Un gigante entrometido

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UN GIGANTE ENTROMETIDO RAFAEL ESTRADA


ADVERTENCIA

El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación del autor. ©2012, Un gigante entrometido ©2012, Rafael Estrada ©2012, Ilustración de portada e ilustraciones interiores: Rafael Estrada Colección Infant Nº2 Ediciones Babylon Calle Martínez Valls, 56 46870 Ontinyent (Valencia-España) e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es http://www.edicionesbabylon.es/ Este libro electrónico es una muestra gratuita de la obra original. Prohibida su venta o alquiler. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico,mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los derechos.


Para Elia y Alba, porque sus ojos y sus sonrisas me indicaron el camino


LUNES Eran las nueve de la noche y Daniel se encontraba agotado, con la cabeza apoyada sobre el cristal de la ventana. La mirada perdida volaba lejos, muy lejos, más allá de las nubes en dirección a la Luna. —Pfff... —suspiró. Multitud de regalos se hallaban tirados por el suelo. Daniel no les había prestado demasiada atención; apenas el tiempo justo de rasgar los bonitos papeles, retirar el celofán conteniendo los nervios y dejar que la sorpresa iluminara sus ojos. Después rodaron por la moqueta, tropezando con patatas fritas a medio comer, gusanitos espachurrados y piruletas pringosas, hasta que poco a poco encontraron su hueco y se fueron mezclando


con los antiguos juguetes. —¡Daniel...! —lo llamó su madre, mientras ponía la cena en el salón donde sonaba el televisor—. ¿Has recogido ya? El niño pegó un bote, bruscamente transportado a la realidad de su habitación, y se golpeó con la esquina del escritorio. Aguantando el dolor, contestó: —¡No, mamá, aún no he terminado...! — pero lo cierto era que ni siquiera había empezado. Un muñeco con barba, parecido a un gnomo malhumorado, declaró en voz alta: —El niño tonto se está aburriendo. —Es un poco essstúpido —dijo el microscopio—. Le falta imaginación.


Daniel disimuló, como si no fuera con él, abriendo el cuento que le había regalado Silvia esa misma tarde. —¡¡NIÑO, QUE MIRAS!! —gritó, con evidente fastidio, un gigante que ocupaba la primera página—. ¡CIERRA DEPRISA, QUE HAY CORRIENTE!

Asustado, cerró el libro y lo dejó sobre un estante, para leerlo tal vez otro día. Como tantos otros quedaría olvidado, aguardando a que el niño le prestara atención. Recorrió con la mirada su cuarto, sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Los posters y los juguetes de las estanterías, más que alegrar las paredes, parecían amenazarle, reprochándole su falta de ánimo; la grapadora que estaba sobre el escritorio intentó morderle y el bolígrafo gordo de doce colores quiso


pintarle, pero ninguno lo consiguió; desde el altillo del armario un zorrito de peluche le sacó la lengua, haciendo blu-blu-blu..., y la pelota de baloncesto empezó a balancearse peligrosamente, como si quisiera saltar sobre su cabeza. —No sé qué queréis —se quejó, sorbiéndose los mocos—. Cualquiera diría que os trato mal. —Ña, ña, ña, ña... —se burló el gnomo, agitando la barba—. El niño tonto no sabe qué queremos. Un reloj despertador con forma de gallina se rio, cloqueando, y la consola se conectó emitiendo un agudo pitido. —¡Bí-Bí-Bíííííííííííííí...! —¡¡Daniel...!! ¿No estarás jugando...? — gritó la madre, enfilando el pasillo en direc-


ción a la habitación. —¡Que viene, que viene...! —se carcajearon los juguetes—. Corre, Danielito, recoge tu cuarto... —le abuchearon adoptando posturas ridículas, todos con la mirada clavada en el niño. Daniel se puso la mano en la boca para que no le temblara la barbilla, pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas cuando su madre irrumpió en la habitación. —¿Qué te pasa, hijo...? ¿Te encuentras mal? —¡EL CHICO SE ABURRE, SEÑORA, ¿ES QUE NO SE DA CUENTA?! bramó el gigante

desde el interior del cuento, aunque sólo Daniel le oyó. —Cuéntame, ¿qué te sucede? —preguntó la madre, limpiándole las lágrimas cariñosamente.


—M-Me aburro, mamá. Los juguetes festejaron con risas chillonas y sonoras carcajadas la declaración de Daniel. Al verle la cara, nadie hubiera creído que esa misma tarde había celebrado su cumpleaños. La madre le besó en la frente y se lo llevó a cenar. Más tarde, cuando su hijo estuviera dormido, ella misma recogería los juguetes y barrería el suelo. No quería presionarle si había pasado un mal día. Durante la cena, papá y mamá reían de buena gana. Esa noche era especialmente divertido el concurso de la tele, porque el presentador, tan simpático, hacía pasar verdaderos apuros a los concursantes. Cuando aparecieron los anuncios, el padre de Daniel estiró el cuello, como si quisiera salirse de la camisa:


—¡Mirad qué bonito, mirad...! Y ahí estaba, el último trabajo que su padre había hecho para la televisión: uno de los primeros anuncios de juguetes de la temporada, todo sonrisas de niños guapísimos, efectos luminosos y brillantes destellos. —¡¿Verdad que es bonito?! —preguntó orgulloso, hipnotizado por la pantalla. Pero Daniel no le prestaba demasiada atención. Las burlas de sus propios juguetes le habían afectado seriamente y no paraba de darle vueltas al asunto. Era la primera vez que se mostraban tan insolentes, la primera vez que se reían abiertamente de él y le abucheaban. ¿Cómo podía ser que su antiguo peluche le hubiera sacado la lengua? Hasta el año pasado el zorrito había dormido con él, li-


brándole del miedo con su cuerpecito cálido y suave. No lograba entender su comportamiento. En cuanto al gnomo, había estado realmente insoportable, después de todo lo que habían jugado juntos; él fue quien empezó con los insultos, llamándole tonto y no sé qué más sin ningún motivo. Dicen que la gente mayor se vuelve cascarrabias con la edad y el gnomo aparentaba, por lo menos, doscientos años. Daniel no supo hasta esa tarde que esas cosas también podían afectar a los juguetes. Después de cenar, rescató del armario el peluche olvidado, se acurrucaron en la cama muy juntos y se quedó dormido. Lo malo fue el sueño. No es que se tratara de una pesadilla. No, no era eso. Pero nunca antes había tenido un


sueño así; era tan real que parecía que estaba despierto. Incluso podía distinguir el olor a jabón y a sábanas limpias. Daniel se encontraba en el centro de una habitación enorme, rodeado de juguetes que saltaban, corrían y se movían tan deprisa que apenas podía seguirlos con la mirada. Eran sus juguetes, no cabía duda, y parecían pasarlo muy bien. Reconoció el helicóptero, el camión portacoches, el tanque que disparaba flechas y la pelota de baloncesto; también vio la lagartija de raso y otros muñecos que recordaba haber guardado en bolsas, porque eran demasiado infantiles y ya no le divertían. A lo lejos distinguió una ventana; los rayos de sol se colaban entre las cortinas, jugueteando con las motitas de polvo. Entonces se


dio cuenta de que eran unas cortinas de vivos colores, semejantes a las que había en su habitación, pero aumentadas cien veces o tal vez doscientas, pues la barra que la sujetaba a la pared ni siquiera se veía de lo alta que estaba. Miró hacia el techo, para ver si la lámpara era igual a la de su habitación, pero se perdía entre las nubes y apenas percibió un borrón. —Debo de haber encogido —dijo Daniel dentro de su sueño y la voz retumbó como si hubiera gritado. De repente, los juguetes se detuvieron. Ya nadie jugaba ni se movía; incluso las brillantes motas de polvo se quedaron muy quietas. Daniel se encogió un poco más, pues se dio cuenta, avergonzado, de que todos los juguetes le miraban serios.



