Belmez (por Christian Arizza Conte)

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Bélmez Christian Arizza Conte

Bélmez Christian Arizza Conte

© 2010. Todos los derechos reservados por Junta de Andalucía. © 2010. Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin el consentimiento por escrito del autor.

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I

El guardián de la noche, el programa de radio de Daniel, estaba en plena ebullición. El tema principal estaba centrado en las famosas Caras de Bélmez. Junto al presentador, se hallaban dos colaboradores, con opiniones enfrentadas. —Manuel, las caras son auténticas—decía uno de los copartícipes a otro—, llevan casi cuarenta años en esa casa, y nadie ha conseguido desenmascarar el posible fraude. —Pero te recuerdo Tomás, que desde hace años se ha impedido realizar análisis alguno sobre las teleplastias—repuso Daniel con su característica voz juvenil, pues solamente contaba con veintiocho

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años—. Puede que en un principio, el fenómeno fuera auténtico, pero con el tiempo se convirtiera en un negocio que había que cuidar; ya me entiendes. —Pero eso ya son conjeturas—inquirió Tomás. Los desconfiados ojos de Daniel se clavaron en los de sus compañeros de programa. Aunque le apasionaba el mundo parapsicológico, era escéptico hasta la saciedad. —Me dicen que tenemos una nueva llamada, parece que el tema Bélmez está haciendo que los oyentes se animen a participar—dijo Daniel—. Buenas noches. —Buenas noches—contestó una mujer al teléfono. —Bienvenida al guardián, ¿cómo se llama? —Isabel—contestó. — ¿Y de dónde nos llama, Isabel? —De Bélmez de la Moraleda. — ¡Vaya! —exclamó Manuel—. Una vecina de las caras… —A decir verdad—contestó Isabel sin permitirle terminar la frase—, la dueña de las caras. Los periodistas guardaron silencio unos segundos ante la afirmación de la oyente. La cicatrizada ceja derecha de Daniel, resultado de una pedrada que recibió de niño, se arqueó mostrando sus sorpresa.

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— ¿Y cuál es el motivo de su llamada, Isabel? — interpeló Daniel. —Pues verá— comenzó la mujer—, he estado escuchando atentamente cuanto decían acerca de las caras, y de las sospechas que circulan en torno a ellas desde que aparecieron hace más de treinta y ocho años. —Así es— repuso Tomás. —Y están en su derecho de hablar cuanto quieran pero, ¿han visitado ustedes la casa en algún momento? Todos guardaron silencio mirándose a la cara, mientras negaban con la cabeza. —Por su silencio, debo advertir que no la han visitado nunca. —Hemos visitado muchos lugares con fama de estar encantados, pero aún no hemos tenido el placer de visitar Bélmez— respondió Daniel—. Aunque está en nuestros planes. —El motivo de mi llamada, es invitarles a realizar una investigación en la casa— prosiguió Isabel—. Como antes decían, no hemos permitido más investigaciones en ella durante años. Pero conociendo la dinámica de su programa, y la seriedad con la que abordan todo, estaremos encantados de abrirle la casa el tiempo que la necesiten.

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—Seriedad,

y

escepticismo.

Nunca

hemos

hallado

nada

paranormal en los lugares que hemos ido— advirtió Daniel. —Estupendo, siempre hay una primera vez, o eso dicen— respondió alegremente la mujer, propiciando la suspicacia de los locutores. —Esta bien Isabel, cogemos la invitación y la haremos realidad este fin de semana— repuso muy decidido el presentador. —Yo no puedo Daniel, me es imposible—dijo Tomás en voz baja. —Yo tengo la boda, ¿recuerdas? —cuchicheó Manuel. — ¿Le da miedo venir solo, Daniel? —preguntó Isabel al percatarse de las palabras de sus compañeros. El joven miró a sus compañeros, mientras estos hacían gestos negando con la cabeza, y se recostó pensativo en el incómodo sillón de oficina. Los dedos de la mano derecha de Daniel se camuflaron en los rizos negros azabache de su testa. Su rostro alargado se estiró en una gran sonrisa picarona, cuando lo acercó nuevamente al micrófono. —Para nada. Cuente con mi visita mañana a Bélmez. —Estupendo. Aquí le esperaremos. ¿Sabe la dirección? —Sí, descuide. De todas formas, no hay nada que no sepa Internet hoy en día. —Muy bien, pues hasta mañana.

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—Un placer—repuso Daniel. —Y enhorabuena por su programa, es fantástico. —Muchas gracias— volvió a mostrar su inmaculada dentadura. La conexión se cortó, y Daniel despidió a sus colaboradores. —Y ustedes, agradecerles que hayan estado una noche más al otro lado, la semana que viene les comentaré como fue la visita a Bélmez, gracias a la invitación de Isabel. Soy Daniel Molino, y esto ha sido, El guardián de la noche. La sintonía de cierre del programa comenzó a sonar, y los locutores comenzaron a abandonar el estudio. La altura de Daniel resaltaba sobre la baja del resto de periodistas nada más ponerse en pie y acercarse a ellos para despedirse. Su cuidada forma física, delataba las visitas que desde hacía un año rendía al gimnasio de su barrio. No era extraño ver a Daniel haciendo footing por el parque de San Juan del Puerto, localidad muy próxima a Huelva, donde residía desde hacía poco más de tres años. Como no, el tema de discusión, se centraba en ese viaje que Daniel haría a Bélmez de la Moraleda.

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II

El vehículo se desplazaba por las serpenteantes carreteras de la comarca jiennense. A ambos lados de la calzada se observaban las enormes plantaciones de olivos propias de la provincia. Jaén era el mayor productor de aceite de oliva del mundo, y su calidad era indiscutible. Corría el mes de Julio, y las temperaturas rondaban los treinta y cinco grados a la sombra; aunque para él, acostumbrado a los más de cuarenta que por esas mismas fechas marcan los termómetros en su tierra natal, Sevilla, eran unos grados muy llevaderos. —“Éste es el cruce”— Pensó para sí mismo al ojear un cartel que se encontraba en la carretera.

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La calzada se encontraba en pésimas condiciones para una conducción segura. Mostraba muchísimos socavones, y el asfalto estaba muy deteriorado. El periodista rezaba porque no se tratara de una carretera de doble sentido pues, la estrechez de la misma, no le permitía imaginarse lo que podía ocurrir si en alguna de las innumerables curvas cerradas que llevaban hasta su destino, se cruzara con otro vehículo. Los apenas cinco kilómetros que separaban el cruce del pueblo se hicieron interminables. Pero al cabo de unos minutos, el vehículo entraba en la localidad sin el más mínimo sobresalto. —Bélmez de la Moraleda— dijo Daniel al cruzar el límite del famoso pueblo jienense. Daniel era un periodista de investigación de la prestigiosa revista Misterios del Siglo XXI, profesión que conjugaba a la perfección con su otra pasión, su propio programa de radio en Andalucía. Su trabajo consistía en visitar aquellos lugares donde, las leyendas urbanas o la mismísima historia, se afanaban en localizar algún hecho sobrenatural sin respuesta científica. Y el poblado de Bélmez de la Moraleda era uno de esos destinos y, para el periodista, era un reto que tenía planteado desde hacía mucho tiempo. Y más aún, tras la invitación a modo de desafío de Isabel la noche anterior.

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El pueblo está situado a sesenta y nueve kilómetros de la capital jiennense, a una altitud de ochocientos veinticinco metros. Desde tiempos antiguos, los vecinos de Bélmez de la Moraleda han subsistido gracias a la industria textil, y a la recolección de la aceituna. Aunque en los últimos años, el turismo se había convertido en otra fuente de ingresos, debido a la flora y fauna del lugar, unido al fenómeno de las caras. Se trata de un poblado que no llega a los dos mil habitantes. Un pueblo perdido en medio de Sierra Mágina donde, pasear por sus calles, es como volver muchos años atrás. Toda la localidad está constituida por casas muy antiguas, levantadas por las manos de cada inquilino atrás en los años. Las fachadas muestran su escayola muy deteriorada, y apenas algunas presentan azulejos o puertas de metal. Algunas de las viviendas habían cumplido ya un siglo de vida. Pero lo que más llamaba la atención de Daniel no eran las antiguas casas, acostumbrado a visitar el fabuloso casco antiguo de Sevilla, sino que las puertas de acceso a las mismas estaban todas abiertas. Los habitantes de Bélmez eran personas muy mayores; todos se conocían, y no temían que alguien pudiera entrar en sus viviendas para robarles o hacerles algún daño físico.

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Aunque la historia de éste pueblo jiennense se remonta a muchos siglos atrás, nadie sabía situar la localización de éste emplazamiento hasta hace poco más de treinta y ocho años. En agosto de 1971, unos hechos cambiaron la vida de los habitantes de Bélmez de la Moraleda. En una de las casas, situada en la antigua calle Real, vivía un matrimonio trabajador; Pedro y Teresa. Ambos se dedicaban a las labores del campo y la ganadería, y tenían cuatro hijos; Mateo, Ramón, Juan e Isabel. Una noche, cuando todos se encontraban cenando, Teresa creyó ver algo extraño en el suelo de la chimenea. Se trataba de una mancha oscura que días atrás no estaba. Los allí presentes pensaron que se trataba de una tizne resultante de la combustión de maderas en dicha chimenea. Pero al día siguiente, nada más levantarse de la cama, Teresa se acercó de nuevo hasta el fogón para observar la mácula. No sabía muy bien el por qué, pero durante la noche no había podido dormir y algo le decía que no se trataba de una simple quemadura en la chimenea. Cuando observó de nuevo el lugar, gritó aterrorizada. Su marido, alarmado, corrió hacia el salón en busca de su esposa; cuando llegó hasta su posición, encontró a su mujer sentada en un sillón y llorando. Teresa le señaló con el dedo hacia la chimenea, y Pedro se acercó para

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comprobar que era lo que había asustado tanto a su esposa. La mancha había cambiado. Ya no se trataba de una posible quemadura, sino más bien parecía algo siniestro. Por algunas zonas se había esclarecido y, el juego de grises y negros que formaban el chafarrinón, parecía mostrar el rostro de una mujer grabado en el suelo. Pedro levantó de la cama a sus hijos y preguntó uno a uno si ellos tenían algo que ver con ese aparente semblante, por si se trataba de alguna broma pesada. Ante la negación de sus hijos, Pedro decidió rociar la mancha con lejía y agua fuerte esperando que desapareciera de allí, y encendió de nuevo la chimenea para ayudar a los productos químicos. Dejando el fogón encendido, el matrimonio se marchó a sus labores en el campo, intentando olvidar el asunto. Pero cuando llegaron a casa, no pudieron resistir la tentación de observar nuevamente la chimenea. Pedro apartó las cenizas de los troncos, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

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III

Ya no podía hablarse de una mancha…, sino más bien de un rostro perfecto. Se trataba de una mujer, con pelo largo recogido en una coleta, y de avanzada edad. Se distinguían muy claramente las facciones de la misma, así como los ojos, orejas y nariz, desde la cual emergía lo que parecían ser dos regueros de sangre, o unos acentuados bigotes. Teresa volvió a tomar asiento en el sillón, pero por su rostro no se resbaló ni una sola lágrima; parecía estar en shock. - 12 -


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Pedro abandonó la vivienda y se dirigió hacia el ayuntamiento del pueblo, denunciando los hechos ante la guardia civil. A los pocos minutos, una pareja de la benemérita se presentaba en el domicilio para corroborar los hechos, y quedaron asombrados por la enigmática figura. Los agentes se marcharon para poner en conocimiento de su capitán los hechos, y prometieron volver en unas horas. Los vecinos, extrañados por la presencia de la benemérita en casa de Pedro y Teresa, se acercaron hasta el domicilio para interesarse por ambos, asustados porque algo les hubiera pasado. Pedro contó a sus vecinos los hechos, y todos entraron en la vivienda para comprobar las afirmaciones del matrimonio. Para unos, esa cara mostraba al mismísimo demonio y rezaban por que desapareciera cuanto antes; mientras que otros, le hallaban cierto parecido con el Santo Rostro de Jaén. La noticia corrió como la pólvora por el pequeño pueblo y, al cabo de un par de horas, el capitán de la gendarmería se presentaba en la vivienda. Tras escuchar la historia, ordenó a uno de los vecinos que allí se encontraba, que era albañil, que rompiera la losa y la destruyera,

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ayudado por Mateo y Ramón, hijos del matrimonio. Creía que esa era la única solución para acabar con todo el revuelo que se estaba generando. El vecino hizo lo que se le ordenó y, tras romper la losa, volvió a cimentar con materiales nuevos el suelo de la chimenea. Los vecinos volvieron a sus domicilios, aunque nadie en el pueblo podía evitar hablar del tema.

Pasados dos días, Pedro volvía a personarse en la casa cuartel para denunciar que la cara había vuelto a aparecer. Los agentes se desplazaron hasta el domicilio, e interrogaron al matrimonio y a sus hijos, pensando que todo era una maniobra de ellos para llamar la atención. Tras tomar las declaraciones oportunas, los agentes abandonaron la casa para poner en conocimiento de sus superiores los hechos ocurridos. Y, nuevamente, los vecinos se agolparon junto a la casa de Pedro. En pocos días, la noticia había trascendido a los periódicos comarcales y a los pueblos cercanos. Diarios comarcales como Pueblo o Ideal, se hacían eco de la noticia, y discrepaban de la naturaleza del fenómeno. Mientras unos defendían su autenticidad, otros lo tachaban de fraude sin el más mínimo pudor.

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Todos los días, el matrimonio recibía visitas de personas que se desplazaban hasta el recóndito pueblo para interesarse por los hechos. La noticia saltó a la prensa nacional con la rapidez de un rayo, y la familia Sánchez Puerta era ya una de las más conocidas del país. Más aún, cuando trascendió a los españoles que en la casa habían aparecido nuevos rostros en los suelos y paredes de la vivienda. La conmoción fue tal, que incluso el mismísimo Francisco Franco tuvo que tomar cartas en el asunto, creando la Operación Tridente. Una supuesta comisión formada por la Iglesia, la prensa y Jordán Peña, psicólogo, para echar por tierra el fenómeno y silenciarlo. Pero ninguno pudo obtener prueba alguna que demostrara el fraude. Incluido el propio CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Numerosos científicos se habían desplazado hasta Bélmez de la Moraleda, creyendo tener una respuesta a tal enigma. Pero todos se volvían atrás con sus hipótesis desestimadas. Se había demostrado que no se trataba de pintura, ni de humedades, ni quemaduras, ni la utilización de pincel o brocha alguna, así como defectos de los materiales de construcción, tales como el cemento. Parapsicólogos desplazados hasta la localidad, consiguieron grabar psicofonías en el interior de la vivienda, pero no conseguían sacar algo en claro a tal asunto. Ni tan siquiera el prestigioso científico

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D. Germán de Argumosa y Valdés, pudo dar una respuesta lógica a tal fenómeno, que se acrecentó con la aparición de nuevos rostros. En apenas un mes, se contaban ya por decenas. Rápidamente, la vivienda de Pedro y Teresa, comenzó a conocerse internacionalmente como la Casa de las Caras. La guardia civil ordenó que se cavara en el subsuelo de la casa y, a una profundidad cercana a los tres metros, se encontraron numerosos restos óseos pertenecientes sobre todo a niños de corta edad. Pero lo más desconcertante fue que no se halló nunca ni un solo cráneo. Las excavaciones se ampliaron en las casas colindantes y bajo la iglesia, hallando el mismo resultado. Para muchos, las caras, podían deberse a la presencia de un cementerio árabe bajo la casa y pertenecerían a las personas allí enterradas. Y por esa razón Daniel estaba allí. Era el año 2009, y el enigma de las Caras de Bélmez seguía sin explicación. Pedro había fallecido muchos años atrás, y Teresa hacía solamente cinco. La casa, desde entonces, permanecía cerrada y los únicos familiares que se acercaban hasta ella de vez en cuando eran sus hijos. Pero a pesar de la muerte del matrimonio, las caras seguían ahí, incluso habían aumentado en número a lo largo de los años.

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IV

Su reloj marcaba las dos del mediodía y Daniel se encontraba ya caminando a pocos metros de la puerta que daba acceso a la famosa casa, situada en una de las calles más antiguas del municipio. Antes, había entrevistado a algunos vecinos del pueblo sobre la opinión que les confería en fenómeno que residía en el pueblo. Sorpresa; opiniones enfrentadas. Sabía que su camisa, negra con un grabado del logotipo de su programa a la espalda, era lo que hacía que las miradas de algunos vecinos se clavaran en él y le estudiaran. Siempre llevaba la misma prenda, junto a sus 501 desgastados, cuando iba a realizar alguna entrevista o investigación. Sin olvidar el maletín de aluminio que - 17 -


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portaba en su mano derecha, donde cuidadosamente se disponían los materiales de investigación. Videocámara, grabadoras, volumétricos, cámara de fotografía digital, y un incontable número de baterías y pilas. Era su seña de identidad. A medida que se acercaba, los latidos de su corazón se acentuaban. La cuesta que subía desde la Plaza de la Iglesia, hasta la calle de la famosa casa, era llamada Cuesta de las Caras. La calle Real, había cedido su nombre por el de calle de María Gómez Cámara, tras el fallecimiento de la querida vecina. Estaba a punto de llegar al lugar donde se producía un fenómeno, que era único en el mundo. —Número cinco, aquí es. —Dijo Daniel nada más posicionarse en la puerta de la casa.

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V

En la puerta, Daniel pudo leer dos carteles. Si desean visitar la casa llamen a uno de los siguientes teléfonos… Decía el primero de ellos. Prohibido utilizar cámaras de fotografías o video en el interior, salvo autorización expresa de la familia. El segundo cartel hizo escapar una leve sonrisa al periodista. La fachada se mostraba desnuda de cartel o anuncio alguno, como el resto de viviendas del poblado. A no ser por lo que acontecía en su interior desde hacía décadas, podía hacerse pasar por una vivienda normal. Daniel llamó a la puerta y, a los pocos segundos, una mujer de estatura baja, rechoncha con pelo canoso, rizado y corto, de una edad cercana a los setenta años, abrió la puerta. - 19 -


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—Buenos días, soy Daniel de la revista Misterios del Siglo XXI y El guardián de la noche— Se presentó el periodista. —Hola, yo soy Isabel, le estábamos esperando. Pase—le contestó sonriente la mujer mientras le estrechaba la mano y le invitaba a pasar—. Es un placer conocerle, le escuchamos todos los jueves. —Muchas gracias— repuso con una sonrisa—, el placer es mío de poder estar aquí hoy. —No hay de qué. Nada más poner un pié en la vivienda, los latidos del corazón del periodista se dispararon. No sabía muy bien explicar que sintió al entrar en la Casa de las Caras. Miró a la pared de su derecha y observó un cuadro que colgaba de ella, en la que se podía leer la portada de un periódico de 1971, que hablaba del suceso de Bélmez, además de la visita de numerosos personajes influyentes de la época. —Hola, soy Antonio, el marido de Isabel— se presentó un hombre que salía del pequeño salón, situado a la izquierda. Era de la misma edad que la mujer, aunque más relleno y peor cuidado. Estrechó la mano del periodista y miró a su mujer. Sus trabajados dedos, delataban su labor diaria en el campo. — ¿Qué tal el viaje? —Le preguntó.

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—Bien, la verdad es que pensé que me costaría más llegar hasta aquí—. Respondió Daniel sonriente. —Estupendo, Isabel ha preparado algo de comer, entremos en el salón. Los tres se adentraron en él y, rápidamente, la mirada de Daniel se dirigió hacia la hornacina del salón. En él, tras un cristal protector, se encontraba la cara más famosa de toda la casa; La Pava. Era la primera cara que había aparecido en la casa en agosto de 1971, y había vuelto a aparecer tras ser destruida por el albañil. En su cara presentaba lo que parecían ser unos exagerados bigotes o, como muchos creían, dos regueros de sangre; esa apreciación le daba un toque más siniestro aún si cabe. Fue fácil para el periodista apreciar en el suelo de la vivienda, todo cementado, numerosas teleplastias. Había para todos los gustos; niñas, hombres, mujeres desnudas, animales… incluso una de ellas parecía representar al mismísimo Francisco Franco, el infame dictador español, de perfil. De orígenes paranormales o realizados a mano, como reclamo turístico, lo cierto es que entrar en esa vivienda ponía los piel de gallina al más escéptico.

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Los dos hombres tomaron asiento en la mesa mientras Isabel preparaba los platos de cada uno. Al cabo de unos minutos, en los que el silencio reinante permitió al periodista observar con mejor detalle los rostros grabados en el cemento, la mujer hizo acto de presencia en el pequeño salón colocando cada plato en su lugar. —Espero que le guste la carne con setas— Dijo sonriente Isabel mientras le ofrecía su plato. —Sí, desde luego— repuso dejando escapar otra sonrisa—. Son fantásticas. — ¿Las setas? — Preguntó Antonio. —Sí, también— contestó riendo—. Pero me refería a las caras. — ¡Ah, vale! Discúlpeme. —No se preocupe, y no me hable de usted. —Muy bien. Lo cierto es que la primera vez que yo las vi pensé que era una broma de Teresa. ¿Unas caras que aparecen en una casa? Yo no creía en esas cosas; pero al poco tiempo aparecieron más y más, y cada vez con mayor fuerza y cambiaban de lugar… Era algo muy extraño que me hizo cambiar la opinión sobre éstas cosas— Explicó Antonio.

