Missiell

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Miguel Eduardo Valdivia C.

Missiell Sombras muy por debajo de su piel ─ novela ─

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Miguel Eduardo Valdivia Carrera Segunda edición Lima, septiembre 2014 ISBN 978-1-105-43712--0 Copyright © 2014 Por Miguel Eduardo Valdivia C. Las Begonias 166 La Molina, Lima Perú. Todos los derechos reservados.

ISBN 978-1-105-43712-2 Diseño de portada: José Moscoso y M.E. Concepto y edición para versión Ebook: Miguel Eduardo Valdivia Carrera

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I

Saltando de puntitas, intentando no mojar la gamuza polar de sus botas, una joven de hermosos cabellos largos esquivaba los húmedos charcos que se habían formado a lo largo de la vereda tras la llovizna de la madrugada. Vestía una faldita negra de pliegues que tomó prestada de su madre. Sobria pero corta, bordeaba sus piernas a la altura de sus muslos, algo más arriba de lo esperado para las miradas más puritanas del vecindario. Y es que ella era un tanto más alta que su progenitora, esa prenda guardaba recuerdos de quien le dio la vida, memorias que atesoraba en su corazón y que ahora le hacían mucha, pero mucha falta. Su blusa blanca contrastaba con el color negro azabache de su ondeada cabellera, la cual danzaba al viento, a cada saltito, al tierno ritmo de sus movimientos. Su caminar hacia la bodega era ágil, reservado y algo temeroso. Ella era Missiell, la chica bonita del 506C a la cual todos los muchachos del barrio, y algunos no tan muchachos anhelaban conocer; entre ellos el señor panadero, don Fermín, quien al verla entrar, cada mañana, no dudaba en dejar lo que hubiese estado haciendo, para llenarle la bolsa de pan francés y rogarle, al mismo tiempo, se los lleve sin pagar. Las desventuras de la joven y de su familia eran como el pan que él vendía: calientes y corrientes noticias, siempre en boca de todos, o más bien dicho tibias migajas con sabor a chisme, puesto que la verdad se ocultaba tras las mil y una especulaciones y conjeturas que bien podrían ridiculizar esta historia, mas nunca imaginar lo que realmente sucedería.

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Cordial y muy agradecida, ella sonreía ruborizándose ante los nerviosos halagos del entusiasmado hombre de las harinas o “de los ojos inquietos”, como ella a veces solía referirse a él. Con la mano extendida, ella insistía con gentileza a la espera de que el solícito hombre reciba sus monedas. Luego se dirigió de vuelta a casa, en donde dejó los panes, para inmediatamente volver a salir. Missiell fue el nombre que le puso su madre al ver que ella, su primera pequeña, llegaba al mundo bendecida por un par de ojos azules tan hermosos como el majestuoso azul del cielo serrano del Cusco, lugar donde conoció a su amado esposo, el padre de Missiell, quien al ver los ojos de su hija suspiró: “¡Mi cielo!, qué criaturita más hermosa”, a pesar de que ella no llegaba con el género que él hubiera querido. Ella fue la primera de tres hermanos. Todos ellos de rostros bellos y de sueños claros como los de su madre. Todos llegaron a este mundo como la mayoría de nosotros: de manera sorpresiva y sin mucha planificación, pero acogidos por la esperanza, ilusión y alegría de sus padres. Era domingo por la mañana, uno de invierno, y como todos los recientes, Missiell se dirigía sola a la iglesia, a la misma misa a la que en antaño iba con su madre y su familia desde que tenía memoria: la iglesia de San Francisco de Asís, en Barranco, ubicada realmente lejos de donde vivían ahora, pero aquel destino, aquel otro bohemio y artístico lugar fue el barrio en el que nació, creció y vivió su infancia, aquella que tanto extrañaba, aquella que de pronto quedó en el pasado, en el recuerdo de cuando ella era enteramente feliz, de cuando aquellos días parecían estar siempre estar pintados, todos, por los rayos del sol. Desde muy temprano separó su vestimenta. Su madre, catalana, de ascendencia ítalo francesa, adoraba estos días. Los esperaba como a ninguno. El ir a misa “tempranito” como 5