El pequeño gnomo, aquel viejo gruñón que le había tratado tan mal la noche anterior, estiró el cuello como si fuera una enorme serpiente, hasta que su cabeza se encontró a una cuarta de Daniel: —¿Sabes dónde estás, pequeño? —Creo que estoy en mi habitación. La voz atronó de nuevo y de nuevo los juguetes le miraron disgustados. —Bueno, no exactamente —dijo el viejo gnomo, que parecía más grande que el niño. —Pues a mí me parece que sí —se atrevió a decir Daniel contradiciendo al viejo—. Sé que me encuentro dormido sobre mi cama y que en estos momentos estoy soñando. —Je, je... —rio el gnomo, rascándose la barba—. Eso es solo una manera de decirlo, porque si ahora entrase tu mamá en la habita-


ción, te encontraría dormido, efectivamente. —Sí, sí, dormido... —se burló el microscopio desde su estantería, y todos los juguetes le rieron la gracia. —Eso quiere decir que llevo razón —repuso Daniel bostezando. Entonces la sonrisa del gnomo se hizo tan grande que le llegó a las orejas: —Sin embargo —continuó—, también podemos decir que estás aquí, en una habitación enorme, rodeado de juguetes que se lo pasan en grande mientras tú te aburres. ¿No es cierto? —¡Es cierto, es cierto...! —los juguetes gritaban, saltando y riendo. —Solo es un sueño —insistió Daniel. —¿Quieres decir que los sueños no son reales, niño?


—Solo son reales dentro de uno mismo — afirmó convencido. El gnomo pareció dudar, como si no encontrara palabras para rebatir ese razonamiento; se rascó el cogote y corrió a reunirse con los demás juguetes en un rincón de la habitación. Así estuvieron durante un buen rato, discutiendo entre ellos en un apretado corro, buscando la respuesta adecuada. A Daniel solo le llegaban cuchicheos y alguna voz más alta que otra, cuando no conseguían ponerse de acuerdo. Entonces, el bote de pegamento que siempre había estado sobre su escritorio salió del corro dando un fabuloso salto para caer al lado de Daniel. Se desenroscó el tapón silbando, como quien hace un trabajo que le resulta muy agradable, y le soltó un chorre-


tón de cola blanca sobre el pijama. —¿Qué haces, idiota...? —se quejó Daniel mirando la mancha, y en ese momento se dio cuenta de que estaba descalzo—. ¡Mira cómo me has puesto! —No te preocupes, chaval... —dijo el bote de pegamento—. ¿No dices que solo es un sueño? Los demás, que habían estado callados mirándolo todo con expectación, rompieron a reír mientras el bote intentaba echarle más cola blanca sobre la cara. Daniel lloraba mientras corría; lloraba de rabia, porque a pesar de que era muy rápido, no pudo hacer nada para esquivarlo. Los juguetes se partían de risa, viendo los esfuerzos que hacía para quitarse el pegamento de las orejas... Y así estuvieron, riendo y riendo durante


toda la noche, hasta que la madre de Daniel le despert贸 al d铆a siguiente para ir al colegio.


MARTES Eran las nueve de la mañana y Daniel todavía estaba en el cuarto de baño. Se movía muy despacio, lavándose la cara sin conseguir despejarse. Después de tanto correr esa noche se encontraba demasiado cansado, pero lo peor de todo es que iba a llegar tarde al cole. Cuando entró en la clase, la profesora de Conocimiento del Medio le miró disgustada, arrugando los labios y moviendo la cabeza arriba y abajo. No dijo nada, aunque eso fue suficiente para que se sintiera incómodo durante toda la mañana. Por si fuera poco, no se dio cuenta de que le estaba preguntando a él, precisamente a él, cuáles eran los huesos del brazo. —Daniel... —tuvo que decirle Silvia, dán-


dole un codazo—, la seño te está preguntando. —¿Pu-Puede repetir la pregunta? —consiguió decir, poniéndose colorado. —¡Los huesos del brazo, Daniel! —gritó desde la pizarra—. ¿Te importaría decirme cómo se llaman? Daniel lo sabía, de modo que lo soltó de carrerilla; pero doña Concha le miró ceñuda, porque no quedó satisfecha. Entonces le preguntó por los órganos del cuerpo, y como tuvo que repetírselo de nuevo, se fue muy enfadada a su escritorio para apuntar algo en su cuaderno. En el recreo, Gonzalo le preguntó si estaba tonto o qué. Silvia, más amable, quiso saber qué le pasaba, pero como Daniel no paraba de decir ¿qué?, ¿cómo? y cosas por el estilo, pensó


que le estaba tomando el pelo y se marchó. —¿Qué le pasa? —le preguntó a Gonzalo. —Estabas vacilándola, ¿no? —¿Cómo? —dijo de nuevo Daniel, que no le había oído bien. —¡Que ahí te quedas, chaval! Lo cierto es que como no sabía lo que pasaba, se quedó confuso y solo en el patio dándole vueltas al asunto. «Vaya día», pensó. Todo el mundo se enfadaba con él sin ningún motivo y hablaban muy flojo, para que no se enterara de nada. Afortunadamente, en clase de Lengua la profesora no le hizo preguntas; en Plástica terminó el árbol que había empezado el día anterior representando la primavera y lo cubrió con Alkyl. Quedó muy brillante; estaba tan bien, que doña Carlota lo fijó con


chinchetas en el corcho de los trabajos bien hechos. Así que la mañana no fue del todo mala. Por la tarde, en clase de Inglés, cantaron los números del one al ten y aprendió a decir yellow, blue y green. Pero a Daniel le parecía que todos hablaban demasiado bajito, incluso cuando cantaban. Y aunque en gimnasia se golpeó la rodilla con la pata del potro, saltó bastante bien y don Gervasio le dio una palmadita cariñosa en la espalda, mientras decía algo que no logró entender. Fue un día raro, pero después de la merienda todo pareció ir mejor. Estuvo en la cancha, patinando con Gonzalo y Raúl, y lo pasaron en grande. Con las risas, las caídas y todo eso, oyó como un ¡plop! en su cabe-


