La Tamalera REVISTA ESTUDIANTIL DEL TALLER DE NARRATIVA DEL C.B.T.a. No. 22 CUATROCIÉNEGAS, COAHUILA AÑO I / ENE-JUN 2016 / NO. 0
El infierno es opcional Gabriela Vallejo Salas
Yo ya sabía lo que pasaba. A los funerales que fui, repetían la rutina. Llevan el difunto a la funeraria; todos lloran por él, luego viene la misa y después lo entierran varios metros abajo, así de simple. Antes nunca quise nada de eso, ni las flores, ni las despedidas, ni el ataúd. Yo quería donar mis órganos a personas que los necesitaran. No quería pasar lo que me quedaba de muerte, encerrado en una caja enorme. Soy claustrofóbico. ¿Qué tal si despertaba después de mi sepultura? Le pedí a mi esposa Valeria que me quemara. Recuerdo que cuando se lo dije, no dudó en hacerlo en ese instante; luego, le aclaré que sería cuando diera mi último suspiro, aunque muchas veces quise darlo antes de tiempo y ella, por supuesto que también. Una tarde camino a casa tuve un accidente en auto. Un camión de carga se cruzó de carril y no pude evadirlo. Cuando vi sus luces tan cerca de mí, me dio pavor. Supe que no la iba a contar; miras tu vida pasar a una velocidad extrema. Lo mejor de todo fue que en el choque no sentí nada físicamente, ni una mínima señal de dolor, o tal vez no lo recuerdo; pero, por lo que sé, morí sin ninguna queja. Mi vida se acabó de repente. Tenía tantos planes, tantas cosas sin resolver; quedaron pendientes mis hijos. No importaba que se parecieran a esa vieja amargada con la que compartía la recámara, que tuvieran ese mal genio que a todos desanimaba. Sentí cuando me movieron a una camilla. Ni cómo preguntarles a dónde íbamos, si no me podían oír; así que ni siquiera intenté hacerlo. Me subieron a una camioneta y oí a una de las personas que iba conmigo que dio indicaciones de voltear a la derecha. Entonces dijo la palabra “cremaciones”. Me dio gusto saber que no me la iba a pasar encerrado en una caja; podría acompañar a mi esposa dentro de una bonita urna dorada. Cuando iba entrando, reflexioné sobre muchas cosas hasta que una idea despertó mi miedo. Se supone que los muertos no piensan y no sienten. Yo estaba pasando por las dos cosas. Un nerviosismo empezó a recorrer mi cuerpo. Creo que éste se puso aún más helado. Quise controlar esas ansias de moverme y hablar. ¿El fuego me haría sentir algún tipo de sufrimiento? No podía quejarme ni pedir auxilio. Quise que se detuvieran, pero no lo hicieron. Todavía no era la hora de entrar al horno; pero, por primera vez, preferí la caja.
Centro de Bachillerato Tecnológico agropecuario No. 22 2 La Tamalera ―No, ¡esperen, por favor! ―grité y grité muchas veces, mientras sentía cómo me iban introduciendo a las llamas. Me ardía el alma. Cada milímetro de mi piel se iba cayendo a pedazos. Nunca pensé que algo pudiera ser tan doloroso, jamás. De nada sirvió que en el accidente no sintiera nada, si la peor parte vendría después. Mis ojos hervían como agua en olla de presión y mi cabello se consumía como estopa. Hasta imaginé que mis lágrimas podían brotar; pero era el agua de mi cuerpo que se evaporaba por el calor. No podía llorar a mis anchas. Cuánto me arrepiento de no haber optado por la primera opción, la ordinaria, la que todo el mundo espera cuando va a morir. Aproximadamente, dos horas estuve metido en ese vagón, sin nada a mi alcance para salir. A mil grados de temperatura se calcinó mi cuerpo; mil grados que me hicieron sentir que fui la peor persona que ha pisado este planeta. ¿A esto se refieren con el infierno? ¿Esto les toca, por una u otra razón, a las personas malas? Tal vez es el castigo para los hijos perversos de Dios. A lo mejor, es verdad que el infierno está en la tierra, que lo producen y lo venden las mismas personas. Incluso, hasta es opcional. Un negocio que deja el pecado hecho cenizas. Todavía tengo conciencia para recordarlo todo desde esta urna sobre la repisa de mi closet. Ese día, algunos de mis huesos quedaron enteros; entonces, pasaron a la trituradora para que no hubiera rastro de mí. Sería el colmo que sintiera molestias, aunque ya no tuviera todo lo demás. Pero sí las hubo. He tenido suficiente tiempo para pensarlo y ya sé que, si de alguna manera podemos reencarnar, pediré para la otra que dejen que me acabe solito, sin fuego, sin caja y sin donación de órganos. No vaya a ser que, con mis partes por separado, el dolor de todos se haga más fuerte…