decía ella, para después tener todo el día libre y disfrutar juntos, fue algo que su progenitora también le inculcó. Fue de ella de quien aprendió a vestirse, maquillarse y comportarse. Los cánones religiosos y morales estuvieron en su vida como el pan de cada día; pero de ella también aprendió y heredó la sublime virtud de ser naturalmente sensual y atractiva. Así se vistiera de la manera más sencilla posible, la sublime belleza de sus formas nunca pasaba desapercibida. Las finas facciones de su rostro, en especial, su pequeña nariz, apenas pecosa, “chiquita y bonita”, como le decía cariñosamente su padre al referirse a esta parte de su rostro cuando llegaba del trabajo, al recibirla con los brazos abiertos y darle de giros por los aires demostrándole su amor; así como sus bellos ojos azules, eran sutiles características que la diferenciaban de las demás chicas. Su caminar, de paso menudo, era ese día obligado por la ausencia de su prenda más íntima. La noche anterior tuvo que ceder una de las suyas a su hermana. La tarea de cuidarla implicaba mucho amor y sacrificio. Dicho ajetreo, vuelto ya rutinario y desafiante, le hizo pasar por alto lo que al despertar descubrió: que se había olvidado de lavar la ropa esa semana. Y ella, sobre todo, quería llegar a tiempo. Ya no tenían microondas en el cual secar una rápida y auxiliadora lavada, tampoco encontró ningún pantaloncillo corto o bikini de baño. El tiempo corría, el autobús no esperaría. Debía ir, y volver a tiempo para preparar el almuerzo; al fin y al cabo, ¿quién podría notar aquella atesorada desnudez? “A la casa de Dios hay que ir con nuestras mejores galas”. Era un dicho de su madre. Esta sacra costumbre de ir muy bien vestida para Dios, venía desde la crianza de su abuela y de esta, más atrás, allá en Barcelona. Aquella era una, si no la única, de sus mejores galas. Y aunque tan solo el calzado y la carterita de cuero que aferraba a su cuerpo eran enteramente suyos, ella era a la vista de todos, un furtivo y esplendido poema. Su apresurado caminar, sin proponérselo, quebraba cuellos y atraía miradas. No faltaban nunca los piropos, algunos 6


de grueso calibre, que provocaban en ella rubor e indignación. Por eso caminaba deprisa. Su madre también le enseñó a hacer oídos sordos. “A palabras enfermas, oídos penicilínicos” era otro dicho que aprendió de su abuela; también aprendió a caminar sin dar sonrisas coquetas a nadie, aunque su andar y figura animaran a la más sombría y triste mirada, a la más apesadumbrada y fúnebre alma; aprendió también a no hablar con extraños; su boquita cerrada, enmarcada en el rubor de sus labios carnosos, impedían además el ingreso del frío aire de la mañana. Ella ya no podía darse el lujo de caer enferma, aunque se tratase de una simple gripe. Hacía una semana y media que su madre no volvía por casa. Sus oraciones al parecer necesitaban ser expuestas en la mismísima casa de Dios y es allí a donde quería llegar lo antes posible. Su sensualidad era de cuna. Caminaba abrazada a su Biblia. Una fina chalina negra abrigaba su cuello, adornándolo con los dos únicos botones que de su blusa dejaba en libertad, permitiendo mostrar así, apenas, y por natural comodidad, parte de la comisura conformada por la esbeltez de su busto. Missiell ya no tenía teléfono celular, y la internet y las redes sociales, eran un lujo con el que hacía mucho ya no contaba. El haberse convertido paulatinamente, sin habérselo propuesto, en la cuasi madre de sus dos hermanos marcaba su asfixiante presente. Y su futuro, algo que la llenaba de ilusiones y deseos, algo que parecía brindarle una luz al final del túnel al término de cada día. Alex era su nombre, Alex era su joven amor. Dicen que el paraíso de Adán era Eva; el de Missiell era Alex. En realidad su refugio. Mientras se dirigía a su destino, sentada en el primer asiento del autobús, iba pensando en su madre, quien la tuvo pasados los veinte años, poco menos de la edad que ahora tenía ella. La ya fallecida abuela Scarpatti, le contó cómo su hijo iba a visitar a diario a la que sería su madre. Sus padres se hicieron novios apenas terminaron el colegio; hicieron planes, e intentaron cambiar el mundo. Tanto así que fundaron una de 7