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—Es normal que pensara eso, yo la verdad es que también soy muy escéptico y voy a necesitar algo más que verlas para hacerme cambiar de opinión— Repuso Daniel. — ¿Usted cree que es un montaje, Daniel? — Le preguntó Isabel—. Muchos nos han acusado de querer lucrarnos con esto, pero lo cierto es que nunca hemos cobrado un céntimo por visitar la casa, ni por hablar de ello. Daniel no compartía la opinión de Isabel. Él ya se había informado sobre la historia de la casa, desde que comenzaran a aparecer las primeras caras, y pudo leer un periódico de la época en la que aparecía una fotografía de Teresa, vendiendo fotografías de La Pava a diez pesetas de la época, y cinco pesetas los domingos y festivos por visitar la casa. Pero más reciente aún eran los comentarios de los periodistas, que decidían investigar in situ el misterio de Bélmez, que debían pagar una jugosa cantidad de dinero por obtener fotografías del interior, videos o realizar cualquier estudio. Hecho que quedaba corroborado con el cartel que colgaba en la entrada. Además, indagando un poco más, Daniel había corroborado que la titularidad de la denominación Las Caras de Bélmez, había sido otorgada a Doña Isabel Sánchez Puerta, según constaba en la web de la

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Oficina Española de Patentes y Marcas. Curiosamente, era la única marca registrada en dicha oficina con la palabra Bélmez. Eso quería decir que cada vez que alguien utilizara la denominación Las Caras de Bélmez, debía pagar una jugosa comisión a la familia. Por todo ello, Daniel no compartía la opinión de Isabel. Pero no estaba allí para discutir con ella sus pensamientos, o entablar disputa alguna. Cada uno era libre de hacer con su vida un negocio o no; y él mismo era consciente de que si en su casa se hubiera producido tal hecho, con una repercusión tan grande, también hubiera intentado sacar beneficios, y más aún en los tiempos de crisis económica que el país vivía. —Yo no estaba aquí cuando aparecieron, es la primera vez que vengo aquí y, de momento, solo he visto unas caras en paredes y suelo; he recorrido muchos lugares con historias semejantes y de todas he salido aún más escéptico. Digamos que busco la horma de mi zapato, algo que me haga cambiar de opinión y espero que sea éste lugar— Contestó con una sonrisa en los labios, esquivando tocar el tema del lucro.

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VI

— ¿Va a tomar psicofonías o algo parecido? — Preguntó Antonio intrigado. —Conectaré las grabadoras sí, y estaré despierto toda la noche por si ocurriera algo. —Mi suegra vivió aquí durante todos estos años y nunca vio nada extraño— Le indicó Antonio. — ¿Y no se sentía incómoda? —Para nada, bromeaba con que tras la muerte de mi padre le hacían compañía— Lanzó una gran sonrisa Isabel—. Incluso muchas veces les preguntaba “que querían de ella” o “que querían comunicarle”; aunque naturalmente, no obtenía respuesta alguna. - 25 -


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— ¿Y no saben de quién puede tratarse? Es decir, ¿no reconocen a nadie en esos rostros? —La verdad es que no, exceptuando a la que se parece al Caudillo— Volvió a lanzar una gran carcajada Antonio al referirse a Franco, que su mujer le devolvió. —Dicen que en una casa, calle arriba, aparecieron también rostros no hace más de cuatro años. ¿Es cierto eso? — Preguntó Daniel al matrimonio. —Le explicaré la historia— Dijo Antonio—. Cuando mi suegra murió, el ayuntamiento quiso comprarnos la casa para hacerla un museo que atrajera turistas. Nosotros nos negamos en rotundo, y entonces adquirió la casa que usted comenta, el número siete de la calle Cervantes, que pertenecía a Vicenta, una prima de mi mujer. Y fíjate, que casualidad, que a los pocos días comenzaron a aparecer rostros allí. — ¿Qué quiere decir con eso? —Preguntó Daniel. —Que todo el mundo sabe que las caras de esa casa son falsas, las hicieron mi prima y el ayuntamiento, para hacer de esa casa lo que quería hacer con la de mi suegra. Ahora hay un grupo de aficionados, que se hacen llamar investigadores, que están falseando cosas para lanzarla de nuevo. Pero ya se demostró que eran

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totalmente un fraude. Las auténticas están comiendo con nosotros— Explicó sonriente señalando a las paredes. — ¿Entonces son familia? —preguntó sorprendido Daniel. —Sí, hijo, sí— contestó meneando la cabeza Isabel—. Aunque no tenemos trato alguno con ellas. — ¿Puedo saber el motivo? —Han realizado unos panfletos, en los que dicen que una de las caras que ha aparecido en su casa, es la de mi difunta madre. ¡Y eso es falso! Si quieren hacer un montaje para ganar dinero, que lo hagan, pero que no usen el nombre de mi madre bajo ningún concepto— repuso mostrando mucho malestar—. El ayuntamiento y ellas son unas farsantes, que quieren engañar a los turistas. Las verdaderas Caras de Bélmez, son las que usted está viendo ahora mismo. —Lo cierto es que es llamativo, aunque creo que el ayuntamiento pecó de inocencia, ¿quién iba a creerse eso? —No pensaron en que la gente no colaría, sólo pensaban en la cantidad de turistas que visitarían el pueblo, y los ingresos que generarían; ellos si buscaban el lucro— Volvió a tocar el tema Antonio, ante la mirada incrédula de Daniel.

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Los tres prosiguieron con el exquisito almuerzo, embebidos en la conversación. Nada más terminar de comer, Isabel recogió la mesa mientras Daniel comenzaba a sacar las grabadoras de su maletín. Antonio observaba la labor del periodista mientras éste colocaba los materiales de investigación por toda la vivienda. Pasados unos minutos, tras finalizar Daniel de su trabajo, Antonio invitó al periodista a tomar un café en la plaza del pueblo. —No

muchísimas

gracias,

prefiero

quedarme

aquí.

Las

grabadoras están conectadas y no quiero perderme cualquier ruido y pensar luego que pudiera ser una voz de ultratumba— Le repuso sonriente, mientras declinaba su invitación. —Por supuesto, lleva razón. Nosotros nos marcharemos a casa, es en ésta misma calle en el número treinta y seis. Si necesita algo, no dude en avisarnos sea la hora que sea— Dijo Antonio. — ¿Le preparo algo de cena para ésta noche? — Le preguntó Isabel muy amablemente. —No se moleste, no suelo cenar cuando estoy en investigaciones así— Contestó. —Como quiera. Hasta luego y buena suerte— Se despidió el matrimonio.

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Cerraron la puerta tras ellos, y Daniel quedó a solas por primera vez en la vivienda. Eran las cinco de la tarde, y decidió descansar un rato debido a la larga noche que le aguardaba. Pero antes, sacó su cámara fotográfica Canon EOS-350D y comenzó a sacar instantáneas de las caras que mostraban unos rasgos más definidos, las que se apreciaban en mejor medida. Con la ayuda de su uña, intentaba rasgar en las facciones de los rostros intentando saber si se trataba de algún tipo de pintura, pero estaban grabadas en el mismo hormigón. No se trataba de ningún trazo o arañazo realizado en los suelos o paredes. Algunas se amontaban sobre otras; había cientos. Daniel observaba muy atentamente sobre todo los rostros que pertenecían a niños, ya que le recordaban lo que había leído acerca de los restos óseos de pequeños sin cabeza. Le llamaba también mucho la atención las relacionadas con animales; en la casa habitaban un burro, un gato y un perro. “¿Por qué aparecían esos animales en la casa?” Pensaba para sí mismo mientras caminaba por la estancia. Había muchas cosas que no le encajaban en su mente. La casa estaba totalmente en silencio, y eso hacía que el lugar fuera aún más tenebroso. Aunque fuera escéptico, no podía negar que

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esos rostros le incomodaban, y un escalofrío recorría su cuerpo cada vez que intentaba observar detenidamente alguno de ellos. “Supongo que todo es acostumbrarse”. Volvió a hablar su mente, al imaginar a la dueña viviendo ahí sola durante tantos años.

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VII

Las horas pasaban y todo permanecía en orden. Ni el más mínimo ruido alertaba los sentidos del periodista, que se encontraba sentado en el sillón del salón leyendo un libro. Enigma Magdalena era su título y mostraba una bella e impactante portada. De pronto, algo se escuchó en el pasillo tras él. Daniel se incorporó rápidamente. El sonido se asemejaba al caminar de alguien. Muy lentamente, el periodista comenzó a acercarse al lugar. Cada paso que daba, hacía que su corazón palpitara con más fuerza y la sangre fluyera a toda velocidad por sus venas. Quedaban apenas un par de pasos para llegar hasta él, y nuevamente el sonido se volvió a escuchar. Miró hacia atrás, como si - 31 -


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quisiera controlar cada rostro que había grabado en los cimientos de la vivienda. Ahora todos le parecían amenazantes, no solo La Pava. Una vez en el pasillo, decidió dirigirse hacia su izquierda, donde se encontraban los dormitorios. — ¡Daniel! — Gritó alguien en la puerta de entrada que se encontraba cerrada tras él. El periodista lanzó un grito de pánico al escuchar su nombre, y su circulación hasta su corazón se resintió, ofreciéndole un pinchazo en el pecho. —Ya voy— acertó a decir presa de los nervios. Daniel abrió la puerta y comprobó que se trataba de Isabel. Su rostro estaba pálido e intentó calmarse respirando hondo y colocando su mano derecha en el corazón. — ¿Qué le ocurre?; está sudando— Le preguntó extrañada. —Nada, estaba dormido y me asustó— Disimuló mientras se restregaba el sudor de la frente. —Discúlpeme entonces, no estaba tranquila por si le daba hambre en mitad de la noche y en la casa no hay nada. Le he traído un poco de tortilla de patatas, por si le pica el gusanillo. —Muchas gracias, pero no debía haberse molestado— Dijo recogiendo el tupperware donde había metido la comida Isabel.

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—No es molestia; bueno, no le interrumpo más, que tenga buena noche. —Gracias e igualmente— Se despidió mostrando una falsa sonrisa. Nada más cerrar la puerta, Daniel dejó escapar un gran suspiro intentando tranquilizarse aunque, debido al enorme sobresalto, le costó más de lo que en un primer momento pensó. Volvió al salón y, tras respirar hondo otro par de veces, volvió a ensimismarse en la lectura.

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VIII

Las páginas del libro pasaban y nada extraño ocurría en la casa. No podía

conectar

la

televisión

ni

la

radio,

pues

las

ondas

electromagnéticas y los sonidos de los aparatos podían interferir en las grabadoras. El silencio era algo esencial en esa investigación pero, al mismo tiempo, lo convertía en una escena aún más tenebrosa. El periodista, cogió entonces su IPOD, y se colocó los auriculares en los oídos. Accionó la primera pista, y escuchó atentamente. “Matar a él… Matar a él… Matar a él”. Se trataba de una de las muchas psicofonías recogidas

en

la

vivienda en

los - 34 -

últimos

años

por

diversos


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investigadores. “Aquí empieza el infierno…” Escuchó otra. “Quico, mi pobre Quico”, decía otra. Daniel, intentaba conjugarlas, intentando encontrar algún sentido a esas voces, pero no lo conseguía. “Si no hubieran sido recogidas por Pedro Amorós, Germán de Argumosa y Sinesio Darnell, no les prestaría la menor atención”, pensó Daniel para sus adentros. Para él, ellos eran los únicos investigadores que realmente habían realizado un trabajo serio y científico en el fenómeno Bélmez. Poco a poco, Daniel repasó todas las grabaciones psicofónicas de las que tenía constancia. Cuando hubo terminado, desconectó el reproductor y se quitó los auriculares, volviendo a apreciar el silencio de la noche. —Corre, corre. Daniel escuchó la voz risueña de un niño justo en el pasillo. El periodista se puso rápidamente en pié y miró fijamente al lugar. Unos pasos a la carrera, parecieron perderse al fondo del mismo.

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IX

Daniel se quedó inmóvil en el salón sin dejar de mirar al pasillo. Afinó su oído, e intentó escudriñar el silencio en busca de nuevas voces o ruidos. Pero pasado un cierto tiempo, nada ocurrió. El periodista comenzó a acercarse hacia el pasillo lentamente, y comprobó que no había nadie. Encendió la luz y todo se iluminó mostrando la soledad de la estancia. Se acercó hasta la grabadora que había colocado en un rincón del pasillo, y se decidió a escuchar lo que ésta había captado en los últimos minutos. Se aproximó de nuevo al salón, y cogió los auriculares de su mochila. Daniel se encontraba incómodo, y no se atrevía a dar la - 36 -


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espalda al pasillo. Algo le decía que no estaba sólo en la vivienda, y no se refería a los rostros grabados en los muros. Tras rebobinar un poco la cinta, apretó el botón de play para comprobar si la grabadora había registrado algo que pudiera explicar lo que había sucedido unos minutos antes. No tardó mucho en salir de dudas. —Corre, corre— Decía un niño. —Ésta vez no te escapas— Respondía una niña. La grabación corroboraba lo que Daniel había escuchado con anterioridad, aunque la voz de la niña no la había apreciado anteriormente. Se escuchaba claramente, sin interferencia alguna, como si esos niños hubieran pasado justo por encima de la grabadora. Pero eso era imposible… La casa estaba vacía. El periodista, muy nervioso, comenzó a acercarse de nuevo hacia el pasillo. Faltaba apenas un metro para llegar hasta él, cuando una sombra pequeña pareció recorrerlo de un extremo a otro. Daniel quedó petrificado, sin poder mover un solo músculo. Retrocedió un poco, y giró el sillón, colocándolo frente por frente del pasillo y tomó asiento en él.

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Las piernas le temblaban, y era incapaz de acercarse a comprobar que sucedía en la casa. Por primera vez en su carrera, después de visitar muchísimos lugares en busca de lo inexplicable, Daniel sentía la sensación del miedo. Los acontecimientos que estaban aconteciendo en esa casa no entraban en sus planes, y comprobó que no estaba capacitado para sobrellevar una situación así.

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X

Pasó una hora y no volvió a ocurrir nada en la vivienda. La luz del pasillo seguía encendida, y Daniel sentado en el sillón sin apartar la vista de él. La lectura había quedado completamente en el olvido. No existía ese libro, ni el IPOD, ni nada a su alrededor… Solo ese pasillo. Con el paso de los minutos, el periodista había conseguido relajarse un poco, y el sudor frío que resbalaba por su frente había cesado. El joven cogió la botella de agua que había encima de la mesa y comprobó que estaba vacía. —Genial— Dijo para sí mismo.

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Aunque se encontraba mucho más tranquilo, la idea de tener que cruzar el pequeño corredor para llenar la botella no le agradaba en exceso. Pero aún quedaban muchas horas de investigación, y el calor en la casa era asfixiante. Daniel se levantó y, armándose de valor, se acercó hasta el pasillo. Miró detenidamente en todas las direcciones, y comprobó que seguía todo como estaba unas horas antes. Lentamente, conectó de nuevo la grabadora y la volvió a colocar en el lugar que antes ocupaba. En la otra mano, portaba la botella de agua vacía con la intención de llenarla en la cocina. Una vez dentro, encendió la luz y se acercó al grifo. No podía dejar de mirar hacia el pasillo, temeroso de que en algún momento esa sombra pudiera volver a aparecer. Cuando se dispuso a beber, algo le hizo cambiar de idea. Algo se escuchaba en la vivienda… Parecían las risas de una niña. Los latidos del corazón del periodista parecían resonar en las paredes de la vivienda. Lentamente, Daniel se encaminó hacia el lugar de donde procedían las leves risas. Provenían del salón.

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Los pasos cada vez se hacían más pequeños, como no queriendo llegar a su destino. A medida que avanzaba por el pasillo, las risas disminuían en intensidad. Poco a poco, el salón comenzaba a dejarse ver y, una vez posicionado en la entrada del mismo, comprobó de donde surgían. Se trataba de una niña cuya edad debía rondar los seis años, con una larga melena morena, y extremadamente delgada; vestía una especie de vestido negro muy antiguo, sucio y rasgado. Se encontraba de rodillas en el suelo, y reía mirando a todos lados. Daniel no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Sus ojos se abrieron de par en par y no podía apartar la mirada de la pequeña. Daniel quedo paralizado, completamente inmóvil en el dintel que daba acceso al pequeño salón, apenas a dos metros de la posición de la niña. Sus ojos se abrieron de tal forma que amenazaban con escapar de las cuencas oculares, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo hasta estremecerlo. Quería correr de allí, salir a la calle y abandonar el lugar, pero sus piernas no le respondían. Sólo podía mirar fijamente a la niña, horrorizado por la visión que estaba experimentando. — ¿Tú también quieres jugar con nosotros? — Le preguntó la niña a Daniel mirándole a los ojos.

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— ¿Yo… jugar… a… con quien? — Intentaba preguntar entre balbuceos el periodista. — ¡Al pilla pillaaa! — Gritó la niña poniéndose en pié y corriendo hacia Daniel. En ese momento el periodista, presa del pánico por lo que estaba viendo y la actitud de la niña lanzándose hacia él, dejó escapar un grito de angustia. Cerró los ojos temiendo lo peor y, cuando notó el contacto con la pequeña, los volvió a abrir. Pero no reconoció el lugar donde se encontraba.

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XI

Había mucho silencio y el lugar era muy oscuro. Su vestimenta había cambiado. En lugar de su estrecho pantalón vaquero y camisa de manga corta, el periodista se encontraba ataviado con un pantalón sucio y estropeado, y con una camisa blanca a la que le faltaban multitud de botones. Una cuerda alrededor de la cintura hacía las veces de cinturón. No tenía zapatos, pero sí unos gruesos calcetines. Su cabello, algo más largo y descuidado, aparecía alborotado. Sus manos

estaban

sucias

y

descuidadas,

mostrando

unas

uñas

ennegrecidas. Con la yema de sus dedos, pudo comprobar cómo en su rostro comenzaba a brotar una rasposa barba.

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Se acercó a su derecha, y tocó las frías piedras que envolvían el lugar. Era una galería. — ¡No me coges! — Gritó la niña echando a correr por el largo pasillo donde se encontraban. — ¡Espera! — Le gritó Daniel totalmente desorientado mientras corría tras ella. Al cabo de unos segundos, el pasillo se esclarecía y comprobó que al fondo se hallaban algunas personas. — ¡Hola! — Intentó llamar la atención de los allí presentes desde la lejanía. Uno de los hombres levantó su mano indicándole que se acercara. Daniel comenzó a caminar hacia ellos, dejando a su izquierda a un grupo de niños, entre ellos la enigmática niña, jugando con unas piedras. A medida que se acercaba, pudo distinguir a dos hombres ataviados con el uniforme de la guardia civil. Aunque era un traje muy antiguo; no entendía lo que estaba pasando. —Hola, ¿dónde estoy? — Preguntó intrigado Daniel a los allí presentes. — ¿Cómo dice joven? — Le devolvió la pregunta uno de los guardia civiles.

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Era más alto que el otro, y de complexión fuerte. Su cuero cabelludo mostraba unas grandes entradas, y su porte indicaba que debía ostentar un cargo importante dentro de la benemérita. Presentaba una descuidada barba oscura, y su uniforme estaba muy deteriorado. A decir verdad, todos mostraban un acentuado descuido personal. — ¿Qué año es? — Volvió a preguntar Daniel ante el asombro de los dos guardias civiles. — ¿Cómo se llama joven? — Le devolvió nuevamente la pregunta. —Me llamo Daniel Molino. Respóndame. —Muy bien Daniel; ¿y no sabe qué año es? — Le preguntó extrañado. —No. El otro guardia civil observaba la escena extrañado por la actitud del desconocido. — ¿Me toma el pelo? — Inquirió de nuevo el mando. —Conteste a mi pregunta por favor— Le repuso aún más nervioso. —Es Septiembre de 1936— Contestó extrañado. — ¿1936? — Preguntó aún más desconcertado el periodista—. ¿Dónde estoy?

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—Joven, ¿ha sufrido algún golpe y se encuentra desorientado? — Le inquirió el desconocido, mientras su compañero reía. —Estoy en perfectas condiciones, muchas gracias. —Permítame que lo dude, por sus preguntas no parece que lo esté. Acompáñeme y el doctor Liébana le observará— le indicó mientras colocaba su mano derecha sobre el hombro de Daniel. — ¡Ya le he dicho que estoy en perfectas condiciones! — Le repuso enfadado mientras apartaba la mano del civil con un fuerte golpe. —Guarde un respeto al Capitán Cortés— Dijo amenazante el otro guardia civil. —Tranquilo Carbonell— rogó a su compañero haciendo un gesto con su mano derecha—. Daniel se encuentra en Lugar Nuevo, en el Santuario de la Virgen de la Cabeza. Y ahora acompáñeme— Indicó a Daniel cogiéndolo del hombro y dirigiéndose hacia la posición del doctor. — ¿Andújar? — Preguntó incrédulo Daniel deteniéndose en seco. —Así es. Y estamos sumergidos en una guerra civil, como ya sabrá— Le explicó el capitán. —No puede ser, es imposible; esto es de locos.

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— ¿De dónde viene usted?, no le he visto durante el tiempo que llevamos aquí— Volvió a preguntarle aún más intrigado el capitán al comprobar la desorientación del desconocido. —Es igual, no me creería— Contestó intranquilo. De pronto, un silbato comenzó a resonar por el lugar. — ¡Rápido, a cubierto! — Gritó el guardia civil mientras algunas personas ya corrían por el lugar. — ¿Qué ocurre? — Preguntó el periodista mientras corría al lado de Carbonell. — ¡Nos bombardean!— Le explicó sin cejar en su huída. A los pocos segundos, todos se agolpaban en los lugares que creían más seguros. Y poco después, todo comenzó a retumbar. Las bombas, lanzadas desde aviones del lado republicano, bombarderos Breguet XIX y Tupolev SB-2 Katiuska, caían sobre el asentamiento en el que se encontraban. Los niños gritaban asustados, mientras los mayores intentaban calmarlos y protegerlos para evitar que sufrieran daño alguno. Daniel distinguía entre la gente a seis hombres vestidos con el uniforme de la guardia civil. El resto eran familiares y vecinos del pueblo. Los bombardeos no cesaban, y las bombas caían cada vez con mayor virulencia. Una mezcla de incredulidad y horror invadían a

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Daniel. Por alguna razón, a la que no encontraba ninguna lógica, se encontraba en medio de la guerra civil española. De pronto, algo llamó la atención de Daniel; se trataba de una mujer de unos treinta años, que corría por el lugar intentando encontrar algún refugio. Daniel la observó temiendo que en cualquier momento pudiera sufrir la caída de alguna roca o alguna bomba la hiciera saltar por los aires. Llenándose de valor y coraje, Daniel salió de su escondrijo y corrió hacia la mujer. En su carrera, debió esquivar la caída de algunas piedras y otras que se amontonaban en el suelo. El capitán, impresionado por la valentía del muchacho, observó la escena con detenimiento. Daniel levantó del suelo a la joven, que se había arrodillado protegiéndose la cabeza para intentar salvar la situación en un milagro que nadie creía que ocurriera, y comenzó a correr de nuevo hacia la posición que antes ocupaba. Una enorme roca cayó justo al lado de los dos muchachos, desequilibrándolos por un momento. Pero sin más inconveniente, Daniel consiguió llegar hasta el lugar que antes ocupaba, poniendo a salvo a la mujer. El capitán miró a Daniel y dejó escapar un gesto de aprobación. La valentía del desconocido muchacho le había impresionado. Pocos allí

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se hubieran atrevido a hacer un acto igual en medio de unos bombardeos. Pasados unos minutos de pánico y destrucción, todo pareció volver a una ligera calma. El sonido de los aviones cesó, y con ello comenzaron a salir de sus escondrijos algunos de los refugiados.