za; se le destaparon los oídos y ya no tuvo la sensación de que la gente hablaba flojito. Incluso podía oír con toda claridad el sonido del viento. Algo más tarde, le dejaron los patines al portero y fueron a la papelería. Raúl quería comprarse un sacapuntas que había visto en el recreo a uno de los mayores. Un maravilloso sacapuntas con doble agujero, uno para los lápices y otro para las ceras, que además decía ñam-ñam cuando metías el lápiz. Pero el dependiente les dijo que ya no quedaban, así que estuvieron toqueteándolo todo, hasta que Gonzalo vio una lupa con luz y se la compró. Se dirigieron después al quiosco, a por gelatinas, revueltos y espirales de regaliz, y se fueron tras la tapia de la gasolinera a comerse


los dulces y espiar a las hormigas con la lupa. Eran las siete cuando Gonzalo dijo que tenía que irse al polideportivo, donde practicaba aikido; aunque antes les contó que se podían coger hongos en los pies y hasta papilomas. —Pero yo he inventado un método para reducir el contagio al cincuenta por ciento — dijo haciéndose el importante. —¡No fastidies! —exclamó Raúl, que también entrenaba en el polideportivo y había oído lo de los hongos. —Pues es cierto —afirmó Gonzalo. —¡A ver! ¿Qué método es ese? —dijo rascándose la oreja con una gelatina. Raúl siempre era el último en comerse las chucherías, y a Gonzalo le molestaba que cuando a él ya no le quedaba nada, su ami-


go todavía sorbiera y chupara ruidosamente dándole envidia. —Te lo digo si me das la gelatina. —Si el método funciona de verdad, te la daré, pero si no, me quedo con tu lupa. —Entonces tienen que ser dos gelatinas y la bolsa de revueltos —dijo Gonzalo—. Te quedan revueltos, ¿no? Raúl pareció dudar. Se hurgó en el bolsillo y contestó: —Vale, de acuerdo. Se lo pasaron todo a Daniel, que se metió la lupa y las chucherías en el bolsillo del peto. Entonces, Raúl le dijo impaciente a Gonzalo: —¡Venga, cuéntamelo! —Al acabar la clase, te metes en los vestuarios con zapatillas, ¿no? —preguntó Gonzalo.


—Sí. —¿Y cuándo te quitas las zapatillas? —Cuando me ducho —respondió Raúl. —Bien, pues dúchate a la pata coja y el riesgo de contagio se reduce a la mitad. —¡Eso no vale! —dijo Raúl. Pero a pesar de que le había tomado el pelo y todo eso, tuvo que reconocer que el método funcionaba de verdad, así que se quedó sin los revueltos y las gelatinas. Cuando Gonzalo se fue, todavía estuvieron un buen rato resbalando por la cuesta y subiéndose a los árboles, imaginando terribles peligros en medio del mar y divisando desde lo alto del palo mayor maravillosas islas repletas de monstruos y aventuras. Eran las ocho cuando Raúl se fue también al polideportivo, porque tenía que entrenar


para el partido del domingo. Así que Daniel regresó a casa y se puso a hacer los deberes, aunque le costó más de lo acostumbrado. Sentía una extraña inquietud, como si algo no deseado le estuviera acechando y fuera incapaz de verlo. Entonces recordó el sueño de la noche anterior y comprendió que su miedo podía venir de ahí; incluso tuvo la sensación de que la parte rara del día había sido la consecuencia de ese sueño. ¿Acaso no le habían echado pegamento en los oídos?, pensó, mirando hacia la estantería donde se encontraba el gnomo y el cuento del gigante. Se esforzó, no obstante, e intentó concentrarse en el cuaderno de Matemáticas. —Qué aburrimiento... —dijo en voz baja, y una carcajada contenida salió del cuento.


Eran las nueve de la noche cuando Daniel notó que el sueño tiraba de él. Definitivamente había sido un día raro, aunque magnífico y agotador; se le cerraban los ojos durante la cena y su madre tuvo que decirle un montón de veces que se acabara las salchichas con tomate y se fuera a la cama. Pero la cabeza se le iba sin poder evitarlo y la dejó caer sobre el regazo de mamá. —Límpiate los dientes antes de dormirte, cochino —dijo sin dejar de mirar a la tele. —¡Shhh...! —se impacientó su padre, porque estaban dando una noticia interesante sobre los nuevos juguetes de esa temporada. Y eso fue lo último que oyó antes de quedarse dormido. —¡Mirad quién está aquí! —gritó la grapadora desde lo alto del escritorio.


—Ya sabía yo que volvería tarde o temprano —dijo el gnomo sonriendo. —¡¡QUE NIÑO MAS PESADO!! —bramó el

gigante desde el interior del cuento. —Naturalmente que he vuelto —Daniel no se acobardó—. Todas las noches tengo sueños fabulosos. —¡Sueños fabulosos! —oyó que gritaba el bote de pegamento—. ¿Seguro que cuando duermes no te aburres? —Seguro —contestó Daniel—. Y tampoco me aburro cuando juego en la calle. —Eso está bien, muchacho, porque nos gustaría que jugaras con nosotros. —Pero es que yo no quiero jugar con vosotros. El bote de pegamento miró a la grapadora, quien a su vez miró al gnomo sorprendida:


—¿He oído bien? Danielito ha dicho que no quiere jugar con nosotros. —Sí, eso ha dicho. —¡Es increíble! El tanque de ventosas disparó a una pelota que rodaba por ahí: —¿No quiere jugar con nosotros? —No, no quiere —contestó la pelota con la flecha pegada. El gigante, desde el interior del cuento, gritó: —¡¡COMO SE ATREVE ESE MOCOSO...!! —y

el sonido retumbó en la habitación, haciendo que las paredes temblaran. Todos los juguetes rompieron a llorar desconsolados; se abrazaban unos a otros y se lamentaban sin poder evitar los sollozos; incluso al gigante se le oía gimotear.


A Daniel le dio tanta pena verlos en ese estado, que estuvo a punto de pedirles perdón; estaba arrepentido y se disponía a decirles que jugaría un rato con ellos, cuando observó que el viejo gnomo se estaba partiendo de risa. Entonces se dio cuenta de que lo habían fingido todo para burlarse de él, pues ahora los juguetes se revolcaban por el suelo dando palmadas y saltos, sin tratar de ocultar las carcajadas.

—Bueno, chaval, hablemos en serio —tosió un par de veces y se metió el dedo en la nariz—. ¿Es verdad que no quieres jugar con nosotros? —¡Claro que es verdad! —contestó furioso. —Y eso, ¿por qué? —El gnomo lucía una


sonrisa ancha y satisfecha, con las manos a la espalda y la barriga prominente apuntando hacia Daniel. —Porque me insultáis y os burláis de mí. —A lo mejor tenemos nuestros motivos —dijo un dinosaurio articulado. —Sí, porque ya no nos haces caso —se quejó una moto de hojalata—. ¿Alguna vez te has preguntado cómo nos sentimos? —¿C-Cómo os sentís? —preguntó Daniel sorprendido. —Abandonados y olvidados... —los juguetes se le fueron acercando. —Apartados... —Desamparados y desvalidos... —se acercaron más y más. —Traicionados... —Resentidos.


