Entre los recuerdos de Isabel y otros relatos

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Miguel Cabeza, 2021 Primera edición: Enero 2021 Portada: “El salto”. Miguel Cabeza

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Miguel Cabeza Entre los recuerdos de Isabel y otros relatos

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Para Lola

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Entre los recuerdos de Isabel “El mundo es siempre sólo para una persona”. –Conversando con Alejo y Carlota-

-IAún medio dormido, abrí mecánicamente los enormes ventanales. La radiante luz de un fresco y limpio día azul inundó de golpe la gran habitación, al tiempo en que mi deslumbrada mirada se elevaba risueña entre las palomas del valle ¡Qué bello lugar! ¿Lograría compartirlo algún día? ¡Ojalá! Suspiró mi corazón... “En fin... Aquí pondré el estudio-estar; éste será un buen sitio para proyectar las energías creativas que todavía me quedan”. Realmente era un espacio hermoso. Más aún con ese tiempo perfecto. Sin duda ya 7


necesitaba un día como aquél... Aunque una flor no

hiciese

primavera.

Sí,

el

invierno

había

mostrado su expresión más dura y, desde luego, no parecía agotado. De hecho, se anunciaba para mañana una nueva ola de frío polar... Y yo todavía no había tenido tiempo ni de recoger leña, ni de desembalar radiadores... Pero,

desgraciadamente,

durante

los

últimos

meses no sólo me había golpeado la dureza del clima. No. La decisión del cambio de casa, aunque profundamente consolidado

la

reflexionada, sensación

de

me

había

desorganización

global, de no tener raíz, de “vivir al pairo” y, ahora, cuando al fin se materializaba la mudanza, se me reavivaban y multiplicaban todos los miedos de la vida en soledad que ya creía haber dejado atrás. Me entretuve un poco más, familiarizándome con las terrosas casitas que se diluían en la distancia.

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Total, hoy no tenía prisa...Todo el día para mí. Aunque no podría olvidarme de que a las ocho de la tarde llegarían Mariadelos y sus primos… Y, antes, al menos tendría que haber limpiado los cacharros que se apilaban en la cocina, improvisar un pequeño ambiente en la salita de abajo y preparar una cena más que digna. No tenía claro que mi relación con Mariadelos tuviera mucho futuro, aunque ya se materializaba un cierto ritmo en los encuentros y la verdad era que,

aunque

por

prudencia

y

tras

tantos

descalabros no quisiera aceptarlo, el magnetismo mutuo se acrecentaba por días. En todo caso no querría volver a sufrir una mirada de castigo como la de la última vez que la invité, cuando al llegar a casa, incapaz ella de soportar las deudas con el fregadero y el orden global, inmediatamente se puso como una loca a limpiar los platos y a barrer y a ordenar. Todo reproche

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ella, sí señor. Este pensamiento, me arrancó de la ventana y me hizo bajar a la cocina. Sí, sería mejor no dejar todo para después. Lo primero fue buscar la escoba. No resultó fácil encontrarla, pero al fin apareció en el oscuro patio de atrás en el que se apilaban, junto a la polvorienta

barbacoa,

montones

de

baldosas

viejas, latas de Dios sabe qué, botellas vacías y dos

bombonas

de

butano.

A

la

izquierda,

flanqueada por una pared de piedra viva, se abría paso una escalerita que en dura pendiente te llevaba directo hacia la cima de la montaña. Realmente, si te parabas a pensarlo, daba un poco de miedo; cualquier desprendimiento por ahí arriba dejaría enterrados a los habitantes de la casa. Pero si en trescientos años no había pasado nada... En fin, más valía no pensar en eso. Lo segundo, tras una rápida barridita superficial de las partes de la casa más sensibles al espectador, fue localizar los informes pendientes

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sobre

mis

dos

últimas

experiencias

de

“intromisión”. No quería tenerlos descontrolados. Todavía

no

era

urgente

redactar

el

informe

definitivo, pero ya empezaba a percibir nervios entre los responsables de la SCI (Societat catalana d'introfarmàcia), empresa para la que trabajaba desde

hacía

dos

años

como

“explorador

interventivo”. Entendía su inquietud, sabían que yo era un tipo indisciplinado e intuían que en cualquier momento podría decirles adiós. Así que siempre estaban intentando, por si las moscas, no perderse la última de mis noticias. Yo no tenía, sin embargo, por entonces intención de dejarlos. Asumía riesgos enormes, sin duda. Como los podría asumir un buzo especialista, al reparar

plataformas

petrolíferas;

o

como

un

astronauta, al sanear paneles en el espacio exterior. Pero, como éstos, percibía unos ingresos que me deslumbraban. Jamás en mi juventud hubiese pensado que una persona pudiese cobrar

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tanto por su trabajo. Trabajo que además me permitía, a diferencia de buzos o astronautas, vivir donde yo quería, como yo quería y planificar a mi ritmo. A veces me preguntaba, por qué valoraban tanto mi

labor

como

intromisión”.

Y

“explorador siempre

interventivo

llegaba

a

la

de

misma

conclusión: aunque yo no tuviese una cualificación técnica idónea les estaba sorprendiendo con improvisaciones prácticas en la resolución de imprevistos. No me ensoberbiaba por ello, aunque era consciente de que no tenían más perfiles como el mío. Además, yo jamás les había puesto un solo pero y había aceptado los encargos más inverosímiles; los que ningún otro encaraba. Claro que tenía miedo a la muerte; mi trabajo como explorador interventivo estaba plagado de riesgos. Mediante la avanzada tecnología de la SCI podía y debía convertirme en mi propio avatar y, como

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tal,

introducirme

en

los

circuitos


memorísticos de los pacientes para poder localizar disfunciones orgánicas o sicológicas en su interior. No

era

difícil

que

en

semejantes

misiones,

cualquier pequeño error desembocara en un desastre

como

el

de

extraviarse

entre

los

recuerdos del paciente o ser distorsionado o volatilizado por un borrador de recuerdos de alguna

compañía

intromisiones

de

la

malévolas,

competencia. criminales

Las

incluso,

estaban a la orden del día y yo ya había perdido a dos compañeros durante el último año. No. Mi trabajo no era coser y cantar. No obstante, estaba claro que algo del jugador temerario que había sido de joven permanecía en la superficie y, por fortuna hasta ahora, todos los encargos que se me habían

encomendado

me

habían

resultado

gratificantes a pesar de los diferentes riesgos que había tenido que afrontar. Y es que realmente era maravilloso conseguir, gracias a la tecnología Introback de la SCI, el

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poder visitar un evento clave de la vida de un individuo. Situarte allí en el interior de su memoria física, localizar las zonas dañadas, analizar su problemática objetiva y subjetiva comprobando la adecuación

del

previamente

diagnóstico

facilitados

por

a

los la

informes

SCI,

para

inmediatamente, como quien recompone y limpia una antigua reliquia, con delicadeza extrema, poner manos a la obra y contemplar el progresivo logro de un resultado sanador. El feliz objetivo cumplido de suprimirle o modificarle a alguien un recuerdo dañino; permitiendo a su conciencia transitar, a raíz de mi intervención, con plena luz por ese lugar. Sinceramente impagable el poder ser tú quien es capaz de hacer cosas semejantes por los otros... Con

el

Introback,

la

experimentación

de

intromisión estaba dando un salto cualitativo espectacular. En todas las cocinas de la ciencia no se hablaba de otra cosa. Y el procedimiento resultaba realmente sencillo: ingerir las cápsulas

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avatáricas, veinticuatro horas antes de la toma de contacto; enlazar seguidamente el dispositivo de conexión medular con el paciente y, finalmente, sentarse a esperar durante tres o cuatro minutos la finalización del proceso de descarga, como si de cualquier bajada de datos mediante Internet se tratara. Luego, una vez establecida y comprobada la eficacia del puente de enlace, te retirabas a tu casa

o

donde

creyeras

oportuno

y

allí

te

conectabas al centro de recursos de la SCI, desde donde te tutelaban el “proceso de intromisión”. Y, ya localizados y puestos a buen seguro mis informes, lo tercero que hice aquella mañana celeste fue sacudirme la pereza y bajar al mercado.

Estaba

dispuesto

a

deslumbrar

a

Mariadelos y sus primos con una soberbia lubina a la plancha. El vino blanco sería gaditano.

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-IICuando Mariadelos y sus primos llegaron, yo ya me encontraba en estado de revista. Me había dado tiempo de ducharme tras una reconfortante siesta y también de disponer de un ratito de tiempo para ambientar la casa: esta velita por aquí, este cuadro por allá… Mariadelos estaba preciosa, se la veía satisfecha, sus ojazos verdes irradiaban satisfacción a la luz de las velas... ¡Y la escuché presentarme con orgullo

a

sus

primos

recién

llegados

de

vacaciones!: “Aquí mi extraño nuevo amor”. “¡Qué lanzada va! -pensé-. Seguro que ya lleva un par de copitas”. Sería ese pensamiento el que me llevó a ofrecerles unas cervezas e ir a buscar el aperitivo que

les

tenía

preparado.

Fue

justo

en

ese

momento en el que, desde la cocina, escuché a Mariadelos vocearme: “... ¡Alguien llama a la puerta!”. Volví a la sala, dejé la bandeja sobre la

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mesita y al cruzar nuestras miradas ella me preguntó con la suya quién podría ser. Le contesté con un gesto silencioso “ni idea” y me fui a abrir. ¿Quién podría ser? A casi nadie le había avisado todavía de mi nuevo domicilio. -¡Toni! ¡Qué sorpresa! Estás enorme... ¡Cómo has cambiado! -exclamé con sinceridad a la vez que le daba un abrazo y le invitaba a pasar-. -Hola

Miguel

–me

respondió

el

muchacho

bosquejando una sonrisa que noté dolorida. -¿Es que vives por aquí y te has enterado de mi llegada? -le pregunté. -No, Miguel. He tenido que mover cielo y tierra para conseguir tu nueva dirección. -¿Entonces...? Pero... Por cierto... Antes que nada: ¿Cómo está tu madre? Ya hace mucho tiempo que no sé de ella. -De ella se trata... -Me contestó con voz apenada. -¿Qué le pasa? Dime. Me preocupas. -Tenemos que hablar con tranquilidad.

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-Ahora no puedo, Toni. Tengo invitados... -Miguel. Es importante – Insistió. -¿Qué tal mañana a las doce? Aquí mismo. Estaremos tranquilos… Pero bueno, adelántame el tema, por favor. ¿Qué le pasa a tu madre? -Ha caído en una “red de recuerdos”. Creo que las llaman

así.

clandestinas

Me que

refiero

a

las

trafican

con

organizaciones aquellos

que

intentan volver al pasado. -Sí, ese es uno de los nombres que les dan: “redes de recuerdos” -le confirmé-. ¿Quieres decir que ha tomado “auto-retornos” ilegalmente? ¿No sabe que podría acabar en la cárcel en el caso hipotético de que pudiese volver de semejante viaje? -Sí. Seguro que lo sabe. Mañana te cuento. -De acuerdo. Venga, dame otro abrazo. Tranquilo. Volví con Mariadelos y sus primos tras despedirme del muchacho. Sin embargo, su inesperada visita había conseguido inquietarme. Siempre había

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apreciado y admirado a su madre... Y a veces también deseado. En una ocasión, incluso llegó a entreabrirse una puerta entre Isabel y yo… Pero la vida prefirió soplar prontamente sobre el mandala juvenil que empezábamos a dibujar.

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-IIIA la mañana siguiente, cuando sonó el timbre, yo apenas llevaba quince minutos despierto y trataba de espabilarme a la carrera. Para ello, me acababa de enchufar un café doble tras una rápida ducha de agua fría. Habíamos estado charlando y bebiendo hasta altas horas de la madrugada y me sentía resacoso y pesado.

A Toni le pareció bien mi invitación a mantener la conversación prevista mientras realizábamos un breve paseo por los suaves recorridos de montaña que, prácticamente, se podían iniciar desde la propia puerta de mi nueva casa.

Con los primeros pasos inicié la conversación. El día se movía cálido pero las moscas, pegajosas, prometían lluvia. Me pregunté quién adivinaría: el hombre del tiempo o las moscas. El frío o la lluvia.

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O tal vez adivinarían los dos y tendríamos frío y lluvia... -¿Sabes que últimamente está muy perseguido el consumo de auto-retornos? Tu madre se la juega… -Miguel. Mi madre no está jugando. Ese es el problema. Mi madre ya no quiere vivir este presente. Esta realidad. Por eso los ha tomado. Y no lo ha hecho con ánimo de volver… Ella quiere quedarse. -¡Qué dices! -Lo que oyes. Me dejó una breve carta. No sabía que fuese tan infeliz. Me pide perdón, me da unas cuantas orientaciones sobre el patrimonio familiar y me dice que su única posibilidad de vivir es volver al pasado. -¡Dios…! -Pero yo no puedo aceptarlo. Necesito que le des motivos para volver. -¿Qué le dé motivos para volver? ¿Pero en qué estás pensando?

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-Sé que os unía una buena amistad… -Un momento – le interrumpí-. Antes de que sigas. ¿Tú sabes las implicaciones que tiene haber consumido

“auto-retornos”?

Si

ella

decidiera

volver le podría esperar la cárcel, como ya te comenté ayer. Y si optase por quedarse, calculo que en cosa de un mes llegará la orden de desconexión general… El gobierno ha conseguido convencer al Congreso sobre la necesidad de no tolerar conexiones indefinidas. Resulta que ya son multitud las personas que están consumiendo con ánimo de no volver. Cada día más. Así que ya es insoportable para las arcas del Estado… Es Lógico que actúen así. Proceder a la desconexión es un recurso drástico e inhumano, pero la sangría económica en las arcas públicas es socialmente suicida... No hay estado que pueda soportar esa carga masiva sobre los recursos públicos. Los poderes públicos deben actuar... Mantener tantos miles de cuerpos en coma autoinducido y sin

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fecha de caducidad significaría tener que disponer de un presupuesto inasumible y creciente. Y, por supuesto, el problema no es solo nuestro; es mundial. De hecho, sé de buena fuente que detrás de la iniciativa para la desconexión se esconden decisiones secretas provenientes del mismo Consejo de Seguridad de la ONU. Significa que ya debe de existir un plan para la gran desconexión planetaria. -Había oído algo sobre eso. Bueno…rumores. Circulan muchos rumores. Ese es mi drama. Se dice que queda menos de un mes. Y entiendo que los gobiernos actúen... -¡¿Y qué pretendes que haga yo?! -Búscala, convéncela. Devuélvemela, por favor. Tú sabes cómo hacer este tipo de cosas. Todo el mundo sabe que eres uno de los especialistas más prestigiosos. -A ver Toni, entendámonos. Yo soy un colaborador clínico. Yo actúo legalmente. Me estás pidiendo no sólo que me arriesgue físicamente, sino que me

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convierta en un fuera de la ley… Y, además, yo no sé en qué recuerdos se ha perdido tu madre. Tendría que saber exactamente dónde ha decidido anclarse. -No lo sé, Miguel. No lo sé. La única pista que se me ocurre sobre eso es que en la carta también me dice que no me preocupe más de la cuenta y que no hará nada que pueda perjudicar mi nacimiento… Como si el que ella desaparezca no sea

suficiente

motivo

de

preocupación.

Es

absurdo… -Es una pista importante. Tú naciste en el año ochenta, si no calculo mal. Supongo que tu madre habrá querido volver a una época feliz o atractiva para ella, con posterioridad a esa fecha… De todas formas, te diré que esa creencia de tu madre es errónea. Ella no puede cambiar lo sucedido

hasta

hoy.

Lo

que

puede,

es

construirse una especie de futuro paralelo dentro de sus recuerdos del pasado. De hecho, su cuerpo

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está aquí. Si no me equivoco, ahora yace en algún depósito público de retornados… -Entonces… ¿Me vas a ayudar? -Voy a tener que pensar mucho y rápido, Toni. Mañana te contestaré… -Por favor, Miguel… Sé que eres la única persona que ahora puede ayudarla… -Toni, mañana te contestaré –le repetí en tono imperativo-. Necesito pensar. Regresamos los dos cabizbajos. Sabía que el muchacho lloraba en silencio. Al llegar a casa contemplé alejarse el Ford rojo de Mariadelos. “Ya está-

pensé.

Se

ha

despertado,

no

me

ha

encontrado y ahora se marcha cabreada… ¡Qué nervio de mujer!”.

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-IVEl anochecer me pilló en la cocina devorando compulsivamente los restos de la cena de la noche anterior. Había algo en esa parte de la casa que me producía rechazo. Como si esas paredes se hubiesen impregnado de sufrimientos. Con el tiempo me enteraría de que, efectivamente fue así y de cómo esas paredes habían guardado los últimos días del anterior propietario. Cómo se habían convertido en las únicas testigos de su suicidio. Pero yo, por fortuna, todavía no conocía esa historia. Ahora sólo sentía la extraña presión del ambiente interno tan distinto del que había gozado en el despertar del día anterior. La verdad es que me sentía inquieto. Inquieto y solo. Sí; de nuevo la soledad. Pero más allá de todo, debía pensar. Mañana tendría que comunicarle mi decisión a Toni. Si A o si B. Me dije que tenía que hacer un esfuerzo y

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sobreponerme. Debía recapacitar con claridad. Era mucho lo que estaba en juego. Abrí una botella de mi ron favorito, me puse una copa generosa con un par de cubitos, busqué mi libreta de notas y me dispuse a garabatear los folios en blanco necesarios para provocar una buena toma de decisión. Sin embargo, tuvieron que llegar una tercera y una cuarta copas antes de que consiguiese liberarme del miedo y la angustia que me acechaban y pudiese centrarme enteramente en la madre de Toni: Isabel. Había conocido a Isabel Company siendo muy joven. Jovencísimo. Rondaríamos los catorce años. Durante algunos años compartimos pandilla y algunas

miradas

sutiles,

pero

intensas;

seguramente tan indescifrables para ella como para mi.

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Algunos años más tarde la volví a encontrar. Había conseguido convencer a mis padres para que me dejasen matricular en un centro laico. ¡Qué alivio! Corría el año setenta y dos, quedaban todavía tres años para la muerte del Generalísimo, y ya, al final de la dictadura, la llegada de un mundo nuevo se evidenciaba. Mi nuevo centro, por ejemplo, era mixto... ¡Lo nunca visto! Alumnos y alumnas compartiendo aulas... Y allí estaba ella... Nos mantuvimos lejanos, cordialmente lejanos. Yo era consciente de mi creciente interés, pero la sentía inaccesible y enamorada de aquel joven estudiante de farmacia... Juntos, sobre la Bultaco de él, formaban una pareja envidiable. Y el año pasó. Nuestro nuevo encuentro se produjo dos años más tarde, los dos ya universitarios en Barcelona. La recuerdo acompañada de la hermana de su novio,

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mirando

la

calle

ventanales del hall

a

través

de

los

grandes

de la cuarta planta de mi

residencia de estudiantes. En esa planta estaba mi habitación, la 428. No sé qué harían allí. Me imagino que esperarían a algún amigo. No sé. Lo que sí sé es que un día, pasados ya unos meses desde el breve saludo del hall, me veo caminando por la Diagonal abajo, a la altura del cruce con Capitán Arenas; voy de camino hacia su casa con una botella de tinto transportada como un tesoro. Al menos eso era para mí, un tesoro que me dejaría casi sin recursos para el resto del mes. Para mi gran sorpresa, me había llamado por teléfono el día anterior para invitarme a comer. El vino resultaría magnífico: denso el color, el sabor... poderosos sus efectos. Y ella… Espléndida. Próxima y alegre. Me fascinan los soles esmeralda que

me

contemplan.

Me

excitan

las

transformaciones ondulares de su cabello; un

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suave movimiento convierte la calma en oleaje. Por unos instantes imagino que mis brazos la atraen contra mi pecho… Pero me quedo a un punto del atrevimiento. Tras la comida, tomamos el café en la salita. Entonces me sorprende mostrándome, en plan confidencial, el libro con sus desnudos artísticos; el trabajo fotográfico que un amigo suyo le ha realizado en una sesión reciente. Parece tener mucho interés en que yo lo vea y lo admire. Pero yo no entiendo el atrevimiento y resulto un joven algo pacato. No estoy acostumbrado a este tipo de cosas

y

percibo

el

paréntesis

de

aquellas

fotografías como un obstáculo en la ruta, a la vez que experimento el sabor de los celos hacia el amigo que se las ha hecho. Insiste un poco más, pero, por fin, cierra el álbum y lo deja sobre la cercana mesita que ayuda a dar sentido al único sofá

de

la

sala.

Nuestras

respiraciones

se

encuentran y vuelvo al intento. Sentados sobre la

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alfombra, muy juntos, no hay más preámbulos. Ahora me doy cuenta de que la mano que juguetea sobre su nuca y acaricia sus cabellos ya no es mental. El puente se abre y un tráfico pesado de besos tranquilos y densos inicia su rodadura en doble sentido. Apenas unos segundos de limbo y ella me invita dulcemente a seguir sus pasos hacia el su dormitorio. Tengo que irme pronto. Isabel me previene de que comparte piso con la hermana de su novio y ésta no tardará en llegar. El peligro anunciado no nos deja entonces ir a más. Unos cuantos frotamientos inquietos

y

eyacular

sobre

los

pantalones

dejándome una de aquellas manchas indecorosas que te obligaban a ponerte la camisa por fuera... Me empuja a la cálida despedida e inicio tras ella una radiante caminata de vuelta a la residencia. Imantado de deseo, me siento feliz y ando despacito gozando con la memoria extendida que me

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devuelven

las

palmas

de

mis

manos.


Especialmente la memoria de esos hermosos pechos fotográficos, un punto menos firmes al tacto que a la vista. Pronto nos volvimos a ver, cerveza y calamares en la plaza Real, una frívola conversación sobre como les pondríamos cuernos a nuestras parejas en el futuro para que lo nuestro pudiera seguir teniendo su propio espacio. Luego, un paseo Ramblas arriba, salpicado de portales oscuros y abrazos apasionados... Y la traca final en el centro puro de la plaza de Catalunya. Nos comprometemos en ese punto: “Siempre que pasemos por este lugar recordaremos este momento y lo que ahora sentimos...”. Y así fue, al menos hasta donde puedo certificar por mi parte. No importarían los años

que

pasaran.

Siempre

que

volviera

a

Barcelona, al situarme en el corazón de la plaza de Catalunya, el mío volvería melancólica nostalgia.

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a inflamarse de


Nuestra relación no fue más allá. Pasadas unas semanas sin saber de ella, me llama y me invita a una fiesta. Es en la casa de una amiga, en uno de aquellos pueblos que separan la distancia de Barcelona con la Universidad de Bellaterra. Tal vez en las afueras de San Cugat o Valldoreix... No recuerdo bien. En la fiesta está la hermana de su novio. Yo bebo y bebo queriendo ayudarme a saltar la muralla que la guarda e, imprudente por momentos, me voy significando abiertamente. Ella está en tensión, la estoy poniendo en tensión. Quiere que me controle delante de su cuñada y sus amigas y me lo susurra. Dolido, acabo profundamente dormido, en el suelo, con la cabeza sobre un cojín, detrás del gran bafle de la izquierda. Me despierto en la madrugada. Alguien me ha ayudado a ponerme sobre una camita supletoria y me ha tapado con una manta ligera. Todo me da vueltas. Me siento frustrado y avergonzado a la

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vez y todavía medio borracho salgo del chalet. No quiero hacer ruido y lo hago por la ventana de la habitación. Me oriento como puedo entre vides y brumas

y consigo llegar a la estación... Ahí se

acaba mi historia con Isabel. Creí que pronto me llamaría y lo arreglaríamos, pero no sucedió. Orgulloso, tampoco yo nunca la volví a llamar. Días más tarde escribí un triste

poema que

seguramente todavía conservo en alguna carpeta antigua.

Unos

cuantos

versos

afectados

por

aquella relación que se disolvió como terroncitos de azúcar en la nada. Intento evocarlo ahora pero no alcanzo... Tan sólo me acuden los ecos lejanos de algunas palabras sueltas: perdidos, abetos, tristeza... Con todo, a esas edades, todo el mundo acaba por reponerse de los amoríos truncados y yo no fui menos. Pronto, la imagen de Isabel pasó a segundo plano y los recuerdos de nuestros nuevos

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encuentros me resultarían baladís. Así de los tiempos que vendrían años después recuerdo cosas

tales

como

el

saludarnos

en

alguna

manifestación del primero del mayo; algún que otro saludo casual por el centro de Palma, paseando ella a su pequeño hijo,Toni, de la manita; el volverla a encontrar años después en un café y contarnos cuatro cosas sobre nuestras vidas... Y también la recuerdo en la biblioteca municipal de la plaza de Cort. Allí la descubrí en varias ocasiones… ¡Ah! También me viene ahora a la cabeza nuestro último encuentro, relativamente reciente: de nuevo acompañada de Toni, ya convertido en veinteañero, en un chiringuito de playa. Me llamó la atención en esa postrera ocasión que Isabel había acusado, como todos, el paso del tiempo. Aunque todavía joven, sus ojos esmeraldas

habían

cedido

transparencia

y

empezaban a abrirse camino unas tímidas patitas de gallo. Pero su pose seguía idéntica. Estirada, armoniosa... Algo soberbia.

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En fin, hasta aquí mis recuerdos de Isabel en aquel momento. La noche seguía avanzando y ya no me quedaba mucho tiempo ni para la reflexión ni para las evocaciones. En pocas horas debería darle una respuesta a su hijo ¿Iría a buscar a su madre sí o no? La pregunta siguió revoloteando libre entre las oscuras paredes opresivas, pero yo ya sabía mi respuesta. Sí iría, no podía dejar de ir. Más allá de un sentimiento de obligación que no sentía, más allá de mis propios principios, más allá de mi naciente relación con Mariadelos, más allá de mis miedos; me reclamaba la mirada esmeralda de Isabel.

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-VLlamé a Toni temprano y le pedí que viniera a casa.

No

teléfono,

quise era

adelantarle

peligroso

mi

hacerlo

decisión y,

por

además,

necesitaba tenerlo frente a mí. A las diez en punto de la mañana sonó el timbre de la casa, era él. Al abrirle la puerta miró a mi alrededor como extrañado. Me di cuenta en ese momento de que tenía la casa en penumbra y que fuera ya reinaba la claridad de un día transparente. Encendí la luz y en seguida empecé a abrir las ventanas. Lo hice por él, a mí me hubiese gustado permanecer a oscuras. Era lo que mi estado de ánimo me pedía. En cuanto entró el día en la sala le pedí al muchacho que se sentara y le ofrecí un café que aceptó,

aunque

no

quiso

esperarme

y

me

acompañó a la cocina. -Miguel - me inquirió-. Dímelo ya, por favor. ¿Qué has decidido?

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-Voy a ir. Iré a buscar a tu madre. Tranquilízate. Percibí la inmediata distensión de su cuerpo y la luminosidad que repentinamente emanó de su rostro. Entonces, sin preámbulos, enfoqué el tema. -Tendrás que ayudarme- le dije-...

La única

posibilidad que veo es la de recurrir al mismo procedimiento que utilizo con los pacientes de la SCI. Sólo que, evidentemente, de espaldas a la organización. Significa que no podré realizar un proceso tutelado y ningún especialista podrá ayudarme si las cosas se tuercen. Por otra parte, para realizar el enlace medular, tras tomarme las cápsulas

avatáricas,

necesito

contar

con

su

cuerpo físico… Y ni siquiera sé dónde está. Si lo supiese tampoco me darían permiso para visitarlo y el simple hecho de que yo me interesase ya podría despertar algún tipo de sospecha… Aquí entras tú. Debes solicitar a la administración que te informen sobre el lugar donde en estos

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momentos se mantiene y tutela el cuerpo de tu madre y tienes que pedir permiso para que te dejen

visitarla.

Puedes

contarles

cualquier

historia. Que quieres rezar junto a ella, que te quieres despedir antes de que pueda producirse esa desconexión general de la que se habla… Algo así será suficiente. Como hijo no te pondrán ningún problema. La segunda parte es más complicada. Tengo que enseñarte como insertar el dispositivo de conexión medular… Bueno, nada tan difícil como para que tú no lo puedas aprender en un par de días. Claro que deberás ser prudente además de conseguir al menos cinco minutos de soledad junto a ella. -Por supuesto, Miguel. Haré todo lo que me pidas. Lo que sea necesario. -Bien. El café ya está. Vamos a la sala y te acabaré de contar el plan.

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Nos acomodamos mirándonos fijamente el uno al otro. Él, ávido por seguir escuchándome; yo, dándome un tiempo para elegir las palabras precisas.

Cuando

empecé

a

hablar

tomé

conciencia de que sus ojos me reflejaban y de que yo sentía en ese momento una gran ternura hacia él y, también, hacia mí mismo. Me encandilaba, más allá del miedo, la pervivencia de ese yo mío juvenil tan dispuesto a embestir esa arriesgada aventura en nombre de un amor difuso y pretérito que pudo haber sido pero no fue. Don Quijote me otorgaría, a buen seguro, la medalla de valeroso caballero de la justa intromisión. -Toni

-proseguí.

La gente cree que al volver al

pasado pueden rehacer sus vidas sin moverse del tiempo al que hayan elegido volver. Pero eso es erróneo.

Hay

que

tener

un

cierto

nivel

de

conocimientos para poder dar el salto. De hecho, están

funcionando

clandestinas,

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que,

hoy claro

en

día

está,

en

academias cuanto

se


produzca la gran desconexión dejarán de tener razón de ser. Bueno, lo que te iba a decir… Un retornado que deja en esta época su cuerpo yaciente debe conseguir viajar a través de su memoria al lugar deseado pero una vez que llegue allí no podrá, por decirlo de alguna manera, resetear a partir de ese momento y volver a empezar. No. Lo que podrá hacer es un poco lo que yo hago en mi trabajo: modificar, suprimir o ampliar memoria. La diferencia está en que yo, en mi

trabajo,

intervengo

sobre

sujetos

ajenos

siguiendo las directrices del equipo clínico de turno. Es decir,

sobre “pacientes” que se me

asignan. Pero un auto-retornado, no. Lo que intentan los auto-retornados es muy diferente. Lo que ellos hacen es introducirse en los huecos de su propia memoria. Tratan de insertarse en espacios desocupados, como por ejemplo los que se

han

nocturnos

producido o

durante

durante

saltos

momentos

de

del

sueño día

de

absoluta carencia significativa. Para entendernos,

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es como si seleccionaran los espacios libres de la memoria correspondiente al tiempo al que desean viajar. ¿Me sigues? -Sí. Mas o menos, creo. -Si lo consiguen, entonces se dedican a generar allí tiempos de ensoñación consciente y libre. Nuevas experiencias sobre soportes memorísticos desaprovechados. Claro está, actúan desde y mediante su cuerpo yaciente actual. Eso es inevitable. Pero lo cierto es que, si tienen éxito, podrán

proyectar

y

desarrollar

insólitas

experiencias al operar desde la luz de una nueva conciencia sobre capítulos de su vida en tiempo pasado. Dirigen su propia ensoñación. Pueden, por ejemplo, si recuerdan que les gustaba el panadero de la esquina, tener la relación con él que no tuvieron y que habían archivado como frustración. En definitiva, pueden vivir en un mundo en el que ellos son los dioses que hacen y deshacen… Un mundo abierto a las nuevas aleatorias que se vayan generando… Por tanto un mundo que podrá

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volver a resultarles atractivo aunque no exento de nuevos peligros. -Como ves -continué tras unos instantes-, es importantísimo que los viajeros del tiempo tengan una formación procedimental elevada. Deben haber aprendido técnicas de huida antes de iniciar el viaje y no perder la conciencia testimonio que les

permita

desaparecer

a

conveniencia.

De

hecho, me temo que muchos de los cuerpos actualmente en atención y custodia pública, cómo resultado de la mucha impericia e imprudencia, ya son

como

cáscaras

vacías

o,

quizás

peor,

habitáculos para las infinitas posibilidades del infierno. Te contaré que de una forma un tanto alegal, en la SCI, hemos documentado rostros de yacientes que expresan paz o alegría, o, también, contrario.

Es

decir,

rostros

que

todo lo expresan

desesperación y tristeza imperecedera… Espero que a tu madre le hayan dado una adecuada información. Aunque francamente, me

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preocupa el comentario que me hiciste sobre sus intenciones de ir a vivir a un tiempo en el que no pusiese en peligro tu nacimiento. Porque como ya te dije, esa información nos será útil, pero es desatinada… Y podría estar indicándonos que ha adquirido un deficiente adiestramiento. -Quizás sólo lo escribió para tranquilizarme… intervino

Toni,

con

ánimo

de

desterrar

esa

suposición. -Ojalá se trate sólo de eso. -Pero, Miguel. Perdona que te interrumpa. En especial, hay algo que no entiendo. Si todo transcurre en su mente. Gracias a la utilización y automanipulación de esos espacios de memoria vacíos de los que me hablas. ¿Cómo puedes tú encontrarla y hablar con ella? -¡Qué sorprendente! ¿Verdad?

Sí. Te lo explico.

Eso es más fácil de lo que parece. Cuando culmino el proceso de intromisión en un paciente, yo puedo intervenir en y sobre cualquier lugar de su memoria. Esto es, si consigo localizar el punto

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exacto donde el paciente esta realizando sus ensoñaciones puedo proyectar ahí mi propia ensoñación. Es decir, actuar como un intruso. Así, ahí

podemos

establecer

contacto

e

incluso

proyectar y recrear juntos. Pero quiero ser sincero contigo, mi experiencia es analítica y terapéutica sobre memoria estática. No tengo experiencia como intruso en ensoñaciones aunque conozca el tema por haberlo estudiado con dedicación

y haber acudido a cursillos

específicos. -Confío en ti… -No te queda otro remedio… -No. Ni aunque lo tuviese. Me proyectas toda la seguridad. De verdad. -Mejor así. Tampoco te quiero ocultar nada. Ni intentar tranquilizarte. La operación es arriesgada. Sabemos incluso de la existencia de mafias organizadas que están apoderándose de cuerpos de auto-retornados para poder acceder mediante procesos de intrusión a informaciones vitales

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sobre ellos o sus familias. Informaciones con las que luego chantajean a herederos o mediante las cuales pueden acceder a bienes ajenos. Podría incluso sucederme a mí, el que durante el proceso que iniciaré en busca de tu madre, me pueda cruzar con algún que otro intruso… O que algún intruso ya esté en el nuevo mundo en el que habita ahora tu madre y que ella no lo haya identificado como tal.

