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muertes de Sofía Jesús Ramírez Santos
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muertes de Sofía Jesús Ramírez Santos
Las diez muertes de Sofía © Editorial Porrúa Nicolás San Juan 1043, Col. Del Valle 031000 México, D.F. Tels. 5575-6615, 5575-8701 y 5575-0186 - Fax. 5575-6695 www.arboleditorial.com ISBN-978-84-7720-860-0 Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial No 2961 © Jesús Ramírez Santos Esta obra forma parte de un proyecto universitario, de la Universidad de Guadalajara. Llevado a cabo en el curso de Diseño Editorial. Diseño editorial, diagramación y supervisión de producción por: Miguel Ángel Serrano Serrano Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada, puede ser reproducida, almacenada, o transmitida en manera alguna ni por ningun medio, sin permiso previo del editor titular del Copyright. Impreso en los talleres de Punto Digital, Guadalajara, Jalisco, México. Impreso en México Printed in Mexico
Mi matrimonio con Martín fue arreglado. Carlos, mi hermano, y Pachita, su esposa, decidieron que era lo mejor para los dos. Yo, sola, vieja y desamparada; él, viejo, viudo y ciego. Estábamos hechos el uno para el otro. Civil y eclesiásticamente, ninguno de los dos teníamos impedimento alguno para casarnos. Así es que yo, a mis sesenta y tres años, entré a la iglesia vestida de blanco, a pesar de haber convivido veinte años con Bernabé y cinco con Michel. Durante la misa yo me la pasé llorando. Todos pensarían que de felicidad. La verdad es que el tener que vivir con alguien desconocido no es algo que te llene de felicidad. A su edad, Sofía conserva la jovialidad de sus primeros años. De estatura bajita, regordeta, bustona y con la nalga sumida, como ella misma se describe. Tiene la manía de acomodarse los lentes con el dedo índice de su mano derecha. Cuando ríe luce el diente de oro, señal de mejores tiempos. Cuenta que Martín quedó ciego a los siete años. De joven fue músico; tocaba la trompexta en una orquesta. Se casó, no tuvo hijos y enviudó. Aprendió a leer en el sistema Braile, por lo que tenía el sentido del tacto muy desarrollado.
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Me fui a vivir a su casa, que estaba por la calle Coahuila, a una cuadra de Federalismo. Era modesta, pero amplia y grande. Tenía la puerta de entrada de fierro; por las noches la atrancaba con un palo. Desde el pasillo de entrada, y por toda la casa, había señales en las paredes, como líneas horizontales perpendiculares al piso; se habían hecho con la mano de él cuando iba tentando al caminar. Todo lo que tenía: mesas, sillas, camas, trastes, ollas, refrigerador, estufa, ropero, salero, azucarero y sus cosas de uso personal, debían estar en el lugar preciso, ni un centímetro más metido o más salido, ni un poco más allá o más acá, porque chocaba con ellas o no las encontraba. Yo tuve que adaptarme a ese orden, exagerado para mí y vital para él. La sombra de su primera esposa siempre pesó en mí. En las platicas con los vecinos hacían referencia a ella. En la casa misma yo sentía su sombra en cada rincón. Me sentía como una intrusa, y en realidad lo era, porque ninguna de las cosas que había ahí me pertenecía. Solamente era mío lo que traía puesto y mi pasado. Me costó mucho trabajo acostumbrarme a esa vida. En la intimidad a mí me chocaba que con las uñas de sus pies arañara los míos, y también a él le disgustaban costumbres que yo tenía de toda mi vida, como dejar mi ropa tirada en el piso cuando dormía. Pronto terminamos durmiendo como los gallos en el gallinero, uno en cada rincón. Cuando yo movía algo o lo dejaba fuera de su lugar, venía el grito. ¡Sofía, dónde está esto! ¡Sofía, dónde esta aquello! Y del grito pasábamos a la discusión. Comenzaba a perseguirme porque me quería ahorcar, eso decía. La persecución terminaba cuando yo movía o atravesaba cualquier cosa por donde él venía. Se tropezaba y caía. Luego me aventaba cuanta cosa encontrara a la mano. Yo le contestaba diciéndole: «Mejor me habría de aventar un
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hermano». Después de las peleas tenía que poner cada cosa en su maldito lugar. Un ciego se encuentra cómodo y seguro en el lugar que conoce, pero fuera de ahí sufre. Cuando salíamos de casa comenzaba a estresarse. A medida que caminábamos, aumentaba la fuerza con que me apretaba el brazo con su mano. Donde se sentía más inseguro era en los supermercados. Nunca supe por qué cuando salíamos de alguno de ellos yo terminaba con una marca en mi brazo como si me hubieran puesto un grillete. Andar en camión también era un sufrimiento muy grande, a pesar de que siempre encuentras gente que te ayuda a subir o a bajar y te deja el lugar para que te sientes. En una ocasión, cuando comenzaron a modificar la avenida Federalismo para meter el tren ligero, íbamos caminando por entre los montones de tierra. Justamente en la parte más alta de uno de ellos yo me tropecé. Y ahí vamos los dos rodando hasta parar en la parte baja. En esa ocasión tomó el accidente por el lado positivo y terminamos riéndonos todos raspados y llenos de tierra. Ya casados, me tocaba el rostro con sus dedos. «Para saber cómo eres», decía, y pasaba sus dedos por cada espacio de mi cara como queriendo leer mi vida. «Tienes la cabeza y la cara muy chicos», me decía. Yo sentía repugnancia. Ni que fuera las hojas de sus libros. Cuando murió, una de las primeras cosas que hice fue regalar todos sus libros. Vivíamos de la ayuda que le daban sus hermanos y sobrinos. Tenía muchos. Dueño de su casa, también tenía su dinero en el banco. Yo lo acompañaba cuando iba a recoger sus intereses. Le ayudaba a contarlo, y cuando llegábamos a la casa lo espiaba para ver dónde lo guardaba. Me quedaba quieta sin respirar. Después le agarraba