El niño estaba rodeado, se encontraba en el centro de un apretado corro observado por sus juguetes, que eran más numerosos de lo que él recordaba. —Me siento como un trozo de plástico, así es cómo me siento —dijo el gnomo y Daniel pudo ver que ya no se reía. —Es que eres de plástico —afirmó el niño. —Pero no somos rencorosos —continuó el gnomo como si Daniel no hubiera hablado—, y para demostrártelo, te vas a quedar con nosotros para siempre. Daniel vio acercarse al bote de pegamento, que ya no era el mismo que esa tarde había visto sobre su escritorio. Este era amarillo y negro, y el olor que despedía, fuerte y desagradable. —El pegamento de los mil usos —dijo or-


gulloso, desenroscándose el tapón. Antes de que a Daniel le llegara el impulso de correr, el bote ya estaba echándole pegamento sobre los pies. Era una pasta amarilla y espesa, y el olor, además de marearle, hizo que los ojos le escocieran muchísimo; no obstante, a pesar de que se vio obligado a cerrarlos, antes pudo leer la advertencia con letras mayúsculas de la etiqueta: NO APTO PARA USO INFANTIL, MANTÉNGASE FUERA DEL ALCANCE DE LOS NIÑOS.


MIERCOLES Eran las nueve de la mañana cuando Daniel se sentó en su pupitre, al lado de Silvia. Miró a su compañera, que sonreía feliz porque traía todos los ejercicios acabados y llevaba una diadema nueva. —Oye, Silvia, ¿tú sueñas? —Claro que sueño —dijo la niña riendo—. Todos soñamos. —Sí, pero..., ¿al día siguiente te afecta lo que has soñado? —Bueno, si ha sido bonito me levanto contenta. ¿Es eso lo que quieres decir? —No..., no exactamente. —Daniel no sabía cómo decirle que esa mañana le costaba trabajo andar, como si tuviera los pies pegados al suelo—. Ayer, por ejemplo, no oía


muy bien lo que me decían, porque soñé que mis juguetes me echaban pegamento en los oídos. —¿Estás de broma? —preguntó Silvia. —¿Entonces tú crees que no puede ser? — insistió Daniel. —De esa manera, no. Daniel se aclaró la garganta e inmediatamente cambió de tema: —Oye, ¿de qué trata el libro que me regalaste? —Se llama El castillo del aburrimiento —dijo Silvia—, y trata de un gigante. —Vaya, eso ya lo sé. Y también de un castillo, ¿a que sí? —dijo bajando la voz, porque en ese momento entraba la seño—. Lo que quiero saber es de qué va la historia. —Pues no lo sé, porque todavía no lo he


leído. —Silvia recordó entonces el resumen que venía en la contraportada—. Creo que es de un gigante que sólo puede comerse a los niños cuando se aburren. —¿Por qué? —preguntó Daniel bostezando. —Porque le duelen los dientes. —¿Y eso qué tiene que ver con que se aburran los niños? —Pues está muy claro —contestó Silvia, como si Daniel fuera tonto—: cuando los niños se divierten, saltan y ríen y se ponen duros; en cambio, cuando se aburren, se les pone la carne blandita. Durante el recreo, a Daniel le pesaban tanto las piernas que no pudo jugar al balón. Como Gonzalo se torció un tobillo en el polideportivo, se sentaron juntos a comer el bo-


cadillo. —¿Quieres una gelatina? —le ofreció cuando terminaron—. Son las de Raúl. —¿Todavía te duran? —También tengo revueltos —dijo sonriendo, palmeándose el bolsillo. —Gonzalo... —Qué. —¿Tú juegas con tus juguetes? Gonzalo no entendió a qué venía esa pregunta, pero le contestó: —Algunas veces. —Pero, ¿no te aburren? —Algunas veces. —Lo que quiero decir es que no resultan tan divertidos como cuando los anuncian en la tele. ¿No te parece un rollo sacarlos, moverlos de aquí para allá y luego guardarlos?


—Algunas veces. —¿Me estás vacilando? Gonzalo le miró, sorbió la gelatina haciendo como que pensaba y le dijo, muy serio: —Algunas veces. —¡Eres muy gracioso! —se quejó Daniel, y como estaba claro que a Gonzalo no le apetecía hablar del tema, se quedó callado. Por la tarde, después del colegio, se sentaron en la cancha para ver cómo encestaban los mayores. Junto al banco donde se encontraban, cuatro niñas jugaban a alturitas con la goma y un poco más allá el hermano pequeño de una de ellas se comía la tierra a puñados. —¿Te duele el tobillo? —preguntó Raúl. —Pfff..., no veas —respondió Gonzalo. —A mí me pesan las piernas —dijo Da-


niel sacándose un moco—. Esta noche soñé que mis juguetes estaban enfadados conmigo, porque ya no les hago demasiado caso. —Pegó el moco en la suela del zapato y se limpió el dedo en el pantalón—. Entonces, para obligarme a jugar con ellos, me pegaron los pies al suelo de la habitación. —¡Qué guarro eres, ¿no?! —gritó Raúl, poniendo cara de asco. —¿Creéis que es posible que me pesen las piernas por eso? —Te pesan las piernas —repuso Gonzalo— porque tienes las suelas llenas de mocos. —Por eso pareces tan alto —dijo Raúl, que era el más bajito de los tres. —Es en serio —continuó Daniel—, he soñado que mis propios juguetes me pegaban al suelo.


—Yo soñé una vez que estaba atrapado en una telaraña y que me iban a comer cientos de horripilantes arañas... —dijo Raúl—. Y aquí estoy, como puedes ver. —¿Os acordáis del último control de Mates? —preguntó Gonzalo. —Yo saqué un ocho —repuso Daniel. —Pues la noche anterior soñé que era el favorito de la seño, y hasta me dio una palmadita en la espalda y un beso. —¿Y...? —interrogó Raúl. —¡Pues que saqué insuficiente! —Pero eso fue porque no estudiaste —se rio Daniel—. Seguro que si hubieras soñado con el examen, habrías aprobado. —Si tú lo dices... Daniel, Gonzalo y Raúl guardaron silencio, mientras las niñas discutían que Paola