¿No has visto alguna vez

uno de esos documentales sobre paradisíacas praderas de coral dónde no es difícil encontrarse al tiburón que te anda buscando? -¡Uf! Menos mal que mi madre a ese nivel … En fin, quiero decir… No es una persona de gran fortuna… No creo que sea un objetivo apetecible. -Bien, no le demos más vueltas. Lo siguiente que tienes que saber es sobre cómo y dónde pienso encontrarla, cómo tendrás que cuidar de mi cuerpo y cómo, en su momento, podremos volver, tu madre y yo, sanos y salvos… -Te escucho.

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-Sobre lo primero, cómo y dónde encontrarla, he pensado que, si vamos a apostar por un tiempo probable, lo mejor será tener en cuenta los siguientes

factores.

Según

te

dijo,

sería

un

momento posterior a tu nacimiento. Eso nos pone próximos al año 1980. Por otra parte, aunque sólo son conjeturas, creo que por una cuestión de salud anímica no habrá querido volver al tiempo en que todavía convivía con tu padre. Si no estoy mal informado, fue ella la que rompió con esa relación… Imagino que no funcionaba. -Así es. Mi padre nunca entendió el significado de la palabra fidelidad… Tampoco, el de la palabra responsabilidad.

Al

menos

en

lo

que

a

la

paternidad se refiere. Pero tienes que saber, que, durante un tiempo, ocultaron su ruptura sentimental, siguiendo aún un par de años viviendo juntos. No sé por qué motivo lo hicieron. Quizás por la familia o por cuestiones económicas. No sé. Así que la gente,

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salvo amigos contados, continuó creyendo que mis padres formaban una feliz pareja -Entonces

-deduje-

quiero

pensar

que

Isabel

pasaría un periodo de reconstrucción personal y lucha por la renovación de las ganas de vivir. Es evidente que ese periodo llegó, pues de alguna manera

ahora

ha

querido

volver

a

él.

¿La

recuerdas en alguna época especialmente feliz? -Sí -me contestó Toni sin dudarlo-. El recuerdo feliz durante mi primera infancia… Justo en ese periodo del que hablamos… Tras la ruptura con mi padre… Claro que, aunque mis recuerdos son nítidos, yo era muy pequeño y no sé hasta que punto puedo resultar

creíble.

Luego,

a

medida

que

fui

creciendo, su carácter se fue agriando… Llegó a beber con asiduidad… Más de la cuenta… Y se rodeó de compañías que mejor no te cuento. Pasé toda la adolescencia preocupado por ella. Y ya ves, la preocupación ha ido a más. -Bueno. Me confirmas mis sensaciones. Voy a apostar por esa época. El año 82 o el 83. Coincide

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con el tiempo en que la pude encontrar un par de veces en la biblioteca pública de Cort. En alguna de esas ocasiones me comentó que le encantaba preparar allí sus trabajos como profe universitaria o simplemente pasar largos ratos de lectura… Así que ya te puedes imaginar dónde pienso ir a buscarla… -¿A la biblioteca? -Exacto. Sé que cuando vuelva a su pasado una de las cosas

que

hará

es

retomar las

buenas

experiencias. Para mí, será como ir a pescar. Tarde o temprano volverá a la biblioteca y ahí la encontraré. He pensado en otras posibilidades, pero no se me ocurre un sitio mejor. -Sí. Creo que es una buena apuesta – me confirmó Toni-. En cuanto a lo de cuidar de tu cuerpo, seguiré las indicaciones que me des al pie de la letra. Podrás estar tranquilo conmigo cubriéndote las espaldas.

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Sonreí. Realmente yo estaba seguro de que Toni se dejaría la piel en ello. Le expliqué que pensaba utilizar un apartamento, herencia familiar, que ahora

tenía

desalquilado,

pues

no

quería

sorpresas de visitas imprevistas (pensaba en Mariadelos, en algún amigo y en la señora de la limpieza). Nadie me buscaría en ese pequeño ático, confortable y bien equipado, en que preveía apartarme temporalmente de este mundo. Le expliqué también como tenía que supervisar mis constantes nutricional

vitales, de

suministrarme

mantenimiento,

el

atender

suero a

la

temperatura de mi cuerpo, cuidar de mi higiene… También le pedí que pusiese interés en evitar sorpresas

desagradables

e

impedir

cualquier

sonido inesperado como, por ejemplo, el sonido de un móvil, el volumen alto de una televisión en la sala… Nada podía alterar la serenidad de ese cuerpo mío que quedaría en latencia. Para ello, le rogué

encarecidamente

que

durante

“mi

ausencia” se fuera a vivir al apartamento. Eso me

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daría

confianza

tranquilizaba

a

saber

la que

hora mi

de

partir.

cuerpo

Me

estaría

protegido y atendido en todo momento. Por último, le expuse lo más delicado: cómo ayudar al proceso de nuestra vuelta en el momento en que ésta se produjese. En principio, si mi misión tenía éxito y convencía a su madre, ella tomaría en algún momento el combinado químico que yo le habría preparado. El preparado capaz de actuar como revulsivo para provocar la reanimación de su cuerpo donde ahora se hallaba en custodia. Lógicamente, ella volvería consciente a nuestro mundo actual con las indicaciones que yo le habría dado sobre el lugar donde podríamos reencontrarnos los tres: el apartamento. No habría llamadas previas, pues no era prudente. Tan sólo dos llamadas perdidas desde un mismo número. Eso debería poner a Toni en preaviso de que su madre aparecería pronto. Aunque podía suceder que yo la precediera, pues no sabíamos si a ella la

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obligarían a pasar por un tiempo de observación antes de autorizar su salida de la unidad de cuidados, ya que semejante reanimación habría de causar gran extrañeza a los responsables de la misma. En cuanto a mí se refería, mi vuelta a la conciencia actual debería resultar más sencilla, ya que

dejaría

programado

un

desenganche

automático asociado a la reanimación de Isabel. Toni tan sólo tendría que preocuparse de atender la alarma del móvil generada por la aplicación que yo

le

instalaría.

La

misma

aplicación

que

utilizábamos en la agencia para controlar las “vueltas”. En cuanto recibiese el aviso generado por la alarma debería acudir de inmediato a mi lado para facilitarme el proceso de reanimación, también siguiendo fielmente las pautas que yo le dejaría

escritas.

Además,

mi

proceso

se

desarrollaría dentro del apartamento. Por tanto

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sería un suceso oculto a los ojos ajenos. Tan sólo Isabel, Toni y yo, sabríamos de él. Pasamos dos horas más atando cabos y luego reflexioné en voz alta sobre el mejor momento para el inicio del proceso. No podíamos retrasar mi marcha, los días estaban contados. Calculé que entre arreglar un permiso especial con la agencia, quedar

con

Mariadelos

para

contarle

alguna

excusa creíble sobre mi próximo tiempo de ausencia, preparar el apartamento, supervisar de nuevo el plan y atender a pequeñas cuestiones prácticas; necesitaría aproximadamente dos días. Y así quedamos:” Nos vemos pasado mañana, a esta misma hora, en el apartamento”.

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-VIConforme a lo previsto y en el momento elegido, conseguí tomar tierra en la memoria de Isabel sin ninguna dificultad. Lo primero fue buscar las puertas de entrada a sus nuevos hábitats. Debía buscarlas

en

las

franjas

memorísticas

correspondientes a los años 82 y 83. Con mi experiencia profesional no debería resultarme difícil. Y no me lo resultó. Se trataba simplemente de recorrer los registros de ese período y localizar los espacios vírgenes que allí habrían quedado, comprobando

si

alguno

de

ellos

había

sido

manipulado con el objeto de generar entradas actuales. Y ¡bingo! Fue como llegar y besar el santo. En seguida localicé el punto. Isabel había entrado en mayo del 83. Allí había encontrado un espacio desocupado. Exactamente el día tres. No parecía un espacio muy amplio, pero si no la habían aleccionado mal, una vez allí, no debería tener

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problemas

en

ir

ampliando

memoria


mediante puentes de enlace, según la fuera necesitando. Una vez dentro, dudé un momento. Se me ocurrían

dos

posibilidades

para

llegar

a

la

biblioteca. La primera consistía en seguir las pistas manipuladas que ella había ido dejando; seguro que, tarde o temprano, un rastro me llevaría allí. La segunda posibilidad era que, dado que yo conocía ese mundo que también había sido el mío, yo mismo manipulase directamente su memoria virgen para construir mi propio camino hacia la biblioteca. Opté por esta opción, sería la más fácil y rápida. Y resultó. Me encantó después de tantos años volver a encontrarme en la antigua biblioteca de Cort. Revivir su cargada atmósfera tejida de viejos libros,

renovados

barnices

y

soledades

compartidas de jóvenes y mayores… Y, sobre todo, volver a impregnarme del omnipresente

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ambiente

de

la

trabajada

madera

de

las

estanterías que rodeaban (y rodean todavía hoy) la gran sala rectangular, partida horizontalmente en dos por una pasarela en voladizo. Mientras esperaba que en algún momento llegase Isabel, me escondí tras un ejemplar de la prensa del día sin dejar de otear la puerta de entrada. En algún momento tuve que reprimir el llanto pues me emocionó volver a ver amigos de aquella época, entonces veinteañeros… Especialmente porque sabía que a alguno de ellos apenas le quedaban unos pocos años de vida. El reloj del ayuntamiento de Palma marcó las doce e Isabel seguía sin dar señales. Pero no me importó. Tenía fe ciega en que tarde o temprano llegaría y comprendiendo que no podía dejar de atender las necesidades de mi cuerpo, por muy virtual que fuese, me fui tomar café y una “llagosta amb formatge” al bar Bosch. Sabía que andar sin dinero no era ningún problema en

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aquella situación. Disponer de él resultaba tan fácil como proveerse de coche, casa, ropa o cualquier cosa que necesitases. Tan fácil como para un escritor dar vida a las cosas que no existen, dar vida a sus fantasías. La diferencia sustancial radicaba en que el escritor construía realidades a partir de su imaginación y el trabajo con

las

palabras,

mientras

que

los

auto-

retornados, los intrusos o los terapeutas clínicos, trabajábamos

experimentando

y

manipulando

registros memorísticos, según nuestros deseos y desde nuestra conciencia actual. No tardé más de quince minutos en degustar mi merienda pues quería volver enseguida a mi puesto de observación en la biblioteca. Pero antes de eso tuve que pasar por el cuarto de baño y allí me llevé una curiosa sorpresa. Sucedió al mirarme en

el

espejo.

Evidentemente

esperaba

ver

reflejada la imagen de mí que yo tenía en esa época, la imagen de un joven de veintiocho años.

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Pero no fue exactamente eso lo que vi. El joven que me devolvía la mirada en el espejo era un joven muy atractivo y me daba la sensación de ser un poco más alto que yo. Enseguida comprendí lo que estaba pasando. Yo estaba utilizando la memoria

de

construcciones

Isabel mías

y

al

hacerlo

habían

ciertas quedado

influenciadas por el material con que ella las había guardado. Es decir, yo me veía más atractivo y alto de lo que entonces creía ser porque Isabel me había encontrado guapo y atractivo en aquel tiempo y desde su estatura me había percibido como una persona más alta. Al comprender este fenómeno no pude dejar de sentir una cierta vanidad. Isabel me había encontrado un tipo la mar de curro. Eso me quedaba claro a pesar del mal recuerdo que me provocaba la aventura que habíamos mantenido en Barcelona. Volví de nuevo a mi atalaya en la biblioteca con el ánimo de pasar un par de horas más. Al menos

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hasta la hora de comer. Si antes no llegaba Isabel tendría que desistir por hoy del intento, ya que debería dedicar la tarde a construirme un hábitat virtual en el que pasar la noche. Pero no fue necesario. En cuanto entré, la vi. Se me erizó la piel del corazón y me sentí burbujear. Apoyado sobre un revistero tuve miedo de volatilizarme. Tanta fue la emoción. No lo pensé más y me fui a sentar frente a ella. Pero me aproximé despacio, sin perderme detalle. Tenía que saber si me encontraba ante la joven que conocí o si me encontraba ante la auto-retornada actual que andaba buscado. No podía equivocarme en eso. Y no me equivoqué, tres detalles me hicieron comprender que me hallaba ante la segunda, la que yo andaba buscando. El primer detalle fue darme cuenta de que esta Isabel se había pintado los labios, cosa que ella nunca hacía de joven. El segundo detalle fue el corte de pelo; en aquella época ella lucía una esplendida melena ondulada de color natural, entre castaño y caoba, mientras

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que la Isabel a la que yo ahora me aproximaba llevaba el pelo recogido en un discreto moño de color tierra. El tercer detalle fueron las enormes gafas de sol junto a la libreta y el bolígrafo. Nunca la vi de joven con gafas de sol y ahora parecía quererlas tener muy cerca. Seguramente, como barrera de ocultamiento disponible en caso de necesidad. Disipadas mis dudas, me senté y la miré con descaro. Ella no levantó la mirada de inmediato, pero observé que su mano izquierda buscaba las gafas y que, a continuación, sacó de la funda la toallita para limpiarlas. En ese juego de despiste sus ojos ya indagaron el casual encuentro con los míos. De inmediato se cruzaron nuestras miradas y ella se quedó de piedra. Me conocía de sobra y seguramente no entendía por qué yo, en vez de saludarla, me había limitado a mirarla como el que mira a un extraterrestre recién llegado. Quizás pensase que su nuevo look me confundía.

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No lo sé. Pero lo cierto es que me di cuenta en ese momento de que no se había percatado de que yo no era yo, es decir, tomé conciencia de que ella creía tener ante sí a mi joven yo de entonces y no al terapeuta amigo que había venido a buscarla para devolverla al futuro. Entonces se soltó el moño con un movimiento ágil de las manos y se desplegaron silenciosas

aquellas arenas

tibias de

mi

ondas mirada

sobre

las

y,

casi

susurrando, me preguntó “¿Ya me reconoces?”. Me incendió de golpe. Instintivamente decidí que, contra lo que tenía previsto, no le diría por ahora la verdad pues quería vivir ese momento. Sonreí tímidamente y la mentí: “Realmente me tenías despistado, te veía diferente y me daba vergüenza meter la pata. No estaba del todo seguro de que fueses tú”. Ella me devolvió la sonrisa, perfiló la complicidad de su mirada y, sin más, volvió a su lectura.

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Yo me levanté de nuevo a buscar nueva prensa del día

y

volví

con

un

ejemplar

de

El

País.

Evidentemente no tenía intención de leerlo, tan solo necesitaba alguna lectura en las manos que me permitiese seguir ahí, frente a ella, mientras pensaba en el próximo movimiento. No obstante, me entretuve un momento sobrevolando sobre uno de los titulares de ese día, el que anunciaba el inicio

de

la

retirada

de

20.000

soldados

vietnamitas de Camboya con una ceremonia solemne en el antiguo palacio real de Phnom Penh. Volví a pasar páginas lentamente mientras la miraba de soslayo, momento en que me pareció detectar un leve arqueo de su ceja izquierda que indicaría sorpresa. Entonces creí entenderlo. En aquella época sólo íbamos a la biblioteca para estudiar, leer, realizar algún trabajo o mirar “Boes”. Seguro que esa escenificación mía de lectura

de prensa

la

había

sorprendido.

Me

reproché el fallo, pero seguí fingiendo la lectura atenta. Ya ¿qué podía hacer mejor?.

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Desfilaron así unos diez minutos y entonces me preocupé. Debía de tomar alguna iniciativa si no quería correr el riesgo de que de pronto ella se levantara y me dijese adiós. Así que, carente de ideas, de nuevo opté por seguir mi intuición y volví a hacer lo que nunca hubiese hecho realmente en esa época: le di un golpecito por debajo de la mesa con la punta del pie a la vez que le mostraba el texto que acababa de escribir sobre una hoja de notas que alguien había dejado olvidada: “¿Te apetece que vayamos a tomar algo al Pilón?”. Advertí su desconcierto. Ella pensaba que yo la creía casada felizmente con su novio de siempre, el de la Bultaco.

Así que a pesar de la trémula

relación que habíamos mantenido de estudiantes, aquella invitación tenía para Isabel su punto de sorprendente atrevimiento. No obstante, también noté que la oferta le encantó. Tras unos instantes,

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me sonrió a lo Gioconda y me hizo un gesto de invitación a salir ya. De momento, yo jugaba con ventaja. Sabía bien, por las informaciones de su hijo Toni, que ningún marido la esperaba en aquel mundo recreado y sí todo un universo abierto a nuevas experiencias. Al salir, observé el ambiente de la plaza de Cort con renovado interés. Se me cruzó la reflexión de que tampoco habían cambiado tanto las cosas en los últimos 20 años: grupos de turistas, escolares en ruta con sus profes… Sin embargo, pronto fui notando diferencias claras: la pocas restricciones al tráfico rodado, los modelos de los coches, sus matrículas, la menor densidad de transeúntes, la estética de los taxis, la pervivencia de los almacenes Casa Bauzá... Y entonces, la voz de Isabel, alegre y cálida, me atrajo de nuevo hacia aquel presente…

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-¡Vaya contigo! ¡Qué sorpresa! ¿Cuánto hacía que no nos veíamos? -¡Uf, ni idea! Tendría que pensarlo… -le contesté, agradecido

de

que

estuviese

facilitando

el

encuentro. Desde

ese

momento,

mientras

bajábamos

lentamente por las escaleras del Pas d’en Quint en dirección hacia la plaza de las Tortugas proseguimos, tan farsantes el uno como el otro, manteniendo una banal conversación sobre los escaparates ofreciendo.

que

la

Recuerdo,

ruta por

comercial

nos

iba

ejemplo,

que

nos

entretuvimos un buen rato comentando el sello tan personal de la juguetería La Industrial. Al llegar al Bar Bosch la invité a una caña y allí estuve a punto de meter una pata significativa. Tuve la genial idea de decirle que iba a llamar para reservar mesa al tiempo en que me metí la mano en el bolsillo buscando el móvil. Menos mal

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que ella leyó mi gesto como el de estar buscando monedas para la cabina telefónica y no el de querer sacar de mi bolsillo un aparato que, por aquel

entonces,

todavía

no

existía.

Así,

sin

pretenderlo, me hizo volver en mí. “No merece la pena, ya estamos al lado, Nos damos un bote y miramos qué tal”. Ese pequeño hecho descontrolado me hizo tomar conciencia de que debía serenarme. Me pregunté si no debería ser más convencional y preguntarle por su hijo, por su marido, por sus clases en la facultad… Ese tipo de cosas. Pero algo dentro de mí no quería. Notaba que ella se hallaba abierta de otra manera y que ninguno de los dos queríamos dedicar a la representación ni una pizca más de lo necesario. Entonces me levanté para ir al baño y con esa excusa me di tiempo para recomponer mentalmente la situación con mi frente apoyada sobre la cenefa griega del urinario: “A ver, acabo de llegar con éxito desde veinte

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años más allá. Donde he dejado aparcados a mi fantástica novia, mi nueva casa y mi trabajo. En teoría, he venido para hacerle un favor al hijo de Isabel, que me pide que la devuelva a la realidad del 2003. Tengo pocos días para conseguirlo. Ella ha vuelto a este mundo por su voluntad pero no sabe lo que yo sé, que en pocos días la van a desconectar desde ese futuro por el que ahora circula el presente real. Cree que me está engañando porque piensa que soy el Miguel que ella conocía en aquella época y no me va a decir que ella viene del futuro. Por otra parte, yo, que he llegado con la idea de hablarle claro y de devolverla enseguida, me sorprendo a mí mismo siguiéndole el cuento y sintiéndome feliz en mi representación…” Al volver a sentarme junto a ella, tras el breve ejercicio mental de resituamiento, dos cosas me inquietaban tremendamente: la primera, el hecho de haber cambiado el plan y no tener otro

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alternativo y, la segunda, el darme cuenta de que en realidad no quería diseñar otro plan porque sentía que Isabel me atraía irresistiblemente. No

quise

decirme

que

tal

vez

me

estaba

enamorando de aquella Isabel junto a la que ahora caminaría hacia el Pilón. Pero me daba cuenta de que, si no se trataba de aquello, algo muy intenso estaba sucediendo. Por otra parte, si pensaba en la Isabel del futuro, la que yo había conocido en los tiempos que vendrían, esa no me interesaba ni me producía el más mínimo deseo. En términos sentimentales, no me gustaba esa mujer triste y descompuesta

en

la

que

Isabel

se

iría

convirtiendo. Esa mujer que renunciaría a la realidad de su vida y a la que justo yo había venido a buscar ante el ruego de su hijo… Pero ¡Dios mío! Cómo latía mi corazón con la que ahora me acompañaba.

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La invité a ensaladilla y calamares a la andaluza; lo típico de entonces. También los dos tomamos cerveza de barril. El tiempo se nos pasó volando. Hablábamos de cualquier cosa; desde el diseño de las servilletas hasta como veíamos el próximo futuro de la situación política en España y en el mundo, lo cual, dado que los dos sabíamos todo sobre lo que estaba por llegar, resultaría, visto desde fuera, una fantochada monumental. Pero lo que estaba claro es que no queríamos que la conversación

se

apagase,

queríamos

seguir

estando juntos y que no se rompiese la atmósfera que nos envolvía. Y así pasamos la tarde hasta que, sobre las seis, el camarero nos advirtió que tenían que cerrar. Entonces hablamos de ir a tomar un café y seguimos la ruta hacia la calle Apuntadores. El

Borne

estaba

precioso

aquella

tarde

de

primavera y flotábamos dejándonos arrastrar por la marea de sensaciones. La renovada fuerza de

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los plataneros, el olor de crema solar de los reverdecidos grupos de turistas, las luces filtradas y danzarinas… Recuerdo que en algún momento de

aquellos,

Isabel

me

lanzó

un

mensaje

subliminal que capté claramente. Fue al pasar por delante del escaparate de una agencia de viajes cuando me dijo que su hijo Toni y su marido se habían ido unos días a ver a los abuelos. Sonreí para mis adentros y entendí que quería animarme a no preocuparme y a seguir con aquello que, fuera lo que fuese, estaba surgiendo entre los dos. Creo que me limité a responderle con un frívolo “¡Ah, qué bien! Es bueno no perder el contacto con los abuelos”, antes de empujarle tibiamente el codo para invitarla a girar hacía la calle Estanco, donde estaba el piano-bar Bruselas. Le pareció bien la idea y entramos. Pasamos por delante de la barra y dejamos al pianista, cara a la pared, acariciando el piano a lo Tete Montoliu. Bajamos las escaleritas y nos acomodamos en un pequeño sofá verde botella de una de aquellas salas

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traseras que antiguamente fueron aljibes y ahora, envueltas de penumbra, animaban a las jóvenes parejas a explorarse las intimidades. Todavía era temprano y el local estaba vacío. Ella pidió un “Trinaranjus

con

43

y

cubitos”.

Sonreí

al

rememorar que ese brebaje era lo que yo tomaba a los dieciséis. Casi me entraron náuseas al escuchar oírlo pedir, no obstante, guiado por algún mimetismo nostálgico, pedí lo mismo. Ahora estábamos muy juntos, el sofá nos marcaba la posición y la distancia. Diría que solo nos separaba un abrazo. Un abrazo de distancia. Nos miramos durante unos instantes sin decirnos nada, como escudriñándonos mutuamente, luego hablamos sobre aquel lugar y nuestros recuerdos de adolescencia. Fue entonces, en cuanto la mujer del dueño volvió con las consumiciones, cuando ella sacó el tema que más podía ayudarnos a profundizar en el reencuentro: la breve relación

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que habíamos mantenido en Barcelona siendo ambos todavía estudiantes. -Por

cierto-

me

preguntó-

¿Te

acuerdas

de

nuestros días de Barcelona? -Claro que me acuerdo – le respondí-. Fue una relación importante para mí. Te confieso que la viví con pasión… Pero se evaporó. -Tú, te evaporaste. -Bueno, seguramente fue un punto de soberbia. Tras lo de Valldoreix… -¡Ah, qué tonto fuiste! ¡Cómo te descontrolaste! ¿Cómo querías que yo me delatara delante de mi cuñada y mis amigas? -Esperé que me llamaras durante las semanas siguientes. -Sí. Estuve a punto. Pero me diste miedo. Te vi muy verde para el tipo de relación que yo necesitaba. Además, el día de nuestro encuentro en casa te encontré extraño. Me atreví a llevarte a mi cama y tú te limitaste a frotarte sobre mí como

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un perrito sediento… Bueno, perdona… Quería decir… -No, no te excuses… Te entiendo. Supongo que no te supe leer y me creí lo de que nos teníamos que ir enseguida porque iban a llegar tus compañeras de piso. No sé… - le dije, sintiendo que me sonrojaba-. Lo que sí sé es que para mí eras como una diosa inalcanzable y que el haber estado contigo, aunque fuera sólo durante ese breve encuentro, me conmocionó. -¡Exagerado! ¿De verdad? -Sí. Todavía recuerdo y cumplo con la promesa que nos hicimos esa tarde de paseo por la ciudad vieja. Tomamos cerveza y calamares en la plaza Real y, luego, justo al dejar las Ramblas atrás para ir a tomar el metro en plaza Catalunya, nos hicimos la promesa. Sí, en el mismo centro de la plaza, sobre la estrella; ahí la consagramos. -¿La Promesa? ¿Consagramos una promesa? ¿Qué promesa? -me preguntó Isabel llena de curiosidad.

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-¡Uf! ¡Qué pena me da que no te acuerdes! – le respondí-. Nos prometimos no olvidar nunca el beso que allí nos dimos. Sobre la estrella

de la

plaza… Ya veo que no tuvo la misma importancia para los dos. -¿Quieres decir, que todavía cuando tienes ocasión de pasar por allí, te acuerdas de mí y rememoras ese beso? -Sí. Eso es lo que hago y lo hago de corazón – estaba ella lejos de poderse imaginar hasta que punto eso era así. Lejos de imaginar que yo no le hablaba de aquel periodo sino de toda mi vida por vivir. Isabel, no prosiguió y se quedó colgada de algún punto

lejano

rememorara;

con

ojos

cuando,

ausentes, de

repente,

como

si

todavía

brillando en ellos un ensueño melancólico, algo vio detrás de mí que la hizo desprenderse del horizonte nostálgico y esconder su rostro en mi pecho. Me pareció que quisiera ocultarse de alguien.

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Entonces,

sorpresivamente,

me

dijo


inquieta: “ahora cumplo, ahora cumplo, ahora cumplo” y, atrapándome la nuca con decisión, me besó con una pasión que se me antojó forzada. Luego, alzando hacia mí su mirada, remató: “Aquí revive nuestra promesa consagrada”. Mi primera sensación fue de confusión. Tenía claro que ella trataba de ocultarse de alguien que acababa de llegar. Pero en seguida me dejé inundar por la densidad ardiente que ella me ofrecía y pude sentir de nuevo, después de tantos años, las palmas de mis manos reconociendo su cintura y presionando en escalada su espalda hacia mi pecho. Sin embargo, a pesar de aquel arrebato de pasión no renuncié a saber qué era aquello que la había inquietado. De qué se quería proteger. Por eso, deliberadamente y pese a la emoción que me embriagaba por momentos, incliné la cabeza y deslicé mis labios por las delicadas distancias de

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su cuello, pretendiendo que ella no advirtiera mi intención de forzarla a dar un tímido giro. El suficiente para permitirle a mi mirada descubrir qué

estaba

sucediendo

a

mis

espaldas.

Y

enseguida lo supe. Quien acababa de llegar era ¡precisamente ella! La verdadera; la original Isabel todavía veinteañera. Había llegado acompañaba por un joven con el que parecía flirtear; lo que me permitió

comprobar,

inequivocamente,

la

veracidad de las informaciones que su hijo me había facilitado. Mientras yo armonizaba, con cierto esfuerzo, el aumento

de

la

pasión

con

la

inquietud

exploratoria; mi amorosa farsante, sin dejar de mirarme y atrapando mis manos, se fue poniendo de pie al tiempo que me invitaba a levantarme y seguirla. Diría que se dio todo el arte posible por conseguir que yo la acompañase sin mirar hacía el otro lado de la sala.

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La ayudé a que no dudase del éxito de su representación y la seguí hasta la barra. Pagamos y salimos a la calle. Me pregunté, un punto escéptico si, ahora que el peligro de cruzarnos con su yo joven y compañía había quedado atrás, se diluiría la sorpresiva escena amorosa con que me acababa de obsequiar. Pero enseguida comprendí que sus intenciones no eran esas. Al contrario, me pasó el brazo por la cintura y, al corresponderla yo rodeando sus hombros, volvió a entregarme sus besos cálidos. Oscurecía cuando reiniciamos entrelazados el camino. Las calles se empezaban a animar y fue justo pisar la plaza de Atarazanas cuando las farolas se encendieron al unísono.

77


-VIIMe preguntó si dormiría esa noche con ella y yo no esperaba

otra

cosa.

Me

dijo

entonces

que

podríamos ir al hotel Saratoga, que no quedaba lejos, y que no me preocupase pues ahora andaba bien de pasta. Ella invitaba. Me gustó la idea y le devolví

un

gesto

de

pícara

complacencia.

Entonces, nos dirigimos hacia allí. Mientras caminábamos hacia el hotel, rememoré de

nuevo

en

algún

momento

aquel

paseo

crepuscular por la ciudad vieja en Barcelona; pues tal como entonces, íbamos convirtiendo cada portal

abierto

en

una

estación

de

entrega

amorosa. Casi parecía que se había volatilizado ese tiempo entre los dos atardeceres y me volvía a inundar la feliz emoción de estar allí, junto a ella… Y no quería pensar en nada más lejano que su cuerpo… Sin embargo, confieso que no podía

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dejar de oír la voz interior que me increpaba: ¡¿Qué estás haciendo, loco?! La noche resultó brutal. Sólo con Mariadelos había podido

superar,

alguna

vez,

cinco

orgasmos

durante el mismo combate. Pero lo de Isabel fue muy especial desde el primer momento, pues en cuanto me quedé desnudo ante ella inferí que de nuevo el material virtual que yo estaba utilizando a partir de sus expectativas era de alta gama. Mi pene debía de medir un centímetro más que el real y también resultaba algo más grueso. Me gustó la sensación novedosa de poder disponer de aquella presencia incrementada entre las piernas y deduje que, si estaba construido con sus deseos, esa noche seguro que yo no fallaría. Y así fue. Por otra parte, tengo que decir, que no solo en mí advertí cambios. Aquella Isabel virtual también

estaba

tejida

con

sus

propias

expectativas y deseos. Que, para mi fortuna, sintonizaban totalmente con los míos. Así aquella

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Isabel también resultaba algo más alta, parecía rondar el 1,65. Su cuerpo lucía fuerte y a la vez voluptuoso como el de una imaginaria profesora yogi caribeña. Desnuda y desde atrás me recordó a una foto que había visto hacía poco de Scarlett Johansson y, de frente, se había convertido en Mónica Bellucci en estado puro. Me había quedado prendado de esa actriz en Spectre y ahora la tenía allí, sólo para mí. Realmente Isabel se había parecido mucho a ella en aquella época. Incluso diría que, desde siempre, con la misma expresión madura y seductora.

La gran diferencia entre

ambas estaba en los ojos. Los ojos de Isabel eran de un clarísimo esmeralda que me alucinaba. Ahorraré a los lectores los detalles más eróticos o sexuales de nuestro reencuentro. No está en mi naturaleza el destapar este tipo de vivencias tan íntimas y proclives a la estúpida vanidad, aunque confieso que todavía hoy me siento atrapado por las sensaciones que nunca dejarían de emanar desde ese cajoncito de mi memoria.

80


Lo que sí contaré es que Isabel se me abrió plenamente. Desde el primer instante me atrapó la rotunda confianza y curiosidad que mostraba. Como si intuyera que era una oportunidad única para practicar un sexo que, hasta el momento, sólo había vivido en sus fantasías. Ella gobernaba. A momentos me dirigía hacia la fuerza y la resistencia y a momentos hacia la más refinada y amorosa sensualidad… Y yo me sentía inundado por un estado de inmensa y profunda realización. Todo

cuanto

ella

me

pedía

se

ajustaba

mágicamente a mi más íntima voluntad; capaz de hacerme

comprender

al

instante,

con

leves

aleteos de sus dedos o insinuantes murmullos de gata cual era el perfil de sus deseos: enérgico o tierno, imaginativo o tradicional, activo o pasivo… En algún momento del amanecer, exhaustos, comentamos la belleza del paisaje dorado que se abría tras las cristaleras: Las palmeras, los tejados

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de santa Catalina, el puerto, el castillo de Bellver…

Mientras,

embelesados,

nos

fuimos

quedando dormidos. Rotos de placer y de amor en ebullición. Cuando volví abrir los ojos ella no estaba a mi lado. Me sobresalté y busqué la hora en el reloj de pared. Extraña ocurrencia pues allí no había ninguno. Pero no me hizo falta seguir buscando, justo en ese momento Isabel abrió la puerta, radiante y con un paquetito de ensaimadas en las manos. “Despiértate ya -me dijo-. Son las once y ahora nos subirán un par de cafés. En una hora tenemos que dejar la habitación”. La vi tan feliz que me estremecí. La besé y temblando fui al cuarto de baño. Y, allí, me cubrí la cara con la toalla y bramé silenciosamente. Sabía

que

no

podía

prolongar

más

aquella

situación. Tenía que decirle la verdad. No tenía salida. La situación se me presentó en toda su

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crudeza. Ese mundo pronto se disolvería, había que escapar de él y tenía que convencerla. Quizás el inicio de aquella pasión la animaría a volver conmigo al tiempo del que se había escapado. Con su hijo y con su gente. Sería el momento de reconciliarse con su vida echada a perder. Pero yo no podía seguirla mintiendo. Sabía que en ese futuro del que ambos descendíamos, existía otra mujer de la que yo andaba perdidamente enamorado, Mariadelos, y que en ese futuro, la Isabel de mis recuerdos no tendría ninguna cabida. Cuando ella me vio salir del cuarto de baño, enseguida detectó que algo grave sucedía. La ensaimada se le quedó paralizada a un palmo de la boca y con mirada en llameante zozobra me preguntó qué me pasaba. Yo me senté frente a ella y la miré en silencio.

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-Tenemos que hablar – le dije, asomándome a mi particular precipicio-. -Dime. ¿Qué pasa? - me preguntó asustada. -He venido a buscarte desde el mundo que dejaste al tomar los auto-retornos. Tu hijo me rogó que te hiciera volver… Todavía me siento morir cuando recuerdo como desde el paraíso se abrieron las puertas ocultas del

infierno.