las primeras organizaciones ecologistas de Lima, una de las pocas que no aparecieron por moda o figuración. Ambos, de familias de clase media, ingresaron a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, en donde después de terminar uno la carrera de antropología y la otra la de psicología, se dieron con la cruda realidad de quedar en el limbo de los desempleados. Pese a ello lograron sobrellevar la situación. El amor mutuo de entonces les daba las fuerzas y la motivación suficiente para hacer lo que fuera necesario para mantenerse unidos. La fortuna les sonrió después, siendo contratado él por una empresa transnacional minera, europea, en el área de Recursos Humanos. Dicho empleo le permitió comprarse un departamento con vista al mar muy cerca del malecón en el florido y cultural distrito de Barranco. Luego nació ella, al año, su hermana Marisol y cuando todo parecía ir de lo mejor, el estado canceló el contrato con la empresa por razones políticas, y los Scarpatti Amat pronto se vieron en serios problemas, dificultades económicas con las que su padre no pudo lidiar. Las deudas los fueron hundiendo, y al nacer su hermanito menor, Jonás, tuvieron que vender su propiedad e irse a vivir al descolorido y pequeño departamento actual ubicado en un barrio emergente del distrito de Ventanilla, cerca de la refinería de la Pampilla, en donde una gran cantidad de gente pobre y marginal, sobre todo de provincia, invadió los arenales, las pampas y los cerros cercanos al famoso puerto del Callao, en cuyas faldas, una enorme cantidad de pequeñas casitas y departamentos, construidos sobre arenas, como hileras sin fin, se hicieron poco a poco de luz, agua y desagüe. Luego las pistas de tierra cedieron paso al cemento, al “progreso”. Ahora vecinos de este otrora asentamiento humano, no se acostumbraban a él; el pasar de la paz y el verdor de Barranco a la pujante y contaminada Ventanilla fue deprimente, estremecedor, por demás frustrante. El olor a pescado y a humedad se fundía en el aire; el mismo que Missiell fue dejando atrás mientras el bus avanzaba para retornar, hora y media después, a las calles de su infancia, al aire, tanto más verde, tanto más acogedor de Barranco. 8


Ya en la iglesia, se sentó donde siempre, donde tenía acostumbrado hacerlo con su madre: en primera fila. Ahora era su cartera la que reservaba el asiento. Missiell albergaba la esperanza de que su mamá tomase asiento de repente a su lado y ocupase ese lugar, como lo hacía, junto a su padre y hermanos, cuando era una niña. Pero de eso ya hacía mucho tiempo. En sus rezos y plegarias, los cuales se ponderaban al arrodillarse, pedía con mucho sentimiento que las cosas volvieran a ser como antes. Sus ojos cerrados concentraban la auténtica necesidad de ayuda. Un rosario de piedras negras, obsequiado por su abuela, que acariciaba con los labios, besándolo, mientras rezaba en sincero acto de contrición, yacía sujeto entre sus delicadas manos. —Dios mío, Padrecito Santo, dame fuerzas, muchas fuerzas. Sé que mis hermanos me necesitan, pero por instantes, sobre todo al despertar, tengo miedo de mí misma, de volverme egoísta y dejarlo todo. Haz que regrese mi madre, que se recupere mi padre, líbrame del mal que atormenta mi espíritu. Te lo ruego—. Pedía ella y a esta súplica le seguían un sentido Padre Nuestro y el Ave María, implorándole también a la Virgen que intercediese para con ella ante su Señor Dios, Jesucristo. Su temor era claro, el lado oscuro de su luna, de su personalidad oculta, no reconocida, clamaba por momentos por insensibilizarse, por rendirse y mirar hacia otro lado, hacia el lado en el que su ego la volvería egoísta, cayendo de seguro en proyectar, con justa razón, toda la culpa de la situación hacia su padre, a quien amaba tanto que jamás le increpó en absoluto, aceptando sus borracheras y debilidades, como natural consecuencia de su infortunio. Confluyendo, adhiriendo para sí, sin más remedio, los roles de su madre. Al finalizar, se sacudió el polvo de las rodillas y se secó los ojos, los cuales envueltos en congoja, dejaron escapar más de una lágrima. Luego se dirigió al altar de sus santos preferidos y confidentes, a quienes les encendía siempre una velita misionera en muestra de devoción y agradecimiento. Su catolicismo, reforzado por su padre, antes de que este se entregara a la bebida, quedó en parte trunco. Si bien Marisol y ella, habían participado del sacramento del bautismo al nacer, 9