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para comprar mi tequila y mi árnica, mi capitana, mi cola de caballo y hacerme mis tés. A él yo lo enseñé a tomar cuando íbamos de visita con mis sobrinas a León. Nos poníamos unas borracheras, que un día no nos podíamos levantar. Como todo capital, cuando no se incrementa te lo comes, y así le paso a Martín. Primero fue el dinero del banco. Después vendió la mitad de la casa. Se la compró su sobrina Lupe, la narca. Así la conocían en su familia. A nosotros nos visitaba mucho para hablar por teléfono. Se pasaba las horas hablando a muchas gentes, y cuando se iba le daba su buen rollo de billetes a Martín. «Para que pagues el recibo del teléfono cuando llegue», le decía. En un viaje que hicimos Martín y yo a visitar a una de sus hermanas a Tijuana, Lupe se ofreció para traernos de regreso a Guadalajara en su camioneta. Estando allá nos pasó al otro lado, y en una parte despoblada nos dejó debajo de un árbol. «Ahorita vengo, voy a que arreglen algo que trae la camioneta». Cuando regresó, acomodó en la parte de atrás unas colchonetas y unas cobijas, y ahí nos puso a nosotros. En la cabina, con ella, viajó una amiga. En el camino unos policías la detuvieron para revisar, y al levantar la cobija dijeron: «Ah, un par de viejitos durmiendo», y seguimos el camino hasta llegar aquí. Lupe mandó desarmar la camioneta en la parte de la casa que le había comprado a Martín. Traía armas. A nosotros nos usó como coartada para su carga. A cambio hubo una buena propina. Mi vida con Martín, en lo económico, fue desahogada comparada con la que viví con Bernabé. La plática con Sofía se desarrolla en la casa que ahora habita, que fue de su hermana Esperanza. Cuando ella murió, la siguió habitando su hermano Armando. Cuando murió este, Sofía vendió la última parte de la
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casa que le dejó Martín, su tercer esposo, y ahora vive aquí, sentada en un sofá. Junto a ella, en una mesa, está su vaso de tequila que siempre la acompaña. Más allá hay una cama matrimonial a medio tender y, enfrente, la televisión, regalo de sus sobrinas Cindy y Lilián; se la compraron la última vez que vinieron de California a visitarla. Desde que vivía en la casa de Martín, siempre trae con ella las fotos de su familia, hermanas, hermanos y sobrinos; familiares que ella de inmediato reconoce y explica de quién es hijo o hija, y cuenta su historia. «Este es mi pasado», dice. La charla sigue con una condición que ha puesto ella: «No me digas doña Sofía, me hace sentir como si estuviera vieja. Dime Sofía nada más». Sonríe y se toma otro trago de tequila.
• A Bernabé lo conocí en un baile cerca de la casa donde vivía con mis hermanos y hermanas, por el rumbo del templo de la Concha. En aquel tiempo el límite de la ciudad de Guadalajara era donde ahora está la plaza de la Bandera. Más allá todo era campo abierto hasta llegar a la Pila Seca, poco antes de Tlaquepaque. Yo tenía 24 años, y esa edad se consideraba como madura, y más en una mujer. Antes de conocer a Bernabé, yo fui muy volada. Con algunas amigas más grandes, en lugar de ir a la escuela, nos íbamos al parque Agua Azul. Ahí enfrente estaba una delegación de policía. A nosotras nos gustaba llevarnos con ellos hasta el grado de sentarnos en sus piernas, ahí adentro del parque. Yo tuve dos queridas hermanas, Esperanza y Eva, y siete hermanos, Alfredo, Carlos, José, Juan, Jorge, Manuel y Armando.
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Esperanza, como era la más grande de la familia, fue la que se encargó de todos nosotros cuando murió mi mamá, cuando yo tenía diez años. Vivíamos aquí en Guadalajara. Llegamos de nuestro lugar de origen, Etzatlán. Allá mi papá fue minero y trabajó en la mina del Amparo, cerca de Etzatlán. La mina era de unos alemanes que la explotaron hasta sacar el último gramo de oro, dejándola con sus tiros vacíos y sin trabajo para los mineros. En sus mejores tiempos, la riqueza de la mina hizo que en Etzatlán estuvieran las mejores cantinas con todo lo que estas ofrecían: vino, juego y mujeres. Mi padre, como todo buen minero, también era buen jugador. Él murió al romperse el malacate que lo llevaba al fondo de la mina, aunque también dijeron que el malacate lo rompieron por una deuda de juego. Cuando llevaron el cadáver de mi padre a la casa, mi madre traía a mi hermano Armando en brazos y estaba esperando a otro hijo. De la impresión se desmayó y esto tuvo graves consecuencias para su salud. Al quedar en el desamparo, mi madre vendió lo poco que tenía y cargó con todo el montón de chiquillos para venirnos a vivir a Guadalajara. Rentó una casa frente a donde vivía su mamá con algunos de sus hijos. A mí y a mis hermanos nuestra abuela no nos veía con buenos ojos, y es que el matrimonio de mis padres no tuvo el consentimiento de mis abuelos. Mi madre era pelirroja, blanca y alta; mi padre era moreno, muy moreno, y por ser así no fue aceptado por mis abuelos. Esta aversión, mi abuela la manifestó en contra de nosotros, pero mi felicidad no pasaba por el que mi abuela me quisiera o no me quisiera, y yo comencé a tener amigos y amigas entre los vecinos de la casa. Al poco tiempo, la fatalidad se presentó nuevamente en mi familia. Mi madre comenzó a sufrir de jaquecas
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horribles hasta el grado de ponerse a punto de muerte. Cuando estaba así, mi abuela le preguntaba: «Lupe, ¿en dónde está el dinero?». Se refería al dinero que mi mamá traía de lo que había vendido en El Amparo. Y mi mamá le contestaba: «No te preocupes, mamá, me voy a aliviar». Sin embargo, en una de esas, mi mamá murió, quedándonos todo el chiquillerío huérfanos de padre y madre y con el rechazo de mi abuela. Y como dice el dicho, «Cuando Dios da, da a manos llenas», a los pocos meses mi hermano Manuel, que tenía como dieciséis años, murió porque se le reventó la apéndice. Esperanza, mi hermana la más grande, hizo cabeza de familia. Era la que torteaba, lavaba y cuidaba a los más chicos. Yo le ayudaba con mi hermano Armando. Desde entonces siempre estuve al pendiente de su vida hasta cuando murió en el Hospital Civil viejo. Mi familia comenzó a desgranarse. Mi hermano Alfredo se fue a Chicago; mi hermano Carlos, a México; y mi hermano Juan, a Sonora. Los demás nos quedamos aquí, sin guía y sin apoyo alguno. Pero a mi edad ese tipo de fatalidad pasa rápido. Yo seguí teniendo más amigas y también amigos. También mi hermana Esperanza me mandaba a la escuela. Y como yo tenía solo dos vestidos, uno me ponía y el otro lo lavaba. Los libros y los cuadernos los pedía prestados porque no había dinero para que me los compraran. Y así, de esa manera, me la pase viviendo hasta cuando con mis amigas más grandes nos íbamos al parque Agua Azul. En aquellos tiempos, para ir a Tlaquepaque había un tranvía jalado por mulas. En algunos domingos en que había para el pasaje, nos íbamos Esperanza y yo. Llegábamos al Parían a oír a los mariachis y a ver a los muchachos.