El

momento

en

que

sus

ojos

esmeraldas prendieron fuego al amor y me cegaron,

atónitos

y

cargados

de

trágica

comprensión, al tiempo en que me lanzaba la mesita de cobre de la habitación con una energía indescriptible. No sé como pude bloquearla con la silla del escritorio. En seguida, sin ceder en un ápice en su furia, y sin que yo pudiera hacer ya nada por evitarlo, me dirigió un gancho de profesional que me estalló contra la mandíbula. Besé el suelo y me sentí perder el conocimiento. Indefenso, ella

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podría haberme matado en ese momento. Sin embargo,

al

irme

recuperando,

la

descubrí

montada sobre mí a horcajadas, jadeando y llorando a lágrima viva, mientras me acariciaba y me besaba compulsivamente. No sé aún hoy que debería pensar de aquellas contradictorias secuencias, pero lo cierto es que aquello me excitó hasta el descontrol de mi voluntad y empecé a corresponderla con la misma compulsividad, los mismos jadeos e idénticos llantos y así hasta que inesperadamente volvió a sorprenderme:

Se

quedó

quieta,

me

miró

fijamente y me dijo con sobrevenida calma “mira, relájate que no me quiero perder esta despedida”. Entonces, me sonrió y nos reconvertimos una vez más en una amorosa y unificada masa de materia incandescente…

Hasta

volvieron las palabras.

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que

inevitablemente


-Ya. Cuéntame. Cuéntame tranquilo. Supongo que esto no podía durar. Demasiado hermoso… - Me dijo mientras me masajeaba el golpe con un poco de hielo como si la causa del mismo no tuviese nada que ver con ella. -No podía durar y no durará -le dije grave-. Estamos

en

peligro,

los

dos.

En

cualquier

momento van a desconectar nuestros cuerpos yacientes. Bueno, lo mío no es tan grave pues mi cuerpo lo custodia y atiende, oculto, tu hijo en un apartamento de mi propiedad. -¿Nos van a desconectar? ¿Quién nos va a desconectar? -El

gobierno,

Isabel.

El

tema

de

los

auto-

retornados se ha vuelto un problema gravísimo para el estado. Cada día son más los yacientes. A nivel mundial es una verdadera epidemia. La misma ONU está que hierve. Por una parte, la presión por la amenaza económica que este fenómeno

supone;

por

la

otra,

las

familias

preocupadas que, ante las informaciones que se

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van filtrando sobre la inminencia de la gran desconexión, se están empezando a movilizar en todo el mundo. -¡Qué absurdo! Habría otras salidas. Por ejemplo, si se crearan algo así como cooperativas de consumidores,

muchas

deseasen

autorretorno,

el

de

las

personas

podrían

que

acceder

legalmente a la experiencia y ayudar con sus ahorros a las arcas públicas. -Pero Isabel, ¿qué sentido tienen estas reflexiones ahora? La cosa está al caer ¿Lo entiendes? Puedes morir en cualquier momento. Eso es lo que ahora te debe de importar. Isabel se quedó en silencio, triste y pensativa y al fin levantó la mirada y me dijo “tengo dos preguntas”. - ¿Qué preguntas? - Si decidiese volver… ¿Tú sabrías cómo hacerlo?

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- Claro – le contesté-. Tienes la suerte de que soy un profesional y, como te imaginarás, vengo preparado.

Bastará

con

que

te

tomes

el

compuesto que te he traído. En cuanto lo ingieras tu cuerpo yaciente empezará a salir del estado comatoso y en un par de días, si te atienden adecuadamente, que lo harán, te sentirás bien. Bueno, razonablemente bien. Tendrás que realizar un buen programa de retonificación orgánica y funcional. O sea, que por ahí, tranquila. ¿Cuál era la otra pregunta? Me volvió a mirar fija y silenciosamente, pero ahora en sus ojos vislumbré una chispa de ilusión y

esperanza.

Entonces

como

si

fuera

una

adolescente tímida me preguntó: -Si vuelvo. ¿Estarás allí conmigo? ¿Continuaremos juntos? De nuevo se me encogió el corazón. Hubiese querido decirle que sí. Que lo nuestro tenía

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todavía futuro y sabía, además, que si le decía lo contrario podría peligrar su decisión de vuelta… Pero no quería mentirle más. No podía y no debía. Ella tenía derecho a decidir… Entonces me armé de valor y le dije: -Isabel, te amo en este mundo, pero sé que no lo haré en aquel del que venimos. En ese mundo hay alguien que me espera… Un alguien con quien yo me desearé reencontrar. Su mirada, volvió entonces a apagarse. Cerró los ojos y buscó mi mano. Entonces la escuché trémula y profunda: -Si es en este mundo en el que me amas, aquí permaneceré. Nunca he sentido lo que he podido sentir en las últimas veinticuatro horas. Vete ya, te deseo lo mejor. Sabrás como volver si algún día lo deseas…

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-¡No seas loca! - le increpé casi con un alarido-. ¡No habrá un después! Vuelve ahora. Hazlo por tu hijo, hazlo por la gente que te quiere. ¡Hazlo por mí! Por un instante me sentí tentado de forzarla a tomarse la píldora de desencaje… De hecho, tanteé los dos bultitos que siempre llevaba preparados

en

los

bolsillos

traseros

de

mis

vaqueros: en el derecho, mi cápsula; en el izquierdo, la suya. No me resistía a dejarla allí… Pero algo rotundo suspendió

mis

cavilaciones

extremas.

Fui

consciente de que los peores pronósticos estaban a punto de cumplirse. Percibimos justo en ese momento un temblor repentino, las formas de los objetos comenzaron a someterse a extrañas ondulaciones

y

comprendí

que

la

gran

desconexión acababa de empezar. ¡Dios mío! Grité. Me quedaba meridianamente claro lo que había sucedido en la otra parte. El inicio del plan

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oculto se evidenciaba: El Consejo de Seguridad habría determinado anticipar el proceso para evitar posibles reacciones populares lideradas por la angustia de las familias afectadas. Pero ahora sólo cabía reaccionar a la desesperada y lo hice. Con unos reflejos sorprendentes me tragué mi cápsula a la vez que le exigía a gritos que se tomase la que yo le ofrecía: “¡Tómatela, no lo dudes. El momento ha llegado!”. La última imagen que me traje de ese mundo fue el de una Isabel inmersa en el terror y la indecisión mientras su mano dubitativa no llegaba a alcanzar el puente al futuro que yo le tendía.

91


-VIIILo siguiente fue un silencio denso, de una oscuridad

sin

fisuras.

Poco

a

poco,

sin

comprender de inmediato dónde me encontraba, empecé a abrir los ojos y captar la silueta de una sombra que me resultaba familiar: Toni, el hijo de Isabel,

se

hallaba

contemplándome

con

la

jeringuilla en la mano tras inyectarme el fármaco que le había dejado indicado para el momento en que recibiese el aviso-alarma que señalaría mi regreso. Se puso feliz al ver que yo volvía en mí y le escuché preguntarme “¿Todo bien, Miguel? ¿Lo has conseguido?” En ese momento me azotó como un latigazo la nueva realidad y como pude me fui incorporando. -Tengo

dudas

-le

respondí

ansioso

mientras

intentaba movilizar mis articulaciones -. Tenemos que darnos prisa. No sé si ya te has enterado. La gran desconexión se ha producido. Tienes que

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reclamar su cuerpo. Será la única forma de salir de dudas… Yo estaba con ella en ese momento. Pero no sé si llegó a tomar su cápsula a tiempo. - Pero… ¿Cómo no lo sabes? ¿No dices que estabas con ella? - Ella dudó en aquel momento, Toni. La vi estirar el brazo para coger la cápsula, pero no acababa de hacerlo. Es lo último que vi. Por eso tenemos que salir de dudas. Date prisa, nos tenemos que ir. Intenté ponerme de pie, pero no pude. Sabía que necesitaría

al

menos

unas

horas

para

irme

recuperando. Entonces le dije: “Ves tú solo, Toni. Yo no me siento ahora capaz de acompañarte y además a mi no me dejarán entrar. Solicita ver el cadáver

y

fíjate

en

todos

los

detalles.

Particularmente en si notas algo especial en el rostro o en las manos. Pídeles también qué formalismos debes cumplimentar para solicitar el cuerpo. Corre, ves. No perdamos más tiempo.

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-¿Entonces mi madre ha muerto, Miguel?- me preguntó Toni con el rostro desencajado mientras se detenía un instante con el pomo de la puerta en la mano-. -Corre, ves y haz lo que te he dicho – le contesté autoritario desde mi debilidad-. Sinceramente, creo que sí; pero cabe una pequeña posibilidad. Ahora no es momento de duelo. Tenemos que actuar rápido. Toni volvió, pasadas las dos horas. Me contó que había visto movimientos preventivos de policía en la entrada de los locales de atención aunque no había detectado ninguna otra alteración exterior extraña.

Sin

embargo,

a

él,

en

cuanto

se

identificó, aprovecharon para darle la certificación oficial del deceso. Por otra parte, tampoco le habían puesto problemas para ver el cadáver de su madre y le habían informado del procedimiento que debían seguir las familias para retirarlo.

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En cuanto a la observación que yo le había solicitado sobre posibles cambios sutiles en el rostro o en las manos, tan sólo le había parecido observar un pequeño rictus de dolor y, así mismo, una pequeña extensión del brazo derecho, el cual parecía querer alzarse. Noté mientras me hablaba que Toni estaba a punto de derrumbarse. Entonces, haciendo de tripas corazón, le dije, con la palma de mi mano sobre su corazón: “No está todo perdido”. Me miró atónito y proseguí: -Sé que te resultará increíble, pero dentro de lo tremendo vislumbro una esperanza. El hecho del rictus de dolor y la leve extensión de su brazo, muestran, sin la menor duda, que tu madre intentó movilizar su cuerpo en el último momento. Por tanto, seguro que llegó a tomar la cápsula… -Pero, entonces- me preguntó Toni sin salir de su amargura-. cadáver?

95

¿Por

qué

me

han

enseñado

su


- Ellos creen que es su cadáver. No ponen en duda que la desconexión general haya afectado a la totalidad

de

disponiendo

los

yacientes

y

además,

no

de suficientes especialistas, no

saben que existen situaciones intermedias. - ¿Situaciones intermedias? -Así es. Tu madre inició el proceso, pero no tuvo tiempo de acabarlo. Necesitamos recuperar su cuerpo lo antes posible para que yo pueda volver con ella y ayudarla a salir de su limbo, si todavía está allí, y volver. Si nos demoramos más de tres o cuatro días ya todo será inútil. - Pero… ¿Y si no lo consigues? ¿Y si ella ya no está allí? ¿Si realmente ya ha muerto? - Si ya ha muerto- le contesté-, lo sabremos cuando rescatemos el cuerpo. Si consigo volver con ella y muere mientras estoy allí, yo ya no tendré posibilidades de retornar. Su propia muerte me arrastrará y supondrá la mía.

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Toni se quedó de piedra. Pareció entender en ese momento lo que yo amaba a su madre y con voz quebradiza me preguntó: -Miguel ¿Quieres decirme que estás dispuesto a morir por mi madre? ¿Me estás diciendo que amas a mi madre? -No sabes hasta qué punto. No te puedes imaginar cuánto

amo

a

esa

Isabel-

le

contesté,

sorprendiéndome a mí mismo de la rotundidad de mis palabras. El joven me miró fascinado, sin captar los matices significativos. “Esa Isabel” por la que yo estaba dispuesto a morir no era exactamente “esa madre”

que

él

me

había

pedido

rescatar.

Evidentemente no me entretuve en aclararle nada y proseguí:

97


-Ahora lo que importa, es lo que te decía: tenemos que recuperar el cuerpo o el cadáver. Lo que sea, pero hay que recuperarlo. -¿Cómo lo haremos?-me preguntó-. -Durante el velatorio que organizarás, pero al que por supuesto no invitarás a nadie. Ese será el mejor momento para cambiar su cuerpo. Justo antes de que la lleven a la sepultura familiar. - Pero ¿cómo vamos a sacarla de allí y dónde la vamos a llevar? -Tranquilo – le respondí-. Ya lo he pensado. Tengo localizada una Virgen María de escayola, tamaño natural, en la tienda de un amigo anticuario. La vamos a reconvertir en una caja de transporte con bisagras

enmascaradas,

cuyo

interior

solidificaremos con fibra de vidrio. Luego se tratará de pedir permiso para poner a la virgen en la sala del velatorio, aduciendo algún cuento sobre el gran fervor de la difunta a esa virgen. Resulta

estrambótico,

momento

98

pondremos

pero a

tu

colará. madre

En

algún

dentro

y


compensaremos el peso del ataúd que dejamos. No será difícil, aunque tendremos que actuar con la precisión de cacos de banco. Luego traeremos a tu madre al apartamento. Aquí ya está todo preparado. La única diferencia es que ahora tendrás que cuidar de dos cuerpos en vez de uno…

99


-IXConforme

a

lo

previsto,

en

cuatro

días

conseguimos, sin contratiempos, tener el cuerpo custodiado en el apartamento. Sin embargo, en cuanto lo examiné, comprendí que ya era tarde para que Isabel pudiera volver. Adiviné signos de deterioro

físico

irreparables.

recuperarla

para

este

podríamos

aspirar

a

Si

mundo

intentábamos presente,

mantenerla

en

sólo

estado

comatoso el resto de sus días y yo no quería eso para ella. Le oculté a Toni esta información y le hice creer que todo seguiría según el plan. Pero lo cierto era que yo había vislumbrado una posibilidad tan alternativa como inconfesable. Preparamos meticulosamente mi nueva inmersión en la memoria de Isabel y fijamos el momento de mi próxima partida. Esta vez sabía con mucha

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precisión

desde

dónde

tenía

que

iniciar

mi

búsqueda pues conocía en qué lugar se estaban reconstruyendo los hechos. Si no la reencontraba en el hotel, podría reconocer sus pistas. Pero también en eso la suerte volvió a soplar a favor: Isabel, tras la desconexión, había optado por continuar en el Saratoga. Ella sabía que la entrada en pánico le había provocado una reacción lenta, dubitativa y torpe; no

obstante,

también

sabía

que

si

seguía

consciente significaba que, a pesar de todo, el llegar a tomarse la cápsula le había permitido mantener activo el puente corporal. Implicaba que de alguna manera aún seguiría en coma, fuera cual fuera el lugar en el que hasta ahora la habían mantenido. Cuando la reencontré deambulaba desorientada y atemorizada por el hall del hotel. Al verme se me echó a los brazos, loca e incrédula, y me abrazó

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con la desesperación del náufrago que trata de alcanzar el salvavidas en medio de la tormenta. La tranquilicé como pude y la llevé a la habitación. Allí

le

expliqué

hallábamos.

En

la

situación

síntesis,

no

en

que

quedaba

nos

mucha

elección. O volvía al futuro en estado comatoso irreversible o se quedaba indefinidamente en ese mundo que ella estaba creando, uniendo de esta forma su destino al mío pues yo sería quien cuidaría su cuerpo en la otra parte. Isabel viviría entonces durante tanto tiempo como yo viviese para

poder

asistirla

desde

mi

apartamento.

Evidentemente yo debería hacerlo de una forma oculta y clandestina. Ni siquiera Toni debería saberlo; demasiado riesgo inútil. Isabel no me respondió y se quedó pensativa. Aguardé unos minutos y viendo que era incapaz de decidirse y responderme, le dije con una sonrisa cómplice:

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-Escúchame. Si te quedas aquí, no sólo podré mantener tu cuerpo yaciente. Podré hacer algo más… Visitarte tanto como deseemos. Cerró los ojos como intentando capturar toda la carga significativa de mis palabras y, al poco, sin abrirlos, me dijo con una sonrisa ligeramente insinuada: -Creo que me estás pidiendo matrimonio… -Te estoy diciendo que te amo profundamente y que quiero unir mi destino al tuyo. -¿Y la mujer de la otra parte? -La mujer de la otra parte será otra vida. -Quieres tener tu pequeño harén, veo. -No, Isabel. Esta vida será sólo para ti y para mí. En la otra parte mi vida correrá como quiera correr. -Vidas paralelas en un solo ser… Aunque mientras que yo conozco la verdad, allí deberás mantener un inmenso secreto. Eso va a mi favor.

103


-Así será inevitablemente. Pero Isabel… Todavía no me has respondido. Tú puedes seguir aquí sin necesidad

de

que

yo

vuelva.

La

cuestión

fundamental para mí es: ¿querrás que yo vuelva? ¿Me quieres, Isabel? -No podría querer más -me contestó-. Pero solo aceptaré si me prometes que nuestra relación durará mientras tu deseo sea sincero. -Claro. Pero eso es de ida y vuelta ¿Verdad? -le contesté. Tras retomar el contacto con Isabel, ahora debía retornar al apartamento para poder explicarle a Toni la situación y planificar la nueva fase. Evidentemente, en cuanto contacté con él, le mentí a conciencia. Lo que le conté nada tenía de real. Le dije que había encontrado a su madre en proceso agónico y que había tenido que ayudarla a morir antes de regresar a toda velocidad para no quedarme atrapado en su ocaso. Ahora debería deshacerme de su cadáver. Yo me encargaría de

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hacerla desaparecer dignamente, él no debería preocuparse. Toni, creyó en mí y, aunque puso algunos reparos sobre su no participación en el sistema de incineración que le propuse, entendió que lo que yo le planteaba era lo mejor. La verdad, por seguridad, tendría que mantenerla en secreto absoluto por el resto de mis días. Por otra parte, dado que Isabel no podría volver jamás, mejor sería que Toni realizase su duelo y tratase de olvidarse para siempre de su madre. Aquella fue la última vez que nos vimos, aunque todavía, de vez en cuando, nos llamamos y vamos manteniendo un contacto, lejano pero entrañable.

105


-XCorre ahora el año 2021. Segundo año de la pandemia. Han pasado ya dos décadas desde el momento en que Toni me visitó para pedirme que rescatara a su madre. Esa madre suya huida al tiempo pasado en el que, tan virtual como realmente, se desarrollaron los hechos aquí narrados. Hoy en día, ya sólo contados mandatarios de los estados miembros del Consejo permanente de seguridad de la ONU, pueden tener acceso a la memoria e informaciones sobre la gran desconexión y el subsiguiente proceso mediante el cual se extirpó a la humanidad cualquier posibilidad de conocimiento sobre el episodio colectivo de los auto-retornados. En su momento así lo pactaron los dueños del planeta y así sigue. Aunque también es cierto que, por necesidades inherentes al proceso de borrado, se tuvo que

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contar con algunos especialistas entre los que me sigo encontrando. Tan solo por esa necesidad se respetó la completa funcionalidad de mi memoria, así como la de algunos de mis colegas. A mi parecer, el borrado global constituyó el mayor hito de manipulación colectiva sufrido por la humanidad. Se recurrió -recurrimos- a fumigaciones aéreas sobre la población, aprovechamiento de procesos de vacunación durante diferentes pandemias (gripe incluida). E incluso se recurrió a la fijación de determinados componentes ocultos en fármacos y alimentos de uso común, como por ejemplo el paracetamol o diferentes tipos de harina. Evidentemente también se procedió al borrado de fuentes documentales correspondientes a cualquier tipo de soporte… Aunque, en mi opinión, no obstante los inmensos esfuerzos, no es probable que el gran borrado destinado a impedir una nueva recaída de la humanidad en la plaga de los auto-

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retornos haya tenido éxito al cien por cien. Es razonable pensar que algún día aparezcan cables sueltos. En cuanto a mí, a punto de cumplir los sesenta y cinco años, os puedo contar que mi vida, mis dos vidas, han sido y son afortunadas. Mariadelos sigue siendo la mujer maravillosa de la que me enamoré y confío en que los dos sigamos madurando, tal como hasta ahora, con amor e ilusión. Lo mismo puedo decir de Isabel, a la que visito casi diariamente con la excusa de ir a pintar al apartamento donde convertí una habitación en oculto bunker de seguridad. Sí, con Isabel, también todo ha resultado y resulta perfecto. En ese mundo suyo, donde seguimos manteniendo nuestros felices tiempos de convivencia, no es necesario envejecer y en cada visita seguimos explorando inagotables las mil formas de hacer el

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amor. Muy pronto pacté el tamaño perfecto para mi verga y desde entonces ahí sigue ésta dándolo todo. Bueno, también a Isabel la recreamos un poquito más escultural, según yo le sugerí y ella aceptó. Os contaré algo más, lectores inexistentes, para cerrar esta historia, que nunca podrá ver la luz: una vivencia reciente de tan sólo hace un par de días, que me hizo gracia pero también me hizo reflexionar sobre el “yo oculto” de todas las personas. Anteayer, cuando al amanecer daba mi rutinaria caminata con Mariadelos, de repente ella me dijo: “Tengo que contarte un secreto, pero prométeme que no se lo contarás a nadie”. Le contesté: “vale, tranquila, seré una tumba”. Entonces me contó una historia sobre la doble vida de una amiga suya. Me hizo reír y le comenté que yo también tuve un buen amigo que había llegado a mantener

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no una doble, sino triple vida. A continuación, le añadí en plan chiste malo, pero súper espontáneamente: “Y ahora yo también te contaré un secreto, así que tampoco tú se lo cuentes a nadie: Tengo a una tipa veinteañera y escultural guardada en una habitación del hotel Saratoga y cada día hacemos el amor como si fuese la primera vez. Una auténtica locura”. “Cállate tonto, ya te gustaría” me respondió ella, mientras felices proseguíamos con el paseo.

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Vidas anteriores. Noma

Hay momentos en la vida en los que nos sentimos especialmente perdidos y yo atravesaba unos de esos momentos. Estaba iniciando una relación sentimental nueva tras la ruptura inesperada con mi anterior pareja, con quien prácticamente había convivido desde mi primera juventud. A la vez, mi padre había elegido ese preciso momento para morir, dejándome un profundo vacío y, para colmo, en el trabajo me sentía en crisis y a punto de tirar la toalla…

En momentos así, todos buscamos ayuda. Los amigos, la familia, los viajes… Y también, por muy racionales que nos sintamos, recurrimos 111


muchas veces a las “orientaciones del más allá”. Yo, así lo hice. Confiado en mi propia capacidad para discriminar y valorar experiencias, visité a adivinas, a maestras espirituales, echadoras de tarot.

Siempre

encargué

dos

eran

mujeres.

cartas

astrales

Igualmente con

horas

consecutivas, pues no estaba muy seguro del momento exacto de mi nacimiento. Inseguridad acrecentada por el hecho de haber llegado a este mundo en una ciudad del norte de África de la que desconocía el tiempo oficial regente en aquella época.

Como

resultado

de

todo

este

proceso

de

búsqueda esotérica, se me llenó la cabeza y el corazón

de

orientaciones, unos,

como

un

embrollo

dictámenes… absurdos

de

sugerencias,

Tan

interesantes

otros…

Pero

yo

no

conseguía avanzar, salir del pozo. Al contrario, cada

vez

me

hallaba

más

inmerso

en

mi

desesperanzada tristeza interior. Aunque cierto es 112


que no dejaba de ocultar a los demás, con éxito, mi

verdadero

estado.

Especialmente

a

mis

pequeños hijos y a mi nueva pareja.

Fue en uno de aquellos días cuando alguien me habló de una afamada psicoanalista argentina que estaba a punto de poner en marcha una experiencia de psicoanálisis grupal y, ni corto ni perezoso,

también

opté

por

abrirme

a

esa

experiencia. Sin embargo, los meses pasaron sin que yo sintiera el avance de la claridad y un buen día comprendí que, aunque respetaba a esa mujer y al grupo de trabajo, ahí no tenía nada que hacer. Así que opté por dejar la terapia. Recuerdo que fue justamente la noche de mi despedida del grupo cuando Silvia, una de las compañeras de terapia, me planteó a la salida, mientras recorríamos lentamente próximas

113

al

local

donde

las callejuelas

realizábamos

las


sesiones: “Guillermo ¿por qué no pruebas con el “Rebirthing”?”.

Ante mi cara de interrogación, me aclaró de qué se trataba eso de lo que me quería hablar, puesto que a mí no me decía nada aquella palabra inglesa. “Mira, se trata de hacerte revivir vidas anteriores…. A mí me ayudó”. La verdad es que cuando le oí darme esa explicación se me pusieron los pelos de punta. Lo último

que

me

faltaba

por

escuchar,

la

recuperación de la memoria de mis supuestas vidas anteriores. Pero, en fin, habiendo probado ya tantas vías de ayuda poco racionales, por qué no una más. Le pregunté, sin quererle dar más vueltas, si me recomendaba a alguien y me dio la dirección y el teléfono de Noma Nuño… No volví a pensar en el tema. Poco a poco la primavera se estiraba y también parecía que el 114


solecito se iba abriendo camino en mi interior. Pero una tarde, al salir de un curso de formación, tuve un gran disgusto. Había dejado a la vista, en el coche, lo único que me había quedado de mi padre: un grueso chaquetón marino de oscuro azul prusia que aunque me venía un poco justo, pues yo era más alto y corpulento que él, lo llevaba con todo el amor y el orgullo del mundo… Sentí como si mi padre volviese a morir al encontrar la puerta del conductor abierta y comprobar el robo de esa prenda. Fue tremendo el desconsuelo que sentí.

Al llegar a casa me desplomé sobre mi balancín de lectura y cerré los ojos intentando buscar calma en mi interior. Y no la hallé, pero, sin embargo, tomé conciencia de que en mi cabeza latían, como golpes de pico en una oscura mina, las sílabas de dos palabras unidas: “no-ma-nu-ñono-ma-nu-ño-no-ma-nu-ño…” Me puse entonces de nuevo en pie, busqué su número y la llamé… 115


Quedamos para el miércoles a las siete de la tarde.

Resultó que Noma tenía su espacio de trabajo muy cerca de mi casa, entre la zona del ensanche y el matadero. Recuerdo que cuando vi la fachada de su casa pensé “qué bonitas son las antiguas casas de marés de este barrio, pero qué húmedas y frías”. Demasiado bien lo sabía, la mía era similar. Ella, como yo, vivía en un tercer piso sin ascensor. La escalera estaba apenas iluminada y, desde los resquicios de una de las puertas del segundo, emanaba un inequívoco olor a sardina frita que tuvo la virtud de limpiar de mi mente las dudas de última hora y, también, la virtud de hacerme subir brincando los últimos tramos. Al llegar frente a su puerta, permanecí un instante quieto, respirando profundo, a la espera de que cesara el inoportuno jadeo. No quería proyectar una imagen excitada.

116


El hombre de cabello oxigenado e insanas ojeras azuladas, que me abrió la puerta, parecía estar avisado de mi llegada y con una sonrisa amable pero impostada, me dijo “Pasa. Es la habitación del fondo del pasillo, mi mujer ya te espera”. Le di las gracias y al adentrarme me llamó la atención el que él trabajase en una habitación contigua,

junto

a

la

entrada.

En

encuadernaciones artesanas; me pareció…

Tras un tímido “toc, toc” en la puerta entreabierta de su sala de trabajo, ésta se acabó de abrir y allí me encontré con ella, con Noma. Mi primera sensación fue la de entrar en un prostíbulo barato. De hecho me vino a la cabeza el recuerdo de la única vez en mi vida en que, tras una colosal borrachera de juventud, había visitado un antro de la calle Socorro. La habitación donde Noma me haría retomar vidas anteriores estaba apenas iluminada por una débil luz anaranjada. Era amplia y sobria y, desde las baldosas de las 117


vacías esquinas, algunas velas diminutas, que quizás coincidían con los puntos cardinales, ayudaban a agrietar tímidamente las tinieblas.

Noma me ayudó a quitarme la chaqueta y me ordenó, amablemente, que me sentara en un diván frente a ella. Entonces empezó a mirarme fijamente, pero sin decirme nada, y yo notaba como me iba subiendo un estado de inquietud a la vez que se me iba erizando la piel. Al fin, rompió el tenso silencio y, con una voz dulce y grave, me dijo: “Ya sabes a qué has venido. Así que sólo tienes que confiar en mí y hacer lo que yo te diga. Primero, te voy a ayudar a que te relajes y, luego, vas a respirar sin apartar tu vista de la mía. Irás variando el tipo de respiración según yo te vaya indicando. No tengas miedo. Confía en mí”. Asentí con la mirada y me dispuse a dejarme guiar.

118


Relajarme no fue difícil, yo ya tenía una cierta práctica

sobre

cómo

hacerlo

en

diferentes

posturas y también tumbado. Casi que lo único nuevo para mí, hasta ese momento, fue su exigencia de que la mirase a los ojos. Y la verdad es que ese sentimiento de mirar a los ojos de una desconocida, tan fijamente y en aquel ambiente velado y cargado del aroma de algún tipo de incienso, me complacía profundamente. Me hacía sentir sensitivo… y muy carnal. De inmediato me percaté, a pesar de la reinante oscuridad, de que Noma era una mujer muy atractiva. Voluminosa y fuerte. Su semblante equilibraba la impresión de sólida soberanía corporal con el ofrecimiento de percepciones de delicadeza,

pureza

y

ternura.

Aquellos

ojos

grandes, castaños y transparentes, anunciaban sinceridad y le hacían juego a una melena poderosísima y enmarañada que casi le llegaba a la cintura. Emanaba de toda ella una imagen 119


bíblica. Alguna antigua Sarah

o Esther debía

circular todavía por sus venas… Entonces empezó a respirar con la boca muy abierta bombeando con brusquedad el aire desde el bajo vientre. Me pidió que le siguiese el ritmo y que entornase la mirada. Así lo hice. Al principio yo no sentía que nada fuese a pasar. Incluso me empezaba a plantear si estaba siendo víctima de una enorme tomadura de pelo. Aún así seguía cumpliendo sus órdenes. Total, fuera como fuera, me

gustaba

estar

allí,

Sintiendo

su

aliento

atravesar

las

fronteras

sensuales

labios.

hiperventilándome

respirando

tibio de

Sabía aquello

con

ella.

alcanzarme

tras

sus que

gruesos si

podría

y

seguía traerme

alucinaciones pero… ¡y qué más daba! Habrían pasado unos cinco minutos manteniendo un duro ritmo respiratorio cuando empecé a vislumbrar recuerdos con sabores especiales. Me 120


llegaban imágenes del tiempo cuando, siendo yo muy jovencillo (no más de quince años), el maestro de kárate, al final de cada sesión apagaba las luces del “dojo” y, frente al espejo que cubría la pared frontal, nos hacía meditar en posición zazen. Me encantaban esos momentos de quietismo en que, con los ojos entornados, contemplábamos esas manchitas blancas que resumían nuestras jóvenes vidas enfundadas en inmaculados kimonos. Esas manchitas blancas que se nos devolvían a través de la penumbra y el silencio compartido…

Seguí respirando intensamente unos minutos más y fue entonces cuando, casi a punto de rendirme, comenzó a pasar algo realmente nuevo para mi. Sucedió tras el momento en que Mona me ordenó que relajase la respiración, que le diera un ritmo más suave y lento. También más superficial, pero sin perder el ritmo. Sentí entonces que su figura se me iba distorsionando. Era como si Noma 121


flamease. La veía fluctuar entre su figura real y otras diferentes personas… ¡y animales! Sí, de repente me parecía una india amazónica, de repente algún extraño ser en un estado evolutivo anterior al hombre (No sé… Como entre una Cromagnon y una homínida) y, de nuevo, e igual de repentinamente, volvía a ser la que me había recibido. Luego, se reiniciaba el mini ciclo de transformaciones.

Entretanto escuchaba la voz de Noma como un eco lejano: “sigue, sigue”...

Y yo seguí como

pude intentando mantener el ritmo respiratorio que se me imponía hasta que en algún momento todo se paró durante unos instantes. La simia evolucionada había ganado la batalla. Ya sólo la veía a ella. Densa, peluda, olorosa… ¡Espléndida! Entendí,

iluminado,

que

se

trataba

de

la

mismísima Noma y entendí que yo la estaba contemplando en una de sus vidas pasadas. Pretérita y ancestral. Algo debía estar fallando, 122


me dije, pues se suponía que debía ser yo el que debía experimentar recuerdos… Sin embargo, ¡eso no eran recuerdos! Era ella la que había cambiado

en

aquella

habitación

y

en

ese

momento ante mi atónita mirada.

Y había algo más... Trascendente... Me sentía amor en estado puro. Como fuera que fuese yo amaba aquella “bicha”.

Tenía que atraparla.

Tenía que abrazarla. Me la tenía que comer a besos…

Debió

comprender

momento

mis

intenciones

hacerme

gestos

Noma pues

despavoridos

en

empezó

ese a

indicándome,

apoyada en sonidos guturales incomprensibles, que me estuviese quieto, que me controlase. Pero yo no podía… ¡La amaba tanto! Empezó entonces a brincar por la habitación, pero la atrapé sin dificultad y ella cedió... Y enseguida pude sentir el dorso

de

sus

vellosas

manos

acariciarme

tibiamente la mejilla mientras que sus ojos luchaban por reprimir las lágrimas. 123


Sin palabras, pronto los dos supimos lo que nos estaba pasando. Tan sorprendidos y felices el uno como la otra, entendíamos que habíamos sido pareja en un mundo ya perdido en la noche de los tiempos. Y era maravilloso volver a estar juntos…

Todavía tengo en el recuerdo la atónita mirada de su

marido

cuando

me

vio

abrir

la

puerta

diciéndole adiós, portando a horcajadas, sobre mis

espaldas,

orangután

aquella

amoroso.

enorme Y

especie

recuerdo

de

también,

nítidamente, las miradas aterradas de unos niños que no podían creerse lo que vieron, poco después, al curiosear a través de una de las ventanillas traseras de mi antiguo “dos caballos”, aparcado en una de las zonas más oscuras del muelle viejo. Su curiosidad les había llevado a intentar averiguar que era aquello que hacía que aquel coche, supuestamente vacío, se moviera de 124


semejante manera… Pero el coche no estaba vacío y no pudieron evitar convertirse en testigos involuntarios del acoplamiento más bestial.

Aquella noche, Noma y yo, decidimos subir a los bosques

de

las

montañas.

Allí,

corrimos,

saltamos, nos abrazamos, gritamos, chillamos, nos aporreamos… Hasta caer exhaustos en el refugio de una oquedad desde la que se entreveía bajo las estrellas la nocturnidad marina. Nunca había sido tan feliz.

Cuando abrí los ojos, empezaba a clarear el horizonte y Noma seguía acurrucada entre mis brazos.