al igual que su hermano, los demás votos se disiparon en el devenir de los problemas financieros que menguaron y socavaron rápidamente la armonía familiar. El golpe fue demasiado para su joven padre a quien la depresión lo hundió en lo que él consideró su único escape: la bebida. A la salida de la iglesia pasó junto al busto de San Francisco de Asís, a cuyos pies se hallaba una tortolita malherida. Una de sus alas, estirada, rozando el pavimento, evidenciaba su fractura. Missiell la observó sintiendo profunda pena por el ave, pero no se detuvo. Con un nudo en el pecho y una congoja debilitante, continuó su camino. Aquella situación, en anteriores días y circunstancias, la hubiese hecho inclinarse para brindarle ayuda, llevarla hasta su casa, conseguirle un veterinario, cuidarla aunque muriese en sus manos a los pocos días, pero su mente no le permitió hacerse de otra pena. Y su inconsciente le fue muy crítico, su súper ego la atosigó de culpa y reproche, el lado de luz de su luna, aquella parte de su personalidad amable, solidaria y caritativa, le rasgó el corazón, y levantando la mirada hacia el cielo, deslizó unas lágrimas. Conscientemente intentaba sanarse de su propio juicio, de su, para ella, inaceptable insensibilidad, racionalizando excusas, todas válidas, como la falta de dinero para los gastos veterinarios, o que de seguro otra persona la encontraría y podría darle más ayuda de la que ella alcanzaría. Su ego y su alter ego libraron una dura batalla, en la que la víctima de todo una vez más era ella, retroproyectándose culpa y dolor. Pero debía volver, de tal modo que aceleró el paso, desviando su pena y sus pensamientos hacia su hogar: ella tenía muy presente que en casa, sus hermanos, ya despiertos, la esperaban. El autobús pronto se apareció a la distancia y tuvo que correr para no perderlo. Venía lleno, ya no era temprano, el mediodía estaba pronto. Dentro del bus, caminó abriéndose paso entre la gente hacia la parte de atrás para poder luego salir sin problemas. Gentilmente un joven cautivado por su frágil y joven belleza le cedió su lugar. Ella agradeció con una tímida sonrisa, enseguida tomó asiento y juntando sus piernas, se aseguró de acomodar los linderos de su falda a fin de evitar mostrar sin querer aquella cálida parte de su cuerpo que aún 10


permanecía desnuda. Entonces, juntita de piernas, esperó a que la ruta terminase. Mientras esto ocurría pensaba en el almuerzo que podría preparar, así como en no olvidarse, en cuanto llegase, de echar la ropa a lavar. Esperaba también que Jonás le hubiese dado de desayunar a su hermana. Abrió su Biblia y el tiempo pasó. De repente, algo llamó su atención. A dos metros frente a ella, en el pasadizo que acababa de transitar, donde las personas iban de pie agarradas a los pasamanos del techo, un hombre de mediana edad, ubicado por detrás de una joven, muy pero muy junto a esta, rozaba sin demasiado disimulo su pelvis sobre las caderas de quien evidentemente era su pareja. Evidentemente excitado aprovechaba cada aceleración y frenada del ómnibus para estimularse. La joven parecía conceder sus arrebatos haciéndose la desentendida. Missiell observaba, queriendo no hacerlo, pero algo la llamaba a no dejar de hacerlo, y aunque redirigía su vista hacia fuera del vehículo, por las ventanas, hacia las calles y árboles, su mirada volvía una y otra vez a la pareja. Enseguida notó acalorada que a cada giro, a cada esquina, la chica, que vestía una ajustada malla deportiva, se sonreía, e inclinaba ligeramente el cuerpo hacia él, incitándolo a seguir. El pantalón sastre de su compañero no dejaba nada a la suposición, el falo se marcaba virilmente, lo que llamaba especialmemte la atención de Missiell, quien, confundida ante el descaro, se dio cuenta con sorpresa que aquella escena la había excitado. Húmeda ya, no supo cómo reaccionar. Una parte de ella le exigía abrir su Biblia y perderse en los Evangelios, lo que intentó; pero otra parte suya la llamaba a seguir observando. Muy pronto sintió calor, y se incomodó con ella misma, buscó inconscientemente reacomodar sus piernas, lo que la hizo saberse todavía más húmeda. Entonces cuando más decidida estuvo en cerrar sus ojos a lo que ocurría enfrente, vio como una de las manos de la desinhibida joven se deslizó hacia abajo y acariciaba tímidamente la prominencia que se incitaba por detrás de sus glúteos, los mismos que la ella respingaba levemente. Aquello se dio por unos pocos segundos, los suficientes para inquietar de sobremanera a Missiell. Ella, entonces sintió algo que parecía invadir las 11