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XII

— ¡¿Están bien?! — Preguntó el Capitán Cortés. Lentamente, los asediados trataban de incorporarse e informaban de su situación. Se escuchaban aún los llantos desconsolados de los niños, y algunos sollozos de las mujeres. También gemidos de dolor, de personas lesionadas por las caídas de piedra y metralla. Además de la destrucción resultante, había cientos de pequeñas octavillas de papel por todas partes, que fueron lanzadas por los bombarderos. El capitán se agachó y recogió una de ellas. Haciendo Daniel lo propio para interesarse por su contenido. —“Al ex capitán Cortés” —decía el encabezado—. “Mentir amparo, a más de mil doscientos mujeres y niños y llevarles a la ruina, - 50 -


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manteniendo por el terror un estado de rebelión que no encuentra eco en los que engañados sufren y mas sufrirán aún las consecuencias de ello. Será muy hábil, pero no tiene nada de esa caballerosidad de la que alardea. Es una doble traición, primero a las autoridades legítimas, incumpliendo sus deberes, y después a esas personas indefensas que debiera proteger. Además es inútil, aunque en su feroz egoísmo le duela,

su

responsabilidad

extrema

está

clara

y

se

exigirá

inexorablemente. Si aún le queda un resto de conciencia, no haga víctimas inocentes. Virgen de la Cabeza 16 de Septiembre de 1936. Firmado el delegado gubernativo Lino de Tejada y su secretario habilitado Diego Flores”. La lectura de esa cuartilla hizo que el periodista comprendiera definitivamente que se encontraba en una situación muy delicada, y en el lugar donde el Capitán Cortés le había indicado. Miró al oficial, y comprobó cómo éste apretaba entre sus manos una de las cuartillas. Lanzándola al suelo con furia, comenzó a caminar entre la muchedumbre y a dialogar con otro de los guardias allí presentes. Daniel caminó por el lugar desorientado y, a los pocos metros, tropezó con algo. El periodista miró al suelo, y lanzó un grito de horror y desesperación. En su camino se topó con el cuerpo mutilado por la cintura de un hombre, que yacía en suelo víctima del bombardeo.

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Rápidamente, se alejó del lugar y observó la dramática escena. Las personas heridas eran incontables, y los fallecidos se calculaban por docenas. Algunos eran prácticamente irreconocibles debido a la gravedad de las lesiones craneales que presentaban. El doctor Liébana no daba abasto para ayudar a tantos heridos. En momentos parecía que en cualquier momento “se partiría en dos”, por la rapidez y las ganas que le ponía en intentar socorrer a todos los heridos. Daniel no sabía qué hacer; no se encontraba en situación de ayudar a nadie, pues él mismo necesitaba ayuda. — ¡Han herido a Alfonso! — Gritó uno de los allí presentes llamando la atención del capitán. Rápidamente, éste se acercó hasta la posición que le señalaban y comenzó a explorar las heridas del hombre. Se encontraba casi enterrado bajo una montaña de escombro, y luchaba por salir de él a duras penas. —Tranquilo, no hagas esfuerzos; nosotros te sacaremos— Le ordenó Cortés. Encontrándose cerca de la posición del hombre, Daniel decidió ayudar a los guardias civiles en el socorro a los heridos. El capitán, ayudado por Daniel y otros dos guardias, comenzó a quitar las piedras que inmovilizaban a Alfonso.

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A medida que las rocas se iban apartando, el capitán era consciente de la gravedad de las heridas del asediado. Su pierna derecha estaba totalmente aplastada, y los huesos de la misma se mostraban ante la angustiosa mirada de los allí presentes. —Me duele el pecho— balbuceaba el hombre, de unos cuarenta años. —Tranquilo, saldrás de ésta— Intentaba tranquilizarlo Cortés. —Me… Due…— La mirada de Alfonso se clavó en los ojos de Daniel, expirando su último aliento. El periodista se apartó de la posición y unas lágrimas resbalaron por su mejilla. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se encontraba en ese lugar? Daniel comenzó a pellizcarse, pero fue inútil. La agónica mirada de Alfonso, expirando su último soplo de vida, era una carga demasiado pesada en ese momento. Quería quitársela de la mente, extirparla como un mal tumor, pero era imposible, parecía grabada a fuego en su cerebro. A medida que los minutos pasaban sus dudas se incrementaban. — ¿Usted está bien? — Le preguntó el Capitán Cortés colocando su mano derecha en el hombro del periodista. —Sí, estoy bien— Le respondió sin inmutarse. —Venga conmigo.

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Daniel caminó al lado del capitán hasta una especie de pequeño mirador techado, desde el que se observaba todo el valle del río Jándula. A unos quinientos metros se avistaban los asentamientos republicanos que mantenían sitiados a los allí presentes. — ¿De dónde viene usted Daniel? — Le preguntó muy serio el capitán. —No le responderé a esa pregunta, no quiero que piense que estoy loco. Sólo necesito de su ayuda y paciencia para no perder los nervios e intentar encontrar una explicación a todo esto— Respondió mostrando emoción en su mirada. —Todos necesitamos la ayuda de todos— Le repuso con una sonrisa—. Hasta que usted decida hablar conmigo, me mantendré al margen; como si nada hubiera pasado. Pero le diré una cosa; soy el capitán al mando de éste enclave, y debo mirar por que los aquí presentes sean fuertes y aguanten hasta el momento en que vengan a ayudarnos. Espero que no me cree problemas, o tendré que tomar decisiones drásticas— Le informó muy serio el capitán ante la atenta mirada de Daniel. —No se preocupe, puede contar conmigo para lo que necesite.

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—Por cierto, enhorabuena por su acción para con Laura. Ha sido una demostración de valentía increíble— Felicitó el capitán al desconcertado joven. —Muchas gracias. El oficial se dirigió de nuevo hasta el lugar donde estaba el cuerpo de Alfonso, y comenzó a dar las órdenes oportunas. Daniel observaba el valle, muy deteriorado por la acción de las bombas y la batalla que allí se libraba. De pronto, alguien le tocó la espalda.

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XIII

—Hola— Dijo una voz femenina. —Hola, ¿cómo te encuentras? — Le preguntó Daniel al comprobar que se trataba de la joven a la que había ayudado minutos antes. —Muy bien, gracias a ti. —No me las des, era lo que debía hacer— Le repuso muy sonriente. Era una mujer de complexión delgada y una estatura cercana al metro setenta. La joven tenía un pelo moreno largo, aunque muy descuidado debido al asedio, y totalmente suelto. Vestía una especie de vestido blanco, muy rasgado y sucio, aunque en mejores condiciones - 56 -


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que muchos otros que vestían los allí sitiados. En su rostro, Daniel pudo distinguir varios arañazos y ligeros cortes, fruto sin duda alguna de los bombardeos. Sus ojos marrones se clavaron en los verdes de Daniel. —Me llamo Laura— Se presentó la joven estrechando la mano del periodista. —Daniel— contestó—, es un placer. —No te he visto en todo este tiempo por aquí. —Llegué hoy. — ¿Hoy? ¿Cómo llegaste hasta aquí, todos los alrededores están sitiados? — Preguntó extrañada. —Es una larga historia que no me apetece contar ahora, lo siento. —No te preocupes. En ese momento, un revuelo cortó la conversación de Laura y Daniel. Junto al cuerpo de Alfonso, el Capitán Cortés y otro miembro del cuerpo discutían acaloradamente. El resto de personas observaban la escena totalmente en silencio. Daniel decidió acercarse hasta el lugar para comprobar que estaba pasando.

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XIV

— ¡Debemos entregarnos! — Gritó el otro civil al capitán. —No es buena idea— Repuso Cortés más tranquilo. —Santiago,

nos

entregaremos

al

bando

republicano

y

negociaremos con ellos— Volvió a indicarle al capitán por su nombre de pila. —Comandante, los republicanos no negociarán nada. ¿Acaso usted no está viviendo los mismos bombardeos que nosotros?, ¿acaso a usted en lugar de bombas le lanzan comida? — Le preguntó irónicamente.

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—Capitán Cortés; soy el Comandante Nofuentes y hará lo que yo le ordene. Llevamos un mes aquí y la situación no ha mejorado; por lo tanto nos entregaremos a la suerte— Le repuso muy serio. El capitán observo las caras de los allí presentes, comprobando que la decisión del comandante no era compartida por el resto de sitiados. Armándose de valor, dio una orden a los refugiados. —Detengan al Comandante Nofuentes— Sentenció Cortés. Dos tenientes, ayudados por tres hombres de paisano redujeron al comandante y, con la ayuda de una cuerda, lo amarraron en una viga de hormigón que había quedado al descubierto por los bombardeos. El comandante gritaba en vano que le soltaran y mencionaba los muchos reglamentos del código civil que estaban incumpliendo, intentando disuadir a sus opresores. Pero, haciendo oídos sordos, los hombres no cejaron en su misión. A los pocos minutos, el comandante se encontraba sentado en el suelo y, amarrado a la viga, sin poder moverse. El capitán se acercó hasta él y le miró a los ojos. —Algún día, cuando todo haya pasado, me agradecerá lo que estoy haciendo— Le dijo muy serio a Nofuentes. Éste guardó silencio y le miró muy amenazante.

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—Soy el oficial de mayor rango al mando de la situación en la que nos encontramos— comenzó a dirigirse a los sitiados en tono muy serio—. Se hará lo que yo ordene o correrán la misma suerte que el comandante. Debemos ser fuertes y ayudarnos los unos a los otros. El Teniente Coronel Iglesias hace ya días que viajó hasta Madrid para proporcionarnos ayuda. No tardarán mucho en llegar las provisiones y nos sacarán de aquí. ¿Alguien quiere abandonar el enclave? Nadie mencionó palabra alguna. —Dicen que el que calla otorga— repuso el capitán—, para evitar desertores que puedan poner en peligro la seguridad del enclave, se disparará a todo aquel que se retire más de doscientos metros del santuario— sentenció muy serio—. Ayuden al doctor Liébana con los heridos. Con la mirada, Daniel contó mentalmente a cientos y cientos de personas. Muchos más de los que al principio pensaba. El capitán se retiró de la posición, y Daniel observó durante unos segundos al apresado comandante. — ¿Cuánta gente hay aquí? — Le preguntó Daniel a Laura que se encontraba a su lado. —Unas mil personas.

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— ¿Mil? Aquí no hay mil personas— Le repuso señalando a los allí presentes. —Aquí no, pero entre el santuario y alrededores, sí. No somos los únicos sitiados aquí. Daniel intentó imaginarse la situación, pero era imposible. Aunque intentaba hacerse a la pesadilla que le había tocado vivir, las dudas no le permitían pensar con claridad. Algo que no pasó desapercibido para Laura. — ¿Te encuentras bien? —Sí, no es nada. —Te noto angustiado, como si hubiera algo que quisieras contar pero no te atreves. Ocultas algo— Afirmó Laura muy decidida. —No me agobies, ¿vale? —Lo siento. Daniel se alejó del lugar y se acercó de nuevo hasta la abertura por donde se divisaba el valle del Jándula. Intentaba que el aire fresco que corría a esas altas horas de la tarde, pues comenzaba a anochecer, le permitiera pensar con cierta claridad. Su mente seguía embebida en el desconcierto. Por más que intentaba encontrar una explicación a los hechos que estaba viviendo,

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no la encontraba. Y a pesar de estar rodeado de miles de personas, se sentía extremadamente sólo. ¿Cómo iba a contar a alguien lo que le había ocurrido? ¿Quién iba a creerle? Tenía que encontrar la forma de volver a su mundo. — ¿Se encuentra bien? — Le preguntó un hombre interesándose por él. —Sí gracias. — ¿Quiere agua? — Le preguntó mostrándole una cantimplora. —Desde luego. Daniel tomó un gran trago de agua y calmo su sed. Volvió a entregarle la cantimplora al desconocido y éste se marchó de nuevo hacia el interior del pasillo. Volvió a ojear el valle, y comenzó a llorar.

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XV

La noche ya había caído en el Santuario de la Virgen de la Cabeza. Tirados en el suelo, muchos de los refugiados intentaban descansar un poco mientras tres hombres permanecían despiertos montando guardia. Daniel no podía dormir, y decidió dar un pequeño paseo. Fue hasta el final del pasillo y comprobó que a su izquierda nacían unas escaleras de piedra. Parecían dirigirse hacia la cima del pequeño monte. Daniel miró a sus alrededores, y comenzó a ascender los maltrechos escalones. El cielo estaba totalmente despejado, y un manto de estrellas cubría cuanto veía desde la altura. Justo encima se distinguía el antiguo santuario. A los lados de la escalinata, se observaban diversos agujeros, - 63 -


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producto de los bombardeos. Incluso podía ver las hogueras de las milicias republicanas al fondo en el valle, y las columnas de humo que ascendían a los cielos. Se respiraba mucha tranquilidad en el ambiente, nadie diría que se encontraban en plena guerra. Al cabo de unos minutos, el joven se ubicaba en el gran patio empedrado que precedía al santuario. Las puertas estaban abiertas, y Daniel se introdujo en él. Observó una estampa parecida a la que estaba viviendo abajo. Gente

vestida

con

harapos,

niños

desaseados,

personas

durmiendo mientras otras montaban guardia… Y al fondo, presidiendo la escena, la imagen de la Virgen de la Cabeza. Daniel caminó entre la gente que permanecía dormida por el suelo del santuario, y se dirigió hacia la posición de la imagen. Cuando hubo llegado hasta los pies de ésta, se arrodilló y comenzó a orar en el silencio más absoluto. —Padre nuestro que estás en los cielos— comenzó Daniel—, santificado sea tu nombre…— Durante unos segundos permaneció en silencio, intentando recordar lo que venía después—. ¿Para qué engañarnos? — dejó escapar una leve sonrisa, como si no creyera en las palabras que acababa de pronunciar—. Sabes que llevo sin pisar una iglesia desde el día de mi comunión. Nunca he creído en seres

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superiores, dioses o religión alguna. Y la verdad, ni tan siquiera sé que hago aquí arrodillado. Pero tampoco sé que hago aquí, en este momento, y en ésta situación— los ojos de Daniel comenzaron a llenarse de lágrimas—. Necesito volver a la realidad, a mi vida anterior. Necesito salir de aquí. Si en verdad hay algo divino, que durante años se ha escapado a mi comprensión, le pido ayuda desesperadamente. O al menos, muéstrame que debo hacer para que esta pesadilla acabe— las lágrimas rebosaron y comenzaron a resbalar por su mejilla—. ¿Qué lo he hecho mal durante años? Pero Dios no debe ser verdugo, sino maestro de la vida— la desesperación de Daniel comenzaba a jugarle malas pasadas, creyendo oír en su mente respuestas que no existían. Tras unos segundos hablando a solas con la imagen de fondo, se puso en pie. —Gracias por escucharme, al menos me ha servido de desahogo. Seguramente seas mi psicóloga en el tiempo que deba estar aquí. La única que no me tomará por un loco— mostró una sonrisa en los labios—. Hasta pronto. Daniel comenzó a caminar en dirección a la salida. A los pocos segundos, se hallaba en el enorme patio de la edificación.

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El aire fresco de la noche acariciaba su rostro, y lo relajaba. —Me estoy volviendo loco, acabo de mantener una conversación con un pedazo de madera— dijo a carcajadas mientras sus manos le temblaban, presa de los nervios—. Debo tranquilizarme y encontrar la forma de volver a Bélmez. Rápidamente, puso rumbo a la galería donde había pasado las últimas horas.

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XVI

Al llegar abajo, se percató de que el Capitán Santiago Cortés permanecía despierto. Se acercó hasta él, y tomó asiento a su lado. — ¿Dónde ha ido? — Le preguntó Cortés. —Subí al santuario, me quedé un rato delante de la Virgen. —Es preciosa. —Capitán, ¿me puede contestar a una pregunta? —Si sé la respuesta, desde luego— dejó escapar una leve sonrisa. — ¿Cómo han llegado hasta aquí?

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—Nosotros pertenecemos al movimiento nacional; las tropas que nos asedian son republicanos. Todos, o casi todos, somos vecinos de Andújar, aunque hay gente de otros muchos pueblos jiennenses. Cuando

las

tropas

republicanas

invadieron

la

ciudad

nos

trasladamos hasta aquí. Prácticamente todos los que estamos en Lugar Nuevo somos familiares entre sí. Al principio todo esto estaba tranquilo, incluso el Alférez Carbonell bajaba cada día a Andújar para recoger víveres y ropas. Pero la situación cambió radicalmente hace unas semanas, cuando comenzaron los bombardeos y el asedio. — ¿Cuánto tiempo cree que podremos aguantar así? — Preguntó Daniel mostrando su preocupación. —Antes de que los bombardeos comenzaran, el Teniente Coronel Iglesias se desplazó hasta Madrid para buscar ayuda. No creo que deba tardar mucho tiempo más. —No ha contestado a mi pregunta. —Lo sé. Durante unos segundos, ambos guardaron silencio. — ¿Y cómo subsisten aquí? ¿De dónde obtienen víveres? —El Capitán Carlos Haya y González, sobrevuela cada semana el santuario y nos hace llegar alimentos y algo de ropa.

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— ¿Y cómo lo hace? Quiero decir, ¿cómo consigue que no le derriben? —El capitán es un experto aviador. Es el piloto personal de Francisco Franco. Con su DC-2, ha sido capaz de aprovisionarnos de casi trescientos kilos de comida en sólo seis pasadas. Aunque al quedar tan dispersos, se las ingenió para lanzar los sacos por los tubos lanzabombas, mejorando el resultado— Explicaba el capitán al periodista con entusiasmo, intentando ofrecer normalidad a Daniel—. Al principio, los vuelos eran diurnos pero, debido al recrudecimiento de la guerra, comenzó a sobrevolar Lugar Nuevo por la noche. Como ve, todo está controlado. Solo es cuestión de tiempo el que salgamos de aquí. A pesar de su optimismo, el propio capitán era consciente de que el tiempo jugaba en contra de los sitiados. La falta de víveres y la inexistencia de ayuda sanitaria para los heridos, eran dos factores que tenían en contra. —Esto es una ratonera, que en cualquier momento tendrá que ceder; hay que buscar alguna solución— Dijo Daniel. — ¿Acaso cree que no lo sé? — cuchicheó el capitán muy serio, y cogiéndolo del hombro nuevamente, como otras veces, aunque con

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más fuerza—. Pero es imposible salir de aquí. Todo el monte está rodeado; sólo podemos esperar la llegada del mando Iglesias. Algo le decía a Daniel que el teniente coronel no llegaría nunca hasta allí. Parecía demasiado fácil para una situación tan compleja. —Debería descansar— Le dijo el capitán algo más relajado. —Usted debería hacer lo mismo. —Mi deber es proteger a ésta gente que ha confiado en mí para salvar sus vidas, y debo estar despierto por si ocurre algún imprevisto— Le repuso con carácter. Daniel asintió con la cabeza, consciente de que no haría cambiar de opinión al testarudo capitán. Se puso en pié y se acercó hasta un lugar donde creía que estaría más cómodo para descansar. En pocas horas, ya conocía el carácter del capitán, y de su compromiso. Sabía que intentar convencerle de que se tomara un respiro, sería una pérdida de tiempo. Tomó asiento en el suelo, apoyó la espalda en el muro que había detrás y, cerrando los ojos, se dispuso a dormir. Quizás al despertar todo volvería a la normalidad, escapando de aquella pesadilla horrible.

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XVII

Los rayos de sol entraban por uno de los orificios de la pared, e iluminaban el rostro de Daniel. Molesto por la claridad, el periodista despertó de su sueño comprobando que su situación no había cambiado ni un ápice. Respiró hondo intentando tranquilizarse, y miró a su alrededor. Todo era igual, nada había cambiado. Su estómago gruñía en desacuerdo por el ayuno forzado. Mucha gente estaba ya despierta y caminaba por el lugar, mientras otros permanecían sentados hablando entre sí. El capitán dialogaba con sus oficiales un poco más apartados de la muchedumbre.

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Era como si no quisieran que el resto supiera de los planes que los mandos discutían. Daniel se puso en pié y se acercó hasta uno de los miradores, y volvió a observar el valle. Miró a su muñeca izquierda intentando saber qué hora era, pero no poseía reloj alguno. El cielo estaba totalmente despejado y el sol se mostraba a medio camino del mediodía. Ojeó los alrededores y observó como los milicianos mantenían alguna fogata encendida, y caminaban por los alrededores. Pero no se avistaba en esos momentos peligro alguno. De pronto, Laura se colocó a su lado y, juntos, observaron el horizonte. —Buenos días— Le dijo cortésmente Laura. —Buenos días— Contestó cansado. — ¿Pudiste dormir algo? —Mal, pero lo conseguí— Dejó escapar una ligera sonrisa de compromiso. Laura introdujo su mano en un pequeño bolsillo que tenía en el vestido, y sacó una magdalena de su interior. Extendió el brazo y se la ofreció a Daniel. —No es del día, pero se puede comer. No hay muchas panaderías por aquí— Le dijo Laura sonriente.

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—Muchas gracias— Contestó cogiéndola y quitándole el papel que la envolvía. —Hay algo muy extraño en ti— Dijo Laura. — ¿Extraño?; ¿el qué?