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Ahí fue donde mi hermana conoció al que sería el padre de su hija. Yo le decía el místico, porque era de esos hombres muy taimaditos, muy habla quedito, muy bien educaditos, muy espirituales, pero con la bragueta bien abierta. A mi hermana la embarazó y cuando lo supo desapareció de su vida. Se ha de haber ido a meter a la sacristía de alguna parroquia. Mi hermana vivió con nosotros hasta que no pudo esconder su embarazo. Luego se fue a vivir a Tijuana. Allá nació Tere, mi sobrina. Ella nació con retraso mental, por lo cual Esperanza, mi hermana, la tuvo que cuidar toda su vida. A la muerte de mi hermana yo me hice cargo de Tere hasta que también murió. Eva, mi otra hermana, cansada de tanto trabajar y cuidarnos a nosotros, primero se fue con Esperanza a Tijuana. Al poco tiempo se pasó al otro lado y se casó con un hombre de origen polaco. Tuvieron dos hijas, mis sobrinas Cindy y Lilián. Y como dije antes, a Bernabé lo conocí en un baile. Yo para ese entonces era lo que se dice una liebre muy correteada. Así es que yo, a las primeras de cambio, le dije que me iba con él. Él me dijo que era casado y que tenía un hijo, pero a mí no me importó eso. Él me gustaba y eso era suficiente. Me decía: «Mira, Sofía, piénsalo, mejor vete a tu casa», y yo aferrada, «Me voy contigo», y nos fuimos. Al no llegar a mi casa, mis hermanos comenzaron a buscarme y me encontraron. Me regresaron y me preguntaron qué había pasado. Yo les conté todo, y Jorge, mi hermano, se indignó tanto que me llevó al Ministerio Público a poner una denuncia por rapto y estupro. Ahí en las oficinas de la procuraduría me mandaron hacer exámenes médicos para saber si había sido violada o no. Y claro que el resultado fue positivo, pero no fue por violación, fue
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por mi gusto. Lo que mi hermano Jorge quería era meter a la cárcel a Bernabé. Él ha sido muy hipócrita, de doble moral, porque se escandalizó por lo que yo hice, cuando él le llevaba serenata a la prostituta que le gustaba, y al final terminó casándose con ella, y ahora es la madre de sus hijos. A mí me consta de qué prostíbulo la sacó... La denuncia no prosperó, y como lo más difícil ya estaba hecho, pues simplemente me fui a vivir con mi Bernabé. Mi vida con él comenzó en un cuarto de vecindad que rentó para vivir. Había una cama, una mesa, varias sillas y un brasero en el que yo cocinaba. Los baños y los lavaderos eran comunes para todos los que vivíamos ahí. A mí me gustaba tomar desde antes de juntarme con Bernabé. Siempre me gustó el tequila, así es que ya juntos me tomaba mi tequilita diario. Mi medida eran tres dedos, así paraditos, en el vaso de tequila. Lo demás lo llenaba con refresco del que hubiera, y si no había, solito me lo tomaba. Me sentía bien alegre, me ponía bien cantadora, como buena marceña. Nací en marzo de 1914 y siempre me gustó cantar. También lo que siempre tomé fueron mis tés, de cola de caballo, de capitana, de árnica y de hierbabuena, pero de este último tomaba poco porque me estreñía. En eso de la tomadera yo salí mejor que Bernabé. Con el tiempo a él le empezó a hacer daño; unas crudas horribles que tenía; se ponía muy agresivo, y si de por sí era celoso, tomando era peor. Cuando me llevaba a alguna cenaduría, yo tenía que estar con los ojos clavados en el plato sin poder mirar a ningún lado, porque luego decía: «¡A quién miras!», y comenzaba a querer pelear con quien fuera de los que estaban ahí. Él trabajaba de masajista en unos baños públicos que estaban por la calle de Juan Manuel, cerca del parque
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Morelos. También tocaba en una banda, de las bandas de aquellos tiempos, que era de su papá. Tocaba los platillos o la tambora, lo que le dejaran, y la mera verdad es que tocaba muy mal; su papá lo aguantaba para que se ayudara con lo que le pagaba. Yo comencé a sentir el rechazo de mis hermanos por lo que había hecho, aunque la mera verdad yo no sé de qué se extrañaban, si ya desde que estaba en la casa donde vivíamos sabían lo volada que era yo. Ellos quisieron ponerse como autoridad en la casa, pero yo sabía cómo eran ellos, como te platiqué de mi hermano Jorge. Así es que yo su autoridad me la pasaba por el arco del triunfo. Llegó a darse la situación de que como tenían que salir para ver a sus movidas, cerraban la puerta de la casa con llave para que no me saliera. Yo ponía una escalera en el corral de la casa y me brincaba al otro lado. La familia que vivía ahí ya conocía cómo era y me dejaban salir por la puerta de su casa a ver a los muchachos. Las que me comprendían un poco más eran mis hermanas, aunque también les pudo el que me hubiera ido a vivir con Bernabé así tan fácilmente. De mi parte, yo no sentía ninguna cuestión moral por lo que hice. Para mí la vida era gozarla y pasarla de la mejor manera. A lo mejor me hice así porque no tuve quien me jalara la rienda, pero la mera verdad no creo que halla sido por eso. Eva, mi hermana, también vivió como yo, y ella sí se casó como una muchacha decente. No quiero decir que yo fuera una mujer sin religión. Sí iba a misa de vez en cuando; tenía mis estampitas de la virgen en mi cuarto. Pero de eso a que sintiera el peso de mi situación pecaminosa, pues no. Si alguien me juzgaba por vivir con un hombre casado, a mí me valía. Yo no pude tener hijos. Bernabé me llevó con una comadrona para que me examinara. Ella dijo que yo tenía
