entrevista recién empezaba y yo me sentía fracasar. Opté, entonces, por buscar anécdotas para animar al artista. Por cierto, su retorno al Perú en los años ochenta tuvo un impacto muy grande en los jóvenes artistas locales, pues renovó un espacio artístico aún cerrado sobre las prácticas tradicionales de la pintura y la escultura. Rodríguez Larraín, premio Teknoquímica 2007, aportó entre nosotros el concepto del “azar dirigido”, es decir, la posibilidad de probar cómo se comportan los materiales sobre el lienzo, qué formas adquieren los colores al diluirse, cómo estallan las manchas al agredir la superficie del cuadro, cómo se relacionan entre sí los puntos de color. A ese proceso seguía luego el tanteo y la definición, para concluir en el diseño inteligente de la obra que va apareciendo ante los ojos del artista. Un trabajo cuidadosamente guiado por la sabiduría de un genio nutrido de soledad, desconcierto y furia.