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EDITORIAL Pásele por sus textos de terror psicológico, romance, suspenso y demás. Habrá de todo en la olla y no se asuste si hay mucho condimento de sangre o erotismo, tanto en los relatos como en los poemas. Estos fueron producto del trabajo en el Taller de Narrativa, coordinado por Miguel García y Juan Carlos Domínguez con estudiantes del CBTa 22. Usted quedará igual de sorprendido que nosotros por la creatividad de nuestros talleristas. Pero no se espante con sus ideas, hay que entender el ímpetu narrativo de los chavos. Los adultos hemos procesado nuestros traumas o apenas los vamos descubriendo. Cuando se trata de escribir, somos más cautelosos para no mostrar nuestros temores o pasiones. De algún modo, somos cicatrices. En cambio, los jóvenes aún son la herida abierta y emanan de ella todas sus emociones incontrolables. Nuestro planteamiento en el taller es ajeno a las clases tradicionales y en cada sesión se fomenta el hábito de la lectura, se mejora la ortografía, se crea un estilo de escritura y se le muestra un panorama más amplio respecto al arte de escribir. A través de los ejercicios y críticas suscitados en el taller (donde cada clase aborda una parte de instrucción, otra de lecturas de autores renombrados, y otra de tareas para dejar correr la pluma), cada tallerista se formará un criterio para evaluar sus propias invenciones antes de exponerlas en el papel. Escribir es la posibilidad de crear mundos, de viajar tanto afuera como adentro de nosotros mismos; también es consuelo y la oportunidad de salir, aunque sea por un instante, de nuestras vidas y ser lo que queramos en la ficción. Editores de La Tamalera
COLABORADORES: Editores de La Tamalera: Lic. Miguel García y Juan Carlos Domínguez / Autores: Juan José Castro Jinéz, Eduardo Franco Arzola, Nallensy Medina, Adelina Trejo Espinoza, Diana López, Gabriela Vallejo Salas. Ilustración: Alfredo Ruiz Hernández.
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Reflejo
Retomar el camino Nallensy Medina
Adelina Trejo Espinoza
Y ahí estaba yo, frente a esa mujer desnuda.
Todo está tan diferente aquí.
Recuerdo su piel sedosa y pálida, y que fumaba, y
Solía hablarle con frecuencia a mi mente, recorriendo
que no tenía vergüenza alguna al verme delante
sus caminos.
de ella.
Cada vez que un pensamiento nacía en ella,
El aire era pesado, casi irrespirable. Nos invadía una fuerte excitación que hacía que nuestras
miradas solamente
vieran
se abrían nuevos senderos que llevaban hasta el nacimiento de otro.
nuestros
cuerpos sudorosos y desnudos.
Era un tour por mi mente, explicado por mí misma.
No queríamos nada más, o al menos yo no;
Mis respuestas dejaban huellas de asombro para que
sólo quería contemplar su belleza, a sus ojos tan
las dudas siguieran mi rumbo.
profundos en los que únicamente me encontraba
Así, me conocía cada vez un poco más.
yo; a sus labios gruesos; a sus senos pequeños y sus
pezones
estremecidos
que
me
hacían
El asunto aquí es que no sé cómo pasó, pero de pronto
desearlos cada vez más; a esa cintura que sería
dejé de viajarme.
mía cuando yo quisiera; ver el temblar de sus
Ese tiempo de abandono no tiene recibos que
hermosas piernas que me deseaban tanto como
comprueben los gastos del abordaje.
yo a ellas.