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enfriamiento de matriz y que por eso no podía tener hijos. Puede que tuviera razón, porque cuando iba a la escuela primaria nos sentaban en el piso todo el día y a lo mejor ahí agarré el enfriamiento. Pero aunque no tuve ningún hijo, sí crié a un muchachito americano desde chiquito hasta los ocho años. Eso fue después de que murió Bernabé; cuando me fui un tiempo al otro lado. Cuando a Bernabé se le pasaban las copas, dejaba de ir a trabajar, y como vivíamos al día, pues no teníamos qué comer. Yo me pasé hasta tres días sin comer. Se siente bien feo. Ya en la desesperación, nos salíamos a caminar y llegábamos a la casa de una de sus hermanas. Nos invitaban a pasar y nos quedábamos en la sala, plática y plática. Cuando nos invitaban un taco, Bernabé decía que no, que ya habíamos comido. ¡Puras mentiras, si andábamos con la tripa pegada el espinazo! Él era muy soberbio, por eso no aceptaba. Yo decía que sí. Después él me regañaba. Decía que qué pensarían sus parientes, que no teníamos ni para comer. Yo no tenía la soberbia de él, y cuando el hambre apretaba me iba a buscar a alguno de mis hermanos; casi siempre era a Jorge. Trabajaba en ese entonces de tránsito. Era cuando tenían sus uniformes de color café y estaban dirigiendo el tránsito en unos banquitos de madera que ponían en medio de los cruceros. Yo lo buscaba en la Calzada y Revolución. Me paraba en la esquina a que me viera. Se bajaba del banquito y me decía: «Ya sé para qué me buscas, ¿no tienes para comer verdad? Espérame aquí ahorita, a ver a quien muerdo», y se iba a media cuadra. De rato regresaba y me daba los cinco pesos para comer. Cuando no le faltaba el trabajo a Bernabé, era en el tiempo en que la virgen de Zapopan salía de su basílica a
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visitar los templos y parroquias de Guadalajara. Era tocar todas las tardes. Pero muy seguido él llegaba borracho, y así, en que cae y no cae, daba un tamborazo ahorita y el otro al rato. La gente se divertía más viéndolo tocar que en los juegos que se ponían ahí. A mí me gustaba acompañarlo por la fiesta que se hacía en las calles del templo. Había muchas cosas que comprar y muchas cosas que comer. A mí me gustaban las enchiladas que hacían en los comales grandotes puestos sobre el brasero al que le estaban soplando a cada rato para que el carbón ardiera. La mujer que las hacía se colocaba alrededor de ella los platos en los que tenía todo lo que les ponía; en un canasto, las tortillas; en un plato, las papas doradas y hechas cuadritos; en otro, el queso que les ponía encima. Cuando metía la tortilla al aceite, este nomás chillaba y la tortilla se inflaba como globo; la sacaba con una cuchara plana, y la ponía en el plato para que le pusieran sus papas y su queso y la adornaran con su cebolla y sus hojas de lechuga. Yo me sentaba a comérmelas en la banqueta, porque la tabla que ponía frente al brasero siempre estaba llena. También me gustaban los buñuelos. Estos los traían en unos tompiates. Se ponían a hacer el dulce en una tina en la que ponían agua y piloncillo, canela y unas rodajas de naranja. Y ahí estában menee y menee; hasta que hervía metían el buñuelo y lo servían en un plato con un jarro de atole blanco. La fiesta se acababa cuando quemaban el castillo, y a agarrar el camión para la vecindad. Cuando él andaba borracho a mí me tocaba cargar con la tambora o los platillos. ¿Me preguntas que por qué le aguanté tanto? Todavía no te platico la vida más dura que pasé con él. Pero mira, en una vez que yo fui a misa al templo de la Merced, oí que
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dijo el padre que el amor todo lo espera, todo lo perdona y todo lo sufre. Pues así era mi amor con Bernabé. El alcohol cada vez lo ponía peor. Me exigía que lo esperara despierta en el cuarto de la vecindad hasta la hora en que él llegara. Y ahí estoy yo cabeceando para abrirle en cuanto él tocara. Lo primero que hacía en cuanto abría era ponerme un puñetazo en la cara que me dejaba viendo estrellitas, y no te lo digo en sentido figurado, sí veía estrellitas. Luego le echaba agua al carbón del brasero y me decía que le diera de cenar. Y ahí estoy yo tratando de prender el carbón, que lo único que echaba era humo. Después se quedaba dormido. Al día siguiente yo me la pasaba poniéndome fomentos de árnica en los ojos morados. También tuve mis momentos agradables con él, como cuando la banda tenía que ir a tocar a la plaza de toros vieja, la que tumbaron para hacer la plaza Tapatía. Era una plaza chiquita, bonita. En las calles de afuera había cantinas y birrierías, y por la calle de Cabañas estaban todos los comercios que vendían fierros. Ahí encontrabas desde un comal, una jaula, un brasero y toda la herramienta que ocupaban los albañiles. Adentro de la plaza se sentía todo lo que hacían los toreros; se veía cerquita, cerquita. A mí me gustaba el olor de los puros que fumaban algunos señores, y además te encontrabas con gente de las más ricas de Guadalajara. Yo no sentía la diferencia entre ellas y yo, aunque yo hubiera entrado de gorra cargando los platillos de Bernabé. Ahí vi torear a los mejores toreros de aquel tiempo. Cuando terminaba la corrida les pagaban a los músicos y nosotros nos veníamos al centro de la ciudad a pasear en la plaza que está enfrente del palacio del gobernador. Yo me sentía como una reina caminando del brazo de Bernabé en medio de toda la gente.