había rozado la goma y la hermanita del pequeño le daba a este palmadas en la espalda, porque no paraba de toser. Entonces a Gonzalo se le ocurrió que podían ir a investigar cómo iban las obras del mercado. —Yo tengo que merendar —dijo Raúl. —Si solo es un momento... —Además, quiero dejar la mochila. —Bueno, pues te esperamos allí. —Vale. Gonzalo y Daniel, con las mochilas a la espalda, se dirigieron emocionados al mercado. Cuando llegaron, se quedaron maravillados contemplando el enorme agujero: allí, en el fondo de la excavación, descansaban los enormes bulldozers parecidos a tanques, las retroexcavadoras y los monstruosos volquetes; también estaban las grúas, estirando


el cuello y alzándose por encima de los silos de cemento. Todos los obreros se habían ido ya, tras haber dejado junto a los compresores amarillos los martillos neumáticos. —¿No te gustaría taladrar las aceras con uno de esos? —Pues claro —exclamó Daniel, subiendo y bajando las manos—. ¡¡TA-TA-TA-TA-TATA-TA...!! —¿Te atreves a bajar? —preguntó Gonzalo con los ojos como platos—. No se ve al guarda por ningún sitio. Daniel no podía decir que no, porque entonces Gonzalo le llamaría miedica. Echó una rápida ojeada a los cimientos, a los montones de tuberías a medio enterrar y a las enormes bobinas; también vio el gigantesco colector abierto que asomaba entre el barro, al que


iban a parar las aguas recogidas por las bocas de las alcantarillas. No lo pensó demasiado. —Vale, pero ¿no es mejor que esperemos a Raúl? —No —afirmó Gonzalo, rotundo—. Así, cuando él llegue, nosotros ya estaremos abajo. Había que reconocer que era una excelente idea; de esa manera Raúl se arrepentiría de haber ido a por la merienda y estaría toda la tarde pensando que se había perdido una emocionante aventura. Daniel miró la rampa de tierra por la que se introducían los camiones, marcada de rodadas anchas, pringosas de barro; pensó que sería mejor deslizarse por la pendiente de tierra suelta, hasta el muro de contención de hormigón.


—Es una cuesta muy gorda —apuntó Daniel—. ¿No te dolerá el tobillo? —Seguro —se rio Gonzalo, pasando bajo la valla y dejándose caer por la pendiente. Pero Daniel no estaba dispuesto a que se le manchara la mochila. Se la sacó de la espalda y la balanceó. —¡Cógela, Gonzalo...! La mochila giró en el aire. Hubo un momento en el que Daniel estuvo convencido de que Gonzalo la atraparía al vuelo; al fin y al cabo, sólo llevaba el libro y el cuaderno de Lengua, la carpeta de Plástica con las cartulinas, las ceras, el estuche y los rotuladores. No pesaba mucho, pero Gonzalo cerró los brazos un segundo demasiado tarde y la mochila siguió su camino, cayó sobre la pendiente, rodó, rodó y rodó..., hasta —¿no


lo imagináis?— la enorme boca del colector al que van a parar las porquerías de todo el barrio. —¡Ahí va...! —acertó a decir Gonzalo, y cuando miró hacia arriba vio que Daniel tenía la cara muy blanca, la boca abierta y las manos sobre la cabeza. A pesar de que bajaron a ver por dónde se había colado la mochila, no hubo nada que hacer. Solo vieron una corriente de agua fétida a la que no había manera de acceder, a no ser que alguien se decidiera a nadar heroicamente rodeado de cacas tras el libro de Lengua y las cartulinas, que por otro lado ya estarían inservibles. Cuando quisieron subir, tuvieron que utilizar las placas de los encofrados como peldaños, porque los zapatos se les hundían en la


tierra haciéndoles resbalar. Una vez arriba, se sentaron en un banco, deprimidos. —Toda esa agua sucia va a parar al río — explicó Gonzalo—. Pero en las afueras de la ciudad hay una depuradora enorme. —Se quedó unos segundos callado, pensando lo que diría a continuación—. A lo mejor tienen un museo con las cosas que encuentran, y hasta es posible que esta noche llamen a tu casa para devolverte la mochila. —Seguro que sí —dijo Daniel. Entonces Gonzalo, cambiando de tema, le preguntó: —¿Dijiste en serio eso de los juguetes? —Absolutamente. —Pero, ¿de verdad te preocupa? —Lo que más me preocupa ahora es cómo voy a decirle a mis padres que he perdido la


mochila. —Si quieres te acompaño a tu casa y dices que ha sido culpa mía. —No hace falta —repuso Daniel. Eran las nueve de la noche cuando Daniel se puso el pijama y se fue a la cama. Recordó cómo se había echado a llorar cuando le contó a su madre lo de la mochila, porque sabía que era lo más conveniente. La madre, conmovida, no se lo tomó demasiado mal, aunque le regañó un poco; después le dijo que ella misma hablaría con su padre en el momento adecuado, tal vez por la mañana antes de que se fuera al trabajo o cuando proyectaran en la tele uno de sus anuncios. Así que Daniel se metió en la cama tranquilo y se quedó dormido instantáneamente,


como si el sueño le hubiera puesto una pesada mano sobre los ojos. Pero los juguetes ya estaban allí aguardándole, y el helicóptero con las aspas fláccidas gritó con voz chillona: —¡Queremos pilas! ¡Necesitamos pilas! —¿Y de dónde supones que voy a sacar las pilas? —preguntó Daniel. —Vaya un niño sin imaginación —exclamó el gnomo, indignado—. Sólo tienes que gritar: ¡¡MAMÁ, QUIERO PILAS!! —Sí, solo eso —dijo la moto de hojalata. Daniel no estaba dispuesto a hacerles el menor caso; se encontraba demasiado agotado por las emociones del día, y le apetecía dormir profundamente, a ser posible sin sueños. —¡Queremos pilas! ¡Queremos pilas! —


reclamaban todos a coro. Para no escuchar los chillidos de los juguetes, intentó darse la vuelta y cubrirse la cabeza con la manta, pero descubrió que se encontraba pegado a la cama. —¡No puedo moverme! —gritó asustado. —¡Claro que no! —confirmó el bote de pegamento amarillo, asomando el cuello desde los pies de la cama—. Pegamento de contacto, rápido y eficaz, para servirte. —Consíguenos pilas y te dejaremos en paz —dijo el helicóptero. Daniel intentó moverse una vez más, pero no lo consiguió, así que empezó a gritar: —¡¡MAMÁ, QUIERO PILAS!! ¡¡MAMÁ, QUIERO PILAS!! —Y al instante, una lluvia de pilas de todos los tamaños y colores cayó sobre la habitación.