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XVIII

—Siempre estás nervioso, intranquilo, como si no hubieras sabido hasta ayer que estábamos en guerra; y eso es imposible. —La situación es para estar nervioso, ¿no crees? —Desde luego pero, ¿dónde estuviste hasta ayer? No te había visto antes. —En Andújar— Contestó tras acordarse de los hechos que le había contado el capitán. — ¿Y cómo llegaste aquí sin que te detuvieran los republicanos? — Le preguntó muy extrañada. —Laura, no me apetece hablar del tema— Repuso intentando cortar la conversación. - 74 -


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—Está bien, perdona. —No pasa nada. Durante unos segundos, Laura miró al horizonte, mientras observaba de reojo como Daniel devoraba el dulce. — ¿Me acompañas? — Preguntó la joven cuando vio que Daniel había terminado de comerse la magdalena. — ¿A dónde? —Voy a recoger algunos frutos de alrededor del santuario; los víveres escasean y hay muchas bayas y madroños por la cercanía. También hay una fuente arriba donde recoger agua. —Me vendrá bien un paseo— Dejó escapar una sonrisa el periodista. —Yo también lo creo. Los dos se encaminaron hacia la salida que Daniel había tomado la noche anterior portando algunas cantimploras. El sol apretaba con fuerza en los cuerpos de los dos jóvenes mientras subían las empinadas escaleras. La fuente se encontraba un poco más a la derecha de la entrada del santuario, y Laura saludó gentilmente a cuatro hombres que se encontraban en la puerta.

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—Dicen que éste agua es milagrosa. Pero por más que bebes no cambia la situación— Dijo irónicamente Laura mientras llenaban las cantimploras. —No creo en los milagros, aunque por alguna razón debería comenzar a tenerlos en cuenta— Contestó dejando escapar una sonrisa forzada. — ¿Sabes?, me gusta ese toque de misterio que te rodea. Daniel no contestó y se limitó a sonreírle aún más. Se acercó hasta la fuente, e introdujo la cabeza bajo el chorro de agua para refrescarse. Unos niños se acercaron hasta la fuente y comenzaron a echar agua a los jóvenes, jugando con ellos. Daniel apresó a uno de ellos y, tras abrir una de las cantimploras, comenzó a echar agua por su cabeza. Mientras el niño luchaba por zafarse del periodista, otros pequeños intentaban ayudar a su amigo mojando a su vez a Daniel. Laura, que observaba la escena riendo a carcajadas, comenzó a ayudar a Daniel mojando a los demás niños. Tras unos segundos de juego y relajación, Daniel volvió a llenar las cantimploras que se habían vaciado, mientras reía con Laura y controlaba de reojo a los alegres niños. —Menos mal que no son conscientes de la situación que están padeciendo— dijo Daniel mirándolos fijamente.

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—Pero serán los más perjudicados en todo esto. Algunos ya habrán perdido a su padre, a su madre… O a ambos— contestó emocionada. —Cuanta razón tienes— se limitó a contestarle mientras cerraba una de las cantimploras. Cuando todas estaban llenas, ambos se dirigieron de nuevo hacia las escaleras y bajaron hasta su emplazamiento. Depositaron la carga en un lugar fresco, y volvieron a salir para recoger algunos frutos.

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XIX

Se adentraron en los alrededores del santuario, buscando las bayas y los madroños que Laura le había dicho. A los pocos minutos, encontraron unos arbustos con frutos, que rápidamente se dispusieron a recoger. — ¿Estás segura de que éstos frutos son comestibles? — Preguntó Daniel. —Llevamos comiéndolos durante días y a nadie le ha pasado absolutamente

nada—

Contestó

sin

dejar

guardárselos en un pequeño zurrón que portaba.

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de

recogerlos

y


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Daniel cogió una de las bayas y se la introdujo en la boca tras observarla unos segundos. No sabía mal. Estaban muy jugosas y su color rojo brillante le daba un toque muy apetitoso. — ¿Te has muerto? — Bromeó Laura al observar como Daniel degustaba uno de los frutos. —Hay cosas que me hacen pensar que sí — Contestó más relajado y sonriente. El paseo le estaba sentando muy bien al periodista, que por momentos se sentía algo más tranquilo. El aire limpio que se respiraba en la zona, le ayudaba a encontrarse algo mejor. Aunque en su mente seguía sin encontrar una respuesta a lo que le estaba sucediendo. Pero si quería sobrevivir a la situación en la que se encontraba, debía hacerse a su nueva ubicación en el menor tiempo posible. Daniel observaba como la mujer recogía frutos, sin fijarse siquiera en si estaban más verdes, picados, o cualquier otra cosa. La miraba fijamente y veía en ella la misma imagen de la desesperación. La de una mujer luchando por su supervivencia, que no desestimaba cualquier cosa que pudiera llevarse a la boca. La imagen de una mujer tan joven vestida con esos harapos, que recogía tres bayas y se echaba dos a la

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boca de manera desesperada, pero que se había quitado una pequeña magdalena de su propia boca para dársela a él. En el interior de Daniel, se fraguaba una mezcla de lástima y ternura hacia esa mujer. La observaba atentamente, pues la imagen le enternecía. Pero detrás de toda esa suciedad, de esa imagen penosa, Daniel veía la belleza que se escondía detrás de esa máscara de polvo y arañazos que la mujer portaba en su rostro. Lentamente, se acercó hasta ella y, cogiéndole la mano izquierda, le indicó que se incorporara. La joven le miró a los ojos y dejó de recoger frutos de la mata. Con mucha parsimonia, pero sin apartar la mirada de los ojos de Daniel, Laura se puso en pié frente él y ambos se miraron fijamente durante unos segundos. Los últimos frutos que la joven había recogido y aún portaba en las manos, rodaron por el monte. Daniel acariciaba la mano de Laura. A pesar de que el tacto de esas manos no se asemejaba en nada a las que estaba acostumbrado, el contacto con esas manos encalladas y arañadas a la vez que sucias, y de sus uñas cortadas a mordiscos, le producían una sensación de relajación y bienestar que nunca antes había sentido. Las miradas de ambos siguieron fundidas en una durante unos segundos más, hasta que Daniel comenzó a acercarse un poco más a

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ella. Al percatarse de las intenciones del joven, Laura cerró los ojos y se preparó para sentir los labios de Daniel. Pero cuando apenas faltaban unos milímetros para que el beso se consumara, un pequeño crujido llamó la atención del periodista, y éste giró la cara hacia atrás apresuradamente.

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XX

— ¡Alto! — Gritó un hombre a unos escasos veinte metros de ellos. Se trataba de un soldado del bando republicano, que apuntaba con su rifle a los jóvenes. Daniel miró hacia el santuario y se percató de que se habían alejado en exceso de su refugio. —Corre — Le dijo a Laura mientras la agarraba fuertemente de la mano y echaba a correr con ella. El soldado, al ver la huída de los jóvenes, comenzó a disparar mientras corría tras ellos. Daniel y Laura esquivaban los obstáculos

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como buenamente podían. La mujer, muy asustada, gritaba pidiendo socorro mientras los disparos no cesaban. Algunas de las balas pasaban muy cerca de ellos, y se estrellaban contra los troncos de los árboles o se perdían en la lejanía. Cuando faltaban apenas una veintena de metros para llegar hasta el refugio, otros nuevos disparos comenzaron a resonar en el monte. Se trataba del Capitán Cortés y sus oficiales, que intentaban disuadir al soldado republicano. Éste dejó de perseguir a los jóvenes y, rápidamente, Daniel y Laura se introdujeron en un lugar a salvo. Tras asegurarse de que el peligro había pasado, y el republicano volvía sobre sus pasos, el capitán se acercó hasta la posición de los jóvenes. Laura estaba arrodillada, intentando recobrar un poco de aliento, mientras Daniel jadeaba en pié. — ¿Estáis bien? — Les preguntó el capitán preocupado, y mirando a Laura continuamente. —Sí— Contestó Daniel. — ¿Qué estabais haciendo? —Recogíamos unos frutos tío— Le contestó Laura al capitán.

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—Tened más cuidado la próxima vez; no siempre tendréis esta suerte— Le repuso muy serio al comprobar que solo se había tratado de un incidente sin consecuencias. El capitán se marchó y los dos jóvenes intentaron tranquilizarse. El susto había sido tremendo. Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos, hasta que por fin Daniel pudo recobrar la tranquilidad. — ¿El capitán es tu tío? — Le preguntó intrigado. —Sí. — ¿Por qué no me lo habías dicho? —Porque no me preguntaste. Los dos comenzaron a reír desahogadamente, y una cierta tranquilidad reinó entre los dos. Habían sido muchas emociones fuertes para una sola mañana. Laura se puso en pié y comenzó a repartir entre algunas personas los pocos frutos que había conseguido recoger.

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XXI

— ¡Asediados en el Cerro del Cabezo! — decía un hombre por megáfono desde el valle. — ¿Quién es Carbonell? — Preguntó el capitán al alférez, que observaba por los prismáticos. —Es el poeta— contestó dejando escapar una leve sonrisa de sarcasmo. — ¿El poeta? — Preguntó Daniel a Laura, al escuchar las palabras del mando. —Miguel Hernández. — ¿Miguel Hernández con las milicias participando en un asedio?

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Laura se limitó a guardar silencio, ante la incredulidad de Daniel. — No sigáis alargando éste infierno sin sentido, creyendo en las palabras de un hombre que está menospreciando su vida y la de todos cuantos estáis ahí. Si os entregáis, no sufriréis represalia alguna—continuaba Miguel Hernández desde la lejanía—. ¿Vais a dejar que vuestros hijos puedan sufrir algún tipo de daño? ¿Acaso no sois conscientes del peligro que estáis corriendo? La autoridad legítima somos nosotros, no la guardia civil. Los bombardeos proseguirán mientras no entreguéis las armas y abandonéis el santuario. El poeta hizo una breve pausa y enjugó su boca con algo de agua. Mientras, algunos asediados se acercaban hasta uno de los miradores, como si intentaran prestar más atención a las palabras de la milicia. —Santiago Cortés y González, sus aires de grandeza están condenando a más de mil inocentes. ¿Hasta cuándo va a seguir con esta epopeya, que solo hallará un fin fatídico? — Prosiguió Hernández—. Vecinos de Lugar Nuevo, no se dejen engañar por la lengua viperina de una persona que no acepta su decadencia— sentenció en clara alusión al capitán.

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— ¿Lengua viperina? — Preguntó Cortés—. Di simplemente de serpiente, para que todos nos entendamos— repuso con una sarcástica sonrisa—. Manda cojones lo fino que es el poeta. Los mandos rieron mientras el capitán abandonaba la posición, haciendo caso omiso a las advertencias de la milicia. Los asediados, se miraban unos a otros, buscando algún comentario acerca de las palabras republicanas. Pero nadie se atrevió a decir nada.

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XXII

Daniel estaba sentado en las escalinatas. Con una pequeña navaja cortaba los lados de un palo de madera, intentando moldearlo. Al verlo, Laura se acercó hasta él y tomó asiento a su lado. — ¿Qué haces? —Intento quitarme un poco de estrés— contestó sin apartar la mirada del palo. — ¿Y funciona? — Volvió a preguntarle la joven. —A ratos— Contestó sonriente —. ¿De dónde eres tú? —De Úbeda. —Preciosa ciudad. — ¿Has estado alguna vez en Úbeda? - 88 -


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—Nunca, aunque sí que la he visto en fotografías por Internet. — ¿Internet? —Es un álbum de fotos de toda Andalucía, lo compré en Sevilla— Le contestó al recordar que en ésa época no existía tal tecnología. — ¿Eres de Sevilla? —Así es. —Yo si estuve una vez allí, visité la Giralda y la Torre del Oro. —Lógico, todos los turistas van allí— Repuso con una gran sonrisa. —Cuando todo esto acabe, te enseñaré Úbeda. —Sería un placer. Los dos se miraron fijamente en silencio, mostrando una sonrisa en sus labios. — ¿Estás casado? —No, nunca he tenido tiempo para eso. —Para casarse no hace falta tiempo, sino encontrar a la persona adecuada. —Tampoco he tenido tiempo de encontrarla. —A veces surge en el momento menos esperado. —Podría ser— Dijo pensativo.

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Laura miraba a Daniel con dulzura. Su intuición le decía que Daniel ocultaba algo que le costaba compartir con el resto. Observaba atentamente como el joven modelaba la madera, y no pudo evitar fijarse en sus fuertes manos. Sus dedos largos mostraban una gran destreza. Subió la mirada, y observó sus labios carnosos. A su mente, vino el recuerdo del beso que nunca llegó… Y clavó su mirada en los distraídos ojos de Daniel, con la esperanza de que se percatara de sus intenciones, y probar el sabor de su alma. —Entrad dentro, el capitán quiere hablar con todos— Les informó el Alférez Carbonell acercándose a ellos. Los dos jóvenes se pusieron en pié y se encaminaron hacia el interior acompañados del oficial. Al fondo había algo más de trescientas personas reunidas, esperando las explicaciones del Capitán Cortés. El Comandante Nofuentes seguía amarrado contra la viga sentado en el suelo. Cuando comprobó la llegada del alférez, el capitán comenzó a hablar.

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XXIII

—Señores, por lo que he podido observar desde la posición del santuario, los republicanos están recibiendo refuerzos y poco a poco van tomando terreno algo más cerca de nuestra posición— comenzó a explicar el capitán—. Tenemos que estar preparados por si ocurre alguna incursión terrestre contra nosotros. Formaremos grupos de diez hombres y montaremos guardias todo el día. Por la noche reforzaremos esas guardias con diez hombres más. Tenemos que estar

preparados

para

cualquier

imprevisto.

Los

niños

no

abandonarán el lugar techado. Nadie se introducirá en el monte y todos, absolutamente todos, permaneceremos unidos. ¿Alguien quiere preguntar algo? — Dijo el capitán a la multitud. - 91 -


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— ¿Cuándo volverá el Teniente Coronel Iglesias? — Preguntó un hombre de entre ellos. —El teniente coronel volverá en cualquier momento. Tenemos que estar preparados para su regreso y entonces saldremos de aquí— Contestó el capitán. —Llevamos escuchando eso desde hace semanas, y no hay indicio alguno de que su llegada esté pronta, ni tan siquiera de que vaya a producirse— Repuso otro. —El Teniente Coronel Iglesias dio su palabra de que volvería con ayuda, y la cumplirá. No le conocen como le conozco yo. — ¿Y cómo aguantaremos hasta entonces? No podemos salir a recoger comida al bosque, no tenemos apenas armas para defendernos, ¿qué vamos a hacer? — Preguntó una mujer. —El arma más potente no es una pistola o un fusil, sino la mente humana. Encontraremos la forma de evadir cualquier ataque enemigo con lo que podamos disponer… — ¡Capitán! — Gritó el doctor Liébana cortando las explicaciones de Cortés.

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XXIV

Rápidamente, éste se acercó hasta la posición de Liébana y observó como atendía a un joven tirado en el suelo. Justo al lado de ellos, había una gran cantidad de vómitos verdes que el joven había expulsado de su cuerpo. Estaba sudando y no dejaba de quejarse de fortísimos dolores en el estómago. — ¿Qué le ocurre? — Preguntó el capitán preocupado. —Si no me equivoco éste joven ha comido algo en mal estado— respondió el doctor mientras el joven seguía vomitando—. Tiene mucha fiebre— Comentó tras colocar su mano derecha en la frente del muchacho. - 93 -


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— ¿Las magdalenas o la fruta? — Preguntó el capitán aportando ideas. —No lo creo, ¿qué más comió usted joven? — Preguntó el doctor al muchacho. Pero fue incapaz de responder; los vómitos se sucedían y ahogaban cualquier intento del muchacho por responder a las preguntas que se le hacían. Su cuerpo se retorcía a cada contracción del estómago, aumentando la desesperación entre los allí presentes. Daniel observaba la escena desde una distancia prudente, pues la visión le producía malestar. —Tío, ¿puedes venir? — Le preguntó Laura. —Ahora no Laura, estamos intentando saber que le ocurre a Pablo— Le dijo refiriéndose al joven enfermo. —De eso te quería hablar. — ¿Qué pasa? — Le preguntó intrigado. —Recogí éstos frutos en el campo, y le di dos de éstos a Pablo. El capitán los observó unos instantes y, rápidamente, se dirigió hacia el doctor entregándole uno de los frutos. El doctor lo examinó detenidamente y miró al capitán. —Esto es cicuta minor. — ¿Qué es eso?

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—Es un fruto venenoso. ¡¿Quién más ha comido de esto?! — Preguntó el doctor a los presentes. Tres de ellos levantaron la mano, mientras sus rostros palidecían. Al cabo de unos segundos, Pablo dejó de moverse. El doctor intentó buscarle el pulso, pero fue inútil. Había fallecido. —Doctor, yo también comí— Dijo uno de los que habían levantado la mano. —Intenten vomitar por ustedes mismos para intentar expulsar parte del veneno y beban mucha agua— Dictaminó el doctor. Asustados, los tres hombres se alejaron para cumplir con las advertencias de Liébana a toda velocidad. Mientras tanto, dos familiares del joven lloraban su muerte abrazados a él. —Conozco esa cara— Le dijo el capitán al doctor—. Por más agua que beban no conseguirán nada, ¿verdad? El doctor se limitó a asentir con la cabeza, y se retiró del lugar. Cortés se acercó hasta su sobrina que lloraba en los brazos de Daniel, sintiéndose culpable de la muerte del joven. —Tío, lo siento. No sabía que eran venenosos— Lloraba la muchacha.

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—No es culpa tuya. Tira esos frutos y no recojas nada del campo, ¿de acuerdo? — La tranquilizó. —Como tú digas, tío. El capitán se marchó, y Daniel acompañó a Laura para que bebiera algo de agua y se relajara.

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XXV

Aunque las explicaciones del capitán no satisficieran en exceso a los refugiados, la multitud comenzó a disgregarse por el lugar. El Comandante Nofuentes seguía la escena desde su posición, y mostraba una gran sonrisa burlona. — ¿Qué le hace tanta gracia comandante? — Le preguntó amenazante Cortés. —Comprobar que la situación poco a poco se te irá de las manos— le contestó sonriente—. ¿Y sabes qué pasará cuando eso ocurra? — Le volvió a preguntar en tono sarcástico—. Que me soltarán y, entonces, ocuparás mi lugar.

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El capitán, al escuchar las amenazas del comandante, le infligió un fuerte puñetazo en la cara. El comandante quedó algo desconcertado por el fuerte golpe, y Cortés volvió a mirarle a los ojos. —Hasta que eso ocurra, aprenda a guardar silencio; Comandante Nofuentes— Le dijo en voz baja. Acto seguido, el capitán se marchó de nuevo a su posición observando todos los movimientos que se registraban en el valle del Jándula. Daniel se acercó hasta él, y guardó silencio hasta que el capitán se dignó a hablar. — ¿Cómo te encuentras del incidente? — Preguntó el capitán. —Muy bien, gracias por su ayuda. Aunque Daniel intentaba mirar a los ojos de Cortés, éste se limitaba a dirigir su mirada al valle. —Tenéis que tener cuidado, si os ponéis a tiro de los republicanos, no dudarán en mataros. —De eso ya me he dado cuenta. — ¿Es usted el ángel de la guarda de mi sobrina? — Le preguntó dejando escapar una sonrisa de complicidad, y mirándole por fin a los ojos. — ¿Por qué dice eso? — Preguntó intrigado.

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—Apareció de la nada, nadie le conoce, y es la segunda vez que salva la vida a Laura— Contestó mirando a la joven que se encontraba a pocos metros de ellos, hablando con otras mujeres. —Sólo hice lo que debía. —Claro— contestó escuetamente—. ¿Puedo hacerle una pregunta Daniel? —Por supuesto capitán. —Llámeme Santiago— le dijo sonriente—. Sé que le dije que no le preguntaría más sobre ello, pero necesito hacerlo. ¿Quién es usted y de dónde ha salido? —Santiago, es una historia tan increíble que hasta a mí mismo me cuesta creer. No lo entendería. —Inténtelo. —Quizás más adelante. No estoy preparado aún para hablar de ello. —Como quiera. Pero no dude en hablar conmigo cuando llegue ese momento— Le repuso sonriendo. —Descuide, será el primero en saberlo. —Muy bien. Voy al santuario a ver como siguen las cosas ahí arriba. Le veré después. —Hasta luego.

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Ambos se despidieron y el capitán se dirigió hacia las escalinatas que llevaban al Santuario de la Virgen de la Cabeza. Daniel se quedó en el lugar que ocupaba Cortés, y observó el valle con detenimiento. Miró al cielo, cerró los ojos y suspiró profundamente. Pasados unos segundos, dirigió su mirada hacia un grupo de refugiados, entre los que estaba Laura, que se encontraba a unos metros de él. Se acercó hasta ellos con la intención de entablar una conversación con alguien. Era consciente de que debía hacerse a la situación, y ser un anónimo no ayudaba. Cualquiera de los allí presentes podrían salvarle la vida en un momento determinado. Debía coger confianza con los refugiados.

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XXVI

Había pasado una semana desde que Daniel llegara hasta esa situación inexplicable, y nada había cambiado. Sobrevivía como un alma en pena, casi deambulando por el lugar, intentando encontrar la forma de volver a la normalidad. No había pasado un solo día sin bombardeos, ni sin propuestas de rendición por parte de los republicanos. Todos rechazados de lleno por el Capitán Cortés. Muchos de los sitiados se encontraban descansando a la sombra. El calor era asfixiante, y no daba tregua alguna. Daniel estaba sentado junto a Laura. La mujer dormía recostada en las rodillas del joven, mientras éste acariciaba su cabello. - 101 -


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De pronto, algo hizo que los allí presentes se alarmaran. Parecía ser el sonido de un avión. El silbato volvió a sonar por todo el lugar, y los refugiados comenzaron a ponerse a cubierto. El capitán observaba el cielo desde uno de los miradores y, con un gesto de su mano, ordenó que se incorporaran. — ¡Es del bando nacional! — Gritó Cortés— ¡Es de los nuestros! Los refugiados comenzaron a mostrar unas ligeras sonrisas; parecía que el final de la pesadilla estaba próximo. El capitán siguió con la vista el vuelo del avión, que intentaban derribar los republicanos con sus fusiles y sus Obús Perm de 152 mm. El capitán salió fuera a toda velocidad, y comprobó que cada vez volaba más bajo. Al pasar justo por encima de ellos, dejó caer un gran paquete, que colisionó a pocos metros de la posición del capitán. Rápidamente algunos de los refugiados salieron fuera para recoger el bulto e introducirlo en el interior. El avión se perdió en el horizonte, y el capitán se mostró intranquilo por la actitud de la aeronave. Volvió al refugio, y se acercó hasta el enorme paquete. Todos esperaban la orden del capitán para abrirlo. Al observarlo, éste se percató de que en un lado del mismo había pegada una nota. La recogió y la leyó con la mente.