Pero

volvía

a

ser

la

técnica

en

“Rebirthing”. La mujer enigmática y maravillosa que la tarde anterior me había dejado entrar en su espacio de trabajo. No quedaba ni rastro de su apariencia simiesca. No. La mujer dormida que estaba entre mis brazos era una joven mujer 125


fuerte,

hermosa

y

desnuda,

que

respiraba

calmada y placenteramente. No supe que hacer, no quería despertarla, pero tenía miedo de que cogiese frío. Dubitativo me quedé unos instantes con la vista perdida en las velas lejanas

que

surcaban el mar ¡Horror! Eran cientos de velas de naves guerreras. Las naves que en septiembre de 1.229 invadieron la isla bajo las órdenes del rey catalán, Jaume I “el conquistador”… Y yo estaba allí y debía correr hacia Medina Mayurca para avisar al Walí. Entonces le grité a Fátima que dormía a mi lado y al hacerlo las naves desaparecieron y Fátima se convirtió de nuevo en Noma. Le conté a ésta, sobresaltado y sobresaltándola, lo que acababa de ver y me respondió: ”tranquilo, seguro que en el estado alterado en que estás, has podido acceder a otra de tus vidas anteriores… Si vuelves a este lugar otro día con serenidad, tal

126


vez puedas recordar tu vida en la Mallorca árabe…”

Cuando Noma se puso de pie, me abrazó en silencio

y

yo

volví

a

experimentar

mis

sentimientos previos. No hacía falta que me dijese nada más. Sabía que ella ya deseaba volver a su casa con su marido. La acompañé al coche y la abrigué con una manta. En todo el trayecto no nos hablamos, ni nos miramos. Al llegar a mi casa, le bajé ropa de mi exmujer y, en seguida, la acompañé a la suya. Los latidos frenéticos de nuestras manos al deshacerse del nudo que las ataba es mi último recuerdo de Noma Nuño, noma nuño, nomanuño, no-ma-nu-ño… Dios mío ¡cuánto la amé!

127


El hombre del surf

Aunque ya seáis un poco mayorcitos para según qué, me hace ilusión contaros el relato del hombre del surf. Pero resulta que este relato es un tanto especial, pues sólo puede contarse desde el lugar en que se desencadenaron los hechos... Así que, por eso, he querido que anduviésemos un ratito hasta llegar al pequeño pantalán en el que

nos

encontramos. Ahora, por favor, os vais a sentar sobre esos tablones

desgastados

de

ahí,

apoyando

cómodamente espalda contra espalda, y vais a dejar que vuestros pies desnudos y colgantes jugueteen con los pececillos. En cuanto encontréis la buena posición empezaremos. Pero: ¡Atención! Mientras me escucháis, también deberéis prestar 128


oído a los susurros secretos que este mar antiguo vierte sobre las

orillas, recordando en todo

momento que aquí no se debe hacer ningún ruido, puesto que el hombre del surf podría captar cualquier tipo de vibración humana que provenga de esta parte de la realidad y eso no conviene. No obstante, si, como ya ha sucedido alguna vez, llegara el caso de que oís que os habla o me increpa, permaneced callados y tranquilos; sabré cómo manejar la situación.

Listos, silencio, empiezo...

Como todas las noches a la misma hora, el hombre salió a dar su melancólico paseo por la vereda del puerto (la misma por la que habéis llegado hasta aquí). Eran sus momentos para los recuerdos de ella. La que ya no estaba a su lado y con la que creía poder hablar cuando miraba las estrellas.

129


En cuanto salió por el portal de su casa se percató de que aquella noche tenía algo especial. Sería la luz blanquecina, sería la pureza del silencio, sería la densidad de los aromas… O todo a un tiempo, tal vez. Así que, espontáneamente, se cuidó de que su sola soledad se deslizara suavemente. No quería romper el blanco hechizo que la segunda luna de agosto tejía sobre ese mar ribeteado por el rosario de luces danzarinas que jugueteaban sobre el huidizo perfil de la costa.

El hombre se sentía sobrecogido, a pesar de que para él ésta era una visión cotidiana, eterna y amiga... Y notó, con sorpresa, que al convocar a sus rutinarios recuerdos, estos no aparecieron. Su corazón, por contra, se dejaba arrastrar por los ecos de otros mundos y por nostalgias de lo nunca vivido.

Abrigado de estas sensaciones

desobedientes, continuó caminando despacito mientras seguía el invisible cauce de su itinerario 130


habitual. Al fin llegó a la playa y, como solía, se sentó

sobre

la

arena

para

contemplar

el

espectáculo que se abría ante su mirada y dejar que sus pensamientos cedieran relieve ante la subida de la marea interior.

Al poco, más adormecido que tranquilo, alzó la vista en busca de un respaldo donde acomodarse y, de inmediato, le asaltaron los reflejos de su tabla de surf. La había dejado atada por la mañana

a

una

de

las

viejas

sabinas

que

adentraban sus raíces en la misma arena de la playa y, ahora, inclinándola un poco, le serviría de respaldo. Con esa intención se incorporó. Sin embargo, al hacerlo, percibió algo parecido a un sentimiento telepático. Como si la tabla de surf le preguntase: “¿Por qué no ahora?”

Aunque sorprendido por un instante, no prestó mayor atención a lo que le pareció una pequeña alucinación seguramente debida a la somnolencia 131


y al cansancio; aunque no pudo evitar que el toque lo espabilase haciéndole sentir un deseo. El deseo de deslizarse como un susurro caprichoso sobre aquellas aguas plateadas

Sabía que utilizar la tabla a vela en la noche era algo

peligroso,

pero

desechó

las

llamadas

interiores a la prudencia. Volvió a casa, se puso el neopreno y las zapatillas de surf, se armó de linterna de buceo y cuerda e improvisó una pequeña luz de posición para el mástil. Retornó a la playa, montó la vela, colocó el cabezal de la botavara en su sitio, aseguró el pie del mástil en el enchufe de base, sujetó la linterna, tensó la vela, colocó la orza y, estirando de la proa del surf, se adentró lentamente en las aguas hasta que éstas le cubrieron la cintura. Entonces subió a la tabla, buscó el equilibrio, estiró de la driza del mástil y lo alzó. En breves instantes la vela se desplegó convirtiendo al hombre en un débil centelleo que se perdía sin rumbo al dejarse 132


atraer caprichosamente por la sensación de impulso más favorable.

Se sentía vivir. Sumisas brisas del norte sostenían constantes la tensión sobre la tela, permitiendo el deslizamiento,

sin

necesidad

de

cambiar

la

estática, cómoda y atípica posición corporal: El fuerte brazo derecho, doblado sobre la botavara desde la axila, permitía que su mano la sujetase por el interior. Mientras que el brazo izquierdo, proyectado como un arco desde el hombro, conseguía controlar la posición del mástil y con ella, la dirección. La columna recta, pero relajada y estable, enraizando sobre las templadas piernas que tan sólo se preocupaban de seguir el compás de los sutiles cambios en la percepción de las aguas...

Así, el hombre, convertido en poesía, acarició la tranquila superficie marina agradeciendo aquella pequeñez 133

suya,

tan

estremecida

ante

la


inmensidad. Sabía que, precisamente, era su insignificancia la que le permitía asombrarse, admirar y saborear la existencia de lo ilimitado.

Tal vez, aquella noche, la Luna y el mar se deshicieron el uno en el otro. Tal vez, el tiempo pernoctó más allá de las estrellas o, tal vez, lo único que sucedió fue un bostezo oceánico, de esos que aspiran de golpe todo cielo, todo mar y toda tierra.

-¡Eh, Miguel! ¿Vas a volver a contar lo de la Ballena?

¿Lo habéis oído? Ya lo ha vuelto a hacer. No sé como lo consigue pero lo consigue. Siempre es capaz de preguntarnos desde el relato. Y es que me parece que no le gusta que cuente lo de la ballena. Dice que sois mayores y que a vuestra edad no creéis según qué. Pero permaneced en 134


silencio; es lo mejor. Y dejadme seguir contando. Prosigo.

Bueno, ahora he perdido un poco el hilo. Pero creo que os contaba aquello del bostezo oceánico… Sí, lo

que

os

decía.

El

hombre

continuaba

su

maravilloso paseo sobre las aguas y no sé cuanto tiempo pasaría exactamente hasta que sintió el primer “cloc” bajo la tabla.

Como si hubiese

rozado algún tronco a la deriva. Pero no le dio más importancia.

Fue al segundo “cloc”, más fuerte y sonoro que el anterior cuando se preocupó y pensó en dar media vuelta. Aunque intuyó que ya no estaba a tiempo de evitar el encuentro con aquello que, fuese lo que fuese, rondaba por ahí abajo. En seguida, un nuevo golpe seco aún más fuerte y sonoro estuvo a punto de hacerlo caer y lo dejó, sin seguridad alguna, abriendo las puertas del pánico... ¿Dónde estaba el mar? ¿Dónde el cielo? ¿Dónde su vida? 135


¿Dónde su familia? ¿En qué trampa de percepción había caído? ¿Qué significaba ese pálpito oscuro que lo abrumaba desde la profundidad?

Y entonces sucedió. Los instantes atravesaron toscos su mente como vagones cargados de silencio y tras el último de ellos surgió una nueva realidad, diseñada para él entre todas las nuevas realidades posibles. Brotó rotunda desde el fondo del mar y de un sólo estacazo de presencia lo lanzó por los aires... Estaba perdido. Aquella maldita aparición era terriblemente poderosa.

En el cenit del sorpresivo y brutal vuelo, por un instante vislumbró como las difusas lucecillas de la costa revoloteaban alocadas. Eso fue justo antes

de

que

todas

ellas

le

estallasen,

frontalmente y al unísono, en la cara.

Tras el brutal impacto sobre las aguas, el dolor recorrió, en descompuesto tropel, todo su ser 136


hasta conquistarlo plenamente y con desprecio. Pero la trayectoria del cuerpo no se detuvo y el vuelo se convirtió seguidamente en imparable inmersión hacia las profundidades...

La vida se iba escapando bajo el velo del abismo dolorido y silencioso y el hombre creyó saber que moriría

ignorando

que

fue

aquello

que,

a

destiempo caprichoso, había decidido borrarlo de la existencia.

- ¡Ya! Cuenta lo de la ballena. Si total acabarás contándolo, como siempre. Dale, que tengo frío y hoy estoy algo más cansado de lo habitual!

Ni caso… Sigo, que no quiero volver a perder el hilo…

Sin embargo, el hombre del surf se iba a equivocar. 137

In

extremis,

sintió

como

una


gigantesca

mano

lo

recogía

y

lo

calmaba

mientras lo subía a superficie... Era como una gran cola de ballena... ¡Y es que, efectivamente, se trataba de una gran cola de ballena! ¡De una ballena que le sonreía! ¡Y le hablaba!

-¡Miguel, que es inútil, no seas cabezón! Nunca nadie se ha creído lo de este cuento o lo que sea y no lo van a hacer hoy. Empiezo a sentir compasión por ti.

Seguimos. Ya sabéis…

Y la ballena le preguntó: “¿Por qué exageras tanto hombre del surf? ¿Realmente tú te crees que yo puedo hacerle daño a alguien? Anda, mírate, ni siquiera sabes si estás vivo o estás muerto y tiemblas como la sombra de una terca velita de cumpleaños”

138


El hombre se estremeció, entre sorprendido y espantado. En seguida llegó la histeria; luego, el llanto, y, finalmente, una risa descompuesta pero aliviada ¡Era la mismísima ballena blanca del Puerto de Pollensa! ¡La de la segunda luna de agosto! ¡La que una vez por siglo se aparece a algún afortunado!

El hombre del surf conocía bien esa leyenda. La leyenda

de

los

pocos

hombres

o

mujeres

venturosos que felizmente se habían topado con ella. La gran oportunidad para renacer dentro de las vidas rotas. El triunfo de la esperanza sobre el miedo. El gran regalo.

-Pesadito… No te van a creer...

Y ya tranquilo y confiando ciegamente en quien le acompañaba, el hombre braceó hasta la

tabla,

izó de nuevo el mástil y dejó rodar su mirada de 139


Este a Oeste, identificando cada luz, cada lugar: Cabo Pinar, Barcarés, la carretera, el bar Brisas, el hotel Illa d'Or, la base militar, la península de Formentor... Agudizó un poco más la vista e identificó todas las vidas dibujadas en cada rostro... Alzó a continuación tiernamente los ojos hacia la ballena maravillosa y le dijo con todo el amor y agradecimiento que cabía en su pecho: ”Estoy listo, querida mía... Cuando quieras”.

Entonces la ballena blanca del Puerto de Pollensa sssssopló

sssssuavemente

sssobre

sssssuu

sssssoledaddd y el hombre se fue perdiendo, feliz y sin rumbo, hasta alcanzar los nortes de la nada.

Y colorín colorado este relato verdadero se ha acabado.

-Migueeeel... Lo siento. Pero hoy no acabarás tú este absurdo relato. Ya hace mucho tiempo que

140


me haces volver aquí insensatamente. Sé que en el fondo esperas, que te cuente que pasó después. Si realmente fui feliz. Si lo soy aún… Y no, no te lo voy a contar. Si quieres saber más, vete tú a buscar a tu ballena. Tal vez no necesites que pase un siglo. Si la buscas bien, quizás te la encuentres mañana en el mercado. O pasado, en el bus. Lo que importa es que la busques dejando que a la vez sea ella la que te encuentre. Entonces, adiós y suerte, Miguel, que el cuento se acabó porque yo lo acabé para siempre.

141


La preciosa muerte del profesor K

Me preguntaron si quería verlo, antes de que cerraran la tapa del ataúd provisional, y contesté que no. Sabía que si lo hacía jamás olvidaría esa visión y no quería vivir con aquello. Entonces, mi hermano, que también había participado en las tareas de búsqueda y sabía lo afectado que yo estaba me dijo: “haces bien, su cara está desfigurada por los golpes recibidos durante la caída por el barranco y un grueso trozo de rama le ha perforado mejillas de lado a lado”.

Prácticamente

no

había

dormido

y,

en

el

momento de llegar al centro de búsqueda que la 142


Guardia Civil había montado en una pequeña planicie de la montaña, yo ya llevaba tres horas acumuladas de extrema tensión; ya que junto con la profesora J.F. me había sumado al amanecer a un pequeño equipo de los guardias integrados en los servicios de rescate de montaña, con los que habíamos explorado los rincones más propicios, según ellos, para un hipotético accidente. Evidentemente

no

habíamos

encontrado

al

profesor K, que, desde hacía un par de horas, se hallaba dentro de la caja fúnebre. Al profesor K. lo había encontrado un pastor que se había ofrecido a participar en el rastreo de la zona y que sabía muy bien por donde solían despeñarse las cabras.

Me sentía roto, todavía no me había repuesto de la búsqueda temeraria por las laderas de la montaña, cuando ahora me encontraba frente a los restos de K. Sin atreverme a mirarlo y, mucho menos, sin atreverme a acercarme a aquella 143


mujer,

su

mujer,

que

ahogaba

gritos

desgarradores sobre el pecho del teniente al mando de la operación.

La búsqueda del profesor K. iniciada en la noche anterior, había concluido.

Habíamos tardado

demasiado tiempo en calibrar la situación y tal vez ahora lo estábamos pagando. Recuerdo que, previamente, sobre las seis de la tarde, se había puesto en marcha un primer operativo de la Guardia Civil; yo era el último adulto que había visto

a

K.

participación

y

todos

podría

pensábamos

facilitar

el

que

inicio

de

mi la

operación. La verdad es que esta primera fase resultó patética. Los guardias adscritos a la comarca no estaban preparados para realizar búsquedas eficaces en la noche. Me sentía entre asustado y absurdo cuando en medio de la oscuridad

cerrada

caminábamos

y

casi a

la

llovizna

tientas

por

creciente, el bosque

gritando: ¡Profesor K! ¡Profesor K!... Pronto me di 144


cuenta

que

estaba

participando

en

una

representación. Unas cuantas lucecitas en hilera, perdidas en la negrura del bosque, peinando el dormido follaje con sus ridículos gritos. Al llegar al refugio, el mismo alférez me lo confirmó “ahora no podemos hacer nada más”. Sabían de sobra que tendríamos que esperar al día siguiente, pero era su obligación estar allí, haciendo acto de presencia. Me daba rabia su actitud conformista, pero a la vez los entendía, no tenían ni linternas adecuadas y alguno incluso había tenido que ir a buscar las pilas a su casa. Sacaron los bocatas y se sentaron a bromear en torno al fuego. Ellos se quedaron allí a pernoctar, mientras que, al cabo de unas horas, en plena noche, a mi me vino a recoger un kamikaze de la policía municipal que conducía el 4x4 como si jugase a la ruleta rusa. Pensé durante casi todo el trayecto que me había tocado morir junto a aquel animal uniformado. Al fin, llegamos al pueblo y allí conseguí echar una cabezadita; antes de sumarme de nuevo, en la

145


madrugada,

al

operativo,

ya

mucho

mejor

organizado y con profesionales competentes, que acabaría con el hallazgo del cuerpo de K. por parte del pastor de cabras.

La alerta por la desaparición del profesor K. no se había producido hasta mi regreso al instituto, con aquellos doce muchachos con los que él y yo habíamos salido de acampada con la intención de pernoctar en el refugio de montaña de la cumbre de Es Cornadors.

El autocar nos había dejado en la orilla del pantano de Cuber y desde allí habíamos iniciado la subida. Sobre las doce de la mañana paramos para almorzar y a continuación K. subió con los alumnos hasta el pico L'Ofre, mientras yo les aguardé al cuidado de las viandas y mochilas. El profesor K. quería cansarlos al máximo. Según él, la experiencia decía que había que agotarlos hasta la extenuación para que por la noche no 146


montaran

follón.

En

cuanto

volvieron,

reemprendimos de nuevo la marcha hacia el refugio. Todo transcurría felizmente y yo me reía para mis adentros mientras caminaba pensando en la broma que les esperaba en la noche. La broma que yo le tenía reservada al profesor K. En la lejanía se extendía una deliciosa visión del Port de Soller que gradualmente se fundía con el mar reluciente del mediodía.

Como era habitual en K., durante la marcha, realizaba innumerables alumnos,

improvisaba

fotos, corría pequeñas

con los escaladas

complementarias... La mitad, por cansar a los chicos o por el puro placer de hacerlo y, la otra mitad, porque le gustaba alardear. Siempre se desenvolvía igual. Le encantaba que los alumnos se admiraran de su gran estado físico a pesar de que, como yo, ya había superado los cincuenta.

147


Él, encabezaba la marcha; yo, cerraba el grupo. Todo seguía yendo bien, aunque mi memoria me advertía que con K. siempre podía llover una sorpresa inesperada. Y la sorpresa llegó, pero resultó liviana: un pequeño tropiezo, casi al llegar al

refugio,

cuando

un

grupo

de

vacas

acompañadas de un enorme macho malcarado nos salieron al paso. El profesor K. ya nos había avisado de que esta situación podría producirse y de hecho habíamos leído algún cartel informativo al inicio de la excursión. Al acercarnos a la vacada, K. dio la consigna de que siguiéramos sin alterar la marcha. Según él no pasaría nada si continuábamos tranquilos, sin hacer movimientos raros y permaneciendo en silencio. Yo no sé como lo llevaría K. por dentro, pero yo me iba asustando

cada

vez

más

según

nos

aproximábamos al semental y estoy seguro de que los chavales tampoco las tenían todas consigo. Irresponsablemente, sólo me tranquilicé un poco cuando el muchacho que llevaba delante

148


se quitó el jersey y se quedó con una chillona camiseta roja. Me avergüenzo del pensamiento que tuve “si le da por embestir... no empezará por mi”.

Superado el mal momento y ya con el refugio a tiro de vista, volví otra vez a deleitarme con la broma que tenía preparada. Se trataba de lo siguiente. Sabía que a K. le encantaba contar en las noches de acampada, a la luz del fuego, historias de terror a los alumnos... Una de aquellas historias se convertía siempre

en la

principal, la historia de la muerte que vino a buscar a un amigo suyo cuando ambos eran jovenes. En esa historia, describía a la muerte como una mujer preciosa que poco a poco había ido seduciendo a su amigo, hasta que éste, enamorado de ella, acababa acompañándola al otro mundo.

149


Yo creo que ya hacía por lo menos veinticinco años que siempre le escuchaba contar la misma historia cuando me tocaba compartir con él la acampada anual. Me sabía de memoria como era su preciosa muerte: una chica rubia y pálida de lúcidos ojos azules, de un metro setenta y algo delgada… Así que tenía clarísimo que esa noche la volvería a contar. Mi maldad había consistido en planear, digamos, una especie de broma dentro de la broma. Para ello contaba con la complicidad de unos buenos amigos excursionistas. Estos, acamparían cerca, y, al llegar el momento clave, yo les enviaría un mensaje; entonces mi amiga M.L., que daba el perfil de la descripción de K., ojos azules, rubia y lo demás, aparecería en nuestro refugio tras dar unos sonoros golpes en la puerta, disfrazada de muerte tal como K. la solía describir, y solicitaría al profesor que la acompañara al más allá.

150


El momento se estaba acercando y K., previsor como siempre, ya había extendido una lona fina sobre el suelo de tierra del refugio, especial para evitar la humedad; no sin antes haber ordenado a los

alumnos

que

forraran

el

suelo

con

los

periódicos que les había mandado traer. Fuera, la noche era inmejorable para mis planes: una luna llena resplandeciente, un mar de estrellas, el suave ulular de aires gélidos a través de las encinas y las sombras bailando caprichosas...

Cenamos, bromeamos y acabamos de tapar con los periódicos sobrantes las ranuras que entre las piedras de las paredes permitían la entrada del frío aire exterior, prendimos un fuego en la chimenea del refugio y a su alrededor nos agrupamos metidos en nuestros sacos. Unos tumbados, otros acomodados de lado sobre las mochilas... El profesor K ya podía empezar, el escenario estaba servido...

151


Poco a poco los alumnos empezaron a mostrarse inquietos, víctimas del miedo que les subía por el cuerpo a medida que K. narraba su historia. Yo podía percibir como, sutil y disimuladamente, se iban

alejando

de

la

puerta

y

alguno,

ya

claramente vencido, se levantaba a atrancarla un poco más.

Pronto llegaría mi turno. La historia de la muerte estaba

concluyendo

mensajito

de

móvil

y

yo a

debía mis

enviar

amigos

el que

aguardaban. Pasan unos minutos y, llegado el momento, lo hago disimuladamente… Y entonces me doy cuenta de que ¡no hay cobertura! ¡Qué error...! Es para matarme... ¡Pero sorpresa...! ¡Suenan tres golpes en la puerta! No puedo dar crédito a lo que oigo… Se escucha al unísono el grito de sobresalto del grupo. A mi mismo se me encoje el corazón. Pero el profesor K, tan decidido 152


como siempre, se levanta a abrir, tranquilamente, diciendo

“será

algún

excursionista

o

el

guardabosques”.

A medida que desatasca la tranca y se asoma, percibo como se le emblanquece el rostro de puro escalofrío... ¡Es mi amiga vestida de muerte! Yo me admiro de como han calculado tan bien el momento sin haber recibido mi mensaje y, en mi interior, ya tranquilo, vuelvo a partirme de risa. Casi sin poder seguir representando asombro, me cubro las mejillas con las palmas de las manos para que no se me descompongan. No vaya a ser que el grupo descubra el engaño.

Mi amiga está preciosa, nunca me hubiera imaginado que el traje de muerte le pudiera sentar tan genial a alguien. Y dirigiéndose a K., le dice con voz seductora y cálida “profesor K, debes acompañarme, ha llegado tu hora”. K.

153


continúa frío y mudo, pero de golpe me mira y al cruzar su mirada con la mía, inteligentemente, se da cuenta del montaje. Decide entonces seguir la broma y, sin más, se gira hacia los alumnos y les dice serenamente: “ya veis chicos; cuando llega la hora, llega”. Le da un beso a la muerte y tras ella sale del refugio todo serio y entregado. El grupo de muchachos está que se sale. De alguna forma intuyen que están siendo víctimas de un montaje, pero el miedo no les acaba de soltar. Y me empiezan a increpar, excitados, diciéndome cosas como: “¡Venga, ya está bien, os creéis que somos niños pequeños!”, “Ya vale profe, ya os habéis quedado con nosotros”. Finalmente, me rindo; les confieso la verdad y nos reímos juntos mientras esperamos que vuelvan K., mi amiga (la preciosa muerte) y sus colegas cómplices... Pero K, no acaban de llegar... Y vencidos por el cansancio y el sueño, poco a

154


poco,

todos

van

quedándose

tranquilamente

dormidos. Yo tampoco tardo en roncar. A las siete de la mañana, nos despertamos y descubrimos con sorpresa que ¡K. todavía no ha vuelto! La verdad es que en ese momento me empiezo a inquietar seriamente. Mientras los alumnos me asaetan a preguntas, yo improviso respuestas como puedo. Salgo del refugio para pensar un poco y no puedo dejar de reparar, a pesar de la creciente preocupación, en la belleza estremecedora del paisaje que se me ofrece: la luna llena se está poniendo sobre el horizonte marino mientras, en posición diametralmente opuesta, inicia su jornada un sol resplandeciente. Todavía chispean benignamente las estrellas y bajo mis pies se abre una alfombra de lomos de algodón que cubre toda la planicie central de la isla.

155


Vuelvo inmediatamente a la extraña realidad de la desaparición del profesor K. y decido acelerar la vuelta para poder llegar al pueblo de Soller lo antes posible. Desde allí tendré cobertura para el móvil.

La bajada se hace larga y dura, los caminos de piedra asumen pendientes sostenidas de veinte grados que, con el peso de las mochilas a cuestas, obligan a correr más de lo que uno quisiera, a la vez que se te van quebrando las rodillas... ¡Al final llegamos! Y llega la primera sorpresa con el restablecimiento de la conexión telefónica: ¡Mi amiga me dice, mediante mensaje dejado en el contestador el día anterior, que les ha salido un problema inesperado y que no podrán subir a “lo de la broma”, que lo siente mucho

y

que

otra

vez

será!

La

llamo

inmediatamente y no me toma en serio cuando le digo que ¡la muerte sí apareció...!

156


A

partir

de

aquí

comprobaciones, guardia

civil

ya

todo

búsquedas, y,

son la

finalmente,

llamadas,

alerta el

a

la

terrible

descubrimiento del cuerpo del profesor K.

Han pasado quince días. La policía me tiene en su punto de mira, lo sé. Les he contado una y otra vez la historia y han hecho que me analicen sicólogos y siquiatras. Estoy derrotado. Y ahora... ¿Cómo les puedo contar que desde hace cuatro días, en el espejo de la sala de estar de mi casa, aparece un escrito en tinta acrílica que dice ¡de mi puño y letra!: “Alfonso, mi preciosa muerte ha resultado mucho más exquisita que la imaginada. Me ha elegido como ayudante y cada día salgo a aliviarle su trabajo. Me ha dicho que pronto te haremos una visita. Ya estoy esperando darte un abrazo. Profesor K”.

157


Favola breve

Semáforo rojo y las veo pasar por el cebra. ¡Qué dos golondrinas haciendo primavera! Me encanta cuando las veo juntas. Son como cachorrichos de la misma especie. Dos labradores, dos dálmatas, dos boxers... Las dos deben tener la misma edad, veintitantos.

Las

dos

caminan

como

juncos

balanceados por la brisa. El oscuro pelo lacio bailando suavemente sobre los hombros. No hay nada que me alivie más mis largas horas de taxista que estas visiones... Son como alegres paréntesis visuales donde laten intempestivos y alegres los colores esperanzados de la vida. Sí, no me avergüenzo, me encantan estas apariciones a dúo. Ladeo suavemente la cabeza para verlas perderse al alcanzar la acera derecha y entonces me quedo de piedra. No sé reaccionar. No las he 158


visto perderse, simplemente han desaparecido. Han desaparecido bajo el morro del camión de mudanzas que las acaba de aplastar contra la fachada del número 42, de la calle Aragón. No me lo puedo creer... Tan sólo hace unos instantes... No me lo puedo creer… Apenas se ha bajado el chofer tembloroso y aparece un energúmeno en camiseta

gritando

“¡mis

hijas!”.

Está

descontrolado. Lleva en la mano una barra amarilla de bloqueo de volante. Ya no es amarilla, es roja. Roja de sangre. La sangre del camionero que yace en el suelo lamiendo inerte la otra sangre, la que fluye desde un inerte

brazo de

mujer joven. Sigo quieto, incapaz de un sólo gesto. Pero puedo seguir la vertiginosa película. Aunque no sé de dónde ha salido el policía que, mal interpretando los hechos y las posibles intenciones del energumizado padre, le dispara hasta abatirlo. Mientras cae en cámara lenta, el brazo derecho va cesando en sus aspavientos, pero, en un agónico impulso último, lanza la barra

159


metálica, que vuelve a ser amarilla y vuela hasta el cristal de la puerta trasera derecha de mi taxi. Pero no suena rotura de cristales. Los cristales estaban bajados. Lo que suena es el cráneo de la pasajera

que

va

sentada

detrás.

La

luna

delantera se me ha teñido de rojo y lamento que el parabrisas esté en la parte exterior. Percibo la intensidad de los pitidos de los coches de atrás aunque mucho más altos tañen los mazazos de mi corazón. Alcanzo a oír, a duras penas, un: “muevete ya”. Efectivamente, la luz del semáforo ya está en verde. Se acabó la fantasía. A veces me avergüenzo de tener estas visiones. De divertirme con ellas. Las dos jovencillas me paran desde la acera. ¡Cómo me gusta la vida y las golondrinas que hacen primavera! En cuanto se sientan

empiezan

a

darle

a

una

alegre

conversación. Se me ilumina el corazón al verlas por el retrovisor y la verdad es que justo en ese instante se asoma el divertido cabezón de un sol radiante que todo lo purifica. ¡Me noto tan

160


radiante en mi taxi! Siendo tan capaz de controlar el rumbo de mi mente y de respirar tan plenamente. Les pregunto si les molesta un poco de música. Las dos me contestan a dúo que “No, al contrario” y ya está sonando “cuor senza sangue”, de Emma Shapplin. ¡Qué maravilla! Es todo tan perfecto. Y estoy feliz de que no les haya pasado

nada

y

les

espere

una

vida

tan

prometedora. ¡Qué dos cachorrillos! ¡Qué dos angelitos!

Me

preguntan

si

puedo

subir

el

volumen. Lo pongo a tope y cantamos a coro con la fuerza de tres gigantescas velas de fuego desplegadas a los vientos de la TramunAna. Miro por el retrovisor y me pregunto si el ciclista que yace en el asfalto ha tenido algo que ver con nuestro paso veloz. Y me respondo que no y que ya no quiero tener más fantasías por hoy. Ahora ya suena el tema siguiente “favola breve”.

161


El plan B

Me

levanto

a

media

noche

con

la

cabeza

pesadísima. Algo me debió de sentar mal. Voy a la cocina dando tumbos, cojo una manzana y la mordisqueo. La devuelvo malherida a la nevera y retorno a la cama.

Apago el interruptor... y la luz se vuelve a encender. Vuelvo a apagar... y de inmediato se vuelve a encender. Ante tan extraño suceso creo que debiera acabarme de despertar pero tengo demasiado sueño... Miro de reojo al interruptor y opto por desenroscar la bombilla. La luz se apaga, pero oigo como la bombilla se vuelve a enroscar y otra vez llega la luz. Y esta vez no llega sola; la radio se pone de marcha loca y suenan tres 162


golpes fuertes en la puerta del armario. Llegados a este punto se me hace evidente que hay un espíritu entrarme

zumbón

en

pánico...

la

Pero

habitación. no.

Sigo

Debería teniendo

demasiado sueño y elijo dormir como sea. Así que me limito a soltarle con voz suave y amistosa: “vete a la mierda, cabrón”.

Sin duda se enfada, porque le da por levantar la cama y lanzarme contra la pared. Pero yo también me estoy enfadando. Despabilado de golpe, me tiro contra la pared contraria y le suelto un puñetazo. Mala idea, me acabo de destrozar los nudillos y el rebote vibratorio me recorre todo el cuerpo.

Intento pensar rápido y se me ocurren dos opciones:

163


a) Me suicido en plan urgente, voy a su mundo y le atizo. b) Le sigo el rollo y ya se cansará.

Opto por la segunda, pues valoro que cuando mañana llegue mi mujer preferirá echarme un puro por el desorden antes que tener que recoger mis restos.

Cargado de estrategia, vuelvo al frente y… ¡Ay, la tele nueva de 40 pulgadas! ¡Tengo que correr a protegerla...! De nuevo mala idea, me leyó el pensamiento y fue más veloz... La tele ya se ha convertido

en

tecnoalfombra...

Me

como

el

cabreo y retomo la opción b), mejorada. La perrita me puede servir para llevarlo a cabo. Me pongo a perseguirla por la casa con la radio a tope como si me hubiera vuelto loco. Me da mucha pena el susto que coge la chucha, pero sigo gritando con la radio y tirándole de la cola. 164


Mientras

corremos

me

doy

cuenta

de

que

tenemos tanta capacidad destructora como el espíritu, o más. Todo va estallando a nuestro paso, lámparas, jarrones, botellas...

Genial, ha funcionado. El espíritu ha comprendido que somos de la misma cuerda, que no le tengo miedo y que estoy dispuesto a destrozar lo que haga falta. Así que me deja en paz. Me lo confirma con un mensaje al móvil: “Has ganado, me rindo”. Le doy a responder mensaje: “Y además

de

cabrón

eres

un

cobarde”.

Me

arrepiento inmediatamente y espero a que me acabe de inflar... Pero no pasa nada... Parece que se ha ido definitivamente. Le envío otro mensaje “Vale, fue divertido. Amigos”

Pongo el colchón en el suelo, llamo a la perra, la inflo de besos y caricias y le secreteo: “Hoy dormimos juntos... Perdona lo de antes, sabes

165


que te quiero infinito”. Me contesta con un aullidito tierno y nos dormimos en minutos.

Nos despertamos tarde, sobre las doce. Me siento muy descansado, genial... Miro el desorden y los destrozos y no me lo puedo creer... Pero qué le vamos a hacer. Empiezo a recoger y me acuerdo del cuadro que estaba pintando. Subo corriendo al estudio pensando: “No por favor, que no lo haya roto...” Y no sólo no lo ha roto sino que me lo ha acabado perfectamente, sacando lo mejor de mi estilo. Incluso ha tenido el detalle de dejarlo firmado con mi nombre. Seguro que por este cuadro me van a dar buena pasta.