Los juguetes eléctricos se volvieron como locos, discutiendo entre ellos y peleándose, sin conseguir ponerse de acuerdo sobre qué pilas eran las adecuadas. Pasado ese momento, empezaron a ayudarse unos a otros para colocárselas, mientras alborotaban por la habitación lanzando destellos y bocinazos, pitidos y fogonazos de luz. El primero en funcionar fue el helicóptero, que voló por encima de su cabeza disparándole diminutos proyectiles de plástico que sonaban ¡PIUUUUÚ...! ¡PIUUUUÚ...!, como si fueran misiles de verdad; la moto traqueteaba bajo la cama, chocando con las zapatillas y atropellando a los juguetes que se cruzaban en su camino. —¡¡Qué divertido!! —oyó exclamar al tanque, mientras disparaba ventosas—. ¡Hacía


tanto tiempo que no tenía pilas alcalinas…! El gigante había permanecido en silencio todo el tiempo. En ese momento, Daniel le oyó bostezar y él bostezó a su vez, moviendo la cabeza hacia la estantería en el instante justo en que salía del cuento. —¡¿QUE ES TODO ESTE ALBOROTO?! —bra-

mó, sacando su manaza de entre las páginas. Daniel no logró entender que la mano fuera más grande que el cuento de donde salía; pero lo estaba viendo con sus propios ojos y eso no podía negarlo. Sin poder hacer nada para evitarlo, vio que detrás de la mano salía un brazo enorme y peludo seguido de una cabezota horripilante, donde unos ojillos voraces recorrían la habitación, buscándole sin duda. —¿YA ES LA HORA DE COMER? —preguntó


sonriendo con cara de idiota; las babas le resbalaban por la barbilla. Entonces recordó las palabras de Silvia, cuando le preguntó de qué trataba el cuento que le había regalado por su cumpleaños: «Creo que es de un gigante que sólo puede comerse a los niños cuando se aburren», había dicho ella. A pesar de que estaba tiritando de miedo, a Daniel le entraron ganas de bostezar, pero logró contenerse, esforzándose por contemplar cómo salía del libro el monstruoso cuerpo. Así pudo ver que iba totalmente vestido con pieles anudadas y que el pelo de la barba, espeso y duro como el alambre, se le perdía cuello abajo; le llamó la atención que llevara colgando un barril a modo de collar, balanceándose y haciendo sonar lo que fuera que


había dentro. —¡QUE HAMBRE MÁS TERRIBLE TENGO! —dijo el gigante mirando al niño desde la

estantería, que había empezado a crujir peligrosamente. Ese comentario no tranquilizó precisamente a Daniel, al que le hubiera gustado darse la vuelta y despertar de una vez para irse al colegio. Pero todavía tuvo que oír el estruendo que formó el gigante al dejarse caer, y las terribles maldiciones que soltó cuando chocó contra el suelo. Después estuvo dando manotazos en el aire, intentando atrapar al helicóptero que le disparaba misiles a la nariz, ¡PIUUUUÚ...! ¡PIUUUUÚ...! ¡PIUUUUÚ...! —¡¡MALDITO CACHARRO!! —bramó enfu-

recido.


Al no conseguir atraparlo, arremetió contra los juguetes que rodaban por el suelo, espachurrándolos y dispersándolos a patadas, con tanta furia que los trozos de plástico y metal volaron por toda la habitación; algunos cayeron sobre la cama donde se encontraba Daniel. Poco a poco los juguetes se fueron escabullendo, hasta que no quedó ninguno a la vista y el gigante terminó calmándose. El pequeño se fijó entonces en sus pies, pues observó que no calzaba zapatos, ni botas ni nada por el estilo, sino que los llevaba envueltos con tiras de cuero, sucias y mal enrolladas. De nuevo reparó en el niño, se relamió y se dirigió hacia él dando una gran zancada, haciendo sonar los dientes.


JUEVES Eran la nueve de la mañana cuando Daniel entró con Silvia al colegio. Se habían encontrado en la panadería de Ete, una señora muy amable que regalaba chucherías a los niños cuando compraban el bollo. Como Silvia se extrañó de que llevara los libros en una bolsa de plástico, quiso saber dónde había dejado su mochila. Raúl le contó, lleno de orgullo, lo que le había sucedido la tarde anterior en la obra del mercado, y aprovechó para preguntarle si le importaría compartir el libro de Lengua durante la primera clase. —Claro que no —dijo Silvia—, aunque tendrás que decírselo a la seño. —Vale, pero no vayas tan deprisa, ¿quie-


res? —le pidió Daniel, y le contó que sus juguetes le habían pegado a la cama durante el sueño—. Es como si me pesara el cuerpo. —Tienes demasiada imaginación —exclamó Silvia sonriendo, pero no dijo más, porque se encontraron con la profesora de Lengua y entraron juntos en clase. Los adultos, como todos los niños saben muy bien, son gigantescos seres que resultan impresionantes desde su altura, visten horriblemente, huelen a tabaco y siempre te regañan por hacer cosas divertidas. Por eso, en el emocionante mundo de los niños, los adultos solo aparecen de vez en cuando como sombras difusas. Cuando Daniel le preguntó a la seño si podía compartir el libro de Silvia, esta imaginó que algo extraño tramaban, y, levantando la


barbilla para parecer aun más alta, le obligó a explicar con pelos y señales el motivo que tenía para no utilizar su propio libro. Así que Daniel tuvo que contar cómo había desaparecido su mochila en el interior del colector. —Supongo que habrás aprendido la lección —le reprendió a viva voz, haciendo que se enteraran todos—. No necesito deciros lo peligroso que es introducirse en las obras, donde solo está permitido acceder con casco y botas muy gruesas que protegen de los clavos; allí pueden ocurriros multitud de cosas inesperadas, todas ellas peligrosísimas. —S-Sí, señorita —reconoció Daniel con un lastimero susurro. De esa manera, la aventura maravillosa de la tarde anterior quedó convertida en una imprudente tontería, y todas las chicas le mi-


raron como si fuera un niñito inmaduro y travieso. En el recreo, Daniel agarró a Gonzalo y a Raúl por el jersey y se los llevó a un rincón de la tapia. Allí, mientras devoraban el bocadillo, les contó emocionado lo que había soñado la noche anterior. —Bueno —dijo Gonzalo con la boca llena—, tengo que reconocer que el sueño mola un puñao, pero yo también sueño cosas de miedo y no me pasa nada. —Toma, y yo —confirmó Raúl. —¿Es que no os dais cuenta de que los sueños de los tres últimos días se continúan? —Eso es guay, ¿no? —reconoció Gonzalo—. Es como si fuera una película de Spielberg. —¡Pero es que esta noche me comerá el gigante! —chilló muy excitado Daniel.


—Pues no le dejes —dijo Raúl—. Explícale que ya no le soñarás más si te come. —Claro, claro... —Daniel se quedó callado, viendo que no le tomaban en serio, y se alejó de la tapia, dejándolos allí muertos de risa. Por la tarde, durante la clase de Gimnasia, le entraron ganas de preguntarle a don Gervasio cosas sobre la imaginación: si de verdad era real o solo algo que aparecía de vez en cuando en la cabeza de la gente. Confiaba en ese hombre, que trataba bien a los niños y siempre tenía la sonrisa dispuesta. Además, sus clases nunca eran aburridas, porque había una especie de complicidad compartida y sus alumnos no tenían la sensación de que se encontraban con un adulto; era como si estuvieran con un chicazo grande al que le había


salido barba y algunas arrugas. Ese día dijo que no le apetecía dar la clase. El profesor les contó que se encontraba terriblemente cansado, porque había estado corriendo con su perro justo antes de ir al colegio, y lo que menos le apetecía era dar una aburrida clase de gimnasia. Todos guardaron silencio, porque sabían que don Gervasio tendría algo guardado en la manga. —Ayer estuve leyendo un libro que me dejó desconcertado —se agarró la nariz como si fuera a estrujarla y sacudió la cabeza para liberarla—. Se trataba de un libro de aventuras de esos que os gustan a vosotros, ya sabéis: dragones y ogros, peligrosas pruebas, brujas y castillos... Hizo una pausa para ver si la cosa les interesaba.


