Un Hermoso Roble Cae

Page 1

Un hermoso roble cae.

Mi abuela, una mujer fuerte, trabajadora y supremamente bella (a pesar de sus años aún conservaba su luz) trabajó toda su vida en plazas de mercado; me contaba que cuando niña acompañaba a su madre a la plaza de Samacá, su mamá (Estrella) era vendedora en el pabellón de granos; mi abuela, por su parte, vendía canastos; así pasó su niñez. Mi abuela creció, se independizó y se vino a la capital a trabajar como su mamá. Empezó a vender granos en la plaza de mercado, que en ese momento quedaba en la actual Plaza Real. Mientras trabajaba allí gran parte de su vida transcurrió, se casó, tuvo hijos y Tunja creció; al pasar de ser un pueblo pequeño a un pueblo mediano se consideró que la plaza ubicaba en el centro de la ciudad no era bien vista y se trasladó a la periferia, al sur del pueblo… Mi abuela educó a sus hijas como a ella la educaron, y mi madre, así como ella, empezó a trabajar en la plaza a temprana edad y la acompañó en su trabajó durante años. Mi mamá y mi abuela tenían una gran relación; tal vez era por la cercanía que ganaron en el trabajo. No me explico de otra manera una relación así entre madre e hija. Durante mi infancia, luego del colegio, iba a la plaza a acompañar a mi madre y a mi abuela. Tengo gratos recuerdos de esos años. Para nosotros, los hijos de esas mujeres luchadoras que se rebuscaban la vida en una plaza de mercado, el reunirnos los viernes (día de mercado) para jugar y dar rienda suelta a nuestra imaginación era un momento mágico: correr por los pabellones para saber quién era el más rápido, jugar a las escondidas entre los mesones, jugar a los congelados o al rejo quemado; hacer trincheras y jugar a robar la bandera, y después de tanto jugar ir a donde la mamá de zutanito para que nos diera manzanas, o a donde la tía de menganito a que nos diera fritanga, o a donde mi abuela que nos recibía con gaseosa y luego de recoger el refrigerio, irnos a sentar mientras comíamos y hablábamos de “cosas de niños”… Éramos felices. Nosotros, siendo muy pequeños vimos una realidad que nos costaba entender, nos atemorizaba y nos ponía a llorar: presenciábamos la “captura” de algún ladrón (muchas veces no muy mayores que nosotros) que era rodeado y golpeado (la gente pensaba —aún lo piensan— que golpear a un ladrón estaba bien; que su violencia era éticamente superior a la deshonestidad del ladrón). Cuando esto pasaba, yo corría a donde mi madre y mi abuela a esconderme. Esos episodios me ponían a temblar las piernas. Al correr al puesto de mi abuela, no evadía el episodio del todo, porque frente al puesto quedaba, en un segundo piso, una especie de cuarto donde los encargados de la seguridad de la plaza (los celadores), llevaban a los ladrones, los lavaban con agua fría y los terminaban de golpear. Los aullidos de los ladrones se escuchaban en todo el pabellón (que durante esos momentos se llenaba de un silencio fúnebre, haciendo que estos gritos, llantos y alaridos resaltaran más en el ambiente); pero el abrazo de mi abuela o mi madre me daba algo de tranquilidad. Después de un rato veía a algún joven bajar con gran dificultad las escaleras; bajaban mojados de pies a cabeza, con las caras inflamadas y llenas moretones y algunas veces de sangre. Mi abuela los llamaba y les ofrecía una gaseosa y una arepa, que muchas veces ellos devoraban, y empezaba su sermón materno: les decía que eran muy jóvenes, que no robaran que preferiblemente pidieran que ella les aseguraba que la gran mayoría no les iba a negar la comida o algo de dinero porque al fin y al cabo nosotros también éramos gente con necesidades y los comprenderíamos. Ellos la escuchaban muchas veces sin decir palabra y luego se


