Un hermoso roble cae.
Mi abuela, una mujer fuerte, trabajadora y supremamente bella (a pesar de sus años aún conservaba su luz) trabajó toda su vida en plazas de mercado; me contaba que cuando niña acompañaba a su madre a la plaza de Samacá, su mamá (Estrella) era vendedora en el pabellón de granos; mi abuela, por su parte, vendía canastos; así pasó su niñez. Mi abuela creció, se independizó y se vino a la capital a trabajar como su mamá. Empezó a vender granos en la plaza de mercado, que en ese momento quedaba en la actual Plaza Real. Mientras trabajaba allí gran parte de su vida transcurrió, se casó, tuvo hijos y Tunja creció; al pasar de ser un pueblo pequeño a un pueblo mediano se consideró que la plaza ubicaba en el centro de la ciudad no era bien vista y se trasladó a la periferia, al sur del pueblo… Mi abuela educó a sus hijas como a ella la educaron, y mi madre, así como ella, empezó a trabajar en la plaza a temprana edad y la acompañó en su trabajó durante años. Mi mamá y mi abuela tenían una gran relación; tal vez era por la cercanía que ganaron en el trabajo. No me explico de otra manera una relación así entre madre e hija. Durante mi infancia, luego del colegio, iba a la plaza a acompañar a mi madre y a mi abuela. Tengo gratos recuerdos de esos años. Para nosotros, los hijos de esas mujeres luchadoras que se rebuscaban la vida en una plaza de mercado, el reunirnos los viernes (día de mercado) para jugar y dar rienda suelta a nuestra imaginación era un momento mágico: correr por los pabellones para saber quién era el más rápido, jugar a las escondidas entre los mesones, jugar a los congelados o al rejo quemado; hacer trincheras y jugar a robar la bandera, y después de tanto jugar ir a donde la mamá de zutanito para que nos diera manzanas, o a donde la tía de menganito a que nos diera fritanga, o a donde mi abuela que nos recibía con gaseosa y luego de recoger el refrigerio, irnos a sentar mientras comíamos y hablábamos de “cosas de niños”… Éramos felices. Nosotros, siendo muy pequeños vimos una realidad que nos costaba entender, nos atemorizaba y nos ponía a llorar: presenciábamos la “captura” de algún ladrón (muchas veces no muy mayores que nosotros) que era rodeado y golpeado (la gente pensaba —aún lo piensan— que golpear a un ladrón estaba bien; que su violencia era éticamente superior a la deshonestidad del ladrón). Cuando esto pasaba, yo corría a donde mi madre y mi abuela a esconderme. Esos episodios me ponían a temblar las piernas. Al correr al puesto de mi abuela, no evadía el episodio del todo, porque frente al puesto quedaba, en un segundo piso, una especie de cuarto donde los encargados de la seguridad de la plaza (los celadores), llevaban a los ladrones, los lavaban con agua fría y los terminaban de golpear. Los aullidos de los ladrones se escuchaban en todo el pabellón (que durante esos momentos se llenaba de un silencio fúnebre, haciendo que estos gritos, llantos y alaridos resaltaran más en el ambiente); pero el abrazo de mi abuela o mi madre me daba algo de tranquilidad. Después de un rato veía a algún joven bajar con gran dificultad las escaleras; bajaban mojados de pies a cabeza, con las caras inflamadas y llenas moretones y algunas veces de sangre. Mi abuela los llamaba y les ofrecía una gaseosa y una arepa, que muchas veces ellos devoraban, y empezaba su sermón materno: les decía que eran muy jóvenes, que no robaran que preferiblemente pidieran que ella les aseguraba que la gran mayoría no les iba a negar la comida o algo de dinero porque al fin y al cabo nosotros también éramos gente con necesidades y los comprenderíamos. Ellos la escuchaban muchas veces sin decir palabra y luego se