166


Koootée

¡Koootee!

Truena atávico el grito guerrero sobre el tatami del Dojo. Al unísono, los bokkens bajan en diagonal partiendo en dos a los imaginarios enemigos. Las piernas atrasadas se desplazan en giro de treinta grados para armonizar la elíptica caída del sable. Las delanteras, tan solo han girado dócilmente sobre su propio eje, facilitando el movimiento global del cuerpo. Las manos se relajan

entonces

empuñadura,

unos

mientras

instantes los

pliegues

elegantes hakamas apuran el reposo.

167

sobre de

la las


Ahora el corte es de izquierda a derecha y, acto seguido, otra vez de derecha a izquierda. Mi uke y yo nos desplazamos con energía hacia el fondo de la sala. Al llegar bajo la foto del maestro Ueshiva las gotas de sudor empiezan a desbordar los límites de la piel. A una voz del maestro, nos deshacemos de las armas y las dejamos juntas en el ángulo de la pared. Descansamos un momento con los ojos cerrados y volvemos al ejercicio.

De nuevo me toca a mi el papel de uke, trabajaremos los “ikkios”. Dócil le agarro su muñeca izquierda con mi mano derecha desde un impulso de combate. Ella no se opone, sabe que debe unificarse si quiere mover mi volumen, mucho mayor que el suyo. Controla bien la técnica y me guía desde su “hara”, a través de la invisible curvatura que le permite el volteo de mi codo en proyección elíptica.

168


A velocidad de vértigo me ha obligado a pivotar y ahora es ella la que agarra mi muñeca derecha con su derecha, atrasa a continuación la pierna adelantada y me arrastra hacia la lona ayudando a su intención con el agarre del cuello de mi Kimono. Ya estoy en el suelo, comiendo tatami, mientras ella me bloquea el brazo desde el hombro que se convierte en raíz del grillete.

Me corresponde hacerle entender con mi mano libre, la izquierda, mediante golpecitos sobre la lona, que quiero clemencia, que el ejercicio está acabado, que ya me puede soltar. Pero no lo hago. Me gusta sentirla ahí, a mi espalda, sudorosa, jadeante. Sabiendo que sus hermosos pechos me vigilan bajo la camiseta que guarda el Kimono.

Ante mi silencio, dobla más mi muñeca y ahora ya si que no puedo resistir más el dolor y no me queda otra que sacudir el tatami. 169


De nuevo de pie, le toca a ella asumir su turno de “uke”. Pese a la correcta proyección elíptica de su mano abierta apenas es capaz de atrapar mi muñeca. Ahora soy yo quien la hace volar hasta comerse la lona y, una vez sometida sobre el tatami, me dejo secuestrar por la visión de la tormenta que alborota su cabellera , al tiempo en que ella pide con su mano libre el final de ejercicio. Entonces, inesperadamente, percibo la impertinencia del pequeño bokken carnal que me pide paso urgente entre la piernas. Regaño al sorpresivo guerrero y lo llamo al orden, no es su turno. Sonrío para mis adentros recapacitando sobre la necesidad de que todo movimiento respete el espacio y tiempo oportuno.

Han pasado las semanas, han pasado los meses, han pasado los años. Mi añorada uke me llama de madrugada y, después de tanto tiempo, me dice que en estos momentos contempla la Luna desde la bahía de una isla cercana y que está pensando 170


en mí, que le gustaría volver a unificar su hara con el mío. Le pido que espere un momento y salgo a la terraza. Con el corazón a tumbos y sin soltar el móvil busco la luna llena. Al encontrarla, le comento que ya la veo en ella reflejada. Sé que lleva unas copas encima y que mañana se arrepentirá de haberme llamado; así, ejercito la armonía de las palabras que atacan y esquivan, que se proyectan y se desplazan, mientras protegen al otro… Y no vencen, sino que no pueden menos. Al fin, la bloqueo y espero a que golpee la lona pidiendo clemencia; pero ella no lo hace. Le gusta percibirme ahí, en acecho y jadeante. Le suplico entonces que se retire, que se proteja en una cama: “por favor, ves ya a dormir y cuídate mucho. Pronto nos volveremos a ver”. Los dos sabemos que miento y que hay caminos que

171

no

tienen

vuelta.

Se

abre

entonces,


definitivo, el silencio que blande el bokken de plata que me cuartearรก el corazรณn.

172


El tiburón

Acababa de leer una historia de Haruki Murakami, "El viajero casual". Una historia preciosa sobre las casualidades aunque tal vez se trataba de causalidades. Dejé el libro sobre la mesa y me fui la playa. Allí pensé que me gustaría escribir una historia sobre un tiburón... Y el pensamiento voló junto

con

las

anónimas

gaviotas

que

me

acompañaban. Me metí en el agua y nadé. Nadé.

Por la tarde, en casa, volví a abrir el libro de Murakami, dispuesto a enfrentarme con otro fantástico

relato,

cuando,

casualidad

de

las

casualidades, me encuentro con que el siguiente relato, Hanaley Bay, se inicia con las siguientes palabras: “El hijo de Sachi murió a los diecinueve años, cuando un tiburón lo atacó mientras hacía 173


surf en Hanaley Bay...”. Me quedé perplejo. Sentí como si desde otra dimensión se me estuviera diciendo: “escribe tu historia del tiburón. Esto no es casualidad...” Y evidentemente me volví a olvidar del tiburón. Me olvidé... hasta que ¡apareció!

La noche anterior, Lilí me había comentado: “Me haría

ilusión

que un día me despertases de

madrugada y me dijeses: el café está listo; venga corre, que nos vamos a la playa”. Así que al amanecer, oído cocina, ni corto ni perezoso,

le

susurré a Lilí con suavidad, pero también con mandato: “ Despierta, el café está listo y ahora mismo nos vamos a la playa”.

No se hizo de rogar. Esbozó media sonrisa y, aún con

los

ojos

cerrados,

inició

sus

típicos

movimientos matinales de lucha contra la ley de 174


la gravedad. Al cabo de veinte minutos ya estuvimos en la cala. Sólo nos acompañaban dos mujeres de edad avanzada que, fieles a su rito matinal, no tardaron en meterse en las cristalinas aguas. Ellas, permanecieron comentando sus cosas cerca de la orilla; Lilí y yo continuamos nadando hasta la luminosa boya amarilla. A unos cuatrocientos metros de la arena.

Recuerdo que en el momento en que vi aparecer la sombra, yo me acababa de agarrar a la boya. Mis brazos la envolvían y mi cabeza se recostaba sobre ella. Mientras, Lilí braceaba a mi alrededor. Estaba graciosa. No paraba de gastarme bromas y no paraba, tampoco, de reírse. Nunca me habían gustado las pelirrojas, pero ésta me iluminaba. Nunca me habían gustado las mujeres entraditas en kilos, pero ésta, como el trasero de Andromaca, armonizaba la generosidad y la discreción en todos sus límites corporales.

175


Mi primera reacción fue de pánico y quise gritar y avisar a Lilí de que bajo nuestros pies daba vueltas una inmensa sombra, pero me acordé de que el personaje de Haruki había muerto más como causa del pánico que de la mordida del tiburón. Así que pensé, "Mejor me controlo. Total, si aviso a Lilí, tampoco ella tiene posibilidades de llegar a la costa". Con esa intención y la esperanza de que la sombra nos abandonase le dije con voz potente “¿Ya sabes los verbos que te faltan?”

Me entendió enseguida. La extraña cuestión tenía sentido para ella. El día anterior yo le había preguntado, supongo que como fruto de una ocurrencia

sin

entrelazados

más

mientras

contemplando

conversábamos el

ocaso:

“Si

estuvieras muerta y en el más allá alguien te solicitase que resumieras en diez infinitivos la experiencia

de

vivir,

¿qué

verbos

nombrarías?”. Y Lilí me había respondido sin 176


dudar: "amar, crear, contemplar, sentir, luchar, compartir, compadecer, procrear..."

Te quedan dos más, le había dicho yo y, ahora, ella, sin perder la sonrisa y con la sombra merodeando bajo sus pies me respondía:

- Sí, ya tengo la respuesta. Pero no son diez los que me salen. Son doce ¿Valen doce?

- De

acuerdo

-

claudiqué,

intentando

no

descontrolarme-. ¿Cuáles son?

El primer nuevo infinitivo que le escuché fue “temer” y en ese momento tuve la certeza de que la sombra ya mostraba sus letales colmillos. Sin duda se trataba de un enorme tiburón que en cualquier momento se decidiría por ella o por mí. Y le grité “Lilí, te quiero”. Ella pareció extrañarse 177


de mi salida amorosa. Y yo me extrañé de que ella no adivinara todavía la terrorífica presencia y, no menos, de que la bestia virase en el justo momento en que lancé mi grito amoroso.

-Espera. Calla – prosiguió ella-. Todavía me quedan tres infinitivos más y son: "adorar, gozar y dar" Y no digo "caminar" porque ya no me dejas. ¿O sí me dejas?

-Sí te dejo -le volví a gritar-. Y en ese momento supe que no me importaba morir junto a ella y nadé hasta enlazarla mientras lanzaba de nuevo al cielo un: ¡¡Te quiero, Lilí!! Cuando la tuve entre mis brazos comprobé prudentemente aliviado que la inmensa aleta se alejaba y entonces grité todavía más alto: “¡¡¡Lilí. Te quiero!!!”. Y ella, mirando fijamente hacia un punto lejano, me susurró en la oreja con los ojos

178


cargados de lágrimas: “No tienes ni idea del horror del que nos acabamos de librar. Luego te lo cuento... Pero ahora sigue gritando... ¡Por favor! ¡Está claro que funciona!”.

179


Puntualidad

Dos de febrero. He quedado a las nueve de la noche en un bar de la Plaza de los Patines, el bar Plaça. Como todavía faltan algunos minutos, ralentizo mis pasos para dar un poco más de tiempo al tiempo. Las manos, en los bolsillos; hace mucho frío. La mirada, entreteniéndose como una cometa curiosa entre los alerones de los tejados... Calculo que me hallo a unos cuatrocientos metros de mi destino.

Pero ¡maldita manía de andar mirando hacia las alturas!

Algo

zancadilleado...

duro Me

e

inmóvil

estaba

me

ha

esperando.

En

décimas de segundo mis cien kilos se desploman sobre el paso cebra...

180


No he conseguido liberar a tiempo las manos de los bolsillos; todo ha sucedido demasiado rápido e inesperado. Mi mejilla izquierda empuja con fuerza el asfalto hacia abajo, intentando que la órbita

del

planeta

Tierra

se

desplace

para

amortiguar el golpe. No lo consigue. La visión ya ha cambiado, ahora todo se ve perpendicular y mi cerebro detecta imágenes de un mundo muy diferente al que dejé en pausa momentos atrás: ¡Peligro

inminente!

Efectivamente:

dos

luces

avanzan hacia mi centro de producción mental. Arrastran un coche adherido a ellas: va a atropellarme. Me da tiempo a pensar "qué absurda muerte", pero no es mi noche. El conductor ha conseguido no frenar sobre mi cabeza. Las sombras de los viandantes corren hacia mí ofreciéndome ayuda. No es necesaria.

Me

incorporo

con

la

dignidad

que

puedo.

Compruebo el estado general de mi chasis corporal y miro de reojo las ruedas del vehículo 181


para asegurarme de que no me he dejado nada reciclándose por ahí: una nariz, una oreja... En fin, ese tipo de equipamientos tan útiles para los cinco sentidos. Inmediatamente certifico: Aquí no ha pasado nada de importancia; tan sólo: nudillos ensangrentados (¿por qué, si no he conseguido sacar

los

puños

de

los

bolsillos?),

golpe

apuntando moratón potente en fachada principal izquierda, asombro en el corazón y la sangre pasando de rizada a marejadilla...

Pero

¿quién

quería

matarme?

Lo

busco

e

inmediatamente lo encuentro. No es él, sino una de "ellas": pétreas esferas asesinas al acecho de aquellos caminantes que tienen la osadía de no mirar continuamente el suelo que pisan. Calculo que habrán pasado tres minutos desde el incidente. Doy las gracias a los espontáneos socorristas y reinicio mi marcha. Podría llegar tarde y no quiero, así que tendré que acelerar.... 182


Pero ahora no dejo de enfocar por donde ando y descubro lo mismo que cuando me compré el coche: no era el único modelo; había muchísimos iguales.

Sí,

muchísimas

esferas

asesinas

permanecen clavadas en el asfalto; pequeños bolardos cumpliendo disciplinadamente su misión de evitar cualquier aparcamiento incorrecto. En estado de reposo, esperan pacientemente. Tienen todo el tiempo del mundo y me planteo que tal vez

se

reproducen

por

alguna

propiedad

exporulante del cemento municipal. Ya estoy llegando. Conseguiré ser puntual e incluso me quedarán algunos segundos para abrir una reflexión. Veamos. La maceta es privada y el bolardo es público. Una maceta puede caerte desde

arriba

y

un

pequeño

bolardo

puede

atacarte desde abajo... A la primera, puedes esquivarla si andas mirando a las alturas, al segundo, si andas mirando por donde pisas…

183


Imposible seguir con la reflexiรณn. Acabo de llegar y ellos ya estรกn esperรกndome. La puntualidad es la puntualidad.

184


La muerte del grillo cautivo

La vi pasar a toda velocidad; pequeña y granate, tirando a negruzca, y grité para que Lili me oyera: ¡Corre, corre; una cucaracha! Cuando ella la vio, me dijo tranquila y dispuesta a no variar su orden interna de irse a la cama: No es una cucaracha, sólo es un grillo.

-Ah, bueno. Si sólo es un grillo... -Le respondí, más tranquilo.

Entonces cerré la habitación y pensé "bueno mañana ya lo dejaré salir". Me tumbé en mi sillón favorito y abrí un libro dispuesto a olvidarme temporalmente

del

bichejo...

Cosa

que

no

conseguí inmediatamente, puesto que no podía

185


evitar la pregunta: ¿Y si le da por cantar toda la noche dentro de casa? Ya te pasó una vez… ¡Vaya rollo! Sin embargo, el grillo no cantó, ni se grilló. La noche fue clara, sónicamente pacífica y las estrellas lucieron altivas, dignas, distantes y preclaras. Así como son. Así como fueron. Así como serán. Al día siguiente, nada más despertarme, fui, inmediatamente, a abrirle puerta y ventanas al huésped. "Por fuerza tiene que salir- me dije-. No quiero

que

se

me

muera

aquí.

Vaya

responsabilidad". Y

en

la

tarde

del

mismo

día...

Es

decir,

exactamente hace cuatro o cinco horas, Lili, que siempre

intuye

mis

preocupaciones,

me

ha

venido a informar toda sonriente: “¡Lo he visto correr feliz hacia el patio, no tienes de qué preocuparte!”. Así que he vuelto a cerrar las ventanas

y

la

puerta

de

su

habitación,

considerando: "Grillo salvado, capítulo acabado". 186


Podría parecer que el grillo estuvo preso y fue liberado. Sin más. Que ya todo pasó y punto. Pero durante su estancia en presidio han sucedido cosas... A mí, por ejemplo, me ha dado para mucho

este

fragmento

de

las

vacaciones

(veinticuatro horas, de noche a noche). Durante este breve periodo temporal, he podido: dormir, ir a hacer la compra, subir a Palma y comprarme el miniordenador con el que escribo, llevar a la perra al veterinario, tomarme con Lili un par de cervecitas en un pub de quinceañeros, llamar a mi

prima

Nieves,

leerme

una

informática, cambiar los requisitos

revista

de

de inicio del

ordenador de mesa para que se despierte con más celeridad, tomar un pizza Livianesse, llamar a mi madre, ver mi culebrón favorito, contemplar el atardecer más bello de mi vida sin dejar de evocar lo espléndido que puede ser el crepúsculo de una persona, ir a recoger a la calle la persiana que el viento ha hecho volar (por suerte sin

187


perjuicio para nadie), dar un breve paseo con Lili y la perra, enterarme de que Barak Obama está teniendo una gira exitosa...

Realmente, está claro que en el tiempo en que un grillo

permanece

encerrado

pueden

pasarle

muchas cosas a una persona... (y no quiero pensar ahora en nada malo).

Aunque mi perra, que no es persona, en este tiempo también ha desplegado potencialidades vitales. De hecho, ha devorado su comida, se ha dejado arrastrar al veterinario, ha dormido un montón de horas, nos ha implorado con la mirada que la saquemos a pasear y lo ha conseguido, se ha cargado una bolsa de basura, ha ladrado a la gente, nos ha observado largamente desde su colchón nuevo, ha eliminado agentes patógenos mediante secreciones y excreciones tanto en el patio de casa como en la vía pública, nos ha 188


brindado apoyo afectivo mediante numerosas pruebas

de

afecto

ganándose

sus

correspondientes galletitas...

Bueno… Y las cosas que Lili ha hecho mientras el grillo estaba encerrado ya ni las cuento. Sólo para describir

las

relaciones

y

comunicaciones

mantenidas a través de su móvil necesitaría un par de relatos de extensión reveladora...

Se me ocurre pensar ahora, por más pensar, que si me planteo también las cosas que pueden haberle ocurrido en este mismo periodo de tiempo a todos los seres vivientes con los que me he cruzado, incluidos los no detectables por causa de su menguado volumen, este objetivo o conocimiento

resultaría

absolutamente

inabordable, dadas las limitadas capacidades de un humano para este tipo de intentonas. Y ya ni que decir sobre aquellos seres con los que “no”

189


me he cruzado en las últimas veinticuatro horas o sobre los propios de otros mundos.

Más, por otra parte, si a esta hipotética intentona, humanamente inabordable como ya se ha puesto de manifiesto, le sumamos todo aquello por lo que

ha

sido

afectado

cualquier

elemento

perteneciente al reino de lo no viviente… Bueno, entonces,

apaga

y

vámonos

¿Quién

podría

realizar semejante cómputo? Ni siquiera parece tarea lograble por un no humano.

Entonces, sin cómputo total, en absoluto posible, me toca asumir que conforme al limitado control ejercible

sobre

mi

experiencia

vital

correspondiente a las últimas veinticuatro horas, entre lo poco que podría asegurar estaría el hecho de que el grillo estuvo preso veinticuatro horas

y

luego

complicaciones,

fue

liberado.

cábalas,

Sin

suposiciones

más o

intentonas ambiciosas. Que ya todo pasó y punto. 190


Por tanto, sería éste el momento de exclamar: ¡“qué suerte que el grillo ha sido liberado”! Sin embargo,

demasiadas

veces

es

dolorosa

la

verdad que sucede a la alegre creencia. Veamos.

Es cierto que hasta tan solo hace unos minutos yo esperaba poder celebrar la liberación del grillo cautivo. Sin embargo, lo que he podido constatar con sobresalto ha sido muy diferente:

Lili

trasladaba su cuerpecito en el inmenso columpio de una pala de recoger... ¡Dios mío! ¡Qué desastre! ¿Por qué? ¿Por qué no fue cierto lo que ella

me

había

anunciado

previamente?:

la

inducida autoliberación del pequeño grillo y su posterior huida al patio. No tendría yo entonces que

estar

ahora

sufriendo,

buscando

responsabilidades y realizándome preguntas tales como: ¿Por qué lo encerré? ¿Por qué penalicé de esta terrible manera su incontenible amor al canto? ¿Qué llevó a Lili a facilitarme la incorrecta información? 191


Y no encontrando esas respuestas que con su luz pudiesen paliar el dolor de todo este drama, con claridad, lo único que puedo finalmente informar es que su muerte, la del pequeño grillo, claro está, se ha producido poco antes de las doce de la noche, en el interior de una habitación que fue cerrada

por

humano

indocto

e

insensible,

aproximadamente a la misma hora del día de ayer. Y certificar, igualmente, que mientras un grillo fenece cautivo, en este universo pueden pasar infinitas cosas, no registrables...

Post data: Cae anónima la hoja del ficus, averigua la brisa las cicatrices de mi espalda desnuda mientras triunfa una fantástica coral grillesca sobre el fondo sonoro de la lavadora nocturna y de los aullidos tristes de un chucho solitario.

192


La mano

Mi trabajo como profesor me permite una cierta flexibilidad horaria durante la segunda quincena de junio, cuando ya los alumnos inician las vacaciones

estivales

pero

los

miembros

del

claustro todavía debemos enfrentarnos con notas, informes, actas... En el marco de esta flexibilidad, aquel jueves me quedaba libre y, tras un frugal desayuno en el que no faltó una taza de café, pensé que sería una buena idea empezar el día tomando un bañito en la piscina del club de al lado de casa

Para mí, esos primeros días de verano son días fenomenales. Retorna a uno la certeza del descanso próximo y del olvido ocioso de las 193


obligaciones. Esa promesa renovada, sumada a la transparente y azul luminosidad de las mañanas, te sumerge siempre en un estado de renovada complacencia ante la vida.

Cuando llegué al club, continuaba en mi estado risueño. Casi no había nadie y en cuanto me puse el bañador fui directo hacia la piscina. Allí se abría un pequeño oasis artificial y los contrastes se ofrecían nítidos incluso para mis cuatro dioptrías por ojo. Las inmensas claraboyas de la piscina climatizada habían sido situadas en la posición de máxima

apertura.

Una

suave

brisa

podía

entonces acariciar la superficie de las cautivas aguas favoreciendo una percepción de frescura natural poco propia en este tipo de instalaciones. Y lo cierto es que en cuanto me sumergí y di las primeras brazadas, quedé sorprendido. Mi piel respiraba las mismas sensaciones tonificantes que regalan los baños de otoño en las calas mediterráneas. 194


¡Qué bien! ¡Qué agradable! Francamente me sentía agradecido de la vida. Chapoteé un ratito más y, satisfecho, me volví al vestuario. Fue entonces cuando me llamó la atención la puerta entreabierta de los baños turcos. No me gusta que se despilfarre ningún tipo de energía y estiré la mano para cerrarla del todo y evitar que se perdiera el calor. “Pero ¡qué caray! -pensé-, no tengo prisa…”

Así que, sin pensarlo dos veces, me adentré en aquel ambiente neblinoso . Me gustaba el baño turco. La atmósfera cálida y húmeda, los vapores con su punto de eucaliptos, las lucecillas que bailotean a cámara lenta…

Entré a tientas, pues las candelitas eléctricas, extrañamente, se hallaban apagadas y permanecí de pie esperando que mis ojos empezasen a dominar la oscuridad del habitáculo. Pero mis ojos no progresaban. Por ello, contra mi costumbre, no 195


me senté en mi rinconcito habitual, sino que lo hice en el único sitio desde el que se podía percibir la luz que entraba a través de la puerta de cristal. Coloqué a mi derecha las llaves de la taquilla y también mis ahora inútiles gafas, el gorrito de baño, la toalla y las gafas de natación en su fundita de plástico. Estiré la columna, relajé el cuello y los hombros, puse las palmas de las manos a descansar sobre las rodillas y cerré los ojos, dispuesto a dejarme llevar por la nada, la oscuridad y los sedantes vapores.

Durante unos minutos la calma fue ganando posiciones hacia el interior desde y a través de todos los poros de mi piel. Sin embargo, de repente, alguna inquietud atrincherada no la dejó avanzar más. Volví a abrir los ojos tomando conciencia de que había dado por sentado que yo era el único ser presente en aquella negrura y ¿era realmente así? No puedo decir que me asustase, pero quise romper la duda. Así que 196


volví a escudriñar con la mirada y el oído. Pero nada veía, ni nada escuchaba y, no quedándome tranquilo, pregunté con voz apagada pero clara: ”¿Estoy

sólo?”.

No

hubo

respuesta

y,

sin

embargo, yo cada vez me iba poniendo más nervioso, era como si percibiera que realmente, a pesar del silencio, estuviese acompañado por alguna presencia sibilina. Entonces ordené a mis manos que exploraran, que fueran palpando el banco… Y ellas, obedientes, guiaron al resto de mi

cuerpo

hacia

la

esquina

opuesta

del

habitáculo… Hasta encontrarse con la mano fría y estremecedora…

El grito que di debió de escucharse hasta en la recepción. Automáticamente, me abalancé sobre la puerta y, como si se tratara de la típica escena de terror, ahora la puerta no se abría. Intenté calmarme, pero no pude. El sentimiento una presencia oscura y maléfica me invadía a la vez que 197

la

temperatura

de

la

sala

subía


ostensiblemente.

Los

ojos

se

me

estaban

quemando, literalmente, al tiempo en que yo continuaba gritando y lanzando repetidamente mis cien kilos contra la puerta. Que, al fin, cedió de golpe, como la tapa de un volcán, permitiendo que el hombre lava corriera sin compostura por el desierto pasillo que parecía no tener fin...

Pero no desemboqué en el vestuario sino en una sala desconocida. Tan vaporosa como el baño turco, aunque con la luz de una mañana de niebla londinense. Pensé que el pánico me había hecho correr por otra salida cuya existencia ignoraba. Y al fin empecé a ver. Había una persona dormida en una cama. Pero se la veía en medio de un sueño

agitado.

Jadeaba

y

emitía

sonidos

lastimeros… La conocía bien. Estaba en mi cuarto, en mi casa y ¡era yo!

¿Puedes imaginarte lo que se siente cuando uno se ve a sí mismo durmiendo sin poder despertar 198


al durmiente para que te ayude a salir de la fantasía onírica que puede mataros a los dos? ¿Cómo puedo conseguir que sientas lo que sentí? Respiré

profundamente

y,

a

pesar

del

desgarramiento interior y la inmensa tensión que padecía, pude darme cuenta de que por ahí no había salida. Darme cuenta de que, si intentaba un autorrescate en ese momento, llamándome o azuzándome, podría provocarme un ataque de corazón, al ser yo mismo el insólito actor y espectador de esa pesadilla.

Efectivamente, no debía arriesgarme. Tendría que volver al baño turco si quería hallar alguna salida diferente y debería entonces volver sobre mis pasos. Armado del poco valor que me quedaba, así lo hice. Atento, con lentitud, con prudencia… El turco aún tenía la puerta abierta y por ella 199


continuaban emanando al exterior sus densos vapores. Entré de nuevo y me senté sin dejar de respirar rítmicamente con el bajo vientre. Todos mis sentidos en estado de alerta máxima. Volví a estirar la espalda, mis manos se volvieron a acomodar sobre mis rodillas. Cerré los ojos. La única posibilidad de salir de allí era desde la calma. Tenía que conseguir cambiar el sueño y, para ello, debería volver a tantear el banco dispuesto a reconocer que, efectivamente, la mano fría habría desaparecido, que no estaba allí y que nunca estuvo allí. Así lo hice. Y así no la encontré.

Entonces,

recogí,

sin

dejar

de

respirar

intensamente, mis gafas, mi toalla, mi gorrito y las

llaves

de

la

taquilla.

Ahora

la

puerta

continuaba abierta y salí lo más naturalmente que

pude,

aunque

sin

dejar

de

progresiva y controladamente los pasos.

200

acelerar


En el vestuario dos tenistas recién llegados me dieron los buenos días. Uno de ellos se me quedó mirando inquieto, algo me notaba. Le leí el pensamiento. No se atrevía a preguntarme si me pasaba algo. Desvié la mirada y nada le dije.

Ya en la calle, me olvidé el coche en el parking y anduve hasta mi casa, que no quedaba muy lejos, intentando poner en orden tanta locura. Nada más llegar, lo primero que hice fue fijarme en la perra. Tengo fe ciega en sus avisos y ella estaba tranquila.

Seguidamente,

con

inquietud

alucinada, pero cuidadosamente, abrí la puerta de mi habitación ¿Estaría yo allí durmiendo? No. La señora de la limpieza se acababa de marchar y había dejado todo en orden absoluto. Allí no había nadie y, dentro de la cama recién hecha, desde luego no estaba yo.

¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Son las palabras que yo regurgitaba cuando oí el timbre 201


de la puerta. Desde la otra parte de la verja un tal señor Casaura, que dijo ser del Banco Sur, me pidió unos momentos de atención para tener la ocasión de explicarme el interés que podrían tener para mí una gama de nuevos servicios. Al abrirle, me extendió su mano… Su mano fría y estremecedora… Supe en ese momento que ya no habría en el mundo una mano fría y estremecedora a la que yo no pudiese abrirme o enfrentarme… desde la calma absoluta.

202


Pipí de tortuga

Me dirigía hacia Son Boronat, el agroturismo que con

tanto

esfuerzo

intentábamos

poner

en

marcha. Volvía de Calvià, el pueblo cercano, cuando la vi cruzar parsimoniosa con su casa a cuestas

atravesando

el

asfalto

como

una

despreocupada jugadora de ruleta rusa. Las tortugas moras son una especie en peligro de extinción, así que pensé que mejor pararme para recogerla y soltarla luego en algún rincón de la finca. Seguro que así la libraría del estéril peligro. Bueno, me digo ahora que, aunque no hubiera sido una especie protegida, seguro que también me hubiese parado a recogerla.

203


Así que la subí a mi viejo Fiat gris y, para que se estuviera quieta y no investigara durante el trayecto, la puse panza arriba en el asiento del acompañante. Inmediatamente empezó a orinar. Supongo que de puro estrés al sentirse volteada e indefensa. Creo que debió consumir tres de los cinco

minutos

del

trayecto

en

hacerlo.

Finalmente, tal como había previsto, nada más llegar la solté por el bosque y me puse a limpiar el asiento.

“Ya está -me dije-. Adiós tortuga. Feliz vida y perdona el mal rato, aunque te podrías haber ahorrado el flujo… que mi coche no es nuevo, pero es el que tengo”.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, de nuevo estaba sentado al volante, pues por aquella época compatibilizaba mi trabajo de hostalero rural con el de profe de secundaria… Y el coche olía mal… ¡Muy mal! Pensé: “puta tortuga de los 204


cojones, Tendré que volver a limpiar la tapicería más a fondo. ¡Qué mal huele la orina de tortuga!”. Y así de vuelta a la finca, eso es lo que hice: Otra vez ponerme a limpiar. Un nuevo amanecer y me hallo, tan temprano como siempre, al volante. Cuando: “¡Dios! ¡Qué mal huele! Jamás me hubiese imaginado que estos animalitos pudieran producir semejante tufo”. No tengo tiempo que perder y me pongo en marcha, me resigno ante la realidad y acepto, como inevitable, tener que enfrentarme, más tarde, a una nueva tarea de lavado.

De vuelta a Son Boronat, la tela del asiento todavía conserva la humedad del día anterior… Y lo primero que hago es eso: venga otra vez a darle a la purificación de la tapicería. Más a fondo si es posible. Casi limpieza histérica: agua a tope, jabón a tope, frotar a tope…

205


Amanecer del cuarto día desde el orináceo evento. Es hora de reemprender mi inevitable y rutinaria ruta matinal desde el bosque hasta las aulas pasando por el castigado coche. Tiemblo mientras me aproximo a él… ¿Qué me encontraré hoy? Y se confirma lo peor. ¡No, por favor! Esto ya es insoportable. No lo puedo resistir y no lo puedo entender. La peste es impresionante. Ha ido a más. Te penetra desde el primer impacto y te domina. Pero no puedo hacer nada ahora, no tengo tiempo. Lo de atender a los turistas por la noche hace que siempre me acueste tarde y, aunque intuía que esto podía volver a pasar, no quise adelantar el despertador.

Histérico, rabioso y confundido, abro todas las ventanas, pongo el motor en marcha y me decido a no pensar… Pero muy pronto las cosas se van a poner todavía más crudas y extrañas. Al coger la desviación hacia la autopista comienza a llover a cántaros. Si no cierro las ventanas, el coche se 206


me inundará. Si cierro, el olor me matará. Procede solución salomónica: todas las ventanas clausuradas menos la del conductor, a la que dejaré rendija de dos dedos abierta. Y acelerar, acelerar…

El cóctel se ha puesto potente: prisas, autopista, lluvia frenética, parabrisas rabioso, olor invasivo de

otro

mundo,

desconcierto

y

maldiciones

repetidas a la concheada especie de mierda (“que te va a salvar tu padre la próxima vez”). Pero la guinda… faltaba. Y va llegar en breve…

¡La rata!

Sí, te lo puedes creer. La rata angustiada que asoma su pávida mirada desde lo alto del perfil de

la

luna

delantera.

La

pequeña

roedora

polizona que patina y se desliza arañando el 207


vidrio hasta conseguir asirse a la escobilla izquierda del limpiaparabrisas... Que la abanica ferozmente

durante

interminables

segundos

hasta conseguir lanzarla sobre el asfalto.

De repente me aterroriza la idea de que por la rendija abierta de la ventana pueda entrarme otra rata, así que la cierro de inmediato y me abandono a la peste impronunciable. La misma peste

que

me

violará

ininterrumpidamente

durante todo el trayecto.

Cuando, al fin, llego a mi destino, lo que queda de mí sale precipitadamente del coche e intenta calmarse y responder a la pregunta: ¿Cómo puede haber surgido en medio de la autopista una rata desde el techo? No espero la respuesta y obedeciendo a un destello intuitivo abro, sin pensamientos, el maletero trasero… Entonces: “¡Jodeeer!

“¡Lo

esperado…!”. 208

último

que

me

hubiera


Petrificado, contemplo las dos enormes bolsas de basura que hace unos días me llevé desde la finca hasta el contenedor del pueblo y que, obviamente, me olvidé de echar…

“Torpe - me insulto-. Ahí están tus atómicos olores de pis de tortuga”.

Podría haberse acabado aquí este breve relato, pero lo cierto es que siempre que me suceden hechos extraños o adversos tengo la buena costumbre (eso creo) de intentar sacar las moralejas. Y tras darle muchas vueltas , te cuento a

la

que

inmundicias

llegué:

“No

propias

precipitadamente

a

la

olvides antes inocente

turno…”

¿Se te ocurre otra diferente?

209

ventilar de

las

culpar

tortuga

de


210


Hola Luna

La niña se enfrenta a la Luna. Le exige que su padre regrese. La Luna le devuelve la mirada, fría y

muda,

plena

y

opaca.