alejaban caminando casi a rastras. Luego de eso, yo no iba a jugar más. Me daba miedo salir del puesto; en esos momentos no quería alejarme de la presencia de mi abuela y de mi madre. El tiempo fue pasando. Yo empecé a crecer y mis visitas a la plaza ya no disfrutaba, iba y me la pasaba toda la tarde sentada anhelando la noche para llegar a casa. Después deje de ir. Me distancié de mi abuela. El tiempo pasó y mi abuela enfermó y tuvo que dejar de trabajar. No la visitaba con frecuencia y, cuando lo hacía, era por obligación. Su vejez me fastidiaba y hasta llegué a pensar que no la quería. Terminé por alejarme del todo. Ya nadie me obligaba a ir a visitarla. Mi madre se había cansado de pedírmelo. Finalizando el 2015 o iniciando el 2016 le detectaron cáncer. Yo no lo podía creer. Cuando me enteré sentí un gran vacío en el estómago, una presión en el pecho y todo el cuerpo me temblaba. Volví a visitarla. Cuando la vi —después de mucho tiempo—, se me estremeció el alma. Mechitas ya no era la misma: ¡qué duro la golpeó la enfermedad! El roble se estaba quebrando y con él mi corazón. Cuando me vio se dibujó en su cara una gran sonrisa. Me abrazó tan fuerte como hacía tiempo nadie lo hacía y me preguntó por qué no había vuelto, por qué la había olvidado. No supe qué decir; quise excusarme pero la voz se me quebró. Agaché la cabeza. Me confesó que le sorprendía mi apariencia; me declaró que ya no veía en mí la inocencia de niña que aún percibía la última vez que me vio. Empecé a visitarla todos los fines de semana. En especial recuerdo uno: llegué junto a mi madre y mi tía tipo 2 de la tarde; mi abuela estaba en la pieza y no quería levantarse de su cama. Le insistimos para que se sentará con nosotras en la sala. Finalmente así lo hizo: hablamos toda la tarde y a mitad de ella tomamos onces (chocolate, arepa y queso); el tiempo fue pasando y yo notaba a mi abuela distante. No había opinado en toda la tarde. A eso de las 7 sus palabras cortaron la tranquilidad en la sala: ¿¡por qué no hemos comido!? Tengo hambre. Mi tía le respondió que ya habíamos tomado onces, mi abuela se desesperó. No recordaba la tarde, no entendía por qué estaba en la sala; aseguraba que ella estaba en la pieza mirando al gato (en la casa de mi abuela no había gatos). Salimos destrozadas pero ninguna dijo nada. Caminamos hasta la casa (más o menos 40 minutos) totalmente calladas, no sé qué pensaban ellas, nunca se los pregunté pero yo me iba reprochando el haber abandonado a un ser tan hermoso y bondadoso como lo fue mi abuela. Cerca de la casa mi tía rompió en llanto, no dijimos nada. Después de esa tarde todo fue en picada. Mi abuela perdía la agilidad mental con gran velocidad. Al poco tiempo había perdido el habla y seguía luchando, luchaba para darse a entender pero era incomprensible. Finalmente cayó en cama, y cada vez que yo iba a visitarla la veía más débil pero su sonrisa al verme seguía siendo la misma. En julio de 2016, una llamada a las 2 a.m. (aproximadamente) despertó a mi madre; su negación y su llanto me despertó. Lo entendí. El hermoso roble había caído. Salí de mi habitación y les dije: ¡yo quiero ir! Mi papá se negó, me mandó a acostarme y me recordó las clases del siguiente día; mi madre estaba pálida, lloraba desconsoladamente, no reconocí su rostro. Salieron. Fui a mi cama llorando y al poco rato me dormí.


Intenté asumir su muerte de manera diferente. Me decía a mí misma que era un proceso natural, que era algo que se veía venir, que todos vamos a morir, pero todos esos consuelos no me sirvieron para mitigar mi dolor. Su ausencia definitiva aún me duele y pensarla me genera un dolor que nunca antes había sentido…

En unos años, abuela; tu memoria, la de tu hija y la de tu nieta… morirán. Mientras tanto tu recuerdo vive en nosotras.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.