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—“Comandante Rodrigo Nofuentes. Hemos tomado la localidad de Porcuna por parte del Bando Nacional. Les prestaremos auxilio a la mayor ligereza posible. Mientras eso ocurre, les seguiremos enviando víveres para sustentarse. Viva España. Firmado, General Queipo de Llano”. El capitán dejó escapar una sonrisa de satisfacción, e informó a los presentes de la toma de la localidad jiennense. Rápidamente, ordenó que abrieran el enorme bulto para obtener los víveres. Daniel, hambriento como el resto de los sitiados, participó activamente en el desembalaje de la caja. La actividad en torno a ella era indescriptible. El capitán intentaba poner orden, pero era en balde. Los refugiados llevaban demasiadas horas sin probar bocado alguno. En pocos minutos, la caja de madera estaba abierta y todos comenzaron a coger desesperadamente lo que en ella se encontraba. Al ver la situación, el capitán, ayudado de los tenientes, comenzó a apartar a los refugiados. — ¡Apártense

y

dejen en su lugar todo lo que hayan

cogido! — Gritó—. ¡Repartiremos los víveres de forma organizada!

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Aunque muchos miraron al capitán con desprecio en ese momento, debido a que el hambre era más poderosa que el raciocinio, poco a poco fueron colocando los alimentos de donde habían salido. Los mandos controlaban que todos dejaran cuanto habían cogido en su lugar, sin quedarse nada a escondidas. — ¡Es un abuso! — Gritó uno de los hombres al depositar de nuevo la comida en su lugar. —Eso es precisamente lo que tratamos de evitar, los abusos— Le contestó muy serio el Alférez Carbonell. El capitán observó la caja y, a primera vista, pudo comprobar que los víveres eran más bien escasos. Todo se basaba en dulces, fruta y unas botellas de vino dulce. —Los cabeza de familia se colocarán en fila aquí mismo— Dijo el capitán señalando su lado derecho—. Según el número de personas a su cargo se repartirán los alimentos de manera que todos podamos comer. Las botellas de vino dulce se guardarán para tomar un poco por la noche, como hacíamos anteriormente. En silencio, acatando las órdenes del oficial al mando, los hombres y mujeres cabezas de familia comenzaron a colocarse ordenadamente en fila junto a los guardias civiles.

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Para los niños se repartían dos piezas de fruta y dos dulces; para las mujeres dos dulces y una fruta, y para los hombres una pieza de cada. Daniel observaba la imagen desde su posición en la cola. Los hombres que ya habían recogido sus alimentos, se acercaban hasta donde se encontraban sus familiares y repartían los víveres de manera equitativa. Los niños comían desesperadamente. Nunca en su vida había vivido tanta exasperación y miseria; pero también esperanza. A pesar de los innumerables reveses que habían sufrido; de las veces que se habían visto vencidos, y de que cada vez la situación era peor, ninguno perdía la esperanza de salir algún día de ese zulo en que se había convertido Lugar Nuevo, y recobrar su vida pasada. De pronto, un altercado surgió entre dos hombres.

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XXVII

— ¡Borracho, aquí no aceptamos borrachos! —Le gritaba uno a otro. Viendo la disputa, el Alférez Carbonell se dirigió rápidamente hasta ellos para intentar poner orden. Los dos hombres se golpeaban entre sí, envueltos en una fortísima discusión. Con la ayuda de otros dos hombres, el alférez consiguió separar a los dos. — ¿Qué ocurre? — Preguntó. — ¡Es un borracho, ha escondido una botella de vino dulce para tomársela él sólo, borracho! — Gritaba furioso. — ¿Es eso cierto? — Le preguntó el alférez al acusado. - 106 -


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—Señor, no había tenido tiempo de dejarla nuevamente en su lugar— Se explicó ante el oficial. El alférez recogió la botella de vino y se la entregó a uno de los hombres para que la devolviera al cajón. — ¡Sé que la situación es complicada, pero si no nos mantenemos unidos y pensamos sólo en nosotros mismos, no llegaremos a ningún lado. Por lo tanto dejaos ya de egoísmos y rememos todos en una misma dirección! — Gritó el alférez. Todos escucharon las palabras del oficial y, lentamente, soltaron a los dos alborotadores. El alférez volvió a su lugar, y prosiguieron con el reparto. Llegado el turno de Daniel, el capitán le informó de que ya no quedaba fruta, por lo que le daría dos piezas de dulce. —Sólo quiero una. —Su ración son dos— Repuso el capitán entregándole los dos paquetes de magdalenas—. Coma una si quiere, y guarde la otra para luego. Le hará falta. Daniel se retiró del lugar, dejando paso a otro hombre. Miró a su lado y observó como un niño lloraba junto a su padre, gritando que tenía hambre. El pequeño tenía una edad cercana a los cuatro años, y el padre lloraba junto a él.

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—Cariño, papá no tiene más— Le decía el hombre mientras unas lágrimas resbalaban por su rostro. — ¡Hambreeee! — Gritaba el niño desconsoladamente. Observando la escena, Daniel, se acercó hasta ellos. Cogió al pequeño en brazos, e intentó tranquilizarlo besándole en la mejilla ante la mirada de su padre. — ¿Cómo te llamas, guapo? — Le preguntó Daniel al pequeño. —Raúl— Le contestó sin dejar de llorar. — ¿Tienes hambre? — Le preguntó de nuevo intentando que el pequeño se tranquilizara hablando con él. —Sí. — ¿Hacemos un trato? — Le preguntó dejando escapar una sonrisa. El niño asintió con la cabeza, esperando a que Daniel hablara. El padre del niño y el capitán, a los lejos, observaban la escena. —Tengo aquí una magdalena mágica. ¿Sabes por qué es mágica? — Le preguntó acaparando la atención del pequeño que ya no lloraba. —No— Contestó sin apartar la mirada de ella.

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—Primero porque tiene chocolate, ¿ves? — Le dijo mostrándosela más detenidamente—. Y segundo, porque cuando te la comas no tendrás hambre en todo el día. ¿La quieres? —Sí, sí— Dijo el niño ensimismado con el dulce. —Pues te la cambio por un fuerte abrazo y un beso. Sin tiempo a terminar la frase, el niño se abalanzó al cuello de Daniel dándole un abrazo descomunal, y un beso en la mejilla que se escuchó en todo el valle. Rápidamente, Daniel le entregó la magdalena y el niño le quitó el envoltorio con ligereza. Con tanta desesperación se la comió que se llenó todo el contorno de la boca de chocolate, que el niño se encargaba de rebañar con el dedo y metérselo en la boca. — ¡Ya no tengo hambre! — Gritó el niño muy contento. —Te lo dije. Toma bebe un poco de agua— Le dijo Daniel entregándole una cantimplora que Laura le había prestado horas antes. El pequeño tomó un gran trago de agua y, a toda velocidad, fue a reunirse con sus amigos. El padre del niño, emocionado, se dirigió a Daniel. —Muchas gracias, yo le di mi pieza de fruta pero…

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—No tiene que darme explicaciones. El niño tenía hambre, y ya está solucionado— Le cortó sonriente—. Tome ésta magdalena y désela cuando tenga hambre. —No puedo aceptarla— Repuso el hombre muy serio apartando la magdalena de su lado. —Si que puede, todos debemos ayudarnos. El niño tendrá hambre luego y no quedan muchos víveres en ese cajón. —Pero usted debe comer algo. —A mí me alimenta más ver a un niño feliz que una simple magdalena— Le repuso entregándole de nuevo el dulce. —Muchas gracias; no sé como agradecérselo— Dijo recogiéndola y guardándola en su bolsillo. —Cuidando mucho de él. —No le quepa duda. Daniel asintió con la cabeza y, dándose media vuelta, se dispuso a marcharse. — ¡Me llamo Bernardo! — Le dijo el hombre antes de que el joven se alejara. — ¡Yo Daniel! — Contestó mostrando una gran sonrisa. El hombre se sentó de nuevo en el suelo, y el periodista se acercó hasta el lugar que tantas veces había ocupado ya; el mirador del valle.

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El alférez Carbonell se acercó hasta Daniel y le hizo entrega de una magdalena. —El capitán ha visto su gesto y me ha ordenado que le entregue ésta magdalena— Le informó el oficial. Daniel miró al capitán, y éste le envió una sonrisa de satisfacción. El periodista miró al alférez, y le volvió a entregar la magdalena. —Muchas gracias, pero hay más niños hambrientos aquí. Mientras ellos tengan hambre, yo no la tendré. Perplejo, el alférez recogió de nuevo el dulce y volvió hasta la posición del capitán, que no daba crédito a la actitud del joven. Estaba sorprendido por la fuerza de voluntad y el coraje del “desconocido”.

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XXVIII

El capitán se acercó hasta su sobrina, desconcertado por la actitud del joven. Pocos, o ninguno, harían eso en una situación así; y menos aún por alguien totalmente desconocido. En esas condiciones, no solía existir una solidaridad tan fabulosa. —Laura— Llamó la atención de la joven, que hablaba con otra mujer. —Dime, tío— Le dijo con una gran sonrisa mientras comía una manzana. — ¿Qué sabes de Daniel? — Le preguntó observando al joven. —Que residía en Sevilla y muy poco más. La verdad es que no me ha contado mucho sobre él en los días que lleva aquí. - 112 -


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— ¿Y por qué ha llegado hasta aquí? En Sevilla apenas hay incidentes, la situación allí es muy buena— Dijo muy extrañado. —No lo sé, tío. —Ése joven me tiene desconcertado. — ¿Piensas mal de él? — Preguntó asustada. —De momento pienso; el tiempo me dirá si para bien o para mal— Repuso muy serio. — ¿Crees que debería alejarme de él? — Le preguntó intrigada, temiendo la respuesta. —No, por mucho que me extrañe su presencia aquí, ha demostrado mucha valentía y solidaridad. Puede que en algún momento mis dudas se resuelvan y no quiero apartar a alguien sin motivos consistentes. —Haces muy bien, tío— Respiró aliviada. —Nos vemos luego. —De acuerdo— se despidió de su familiar con una sonrisa en los labios. El capitán se acercó de nuevo al cajón de los víveres, donde ya se estaban repartiendo las últimas raciones. Finalmente, no sobró más que tres dulces, que se repartieron entre los guardia civiles.

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XXIX

Las horas pasaban en silencio. Nada ocurría en Lugar Nuevo digno de mención. Los republicanos se encontraban en sus posiciones, y no se advertía la presencia de peligro alguno. Daniel había conseguido dormir un rato, mientras Laura le miraba en silencio a su lado. La joven sentía que en el interior de Daniel no había maldad alguna, a pesar de su misteriosa presencia. De pronto, algo llamó la atención de los refugiados. El resonar de los motores de unos aviones, hizo que todos corrieran a ponerse a salvo. Ésta vez, no serían víveres lo que caería del cielo.

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El capitán se acercó hasta el mirador, y observó un numeroso grupo de aviones republicanos, tal vez quince o más. —Ésta vez van a por todas— Dijo en voz baja al Alférez Carbonell. Rápidamente fueron a cubrirse junto a otros refugiados. — ¡Aguanten en sus refugios hasta que yo lo ordene! — Gritó el capitán a los asediados. Y las bombas comenzaron a caer sin piedad. Los escombros caídos de techo y paredes destrozadas, cambiaban por completo la visión del lugar. El polvo invadía todo, y apenas dejaba ver lo que ocurría a pocos centímetros del lugar que cada uno ocupaba. La nube de polvo y suciedad era como un telón tenebroso, detrás del cual podían intuir que se estaba creando una horrible imagen. Entre una explosión y otra, se escuchaban los llantos de los niños. No se podía describir con palabras lo que allí se sentía. Daniel apretaba contra su pecho a Laura, intentando tranquilizarla. — ¡¡Mamaaaaaa!! — Gritaban algunos niños muy asustados. Habían pasado ya varios minutos desde que los bombardeos habían comenzado, y las explosiones seguían sucediéndose sin parar. La situación se estaba convirtiendo en un verdadero infierno, del que todos rezaban por salir airosos.

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De pronto, el ruido de los aviones fue disminuyendo, y la nube de polvo comenzó a aclararse. Poco a poco se observaba la destrucción que los bombardeos habían causado. El capitán se levantó y miró a su alrededor para comprobar el estado de la gente. El resonar de los aviones, el silbido de la caída de las bombas y las explosiones, había dado paso a lamentos, lloros y súplicas de auxilio por parte de los refugiados. El capitán, una vez que el telón de polvo se despejó, comenzó a caminar siguiendo los lamentos de la gente para valorar la situación. Aunque más bien parecía andar perdido, desconcertado, ante la horrible agresión que acababan de sufrir. A su derecha, una mujer gritaba desconsolada intentando que su hijo, de apenas siete años, reaccionara entre sus brazos. — ¡¡Quico, Quicoooo!! — Gritaba angustiada la mujer el nombre de su hijo. Pero el niño no respondía. El pequeño mostraba un reguero de sangre que le nacía en lo alto de la cabeza y resbalaba por su frente y nariz, hasta la barbilla. Todo parecía indicar que un pedazo del techo había impactado contra el pequeño, acabando con su vida. No debía tener más de diez o doce años.

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Pero la estampa a su alrededor no era más alegre. Por todas partes se apreciaba la destrucción, y en este caso las bajas civiles eran más numerosas. — ¡Yo sigo enterradaaaa! — Gritó una mujer desesperadamente para llamar la atención de sus compañeros.

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XXX

Rápidamente, el capitán se dirigió hacia la posición de donde procedían los gritos y comenzó a apartar escombros. Daniel se unió a él y, en pocos segundos, la mujer fue liberada. Tenía una pierna rota, y sollozaba de dolor. Pero podía salvar la vida. Ayudada por otros hombres fue colocada en un lugar más “confortable”. Los bombardeos habían sido mucho más violentos que día anteriores, y eso se reflejaba en un mayor número de bajas. Las lágrimas caían por el rostro de Daniel, como dos arroyos desbordados. Mirara donde mirara, veía personas llorando y pidiendo socorro. Se arremolinaban en torno a los cuerpos inertes de sus familiares. Otros, aguantaban como podían entre sus brazos a hombres y mujeres que - 118 -


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luchaban por mantener la vida. Pero en la mayoría de los casos, espiraban su último aliento entre sus brazos. De pronto, unas risas invadieron el lugar. Se trataba del comandante que, milagrosamente, a pesar de estar amarrado sin resguardo alguno, había salvado su vida. Furioso, el capitán se encaminó hacia él decididamente. Daniel intentó cortarle el paso, pero Cortés se lo quitó de encima con un fuerte empujón. — ¡Os dije que debíamos entregarnos, esto iba a pasar! — Gritó mientras proseguía con sus carcajadas. Cuando hubo llegado hasta la posición del comandante, el capitán comenzó a golpearlo violentamente. Los puñetazos en la cara de Nofuentes se sucedían una y otra vez. Cada vez con mayor virulencia, ante la mirada satisfecha de muchos de los allí presentes. — ¡¡Matad a él!! — Gritó enfadado uno de los hombres por la actitud del comandante, animando la acción del capitán. Cuando Daniel escuchó ese grito, creyó haberlo oído en el pasado. Pero podía deberse a cualquier cosa. El capitán, agarró con su mano izquierda los cabellos del comandante para hacer más fuerza, mientras con su puño derecho proseguía infligiéndole un severo castigo.

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Daniel observaba la escena sentado en suelo, en la misma posición donde había caído tras el empujón del corpulento capitán. Pasados unos segundos que se hicieron interminables, el capitán dejó de golpear al comandante que se mostraba totalmente inerte, amarrado a la viga, y sangrando abundantemente por la nariz. El pómulo izquierdo estaba totalmente hundido, y mostraba un gran daño facial. El capitán tenía el puño muy dolorido e intentaba calmar su dolor masajeándoselo con la mano izquierda. Miró atentamente al comandante con desprecio, y se marchó del lugar para seguir atendiendo a los heridos. Daniel se puso en pié y observó al comandante que seguía sin moverse. Laura se acercó hasta el joven y se interesó por él. — ¿Estás bien? — Le preguntó a Daniel. —Sí, gracias. ¿Cómo estás tú? —Sólo unos rasguños en el brazo— Contestó la mujer mostrándoselo. Tras ojear las heridas de la joven atentamente, y corroborar que sólo se trataba de magulladuras sin importancia, Daniel abrazó a la Laura. A los pocos segundos se separaron, y Daniel comenzó a comprobar el estado del resto de personas.

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Se acercó hasta la mujer que portaba en sus brazos a su hijo Quico, e intentó consolarla. — ¡¡Pobre Quico!! — Gritaba desconsolada la madre. Daniel se mantenía al lado de la mujer, y acariciaba su hombro. No sabía que debía hacer exactamente. —Daniel, ¿puedes ayudarme? — Le preguntó el capitán. —Por supuesto. —Acompáñame. El joven siguió a Cortés hacia el fondo de la galería. A su paso observaba en mejor medida los signos de destrucción que los bombardeos habían dejado. Cuando hubieron llegado al final corroboraron que se extendía un gran espacio totalmente desalojado. Se trataba del lugar donde Daniel había llegado días atrás. Momento en el que fue inevitable que nuevamente volviera a su recuerdo las imágenes del pasado. —Traeremos aquí los cuerpos de los fallecidos — Dijo el capitán. —Es el lugar idóneo — Repuso Daniel. Fuera acertado o no el lugar, era lo único que podían hacer debido a que no era aconsejable enterrarlos fuera del recinto por la seguridad de los supervivientes, y por carecer de palas con las que hacer agujero alguno.

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El capitán volvió al principio de la galería y comentó la decisión con el resto de los guardias civiles. Con el mayor cuidado posible, y respeto hacia los familiares, los oficiales fueron retirando los cuerpos de los fallecidos. Daniel se acercó hasta el lugar donde se arremolinaban dos hombres y tres mujeres, llorando por un familiar fallecido que estaba tumbado en el suelo. Cuando el periodista se acercó para recoger el cuerpo, comprobó horrorizado que se trataba de la niña que había visto en la Casa de las Caras… La misma niña, que le había llevado hasta allí. Daniel observó el cuerpo inerte de la pequeña tumbado en el suelo. Su madre lloraba con la cara pegada a su pecho. Lentamente, y armándose de valor, Daniel retiró a la madre y recogió a la infanta entre sus brazos. No pudo evitar que sus ojos se encharcaran de lágrimas, y algunas de ellas resbalaran por su rostro.

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XXXI

— ¿Cómo se llamaba? — Le preguntó Daniel. —Ángela— Respondió uno de los hombres ante la indisposición de su madre. El joven, sin dejar de observar a la niña que portaba, se encaminó hacia el final de la galería. Los oficiales, ayudados por otros hombres, ya se desplazaban hasta allí cargando con los cuerpos de los fallecidos. Daniel miraba emocionado la cara de la pequeña. No advertía ninguna herida grave en ella, por lo que parecía que en cualquier momento abriría los ojos y volvería a correr a por él. Como si esperara

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ese momento, Daniel caminaba muy despacio hacia el lugar donde habían decidido colocar los cadáveres. Por su mente pasaba una y otra vez el recuerdo de la pequeña sentada en el suelo de la casa y riendo. Y ahora, lamentablemente, volvía al mismo rincón al que había llegado misteriosamente en compañía de Ángela, pero en una situación bien distinta. Las lágrimas caían cada vez más abundantes por el rostro del joven periodista. Éste, en todo momento, iba acompañado por la madre de la pequeña y otros familiares. Aunque parecía que nunca llegaría a su destino, finalmente Daniel depositó el cuerpo de Ángela junto al de otros niños también fallecidos en el bombardeo. La imagen que estaba viendo era horrorosa. Allí, tumbados como si durmieran plácidamente, se encontraban una decena de niños con edades comprendidas entre los cuatro y los doce años. A unos metros de distancia, pues el Capitán Cortés y el Alférez Carbonell no les permitían el paso, los familiares de los fallecidos lloraban desconsolados gritando sus nombres. — ¡¡Miguelllll!! — Gritaba uno. — ¡¡Maoniiiiii!! — Gritaba otro de los familiares.

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Una de las mujeres, atormentada, intentaba convencer al alférez de que la dejara entrar con su hijo. El alférez le negaba el paso, y la mujer cada vez se mostraba más nerviosa. Al ver la situación, el capitán se acercó hasta ella. —Capitán, por favor, sólo deseo dar un último beso a mi hijo y ponerle mi anillo en su dedo— Le suplicó desconsolada. —Entra mujer— Le dijo animándola a entrar—, entra. El capitán la acompañó hasta el lugar donde estaba el cuerpo de su hijo y, al comprobar la cantidad de gente que había depositada allí y sobre todo los niños, la mujer se estremeció. —Es una pena— Dijo la mujer. Pero el capitán, abrumado por los acontecimientos y el resultado final de los bombardeos, no pudo mencionar palabra alguna al respecto. —Haga lo que quiere hacer— Le animó a la mujer. La señora se acercó hasta el cuerpo de su hijo y lo abrazó besándolo innumerable veces, para después recostarlo de nuevo con sumo cuidado; como tantas veces había hecho durante la corta vida de su hijo. Una vez tumbado, cogió su mano derecha y colocó su anillo en el dedo índice del pequeño.

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—Aquí tienes el anillo que tanto te gustaba, y que te prometí que te regalaría algún día— le dijo la madre entre lágrimas—. Espérame en el cielo hijo mío, pronto mami estará allí contigo de nuevo. La mujer acarició los cabellos del pequeño, y el capitán la ayudó a ponerse en pié. —Muchas gracias capitán, por dejar que me despida de mi hijo— Le dijo mirándolo a los ojos. —Siento mucho no poder hacer más por usted. La mujer se acercó hasta sus familiares, y éstos la abrazaron con todas sus fuerzas para consolarla. El capitán, observó durante unos segundos los cuerpos de los niños y unas lágrimas brotaron de sus ojos. Lentamente, comenzó a caminar entre los fallecidos, y se detuvo junto a los cuerpos inertes de los niños. Rindiéndose a la emoción, y descargando todos sus sentimientos acumulados, cayó de rodillas y rompió a llorar.