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Pero el alcohol seguía trastornando a Bernabé. Su familia, sobre todos sus hermanas, nos invitaban seguido a días de campo. El problema era que cuando comenzaba a tomar se ponía tan agresivo que me ponía unas friegas buenas delante de toda la gente. Llegó el momento en que lo dejé para irme a vivir con mis hermanas, pero a los pocos días llegaba a buscarme; me pedía que regresara; me rogaba que regresara, y llegó a darse la ocasión en que se quedaba en la puerta de la casa hasta tres días esperándome. Ahí dormía y, aunque lloviera, no se movía hasta que yo salía para irnos a vivir a la vecindad. Mi vida se convirtió en un verdadero infierno. En una de las veces en que lo dejé, me fui a vivir a Tijuana con una de mis hermanas que estaba allá. Uno de mis hermanos le escribió una carta a ella y le decía que me pusiera unos fregadazos para que no extrañara los de Bernabé. Tratándose de hombres yo sí tuve el corazón de pollo, porque regresé a mi Guadalajara y con mi Bernabé, aunque yo también comencé a portarme mal con él. Cuando en la vecindad se hacía un baile o una fiesta y él no estaba, yo me ponía a bailar con otros hombres. Nomás le pagaba a algún chiquillo para que me avisara cuando Bernabé viniera, y me encontrara en mi cuarto. De mi tequilita diario, eso nunca lo dejé. Yo creo que Bernabé murió de una congestión alcohólica. Un domingo que sus familiares nos invitaron a un día de campo, yo no quise ir porque, como te digo, se ponía muy agresivo. Ellos me contaron que él luego de que se puso borracho su fue a dormir en la parte de atrás de la camioneta en la que iban, y cuando se regresaron a la ciudad pensaron que venía dormido. Ya cuando llegaron a la vecindad me dijeron que les ayudara a bajarlo. Yo desde que lo agarré note que estaba diferente a otras veces, como que estaba más pesado y más tieso. Así me lo
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dejaron en la cama, y yo noté todavía más que no estaba como antes cuando le quité los zapatos. Corrí a avisarle a sus hermanas y cuando llegaron y lo examinaron, efectivamente estaba muerto. Sofía, en los sepelios de tus hermanos Esperanza y Armando, de tu sobrina Tere y de tu esposo Martín, no vi salir una sola lágrima de tus ojos. ¿Desde cuándo se volvió tu corazón de piedra?, le pregunto. Ella se acomoda sus lentes y da un trago a su vaso de tequila. Yo tengo un corazón grande en donde todavía caben muchos amores, y si no lloré en los sepelios que tú dices fue porque yo sentía que mis hermanos y mi sobrina iban a estar mejor en el cielo que en este mundo. De mi marido Martín, cómo iba a sentir algo por él si ya te dije que nos casaron por conveniencia. Cuéntame cómo fue el sepelio de Bernabé. Sofía apura el último trago de tequila que tiene en el vaso y me dice que es una lástima que no me guste tomar. Mira, las hermanas de Bernabé se llevaron el cuerpo a la casa de una de ellas y ahí lo velaron. En aquellos años todos los cuerpos de los difuntos se velaban en las casas, muy pocos se velaban en las salas de velación, como lo hacen ahora. Les avisaron a la esposa de Bernabé y a su hijo, quienes vivían en México. Llegaron y estuvieron presentes hasta que lo sepultaron. A mí no me dejaron acercarme ni siquiera a la casa. Desde la esquina yo veía
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quién llegaba, y te repito, a mí no me dejaron acercarme. Me regresé al cuarto de la vecindad, en el camino compré una veladora, la puse en la mesa donde comíamos y me serví un vaso de tequila. La veladora duró prendida casi toda la noche; el tequila me lo tomé en un dos por tres. Los vecinos salían al velorio y regresaban murmurando que le habían rezado un rosario a Bernabé. Yo me quedé dormida un rato y cuando desperté oía cómo los vecinos seguían llegando del velorio. A mí nadie me dio un pésame. Yo también saqué un rosario y lo recé sola en el cuarto, con la veladora casi apagada y el vaso de tequila vacío. La doble moral que tuvieron mis hermanos también la tuvo la familia de Bernabé. Ante la gente pudo más la esposa y el hijo ausentes durante toda su vida que la concubina que lo quiso y vivió con él veinte años.