Los viáticos quedaron en el olvido, sin usarse.
No quería tocarla. No quería hacerle nada, únicamente, observarla; pero mis impulsos eran
Mi conciencia del tiempo rebeló la necesidad de volver.
fuertes y difíciles de controlar.
Así que me decidí y, con la esperanza de recuperar el
No
había
explicación
a
aquello
tan
talento como guía, compré el boleto hacia mi interior.
extraordinario; mi vista lo contemplaba y aún no le
Éste lucía tan abandonado; la hierba creció tanto en los
tengo nombre a ese instante tan prohibido y
senderos, que había atascos. Cada vez que un
obsceno ante los ojos de los demás.
pensamiento quería concebir a otro, parecía que
Nos encontrábamos ahí tan juntas… No quería
que
acabara,
no
quería
que
se
desmoronara aquel estado de placer que nos unía.
abortaba.
El camino no era claro, como si los hierbajos lo hubieran atrapado, tratando de ocultarlo. ¿Pero de qué? ¿Acaso de mí misma? No importa ya, yo no compré boleto de tour en vano.
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LA CITA Toda gran es el último eslabón de una serie de fracasos”, Andres Oppenheimer. Toda gran innovación es el último eslabón de una serie de fracasos”, Andres Oppenheimer. "No había perdido uno solo de sus encantos, y hasta la muerte se
mostraba en ella casi como una coquetería más", Théophile Gautier.
Mascotas peculiares
Juan José Castro Jinéz
Desperté. Era una desagradable mañana. Lo primero que escuché en el televisor, fue que el asesino de la máscara había cobrado una nueva víctima. Se me hizo absurdo. Sólo fueron 15 jóvenes. Nadie los iba a extrañar. Y lo que más me hizo enfurecer, fue la declaración del policía: “Aún no contamos con pistas sobre el culpable, sólo sabemos que presenta altos índices de locura y pedofilia”.
Poco a poco me tranquilicé. Tiré algunos platos al piso de la cocina, pero nada fuera de lo normal. Ellos
no sabían por lo que estaba pasando. En distintas ocasiones, he querido alimentarlo con todo tipo de croquetas, pero ocurría el mismo rechazo. Una vez me dijo: “No sabes hacer nada bien. Te he pedido cerebros y no esto a lo que tú llamas comida”. Mientras limpiaba mi máscara de las manchas de sangre, Platón estuvo regañándome por haber salido nuevamente en las noticias. Traté de explicarle que no era ningún loco y mucho menos, un pedófilo. Sólo mataba mayores de edad porque mi gato pedía víctimas para saciar su necesidad de carne humana. Entonces, yo secuestraba personas con menos de 24 años. Eran las que más le gustaban. Sólo traté de satisfacerlo. Platón era mi dueño; yo, su vil sirviente. Cuando llegaba a casa, él estaba ahí, esperando su comida. Su bocadillo favorito, el cerebro. Tal vez por eso él era quien mandaba; quizás había una vitamina en la materia gris, capaz de agregarle más potencia a su mente. Su autoritarismo se hacía más intenso cuando devoraba los pensamientos de los demás. De pronto, su apetito fue aumentando. Exigía más alimento para no debilitar su telepatía. Yo era su esclavo y tenía que obedecer sus órdenes. Pero hoy todo iba a ser distinto porque, por primera vez, reuní valor suficiente. No habría comida que saciara su hambre y eso lo dejó débil. Cuando abrí la puerta de mi casa, él me esperaba en el mismo lugar, se le erizó el pelo al ver mis manos vacías y se puso violento. Enfurecí y, con el mismo cuchillo que destacé a esos 15 jóvenes, de un solo zarpazo y sin misericordia, corté su cabeza: el trono de todo su poder. Platón siempre fue una mascota distinta a las demás. Nueve de cada diez gatos prefieren Whiskas; el mío nunca dejó de ser la excepción en esa encuesta.