La

niña

solloza

desconsolada ante el desinterés que ella le muestra. Pero sabe que el astro blanco tiene poderes y no desiste. Lo intentará de otra manera... Recuerda que su abuela le contó que para

que los

expresarlos

deseos en

se

silencio

cumplan hay que y

secreto

e

inmediatamente saludarla nueve veces: hola Luna, hola Luna, hola Luna…

La niña disimula, esconde el llanto con coraje y ahora

finge

humildad

mientras

implora

en

silencio: “Por favor, tú puedes devolverme a mi padre… Hola luna, hola Luna, hola Luna…” 211


Los minutos de espera pasan como vidas y la criatura siente como crece y envejece veloz a la vez que se hunde en un pozo sin fondo. Allí sólo habitan el mutismo absoluto y la oscuridad pétrea. Finalmente se rinde. Si la Luna no puede, nadie podrá. ¿Para qué pedir ayuda a otros ahí fuera? Nada le interesará sin su papá.

Cuando

los

trabajadores

municipales

la

encuentran, ya hace mucho tiempo que es cadáver. Un pequeño cadáver acurrucado. Un pequeño cadáver acariciado por los restos de un trajecito primaveral de flores azules.

La policía traslada los restos al médico forense. Éste es un hombre meticuloso. Acostumbrado a interpretar las estelas más crueles de la vida. Pero a pesar de las rutinas y las experiencias acumuladas, cuando se inclina sobre los restos de la pequeñuela se estremece. ¡Dios mío! ¡Qué 212


desgracia! No puede imaginarse cómo podría él vivir si a su hijita le pasara algo… No obstante, se arma de fuerza y reinicia su trabajo.

Qué extraña corriente de aire frío recorre la sala. Levanta la mirada, otea y comprueba que todo está cerrado. Se da cuenta entonces de que el tiro parece provenir del enorme cuadro de la pared. Representa a dos científicos con bata blanca inclinados sobre una mesa en la que se encuentran las

probetas

que

manipulan.

La

decoración permite deducir que se trata de una casa familiar y no un laboratorio. De espaldas. Jugando con una muñeca se halla una niña sentadita en el suelo. Completamente ausente a las investigaciones de los adultos. La nena tiene la edad de su propia hijita, cinco o seis añitos. El médico forense se siente irremediablemente atraído por el cuadro. Se acerca a éste y siente la respiración gélida que rezuma de la pintura. La 213


nena que juega parece girarse despreocupada y él cree reconocer a su propia hija y cree, entonces, escuchar su voz: "papi ten cuidado con mis huesecitos. No vaya a ser que se te rompan…".

Consternado huye de la sala, baja a peligrosos saltos las escaleras del Centro de Medicina Forense mientras recuerda que hoy le tocaba a él ir a recogerla, enciende el coche y recorre alocado los diez quilómetros que le separan del colegio… Y

allí

la

encuentra.

Acurrucada

y

llorando descompuesta. A las puertas del colegio con su muñeca y su trajecito azul... Y al alzar el rostro, ella estalla de alegría:

- ¡Papi, papi! ¡Estás vivo! Luisito me había dicho que habías muerto… Yo le pedía a la Luna que te devolviese, pero tú no volvías.

214


Dorita y Dorita

Cuando Dorita salió aquella mañana de su casa camino de la iglesia debían de ser las once menos cinco. O sea, tenía el tiempo justo.

Al llegar al primer cruce de calles, Dorita se paró un instante y dudó: “¿Qué tal si en vez de ir directamente a la iglesia, antes me paso un momento por el quiosco, para comprobar si ya ha llegado mi revista?”. La pregunta le sorprendió pues ella nunca improvisaba y, de inmediato, no supo que responderse. Así, el instante otorgado a la duda se cargó de un tiempo extra durante el cual se columpió confusa sobre las dos opciones: “ O llegar pronto a la iglesia o satisfacer la ilusión de comprobar la llegada de su revista”.

215


No sabemos, de momento, qué decisión tomó, pero lo cierto es que, seis minutos más tarde, Dorita estaba esperando en la puerta del templo, junto con otros feligreses, la llegada del párroco, Mossèn Thomàs; que se estaba retrasando.

Fue entonces cuando vio llegar a una joven increíblemente parecida a ella, y vestida como ella…

Pero

con

una

revista

bajo

el

brazo.

Estremecida, le pareció que la recién llegada también experimentó sus mismas emociones en el momento en que se encontraron. Sin tiempo a verbalizar su extrañeza, escuchó decir a la recién llegada casi lo mismo que ella estaba a punto de expresar:

-¡Hola! ¡Que sorpresa! ¡Te pareces muchísimo a mí! ¿No te resulta increíble tanto parecido?

216


-Pues sí. Se me ha helado el corazón al verte. ¿De dónde sales? Yo vivo en esta misma calle en el número 40. Mi nombre es Dorita…

-¡¿Qué?! – exclamó Dorita atónita-. ¡Ese es mi nombre y en esa casa vivo yo!

-¡No! ¡Por Dios! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué chifladura es ésta?

Mientras las dos Doritas iniciaban su discusión, la gente fue entrando en la pequeña Iglesia. Cuando los conocidos pasaban, ninguno interrumpía. Por una parte, no querían llegar tarde y, por otra, no se atrevían a inmiscuirse en aquella extraña conversación, a todas luces, agria y acalorada. Eso sí, todos pensaban lo mismo: ¡Qué raro, Dorita nunca me había dicho que tenía una hermana gemela! Y es que la verdad era que el parecido resultaba extremo. Extremo hasta el 217


punto de que como alguien comentó más tarde, la única diferencia entre ellas era que una tenía una revista debajo del brazo y la otra no. Al cabo de un rato, asustadas y exhaustas, las dos Doritas pensaron lo mismo: “Lo mejor será que Mossèn nos aclare qué está pasando. Él es un hombre de Dios y esto parece cosa del diablo”.

Así que, juntas, sentadas en silencio sobre los bancos de piedra de la entrada, mirando al cielo e implorándole, esperaron a que Mossèn acabara su

trabajo.

Cuando

éste

terminó,

salió

rápidamente. Tenía que llegar a tiempo de oficiar una boda en el pueblo de al lado. Pero las dos Doritas le asaltaron a dúo febrilmente, parándolo en seco.

-¡Mossèn! ¡Mossèn! -Repitieron a coro-. El diablo ha entrado en nuestras vidas. Díganos, por favor, quién es la Dorita verdadera y de qué mundo sale la impostora. 218


El mossèn las miró desconcertado. Pero a este hombre, cuya sabiduría le venía más de su curiosa vida que de la Iglesia, tampoco se le escapó el detalle de la revista bajo el brazo de una de las dos Doritas, así que le preguntó a la Dorita que lo llevaba…

-¿Cuándo compraste la revista?

-Al salir de casa, camino de la Iglesia. Decidí, tras dudarlo unos instantes, pararme un momento en el quiosco, puesto que estoy subscrita…

Y a continuación el mossèn le preguntó a la otra Dorita:

-Y tú ¿También estás subscrita? -Sí,

le

respondió

ella

-

Si

desconcertada y estremecida-. 219

cabe,

aún

más


-¿Y por qué no fuiste a recoger

tu semanario,

como ella? –preguntó de nuevo, el sacerdote-. -Pues… Tenía miedo de llegar tarde a la Iglesia – le contestó-. Pero he de decir que, curiosamente, yo también dudé…

Mossen, entonces, las miró a las dos con mirada profunda y les dijo: “Escuchad, aquí no hay tiempo que perder, ni explicaciones que dar, puesto que aún no estáis maduras para oírlas. Así que simplemente haced a ciegas lo que yo ahora os diré. Primero, volved cada una sobre vuestros pasos hasta que os encontréis en el primer cruce de calles, entre vuestra casa y la Iglesia. Justo en el lugar donde os asaltó la duda. A continuación, juntas allí, cerrad los ojos y gritad en voz alta: “Dios mío, nada hay más insensato que quedarse a dudar más de la cuenta en un cruce de caminos, muéstranos el rumbo de nuestra luz”. Y añadió: “Hacedlo así y tened fe en que todo se arreglará… Bueno. Ahora tengo prisa. Adiós”. 220


Inmediatamente, las dos Doritas, con intención de cumplir con el mandato del cura, desandaron, cada una por su lado, el camino antes recorrido y, a los pocos minutos, se encontraron de nuevo en el cruce de caminos. En aquel punto donde, hacía ya casi una hora, habían dudado. Se miraron unos instantes… Pero, ahora, amorosamente. Con la mirada tierna y resignada de los que van a despedirse para siempre del nuevo amigo al que ya no se podrá conocer más profundamente. Fue entonces cuando, inesperadamente, una Dorita le dijo a la otra:

-Espera. Estamos solas en esta vida ¿Por qué no compartir nuestro destino? ¿Por qué no vivir juntas

para

siempre

en

vez

desaparecer la una a la otra?”.

Y la otra le respondió:

221

de

hacernos


-Sí.

Creo

que justo

eso

es

lo

que estaba

pensando. Pero mejor que nadie se entere. No estemos perpetuamente en boca de todos. Tal vez

la

gente

no

podría

entender

que

nos

hubiésemos conocido por haber dudado en un cruce de caminos... creo que realizar un largo viaje y vivir en otros lugares podrá ser bueno para nosotras… ¿No te parece? ¡Tenemos tantas cosas de qué hablar y tanto por compartir!

Dorita y Dorita dieron, entonces, sin más, un paso atrás y giraron sobre sus pies para poder volver a casa,

olvidándose,

felices,

de

seguir

las

indicaciones de Mossèn, pues en ese momento ya sabían, a ciencia cierta, que vivir con dudas algún tiempo puede ser enloquecedor, pero también puede resultar tremendamente enriquecedor.

… Y hoy ya no hay quien recuerde que un día le pareció ver a Dorita discutiendo acaloradamente con una hermana gemela. Lo que sí sigue 222


extrañando a la gente de este pueblo es por qué nunca se volvió a saber de Dorita.

223


Informe inacabado

Desde que llegué al barrio no paré de localizar a todos

sus

habitantes

y

de

detallar

sus

características en mi base de datos. Ese era el encargo.

Fue al cuarto día cuando me tope con ese personaje. El que me provocaría tanta reflexión.

Parecía ajeno a la actividad que se desenvolvía a su

alrededor

y,

por

otra

parte,

a

él,

los

parroquianos tampoco parecían prestarle mucha atención. La verdad es que no se entrometía en nada, ni molestaba a nadie. Casi transparente, se sentaba todos los días, sobre la nueve, en el mismo 224

lugar;

el

tercer

banco

de

piedra


empezando a contar desde la panadería, justo enfrente de la cola del paro que se formaba a esas horas en la entrada de la oficina de empleo. Es decir, elegía el lado tranquilo y soleado de la calle.

Completamente impermeable a la problemática laboral de sus vecinos, su mirada acuosa y transparente

obviaba

los

preocupados

semblantes que, a paso lento, se arrastraban por la acera de enfrente. Casi siempre se recostaba sobre el respaldo y ahí permanecía adormilado hasta que inesperadamente realizaba algunos estiramientos.

Uno

en

especial

me

gustaba

mucho, era como si dejara que le inflasen la columna vertebral desde su base hasta que ésta adquiría

una forma arqueada. Parecía que ese

movimiento le satisfacía especialmente.

Yo no solía hablar con nadie, me limitaba a observar, describir, valorar... El trabajo, es el 225


trabajo. Pero al sexto día la curiosidad me venció y decidí plantearle algunas cuestiones al curioso personaje. Fue inútil; no quiso hablar conmigo. Ni siquiera se dignó devolverme el “buenos días”. Se me ocurrió entonces que la panadera podría ayudarme, puesto que ya lo debía tener muy visto. Con sorpresa en el rostro, ella me preguntó si me refería al “gato de la cola blanca”. En ese momento me quedé sin respuesta, pero sentí que una luz comprensiva se abría en mi mente... “Ya...”, le contesté finalmente, tras acabar de procesar la nueva información, y salí enfadado a recriminarle, al necesariamente felino, su actitud.

Aquel "gato" no tenía ningún derecho a haberme hecho perder tanto tiempo de observación pues no se encontraba en el campo de objetivos que se me había asignado. Así que estirándole de aquella “cola blanca”

quise despertarlo para

darle a conocer lo mucho que me molestaba su atípica forma de proceder. Aquello no debió de 226


gustarle

pues

con

increíble

velocidad,

sorpresivamente, me arañó el brazo izquierdo haciendo que brotaran con fuerza mis babas interiores; crearon

que, un

verdes,

radiantes

resplandeciente

y

charco

vitales, a

mi

alrededor.

La cosa no habría ido a más, no era grave... Sé bien como manejarme ante estas pequeñas heridas. Pero algo debió de sorprender mucho a la gente de la fila, pues se me aproximaron con caras descompuestas señalando mi brazo y el luminoso

charco

verde.

Fue

justo

en

ese

momento cuando sintonicé, nítida, la orden de proceder a “huida veloz inmediata”.

Por

nada

de

la

nebulosa

aceptaría

nuevas

misiones en la Tierra… Demasiados imprevistos para mí. Así lo he hecho constar en el informe.

227


Mi sombra

Me sorprende la viveza con la que puedo revivir aquellos momentos. La noche, el temporal, los vómitos de los pasajeros del salón de butacas. Casi puedo sentir en la palma de la mano la frialdad del pomo exterior de la doble puerta al salir dando tumbos a cubierta. El momento de levantar el pie izquierdo para no tropezar con el marco ligeramente elevado y el golpe sorpresivo del poniente gélido. Luego, las ráfagas de viento arañando mar y las estrellas sobre mis pómulos helados. La humedad salitre del castigado barniz de las barandillas de seguridad al subir la escalera de la sobrecubierta del capitán. Tengo miedo, aunque ya son muchas las travesías que llevo sobre mis jóvenes espaldas de estudiante en Barcelona. 228


Sé, por anteriores experiencias, que lo mejor para tranquilizarme en las noches alborotadas es subir a la cubierta superior, sobre la sala de mandos. Allí, curiosamente, es donde mi corazón se pacifica. Donde me despreocupo de los estallidos blancos que remontan la proa. Me sorprende siempre la eficacia del remedio. Me asombra como el desasosiego se convierte en serenidad. Solo, bajo la inmensidad, danzando sobre las profundidades que imagino abisales, asido al metálico pelaje del diminuto corcel que cabriola sobre las olas desbocadas… Y tanta travesía por delante… Tan sólo llevamos dos horas de viaje y las lucecitas de la costa mallorquina todavía marcan la difusa lejanía del horizonte isleño…

No

podría

recordar,

hoy,

cuánto

tiempo

permanecí en aquel lugar, embriagándome del espectáculo. Pero al menos debió de pasar una hora,

porque

recuerdo

que

me

fijé,

al

encaminarme de nuevo hacia la escalera, en que 229


ya no quedaba señal luminosa alguna del litoral. También recuerdo que fue en ese momento en el que decidí volver al interior, cuando reparé en la presencia de una sombra cercana que, como yo hasta ese instante, parecía haberse quedado absorta en la contemplación y vivencia de la tempestad. Me sorprendió el no haberme dado cuenta de su llegada. Pero, sin darle más vueltas, bajé decidido a dormir algo. Conseguirlo, no resultó fácil.

Al amanecer, me desperté con los clásicos avisos por megafonía de la próxima llegada a puerto. Casi tan intensos como el olor a pies de alguno de mis compañeros de camarote. Rápidamente salté de la litera, di los buenos días, aseguré mi petate

milico

con

su

desafiante

banderita

republicana cosida sobre su lomo de lona y, tras difundirme cuatro gotas de agua sobre la cara, salí pitando a ver si alcanzaba a tiempo del café y la bolsita con dúo de magdalenas. Lo soportaba 230


todo menos no desayunar. Bueno, cuando no se alcanzan los veinte años se hace difícil que algo te tumbe.

Evoco que fue entonces cuando, recorriendo los pasillos

aceleradamente,

me

asaltaron

la

sorpresa de una fulminante mejoría del tiempo; la sensación de descanso a pesar de la noche de perros y la seguridad de haber tenido alguna pesadilla relacionada con la sombra que me había encontrado en la sobrecubierta la noche anterior. Aunque lo intenté, no conseguí precisar las pinceladas argumentales del turbio sueño, pero supe que esa sombra tenía que ver conmigo, con mi vida.

Con Barcelona a la vista, aparté los

intentos de mejorar el recuerdo y me concentré en decidir entre el metro y el bus para llegar a Sarrià, lugar donde se encontraba mi residencia de estudiantes, puesto que me quería ahorrar el pequeño tesoro que suponía recurrir a un taxi.

231


En cuanto llegué a la residencia, me dirigí a la 428, mi habitación. Saludé a la señora Pepa, que andaba fregoteando los pasillos –qué buen rollo de mujer-, y, desembarazado del petate, me fui directo al bar, donde don Luis me sirvió el segundo cafecito. Siempre me atraía el ambiente de la mañana en el interior de la residencia; la soledad

de

los

pasillos,

la

ausencia

de

estudiantes en el bar… A las nueve, los de turnos matinales ya estaban en clase y los de tarde dormían tras una noche de estudio, conversación o juerga.

Existe un detalle que quiero resaltar ahora, la fecha. Sí, la fecha. Puedo recordar perfectamente el día que era, el trece de febrero. No hay duda posible, pues me viene a la cabeza aquello del “espíritu del doce de febrero” con que titulaban algunas portadas de periódicos. En el Diario de Barcelona, el primero que leí, apoyaban los titulares con el careto de ratita triste de Arias 232


Navarro en su discurso ante las franquistas Cortes Españolas. Qué locura, los sucesores del régimen intentando que la futura democracia española

se

limitase

a

la

creación

de

"asociaciones políticas". Bien, volviendo, significa que, por fuerza, la fecha en que me encontré por primera vez con la sombra fue justamente la madrugada del trece de febrero de 1974.

Reconozco que seguramente el dato en sí, el de la fecha, es irrelevante. Sin embargo, me sirve para recordar cuánto tiempo exactamente ha pasado desde que descubrí la realidad más trascendente de mi vida.

Aquella primera noche en Barcelona, tras un día de reencuentros con amigos y rutinas, me acosté temprano. Bueno, temprano en aquella época era la medianoche. Estaba cansado y creí que en momentos me quedaría roque. Pero, por el 233


contrario, no resultó así. La cabeza me daba vueltas y permanecí en agitada duermevela durante larguísimas horas. Al levantarme aquella mañana, no le concedí más importancia al tema, pues

pensé

que

sería

consecuencia

de

la

alteración que me había provocado la tempestad de

la

noche

del

viaje.

Pero

empecé

a

preocuparme al cabo de unos días, ya que lejos de cesar la alteración nocturna, parecía ir a más. Noche tras noche, durante las larguísimas horas en que luchaba por conciliar el sueño, volvían a aparecérseme las olas rompiendo en la proa y… ¡la sombra! Aquella sombra de la sobrecubierta que poco a poco iba sintiendo más cercana y familiar. Aquella sombra que ya olía a mí. En mis nocturnos

estados

alterados

yo

intentaba

preguntarle quién era. Intentaba mirarla a los ojos… Pero las escenas se columpiaban como un péndulo fatalmente incontrolable. Primero, la tempestad; luego, la sombra. No había forma de detener el movimiento y preguntar.

234


Pasadas

algunas

semanas

mi

salud

se

deterioraba. Me sentía débil e inquieto. Mis amigos estudiantes de medicina me decían que dejase de tomar anfetaminas para estudiar y que no se me ocurriese mezclarlas con alcohol. Pero yo les aseguraba, y mentía al hacerlo, que ya hacía semanas que había dejado de tomar una u otra cosa. Finalmente consulté a mi hermano y decidimos visitar a un especialista. Mi hermano, tres años mayor que yo y también residente, me acompañaría.

Le pregunté durante el trayecto a la consulta, mientras caminábamos por la Diagonal, por qué las sombras tenían diferente color según se tratara

de

sus

difusos

límites

izquierdos

o

derechos. Me miró con cara sorprendida. Qué de qué

le

hablaba,

me

contestó

con

cara

preocupada. Y la sorpresa fue mía pues yo siempre recordaba haber visualizado mi sombra de ese modo. También me pasaba con la Luna o 235


con las personas cuando entornaba los ojos hacia la distancia. Pero preferí cambiar de tema y volcar mis dudas en el especialista. Seguimos entonces andando y hablando de banalidades, pero entre las rendijas de la conversación no dejaron de asaltarme imágenes de mis juegos infantiles,

cuando

con

mis

amiguitos

intentábamos pisar la cabeza de la sombra del otro. Sí, para mí las sombras siempre habían tenido dos lados, el violeta y el marrón… ¡Y me había gustado mucho en la infancia jugar a pisarlas!

El doctor no me tranquilizó. Me lo podía haber ahorrado. Me dijo exactamente lo mismo que mis amigos,

que

tenía

todo

el

perfil

de

una

intoxicación. Que no se me ocurriese tomar más anfetaminas y que, en todo caso, si lo hacía puntualmente, centraminas.

cambiase También

las me

dexhidrinas preguntó

por

cuánto

alcohol tomaba al día y si fumaba “algo”. Le 236


contesté que no fumaba “nada”, pero a él, sí le dije la verdad y le reconocí beber habitualmente unas cuatro cervezas al día, una media botella de tinto y algunos “gin-tonics… Además de las famosas

pastillitas…

Me

di

cuenta

en

ese

momento, por la forma en que me miró, de que desearía sacarme de la consulta… Pero se limitó a advertirme

de

que,

además

de

las

graves

consecuencias para mi salud, la falsificación de recetas

podría

conllevar

no

menos

graves

consecuencias legales. “Joder ¿realmente tomas tanto?, sólo tienes diecinueve años”, me reprochó mi hermano durante

el

camino

de

vuelta.

Me

quedé

sorprendido, yo mismo no me había detenido a pensarlo,

muchos

de

mis

compañeros

me

superaban ampliamente… Él mismo, no se me quedaba

muy

atrás.

Añadió

responsable

y

cabizbajo “deberían controlar más los talonarios de manutención que pasan a las familias… Si 237


papá se enterase, esto no sucedería. Se cree que sólo

gastamos

en

comida

y

servicios

complementarios”.

Decidí, al llegar, que pasara lo que pasara ya no le contaría nada más a nadie. Eso sí, controlaría más la bebida y las anfetas. Y, de hecho, acababa de pasar algo nuevo inconfesable. A la vuelta del médico, subiendo la calle Capitán Arenas, durante unos instantes me había dado la sensación de que mi sombra se me alejaba unos palmos de distancia.

El fenómeno fue a más. Pero si me había acostumbrado a tener sombras de colores por qué no me iba a acostumbrar a que mi sombra se me alejase de vez en cuando… Ya no quería que nadie me volviese a contar el rollo de la intoxicación. Sería mi secreto. De hecho, aceptar la situación ayudó a calmarme. Mis sueños se 238


fueron homogeneizando progresivamente y cada noche me veía adentrándome tranquilamente en un mundo bidimensional donde sombras juveniles jugaban, sin lastimarme, a botar sobre mi cabeza tridimensional.

Al cabo de unas semanas, esta rutina nocturna no me importunaba lo más mínimo. Siempre sucedía de

la

misma

dormirme

forma,

me

cuando

parecía

empezaba

escuchar

a

voces

distorsionadas, como provenientes de un mundo que parecía correr en paralelo. Me resultaban ininteligibles, pero me resultaba indiferente. Ya sabía que, en seguida, esas voces se irían asociando a aquellas sombras adolescentes que no dejaban de perseguir mi cabeza jugando a pisarla.

A

veces,

muchas,

conseguían

aplastármela diestramente; y otras, era la sombra que me regía la que conseguía aplastar a las otras proyecciones tridimensionales.

239


Unas semanas más y dejé de salir a la calle cuando lucía el sol, pues mi sombra andaba cada vez más libre y yo no quería que la gente se asustara. Dios sabe si acabarían exponiéndome en algún centro científico con visitas guiadas y todo eso.

Pero las cosas volvieron a cambiar tras uno de mis

paseos

pretenderlo habituado

nocturnos. (pues

Me

realmente

satisfactoriamente

di

cuenta,

ya

me

a

la

sin

había nueva

situación), de que si deseaba volver a salir a pasear

a

la

luz

del

día,

podría

hacerlo.

Sencillamente, lo único que tenía que hacer era no guiar yo… Dejar que guiase mi sombra. Aceptar su mando. Así la gente no apreciaría que la sombra se me iba.

Quise probar y comencé a variar de nuevo mis hábitos y rutinas hasta que poquito a poco 240


conseguí corretear las calles persiguiendo a mi sombra sin que nadie se extrañase demasiado. La verdad es que ella nunca se ha mostrado especialmente saltarina o impredecible y nunca me ha puesto las cosas muy difíciles.

Y así hasta hoy. Sí. Pero algo ha cambiado. Mi sombra juvenil ha madurado y se ha convertido en una sombra muy atractiva y bien relacionada que me sumerge repetidamente en sus propias relaciones sociales y sus encuentros sexuales. Ello me gusta. Especialmente lo segundo. Es cómodo,

pues

sus

revolcones

con

sombras

femeninas son muy variados y no tengo que dedicar esfuerzo alguno a satisfacer ese tipo de necesidades, ya que me beneficio de mi alegre encuentro con las proyecciones tridimensionales que las distintas parejas de mi sombra me ofrecen.

241


Ya sólo me inquieta una cosa, la sombra que vi en el barco era mi sombra adulta, creo que mi sombra actual. Me pregunto: ¿Qué debía de estar haciendo allí, en la sobrecubierta del barco, en aquel tiempo pretérito? Me gustaría preguntarle algún día. En realidad, me gustaría preguntarle muchas más cosas, pero también dudo, y ello me preocupa, porque no sé si mi sombra estará preparada para que su proyección tridimensional le hable. No sé… No sé…

242


Rutina matinal en el Port de Pollença

Si en verano, al amanecer, tienes la costumbre de pasearte por la vereda del Port de Pollença, muchos días podrás tener la misma sensación: La sensación de que si estiras desde cualquier punta el velo rosado que cubre las aguas adormecidas, harás volcar las decenas de barquitas y veleros fondeados al abrigo del litoral de la pequeña bahía.

Cuando yo era bastante más joven, no participaba de esa costumbre del paseo de la que gozan muchas almas templadas, pero sí seguía una rutina no menos sedante. Una rutina fascinante. Cada mañana, a esas horas tempranas, me 243


adentraba en el mar en mi kayak que, sólido y estable, me brindaba toda la seguridad. Era un tiempo mágico: la calma marina, la soledad, el despuntar de los primeros rayos solares… Y yo allí, invisible a los cielos, deslizándome como diminuto

cisne

carmesí

sobre

la

nacarada

superficie.

Nunca me cansaba de revivir aquella escena. Era toda para mí. Embriagadora. Poética. Mística. Selecta.

El proceso de mi rito era sencillo: Primero, daba las paladas iniciales muy suavemente, intentando desde el primer momento pasar desapercibido a través de tanta maravilla. Luego, mientras iba subiendo el ritmo, me dejaba absorber por la gozosa contemplación que se me ofrecía desde la proa: la apertura, en forma de uve invertida, de pequeñas ondas irisadas que en seguida volvían a difuminarse 244

en

su

naturaleza

estática.

Y,

a


continuación,

ya

con

toda

mi

musculatura

espabilada, me iba transfigurando en otro tipo de ser. Un ser que solo sabía “ser”. Como gaviota, como roca, como nube… O como algún tipo de animal poderoso y soberbio. Un ser capaz de llegar hasta el faro cercano embriagado por la vivencia de la expresión máxima de la propia energía…

Sí, en aquella rutina, llegar al faro siempre marcaba el fin de la primera etapa y la invitación a un primer descanso. Pero llegar a los pies del faro implicaba algo más. Implicaba tener que dedicar unos momentos a la prudente reflexión antes de proseguir la ruta prevista. Porque más allá del faro todo podía cambiar rápidamente. Muy rápidamente. En cuanto lo doblabas, te esperaba el mar abierto y, tal vez, un Norte excesivo con olas exageradas para mi pequeña embarcación. Así que, allí, asomaba el hocico del kayak con lentitud 245

prudente

y

atención

absoluta,


preguntándome: ¿Qué habrá hoy en la otra parte? ¿Será sensato continuar más allá? Efectivamente, doblar el faro no era cualquier cosa. Doblar el faro significaba atreverse a salir de la protección de la bahía para adentrase en aguas inciertas. En esos minutos,

para

mí:

únicos,

podía

sentir

la

interrelación de las fuerzas más poderosas.

Si el día era bueno, mi navegación continuaba. Me dejaba atraer por el sol levantino que tintaba de dorada seguridad un cielo risueño y poco a poco iba dejando a mi izquierda las rocosas gárgolas del cabo que, acechantes y magnéticas, me atraían hacia sí. Entonces percibía el denso latido del corazón de las aguas. Allí todavía oscuras, pero ya hondamente azules… Profundamente vivas.

Con paladas sostenidas, tardaría todavía unos veinte minutos desde el cabo hasta llegar a la pequeña cala de “Es Caló”. 246

Lugar inmaculado


donde, una vez asegurado el kayak sobre la pequeña playa de guijarros, me libraría del bañador y nadaría libremente en las prístinas aguas.

Era importante no equivocarse en la previsión del tiempo. Cuando navegas en piragua en soledad, la fragilidad en el mar abierto puede ser absoluta. Cualquier equivocación puede costarte muy cara y yo de hecho ya contaba sobre mis espaldas con la experiencia de algún mal trago… Sólo pensar en volcar, a pesar de considerarme un experto, me ponía de los nervios. Era algo fóbico con lo que luchaba

desde

la

infancia.

El

miedo

a

las

profundidades era apenas menor que mi inmenso amor al mar (aunque sabía de sobra que en las aguas de Mallorca no existía constancia de ataques de tiburones a personas desde el famoso caso del gobernador del islote de Cabrera en el siglo XIX); por ello, nunca dejaba de atisbar cualquier movimiento de sombras en el fondo. 247


La miniaventura cotidiana cesaba en cuanto, de vuelta, volvía a doblar el faro en sentido contrario al de la ida. En ese momento retornaba al mundo protegido de la pequeña bahía. Volvía a mis ensoñaciones contemplativas y a las paladas cortas.

De

nuevo:

el

deslizar

suave,

ligero,

espiritual… Veinte minutos más y llegaría al malecón de al lado de casa.

Bueno, corrijo: No siempre resultaba así.

Para mi desgracia, demasiadas veces la vuelta no era tan maravillosa y se alejaba de mis deseos. En dos horas, el mundo era capaz de girar sobre la apacible y familiar bahía, convirtiéndola en pista para un ocio depredador asociado al turismo insensible. Especialmente me crispaba la gente que se sentía con derecho a romper el silencio con sus lanchas motoras, sus demoniacas motos náuticas o sus “party boats” con música a todo volumen. Con derecho a romper aquel paraíso. 248


¡Uf! Odiaba a esa gente y a los que promovían ese tipo de patética e irrespetuosa economía.

Siendo

consciente

de

esta

manifiesta

animadversión mía hacia determinado tipo de turismo, turismofobia lo llamarían años después, será difícil la ecuanimidad a la hora de interpretar el suceso que deseo contarte ahora, el que me acaeció a la vuelta de mi rutina matinal el último día de vacaciones de aquel año en el Port de Pollença.

Lo cuento. El día anterior, se me había quedado grabado el aspecto de un energúmeno, rapado al cero, con cabeza en forma de pelota y con la piel incandescente propia de un estúpido proceso de insolación. Un tipo enloquecido que, frívolamente, me

había

embestido

con

su

lancha,

casi

haciéndome volcar, mientras me vociferaba en no sé qué idioma, acompañándose de una batería de gestos groseros… 249


¡Qué rabia! ¡Pero qué rabia! La que sentí.

Y lo cuento, sobre todo, no por esa rabia (tan llovida

sobre

mojado),

sino

por

la

curiosa

casualidad de que en ese día de despedida, se me ocurrió, como otras veces, practicar un poquito con el control de mi kayak antes de salir hacia el faro. La lúdica práctica consistía en jugar a puntería con las pequeñas boyas ancladas. Se trataba, sencillamente, de darle velocidad a la embarcación hasta conseguir que la pieza de protección de la proa golpeara de lleno contra el centro de las esferas rosadas…

En esas andaba yo, cuando ante mi proa se presentó una reluciente. Muy apetitosa… Sin pensarlo, empuñé con fuerza la pala e imprimí la máxima velocidad… Pero… Qué sorpresa la que me llevé cuando, de repente, aquella esferita rosa, aquella boyita tan nueva, se gira motu propio y me demuestra ser no una boya rosa sino… ¡la 250


atónita cara del energúmeno de la lancha del día anterior! Sí, curiosa casualidad…

Seguro, seguro, muy seguro… que intenté corregir la dirección en el momento previo al impacto. Pero, si te digo la verdad, no estoy tan, tan, tan… seguro… de como acabó la cosa; ya que no escuché ningún grito. Tan solo un golpe seco y crujiente, como el impacto de un martillazo sobre una viga vieja…

Y es que a veces la vida se nos descontrola imprevisiblemente…

Vale… Vale… Vamos a humanizar este desenlace… Corrijo de nuevo:

Debería haber contado algo más, antes de llegar al supuesto final. Debería haber contado que al escuchar el sonido que me pareció un martillazo 251


sobre una viga vieja, me giré temiendo lo peor y con presto ánimo de ayudar. Sin embargo, allí estaba flotando su cabecita, vociferándome más y peor que el día anterior. Eso sí, juzgué que su moflete izquierdo había pasado del rosado al rojo de mi kayak…

252


La mujer del mando

En seguida me llamó la atención su extraña forma de caminar. Perecía deslizarse sobre ruedas, pues sus

piernas

proyectaban,

en

mecánicos

movimientos circulares, rápidos pasos de tai chí. Al desplazarse, su sobresaliente cabeza se abría paso entre las gentes como un periscopio sobre un mar de pequeñas olas. Desde esa visión privilegiada, emproaba sus mundos con el mentón altivo indagando en zig zag las posibilidades del panorama.

Izquierda,

derecha;

izquierda,

derecha…

Alta y delgada. Casi albina. Ojerosa y demacrada. Iba tiesa como una escoba, desde la cintura hasta la enmarañada pelambre blancuzca que le surgía disecada en la coronilla. Proyectaba a noventa 253


grados

su

brazo

derecho

que

sujetaba

fuertemente algún tipo de artilugio. Algo así como si se hubiese quedado pegada al mando a distancia de una televisión o a algún aparato doméstico. Un mando con vida propia que parecía estirarla, no dejándole más opción que la de la loca caminata tras él.