• Después de la muerte de Bernabé, me encontré sola ante la vida. Mis dos hermanas, una vivía en Tijuana y la otra en California. Mis hermanos se habían casado y tenían a sus familias. Solo Armando, el más chico, vivía solo en un cuarto rentado. Entre semana se la pasaba recogiendo fierros viejos y el domingo se iba a venderlos al Baratillo; lo que sacaba se lo gastaba en tomar. En esas condiciones entregué el cuarto de la vecindad donde viví con Bernabé y me fui a Tijuana con mi hermana Esperanza y su hija Tere. Me fui en tren; era lo más económico. Mi patrimonio era lo que llevaba puesto y lo que cupo en una petaquilla que amarré con un mecate. El tren lo tomé en la estación que estaba cerca del parque Agua Azul y dejé atrás a mi querida Guadalajara, pensando en que nunca iba a regresar. En Tijuana, Esperanza me consiguió un trabajo;
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tenía que hacer el aseo de una casa. Pero el día en que me acompañó para dejarme y empezar a trabajar, yo no tuve el valor de quedarme sola, y a poco de que ella se fue, salí yo corriendo atrás y le dije que yo no me quedaba ahí a pesar de lo que ella había acordado con los dueños de la casa. Ante esa situación, tuve que dedicarme a lavar ropa ajena en la casa donde vivía con mi hermana. Así pasaron varios años, hasta que un día recibí una carta de una vecina de mi hermano Armando, donde me decía que él estaba muy enfermo, tirado en la cama de tanto tomar. Con el dinerito que yo tenía guardado le dije a mi hermana que me regresaría a Guadalajara para ver cómo estaba. Ella accedió y me dijo que me trajera a Tere, mi sobrina, para que me acompañara. Sofía, le pregunto, ¿después de que murió el hombre con el que viviste veinte años seguidos, no te quedaron ganas de conocer o vivir con alguien que no fuera tu familia? Ella sonríe ampliamente. Mira, hay tres cosas en la vida que a mí siempre me han gustado: los hombres, el tequila y mi tés. En los años en que viví en Tijuana, claro que conocí no a uno, a muchos, y si no me junté con alguno fue porque no me lo propusieron. Es más, si en este tiempo de mi vida me sale algún valiente que me proponga matrimonio o lo que sea, yo le entro. Si te digo que en este corazón hay lugar para muchos amores. Pero regresando a aquel tiempo en que me vine con mi sobrina Tere de Tijuana, nos venimos en tren, y desde que salimos de allá yo vi a un hombre alto, muy bien peinado, con saco, aunque sin corbata. Hablaba inglés pero no parecía gringo. Me saludó y yo le contesté. Comenzamos
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a platicar en un español que hablaba un poco mocho, pero nos entendimos. Me contó que venía a México, en primer lugar, porque le gustaba mucho, y en segundo, porque quería hacerse ciudadano mexicano. Para conseguir esto le pedían muchos requisitos, aunque algunos podrían arreglarse si él estuviera casado con una ciudadana mexicana. Todo el camino nos venimos platicando. Me contó que él había nacido en Italia pero que llegó a los Estados Unidos después de que terminó la segunda guerra mundial. Cuando llegamos a Guadalajara me pidió la dirección del cuarto donde vivía mi hermano, porque me dijo que cuando regresara de México, a donde iba a arreglar unos asuntos, pasaría a visitarme. Ya para despedirse, le preguntó a mi sobrina Tere que si no le gustaba para tío. Ella, con la inocencia de su estado mental, le dijo que sí. Yo no creí que Michel fuera a regresar, pero a los pocos días se presentó en el cuarto en el que estaba atendiendo a mi hermano. Me sorprendió su presencia, y más cuando me dijo que le gustaría casarse conmigo. Desde luego que se refería al matrimonio civil. Después, por las circunstancias, supe que la proposición tenía un fin práctico, porque estando casado con una mexicana podría ayudarle a cumplir con los requisitos que le pedían para hacerse ciudadano mexicano. Yo también vi en la proposición un sentido práctico; sola y con cuarenta y cinco años de edad, se me presentaba la oportunidad de una vida estable y desahogada económicamente, cosa que nunca había vivido. Claro que también tenía sus asegunes este compromiso. Primero, porque para Michel este sería el quinto matrimonio; previamente se había casado y divorciado cuatro veces. Otro de los asegunes era el tener que vivir permanentemente en Estado Unidos, pero la mera verdad estas situaciones eran secundarias. A mí lo que me motivó para decirle a Michel
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que sí me casaba fue el tener a un hombre a mi lado. Luego de la proposición arreglé mis asuntos. Mandé a Tere con su mamá, a mi hermano lo dejé estable en su salud y luego nos fuimos a México a casarnos. Michel, a sus sesenta años, como dicen de los italianos, a la hora buena funcionó y funcionó muy bien. Luego del matrimonio nos trasladamos a Estados Unidos a vivir. Él se dedicaba a pintar casas; la casa donde vivíamos estaba siempre muy bien pintada de blanco afuera y adentro, y me cuidaba de que yo no manchara con mis manos las paredes. Como que tenía la obsesión de la limpieza. Con frecuencia veníamos a México y en el camino él me pedía que le platicara de cualquier cosa para no dormirse mientras manejaba. Por esos viajes yo conocí muchas ciudades de México y ninguna me pareció tan bonita como Guadalajara. A Michel no le gustaba el tequila; él, puro vino tinto. Cuando yo le pedía dinero para mí, nunca me dio nada, nunca vi un dólar en mi mano. Cuando estuve casada con él, me decía que lo que yo necesitaba estaba en el refrigerador, y sí, el refrigerador siempre estaba lleno de comida. Solamente una vez caí en la tentación del vino tinto; me puse una borrachera que en la cruda ya me moría. Yo, tratando de ablandar a Michel, le platicaba de las limitaciones que viví y las hambres que pase. Él me dijo, «Mira, Sofía, tú no sabes lo que es tener hambre. Después de que terminó la guerra en Italia, en donde viví no había nada que comer, lo poco que había era para lo niños. Nosotros nos tuvimos que comer un gato de los vecinos porque no había más. Yo me vine de Italia para los Estados Unidos por el hambre». Con el tiempo Michel cambió de trabajo; era el conserje de unos departamentos. Ahí sí tuve la oportunidad de