fronteras de su ser, que la evidenciaba. Su mirada buscó la dirección de aquella sensación y grande fue su bochorno al verse vista por los contagiados y virulentos ojos de un anciano, quien sonriente tras una mirada libidinosa, le guiñó un ojo. Missiell de inmediato se puso de pie, girando, escudándose en su propia espalda, forzándose de esta manera a interrumpir todo contacto visual con la pareja que sin querer la habían llevado a ese estado y con los ojos que se habían introducido, como miembro invasor en sus acaloradas e inesperadas sensaciones. El resto del trayecto lo pasó de pie. Su lugar pronto fue tomado por una señora y su nieto, quien también de pie entre las rodillas de su abuela, la miraba de frente. Las calles pasaban, los postes corrían en sentido opuesto; la mirada del entusiasmado anciano parecería seguir clavada a su espalda, pero ella optó por desatender su atención a aquello y respirar profundo, retomar sus pensamientos de manera que sus latidos, disparados hace unos minutos, se desaceleraran lentamente. Su inconsciente volvía al presente, el rubor de sus mejillas disminuía. Los letreros publicitarios de este, tal vez el único país que está bajo la constante contaminación gráfica propagandística electoral se mostraban por doquier, distrayendo su atención. Pronto se vio atenta a buscar la salida, el paradero hacia su casa no tardaría en aparecer. —Abu, abuelita, mira, mira esas gotitas, la señorita, se...está haciendo pipí. Fueron las palabras que llamaron ahora su atención. Bajó su mirada. El pequeño niño era quien le decía esto a su abuela, señalando con su dedito índice hacia abajo justo entre sus botas afelpadas. Missiell al ponerse bruscamente de pie, facilitó que la inercia y la gravedad provocaran que ella dejara, sin darse cuenta, parte de su excitación sobre el piso. Rauda y avergonzada se dirigió hacia la puerta, tocó el timbre y apenas se abrieron las puertas salió rápidamente del autobús. Ya en casa, se mudó de ropas, hacia algo cómodo y holgado a fin de llevar a cabo el cúmulo de quehaceres que tenía por realizar. Con esmero y estupenda sazón preparó el almuerzo para ella y sus hermanos, guardando con amor la parte de su padre, para cuando él apareciera. El mayor 12


esfuerzo le era brindado a Marisol, a quien debía ayudar a ingerir los alimentos. Finalmente, cuando terminó de limpiar la casa, se dio un tiempo para ella, tomó unas cartulinas y colores. Missiell estudiaba arte en la universidad más antigua de Latinoamérica: La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la misma en la que estudiaron sus padres. Su aptitud para el trazo de formas y colores era expresión de su espíritu libre y creativo, de su espontaneidad y naturaleza. Sus dibujos eran la forma más pura de elevarse sobre sus preocupaciones y problemas. Cada trazo sobre la cartulina liberaba buena parte de sus miedos, la transportaba a otro mundo, uno en donde podía ver las cosas desde otra perspectiva y con otro estado de vibración. “La conciencia es la presencia de Dios en el hombre” era la frase de Víctor Hugo, que se le escribía en sus pensamientos, apaciguando sus temores; introyectos 1 que por momentos la atormentaban, buscando encontrar más razones que las reales y objetivas, haciéndola sentirse erróneamente culpable; fantasmas, varios de estos provenientes de su abuela Scarpatti, a quien en varias oportunidades le escuchó referirse a la gran ilusión con que su padre esperó tener un hijo varón por primogénito, y otra relacionada a que las mujeres fueron las culpables del pecado del Mundo. Pero ella era una persona inteligente y extremadamente racional. Su conciencia, la mayor parte del tiempo, se mantenía entera, a pesar de que sus sentimientos y emociones, constantemente la tomaran por sorpresa llenándola de preocupaciones, miedos y angustias. Pero la frase la hacía escudarse en Dios como Padre Celestial quien sabía la verdad. Además tal frase se había reforzado en su memoria como frase célebre y parte de una de las varias historias del célebre autor que, siendo muy niña, le había leído su padre. Ella extrañaba esos días, extrañaba ver a su padre sobrio, enamorado de su madre, jugueteando con ella y sus hermanos, añoraba la luz de amor y alegría que se podía ver en los ojos de todos ellos. 1

Concepto psicológico adoptado por Fritz Perls que hace referencia a aquellos conceptos que nos enseñan, sobre todo en el ámbito moral, y que causan perjuicio para la satisfacción de las necesidades propias. N. del E.

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Pero todo eso había quedado en el pasado, y aunque aquellos recuerdos los traía al presente, la preocupación sobre el paradero de su madre la atormentaba. Su padre le prometió buscarla, traerla de vuelta, pero ella sabía que ya no podía confiar en él. Lo que ella tenía que hacer ya lo había hecho: la comisaría, los hospitales, etcétera. Solo le quedaba esperar. Casi de pronto le dio la noche. Missiell se asomó por la ventana de su habitación deseando ver a lo lejos acercarse, sujetos de la mano, a sus padres. Pero solo un manto de cientos de luces hacia abajo, en la distancia, cubría las faldas de los cerros; hileras tras hileras de estas, iluminaban la parte baja de la noche; cientos de casitas se esparcían bajo las ocultas estrellas, entre la neblina, bajo la contaminación; y a unos kilómetros la imponente refinería se erguía cual castillo gigantesco de lata y fierro, tubos enormes y colosales torres escupían al cielo nubes oscuras; mezcla de dragón medusa y pulpo metálico, parecía una fría y desafiante urbe sobreiluminada con portentosos focos de blanca luminiscencia la hacían ver como un monstruo que desafiaba a la mismísima noche; y más arriba las estrellas que jamás se dejaban ver. —¿Cómo pueden dormir en paz aquellos que viven de envenenar el ambiente? — se preguntaba ella cada vez que ese cuadro emergía por su ventana. Pronto escuchó el llamado de su hermano. Cerró las cortinas. Era hora de la cena. Enseguida abrió su puerta para encontrarse con lo ya acostumbrado, la dura tarea diaria de asistir a su hermana Marisol, apenas un año menor que ella. En el piso, una gran mancha de vómito blanquecino daba paso a un hediondo olor que se entremezclaba con un cada vez más triste sentimiento a desesperanza y frustración. Su hermanito menor, Jonás, de apenas diez años, trapeaba el descolorido piso de madera de la pequeña habitación, mientras ella se apresuraba en asear a su hermana para luego arroparla, darle algo ligero de cenar y acostarla. Marisol, había nacido física y mentalmente normal, pero una noche, cuando llegaba con su novio y ambos se despedían amorosamente, fue arrollada por su propio padre quien, envuelto en celos y grandes dosis de alcohol, la atropelló sin 14