—No consigo entender cómo la chica y el chico lograron escapar del pasadizo de las columnas, aunque fueran dos guerreros hábiles y fuertes. Se levantó, escogió a diez niños y los colocó de manera que parecieran columnas; después hizo correr a todos los demás por parejas, sorteando las columnas tan rápido como les fuera posible, perseguidos por él mismo haciendo de ogro. El ejercicio fue agotador y don Gervasio consiguió atrapar a doce, Daniel entre ellos, que quedaron automáticamente convertidos en columnas, para que también pudieran correr los que había colocado en primer lugar. Mientras se recuperaban del esfuerzo, siguió con la historia: —Vamos a imaginar que consiguieron


llegar a la puerta —continuó don Gervasio, emocionado—. Como era muy pequeña, el ogro no pudo pasar, así que se encontraron en un inmenso salón, donde un dragón horripilante custodiaba el tesoro. Movió el potro hasta el centro del gimnasio y amontonó junto a una pata pañuelos, peonzas, canicas, rotuladores, imanes, pegatinas y tazos, y todo tipo de cosas que le fueron entregando los niños. —Esto es el tesoro. Vosotros tendréis que pasar bajo el potro y coger cada uno lo vuestro, sin que yo consiga atraparos; después escaparéis por la puerta de los vestuarios, porque esa otra —y señaló la puerta por la que se accedía al gimnasio— conduce al pasillo de las columnas que sigue custodiada por el ogro.


Naturalmente, él hizo de dragón. Corrieron por todo el gimnasio, saltando, riendo e intentando que no los cogiera, y, a pesar de que se esforzó cuanto pudo, sólo atrapó a nueve. Naturalmente, uno de ellos era Daniel. —De nuevo parece que una mayoría de vosotros ha conseguido escapar —hizo un gesto de complicidad, como si admirara la magnífica hazaña de sus alumnos—. Pero es que ahora viene lo más difícil, la parte de la historia que no consigo creerme. Cogió un cesto lleno de pelotas de tenis y lo colocó sobre el potro, que seguía en el centro de la enorme sala; se pasó la mano por la barbilla haciendo que pensaba y les dijo: —Ahora os encontráis en el interior del patio del castillo. Pero la malvada bruja cono-


ce vuestras intenciones y sabe que queréis escapar de su horrible castillo encantado. Solo podréis hacerlo escalando los muros, pues se trata de una fortaleza ciega... —¿Qué es una fortaleza ciega? —preguntó Jesús. —¡Es cierto, es cierto, qué tonto soy! — comentó don Gervasio dándose capones en la cabeza—. ¿Cómo vais a saber vosotros qué es una fortaleza ciega? Se trata de un edificio sin puertas ni ventanas al exterior, en este caso, un castillo del que nadie podrá salir a no ser que sepa volar o tenga la habilidad suficiente para escalarlo. Con una pelota en la mano, señaló las espalderas que cubrían las paredes y llegaban casi hasta el techo: —Si consigo daros con una de estas pelo-


tas mientras subís por las espalderas, quedaréis convertidos en piedra. —Hizo una pausa para comprobar que todos habían comprendido—. Allí permaneceréis, quietecitos en el sitio, hasta que acabe el ejercicio. ¿De acuerdo? Todos asintieron entusiasmados, y puedo aseguraros que fue tremendamente divertido. Don Gervasio, montado en el potro, les lanzaba pelotas con excelente puntería, de manera que al final solo tres niños consiguieron llegar a la parte más alta de las espalderas. —¿Lo veis? —dijo triunfante el profesor, secándose el sudor con la manga del chándal—. Es prácticamente imposible escapar de la malvada bruja en estas circunstancias. Y así fue cómo acabó la clase. A la salida del cole Gonzalo y Raúl acom-


pañaron a Daniel hasta el portal de su casa. Fueron todo el camino dándose empujones y poniéndose zancadillas, aunque a Daniel no le apetecía demasiado, ya que le costaba moverse; además, le tocó soportar continuos tirones a su mochila nueva, que su madre le había comprado por la mañana y había estrenado esa misma tarde. —Hoy no puedo salir —les contó cuando llegaron—. Estoy castigado por lo de ayer. —¡Jo, macho! —dijo Raúl—. Y yo me lo perdí. —Oye, Daniel... —Gonzalo no sabía muy bien qué decir—. Verás..., no es que crea que vaya a pasarte algo, pero si puedo ayudarte con lo del gigante... A Raúl, sin embargo, no se le ocurría de qué manera podía ayudar a una persona en


uno de sus sueños, por eso no dijo nada. —Bueno, no sé... —dudó Daniel—. ¿Tú qué harías en mi lugar? —Esta mañana dijiste que te encontrabas pegado a la cama, cuando el gigante se dirigía a por ti. —Eso es —dijo Daniel. —Pero antes había destrozado un montón de juguetes a patadas, y algunos trozos te cayeron encima, ¿no es cierto? —preguntó Gonzalo. —Pues sí. —Intenta raspar el pegamento con alguno de esos trozos afilados, o corta la sábana y el pijama para escapar. —¡Pero es que venía directo hacia mí! — exclamó aterrorizado Daniel—. Seguro que no me da tiempo.


—Siempre he oído que los gigantes son un poco estúpidos —dijo Gonzalo—. Trata de distraerle, engáñale, cómele el coco... —Eso es —añadió Raúl—, dile que tienes la gripe y que se la contagiarás si te come. A pesar de las buenas intenciones de sus amigos, Daniel tuvo la impresión de que se encontraba en un mundo diferente al de ellos; lejos, muy lejos, como si una muralla invisible los separara. —Bueno, chavales, no es que me aburran vuestras tonterías, pero tengo que subir ya. Gracias por las ideas. —¿Has leído el libro? —preguntó Gonzalo de pronto. —Pues, no... —contestó Daniel volviéndose a medias. —Aprovecha que estás castigado esta tarde