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ganarme algunos dólares por mi cuenta; barría las zonas comunes y los departamentos de los dueños que me lo pedían. Así fue que pude seguir ayudando a mi hermano Armando, quien seguía en Guadalajara con su problema del alcoholismo. Luego, como a Michel le negaron la ciudadanía mexicana, y por lo tanto, yo ya no le servía para el objetivo que él tenía, comenzó a hacerme la vida difícil. En una ocasión estaba pidiendo la ayuda de la policía por teléfono, diciendo que su esposa estaba haciendo cosas de loca. Yo me asusté, me salí de la casa y me fui a vivir con mi hermana Eva. Ella vivía con sus dos hijas, Cindy y Lilián, y su esposo. Michel solicitó el divorcio y lo consiguió; yo quedé libre, nuevamente viviendo en un lugar que no era mi tierra, y comencé a extrañar a mi Guadalajara. Sin embargo, la vida me dio una oportunidad, que es de las más bonitas que he tenido en mi vida: Eva, mi hermana, me dijo que solicitaban a una mujer para cuidar a un niño. En aquellos días esta clase de empleos eran muy comunes allá. Yo creí que sería un trabajo pasajero de poco tiempo, pero al presentarme en la casa de los papás del niño, la primera sorpresa fue que era un niño recién nacido. Los papás no hablaban una palabra de español, y yo comenzaba a hablar un poco de inglés, así que me aceptaron y comencé a trabajar. Pasaba de ocho a diez horas en la casa; le daba de comer, lo cambiaba, lo enseñé a caminar, cuando le contaba cuentos se los contaba en español, y llegó a darse la situación de que se dormía más fácilmente conmigo que con su mamá. Lo cuidé durante ocho años, y llegamos a establecer una relación de afecto que duró muchos años más; pero el trabajo se terminó. Mi hermano seguía con su enfermedad aquí en Guadalajara, y yo me regresé nuevamente para atenderlo. Cuando llegué lo interné en el Sanatorio San Juan de Dios;
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pagué con el ahorro que traía de los Estados Unidos. Cuando a él lo dieron de alta, más tardó en salir que en ponerse borracho nuevamente. Los dos nos quedamos en el cuarto que él rentaba, y yo, como la magnífica, sin cosa alguna. Y así, vieja, sola y desamparada estaba cuando a mi hermano Carlos y a mi cuñada Pachita se les ocurrió casarnos a Martín y a mí.
• Mi vida matrimonial con Martín duró aproximadamente cinco años. Él enfermó de una tos constante. Sus hermanos lo llevaron con el médico; le hicieron algunos estudios y resultó que tenía cáncer en los pulmones; lo internaron en el hospital Alcalde. Yo me la pasé cuidándolo sus últimos días. Estando con él, yo tenía la angustia de no saber adónde me iría a vivir si él moría, porque nunca me dijo nada acerca de la casa donde vivíamos. Murió, y después del sepelio en su lugar de origen, Tesistán, uno de sus hermanos me dijo: «Sofía, aquí tienes las escrituras de la casa para que la pongas a tu nombre». Por primera vez en mi vida tuve la seguridad plena de un lugar donde vivir. Poco tiempo antes de que Martín muriera, mi hermana Esperanza regresó de Tijuana junto con su hija Tere. Estuvieron viviendo un tiempo corto en la casa nuestra. Después se fueron a vivir en una casita que mi hermana había comprado en la colonia Quinta Velarde. Mi hermana había cambiado mucho en su carácter, quizá por lo duro de su vida: el tener que cuidar a mi sobrina Tere en su retraso mental, sumado a la pérdida de una pierna por su diabetes, hizo de ella una persona con la que no se podía convivir. A mi hermano Armando le prestó un cuartito en el corral de su casa para que ahí viviera.
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Un día supe que mi sobrina Tere se había caído y fracturado las dos muñecas. Mi hermana la internó en el Hospital Civil viejo; la cuidaba día y noche en su silla de ruedas. Un día fue a su casa, seguro a descansar un poco, y estando ahí le dio un infarto. Los vecinos llamaron a la Cruz Roja y se la llevaron a la clínica que estaba por el parque Morelos. Ahí murió. Mi hermano Armando me avisó por teléfono cuando la ambulancia se la llevó, pero cuando llegamos a la Cruz Roja ya había fallecido. Yo decidí hacerme cargo de mi sobrina, que estaba internada todavía en el hospital, por lo que luego de sepultar a mi hermana me llevaron con ella. Al llegar al hospital nos dirigimos a la oficina donde dan la información de los enfermos que están internados, y cuando preguntamos por ella nos dijeron que ya la habían dado de alta, que una ambulancia la estaba trasladando a su casa. Me llevaron a la casa de mi hermana, y como obra de Dios, la ambulancia estaba frente a la casa y el chofer tocando en la puerta. Cuando mi sobrina me vio le dio mucho gusto de verme y me dijo: «Tía, que mi mamá no sepa que veniste a visitarme porque se va a enojar». Nadie le había dicho que su mama había muerto. Así que yo, con la discreción del caso, le pedí al chofer que llevara a mi sobrina a mi casa de la calle Coahuila, y le expliqué que veníamos del panteón de sepultar a mi hermana, por lo que mi sobrina no tenía a nadie más que a mí para cuidarla. El chofer accedió y llevó a mi sobrina a mi casa. El decir que estaba dada de alta no significaba que estaba completamente aliviada de sus fracturas; todavía pasó un tiempo para que pudiera levantarse y cuidarse ella misma. Como bendición de Dios, desde que la tuve en mi casa, nunca me faltó un centavo en mi bolsa. Familiares, vecinos y de la oficina de Cáritas del templo de San Miguel de
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Mezquitán, cada mes me daban una ayuda. Con decirte que en una ocasión de dieron dos billetes de quinientos pesos cada uno. Yo ni los conocía. Entonces le hablé a una sobrina para preguntarle si había billetes de quinientos. Me dijo que sí, que sí había. Yo le dije: «Ay, hija, yo pensé que eran de juguete, que me los habían dado para vacilarme». Mi tequilita entonces nunca me faltó, y fue con unos tequilitas que me tomé, cuando me armé de valor y le dije a Tere que su mamá había muerto, que solo estábamos ella y yo para cuidarnos. Ella lo tomó con mucha naturalidad y me dijo: «Tía, mi mamá ya no se enojará porque estoy viviendo contigo». A mi sobrina la tuve en mi casa tres años. Luego se me enfermó y la llevé al Hospital Civil viejo. Estuvo internada un año. Yo la cuidé todo el tiempo; solo venía a mi casa una tarde a la semana para bañarme y descansar un poco; acostarme en la cama y estirar los pies. En el hospital solo tenía una silla, y ahí dormía sentada con la cabeza puesta en la cama donde estaba Tere. Todas las tardes llegaba una mujer que se ponía a rezar el rosario. También pasaba un señor repartiendo naranjas en un diablito, y para el día de Navidad llegó otra persona dejando una cobija en cada cama de cada enfermo que estaba ahí. A mi sobrina la atendía un médico joven, alto, que se llama Hugo. Cuando lo veía venir por el pasillo yo les decía a las otras mujeres que también estaban cuidando enfermos: «Ahí viene mi jugo de limón. Ha de dar unos abrazos bien apretados». Ellas se reían y decían: «Ay, doña Sofía, a su edad y todavía con esas cosas». A mi sobrina me la dieron de alta y me dijeron que estaba enferma de la cabeza y que no duraría mucho, cosa que yo ya presentía, porque si yo moría antes, ¿a ella quién la iba a cuidar?