querer. Al imbécil los reflejos le fallaron al tratar de darle un susto. El accidente le provocó a su hija una paraplejia, daño cerebral irreversible, al ser empotrada contra una de las columnas de la entrada de su casa. Su enamorado, también, resultó gravemente herido, al tiempo se recuperó, pero ya nunca más apareció por allí. Desde entonces su madre, Joanne, quien ya venía mal por el drástico y dramático cambio de vida, los malos tratos y la imprevista alcoholemia de su marido fue cayendo poco a poco, día a día en una profunda depresión, la cual desencadenaba en crisis nerviosas que la hacían huir, distanciándose de su hogar por días. Fue cayendo en una ruta sin retorno, en un callejón sin salida, en el que, dentro de un pozo, la conciencia se deja ahogar lentamente. Luego de acostar a su hermana y de terminar de limpiar y ordenar, Missiell y su hermano se despidieron, no sin antes asegurarse de que las tareas escolares hubieran sido realizadas. Jonás era un niño bastante dócil, solidario, además de atento y colaborador. Lo amaba; sabía que a diferencia de su padre, ella podía contar con él. Antes de salir del cuarto se miraron con ternura y resignación; acarició su frente y sin decirse más compartieron la esperanza de que las cosas pudieran mejorar. No había quejas ni reproches, ambos se daban lo mejor de sí, y aunque el cuidado de su hermana era una tarea difícil y agotadora, los unía todavía más. Pero era cierto también que la ausencia de su madre los obligaba a brindarle más de su tiempo, y ello repercutía negativamente en sus estudios. Agotada, después de ayudar a trasladar a su hermana de la silla de ruedas a la cama, terminó por fin de beber su yogurt. En la mesa, frente a ella, un fajo de recibos por pagar amenazaban por despojarla de los servicios. Ya le habían cortado el del teléfono, y de seguro el siguiente sería el de la luz y el agua. Lavó los trastes, y se dirigió a su habitación en donde contó sus escasos ahorros. Ella esperaba al menos poder contar con agua. Centavo a centavo, sol a sol, llegó a sentir alivio al llegar a la suma requerida. Luego con la casa en silencio se dispuso a prepararse para dormir. Se detuvo y respiró profundo frente a un viejo pero elegantísimo espejo, el que recibió de regaló de su ya fallecida 15


abuela, y como tantas otras veces se preguntó por qué su vida cambió tanto y tan dramáticamente. Recordaba su niñez caminando feliz de la mano de su hermana, junto a su madre y a su padre; jugando en los columpios en el parque, y otros bellos momentos, instantes como tesoros que salvaguardaba en su memoria. Hacía ya un mes que no sabían nada de su madre. Una mañana despertaron y encontraron que se había ido, dejando una nota que decía: “Los amo, que Dios me los cuide”. Sus ojos entonces se llenaron de lágrimas, pero sacudió su cabeza enseguida y se las secó. Sabía que su hermana la estaba viendo, siempre lo hacía, y no quería que la vea así. —¿Gu gu…ándo re…grrr grrresa mamá?— le preguntó Marisol con los ojos desorbitados y balbuciente; con el tenue movimiento, convulsivo y constante, de su cabeza. Espasmos que solo se detenían al quedar profundamente dormida. Entonces Missiell, sin verla, para que no la delataran sus ojos llenos de melancolía, le respondió: — Pronto, Marisol, pronto. Ahora duérmete, ya es tarde. Enseguida apagó la luz principal para encender la de su lámpara. Y frente al espejo se soltó el cabello, este cayó suelto y hermoso por su espalda. Ondeado, azabache intenso y brillante, realmente bello, parecía brillar junto a su piel. Se observaba, pensativa, a través de sus inmensos soles azules y de sus largas pestañas mientras se cepillaba el cabello; frente a ella, su pequeña nariz adornada por aquellas pequeñísimas pecas de color miel, inhalaba con más calma el aire del sereno. Luego bajó la mirada por su cuerpo y despojándose de la camiseta, rutinariamente procedió a despojarse lentamente de su ropa. Su cuerpo esbelto y delgado reflejaba sus apenas veintitrés mayos de edad. Dejó el sujetador a un lado, sus senos firmes muy bellos, de pezones amplios, incólumes frutos tan generosos como su corazón sintieron el frío de la noche. Enseguida se sentó en la cama para proceder a liberar sus caderas. Su cintura, delgada, perfectamente quebrada, se robustecía en músculo y dimensiones hasta conformar su contorneado derrière2, el cual armonizaba perfectamente con 2