y léelo, así verás lo que te vas a encontrar. —Pero si lo leo, sabré entonces lo que va a ocurrir y ya no podré hacer nada. —Es cierto —reconoció Gonzalo—. Hasta mañana entonces. —Que sueñes en colores —dijo Raúl. Daniel se estremecía sólo de pensarlo. Su madre le abrió la puerta, le dio un beso y le dijo que preparara los libros del día siguiente, mientras ella le ponía de merendar. Cuando pasó junto a su padre, estuvo a punto de preguntarle si era posible que un gigante pudiera comérselo mientras soñaba, pero como le vio tan ocupado, estudiando los anuncios de juguetes de la competencia y tomando notas, no se atrevió. —Hola... —dijo muy bajito. Pero su padre estaba tan concentrado que


no le oyó. Daniel pasó de largo, se metió en su habitación y se puso a hacer los deberes. Eran las nueve de la noche cuando Daniel, dormido, sintió una terrible punzada en el costado. Al niño se le había ocurrido que si se quedaba en el salón después de cenar, podría comenzar a soñar fuera de su habitación, que era donde se encontraba el gigante. Era una excelente idea, pero no contó con el tremendo poder del pegamento, que tiraba y tiraba de él incluso antes de quedarse dormido. Y aunque intentó resistirse con todas sus fuerzas, el sueño acabó por vencerle mientras veía con sus padres la tele. Así que de nuevo se encontró en su habitación pegado a la cama, con el dedo del gigante empujándole las costillas.



—¿ESTAS TAN DELGADO Y DURO COMO PARECE? —preguntó el gigante haciendo

que la habitación retumbara—, ¿O ES QUE LLEVAS UNA TABLA BAJO EL PIJAMA?

—No se me acerque demasiado —le previno Daniel, recordando lo que dijo Raúl—, tengo la gripe y puedo pegársela. —¡¡JA, JA, JA, JAAAA...!! TE ADVIERTO, PEQUEÑO, QUE TENGO CULTURA; HE LEIDO

PULGARCITO, EL GATO CON BOTAS, Y CASI TODOS LOS CUENTOS CLASICOS.

El gigante hizo un gesto de suficiencia, manifestando el orgullo que sentía por sus conocimientos, y Daniel guardó silencio pensando que era lo más adecuado. —¡¡ME MOLESTA QUE ME TOMEN POR ESTUPIDO!! —agarró al niño por la pechera del

pijama, acercándose tanto que se puso biz-


co—. ¿NO PENSARAS QUE SOY COMO ESE IDIOTA DE LA HABICHUELA MAGICA?

—No, no, qué vaaa... —se apresuró a decir Daniel. —ME LO HABIA PARECIDO —gruñó ense-

ñando los dientes. —P-P-Pues no... —TENGO TANTA HAMBRE, QUE ME COMERIA CUALQUIER COSA —el gigante le mano-

seó la cara, las piernas y los brazos—. ¡MALDITA SEA, ESTAS DEMASIADO DURO PARA MIS POBRECITOS DIENTES! SEGURO QUE HAS ESTADO CORRIENDO Y DIVIRTIENDOTE SIN PARAR.

—Es que hoy hemos tenido gimnasia —se justificó Daniel. —LA GIMNASIA ES ABURRIDA —afirmó el

gigante—. DEBERIAS ENCONTRARTE AGOTA-


DO Y FLOJO.

El niño no quiso contrariarle; recordó que en la clase de don Gervasio, se había reído tanto que empezaba a sentir agujetas en la barriga. —VEO QUE TE ENCUENTRAS BIEN PEGADITO A LA CAMA, DE MODO QUE NO PODRAS ESCAPAR —el gigante sonrió mostrando

unos colmillos de jabalí—. PERO QUIERO QUE LLORES Y SUSPIRES, QUE BOSTECES Y TE ABURRAS, PARA QUE LA CARNE SE ABLANDE Y PUEDA COMERTE SIN QUE ME DUELA LA BOCA. ¿HAS OIDO, NIÑO? —y diciendo esto le

pegó un tremendo pellizco. Daniel rompió a llorar —¿qué podía hacer?—, mientras el gigante se agachaba y reunía con sus enormes manazas los fragmentos de juguetes rotos que encontraba por el


suelo. A medida que los recogía, se los iba guardando en un costal hecho con pieles muy sucias y gastadas que llevaba al hombro. Hizo esta operación de manera minuciosa, buscando por todos los rincones, recogiendo incluso los fragmentos de la cama de Daniel. Cuando por fin acabó, anudó el costal y le dijo al pequeño: —AHORA ES PRECISO QUE VAYA A BUSCAR A ESA AMIGUITA TUYA QUE TE REGALO EL LIBRO. ¿COMO SE LLAMA? —se rascó la malo-

liente cabeza y una lluvia de caspa cayó sobre el suelo de la habitación y la cama de Daniel—: SILVINA, SILVONA O ALGO PARECIDO... —En-

tonces, mientras ascendía por la estantería para introducirse de nuevo en el cuento, se volvió hacia Daniel y le sonrió con glotonería—. LAS NIÑAS SON MAS BLANDITAS Y SABEN MEJOR.


Cuando desapareció por fin en el interior del libro, dejando únicamente el mal olor y los ecos de su tremendo vozarrón, Daniel dejó de llorar. Buscó entonces por la cama hasta donde llegaban sus brazos, temiendo no encontrar nada que pudiera ayudarle a escapar. Ya empezaba a desesperarse, pensando que todos los restos de juguetes rotos estaban efectivamente en el costal del apestoso gigante, cuando tanteó algo duro entre la caspa, escondido bajo un pliegue en el interior de la colcha. —¡Qué guay —exclamó emocionado—, si es la ventanilla del buggy todoterreno! Era estupendo que se hubiera partido, quedando un maravilloso filo con el que pudo rasgar sin ningún problema el pijama y la sábana que lo mantenían prisionero, pega-


do al colchón. No había tiempo que perder. Ni siquiera pensó en cambiarse de pijama, a pesar de que se le veían los calzoncillos por detrás y eso, en otras circunstancias, le habría avergonzado sin duda. Pero sí que pensó que sería conveniente llevar puestas las zapatillas, por si tenía que caminar por sitios asquerosos; así evitaría, además, que se le clavara cualquier porquería en la planta de los pies. Tuvo un fogonazo de inspiración y en el último instante cogió la navaja roja de los mil usos, el bolígrafo linterna y una bolsa de quicos que encontró en el cajón de su escritorio. Lo metió todo en la riñonera que le compraron ese verano, cuando se le cayó la muela, y fue escalando estantería por estantería hasta que llegó donde se encontraba el libro que le


regaló Silvia. Desde arriba divisó toda la habitación. Era como si estuviera sobre un pintoresco andamio en lo alto de un rascacielos; allá abajo podía distinguir la cama muy pequeña en la distancia, con su propia silueta recortada sobre la sábana rota. Se dijo a sí mismo que tenía que actuar rápidamente, antes de que le despertaran para ir al colegio, si no quería que su amiga quedara a merced del gigante. Con aprensión, miró la pasta del libro, donde se leía con bonitas letras doradas: El castillo del aburrimiento Y levantando la pesada tapa se coló en su interior, quedando totalmente a oscuras cuando se cerró de nuevo...



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