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José Alfredo Ruiz Hernández (1994, Cuatrociénegas, Coah.) es egresado del CBTa 22 y cursa el séptimo semestre en la Facultad de Arquitectura de la
Universidad Autónoma de Coahuila Campus Arteaga. Se ha destacado por sus habilidades artísticas en diferentes técnicas de dibujo, especializado en el
realismo. Es miembro activo de la Sociedad de alumnos de su Facultad, además de ser miembro del equipo de futbol soccer de la Facultad. El joven artista
comenzó su vocación por el dibujo desde temprana edad. Su don es nato, ya que nunca ha tomado clases de dibujo, le gusta trazar rostros humanos porque
siente que capta en ellos momentos que para las personas tiene un significado especial. Al dibujar trata de plasmar la esencia que desprende cada imagen,
con diferentes líneas y tonalidades, que dan como resultado algo único. La técnica que más utiliza es el lápiz y el prismacolor, aunque también ha ilustrado en
Centro de Bachillerato Tecnológico agropecuario No. 22 7 La Tamalera
Con un hueco en el estómago Eduardo Franco Arzola
Siempre quise dormir con ella, tener su cuerpo desnudo cerca del mío, acariciar su cabello rizado y recostarme en su pecho cuando yo estuviera triste. Estoy seguro que Lucy sentía lo mismo, tanto así que mi almohada tenía su perfume y la de ella, el mío. Es un hábito estúpido, pero era un tipo de estupidez que lograba acortar la lejanía por culpa de su papá. Pero oler su fragancia nunca calmó el deseo de que mis manos rodearan su cintura. Cada noche sentí un hueco en el estómago porque no la tenía conmigo. Cuando su padre se enteró de mis gustos, me juzgó de infantil y prohibió que siguiéramos nuestro noviazgo. Dijo que a mi edad de 17 años yo aún veía caricaturas y eso no estaba bien. Todo su rencor era porque veía Naruto. Al parecer, él quería como yerno a alguien que lo acompañara en las borracheras, a alguien en quien pudiera confiar de hombre a hombre, y no a un tipo que usaba camisetas de Dragon Ball Z. “¿Así que soy infantil?”, pensé en mi cuarto, mientras veía la katana que compré en una convención de anime. Quizás este señor no sabía que la animación japonesa es más compleja que la occidental. Alguien tenía que demostrarle que no todas las caricaturas son para niños. El vacío en mi estómago era más grande. No había tiempo para pensarlo o me volvería a arrepentir. Fui a la casa. Toqué la puerta y me agaché para que no pudieran descubrirme por el mirador. Escuché pasos y, cuando el cerrojo giró, enterré mi espada en la puerta de madera y oí un cuerpo caer del otro lado. Ciego de ira, abrí de golpe y salté el bulto del piso para iniciar mi cacería. El padre revisaba los canales de la televisión desde el sillón y giró la cabeza para verme. Antes de que pudiera defenderse, corrí cual samurái y de un solo sablazo le corté la cabeza por la mitad, desde esa misma boca que me tachaba de infantil. Justo bajó la madre por las escaleras y, cuando vio a su esposo muerto, quedó en shock. Fui hacia ella para partirle las piernas. Después le encajé la katana en la panza y fui cortando lentamente con el lado del filo; el sable se atoraba con algunas costillas. Tuve que serruchar con el acero para avanzar. La muy estúpida intentaba quitarse la katana, pero lo único que conseguía era cortarse. Merecía sufrir por dejarse manipular por un borracho repugnante. Subí las escaleras, buscando al universitario chismoso; cuando estuve frente al cuarto de Lucy, me detuve y sentí mariposas en el estómago. Pero pasé de largo a la habitación de mi cuñado y ahí estaba, el muy huevón, jugando en su consola con los audífonos puestos. Tenía tanto tiempo libre, que le dijo a su padre de mi relación con su hermana. Llegué por la espalda e intenté desmayarlo con un fuerte golpe, usando el mango de mi arma. No funcionó, luchamos y en esa pelea le hundí el sable en la mano. Pese al dolor, estuvo a punto de quitármelo, pero retiré la espada y él se desmayó. Lo desnudé y até a la cama, boca abajo. Cuando despertó, le encajé la mitad del acero en su ano y lentamente fui girándolo. Disfruté sus gritos más que otra cosa. Su voz chillaba, parecía de niña. Eso lo hacía más divertido. Dejé de mover la katana hasta que su boca se quedó en silencio. Para acabar, saqué mi arma cortando su espalda hasta dejarlo en canal. Ahora, cuando voy a dormir, puedo estar al lado de mi Lucy, puedo sentir su cuerpo desnudo y frío. A modo de juego, le rasco donde antes estaba su ombligo. Quizá debí advertirle que no abriera la puerta esa
Centro de Bachillerato Tecnológico agropecuario No. 22 8 La Tamalera parecía de niña. Eso lo hacía más divertido. Dejé de mover la katana hasta que su boca se quedó en silencio. Para acabar, saqué mi arma cortando su espalda hasta dejarlo en canal. Ahora, cada vez que voy a dormir, puedo estar al lado de mi Lucy, puedo sentir su cuerpo desnudo y frío. A modo de juego, le rasco donde antes estaba su ombligo. Quizá debí advertirle que esa noche no le abriera la puerta a nadie.