Parte trasera, nalgas.

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la gentileza de sus piernas. Desnuda y descalza caminó hacia la regadera en donde procedió a darse un merecido y relajante baño. La frescura del agua acariciaba su hermosa figura, arrastrando hacia la alcantarilla, al menos momentáneamente, todo su pesar. Tal estado de tranquilidad y placer, le daba pie a olvidar por unos minutos sus problemas, a recodar que tenía una ilusión, y a dejarse llevar por esta. Y del mismo modo que el agua la renacía físicamente en un bautismo cotidiano, de igual manera la idea, siempre latente, de ser amada y ser feliz le hacía rememorar la ilusión de un futuro mejor. Lo que le daba fuerzas, esperanzas, de seguir adelante. Alex, tenía poco menos de treinta años de edad. Lo conoció en las clases de música de su último año de escuela, era el profesor. Un chico algo ensimismado. Un músico, al que le gustaba el grunge y punk. Era un joven de buen mirar que vivía en una zona residencial. Un muchacho tranquilo, que además trabajaba como subgerente en la empresa de su padre. Un muchacho al que no le faltaba el dinero y al que el destino parecía tenerle un futuro relativamente fácil. Un buen muchacho, al que la vida no le había golpeado aún. Inseguro de carácter, algo voluble y con inmaduras miras de grandeza y fama. Él la quería también, pero no lo suficiente como para ir a verla hasta Ventanilla. Eso sí, le compró un teléfono celular que ella tuvo que vender, muy poco tiempo después, para comprar las pastillas para su hermana. Missiell, fiel por escuela de su madre, y en pleno proceso de madurez acelerada, nunca le pedía dinero ni absolutamente nada. Ella lo amaba por esos caprichos de un amor adolescente, el mismo que se mantenía a pesar de todo, reforzado por las dos canciones que este le compuso para ella. Una de las cuales, además, le cantó frente a toda la escuela, en la fiesta de fin de ciclo. Ella lo veía como el amor de su vida, su futuro esposo y el padre de sus hijos. Pero había algo que a ella le extrañaba: era el hecho de que no la buscaba íntimamente; tan solo se besaban mucho y caminaban juntos de la mano. Suponía que era por razones religiosas, lo cual era en parte cierto, puesto que Alex venía de un hogar cristiano evangélico. Y aunque ella 17


realmente lo deseaba mucho, era realmente tímida, y no quería hacer ni decir nada que a él lo presionara o incomodara. Total ya tenía bastantes problemas como para darle mucho tiempo o importancia a eso, aunque inconscientemente la piel entera, en los momentos de mutuo afecto o de soledad, le pedía mucho más que un beso. Más allá de todo, lo cierto era que los límites de sus egos se habían abrazado de alguna manera en la que ambos compartían algunos buenos momentos juntos; tenían personalidades complementarias: eran una pareja. Al cabo de unos minutos Missiell salió de la ducha. Se secó el cabello con la secadora y se cubrió con tan solo un camisón corto con encajes que adornaban su pecho. Su cuarto era pequeño, por tanto cálido y abrigador. Apagó las luces, rezó un Padre Nuestro y un Ave María. Finalmente dio gracias y pidió por sus padres y hermanos. Luego tomó uno de los peluches que le había regalado Alex, un oso pardo no muy grande, su preferido. Y se metió en su lecho. Se recostó de lado, lo abrazó fuertemente cobijándolo entre sus senos por varios segundos, buscando el aroma de aquella ilusión, queriendo recibir y dar cariño y amor. Y luego, sin pensarlo mucho tan solo lo deslizó suavemente por debajo de su vientre, cobijándolo en su más íntima, húmeda y caliente desnudez. Jugó y se acarició por un varios minutos, rozándolo de manera dócil allí, buscando satisfacer en algo esa intensa necesidad, tan natural de placer, que la emboscaba cada noche, lo hacía lentamente hasta lograr sentir como su cuerpo llegaba a rendirse, a relajarse aun más, y finalmente quedarse profundamente dormida con el osito abrazado junto a su corazón. === Al día siguiente se despertó muy temprano. Tenía que preparar el desayuno para su hermano, para que vaya con algo en el estómago al colegio. Así que sin más, se levantó enseguida. Pasó raudamente por el living previo a la cocina y allí vio a su padre, tirado, ebrio y maloliente sobre el destartalado sofá. Roncaba sin soltar la botella de pisco, totalmente vacía como su espíritu, solo la llenaba el aire 18