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XXXII

Poco a poco, todos los cadáveres fueron depositados al fondo de la galería. El capitán contó cerca de sesenta fallecidos. Los heridos, dentro de una cierta gravedad, rondaban los cien. Había sido un duro golpe para los ánimos de los sitiados que veían como pasaba el tiempo, pero lo situación en lugar de mejorar, empeoraba cada vez más. Cuando el resto de refugiados volvieron al principio de la galería, el capitán se percató de que Daniel se encontraba sentado en los escalones que subían al santuario mirando al cielo. Se acercó hasta él y, sentándose a su lado, advirtió que estaba llorando. - 127 -


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— ¿Cómo te encuentras? — Se interesó por él. —Mal —Pues debes recomponerte cuanto antes. No me gustaría verte a ti también al fondo de la galería— Le dijo golpeando su rodilla en una clara muestra de afecto. — ¿A mí?, ¿por qué?; no me conoce de nada— Le preguntó extrañado. —No es por mí, sino por mi sobrina. — ¿Cómo dice? —He visto como te mira; y tú también a ella. Por eso quiero pedirte una cosa— guardó silencio Daniel mientras el capitán le hablaba—. Si algún día es a mí a quien hay que llevar al fondo de la galería, quiero que cuides de mi sobrina. Es lo único que tengo en la vida. Mi mujer y uno de mis hijos fallecieron antes de asilarnos aquí. Y para ello necesito que seas fuerte Daniel. —Santiago, usted no lo entiende…

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XXXIII

—Sí que lo entiendo Daniel. Entiendo que no sé exactamente como llegó usted hasta aquí, como le dije hace unos días, usted llegó de la nada como un ángel para mi sobrina. Pero he comprobado que tiene un corazón que no le coge en el pecho. Está demostrando una solidaridad y un valor que pocos en su situación mostrarían. Por eso creo que usted sería la mejor persona para hacerse cargo de Laura y cuidar de ella— Explicó Cortés con los ojos nuevamente rebosantes de lágrimas. —Santiago, me encantaría cumplir su petición, pero no soy la clase de persona que usted espera. - 129 -


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— ¿Es republicano? —No, para nada. — ¿Es un asesino? ¿Un ladrón?, ¿Un fugitivo? —No, nada de eso. —Pues entonces es la persona que yo creo. Sea quien sea usted Daniel. El joven miró atentamente a Cortés y guardó silencio pensando en las palabras que el capitán le había dirigido. —Haré cuanto esté en mis manos. Se lo prometo— Dijo Daniel. —Muchas gracias. Sin mediar una palabra más, el capitán se dirigió de nuevo hacia el interior de la galería mientras Daniel seguía observando el cielo despejado. Esperando que ambos terminaran la conversación, Laura se acercó hasta Daniel y tomó asiento donde antes estaba su tío. — ¿Te encuentras bien? — Le preguntó al ver las lágrimas del joven. — ¿Me puedes abrazar por favor? — Le preguntó mirándole a los ojos. —Por supuesto.

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En ese momento, Daniel rompió a llorar desconsoladamente. La tensión acumulada y las emociones acabaron por derrumbar al joven periodista. —Venga, échalo todo fuera— Le animaba Laura para que siguiera llorando y se desahogara completamente.

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XXXIV

Habían pasado unas horas, pero Daniel seguía sentado en la escalinata junto a Laura. La noche estaba a punto de caer. No habían intercambiado palabra alguna desde hacía al menos dos horas. El joven se mantenía pensativo, dando vueltas a su mente, y Laura lo respetó. —Háblame de ti— Le dijo Laura. — ¿Qué quieres que te cuente? —Lo que tú quieras. Quiero conocerte un poco más. Aunque tengo el presentimiento de que nunca te conoceré totalmente— Le contestó sonriente. - 132 -


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—Lo que yo quiera…— Dijo Daniel buscando la forma de empezar—. Como ya te conté, soy de Sevilla y no estoy casado… — ¿A qué te dedicas? — intentó ponérselo fácil. —Soy periodista. — ¿De revistas o de televisión? —De revistas— Contestó sonriente por la pregunta de la joven. —Por eso no te conocía entonces. ¿Y sobre qué escribes? —Un poco de todo. — ¿Y cuántos años tienes? —Treinta. ¿Y tú? — preguntó Daniel a la alegre Laura. —Veintisiete. — ¿A qué te dedicas tú? — ¿Yo?, era ama de casa, ¡soy mujer, recuerdas!— Respondió entre risas, recordándole a Daniel que en aquel tiempo el machismo impedía trabajar a las mujeres. — ¿Qué te gustaría hacer cuando acabe esto? — Le preguntó Daniel más animado. —Pues, como te dije ésta mañana, me gustaría encontrar alguien especial y casarme para formar una familia. ¿Y a ti? —Volver a mi casa.

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—Eso es algo lógico, yo también volveré a mi casa— Le repuso algo decepcionada, como si no fuera la respuesta que esperaba. —Lo mío es más complejo, no bastará con ir a Sevilla. — ¿Por qué? Daniel no sabía que decir. Por un lado quería contarle toda la verdad, aunque ello conllevara que lo tomara por un loco. Su conciencia le decía que debía ser sincero con ella, y quitarse ese peso de encima. Pero por otro lado, sentía algo muy especial cuando se encontraba junto a ella, y temía que su historia pudiera apartarla de su lado. Lo que él estaba viviendo no era una realidad fácil de entender. —Mi casa fue totalmente derribada y no quedaron más que los escombros— Le explicó finalmente. —Pero podrás volver a levantarla. —Sí, supongo que sí. Daniel y Laura se miraron fijamente durante unos segundos sin apartar la mirada el uno del otro. —Laura— Dijo Daniel sin dejar de mirarla a los ojos—. Cuando te vi por primera vez, no pude evitar fijarme en tu pelo moreno. Y cuando te miré a los ojos, vi una de las miradas más tiernas y bonitas que jamás haya visto. Tú tío me preguntó si yo era tu ángel de la

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guarda porque dos veces te había salvado la vida. Pero lo que yo me pregunto es si no serás tú, mi ángel protector. — ¿Yo, por qué? — Le preguntó muy intrigada por las palabras del joven. —Desde que llegué, tú has sido mi punto de apoyo. Has sido la persona que me ha acompañado en mi soledad. La que me ha ayudado a hacerme rápidamente a ésta situación y ser de ayuda a los demás. Me has enseñado a valorar el más mínimo detalle— de los ojos de Laura comenzaron a brotar las lágrimas—. Antes de vivir todo esto, veía un pedazo de pan del día anterior, y lo tiraba sin remordimiento; gracias a ti, he aprendido a valorar ese pedacito de pan como si fuera una fortuna. A que no importa la clase social de las personas, porque todas pasamos las mismas penalidades en un momento dado. Todos necesitamos de otros en situaciones así. Nadie es más que nadie. Y en definitiva, en sólo unos días me has cambiado la vida. Al escuchar esas palabras, Laura se emocionó por completo, inundando su rostro de lágrimas. —Es lo más bonito que me han dicho nunca— le dijo a Daniel. Durante unos segundos, ambos se miraron sin mencionar una sola palabra. Una fuerza invisible, empujaba a Laura hacia Daniel

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incitándole a darle un fuerte abrazo, o lo que su corazón dictara. Lo único que tenía claro, era que necesitaba sentir su piel contra la suya, y como sus fuertes brazos le hacían sentir segura, como en los momentos más difíciles. —Antes me preguntaste que quería hacer cuando esto acabara— prosiguió Daniel. —Así es— contestó mientras Daniel le limpiaba las lágrimas de su rostro—. Y me contestaste que querías volver a tu casa. —Sí… Pero contigo. Como si de dos imanes se tratara, ambos se unieron en un fuerte y cálido beso. Un fuego interno recorrió el cuerpo de los jóvenes. Laura, al sentir en su rostro el tacto de las manos de Daniel acariciándole, creyó que su alma iba a salir de su cuerpo en cualquier momento. Al cabo de unos segundos, Daniel apartó sus labios de los de Laura y la miró. Ella, proseguía con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, como si el beso aún no hubiera finalizado. Daniel la miraba tiernamente, mientras seguía acariciando sus bellas facciones con sus pulgares. De pronto, Laura se abalanzó sobre él y volvieron a besarse con pasión.

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El capitán, que estaba cerca de ellos observando la escena, aunque no se habían percatado, dibujó una gran sonrisa en rostro. Sabía que su sobrina estaba en buenas manos.

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XXXV

Pasaron seis meses y el general Iglesias seguía sin aparecer. La situación de los refugiados era cada vez más alarmante. La falta de víveres y sanidad, convertían el lugar en una cripta que no dejaba de recibir a sus fallecidos. Cada día que pasaba, era una victoria ganada a la muerte. Durante el día, los milicianos habían vuelto a lanzar octavillas sobre el santuario. —“A los residentes todos en la Virgen de la Cabeza y en el Lugar Nuevo”—decía el encabezado—. “Si transcurridas dos horas no os

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entregáis a la Autoridad legítima que os rodea, seréis bombardeados. Firmado Lino Tejada, el alcalde de Andújar Pablo E. Colomé, el Capitán Jefe de la fuerza de operaciones Agustín Cantón y Diego Flores”. Y así ocurrió a las cuatro de la tarde. Un nuevo bombardeo, minó de bajas el santuario. Parecía increíble, que más de setecientas personas hubieran aguantado durante tanto tiempo de asedio indiscriminado. El mes de mayo de 1937, asomaba a las vidas de los refugiados. Eran las once de la noche, y Laura compartía con Daniel una magdalena y una pieza de fruta que le pertenecían de otro reparto. Los dos se mostraban alegres, algo que no encajaba con el resto de los allí presentes. Laura se había convertido en un gran apoyo para Daniel durante ese tiempo, y viceversa. Algunos refugiados se encontraban ya durmiendo mientras el capitán y otros hombres montaban guardia, vigilando los alrededores. Algunas mujeres que ese día habían perdido a algún familiar, proseguían con su pena y sollozaban de vez en cuando. Había sido un día muy duro. De pronto, algo llamó la atención de uno de los hombres que vigilaban la zona. — ¡Capitán, venga a ver esto!

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Cortés se dirigió hacia la posición del hombre y éste le señaló un punto en el monte. El capitán escudriñó el lugar pero no halló nada. — ¿Qué has visto? —Le preguntó intrigado. —Me pareció ver unas sombras moviéndose entre los árboles. —Ahora mismo no se ve nada, pero si vuelve a ocurrir avísame. El hombre asintió con la cabeza y el capitán volvió a su lugar. Mientras tanto, Daniel y Laura hablaban de las personas que se encontraban allí asediadas. —Esa mujer que está ahí se llama Lourdes—Le dijo señalándole a una de ellas—. Es de un pueblo cercano a Jódar, y su marido murió fusilado junto a su hijo—le explicaba. — No te he preguntado en todo éste tiempo, pero necesito hacerlo. ¿Qué pasó con tu familia? —Llegué aquí con dos hermanas mías, mi madre y mi tío. Una de mis hermanas murió unas semanas antes de que tú llegaras, mientras nos bombardeaban, junto a mi madre. —Lo siento. —Mi madre se llamaba Josefa y mi hermana Carmen. — ¿Y dónde está tu otra hermana? —Está arriba en el santuario; decidió quedarse allí porque estaban unos amigos suyos. Mi tío tiene un hijo también arriba, en el

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santuario, se llama Pedro, lo cuida una hermana suya, con la que no tiene trato. Aunque lo visita a veces. Yo me quedé aquí para no dejar sólo a mi tío. —Hiciste muy bien. —Aunque mi tío parezca un hombre de piedra, es muy sensible y todo esto le afecta mucho. Como yo suelo decir de él, aprendió a llorar para adentro—Le explicó Laura. —Me ha calado su paciencia, aunque a veces pierda los nervios como

todo

ser

humano,

su

serenidad

y

sobre

todo

su

responsabilidad. Siempre está pendiente de todo el mundo, y nunca descuida su labor de proteger a los demás. Apenas duerme, come ni descansa. Siempre está pendiente a cualquier riesgo. —Así es mi tío, yo estoy muy orgullosa de él— una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Laura. —Y no me extraña. — ¿Alguna vez te ha hablado de mí? —Sí, para decirme que cuidara de ti. — ¿Y qué le dijiste? — Le preguntó sonriendo. —Que sería mejor que tú me protegieras a mí. —Pues nos velaremos mutuamente. —Eso me gusta más.

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Ambos volvieron a besarse. De pronto, uno de los hombres gritó. — ¡A refugio!

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XXXVI

El capitán corrió hacia su posición para observar que pasaba, mientras los sitiados no daban crédito a lo que estaban escuchando. Cuando el capitán se acercó hasta el ventanal, una granada estalló cerca de él, haciéndolo volar por los aires y cayendo unos metros más atrás. — ¡¡Tíooooo!! — Gritó Laura desesperada. Apresuradamente, Daniel se puso en pié indicándole a Laura que no se moviera de su lugar. Comenzaron a sonar disparos y más granadas por el monte, mientras los oficiales y algunos hombres respondían a los disparos. Daniel corrió hacia Cortés y, agarrándolo por los hombros, lo arrastró como pudo hasta el lugar donde estaba Laura, recostándolo junto a ellos. - 143 -


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XXXVII

—Tío, dime algo, ¿cómo estás? — Le preguntó muy nerviosa. —Tranquila, estoy bien. Sólo un poco dolorido— Intentó tranquilizarla. Durante unos minutos más, los disparos no cesaron. De pronto, todo volvió a la calma. —Se retiran— Informó el Alférez Carbonell al herido capitán. —Muy bien, doblad la vigilancia por si vuelven— Le ordenó. Daniel se dispuso a desabrochar la camisa del capitán, pero éste no se dejó. —Santiago, tenemos que ver si está bien— Le dijo Daniel. —Estoy bien— Repuso muy serio. - 144 -


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—Tío, por favor. El capitán miró a su sobrina y se percató de las lágrimas que fluían de sus ojos. Asintiendo con la cabeza, comenzó a desabrochar los botones. Cuando terminó, Daniel le retiró la prenda para comprobar su estado y miró al capitán. Su pecho estaba totalmente morado. La explosión le había producido un fuerte traumatismo pectoral, y para Daniel no pintaba bien. Al ver el hematoma, Laura comenzó a llorar desconsoladamente. —Laura, no es nada; apenas me duele— Intentó calmar a su sobrina. —Tío, te pondrás bien. —Desde luego, no te preocupes. —Debería descansar capitán, dormir un poco— Le sugirió Daniel. —No, debo volver a mi puesto— denegó la propuesta abrochándose de nuevo los botones de la camisa—. Y no me llamo capitán, sino Santiago— recriminó a Daniel. —Tío, no. Pero el capitán tenía la decisión tomada. Se puso en pié no haciendo caso a las súplicas de su sobrina, y se colocó de nuevo la camisa por dentro del pantalón.

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—Cada hombre tiene cumplir con la misión a la que se ha prometido servir; ¿no es así Daniel? — Le preguntó recordándole la conversación entre ambos meses atrás. El joven asintió con la cabeza y el capitán se dirigió hacia su antigua posición, donde minutos antes había estallado la granada que le había herido. Mostraba una cojera que él se afanaba en disimular. Con esfuerzo, se apoyó en la pared y volvió a inspeccionar el horizonte. Una carraspera le vino y, tras escupir, comprobó que no era saliva sino sangre. Respiró hondo intentando tranquilizarse. Algo le decía que su muerte estaba próxima.

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XXXVIII

Daniel intentaba tranquilizar a Laura; muy nerviosa por el incidente de su tío. Con paciencia y caricias, el joven consiguió que la mujer durmiera tranquilamente recostada en su pecho. Pero Daniel pasó toda la noche observando al valeroso capitán. Ya por la mañana, todo parecía estar tranquilo. Finalmente, Daniel había conseguido dormir algunas horas. Laura se había despertado momentos antes, pero no se había movido de su posición para no despertar al joven.

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El capitán seguía en pié, observando el valle atentamente. Al comprobar eso, Daniel se puso en pié, y se acercó hasta él. — ¿Cómo se encuentra capitán? — Le preguntó preocupado. —Bien— Contestó escuetamente. Al mirarle a la cara, Daniel pudo percibir que le estaba mintiendo. Sabía que algo no iba bien, pues su rostro estaba totalmente pálido, y mostraba cierta curvatura en su pose debido a un posible dolor abdominal. Pero no le quiso insistir. —Pienso que debería descansar un rato, por la mañana todos estaremos atentos a cualquier incidente— Le sugirió Daniel. —Estudiaré su consejo. Daniel se dio la vuelta y se sentó de nuevo junto a Laura. No quiso presionar al capitán. — ¿Cómo se encuentra mi tío? — Le preguntó muy preocupada. —Muy bien, no fue nada. Está genial— mintió—. No te preocupes. Laura miró a los ojos de Daniel y percibió que le estaba engañando. —Mi tío se muere; ¿verdad?

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Daniel no fue capaz de responder a la pregunta de la mujer, y la abrazó fuertemente contra su pecho. Al ver como Daniel esquivaba responder a su pregunta, Laura comenzó a llorar nuevamente. El capitán observó a los dos jóvenes, y miró a los ojos de Daniel. Acto seguido, se dirigió con un cojera aún más acentuada hacia las escalinatas donde se encontraba el Alférez Carbonell. —Quiero subir al santuario— Dijo Laura. — ¿Para qué? — Le preguntó Daniel. —Quiero rezar a la Virgen de la Cabeza. Daniel sabía que estaba prohibido abandonar el refugio. Pero quería ayudar a Laura en su deseo y, poniéndose en pié, le animó a ir. Cuando el capitán vio que los jóvenes se acercaban, se interesó por ellos. — ¿Dónde vais? —Quiero subir tío, necesito llenar la cantimplora de agua y quiero ver a la Virgen. —No es buena idea, podría haber más tiradores repartidos por el monte. —No se preocupe Santiago, yo cuidaré de ella— Dijo Daniel.

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El capitán miró a los dos y, asintiendo con la cabeza, les permitió el paso. En todo momento observó como los jóvenes subían las escaleras y entraban en el santuario.

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XXXIX

Una vez dentro, Laura se dirigió hacia el altar pasando, junto a Daniel, entre la gente que allí se exiliaba. Cuando llegó a los pies de la Virgen, la joven se arrodilló y rezó en silencio. Daniel se postró junto a ella, e hizo lo mismo. A los pocos segundos, Laura habló en voz alta. —Señora de la Cabeza, no te pediré que ayudes a mi tío ni que nos salves la vida. Tú sabes que es lo mejor para los que aquí nos encontramos. Sólo quiero pedirte que lo hagas pronto y nos apartes ya de éste sufrimiento inhumano. Y si hemos de morir, acógenos a tu lado Madre de Dios. Y antes de marcharme, gracias por cruzar en mi

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camino a Daniel, y despertar en mí un sentimiento que nunca antes había sentido. Gracias por enseñarme lo que es el amor. Daniel la miró fijamente y dejó escapar una sonrisa. Acto seguido, la abrazó y le dio un beso en el cuello. La mujer rompió nuevamente a llorar, y el joven intentó consolarla. Cuando la pareja bajó de nuevo al refugio, se encontraron con una imagen de dolor.

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XL

El capitán se encontraba tumbado en el suelo, y algunos hombres se arremolinaban en torno a él. Tenía toda la camisa y la boca manchadas de sangre. Al ver el estado de su tío, Laura se abrió paso a empujones y se arrodilló ante él. Cogiendo su mano derecha, intentó hablar con él. —Tío, te quiero— Le dijo Laura intentando mantener la compostura para que él no estuviera más nervioso. —Laura, me muero— Le dijo a duras penas. —Te morirás físicamente, porque siempre vivirás en el recuerdo de todos los que estamos aquí, lo has dado todo por nosotros tío. Si

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hemos llegado hasta hoy, es por ti— Cada vez le era más difícil aguantar la emoción. Daniel observaba la escena en un segundo plano y, al igual que Laura, intentaba mostrarse fuerte. — ¿Dónde está Daniel? — Le preguntó a su sobrina. —Está aquí, tío. Daniel se acercó hasta la posición donde se encontraba Laura, y miró a los ojos del oficial. —Hola capitán. —He perdido la cuenta de las veces que te he dicho que me llames Santiago— Le repuso mostrando una falsa sonrisa—. Me hiciste una promesa. —Así es. —Espero que la cumplas, o te esteré esperando donde esté para ajustar cuentas contigo. —No se preocupe. El capitán comenzó a toser de manera preocupante, y nuevos borbotones de sangre salieron de su boca. Daniel abrazaba a Laura, mientras ésta apretaba con fuerza la mano de su tío. Los dos mantenían la compostura, no así los guardias civiles que se retiraron del lugar para desahogarse lejos de la escena.

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—Laura, te quiero— Dijo el capitán. —Y yo, tío— contestó limpiándose unas lágrimas de los ojos, pero manteniendo una falsa sonrisa en los labios—. Dale un abrazo a mis hermanos y a mis padres. Diles que les quiero mucho. —Estoy muy orgulloso de ti— Le dijo a Laura—. Dile a Pedro que le quiero mucho. En ese momento, el capitán comenzó a toser con más fuerza aún y, de pronto, su cabeza se desplomó hacia el lado derecho. El Capitán Santiago Cortés, había fallecido. Laura y Daniel rompieron entonces a llorar, descargando toda la emoción contenida. El rostro de todos los sitiados mostraba dolor y rabia por la muerte de la persona que más se había preocupado por salvar sus vidas. Todos se preguntaban como sustituirían la labor del valeroso capitán.