Sorpresivamente,

fue

como

si

captara

mi

observación. Se giró de golpe, apuntándome, y fue en el momento en que nuestras miradas se cruzaron cuando me di cuenta de que esa mujer era muy peligrosa. Pero ya era tarde. Me dirigió una

mueca

indescriptible,

entre

perversa

y

burlona, y manteniendo el mando hacia mí lo apretó con el pulgar. Entonces, como si hubiese cambiado un canal colectivo de vida, el grupo de anónimos

transeúntes,

entre

los

que

me

encontraba, nos sentimos transportados a un lugar remoto en el tiempo y en el espacio. Ahora, andábamos por alguna callejuela de una ciudad 254


medieval… Cáceres. Juraría que se trataba de Cáceres. Volvió a cambiar el canal y nos arrastró hasta las Ramblas de una Barcelona triste de postguerra.

Siguió así durante horas y horas. Cambiaba y cambiaba de canal alocadamente y nos obligaba, en grupo o en soledad, a transitar por diferentes épocas y lugares.

Casi no me daba tiempo a

reconocer los diferentes campos afectivos que se me iban abriendo. De repente me acompañaba mi mujer, una campesina amerindia de ojos vacuos que me transmitía amor sereno y preocupación por

el

mañana

y,

tras

unos

instantes,

me

encontraba corriendo entre las ruinas de alguna ciudad Siria con mi hijo pequeño en los brazos para protegernos de las bombas que caían desde el cielo. Implorando a gritos a Alá que aquello acabase.

255


Tan rápido cambiaba aquella mujer los canales y tan rápida era la mudanza de personaje, época y lugar, que yo apenas podía pensar en lo que estaba pasando y en como salir de aquella pesadilla,

La suerte me llegó en París. Un inesperado aguacero al borde del Sena se convirtió en oportunidad. Sí. Inesperadamente pude observar como

se

excitaba

rabiosa

apretando

compulsivamente aquel mando que parecía no querer obedecer. Me extrañó que un dispositivo capaz de efectos tan poderosos se hubiera quedado

bloqueado

cortocircuito

pudiese

por

el

agua…

haber

que

un

paralizado

el

demoniaco chisme… Pero no era el momento de apreciaciones estériles y no dudé un segundo: Ese era el momento de actuar y lo hice con vivacidad. Siempre he sido un tipo de reflejos.

256


Me ahorraré detalles escabrosos sobre el sabor de su carne o el número de bocas que intervenimos al unísono, sólo te diré que sus restos se descomponen desde hace un par de semanas en el fondo del río. El mando, no. El mando lo guardé con disimulo pues tengo la esperanza de aprender a manejarlo.

Pero… ¿Qué puedo hacer ahora como mendigo en la Francia de Luis XIV? Esto va a ser muy duro.

257


Más allá de la cima

Cada día, cuando casi al final de la carrera alcanzo este tramo en pendiente, ya sé que el objetivo está cumplido: voy a llegar a la meta. Y además de haber hecho ejercicio habré disfrutado...

Pero el último tramo siempre es duro. Por mucho que haya reservado fuerzas para él, siempre me resulta agotador, así que suelo aplicar aquella máxima ciclista de “si quieres llegar a lo alto de una cima no la mires, sólo pedalea”. Sí, eso es lo que siempre hago: no mirar arriba, sonreír a mis piernas y homogeneizar un ritmo disciplinado de zancadas cortas... ¡Ah, bueno! También hago algo más... Un recurso complementario para resistir es pensar en otra cosa. Es justo lo que ahora hago, pensar en otra cosa. Sí, escribo este relato con mi 258


mente, casi a palabra por zancada, pues ya voy a acometer la subida.

Sin embargo, no percibo las cosas igual que otros días.

La

verdad

es

que

hoy

me

siento

especialmente ligero. Mi trote es rápido, potente y,

contra

costumbre,

con

la

mirada

estoy

desafiando la cima. Seguro que la culminaré sin problemas, la mire o no la mire.

Realmente es una experiencia fantástica cuando todo el cuerpo consigue cabalgar sobre la ola de animosa energía interior. Entonces correr deja de significar esfuerzo para significar vuelo libre.

Lo que no tengo muy claro es si ahora, en este preciso momento, he empezado a elevarme de pura velocidad o ha sido que al llegar a la cumbre no he girado y eso me ha hecho sobrepasar los limites del acantilado. ¡Ay! Esas cosas tiene el

259


pensar tanto mientras vas corriendo... Pero, sea como sea, volar sin alas, resulta una muy grata experiencia. Me embriagan las brisas azules que acarician mi piel, las maravillosas panorámicas aéreas y las caras atónitas de las gaviotas que voy dejando atrás... ¿Atrás?

No; atrás no. Arriba, arriba... Se van quedando arriba... Y lejanas… Parece que la ley de la gravedad sigue teniendo que ver algo conmigo y me lo confirma ese peñasco de ahí abajo que tan velozmente se me aproxima…

¡Vaya! Entonces me he despeñado sin tenerlo programado… La mirada a la cima, la mirada a la cima… Eso es lo que me ha confundido.

Pero ¡qué curioso que me dé tiempo a pensar tanto durante la caída! En breves instantes voy a acabar destripado sobre esa bella cresta de piedra

260


y, sin embargo, tengo todo el tiempo del mundo para escribir este relato que promete acabar con dolor. Ya me pasó algo parecido cuando a los veintiún años me estrellé con el coche de mi padre.

Fue

increíble,

entonces

todo

sucedió

rapidísimo mientras yo contemplaba en cámara lenta como, tras el violento impacto con aquel taxi, el capó blanco y alargado del Renault 12 se me iba aproximando, lentísimamente, como un acordeón de papel, hasta detenerse justo en las fronteras de mi piel... Esa misma piel renovada que ahora se deja acariciar por los suspiros del último vuelo...

¡Uf! Llegué. Se acabó la carrera por hoy. ¡Qué tremendamente útil resulta ponerle alas a la cabeza

cuando entre jadeo y jadeo

apenas

alcanzas a soportar la pesada alternancia de tus pies! ¡Qué práctico es pensar en otra cosa cuando sientes que ya no puedes más!

261


262


El reservista georgiano

- ¿En qué piensas?

- Uf, Ana... Pues le daba vueltas a cómo empezar una historia que hace tiempo me revolotea la cabeza... Pero sólo sé el final... No consigo hilvanar un argumento, una trama.

- ¿Quieres decir que en el desenlace se guarda toda la enjundia de una historia que no conoces y que

ahora

te

quieres

inventar

para

poder

presentarlo?

- Sí y no. Porque el final fue tan real como estos instantes que compartimos ahora. El final fue el 263


momento en que una madre georgiana llama al teléfono móvil de su hijo y, al otro lado del hilo, una voz seca, fría y desconocida le dice que su hijo "No puede coger el teléfono porque está muerto aquí, tirado en el suelo, en una calle de Tsjinvali".

Quiero decirte que la historia ya se

escribió… La escribió la vida. Lo que yo necesito es saber cómo tejer los diferentes hilos que al final presentan la llamada de la madre, la voz que responde, el viejo tanque T-72 carbonizado…

-Me sorprendes. Con este día azul radiante, este mar que irradia alegría, el bañito que nos espera y ¡la fantástica compañía! ¿Cómo puedes estar pensando en esas cosas ahora?

Javier se quedó mirándola cariñosamente, a la vez que apretaba el móvil que sostenía en su mano derecha…

264


-No sé. Tal vez porque ahora iba a llamar a mi hija para felicitarla y de repente he recordado que hace justo dos años, minutos antes de llamarla para lo mismo, acababa de leer el suceso del que te hablo en un diario y me impactó… Supongo que

he

tenido

algún

tipo

de

reflejo

condicionado…

-Ya…

Y así era, ya hacía justo dos años que la madre georgiana había perdido a su hijo, reservista de la caballería motorizada. Se la imaginó ahora en esta triste fecha, recordando ante la fotografía de su querido niño las últimas palabras que le habría escuchado. Palabras que todavía hoy tañían con fuerza en su corazón: “No te preocupes mamá. Nos han dicho que sólo nos llaman para ir a darle un susto a los osetios”.

265


Ana, no quiso saber más y volvió a ensimismarse en su lectura dejando a Javier perderse en el laberinto de sus pensamientos. Una pequeña estela de color llegó inesperada en su auxilio, indicándole un posible camino de salida. Por unos momentos el débil reflejo de la avioneta que cruzaba

el

cielo

se deslizó

sobre

la

mesa

acristalada de la terraza del hotelito y, como si le estuviera

marcado

un

rumbo,

acabó

por

esconderse bajo el pequeño ordenador portátil que descansaba sobre la mesa.

-Ana ¿Aquí hay internet? – le preguntó, entonces, Javier.

-Claro – le contestó ella sin levantar la mirada¿Vas a curiosear un poco para tu historia?

-Sí, creo que sí…

266


Las primeras palabras de búsqueda que a Javier se

le

ocurrieron

introducir

fueron:

”Osetia,

Georgia, 2008, agosto, guerra”. De inmediato se desplegaron ante su atenta mirada decenas de entradas y empezó a sobrevolar sobre ellas. Extractos

de

noticias,

blogs,

trabajos

periodísticos… ¿Cómo podría encontrar la crónica que buscaba? Buscó en hemerotecas digitales, pero, tal vez por no estar ducho en este tipo de búsquedas,

sólo

encontró

entradas

con

un

máximo de antigüedad de un año. Se entretuvo luego en la wiquipedia, recordó datos… Y siguió leyendo aleatoriamente ¡Qué oscuros intereses se habían mezclado en este absurdo conflicto! Continuó con la crónicas de los dramas osetios. Tremendas historias circulaban ante su vista… Pero no la que él buscaba. Él buscaba una historia concreta. Quería recordar a la madre, a su hijo, al T-72 carbonizado… Entonces introdujo una nueva búsqueda: 267

“mujer-

teléfono

móvil

–Osetia


Georgia -2008 – Tsjinvali”… Y ahora sí. Ahí estaba su historia.¡La crónica que buscaba! Y era el pintor abstracto Ushang Kozáiev de quien

se

recogían las siguiente palabras: <Kozáiev dijo haber comprobado en persona el equipo

de

los

georgianos

en

Tsjinvali,

concretamente en el cruce de la calle Octubre con la calle Moscú, donde había "dos tanques carbonizados y cinco o seis georgianos muertos". "Los cubrimos con una lona porque nos daba pena verlos allí en medio de la calle sin que nadie se los llevara". "Los cadáveres tenían unos teléfonos muy modernos. Y uno de ellos sonó cuando estábamos

allí. Era una

mujer que

hablaba en georgiano y que preguntaba dónde estaba Gueorgi, su hijo". "Está muerto aquí, en la calle de Tsjinvali", fue la respuesta que oyó la mujer. Al otro lado del hilo, la voz se convirtió en gemido. "La mujer, que era medio georgiana y medio osetia, dijo que su hijo era un reservista y

268


que se lo habían llevado para asustar un poco a los osetios.>

-Ana…

-¿Qué? ¿Encontraste algo?

-Sí, aquí está. Sin duda, algún día escribiré una pequeña historia. Hace dos años que llevo el sollozo de esta madre clavado en el corazón…

-Bueno… Así eres tú.

Javier, miró al mar, levantó su copa de vino y le ofreció su compasión a todas las victimas del absurdo, a todas las madres, a todos los hijos…

269


Buscó de nuevo su móvil para felicitar a su hija sin poder evitar que, durante unos instantes, le inundara

el

pánico

al

imaginarse

que

le

contestaba una voz fría y desconocida: “su hija está aquí, muerta en la calle…” Pero una voz juvenil le devolvió el azul a su corazón despejado: “¡Hola, Papá…! ¡Qué mayor me he hecho! ¿No te parece?".

270


El retrovisor del coche blanco

III. Antonia Bustamante

Antonia está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y manta ella solita. Hasta

llegar

a

Sta.

Margalida

ha

circulado

relativamente tranquila, pero ahora las curvas y contracurvas la desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y la relaja un panorama sedante: la suave pendiente

de

bajada

que

se

pierde

progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que 271


ella sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. La invade una súbita alegría.

Para celebrar su veinticinco aniversario de boda y la obtención del permiso de conducir después de tantísimo tiempo intentándolo, sus hijos le han regalado este coche blanco, su primer coche. Un precioso descapotable, de segunda mano, pero a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado,

asistencia

audiovisual

para

aparcamiento… La verdad es que se lo ve como nuevo. Parece ser que el padre de Laura, la amiga de su hija que se lo ha vendido a muy buen precio tras aceptar una irresistible oferta de trabajo en el extranjero, es chapista mecánico y lo ha dejado así de impecable. Del primer propietario sólo sabe que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la ficha informativa.

272


A medida que recorre el larguísimo tramo, a Antonia le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro.

Al

rebasarla,

Antonia

busca

el

retrovisor de cabina para seguirla mirando, pero se encuentra con su propia mirada. Sonríe espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada.

Cincuenta y ocho años, un buen trabajo, una familia feliz, un marido que ya lo querrían otras para sí, todavía un montón de proyectos e ilusiones… ¡Y este coche tan chulo! El cuerpo le burbujea, Se siente muy agradecida a la vida…

II. Laura Martínez

273


Laura está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy, por fin, se ha decidido a coger carretera y manta ella solita. Hasta

llegar

a

Sta.

Margalida

ha

circulado

relativamente tranquila, pero ahora las curvas y contracurvas la desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y la relaja un panorama sedante: la suave pendiente

de

bajada

que

se

pierde

progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que ella sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. La invade una súbita alegría.

Para celebrar su primer trabajo y la obtención del permiso de conducir, su padre le ha regalado este coche blanco, su primer coche. Un precioso descapotable, de segunda mano pero a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado, asistencia audiovisual para aparcamiento… La verdad es que se lo ve como nuevo. Parece ser 274


que el padre, chapista mecánico, lo adquirió proveniente de un accidente y lo ha dejado así de impecable. Del anterior propietario sólo sabe que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la ficha informativa.

A medida que recorre el larguísimo tramo, a Laura le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro. Al rebasarla, Laura busca el retrovisor de

cabina

encuentra

para con

seguirla su

mirando,

propia

pero

mirada.

se

Sonríe

espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada.

Veinticuatro

años,

un

currículum

académico

impresionante, un buen trabajo, una familia feliz, un noviete que ya lo querrían otras para sí, este 275


coche tan chulo… El cuerpo le burbujea. Desde ya, se va a comer el mundo…

I. Pedro Atienza

Pedro está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carné de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y manta él solito. Hasta

llegar

a

Sta.

Margalida

ha

circulado

relativamente tranquilo, pero ahora las curvas y contracurvas le desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin, llega la desviación de Artà y le relaja un panorama sedante; la suave pendiente

de

bajada

que

se

pierde

progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que él sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. Le invade una súbita alegría.

276


Para celebrar la inesperada herencia de una tía lejana y la obtención del permiso de conducir, Pedro se acaba de comprar este coche, su primer coche. Un precioso descapotable blanco a la última: Climatizador, detectores de obstáculo inesperado,

asistencia

audiovisual

para

aparcamiento… La verdad es que incorpora las últimas novedades tecnológicas.

A medida que recorre el larguísimo tramo, a Pedro le va ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos bellos paisajes tapizados de trigo

ardiente.

La

encina

realmente

es

impresionante y parece saludarlo al llegar a su encuentro. Al rebasarla, Pedro busca el retrovisor de cabina pues siente cómo si se le hubiese desprendido

algo

del

coche.

Se

encuentra

entonces con lo más inesperado. Contempla atónito como va dejando atrás a una oveja destrozada sobre el asfalto, justo al lado de la gran encina, y ve, con escalofrío indescriptible, 277


como su nuevísimo coche yace boca arriba como una gran tortuga blanca agonizante.

Pedro, instintivamente, se pellizca; pues no da crédito a lo que ve… Pero no encuentra donde pellizcarse.

278


La luz del pantano de Mediano -I-

Era el momento. No había vuelta atrás. Desmontó la pala y la sujetó bajo la redecilla de proa. Curvó la espalda hasta sentir que su cabeza se encajaba entre las rodillas y con las palmas de las manos presionó sobre las dovelas del vano sur del campanario

para

poder

así

impulsarse

suavemente hacia el interior. Solo en esa forzada posición podría el kayak atravesar la pequeña oquedad. Sin embargo, por un instante retuvo el empuje

para

dejar

que

el

morro

de

proa

husmease preventivamente la negrura antes de introducirse en la torre sumergida bajo las aguas del pantano de Mediano, la torre de la antigua iglesia de la Asunción. 279


Todo estaba bien. Comprobó. Todo sucedía tal como en el sueño se le había indicado: Agosto, noche de luna llena y aquellas aguas superando lentamente la base de los arcos. Sí. En realidad, aquella vivencia le era bien conocida. El sueño solía repetirse con bastante precisión. Ahora le tocaría esperar a que el líquido elemento acabase de sellar los seis vanos y dejaran de filtrarse, a través de ellos, los reflejos lunares.

¿Cuánto tiempo podría respirar una persona en aquella pequeña cavidad una vez lacrada? No sabía… ¿Importaba?

Estiró las piernas más allá

de los pedales de dirección y apoyó la base lumbar sobre el minúsculo respaldo. Atrapó de nuevo el remo plegado, lo miró sin verlo y lo volvió a soltar... Ya, para qué lo quería. Ahora centró

su

mente

en

el

objetivo:

la

cita

inaplazable. Atento a cualquier señal, se dispuso a

280

esperar

a

que

ella

viniera

a

buscarlo…


Entonces, las manos, autónomas, juguetearon en el agua y le transmitieron la emoción de poder acariciar el anegado flujo fantasma de las vidas pasadas.

Pero

las

muñecas, especialmente

sensibles, anclándole en el momento presente, le advirtieron del problema que, llegado el caso, podrían suponer las bajas temperaturas para una inmersión.

Reflexionó.

Para

enfundarse en

la

espera,

había

previsto

traje de neopreno de manga y

pantalón cortos; fino, de 3 mm, como el que utilizaba para el surf durante la primavera o el otoño. Así, si ésta se hacía larga, podría superarla más confortablemente.

Y la espera se hizo larga. Muy larga. Al cabo de un par de horas, la previsión del traje adecuado no había

conseguido

evitar

que

a

Luis

se

le

empezaran a encalambrar las piernas, haciéndole 281


sentir un intenso dolor que se le extendía hacia los tobillos. Ese dolor imprevisto, le preocupó y preguntó entonces al sueño guía ¿Qué decía éste sobre la duración del tiempo de la espera? Tomó conciencia Únicamente,

de el

que

carecía

sueño,

de

garantizaba

respuesta. que ella

llegaría en cualquier momento… Esa certeza de que, pasara el tiempo que pasara, ella acudiría a la cita, le renovó los ánimos. Así, pasara el tiempo que pasara, él resistiría.

Pero el dolor no entendió la heroica consigna y, por el contrario, se afianzó rápidamente en ambas piernas. Luis comprendió que tenía que reaccionar e improvisó un posible remedio: las recogería con ayuda de los brazos para poder liberarlas luego sobre la cubierta de proa. Sin embargo, el dolor se hizo aún más intenso y creyó que debería intentar movilizarlas bajo el agua. No quedaba otra. Así que completó un volteo de caderas con la intención de reptar 282


marcha

atrás

por

la

proa,

a

horcajadas

y

bocabajo, para intentar sumergir el cuerpo, pero quedándose conseguir

asido

su

a

la

propósito,

empuñadura. estiró

del

Tras

chaleco

salvavidas y recostó la cabeza sobre él, a la vez que su mano izquierda encontraba la cuerda de la línea de seguridad del kayak. Entonces inició el pateo bajo el agua. Ahora sí, el dolor se calmó de inmediato

y

Luis

evocó

el

largo

camino

transcurrido hasta llegar a aquel momento.

Hacía ya seis años que acudía en agosto, al pantano de Mediano y, por fin, en esta ocasión se habían dado las claves que el sueño ordenaba. El sueño que cada noche se le repetía desde poco después de la fatídica muerte de Ana en aquellas mismas aguas confinadas, densas y misteriosas.

La primera vez que llegó el sueño, fue a las dos semanas del accidente… Justo la noche anterior 283


del día en que él tenía previsto su propio suicidio. Y es que desde el infortunio, Luis se sentía incapaz de seguir viviendo, pese a tantas ayudas recibidas. La decisión de poner fin a su vida era irreversible.

No podía vivir con ese vacío, simplemente no podía.

Pero el sueño lo cambió todo. El sueño albergaba nítidamente la promesa del reencuentro y Luis creyó en él. Desde ese momento, casi cada noche, el sueño se repetiría con las mismas indicaciones:

Él,

debía

esperar

las

señales

precisas. Si cumplía con las orientaciones podría volver con ella.

La

nocturna

experiencia

onírica

siempre

se

iniciaba de idéntica manera; Luis se revivía feliz, 284


de la mano de Ana, admirados y en silencio ante el paisaje luminoso que envolvía las aguas al llegar a la orilla con los dos kayaks verdelima, recién alquilados en la vecina Aínsa, todavía sobre la baca del coche. A continuación, Ana se giraba, las miradas se fundían y, tras un amoroso abrazo, los dos se encaminaban entrelazados hacia

las

pequeñas

embarcaciones

para

equiparlas e iniciar, enseguida, la travesía.

Proseguía el sueño con la imagen de los dos kayaks distanciándose confiadamente el uno del otro. Él, se iría acercando a la vieja torre que sobresalía en el pantano. Observaría que si fuese capaz de inclinarse suficientemente sobre sus piernas podría pasar al interior del campanario de la iglesia sumergida a través de alguno de los vanos de la torre. Entonces, atraído por la posibilidad, le gritaría a Ana, que se habría quedado rezagada, descansando y saboreando el sol de aquel bellísimo día: “¡Voy a entrar, tengo 285


curiosidad…!” Esperaría unos instantes más y no se impulsaría hasta que no oyese la respuesta: “Vale, cuidadito…. Aquí te espero”.

En la tercera secuencia del sueño se veía a sí mismo saliendo de la torre y buscando con la mirada la piragua de Ana, para sorprenderse enseguida al verla tan alejada. Se aproximaría a ella con paladas tranquilas, hasta el momento del sobresalto. Momento en que comprendería que el Kayak de su amor había volcado. Entonces todo adquiriría el frenesí del pánico desbocado. Se apresuraría histérico y conseguiría liberarla de aquel cubrebañeras que se había convertido en trampa

mortal.

Pero

ya

sería

tarde.

No

conseguiría reanimarla. Ana no respiraría, su corazón no latiría... Entonces, la arrastraría hasta la orilla, le insuflaría aire boca a boca combinando las maniobras de recuperación que hacía tanto tiempo aprendiera. Pero resultaría inútil. El rostro

286


de Ana seguiría saboreando el sol radiante… Pero ella se habría ido para siempre.

La certeza para la sólida esperanza se la daba la última fase del sueño. Una voz líquida le decía bajo la luna llena reflejada sobre la superficie calma del pantano que “En una noche de agosto en crecida, tal como llegaste, encontrarás su luz en el interior… Cuando las ventanas se sellen”. Y Luis experimentaría, a continuación, el inequívoco sentimiento de que el mensaje provenía de ella, su amada Ana.

Al final del sueño, al despertarse, sentía paz, casi felicidad. Para él, el mandato era diáfano y no existía posibilidad de duda: en una noche de agosto, tras días de lluvia ( así interpretó las palabras “en crecida”) debía introducirse por la limitada oquedad, en el momento en que el nivel de la aguas fuera justo el 287

suficiente para


permitir

la entrada de un Kayak con el palista

plegado sobre los muslos (así interpretó las palabras “tal como llegaste”). Luego esperaría a que la cúpula acabase de quedar sumergida (“cuando las ventanas

se sellen”). Entonces

llegaría su luz… El repetitivo sueño siempre transcurría en noche de luna llena, así que este requisito también le quedaba claro.

Y, al fin, él estaba ahí. Felizmente todas las claves se habían dado. Seis años de entregada espera. Pronto Ana le llevaría con ella de nuevo. Pronto, muy pronto…

Luis deja ahora sus evocaciones y vuelve al momento presente. Vuelve a tomar conciencia global del instante en que vive. La espera continua. Los minutos siguen pasando y nada sucede. La atmósfera guardada en la pequeña cúpula densifica el sepulcral silencio. El aire 288


secuestrado se transforma en liquidez pétrea y siente que el oxígeno le empieza a faltar. Imaginaciones o no, percibe que en sus pulmones ya

sólo

recalan

agobiadas

bocanadas

de

negrura…

Tampoco el frío quiere facilitarle la espera y le empieza a mellar el cuerpo. Luis orina dentro del traje protector, buscando alguna

tibieza que le

ayude. Pero el remedio es pasajero y siente que pierde fuerzas, que se marea y pierde movilidad. Intenta subir de nuevo a la piragua y lo consigue a medias. Las piernas están atrofiadas y la musculatura de los brazos reniega del esfuerzo que se le pide. Tan sólo consigue disponerse sobre la piragua como si su cuerpo fuera la carga depositada

sobre

un

mulo

cruzando

el

río.

Traidora y mezquina, de golpe le asalta y le atrapa la duda: ¿Y si todo fue fantasía?

289


Se revuelve en su interior, no quiere aceptar esa posibilidad. Aunque, por otra parte, qué más da… ¿No quería suicidarse…? Pues ahí está a las puertas de la

muerte ¿Por qué lamentarse

ahora…? ¿Acaso no morirá por amor?

Poco a poco una sensación cálida y acogedora le va invadiendo. Había oído hablar de lo dulce que era la muerte por frío intenso. Sonríe recordando la

escena

de

recientemente.

una Una

película historia

que de

visionó

amor

que

acababa felizmente.

Luis se está abandonando... No se lamenta. No se recrimina. Acepta el final y se siente pleno y feliz. Por un instante cree ver a su madre ofreciéndole un refresco al salir del agua, en verano. Su madre le acaricia y ahora le acerca un bocadillo. Él tendría ocho o nueve años…

290


Plomizo.

Sin

fuerzas,

sin

pensamientos,

sin

intención. Siente la atracción que le estira desde el fondo de la torre.

El flujo fantasmal que

procesiona bajo las aguas viene a recibirle. Todos aquellos

seres

del

pasado

con

las

manos

extendidas hacia él. Con sus rezos y sus cantos… Allá abajo…

Y de repente… ¿Un atisbo de luz? ¿Es ésta la luz del sueño? No, nada que ver con la claridad de la luz del sueño… No obstante, le rebrota minúscula una chispa de conciencia sobre la misión que aquí le trajo. Se abre a los restos del coraje y exige un poco más a la vista. Logra entonces percibir una difusa luz sucia y verdosa que proviene del exterior de los vanos ¿Pero… y si es ella? Hace un último esfuerzo y se agita hacia ese rumor de claridad indefinida… La emisión de la luminaria se afianza, más prometedora, más blanca. Se empuja de nuevo en las dovelas, pero ahora hacia el exterior. Alcanza autómata la superficie 291


externa

y

desesperados vuelve

el

aire

limpio

le

pulmones. Entonces

inunda la

luz

los se

radiante: una luna llena perfecta reina

sobre los mundos sumergidos. Claramente los resplandores de plata le marcan el rumbo hacia la orilla que, nívea, parece sonreír bajo los viejos abetos.

“¡Ana, Ana… espera! ¡Ya llego, espera!” Bracea, saca fuerzas de donde ya no las hay… y consigue alcanzar las fangosas piedras… De repente, una errática nube con forma de hoz siega el delirio y le devuelve al mundo de las sombras. Ya no queda más luz que la de los débiles reflejos que le llegan desde el capó de su coche aparcado en la orilla. Comprende entonces el engaño y permite que la muerte sincera acuda fatalmente a socorrerle.

292


-II-

Cuando Luis vuelve a abrir los ojos ya es de día. Las sirenas de la ambulancia parecen haberle despertado. Las sombras bailan en el interior del vehículo y él intenta incorporarse… Sin embargo, percibe que está sujeto, que no puede hacerlo.

Alguien le acompaña. Con voz dulce pero firme, esa presencia le ordena, “Cálmate y respira tranquilo, estás a salvo”. Luis se vuelve hacia el origen de esas palabras, distingue entonces unas mangas blancas, luego esa tarjeta que identifica a su portadora como doctora de urgencias y, al alzar

un

poco

más

la

mirada,

comprende

sobrecogido que la fuente de la luz de su sueño proviene de los ojos celestes que le miran solícitos y compasivos.

293


Cuestión de dimensiones

Me encantaba contemplar los fondos marinos de la cala y luego, al emerger, admirar el mundo exterior. El mundo de los espacios infinitos, el aire y la luz.

Aquella mañana, las aguas se habían despertado turbias. Siempre sucedía lo mismo tras los días de mar de fondo. Aun así, pasé muchísimo tiempo con la cabeza por ahí abajo; husmeando cambios, sucesos,

novedades,

entre

los

pequeños

visitantes. Pero, como siempre, lo que más me cautivó fueron los juegos de luces y sombras bailando

sobre

la

rocosa

alfombra

que

se

extendía, por la izquierda, hacia los bancales de arena y, por la derecha, hacia la inmensa pradera de posidonia. 294


Al fin, cuando me noté cansado y hambriento, busqué mi rincón favorito dispuesto a descansar y probar bocado. Me encanta especialmente ese lugar porque forma una especie de bañera natural que te permite reposar cómodamente, sin perder el frescor de la aguas. Fue en ese momento cuando la atmósfera cargada del día captó mi atención; una calima impresionante yacía sobre la superficie de la bahía y apenas permitía distinguir las siluetas del brazo terrestre que cerraba los límites de la visión. Sin duda era obra de la potentísima ola de calor que sufríamos. Por unos instantes me sentí invadido de felicidad. Era muy afortunado de no tener otra cosa que hacer que buscar siempre el goce inmediato de mis sentidos. Ahora, me tocaba disfrutar de aquel espectáculo y lo hice como más me gustaba: con la vista medio sumergida para plantarme gozoso ante ese mundo dividido en dos: La mitad aérea, tejida por una sinfonía de turquesas algodonados

295


y la mitad marina atesorando azules ultramar y verdes esmeralda.

Fue en ese momento de paz cuando me pareció ver un puntito lejano sobre la superficie del mar. Aunque la impresión óptica me llegaba desde tan lejos y tan difusa que me hacía dudar de si era realmente algo o no. Sin embargo, al cabo de unos minutos, yo seguía allí, en el mismo sitio, y ya no tuve dudas: sí era algo. Se trataba de una persona. Un nadador.

Me

asombró

muchísimo

que

pudiera

llegar

nadando desde tan lejos, sin parar. Su ritmo era potentísimo, debía ser un atleta muy preparado. Ya no pude apartar mis ojos de él, pues jamás había visto nada igual, hasta que alcanzó el umbral de la pequeña cala. Entonces pude apreciar mejor; su bañador tenía dos piezas. Así

296


que no se trataba de un él, sino de una ella. Y esa ella era realmente enorme. Al poco, me sorprendí de nuevo al comprobar como, sin dejar de nadar un solo instante, no se dirigía hacia la playa sino hacia las rocas; justo hacia el lugar desde el que yo la contemplaba. Justo hacia mí… Y la palabra enorme se le quedaba corta, era gigantesca. Yo creo que le debía sacar dos cabezas a las mujeres de esta región.

Finalmente llegó ante unas viejas y oxidadas escaleras, trepó por ellas y de inmediato, al ponerse de pie, extendió los musculosos brazos y se puso a realizar diferentes estiramientos. No pareció reparar en mi presencia y eso me tranquilizó. Así que seguí contemplando, absorto, como

aquellas

exploraban,

enormes

dinámicas,

extremidades las

diferentes

posibilidades que el gigantesco cuerpo permitía. 297


Sin embargo, inesperadamente, se flexionó hacia delante hasta que las puntitas castañas de su corta melena rozaron el suelo. Entonces su vista y la mía inevitablemente se cruzaron...

El susto que me llevé fue inmenso. Se irguió rápidamente para enseguida ponerse de cuclillas e intentar cogerme con aquellas manazas… Menos mal que soy un tipo de reflejos rápidos y alcancé a meterme a toda velocidad en el agujero más cercano… Creo que fueron los nerviosos aspavientos de mis fuertes pinzas las que la disuadieron de continuar en su intento… Aunque, si

lo

pienso,

no

creo

que

tuviera

malas

intenciones ¡Había tanta ternura en su mirada!

298


Pescaíto frito

Por fin aquí. Otra vez el frescor marino. La mirada abierta a la noche. La inevitable huida de las preocupaciones. De nuevo la desnudez del ser.

Inspiro. Inspiro profundamente. Los pulmones se abren en abanico, absorbiendo océano, noche, estrellas,

inmensidad

y...¡Ummm!...

¡Pescaíto

frito!

Sí,

pescaíto

frito.

Sorprendente

quiebra

del

proceso de satori, imprevista deserción frente al cosmos. Toda la traición, concentrada en un olor: Olor de pescaíto frito.

299


Su densidad emana irresistible desde los cercanos chiringuitos inevitable,

del se

escaso

desata

paseo

el

marítimo

responsable

e,

debate

interior: El mar, la noche, la inmensidad contra el pescaíto frito.

Es mi sino, vivir en la duda. Ese

portal abierto a la elección entre dos vivencias, potencialmente venideras, pero a un tiempo incompatibles.

Se trata de un peligroso portal por el que pueden entrar

elementos

ejemplo,

un

gato

descontrolados. pardo...

Sí.

Como, Lo

por

detecto

claramente. Se trata de un gato pardo. Sombra ladrona

de

sombras

que

se

me

cuela

aprovechando la obertura.

Ya nada puedo hacer para volver atrás. Está dentro. Muy dentro... Y percibo dilatarse su pelaje como textil enjambre de espaguetis recorriendo bronquiolos y alveolos pulmonares que tratan de impedir el flujo del aire. “Que muerte tan estúpida 300


-me digo-. Asfixiado por pelo de gato. Espaguetis de gato. Nunca pensé morir así...”

301


Adela1

Se llamaba Adela. Rondaría los ochenta, pero parecía bastante más joven. A pesar de ello, los niños del barrio la llamaban “la vieja del quiosco”. Lo cierto era que cualquiera que se enfrentara a sus ojos dorados comprendía instintivamente que la edad no siempre es un concepto razonable y, lo cierto también, era que el quiosco ya no le pertenecía. Hacía años que se lo había traspasado al señor Alfredo. Aunque, de hecho, si el tiempo lo permitía, no dejaba un solo día de pasar algunas horas de la mañana acompañándole sentada en el banco de enfrente releyendo inevitablemente sus inseparables libros de poesía. En especial Olga Orozco y Alejandra Pizarnik; para ellas eran los máximos honores. 1 Los siguientes relatos, “Adela” y “Tener a donde ir” forman parte de mi novela de ficción “El oficinista enamorado”.