Amelia Diana López García
Una, dos, tres, cuatro. Cuatro grises, frías y sucias paredes me rodeaban. Tal vez eran cinco, o tal vez eran tres. Sinceramente, no lo sé, Amelia. He pasado tantas horas en este lugar estudiando hasta el mínimo detalle, que no me sorprendería si me doy cuenta que todo este tiempo se alzaba una pared más y no lo había notado. O por el contrario, una de esas cuatro paredes sólo forma parte de mi imaginación. Mi mente perfeccionista no podría soportar un cuarto con tres muros o cinco, así que me haría ver algo con lo que me sintiera satisfecho. Mis dedos tamborilearon sobre la mesa con un ritmo repetitivo y molesto, melodía que sé de memoria porque la he oído antes. No me preguntes dónde, porque no lo recuerdo. Hacía ese sonido mientras contaba los mosaicos del lugar. Ya sabía cuántos eran desde cualquier ángulo: 165 de color grisáceo y 232 de color blanco. Cerré los ojos y sonreí, recordando cómo era mi vida antes de todo esto; es decir, cuando tú eras mi vida afuera de estas paredes acolchadas. Me da tristeza tu compañía, verte conmigo en mi aislamiento. Tu rostro lo tengo grabado en mi mente detalle a detalle; será porque te veo cada vez que siento tu mirada. He memorizado tu nariz respingada, tus ojos rasgados, tu cabello negro y rizado, así como esa manera de sonreír con una pequeña arruga que se te hace debajo del ojo. Lo único que aborrezco de ti es que, cuando algo te pone de nervios, muerdes tus uñas. La manera en que rodeas tu pulgar con el dedo índice y luego los muerdes de forma repugnante, como si tu vida dependiera de ello, hace que piense en cosas que no debo. Siempre me molestó el hecho de que tuvieras ese horrendo hábito, y tú lo sabías. A veces creí que era para fastidiarme, que lo repitieras frente a mí. Amelia, cuando leas esto, sabrás que pienso demasiado en ti, tanto como pienso en aquellas paredes ―sí, aún no decido cuántas son― y tanto como pienso en los mosaicos fríos y sucios. Por favor, no tengas miedo y no te vayas. No todo es malo en este manicomio. Vas y vienes sin acercarte… No dejas que te explique. Todavía no entiendo por qué seguimos encerrados. ¿Podrías haberlo imaginado, Amelia? ¿Podrías? ¿Por qué estamos aquí y no en otro lado: yo en la prisión y tú en una tumba? ¿Por qué te alejas? Ven acá. ¿Por qué te veo en todos lados? Creí que matarte sería suficiente para que dejaras de morderte las uñas. Mira que, por precaución, te arranqué cada manojo de dedos y me quedé con ambos. Pero, ni muerta, dejas esa fea costumbre. Espero que tengas paciencia para hallarlos; no recuerdo detrás de cuál mosaico escondí tus manos.