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XLI

Pasados unos minutos, los mandos se acercaron hasta el cuerpo de Cortés, y se dispusieron a trasladarlo hasta el lugar donde estaban el resto de fallecidos. La escena parecía una procesión; en primer lugar marchaban los dos tenientes con el cuerpo inerte del capitán, mientras los sitiados seguían sus pasos ordenadamente y en silencio hasta el final de la galería. Sólo los llantos y lamentos de algunas personas, entre ellas Laura, rompían el silencio sepulcral. El cuerpo del heroico capitán fue depositado al fondo, justo al lado de los niños, que tanto se había preocupado de proteger. Laura - 156 -


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entró junto a los civiles y dio un último abrazo a su tío. A los pocos segundos, todos abandonaron el lugar para intentar volver a la “normalidad”. Los tenientes estaban reunidos con el resto de sitiados explicando la situación. Mientras tanto, Laura y Daniel se hallaban en un lugar aparte. El joven consolaba a la mujer como podía, pues estaba destrozada moralmente. —No saldremos de aquí, ¿verdad? — Le preguntó angustiada. —No puedo responderte a eso. —Al menos dime que no me dejarás sola— Le pidió entre lágrimas y mirándole a los ojos. —Siempre estaré contigo. Los jóvenes se abrazaron nuevamente, y Laura se tranquilizó. —Bebe un poco de agua, te sentará bien— Le dijo Daniel entregándole la cantimplora. La muchacha bebió de ella, y dejó escapar una pequeña sonrisa. Daniel le devolvió otra, y se pusieron en pié para acercarse al resto de sitiados y saber de primera mano las instrucciones a seguir. Los tenientes coincidieron en que ahora más que nunca debían mantenerse unidos. Tenían que reponerse al duro golpe que había supuesto la muerte del Capitán Cortés a la mayor brevedad posible.

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Aunque no fuera fácil para muchos de ellos. Entonces, uno de los presentes aportó su opinión. —Creo que deberíamos valorar la opción de entregarnos. —Sabe la suerte que podríamos correr de hacer eso, ¿no es así? — Le preguntó el Alférez Carbonell. —Podríamos negociar la rendición. —Los

republicanos

no

negociarán

nada.

¿Cree

que

bombardearnos es una muestra de afecto? — Repuso el teniente ante la atenta escucha de todos. Los refugiados guardaron silencio, a sabiendas de que el alférez tenía razón. No sabían la suerte que podían correr de entregarse, pero las circunstancias hacían pensar que no saldrían bien librados. —El capitán dijo que vendría ayuda— Comentó Daniel. —Hace seis meses que Iglesias se marchó, y aún no ha regresado; ese tío no volverá, ahora estará tranquilamente en su casa habiéndose olvidado de nosotros— Recriminó uno de los hombres. —Eso no es así, nos han enviado víveres durante éste tiempo, y nos han informado de que se hicieron con la localidad de Porcuna. No están lejos de aquí— Contestó Carbonell. —De eso hace ya meses, cuando lleguen aquí no quedará de nosotros más que cuerpos putrefactos— Dijo de nuevo el hombre.

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—Está bien. Los que sean partidarios de entregarse, que se entreguen— Dijo tajantemente el Teniente Porto. Todo el mundo guardó silencio y se miraron entre ellos, esperando que alguien diera el primer paso. Pero todos se mantuvieron en su sitio. Pasados unos segundos, el Alférez Carbonell volvió a tomar la palabra. —Creo que la idea de la rendición queda desestimada, por lo tanto aguardaremos la llegada de refuerzos luchando con todas nuestras fuerzas. Todos asintieron con la cabeza, y los oficiales se dirigieron hacia un lugar aparte para valorar la situación entre ellos. Daniel y Laura se quedaron con el resto de refugiados para saber que pensaban el resto de sitiados. Al cabo de unos minutos, y armándose de valor, puso rumbo hacia el santuario para informar a Pedro Cortés del fallecimiento de su padre. Daniel quiso acompañarla en esa amarga tarea, y caminó a su lado abrazándola en todo momento. El periodista, mantenía la compostura

heroicamente

para

que

Laura

pudiera

apoyarse

emocionalmente en él. Pero la pérdida del capitán, había sido un duro golpe a sus esperanzas, y se maldecía por no haberle contado su verdad

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al hombre más valiente que había conocido. “Ahora, seguramente, ya sabrá todo sobre mí”, pensaba para sí mismo el periodista.

El día pasó y la noche se cerró en el valle del Jándula. Laura estaba muy abatida por la muerte de su tío, y Daniel estuvo todo el día intentando animarla. Pedro, de apenas diecisiete años, al conocer la noticia de la muerte de su padre, se limitó a guardar silencio. Ni tan siquiera los abrazos que Laura le ofreció le animaron a mostrar sentimiento de dolor alguno. El joven, pasados unos minutos junto a los jóvenes asimilando la fatal noticia, se adentró de nuevo en el santuario para reunirse con el resto de los sitiados. “Es la viva imagen de su padre, y no sólo físicamente”, pensó Daniel al comprobar la actitud del adolescente. Había conseguido que la joven durmiera unas horas, momento que el aprovechó para recoger agua de la fuente, y desahogarse por fin a solas, en las escalinatas que subían al santuario.

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XLII

Eran las doce de la noche y todo estaba en calma. Algo que no le gustaba a nadie de los allí presentes. Una veintena de hombres vigilaban los accesos a la zona sitiada, mientras alguna gente descansaba. En el silencio de la noche, sólo se escuchaba el llanto de una niña pequeña, a la que su madre intentaba tranquilizar. De pronto, un disparo resonó en la noche. Todos guardaron silencio, en alerta, por si se sucedían más. Al cabo de unos segundos, otro disparo hizo que algunos de los allí presentes comenzaran a ponerse a resguardo. Pero no dio tiempo a mucho más. En medio de un gran revuelo en el monte, los republicanos comenzaron a disparar hacia - 161 -


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el refugio y al santuario con sus fusiles, lanzando granadas y con fuego de mortero. Algunos obuses impactaban ya contra la galería donde se refugiaban, creando nuevamente el desconcierto entre los sitiados. Los hombres encargados de la vigilancia comenzaron a responder a los disparos, pero algunos de ellos cayeron heridos al suelo. El pánico comenzó a cundir cuando el Teniente Porto hizo una observación. — ¡¡Todo el mundo a cubierto, suben carros blindados T-26!! — Gritó desesperado. El oficial observó como varios carros blindados subían por la pendiente del monte en dirección al santuario. En ese momento, el Alférez Carbonell se acercó hasta él. —El infierno empieza aquí— Le dijo muy serio el teniente. Cuando Daniel escuchó esas palabras un escalofrío recorrió su cuerpo, y miró fijamente a los dos mandos, que se encontraban de espaldas observando la horrible escena. Eran las mismas palabras que había oído en aquella psicofonía, justo antes de llegar hasta Lugar Nuevo. Pero, ¿por qué motivo? —Vienen con todos los hombres— Le respondió el alférez—. Creo que es el fin. Una vez más, reconoció esa frase, al igual que tantas otras que no había recordado anteriormente, y que ahora volvían a su mente, como

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rayos de luz en la oscuridad. ¿Qué tenía que ver Bélmez con el asedio al santuario? ¿Por qué esas psicofonías recogidas en la Casa de las Caras, rememoraban algunos sucesos de la guerra civil? Pero la situación no permitía a Daniel pensar mucho en el tema, era más importante salvar su vida y, sobretodo, la de Laura. —No se harán con nosotros sin luchar. El alférez asintió con la cabeza y, rápidamente, se encaminaron hacia el fondo de la galería. Los sitiados comenzaron a desperdigarse por el lugar intentando salvar la situación. De pronto, uno de ellos, atisbó un lugar por el que podían subir por la ladera, para intentar guarecerse en el santuario. Rápidamente, el teniente ordenó que subieran por ella y se dirigieran hacia arriba. Las granadas seguían explotando tras ellos, y la situación empeoraba cada vez más. —No me dejarás sola, ¿verdad? — Le preguntó Laura a Daniel muy asustada. —Nunca. En ese momento los dos jóvenes comenzaron la ascensión al santuario. Los republicanos centraban todos sus esfuerzos en invadir la galería, pues aún no eran conscientes de la huída de los refugiados.

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El Comandante Nofuentes quedó amarrado en el lugar donde estaba, y el impacto de una granada hizo que multitud de piedras y escombros cayeran encima de él, sin poder protegerse. En unos minutos, los refugiados llegaron hasta el santuario y se protegieron en su interior. La escena dentro no era mucho mejor que en la galería. Niños llorando, mujeres nerviosas, hombres esperando el ataque final para defenderse. Era un auténtico caos. Cuatro hombres se dirigieron entonces hacia el lugar donde estaba la imagen de la Virgen de la Cabeza, y la cargaron fuera del santuario. — ¿Dónde llevan la imagen? — Preguntó una mujer al ver la acción. —Van a esconderla, los republicanos la destruirían— Le informó un hombre—. Todos juramos protegerla si el santuario era tomado. — ¿Y adónde la llevan? — Preguntó Laura observando la escena. —Eso es algo que sólo sabían Cortés, y los hombres que la cargan, para que nadie pudiera decir su paradero bajo presión— repuso el desconocido. Daniel abrazaba a Laura con todas sus fuerzas. La mujer, a pesar de sentirse protegida entre los brazos del periodista, estaba temblorosa. Sentía un pánico tremendo.

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Los disparos y el ruido de los carros de combate se escuchaban cada vez más cerca. Hasta que, de pronto, una explosión hizo que la puerta de entrada al santuario se viniera abajo, echando al suelo a una multitud de personas. El revuelo en el interior era indescriptible. Los refugiados se agolpaban para intentar disuadir las balas que entraban por todas partes, y saltaban unos encima de otros intentando encontrar alguna salida. Muchos hombres quedaban en el suelo tirados, mientras una multitud pasaba por encima de ellos aplastándolos. La tragedia comenzaba a mascarse, y los allí presentes eran conscientes de que ese santuario iba a convertirse en la tumba de muchos de ellos… Por no decir de todos. Los republicanos ascendían por las laderas imparables; mientras, desde la puerta, algunos de los guardias civiles junto a otros hombres intentaban disuadir con sus pistolas y rifles a los asaltantes. Pero era totalmente inútil. Muchos de los defensores caían abatidos por las granadas y las balas del bando contrario. Por la puerta de atrás del santuario, comenzaron a escapar algunos refugiados; pero la milicia republicana ya había previsto esa escapatoria y les estaban esperando. Los disparos se multiplicaron y muchos refugiados comenzaron a caer desplomados al suelo. Las mujeres intentaban proteger a sus hijos

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con el cuerpo, pero éstas no tardaban en caer malheridas al embaldosado. Daniel, viendo que era imposible la escapatoria, decidió retroceder dirigiéndose de nuevo hacia el edificio. A los pocos minutos, los soldados republicanos entraron en el santuario y acabaron con la vida del Alférez Carbonell y los demás guardias civiles. Sin dudarlo un momento, comenzaron a abrir fuego contra algunos de los refugiados. Otros se entregaban voluntariamente, y eran dirigidos hacia el exterior. Una vez fuera, los llevaban hasta una de las paredes exteriores del santuario y, allí mismo, eran fusilados. Las intenciones del bando republicano quedaron bien claras con esa actitud, y las órdenes que habían recibido… Había que arrasar el santuario, sin importar las vidas humanas. — ¡Todo el mundo quieto! — Gritó uno de los republicanos disparando al aire.

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XLIII

Pero el revuelo organizado, y el temor a morir abatidos, impedían que los refugiados guardaran un mínimo de orden. Daniel observó una puerta al fondo y, rápidamente, echó a correr hacia ella con Laura bien agarrada. Los disparos seguían retumbando en el interior del santuario, mientras los gritos aumentaban. Cuando abrió la puerta, Daniel se percató de que se trataba de la sacristía del santuario. Entró en ella, y cerró la puerta. El joven abrazó a la mujer y ésta comenzó a llorar desconsolada. —Vamos a morir— Decía angustiada la joven.

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—No hoy— Le repuso Daniel viendo una puerta al fondo—. No hoy— Volvió a repetir apretando los dientes. Rápidamente el joven se acercó hasta la puerta y, lentamente, la abrió un poco para observar el exterior. Comprobó que los republicanos se agolpaban mucho más a la izquierda, cerrando el paso a los que intentaban huir por la puerta anterior. El camino parecía estar despejado. —Vamos, podemos salir por aquí— Le indicó a la joven. Ésta se acercó hasta él y, dándole la mano, asintió con la cabeza en muestra de aprobación. Lentamente, sin confiarse demasiado, Daniel abrió un poco más la puerta y volvió a mirar a los alrededores. Ambos se agacharon, y salieron al exterior cerrando la puerta tras ellos. Daniel no sabía si bordear un poco más el santuario o dirigirse campo abajo, por lo que volvió a estudiar la zona en la medida de lo posible. La oscuridad de la noche, acentuada por las nubes que poblaban el cielo, hacía más difícil aún la situación. De pronto, vio como un soldado republicano se situaba a unos cincuenta metros a su derecha, por lo que rápidamente se echaron al suelo escondiéndose tras unos arbustos. El soldado comenzó a alumbrar

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la zona con su linterna, pero no vio a los jóvenes, por lo que decidió marcharse. —Bajaremos campo a través, e intentaremos llegar hasta Andújar— Dijo a Laura. —Te sigo— Le contestó dejando escapar una sonrisa forzada. Armándose de valor, el periodista comenzó a caminar hacia abajo, agarrando en todo momento la mano de su pareja. Ambos iban encorvados en la medida de lo posible, intentando esquivar los obstáculos que había a su paso. El miedo hacía que Daniel mirara a su alrededor con mucha frecuencia, creyendo que alguien les seguía.

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XLIV

A los pocos minutos, el camino se allanaba y permitía caminar con mayor ligereza, aunque perdían la protección que el follaje de la zona les proporcionaba. De pronto, Daniel vio el cuerpo de un guardia civil tirado en el suelo. A toda velocidad se acercó hasta él, y Laura gritó horrorizada. El cadáver estaba en descomposición, y los gusanos se esparcían por todo el rostro. Daniel leyó la chapa de identificación del oficial. —Teniente Ruano Beltrán.

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—Desapareció cuando comenzó el asedio, todos esperábamos que estuviera así— Le comentó apartando la mirada del cuerpo. Daniel comprobó que el guardia civil portaba una pistola en su cinturón. Sin parar a pensárselo dos veces, la desenfundó y se hizo con ella. Abrió la culata y se cercioró de que estaba cargada. —Tenemos ocho balas— Le dijo a Laura. La joven asintió con la cabeza y observó desde el valle la posición del santuario. Horrorizada, comprobó como una enorme nube de humo se levantaba hacia el cielo, y una multitud de incendios iluminaban toda la zona. El santuario estaba casi derruido. Los gritos de los refugiados no es escuchaban desde la lejanía, aunque los disparos y bombardeos, débilmente, seguían resonando en el silencio de la noche. La techumbre del edificio estaba totalmente destruida, al igual que gran parte de los muros. Se observaban luces que subían por una carretera contigua, y el sonido de los cazas republicanos volvía a inundarlo todo. Unas lágrimas cayeron por el rostro de la joven. Daniel se acercó hasta ella e intentó sacarla del trance en el que se encontraba, dándole un tirón del brazo. —Vamos, no debemos quedarnos aquí mucho tiempo.

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La joven dio la vuelta y nuevamente comenzaron a caminar por el valle buscando un lugar seguro. Cuando hubieron caminado apenas unos doscientos metros, alguien gritó en la lejanía. — ¡¡Quietos no se muevan!! — Gritó un soldado republicano en la noche.

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XLV

Daniel se detuvo y, tras ordenar a Laura que se tumbara en el suelo, comenzó a apuntar a los alrededores intentando encontrar al enemigo. — ¡¡Tire el arma!! — Gritó otro. Los nervios de Daniel aumentaban por segundos. Las manos le temblaban, y no conseguía encontrar la posición de los republicanos. Apuntaba a todas partes, buscando algún movimiento que pudiera guiarle en su defensa. Tan nervioso estaba el joven que, sin querer, apretó el gatillo dejando escapar una bala en la oscuridad. De pronto, un nuevo disparo resonó en el silencio y Daniel cayó al suelo. La bala había impactado en su pierna derecha haciéndole perder el equilibrio. - 173 -


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— ¡Daniel! — Gritó llorando Laura mientras se abrazaba a él. —Estoy bien, no te preocupes— Intentó tranquilizar a la mujer. Acto seguido, cinco soldados republicanos aparecieron entre la oscuridad y comenzaron a acercarse hacia ellos, apuntando con sus rifles a los indefensos desertores. — ¡No hagan ningún movimiento o dispararemos! — Gritó uno de ellos acercándose aún más a su posición. Los dos jóvenes fueron invadidos por el pánico, y Daniel intentó hacerse nuevamente con la pistola que se encontraba en el suelo a pocos centímetros de él. Pero, rápidamente, uno de los soldados le dio una patada al arma alejándola de su posición. Otro de ellos, comenzó a apuntar a la cabeza de Daniel, mientras su compañero apartaba a Laura de él. — ¿Cómo se llaman? — Preguntó uno de los soldados a los jóvenes. —Daniel. —Laura. —Que nombre más bonito— Dijo el soldado que tenía apresada a la mujer—. Esposadle— Ordenó a uno de sus compañeros señalando al periodista.

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El soldado hizo lo que se le ordenó, no sin que Daniel opusiera una cierta resistencia. Sus manos fueron esposadas por detrás de la espalda, impidiendo cualquier movimiento agresivo del joven. Después, de una patada en el estómago, lo tumbó en el suelo. —A él lo mataremos, pero, ¿qué hacemos contigo? Eres muy guapa— Dijo el soldado que parecía tener el mando acercándose a la apresada mujer y acariciando su rostro. — ¡¡No la toques!! — Gritó enfadado Daniel. La joven apartó la cara en prueba de desaprobación, y el soldado comenzó a reír. —Me gustan las mujeres con carácter— Volvió a dirigirse a Laura. Ésta, muy nerviosa y asustada, comenzó a llorar. —No nos hagan daño, por favor— Le suplicó al soldado. —Solo te dolerá si pones resistencia— Contestó. — ¿Cómo dice? — Preguntó la joven aún más nerviosa. Con un gesto de su mano, dos de los solados tumbaron en el suelo a la joven en medio de sus gritos desesperados. El mando comenzó a quitarse el cinturón y a desabrocharse los pantalones,

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mientras otro de los soldados arrancaba a estirones el vestido de la joven. A los pocos segundos, el cuerpo desnudo de la joven fue observado por los republicanos.

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XLVI

— ¡¡Nooooo, hijo de putaaaaaa!! — Gritaba desesperado Daniel, que no podía hacer nada por ayudarla. La joven lloraba desesperada y gritaba auxilio con tantas fuerzas, que incluso su voz se resquebrajaba. Dos soldados aguataban con todas sus fuerzas los brazos abiertos de la joven, mientras el mando comenzaba a lamer los pechos de Laura. El soldado que apresaba a Daniel, asestó otra patada en su estómago para reducirlo, debido a que el joven oponía mucha resistencia. A los pocos segundos, el mando se desprendió de sus calzoncillos y dejó al aire su miembro viril. - 177 -


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—Eres muy jovencita, ¿sabes qué es esto? — Le preguntó burlonamente a la desesperada mujer, ante la risa de sus compañeros. — ¡El segundo fusil del sargento! — Gritó sonriente uno de los milicianos, refiriéndose al pene de su superior. Acto seguido; el mando se tumbó encima de Laura y, de un fuerte empujón, introdujo su pene en la vagina de la joven, comenzando a violarla. Laura gritó de dolor, y Daniel seguía insultando al republicano y llorando indefenso por no poder evitar el sufrimiento por el que estaba pasando la joven. Los gemidos de placer del mando, y las risas de sus compañeros, sólo eran ahogados por los gritos secos de la mujer, que se acentuaron aún más, cuando el agresor decidió morder uno de los pezones de la joven, produciéndole una herida. A los pocos minutos, el mando dejó de moverse, exhalando el aire en la cara de la joven tras eyacular. —Dadle la vuelta— Ordenó a sus hombres. Los soldados persistieron en sus risas mientras colocaban a duras penas a la mujer boca abajo. El mando miró a Daniel, y le escupió en la cara.

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—No te pierdas esto— Le dijo al periodista burlonamente. —Hijo de puta. —Tu novia sí que es puta, y voy a follarla como a una buena puta— Volvió a reírse en la cara del indefenso joven. Sin dar tiempo a réplica, el mando se abalanzó encima de la joven y de otro fuerte empujón, introdujo su pene en el ano de la joven. Laura gritó angustiada, dolorida, apenada… Estaba viviendo la peor pesadilla de su vida. Los soldados no dejaban de reír observando la escena, mientras Daniel lloraba desconsoladamente. Al cabo de unos minutos, el mando se puso en pié. —Ha sido estupendo— Dijo a sus hombres acentuando aún más sus risas. Los soldados que apresaban a la mujer la soltaron y, ésta, quedó tumbada totalmente desnuda boca abajo sin poder moverse. El mando se colocó de nuevo los pantalones, y se acercó hasta Daniel. — ¿Qué te ha parecido joven?, ¿crees que has aprendido algo? Las risas se acentuaron aún más. Daniel miraba a la desconsolada Laura, y apretaba sus dientes con fuerza, impotente por no haber podido ayudarla.

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— ¿Qué hacemos con ellos sargento? — Preguntó uno de los soldados. —Matadlos. Uno de los soldados se acercó hasta la posición de Daniel y se dispuso a disparar en la cabeza del joven, pero el sargento le detuvo. —Primero a ella, que el jovencito vea como muere su novia. Cumpliendo las órdenes de su oficial, el soldado se acercó hasta la joven, la puso en pié de un fuerte agarrón con la ayuda de otro compañero, y acercaron a la joven hasta la posición de Daniel. La arrodillaron ante él, y apuntaron a su cabeza. —Te amo— Le dijo Daniel llorando y mirándola a los ojos. La joven, con el pelo alborotado tapándole un poco la cara, alzó un poco la cabeza y le devolvió la mirada. —Yo también te amo. Hasta pronto— Contestó llorando la joven. Un disparo salió del fusil del soldado, incrustando una bala en el cráneo de la joven. La cabeza de Laura se precipitó hacia adelante violentamente, manchando de sangre la cara de Daniel. El muchacho comenzó a llorar aún más desconsolado, observando el cuerpo inerte de la joven tumbado en el suelo. —Sois unos hijos de puta, asesinos, ¡criminales! — Gritó alterado Daniel.

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—Muchas gracias— Contestó un soldado apuntándole con una pistola a la cabeza. Y un nuevo disparo resonó en la noche, haciendo que Daniel se desplomara automáticamente en el suelo, junto al cuerpo de Laura.