302


Hacían buenas migas Adela y Alfredo. Ya las hacían antes, cuando era él quien la acompañaba mirando

melancólico

el

mar

y

dándole

conversación desde el banco. Antes del día en que ella le planteó “Alfredo, mira que yo ya estoy mayor... ¿Qué te parece si ahora que puedes capitalizar el paro te metes en esto…? Da para vivir y te sentirás mejor…” Sí, ese día cambiaron los papeles. “¿Por qué no?”, le había respondido él, sin dudarlo. Como si hiciera tiempo que esperase esa oferta.

Ahora, si el hombre se iba a tomar un cafecito, Adela gustosamente atendía hasta su vuelta. Y si el rato se alargaba, Adela lo agradecía… Y todavía agradecía más que un día Alfredo la llamase por la noche y le dijese “Perdone. Mire; es que no me encuentro

muy

bien…

¿Podría

mañana

abrir

usted?... Iré en cuanto pueda”. Ella le contestaba con pocas variaciones “Por supuesto, hombre. No 303


te preocupes... ¡Con tal que no vengan los de la inspección

de

trabajo!...

Si

hay

algún

contratiempo te llamo. Descansa y reponte”.

Precisamente aquella era una de esas mañanas en que “Doñadela” se levantó temprano para ir a abrir. Cuando llegó, justo en el momento en que un tímido sol asomaba el hocico, lo primero fue buscar en su mochila de paseo el paquetito plateado que cobijaba aquel sándwich de tomate y aguacate preparado ceremoniosamente la noche anterior. “Buenísimo”, sentenció Adela tras el primer bocado. Y debía realmente estarlo a juzgar por su expresión de placentera satisfacción.

Daba gusto verla, a sus años, en vaqueros y con camisas amplias y floreadas. Siempre calzando bonitas

deportivas

de

color

beis

y

siempre

luciendo un lazo azul cielo que atrapaba sobre la fina 304

nuca

su

lustrosa

melena

blanca…

Se


recordaba a sí misma siempre con aquel lazo azul. A veces se reía sola imaginando que ya nació con él puesto. Pero la verdad es que no tenía ni idea del porqué de esa fijación.

¿Y qué decir de esos rasgos tan suyos? Nariz aguileña, pómulos salientes, labios jóvenes y definidos, tez aceitunada apenas surcada por finas arrugas delatoras de la bondad y el amor por la sonrisa, … Y esos luminosos ojos claros por los que según la hora del día se priorizan los tonos verdes

o

azulados.

Toda

ella

fiereza

noble.

Elegancia trascendente emanada desde el mismo corazón de la naturaleza. Pronto aparecería la furgoneta de la distribuidora con la prensa del día... Pero de momento reinaba una calma intensa. La calidez suave de los primeros

rayos

solares,

el

saboreo

de

su

merienda, la belleza de las dormidas barcas de pesca… Con placer pasaría la jornada frente a este mar radiante, este mar que junto a sus amadas 305


poetisas eran los únicos lujos que reconocía en estos momentos de su vida...

Sin embargo, algo va a suceder inesperado. Se trata de esa imagen que aparece en la esquinita del amado panorama matinal. Parece un hombre dormido o desvanecido sobre "su" banco, al inicio del viejo pantalán. Seguramente sólo se trataba de lo que parecía: Un hombre joven vencido por la juerga nocturna. Pero ella se obliga a salir de dudas. Quiere saber si puede necesitar ayuda. Así que se le acerca lo suficiente para verle el rostro y comprobar que respira, que nada malo le pasa. Y nada malo le pasa. Ronca apacible y suavemente. Se anima Adela a ponerle la mano en el hombro, le quiere preguntar si necesita algo… Y entonces su corazón se paraliza ¿A quién le recordaba este tipo…?

“¡Oh Dios! ¿Será posible? No… No... Ya tendría mi 306


edad. Mi edad y cuatro más… ¡Qué locuras se te ocurren!” Se oyó susurrarse aturdida a sí misma.

Inclinada sobre él. Tan sólo a dos palmos de sobrecogida respiración, Adela escudriñó cada rasgo de aquella inquietante aparición, hasta que sus temblorosas piernas le avisaron de que debía retirarse desmayo.

inmediatamente Apoyó

si

entonces

quería

evitar

pesadamente

el su

espalda contra la pared trasera del quiosco y suspiró de golpe seis décadas de lacerantes sentimientos almacenados sin pellejo.

“¿Recuerdas

Adela…?

¿Recuerdas

Adela…?”

Repicaba la pregunta en su mente.

“Es como él era. Sí, como él. Increíble parecido… Pero no sé… ¡Oh! ¡Cómo me gustaría despertarlo! ¡Verlo de pie!”

307


¡Cuánto la había hecho sufrir aquel su Emilio! Maravilloso contraste de sobriedad y recogimiento en el expansivo Buenos Aires de su juventud. Todavía recordaba Adela como si fuese hoy la primera vez, la primera tarde. En el cumpleaños de su amiga común, Sandra. Sus amigos dándose palmetazos y bromeando, mientras él, serio, al acecho tranquilo, un poco más atrás… Apenas dibujado en la frontera de las sombras. Agarrado a un vaso de vino, mirando todo y nada… Perdido y encontrado… La espesa cabellera como negro mar surcado de densas olas azabache, la nariz ruda y potente, las cejas pobladas hasta el exceso, la boscosa

mirada

siempre

transparente...

Enigmático a pesar del traje heredado y pasado de moda…

“Alguien que os conocía a los dos, Sandra, se fijó en tu forma de mirarle y te llevó hasta él… Tú tendrías dieciséis, él acariciaría los veinte… Tres 308


años de agotamiento del sentir de la vida. Explosión del cuerpo, alas del corazón ”.

“¡Emilio…!” Exclamaba y preguntaba ahora la voz interna escondida en algún confesionario de su mente… “¿Por qué te marchaste a una guerra que ya no era tuya? ¿Por qué me convertiste en esta estatua de sal? ¿Por qué me condenaste a vagar por el mundo indagando tu paradero? Olfateando cualquier mínima posibilidad para el reencuentro. Emilio… ¡Mi Emilio! ¿Dónde están hoy tus brazos fuertes? ¿Dónde tus sentidas palabras?”

Adela sacó el espejito de la bolsa y se contempló sin saber muy bien lo que hacía… “¡Dios! ¿Qué hace aquí esta vieja? ¿Quién narices me convirtió en mi abuela? ¿Recuerdas Adela? ¿Cuántas veces, gozosa ante el espejo, revoloteando las mil expresiones de tu belleza? ¿Recuerdas Adela…? Insufribles sabores de una guerra miserable tras 309


otra guerra miserable… Como todas… El silencio; luego. El inagotable silencio. Días silencio, meses silencio, años silencio, épocas silencio ¿Qué pasó Emilio…? Dime ya qué pasó desde tu última carta. Después… ¿Qué pasó

después?

Rumores

de

España… Dejar mi despacho de joven arquitecta… Cruzar

el

charco

renunciando

¡tal

vez

para

siempre! a los míos, mis gentes, mi casa, mi ciudad… Protegida por un enorme y poderoso yo capaz de descubrir los oasis de autoestima que permiten el desierto en soledad… Periodista, librera, camarera y tantas otras cosas… ¡Maldito amor despiadado! Adela… Adela… Galgo alocado y

fantástico

tras

la

presa

que

siempre

se

vislumbra y jamás se alcanza. Orgullosa de mi fidelidad… Fidelidad a él, fidelidad a mí misma, fidelidad a un mundo posible donde existen los amores inevitablemente fundidos…”.

Al hombre que yacía sobre el banco del pantalán lo debió de despertar la tormenta huracanada que 310


se estaba iniciando en el corazón de Adela. Uno de los primeros rayos le debió de caer muy cerca a juzgar por el brinco con el que, de súbito, se incorporó, quedándose sentado con la espalda muy recta y las palmas bocabajo en cuchara, tensas, cubriendo las rodillas.

Oteó entonces, el hombre, nerviosamente, a su alrededor. Como si esperase a mil demonios al asalto. Pero solo vio a una abuela apoyada en la pared de un quiosco que le miraba fija y penetrantemente.

Le costó entender qué hacía

allí. La verdad es que Alejandro no recordaba cómo había llegado a ese lugar. Los últimos recuerdos de la noche anterior eran los de la morena al salir decidida del piano-jazz, El mar del Japón,

y

también

recordaba

sus

propias

sensaciones de soledad, desamparo, frustración y vomitera.

Sensaciones

que

no

le

habían

abandonado y a las que ahora se sumaban sentimientos de vergüenza y profunda melancolía. 311


La vieja Adela contempló fijamente al hombre, obsesionadamente al hombre, ausentemente al hombre… Cada vez más arrebatada por los recuerdos imperecederos que aquel rostro le ofrecía.

-

¿Le

ocurre

algo,

señora?

-Le

preguntó

sorpresivamente el distribuidor de prensa, que acababa de llegar sin que ella percibiera su presencia. -

No...

No...

Hola,

buenos

días...

-Contestó

quedamente ella sin prestarle apenas atención y continuando

con

sus

meditaciones

sobre

la

presencia del banco-. ¿Será hijo suyo? ¿Cómo se lo pregunto? Algo tiene que ser suyo. No puede ser de otra forma… Pero ¿cómo puede ser algo suyo con esta pinta de funcionario aséptico…? Sí, no es posible. Emilio estaba hecho de bruma y tierra labrada… Y de esos aires de “la gueta” de los que 312


tanto hablaba. Aires tibios que a mediados de octubre

suben

desde

las

planicies

del

sur,

atravesando la cordillera. Aires otoñales que se pasean

entre

los

castaños

abrazando

a

los

paisanos. ¿Cómo no recordarlos cuando ponía él tanta pasión al evocar su añorada tierra verde humo?

Sin

embargo...

Esas

facciones...

Ese

cuerpo...

Adela escudriñó de nuevo el espejito y éste volvió a apoderarse del aliento de sus palabras…

-Sí, vieja… Vieja porque un día encarcelé a la Adela flor… La Adela de áurea mirada, orgullosa y humilde a un tiempo. La Adela volcán, la Adela riachuelo. La Adela tiburón, la Adela gacela. Te llevo dentro joven Adela, te llevo dentro. Dejé que el tiempo pasara por la piel para preservarte a ti, joven Adela encarcelada… ¡Que no te hiriesen los rayos 313

del

sol,

que

no

te

sometiesen

las


experiencias de la vida, que no te marchitasen otros amores…! Te llevo dentro miel de amor… No te

preocupes

querida

mía…

Cuando

lo

encontremos te dejaré aflorar... Ahora no llores, cielo mío… Un tiempo más, un poco más… Lo presiento… Ya verás. Sé que él se acerca, que te explicará todo… No, ni siquiera... Bastará una caricia suya… Y lo vas a entender… Te vas a sorprender de lo pronto que ha retornado, a pesar de todo lo que precisó forjar.

Ajeno a las desbocadas cavilaciones de Adela, Alejandro se fue despejando y al fin se levantó. Permaneció de pie unos instantes con alguna decisión tomada, pero pareciera que algo lo obligaba a sentarse de nuevo. Miró el reloj… Y otra vez arriba, ya sin decisión alguna. Encaminó lastimeramente sus pasos hacia el quiosco hasta que, al sentir la presencia cercana de la extraña abuela que tan filosamente le miraba, alzó la vista. Adela no soportó ese encuentro visual y 314


escondió la suya. Pero resultó inútil pues el hombre se asomó desde su garganta con un espeso “Buenos días ¿Algún diario? Por favor”.

- ¡Dios mío! -exclamó ella, sobrecogida.

¿Acaso no era esa su voz? Adela sintió al oírla que una escalofriante explosión de racimo le abría inmensas

grietas

en

los

muros

del

corazón

mazmorra y que, a través de esas grietas, una joven Adela encarcelada conseguía liberarse como lo que ya era: un fantasma libre… Un fantasma perturbado. “¡Ostras…!” Fue todo lo que se le ocurrió exclamar a Alejandro cuando la señora del quiosco se le desplomó ante sus pies.

A pesar de su estado, Alejandro no dudó en llamar inmediatamente a urgencias y cuando llegó la ambulancia

insistió

en

acompañarla,

argumentando que era vecino, su único vecino. Y 315


no sabía el porqué, pero también insistió en permanecer junto a ella en el hospital. De nuevo argumentando que era su vecino, su único vecino. Se sentía en la obligación de proteger a aquella señora desconocida. ¿Acaso no era él quien la había recogido del suelo, la había tumbado en el banco, la había intentado reanimar y había llamado a la ambulancia? ¿Y acaso alguien hasta el

momento

había

conseguido

ponerse

en

contacto con los posibles familiares de aquella mujer?

Tras un profundo reconocimiento, los médicos optaron por dejar a Adela hospitalizada. Pese a que sus constantes vitales eran buenas algo habían detectado en los análisis de sangre que les preocupaba; así que optaron por subirla a planta y mantenerla en observación. Le dijeron a Alejandro que en principio no se preocupase pero que convenía descansar, 316

ser

cautos.

estaba

De

momento

consciente,

aunque

debía algo


sedada. Mañana le realizarían nuevas pruebas.

Cuando los dos se hallaron en la habitación, de nuevo juntos, Alejandro arrimó la butaca para que ella pudiera percibir su compañía y se acomodó. Su mano derecha buscó entonces la yaciente mano izquierda

de

Adela

y

la

estrechó

cálidamente… Sintió entonces que esa mujer tenía que ver con él. Que no era una locura, debida a la cruel e intensa resaca, el permanecer allí a su lado. Le dominaba una sensación dulce y profunda ¿Qué clave podría ella ofrecerle? ¿Por qué le había mirado con aquellos ojos atónitos cuando le pidió el periódico y por qué ella le había estado observando antes tan intensa y descaradamente? ¿Por qué se había desplomado inmediatamente después a sus pies? Esa mujer guardaba algún secreto

para

él…

Algo

tenía

que

contarle…

Pasaron un par de horas de inquieta espera hasta que por fin Adela, que ya sabía quién era el ángel custodio que la acompañaba, entreabrió sus ojos, 317


le miró y empezó a contarle con voz vaporosa los mil años de búsqueda de su amor perdido y cómo su tremendo parecido con su Emilio le había quebrado el alma… Aunque ella entendía que era absurdo lo que había sentido, que no podía ser.

Llevaría un buen rato de intenso monólogo cuando Alejandro entendió que ella no debía seguir hablando, que no estaba en condiciones ahora de proseguir. Y con un gesto de requerir su silencio la interrumpió.

A

fin

de

cuentas,

ya

había

comprendido suficiente.

Siempre había sido un motivo de comentario en la familia y entre sus amigos, el formidable parecido de Alejandro con su padre, Emilio. Desde pequeño sus tíos ya le llamaban Emilín por ese motivo. Él recordaba la rabia que le daba que le llamaran así y

no

dejaba

de

replicarles

“Yo

me

llamo

Alejandro”. Cosa que a su vez y para su mayor 318


enfado

parecía

causar

mucha

gracia

a

los

mayores… “Me llamo Alejandro. A-le-jan-dro…”

“Ahora escucha tú”. Le dijo Alejandro a Adela, para iniciar el relato de los delirios últimos de su padre. Delirios que de repente habían hallado sentido para él. “Papá murió el pasado septiembre... Aunque durante los meses anteriores en su memoria

se

habían

ido

desmoronando

progresivamente los recuerdos. En ese periodo tan doloroso para la familia, nos sorprendió a todos con evocaciones constantes a una mujer cuyo nombre no

nos

era

familiar:

sentíamos

tan

intrigados

Adela…

como

Nos

molestos,

especialmente mi madre se desconcertaba dolida. Pareciera que la tal Adela fuera la única razón de ser de su vida pasada y presente…”

-Espera –Le interrumpió entonces Adela- ¿Puedes acercarme la bolsa? 319


Alejandro le acercó la bolsa y le ayudó a extraer del

bolsillo

interno

dos

voluminosos

sobres

repletos de cartas antiguas, ambarinas, mil veces plegadas y desplegadas. Ella se los puso a él en las manos diciéndole “Léelas luego, por favor… Y no te vayas sin darme un beso”. Y enseguida, sin proporcionarle a Alejandro tiempo suficiente para poder

extrañarse,

añadió

con

suavidad

imperativa: “Continúa, continúa por favor…”

Y Alejandro continuó desgranando los recuerdos de los últimos desvaríos de Emilio, su padre. Y a medida que ello hacía, se dilataba la luz beatífica que emanaba del rostro de la mujer. Su imagen iba cobrando una expresión dulce y serena hasta que una sonrisa de Gioconda feliz anunció el punto final de la vida de Adela.

Aunque él,

creyéndola sólo dormida, dejó su parloteo y se anidó en la butaca. Pensó que había demasiada luz en la habitación y se levantó de nuevo a cerrar 320


la persiana lo suficiente para crear una atmósfera de penumbra. De nuevo acomodado cubrió la lamparilla de forma que apenas traspasase su luz los lindes de aquellas cartas fechadas en algún lugar de Rusia… ¡Schutyni! ¡Entre el 2 de enero y 12 de marzo de 1942! ¡Y firmadas por su padre! Emilio Solís. Páginas y páginas tejidas con esa letra menuda que él tan bien conocía.

Alejandro quiso poner calma en su interior y empezar la lectura desde el principio, pero no pudo. Sentía una honda emoción al tener aquellas cartas en sus manos y, contra su voluntad, lo único que fue capaz de hacer fue sobrevolar nerviosamente sobre las palabras de su padre, dejándose atrapar azarosamente por párrafos de aquí y de allá. Especialmente le atrajeron los siguientes: “(…) el alférez que me acompañaba sabía más que yo del camino, pero al regreso, por dejarme llevar, tuve que luchar gran rato con la nieve y el 321


caballo… Éste se hundía hasta la panza no habiendo más remedio que echar pie a tierra y buscar mejor ruta…

(…) Al fin llegó el aguinaldo tan esperado. Lo distribuí y el personal se vio satisfecho y alegre. He tenido buena suerte con mi paquete. Contenía: jersey, pasamontañas, turrón, botellín de coñac, peladillas, avellanas, gafas, tres paquetes de cigarrillos, insignia de Falange, libro de rezos para el frente, estampita, fotos de José Antonio y del Caudillo, pastilla de jabón y tres latas de sardinas...

(…) Ha bajado la temperatura, estamos ya a -30º. Aquí es fácil que uno se quede sin nariz no dándose ni cuenta… . (…) Serían las 3 de la madrugada cuando el Sr. comandante me telefonea y me ordena que me 322


presente ante él con dos bombas de mano. Al hacerlo, me asusto, pues le veo todo pintado. Entonces, rápidamente, me arrebata una de las bombas del cinto... Pero conseguí recuperarla con poca violencia. La quería tirar por debajo de las cinco camas que había, por gusto, por asustar, por ver cómo se elevaban por los aires... ¡Qué trompa! ¿No estaría bien racionar la bebida? Así hacemos aquí con la tropa del 4º grupo.

(…) Viene a las 08:00 el pater, D.Ramiro, a darnos una conferencia preparatoria para el cumplimiento pascual. Cuando ya casi concluía, llegan unos tímidos pepinos, el primero de los cuales nos cogió de susto y nos dejó sin luz (nos apagó el carburo y las velas) y sin cristales... No se oyen venir. La artillería rusa tira poquito pero muy acertado. Gracias a Dios no debe tener mucho material en fuente, ni mucha munición. Parece que las piezas las traslada con tractores por la noche de un emplazamiento a otro desde 323


los cuales hacen unos disparitos.

(…) Estoy en estos parajes del mundo tejiendo tu amor. En las copas de los árboles, en los pináculos de las torres, en los ríos y en los valles… en todas partes te hallo. ¿Qué tendrás para poder alcanzarte nítidamente en tan lejanas tierras? Qué diferentes serían estas inacabables noches si estuvieses a mi lado.

324


Tener a donde ir

Cuando das un paso tras otro, consciente del instante

y

tranquilo,

puedes

experimentar

considerable libertad. Giro aquí. Me detengo allá. Acelero. Me paro. Me paro y miro al cielo. Me paro, miro al cielo y luego a la señora que se asoma curiosa.

Pongo

mi

centro

andariego

en

los

genitales y que ellos estiren del resto. Inspiro profundamente y luego me vacío. Levanto más las rodillas

haciendo

que

los

pies

se

muevan

divertidos como si fueran los de Pinocho. Subo esas escaleras. Las bajo. Las salto. Corro un poco. Convierto las plantas de los pies en dos balancines que me columpian alternativos a cada paso. Me descalzo. Me calzo. Me vuelvo a descalzar y chapoteo en un charco. Me los seco con la camiseta

y

me

voy

a

repetir

la

operación

“chapoteo” a la orilla de la alguna playa. Ando y 325


ando, despacito, pero sin pausa, reflexionando sobre lo que veo, sobre lo que no veo, sobre lo que debería ver y sobre lo que no debería ver... Sí, realmente: ¡Nada más libre que andar! ¡Nada más pleno! ¡Andar es libertad! ¡Andar es plenitud! Pensamientos así rumiaba Alejandro mientras circulaba un día tras otro ahondando en las inagotables experiencias inherentes al hecho de caminar.

Luego,

naturalmente

por

cansado,

las se

noches,

vacío

desparramaba

y en

alguno de los sombríos rincones de los parques del centro antiguo, a los que siempre acababa por volver.

Cada vez con mayor frecuencia complementaba su experiencia andariega con la de una particular forma de quietud. Por la mañana y después de haber masticado cualquier cosa, se acurrucaba, siempre en rincones de lugares transitados y reflexionaba sobre

el

andar

de

las

gentes.

Prácticamente se trataba de uno de los momentos 326


más

felices.

observaba

Cuando,

contraído

sintiéndose y

agazapado

invisible, a

la

concurrencia. Entonces se sentía afortunado, no yendo a ninguna parte y tan capaz de contemplar los cuerpos que se desplazaban entre los marcos de su mirada. Desde luego no se podía quejar pues los había de todos los tipos y formas, de todas las edades, de todos los colores, de todos los tamaños, de todas las partes, de todos los demonios, de todos los ángeles…

Tras semanas y semanas de rutinas peregrinocontemplativas. En una de esas sesiones de observador invisible y feliz, estando sentado con las piernas entrecruzadas sobre el primer escalón de la base hexagonal de una fuente pública, estiró el brazo para alcanzar un vasito de plástico rojo que le llamó la atención y, en el preciso momento de coger el vaso, una pequeña moneda encestó en él… Sin duda alguien le había confundido con un mendigo. Efectivamente, al levantar la mirada, 327


sobresaltado, se encontró con los ojos risueños de una joven turista que le sonreía. Cosa que dejó de hacer al instante al comprobar la expresión confusa y ofendida que Alejandro le devolvía.

Aquel hecho casual y comprensible, pudiera haber pasado como una anécdota sin más. Incluso una anécdota para recordar con una sonrisa en los labios. Sin embargo, tuvo un efecto fulminante sobre Alejandro. Fue como si de alguna manera le hubieran dicho: “Sí, algunos te vemos, no eres invisible,

y

nos

pareces

un

pobre

mendigo

miserable digno de compasión”. Y no le gustó nada a Alejandro el sentir que podía despertar esa percepción en los demás. Algo importante había hecho crujir aquella moneda generosa en su interior. Se levantó y caminó hasta encontrar el primer escaparate de una calle vecina. Ahí buscó su reflejo y al encontrarlo se vio a sí mismo sollozando silenciosamente.

328


Un dolor se expandió a la sazón aceleradamente desde lo más profundo de su ser. No tenía pasado, no tenía futuro. Nadie le esperaba… Pero ¿No era eso justamente lo que deseaba? Entonces... ¿Por qué ahora ese desánimo? ¿Por qué le había dolido ser confundido con un mendigo? ¡Qué absurdo padecimiento éste! ¿Eso debía ser un problema para él? No. ¿Verdad? Recordó que él era libre y tenía un compromiso con el aquí y el ahora. Así que, si deseaba un nuevo cambio, tan solo tenía que desearlo y cambiar de destino en el próximo paso. Consecuentemente, no había necesidad de ponerse dramático.

Respiró profundamente, cerró de un golpe la puerta a los lamentos y se estiró arqueándose desde las puntas de los pies hasta los dedos de las manos. Por unos instantes se quedó quieto en esta posición dejando que una respiración superficial y tranquila le abriera la panza al universo. Entonces, recordó que acababa de cumplir cuarenta años y 329


creyó que era tiempo de reinventarse su vida. El tiempo de naufragio, más o menos contemplativo, había sido necesario. Lo sabía instintivamente. Pero era ya tiempo de cambio.

Pensó de nuevo en la joven turista que le había echado la moneda y la visualizó ahora sin rechazo, como si de un ángel se tratara que oportunamente se

le

hubiera

aparecido

para

ayudarle

a

desatascar. Oteó a continuación sobre las cabezas de la gente, buscando la vela que pudiera rescatarle del aislamiento y la soledad y llevarle de nuevo hasta las protectoras arenas del “yo soy tal”. Sí, eso es lo que ahora deseaba tras el paso del ángel y la expandida respiración. Sin duda, había sido buena esa fase de soledad animal y distanciamiento que ahora se cerraba, aunque no tuviera razonado el por qué; pero con la misma certidumbre sabía que en este momento se imponía el dejar atrás al don Nadie que en plenitud 330

caminaba

hacia

ninguna

parte.

Así,


siguiendo la llamada interior, se encaminó hacia un hostal próximo, en plena plaza de España. No sería necesario seguir oteando a la espera de velas salvadoras. Se dijo que él mismo sería su propia vela de rescate. Nada más cerrar la habitación, lo primero fue la ducha. La esponja frotó suave pero decidida sobre todas las superficies de su humanidad. Ya se le había olvidado esa sensación tan agradable. Sintió correr el agua depurativa entre sus pies desnudos y miró hacia el desagüe: un remolino de líquida negrura se dejaba atraer hacia la médula del mundo. Eso no le gustó. No le gustó la imagen de un planeta cuyo centro atesorase los sucios residuos provenientes de todos los desagües. Así que se imaginó un centro más puro, de luz celeste y dorada. Ese sería un centro digno en el que la miseria, la ignorancia y la inmundicia no tendrían cabida. Y mientras lo imaginaba, se expandía desde su corazón esa misma luz celeste y dorada. Prodigiosamente pura… Una luz que alcanzaba los 331


rincones más distantes del universo.

Siguió frotándose y pensó ahora en las dificultades que le habían puesto en la recepción. ¡Cómo le habían mirado! ¡Cómo le habían hecho rescatar su cartera

de

bolsillo

y

buscar

ese

carné

de

identidad! ¡Y cómo le habían obligado a abonar por anticipado el pago de la noche!

Le había irritado tanta desconfianza, aunque entendía que su pinta no ayudara. Por ello, con un gesto soberbio de sembrador de pepitas de oro, había desparramado sobre la mesa de recepción sus dos tarjetas de crédito, las fotos de su mujer, un par de tickets de compra, el carné de fidelización del supermercado de su barrio y cuatro billetes de cien euros -cuyo valor no tenía demasiado claro, pues Alejandro, por esos días, todavía

contaba

en

pesetas-

¡Qué

sorpresa entonces la del recepcionista! 332

cara

de


Y es que, a pesar de su rodante vida y su apariencia, él no era un pobre. Lejos de ello, aunque nunca había tenido ingresos boyantes, siempre los había tenido dignos y siempre se había caracterizado por tener un espíritu natural ahorrativo; que le había llevado a atesorar más de lo imaginable.

También era cierto que el buen sueldo de Ana y las recientes herencias de las dos tías, hermanas mayores de su madre, habían tenido que ver con su buena situación económica…

“Menos mal de esos baúles de auxilio”, se dijo a sí mismo

en

algún

momento

al recordar

esas

herencias, al creer que, a buen seguro, ya le habrían

despedido

incomparecencia

de

su

injustificada.

trabajo Y

quién

por sabía

cuánto tiempo tardaría en volver a encontrar otro 333


trabajo.

Finalmente cerró el grifo, se salió de la ducha, se secó y se envolvió en la colcha de blanco hilo grueso. Abrió ahora los ventanales, aproximó la butaca al balconcillo y, recogido sobre ésta como un

nasciturus,

proporcionó

al

mundo

un

espléndido bostezo a la vez que le permitía a su mirada extenderse sobre la joven noche urbana.

Vista desde dos pisos de altura, la gente de la plaza adquiría una dimensión diferente. Ya no eran concreciones más o menos inverosímiles; ahora eran fluidos energéticos animados. Conjuntos de partículas variopintas arrastradas por corrientes aleatorias. Se preguntó Alejandro cómo se vería la gente

desde

un

rascacielos.

No

sería

nada

diferente a la visión del hormiguero. Podría echarles un chorro de manguera, como él hacía con las hormigas cuando era pequeño en la casa 334


de campo de sus abuelos. Le encantaba verlas desaparecer momentáneamente bajo el rabioso surtidor

hasta

advertir

como

reaparecían

escenificando campos de batalla tras el paso de un

ejército

mil

veces

superior.

Hormiguitas

arrastrándose, hormiguitas aisladas, hormiguitas en

amasijo,

hormiguitas

requetemuertas,

hormiguitas despavoridas, hormiguitas temerarias que volvían al lugar de los hechos, extrañas hormiguitas

socorristas

arrastrando

cuerpos

queridos hacia lugares que él, a pesar de la curiosidad, no acaba de localizar al no tener la suficiente paciencia para ello. ¿Pero por qué las arrastraban

realmente?

¿Para

curarlas?

¿Para

enterrarlas? ¿Para comérselas?

Recordó que, con el paso del tiempo, las prácticas del manguerazo dejaron de satisfacerle. Incluso había empezado a sentir una conciencia negativa hacia ello y se fue limitando a otro tipo de prácticas menos agresivas. Una en particular 335


le gustaba especialmente. Se trataba de colocar a un palmo de distancia de cualquier punto de un circuito de hormigas un par de cucharaditas de miel. Ahora no había que hacer nada más que esperar hasta que al cabo de unos minutos una de las

hormigas

se

desviara

hacia

ese

lugar.

Inmediatamente acudía otra y luego otras. El fenómeno se iba repitiendo y popularizando hasta que un flujo nuevo de hormiguitas conseguía encauzarse hasta la dulce tierra de promisión donde se pagaba el colectivo precio de un montoncito de diminutas vidas negras. Vidas cuyo destino había sido morir en las pringosas fronteras del paraíso.

Desde la terraza del rascacielos que se alzaba en la mente de Alejandro, los seres humanos no eran más grandes que las hormigas de su infancia. Desde esa altura no se divisaba, ni hermana, ni esposa, ni poderoso, ni débil, ni gordo, ni flaco, ni viejo, ni joven, ni a, ni b. Solo había hormiguero, 336


solo eran masa, deambular aleatorio de corrientes colectivas. Sinfonía inagotable e inverosímil de una especie plaga en apogeo.

Se le ocurrió, a continuación, la imagen de un dios menor subido a un rascacielos de inimaginable altura. Desde allí ese dios menor contemplaba incontables cosmos, cada uno de ellos tan grande como una hormiga. De vez en cuando, libaba el diosito su jugo divino y lo ponía a distancia comedida del circuito de mundos, como si se tratara de una de las cucharaditas de miel para hormigas del Alejandro infantil, y, entonces, el dios menor esperaba unos cuantos millones de años con la esperanza de observar como un universo se apartaba y se quedaba encantado con el jugoso cebo o como otros universos fenecían de gula o descuido. Pero, bien mirado, seguramente al dios menor que contemplase este mundo desde tan altas cumbres, otro dios mayor acabaría por descubrirlo y castigarlo. Para que se enterase de 337


una vez, su deidad menor, de lo que vale el sufrimiento de las diminutas criaturas que se enfrentan al absurdo horror de la pérdida de todo: Seres amados, goces de la vida, expectativas de una mayor felicidad futura…

Un dios mayor, o mejor, un Dios Supremo, amaría los contrastes, las diferencias, los placeres, las pasiones de las diminutas formas pobladoras de incontables universos a cuál más asombroso e infinito.

No

querría

perderse

las

grandezas,

proezas, dificultades y caídas de ninguna de las minúsculas formas animadas y pasearía entre quart y quart, entre átomo y átomo, entre hormiga y hormiga, entre humano y humano, entre ángel y ángel. Viviría con ellos, sentiría como ellos, sería ellos, moriría con ellos. Ningún espacio quedaría sin

presencia

de

su

conciencia

absoluta.

Y

tampoco querría perderse, ese Dios, la visita permanente a cada nido de galaxias, ni a cada morada de los apoteósicos universos superiores 338


capaces de desenvolverse en la punta de un alfiler. Un Dios con mayúscula no podría dejar de asombrase, dolidamente compasivo y plenamente satisfecho a un tiempo, al mezclarse con el producto de la libre creación llevada a cualquiera de sus últimas consecuencias; ya supusieran éstas el contacto con lo más terrible o lo más preciado. Tal vez, ese Dios se ocultaría a sí mismo tras las formas

infinitas

reencuentro.

y

jugaría

Su

propio

al y

misterio

del

apoteósico

autodescubrimiento.

Pero ¡qué

bonita

era

la

plaza

desde

aquel

balconcillo! Cómo le gustaban a Alejandro los vaivenes suaves de las hojas en sus altas copas. Gravilleas,

bagüinias,

brachiquitons,

sauces,

chopos… Y cómo le gustaba esa brisa fresca y húmeda colmada de primavera que penetraba plena a través de los abiertos ventanales.

339


Entregado a aquellas suaves sensaciones, al poco se quedรณ profundamente dormido. La noche, las gentes, las hormigas, los dioses, las historias y las brisas permanecieron en la plaza un ratito mรกs, antes de proseguir explorando sus inagotables caminos.

340


Índice

341

Entre los recuerdos de Isabel

Vidas anteriores. Mona

El hombre del surf

La preciosa muerte del profesor K.

Favola breve

El plan B

Koootée

El tiburón

Puntualidad

La muerte del grillo cautivo

La mano

Pipí de tortuga

Hola Luna

Dorita y Dorita

Informe inacabado

Mi sombra

Rutina matinal en el Port de Pollença

La mujer del mando

Más allá de la cima


342

El reservista georgiano

El retrovisor del coche blanco

La luz del pantano de Mediano

Cuestión de dimensiones

Pescaíto frito

Adela

Tener a donde ir


343


344


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