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Tere murió un día como a las diez de la noche. A mí lo primero que se me ocurrió fue avisarle por teléfono a una sobrina mía que había estado al pendiente de mí desde que Martín enfermó. También le avisé a mi hermano Jorge. Él solo me dijo: «Mañana arreglamos el entierro». Mi sobrina y su esposo estuvieron toda la noche conmigo frente al cuerpo de Tere. Como a las siete de la mañana del día siguiente llegó una ambulancia del Hospital Civil que se llevó a mi sobrina para expedir el certificado de defunción. Mi hermano Jorge se opuso a que le mandáramos decir una misa a Tere, por lo que luego que la trajeron del hospital la sepultamos en el panteón de Mezquitán, en la tumba donde está mi mamá. Nuevamente estaba sola en la vida; solo con mi tequila y mis tés. Armando, mi hermano, también estaba viviendo solo en la casa que fue de mi hermana Esperanza. Yo iba cada semana o cada quince días para traerme su ropa y lavársela. El dinero empezó a escasear y yo pensé en vender lo que quedaba de la casa y irme a vivir con él. En esos pensamiento estaba, cuando un día en que fui a su casa no me abrió la puerta, por más que toqué. Unos vecinos se brincaron por la barda de atrás y lo encontraron en su cama tirado. Avisamos a la Cruz Roja y lo llevaron al Hospital Civil. Yo me fui con él en la ambulancia. Le había dado un infarto cerebral y lo dejaron internado. Yo me quedé con él hasta que murió. A los pocos meses murió mi hermano Jorge, y quedé yo sola, de toda la familia que llegamos de Etzatlán. Vendí la casa de la calle Coahuila y me fui a vivir a la de mi hermana Esperanza. El dinero me duró dos años, y luego a sufrir por la falta de dinero para comer. Mis sobrinas, las hijas de mi hermana Eva, que también había fallecido, vinieron a visitarme con sus hijos. Al ver la situación en
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que vivía se ofrecieron para llevarme a vivir con ellas a los Estados Unidos. Yo no quise porque quiero vivir y morir en mi Guadalajara. En esa situación me la pasé otros dos años y entonces sí el hambre me obligó a aceptar la invitación. Me mandaron para el pasaje, y por primera vez me subí a un avión con rumbo a California. Allá me tramitaron una pensión por vejez que me dio el gobierno de quinientos dólares mensuales, más la atención médica que necesitara. Cindy, mi sobrina, vendió su casa y compró otra más grande para adaptarme un cuarto para mí. En esos años de mi vida podría decirse que nada me faltaba; sin embargo, me faltaba mi Guadalajara, y para que veas de lo que fui capaz de hacer por ella, un día le dije a una hija de mi sobrina Cindy: «Cómprame un boleto de avión para Guadalajara», y le di dinero para que un amigo suyo pasara por mí el día del vuelo y me llevara al aeropuerto de Los Ángeles. Claro, todo a escondidas de Cindy. Pero sucedió que el día en que me regresaría, el muchacho que pasaría por mí no llegó, y tuve que conseguir un taxi para que me llevara al aeropuerto. Cuando llegué, pregunté y di con la oficina de la aerolínea del boleto que traía. En la fila le pregunté a un joven que si era para viajar a Guadalajara y me dijo: «Sí, señora, ahorita nos subimos al avión y hasta llegar a Guanatos». Solo que la pensión tiene un requisito para entregármela. El requisito es que tengo que residir permanentemente en los Estados Unidos. Unos cuantos meses me depositaron el dinero en la cuenta y yo lo sacaba con la tarjeta que traía, hasta que dejaron de depositarme, y a pasar hambre nuevamente. A mis noventa y ocho años cumplidos tuve que pedir perdón a mis sobrinas por lo que hice para que me lleven otra vez con ellas. Y allá estaré nuevamente en los Ángeles, con mi tequila al lado
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y a単orando a mi Guadalajara.
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A su edad, Sofía conserva la jovia lidad d e sus primeros años. De estatura bajita, regordeta, bustona y con la nalga sumida, como ella misma se describe. Tiene la manía de acomodarse los lentes con el dedo índice d e su mano derecha. Cuando ríe luce el diente de oro, señal de mejores tiempos.