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XLVII

— ¡Daniel, oiga! — Gritó Isabel justo al lado del joven. Éste, asustado, dio un gran salto del lugar en el que se encontraba. Al abrir los ojos, se percató de que se encontraba en la casa de Bélmez, sentado en el sillón del salón. —Al final se durmió— Dijo sonriente Isabel al ver la cara del periodista. — ¿Qué hago aquí? — Preguntó desconcertado. — ¿Qué hace aquí? ¿No sabe dónde está? — Le preguntó intrigada.

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—Sí, es la Casa de las Caras, pero…— Daniel se detuvo a pensar durante unos segundos, y suspiró hondo recostándose de nuevo en el sillón— ¿Todo ha sido una pesadilla? —Seguro, debió dormir toda la noche. No ha probado la tortilla que le traje— Dijo Isabel al observar la bolsa. —Pero era tan real… —Es lo que tienen las pesadillas. La mujer se adentró en la casa, mientras el periodista reposaba unos segundos en el sillón. Como si de un sueño se tratara, por su mente circulaban los recuerdos de tan enigmática vivencia. — ¿Le preparo un poco de café? — Le preguntó la mujer desde la cocina. —Sí, muchas gracias. Daniel cogió la botella de agua que había en la mesa, y tomó un trago. Volvió a dejarla en la mesa y, acto seguido, Isabel entró en el salón con dos vasos de café. —Es soluble, espero que no le importe. —No se preocupe— Dijo Daniel cogiendo el vaso de manos de Isabel. Cuando probó el cálido líquido, tuvo una sensación extraña. Era como si algo dentro de él aún continuara en el santuario. Y más aún,

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cuando cogió una pequeña magdalena que Isabel había colocado en la mesa junto a la infusión. Lentamente, Daniel quitó el envoltorio y observó el dulce atentamente. Su mente volvió a recordarle cuanto había vivido en su sueño. Recordaba al pequeño que lloraba pidiendo algo de comer, el aprovisionamiento de víveres y, cómo no, aquella primera magdalena que Laura compartió con él. —No es del día, pero se puede comer. No hay muchas panaderías por aquí. A su mente, vino el recuerdo de aquel instante, y Daniel dejó escapar una leve sonrisa. Isabel, extrañada por la actitud del periodista, lo observaba atentamente sin pronunciar palabra alguna. De pronto algo llamó la atención de Daniel. — ¿Usted ha llenado esa botella? — Le preguntó. —No— contestó mirando la botella que Daniel le señalaba—. Nada más llegar, extrañada por la hora que era y usted no abría la puerta, entré con mis llaves por si le había pasado algo; entonces le encontré dormido y le desperté— Le explicó la señora. —Esa botella…— Dijo mirándola fijamente. — ¿Qué le ocurre a esa botella? — Preguntó intrigada la mujer al ver la cara del periodista.

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—Cuando usted me trajo la cena, yo estaba despierto— comenzó a explicarle Daniel mientras caminaba nervioso por el pequeño salón. —Claro. —Y esa botella estaba vacía— Dijo poniéndose en pié. — ¿Qué le ocurre? — seguía sin entender nada la intrigada dueña de la casa. —Todo empezó cuando usted se fue y yo fui a llenar esa botella a la cocina— Explicaba Daniel mientras salía al pasillo e Isabel lo observaba desde la mesa—. Y entonces escuché a esa niña y… El silencio se hizo en la casa, y Daniel se quedó inmóvil. Isabel, aún más extrañada por la actitud del periodista se acercó hasta él. Daniel cogió un marco que estaba encima de un pequeño mueble a la entrada, y lo observó detenidamente. De pronto, unas lágrimas comenzaron a brotar de los ojos del joven, que no pasaron desapercibidas para Isabel. Los dedos de Daniel comenzaron a acariciar suavemente la fotografía que tenía en su mano izquierda, mostrando cierto temblor. — ¿Se encuentra bien? — Le preguntó asustada. — ¿Esta mujer de la foto… Se llama Laura? — Le preguntó muy serio y emocionado.

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—Así es, ¿cómo sabe eso? — Preguntó aún más asustada la mujer. — ¿Quién era? —Mi sobrina nieta. Las lágrimas comenzaron a acentuarse en los ojos del periodista, y la mujer lo miraba extrañada. —Ella murió en el Santuario de la Virgen de la Cabeza durante la guerra civil; ¿no es así? — Preguntó a la boquiabierta Isabel. —Sí. —Ella, su madre Josefa y su hermana Carmen. Junto a su tío, el valiente Capitán Santiago Cortés. El vaso de café que portaba Isabel entre sus manos resbaló por sus dedos, cayendo al suelo. — ¿Cómo sabe todo eso? — Le preguntó con los ojos empañados en lágrimas. —Porque ésta noche he estado allí.

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XLVIII

Isabel rompió a llorar sin poder contener la emoción. No sabía muy bien que era lo que el periodista le quería decir, pero los datos que estaba aportando no se los habían comunicado en ningún momento. Además, al ver la cara con que el periodista miraba la fotografía de Laura, algo le decía que no se trataba de ninguna broma. — ¿Qué quiere decir con eso? — Le preguntó muy asustada. —Anoche, mientras llenaba la botella de agua, escuché los llantos de una pequeña de unos seis años; se llamaba Ángela… —Morena, con los ojos verdes, y muy inquieta. —Eso es; su madre se llamaba…

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—María José — Volvió a interrumpir al periodista, que asintió con la cabeza—. Esa niña, era la sobrina de mi marido, y María José su hermana… Cuando la guerra estalló, mi marido se encontraba aquí en Bélmez y ella fue trasladada a Andújar. Se refugió allí con toda su familia, pero mi marido no pudo seguirles. Todos murieron allí. Daniel guardó silencio durante unos segundos, observando los ojos llorosos de Isabel. La emoción comenzaba a embargarle a él también. —Prosiga, por favor— Le animó la mujer. —Esa niña se abalanzó hacia mí, y me encontré en el santuario… Junto a los refugiados… — ¡Eso es imposible, usted me está mintiendo, está jugando conmigo! — Gritó incrédula la señora muy alterada. —Le juro que no… Justo más al fondo, colgado de la pared, había un retrato del Capitán Santiago Cortés. Y se decidió a descolgarlo. Isabel observaba las acciones del periodista, pero no quiso interrumpir su labor. Daniel se acercó hasta la hornacina donde se encontraba la teleplastia conocida como El Pelao, y colocó el cuadro justo al lado.

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Cuando Isabel comprob贸 el inmenso parecido entre el rostro aparecido en la casa y el retrato de su familiar, la mujer cay贸 desplomada al suelo.

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XLIV

—Cariño, ¿estás bien? — Le preguntó Antonio a su mujer nada más abrir ésta los ojos. —Son ellos, Antonio— Le dijo volviendo a llorar. — ¿Ellos?, ¿qué dices? Daniel observó como Isabel miraba a su alrededor buscando semejanzas entre los rostros allí aparecidos, y sus familiares fallecidos. —Nuestra familia, nuestra sangre— Respondió la mujer ante la atónita mirada de su marido—. Santiago, Laurita… Ángela.

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Los ojos del hombre se humedecieron de lágrimas, y Daniel se puso en pié. Comenzó a recoger sus cosas, entre ellas las grabadoras. Una vez rebobinadas, las introdujo de nuevo en la mochila. —Creo que he terminado con mi labor aquí— Dijo Daniel al matrimonio. — ¿No se quedará a comer? — Le preguntó Antonio. —No, muchas gracias; creo que tienen muchas cosas de las que hablar. Leerán mi artículo en la revista y escucharán el programa el próximo jueves, espero que les guste. —Seguro que sí— Respondió Isabel mirándole sonriente. —Hasta otra, y muchas gracias por su hospitalidad. —De nada, vaya usted con Dios— se despidió Antonio. —Igualmente— respondió Daniel. —Puede volver cuando quiera, siéntase en su propia casa— repuso Isabel desde el sofá en el que se encontraba, intentando recuperarse de la emoción vivida. —Muchas gracias, cuídense— acertó a decir Daniel, visiblemente emocionado. El periodista abandonó la vivienda y cerró la puerta tras él. Miró al cielo despejado y suspiró profundamente, dejando escapar unas lágrimas. El recuerdo de su vivencia estaba aún muy reciente, e iba a

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costarle volver a su vida normal. Esa experiencia marcaría su vida para siempre. Caminó hacia la plaza donde había aparcado su vehículo el día anterior, y en ella se detuvo a tomar un café sentado en una terraza. De su mochila sacó una de las grabadoras y leyó la etiqueta que tenía pegada en el lateral. —“Salón”— pensó para sí mismo. Tras pedir su consumición, rebobinó la cinta y se colocó los auriculares. El camarero puso el humeante café con leche delante de él, y volvió a introducirse en el bar. Daniel accionó el botón de play, y escuchó la cinta mientras observaba a unos niños jugando en unos columpios. Inevitable fue de nuevo recordar a esos pequeños, huérfanos algunos, que correteaban por las galerías del santuario. Aunque con más fuerza aún, le sobrevino el recuerdo de tantos críos fallecidos en la improvisada cripta. Intentando aguantar la emoción nuevamente, Daniel respiró hondo y enjugó su boca con el vaso de agua que el camarero le había dejado encima de la mesa junto al café. La cinta no parecía haber registrado sonido alguno. Nada interrumpía la concentración del periodista.

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Justo en la mesa de al lado había un periódico, y el joven lo recogió para ojearlo. Mientras tomaba el café, leía las últimas noticias de la provincia, mientras esperaba escuchar algo en la cinta. En las páginas interiores, como si de una señal se tratara, se mostraba la noticia de llegada de un nuevo rector al santuario, el Padre Isidro Murciego, de la Orden Trinitaria. Daniel observó atentamente la fotografía que precedía el artículo, y que mostraba una panorámica de la edificación. —“La reconstrucción fue muy buena. Es prácticamente idéntico al original”— pensó para sí mismo. De pronto, algo hizo que detuviera la grabadora y la rebobinara un poco. Se trataba de una voz lejana, que decía algo. Muy débil, apenas pudo descifrar lo que decía. Volvió a retroceder y subió algo más el volumen. Aunque con mejor claridad, el mensaje seguía sin ser lo suficientemente claro. El joven se puso en pié rápidamente y se dirigió hacia su vehículo, no sin antes dejar una moneda de dos euros encima de la mesa. Abrió su coche y tomó asiento en él, volcando cuanto había en la mochila en el asiento del copiloto de manera apresurada. De entre las cosas, recogió el frontal extraíble de la radio, y lo colocó en su lugar,

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encendiéndola. Era una grabadora moderna de minidisco, por lo que tras sacarlo, lo introdujo en el equipo del coche. Puso el volumen mucho más alto de lo que permitía la grabadora, y adelantó el contenido hasta el minuto diez. No se escuchaba nada, pero el joven seguía atento. En cualquier momento esa voz debería oírse nuevamente. Volvió a subir un poco más el volumen, colocándolo en el máximo, y siguió esperando. Pero no mucho más. De pronto, Daniel reconoció la voz y el mensaje grabado en ella. —Daniel, te amaré siempre. El periodista, tras escuchar las palabras de Laura, comenzó a llorar. Cortó el equipo, y golpeó enojado el volante del vehículo. Tras unos segundos de silencio, en los que Daniel intentó relajarse, éste cerró la puerta del coche y arrancó. La pena se reflejaba en su rostro, y el recuerdo de Laura se había acrecentado tras escuchar ese mensaje. A toda velocidad, abandonó el pueblo y se perdió en la carretera. Su cabeza era torbellino de ideas y pensamientos, a los que no conseguía encontrar una solución.

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El vehículo de Daniel circulaba a toda velocidad por la carretera plagada de curvas. A los lados, se levantaba un espeso monte, plagado de encinas, robles y pinos piñoneros. La calzada era muy estrecha, pero el asfalto estaba en perfectas condiciones. De pronto, una imagen familiar se le presentó justo enfrente tras tomar otra curva; el Santuario de la Virgen de la Cabeza. Daniel lo miraba fijamente, conduciendo prácticamente por inercia. El periodista mostraba una mirada perdida en el horizonte, con las manos y la frente muy sudadas.

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A los pocos minutos, aparcó su vehículo en la plaza de Lugar Nuevo. Justo a su izquierda, nacían los escalones de piedra que llevaban hasta el santuario de la Virgen jiennense. Había una gran multitud de personas, debido a la noticia que había leído un par de horas antes en Bélmez. A los pies de la escalinata, observó varios puestos de venta ambulante, que los turistas y romeros visitaban en busca de algún recuerdo. Con una lentitud pasmosa, escudriñando todo a su alrededor, Daniel comenzó a subir los empinados escalones. Aunque la zona se mostraba muy cambiada desde la guerra civil, eran innumerables las cosas que le recordaban lo que había vivido ahí, “sólo horas antes”. Mientras subía, en su mente, se reproducían como una película las imágenes de los soldados republicanos en el valle. Incluso creía oír a los refugiados un poco más arriba. Un cohete, lanzado por uno de los romeros, hizo que Daniel se sobresaltara y se arrodillara en el suelo asustado. Dos turistas que subían junto a él, se acercaron hasta el periodista y le ayudaron a levantarse. — ¿Se encuentra bien, joven? — se interesó por él uno de los hombres.

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Daniel se puso en pié, mientras de fondo seguían estallando algunos cohetes. Miró un momento a los desconocidos, se limpió un poco el pantalón, y prosiguió su ascenso sin mencionar palabra alguna. De pronto, Daniel se detuvo en un escalón. Miró a su derecha y observó una galería que había sido sellada con barrotes de hierro. Su galería. Al mirar junto a la entrada, una placa de piedra incrustada en una pared, llamó su atención. — Aquí cayó mortalmente herido el heroico Capitán Cortés. El 1º de Mayo de 1937, cuando fusil en mano defendía el Santuario— Leyó la placa el periodista—. Gracias a Dios la historia ha reconocido su esfuerzo inhumano— pensó para sí mismo. Al mirar entre los barrotes, observo un túmulo de mármol con flores frescas encima. Tras él, colgaba una cruz y una bandera española. Y frente a él, en letras doradas, un nombre: Capitán Santiago Cortés. —No pudieron elegir mejor lugar para enterrarlo. Miró a su izquierda, y entró a la galería donde había permanecido encerrado durante meses. Los peregrinos la habían convertido en una cripta, donde las ofrendas se amontonaban a la derecha y al fondo. Justo a la izquierda, sobre unas largas estanterías metálicas, se hallaban cientos de velas encendidas junto a una réplica de la Virgen de la Cabeza,

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de dimensiones más reducidas. El tránsito de turistas en su interior era continuo. Muchos de los visitantes, no sabían tan siquiera la historia que encerraba esa zona del santuario. Para muchos, solo se trataba de una simple galería donde los peregrinos dejar sus ofrendas a la Virgen.

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Nada más poner un pié en ella, Daniel creyó ver a la multitud aglomerada contra uno de los rincones. Al Capitán Cortés asomado al mirador que aún se conservaba a su izquierda. Todo era tan reciente y, a la vez, tan lejano… Daniel caminó por la galería, observando que en los techos aún se distinguían los agujeros provocados por la caída de bombas. Eran como enormes ventanales al cielo despejado.

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Caminó un poco más, intentando adentrarse en ella y llegar al lugar donde depositaban los cuerpos de los fallecidos, pero una pared cortó su paso. —Ha sido tapiada— pensó en voz alta. Tras tocar la pared durante unos segundos, volvió sobre sus pasos. El periodista besó la placa, homenajeando así al capitán, y respiró hondo aguantando la emoción. Frente a él, se encontraba el escalón donde tantas conversaciones habían compartido con Laura. Donde tantas veces, se había sentado para desahogarse... —Es lo más bonito que me han dicho nunca. —Antes me preguntaste que quería hacer cuando esto acabara. —Así es. Y me contestaste que querías volver a tu casa. —Sí… Pero contigo. La mente de Daniel le jugó una mala pasada, haciéndole volver al pasado y recordándole la declaración de amor que le hizo a Laura en ese mismo escalón. Intentando aguantar la emoción en la medida de lo posible, Daniel prosiguió con su subida hasta el santuario, pero no pudo evitar que unas lágrimas resbalaran por su rostro.

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Cada vez que escuchaba el más mínimo ruido, miraba alrededor asustado creyendo sentir la presencia de algún republicano. Paso a paso el santuario estaba cada vez más cerca. Cada vez que miraba a su lado, le parecía ver la silueta de Laura ascendiendo con él. Estaba siendo uno de los tragos más duros de su vida. Cuando llegó hasta la entrada del templo, miró a su derecha y observó cómo salía agua de la fuente allí situada. —Dicen que éste agua es milagrosa. Pero por más que bebes no cambia la situación. —No creo en los milagros, aunque por alguna razón debería comenzar a tenerlos en cuenta. La mente de Daniel volvió a viajar al pasado inconscientemente. El recuerdo de Laura recogiendo agua de ese lugar, le golpeó moralmente de nuevo. Rápidamente, se dio la vuelta y observó el valle del Jándula. Los soldados republicanos habían desaparecido de los alrededores, y en su lugar se distinguía la presencia de algunos turistas sentados en el campo. Lentamente se dirigió hacia la entrada del santuario, y entró en él. Dentro se encontraban algunas personas que oraban a la imagen. Pero esa no era la que él recordaba.

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—Al final la destruirían, o no la han encontrado aún— Dijo para sí mismo Daniel, recordando cómo era trasladada por algunos refugiados. Aún así, Daniel se acercó hasta ella y se arrodilló para orar. El silencio en el interior era absoluto, guardando un respeto al lugar que ponía los pelos de punta. Era algo nuevo para él, acostumbrado a escuchar los llantos y los gemidos de los refugiados entre sus paredes. Al cabo de unos minutos, se incorporó y lentamente salió de nuevo al exterior. Miró a su derecha, y decidió caminar por el borde del santuario. En su camino se cruzó con varias personas, que caminaban en dirección opuesta, muy emocionadas. De pronto, un cartel llamó su atención: Fosa común. Daniel siguió las indicaciones, y volvió sobre sus pasos hasta el lugar donde había aparcado su vehículo. Justo a la izquierda de un restaurante, nacía un camino de arena que llevaba hasta lo que parecía ser un cementerio. Se adentró en él, y observó un letrero de madera que hacía las veces de frontispicio: La Guardia Civil muere, pero no se rinde. Al fondo, se extendía un gran jardín verde, plagado de losas blancas con cruces grabadas en ellas. Encima de algunas de las

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improvisadas lápidas, había ramos de flores muy bien colocados. A la derecha, una nueva placa. — “Aquí yacen los cuerpos de los valientes refugiados que defendieron el santuario durante la guerra civil española. Descansen en Paz”— Leyó Daniel. Dentro del camposanto, en la pared diestra, se hallaba a modo de homenaje una pared con el emblema de la guardia civil, y el nombre de todos las personas que habían fallecido en el asedio, y cuyos cuerpos se encontraban amontonados en la fosa común que existía bajo el jardín. No le costó mucho trabajo localizar el nombre del capitán, el de Ángela… Y como no… El de Laura. —Pedro Cortés no aparece inscrito, logró sobrevivir— dijo sonriente.

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Lentamente, se introdujo en él, y observó las cruces. No existía inscripción alguna que identificara a los que allí reposaban. Había más de cincuenta losas blancas de mudo contenido en ese inmenso jardín verde. Cuando se hubo adentrado lo suficiente en él, la emoción le terminó por vencer, atravesando su corazón como una puñalada. Las piernas le temblaron, y el joven cayó de rodillas en el césped, llorando desconsoladamente. De pronto, un ruido hizo que el joven levantara la cabeza. Miró a su izquierda, y dejó escapar una ligera sonrisa. A pocos metros de él, observó como Ángela, jugaba entre las cruces con Quico y otros niños. - 204 -


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— ¡Daniel, cógeme! — Le gritaba la niña muy feliz, mientras otros niños la perseguían. Daniel se puso en pié, y se percató de la presencia de alguien junto a él. Rápidamente se giró, y observó a Laura. Estaba radiante. La suciedad de su cuerpo había desaparecido, y mostraba una belleza sin igual. El joven no sabía cómo reaccionar; estaba petrificado. —Ahora sé todo de ti— Dijo Laura a un emocionado Daniel. —Perdóname por no haber sido sincero contigo. —Te doy las gracias por no haberlo sido, de hacerlo, no me hubiera detenido a conocerte, tomándote por un loco. Gracias a tu falta de sinceridad, pude conocer a la persona más importante de mi vida. Y algún día podremos hablar sin secretos— Le explicó sonriente Laura. —Te echo de menos. —Yo también, pero algún día nos reencontraremos. —Quiero morirme ya. Me suicidaré. — ¡No digas eso! — Le gritó enfadada. —Contigo aprendí más cosas en ocho meses que en una vida. Aquí no tengo nada si no estás tú para compartirlo conmigo. No tengo ilusiones si no son las tuyas. No tengo felicidad si no puedo

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ver la tuya cada día. Te necesito más que a mi propia vida— Le repuso desconsolado sin dejar de llorar. — ¿Estás seguro de lo que estás diciendo Daniel? —Nunca he estado tan seguro de nada en mi vida. —Pues abrázame. Laura abrió sus brazos, y Daniel se acercó a ella y se fundieron en un fuerte abrazo. —Cierra los ojos— Le dijo Laura. El cuerpo de Daniel cayó al suelo y algunas personas que allí se encontraban corrieron hacia él. Le dieron la vuelta e intentaron encontrar el pulso del joven. — ¡Éste hombre se ha desmayado y no tiene pulso, llamen a un médico! — Gritó el hombre a otros que miraban

en

la

lejanía—. Aguanta muchacho— le decía el hombre mientras comenzaba a practicarle un masaje cardíaco. Daniel abrió los ojos, y observó como los niños jugaban en el césped, mientras cientos de personas hablaban entre sí. — ¡Daniel! — Gritó alguien tras él. Mostrando una gran sonrisa, el joven observó como el Capitán Cortés llamaba su atención muy contento. Corrió hacia él, y se dieron un fuerte abrazo.

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—Bienvenido Daniel. —Gracias capitán. —Te dije que me llamaras Santiago— Repuso sonriente. Laura se acercó hasta ellos y, tras mirar fijamente a su tío y éste asentirle con la cabeza, la joven agarró a Daniel de la mano y ambos corrieron por el jardín.

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