veinticinco

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veinticinco

3er Premio V Certamen de Relatos Jan Evanson EOI Plasencia

Texto: Celia Conejero Jarque Ilustraciones: MenĂş familiar



Prólogo Me fascinan las familias, o mejor dicho, lo que cada uno entiende por su significado. Todos tenemos un estándar de familia según nos hayamos criado o hayamos formado una nueva, da igual si la figura dominante es el patriarca, si se trata de un matriarcado, si los padres son del mismo sexo, si se es hijo único o si en casa vive hasta algún vecino de vez en cuando, al final todos acabamos agrupándonos en una especie de pequeño cosmos. Yo imagino un diminuto sistema solar, y alrededor de un sol compuesto de cosas en común, secretos, reproches, amor, intereses, cuidados, y un sinfín de elementos (de los cuales también podríamos ordenar una interesante tabla periódica) orbitan los miembros de la familia, cada uno en una órbita diferente, a un ritmo distinto, con una rotación sobre sus propios pensamientos que nunca acabarán de ser percibidos en su totalidad por los demás planetas o miembros. Todos comparten un núcleo común, pero cada uno a una distancia, a veces de años luz, y es más lo que les separa que lo que les une, y sin embargo, una fuerza centrípeta les mantiene agrupados.


Así he intentado describir cada planeta por separado, pero con hilos invisibles que los mantienen unidos. Cada uno tiene sus propias preocupaciones, una edad que hace que esos problemas se vean también de forma diferente incluso cuando, de alguna manera, la historia se repita irremediablemente. Veinticinco era el tema dado, ya que este relato surgió de la participación en un concurso literario, y un tema tan ambiguo, con tantos sentidos que otorgarle, tenía que impregnar a todo el relato. Dividido en cuatro partes que son cada una un veinticinco por ciento del total, y veinticinco como medida temporal a la que someto a cada personaje. Una excusa, quizás un juego, una teatralización, cualquiera que sea la palabra elegida es cierta, este es mi puzle y está dedicado a todo aquel que lo lea, porque todos tenemos una familia que nos hace experimentar los sentimientos más encontrados del género humano, y que nos ofrece en bandeja la gran complejidad de la vida, complejidad que la hace tan interesante, tan sarcástica, tan genuinamente humana. Celia Conejero



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Era el día de su veinticinco cumpleaños, había decidido no viajar a su casa para celebrarlo con la familia, no le apetecía, se le antojaba demasiado rancio y él, ahora, estando en aquella gran ciudad, rodeado de gente guapa y con un futuro tan prometedor, tenía que hacer algo más adecuado a su estatus. Desde hacía un año era incapaz de ahorrar, lo gastaba todo en ropa y salidas nocturnas, lo veía como una inversión de futuro, si no, no conseguiría codearse con las personas adecuadas. Por suerte, aquel día su madre le había ingresado dinero, poco, lo justo para pagar su habitación de alquiler. Cada vez eran más exiguos los donativos de su familia, pero sacó todo y decidió que se lo gastaría aquella noche, ya pensaría cómo pagar la habitación. Aquel día invitaría a todos a champán, y después se dejaría llevar. Quería ser aceptado y si eso suponía hacer cosas que antes no se hubieran ni planteado, lo haría. Ya había coqueteado


con las drogas, poca cosa, alguna calada de un porro compartido entre varios, y poco más. Pero ya había cumplido veinticinco y pensaba que era hora de tener nuevas experiencias, de hacer que su vida cambiara, como si las cosas no cambiaran por sí mismas sin necesidad de forzarlas, pero es que él se creía un hombre, y sin embargo, aún era un niño de veinticinco años.



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Veinticinco años entre aquellas sólidas paredes de hormigón y ahora tenía que llevárselos todos en una caja de cartón. El mundo que había dominado durante tantos años se desintegraba. Lo sabía desde hacía meses, incluso hacía más de un año, pero cada día se repetía que a él no podía pasarle, que eso eran cosas que ocurrían en las noticias, en otros lugares, en otras empresas, pero no en una tan consolidada como la suya. La suya que no lo era, pero que la sentía como tal porque en ella había pasado los mejores años de su vida. Todavía recordaba vivamente cómo entró allí a la desesperada. Sus padres le habían mandado a la universidad, pero de repente se vio en la obligación de cuidar de una mujer, casi una niña, y de un bebé que venía de camino. Qué año tan intenso, cuántos momentos sintiendo que no había salida, y sin embargo, hacía veinticinco años, como de la nada, creó su propia familia, y el trabajo que


en principio era un apaño temporal, se convirtió en un trabajo indefinido, se sucedieron los ascensos y aumentaron las responsabilidades. Había dedicado tantas horas robadas a su mujer y sus hijos a aquel lugar, había visto accidentarse a buenos compañeros, había perdido amigos por envidias, había llorado desconsoladamente después de despedir a otros que consideraba hermanos, y ahora era él quien tenía que marcharse, cuando ahí fuera ya no había oportunidades para alguien de su edad, aún sabiéndose útil todavía.



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Veinticuatro cruces que tachaban veinticuatro días de su calendario. Su mano, aún aterida de frío tras llegar de la calle, sujetaba el rotulador dispuesta a tachar un nuevo número, pero se quedó pensativa mirando aquel número tan especial para ella. Su niño hacía los años y no estaría con él. Su marido estaba enfadado por la decisión de su hijo de no ir a verles, decía que era un niñato malcriado. Ella le quitaba importancia, pero le entristecía no verle, ese año más que ninguno. Llevaba veinticuatro días tachando los números de su calendario, intentando que ese gesto le ayudara a asumir la noticia que le dieron hacía exactamente veinticinco días. Los tachaba en secreto, no quería preocupar a nadie, aunque pronto sería imposible ocultarlo. Por eso, esa mañana había ido al banco y después se había metido en una peluquería, no la de siempre, no quería dar explicaciones a nadie. Quizás por eso había llegado helada a casa, nunca había


tenido el pelo tan corto, pero creía que así, ver caer los mechones poco a poco, sería menos dramático. No quiso tachar el día, lo rodeó con un círculo y recordó el miedo con el que hacía veinticinco años se enfrentaba al parto, creía que no lo superaría, que moriría de dolor, ahora sentía algo parecido.



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Llevaba veinticinco minutos encerrada en el baño mirando aquellas dos rayas rosas. Su madre ya le había dicho tres veces que la cena estaba lista, pero era incapaz de levantarse del borde de la bañera. Aún le quedaba un año para terminar sus estudios, era la primera de la clase, tenía una beca para hacer trabajo de apoyo en el laboratorio. Muchos ratos colocando instrumental, revisando inventario... y entre una cosa y otra, coqueteando con su futuro director de tesis. A él no le había comentado sus temores hechos realidad, ¿qué le iba a decir a un hombre casado, con dos hijos, chalet adosado y todoterreno? ¿Y qué le diría a sus padres? Bastante tenían ellos con el despido de su padre, ¡estaban tan echos polvo! Incluso su madre, tan optimista siempre, llevaba días ensimismada, se notaba que estaba muy preocupada por su padre. A su hermano ni lo había recordado para hacerle una confidencia así, hacía tiempo que se habían


distanciado, ya no aguantaba su actitud esnob, ni sus aires de grandeza, hoy solo le había mandado un frío mensaje por el móvil para felicitarle por su cumpleaños. En su casa no eran religiosos, pero pensar en acabar con la situación le producía mala conciencia. ¿Cómo se lo diría a su madre? No podía dejar de hacerse esta pregunta, y sin saberlo, ella sería quien mejor la entendería.



2014


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