viciado a alcohol, desidia y derrota. Missiell, entonces, se detuvo y se acercó a él. Lo miró con lástima. Al fin y al cabo era su padre y lo quería, a pesar de haberlo visto golpear a su madre. Flaco él, de rostro huesudo y pálido, con el cuerpo impregnado de olor a tabaco y a mujeres de perfume barato. Derrotado, se dejó levantar. Enseguida llegó Jonás, y juntos lo llevaron a su habitación. Missiell se mostraba cuidadosa de su corto camisón y de su caminar ya que este por momentos revelaba su libre desnudez y aunque Jonás no podía verla, ella tierna y pudorosa, se preocupaba por ello. —Jonás, ve y alístate rápido, no vaya a ser que llegues otra vez tarde a la escuela —le indicó su hermana después de recostar al padre. Y cuando su hermano salió muy obediente, ella luego de descalzar a su padre hurgó en sus bolsillos. Hacía falta dinero para la comida y para las medicinas de su hermana. No se sentía bien de tomar algo sin permiso, pero eso era algo que le había visto hacer a su madre; además las necesidades eran tantas y el esperar a ver a su padre despierto y sobrio para pedírselo era algo que prácticamente no se daba nunca. De modo que simplemente abrió la billetera y tomó todo. No había suficiente, pero qué se le iba a hacer. De pronto vio una nota arrugada que se había caído del bolsillo al sacar la escurrida billetera. En ella decía: “Sr. Scarpatti, preséntese, a primera hora, en la delegación policial de San Isidro. Ya encontraron a su esposa”. La nota la sorprendió y al mismo tiempo se llenó de contento y temor. Trató de despertar a su progenitor para preguntarle, pero fue inútil: era un bulto inconsciente. —Missi, Mari ya se despertó —, le alertó su hermano, desde las habitaciones, alzando la voz con una sonrisa traviesa y juguetona. —Ya voy, tú apúrate. Enseguida te preparó el desayuno— ordenó ella y corrió hacia la cocina nuevamente. Le sirvió un vaso de leche y un pan con mermelada. Luego presurosa retornó a su habitación. En ella Marisol y Jonás jugaban con las almohadas, tirándosela uno al otro. Los delgadísimos y temblorosos brazos y manos de su hermana apenas podían asir algo. Logrando vencer la atrofia, tiraba alguna vez que otra 19


contra su hermano, quien se reía a carcajadas, por las que este le propinaba. —¡Ya basta, Jonás! Deja tranquila a tu hermana y ve a tomar tu desayuno— dijo firmemente, aunque también se le escapó una sonrisa. En seguida ya a solas con su hermana, se sujetó el cabello con una bandita elástica y la ayudó a bajar de la cama, ubicándola en su silla de ruedas para luego recorrer con ella el pasillo, rumbo al baño, en donde luego de abrir el pilón de la tina, la fue despojando de sus ropas para el riguroso baño de cada mañana. Tenía que apresurarse. Debía dejar a su hermana en la terapia que le brindaba el Estado, y luego ir pronta a dicha comisaría. A Marisol, le agradaba bañarse, pero sus torpes movimientos convulsivos y emocionados al juguetear hacían que el agua salpique por doquier. Las gotas terminaban, siempre, por empapar todo el piso. Missiell tomaba sus precauciones, con trapos y secadores, más no podía evitar terminar ella también con las pijamas mojadas. —Señor Mío, Diosito lindo, Virgencita bella, por favor les pido que mi madre esté bien —. Pidió al cielo, mientras se vestía. Luego cerró la puerta de la casa tras de sí y avanzó empujando la silla de ruedas de su hermana. Una Hora después, en la comisaría del distrito, esperaba sentada en las bancas de madera. Le habían dicho que esperase allí, que el mayor la atendería personalmente. Missiell se vistió sobria, sin nada que pudiera resultar coqueto o muy llamativo. Ya había visitado la comisaría antes en busca de su padre, y sabía lo malcriados y atrevidos que se ponían los guardias y oficiales con las mujeres que acudían solas a dicha dependencia. Pero ella era una joven bella, sus encantos eran difíciles de disimular y por más que se puso una camisa amplía, apenas se maquilló y se sujetó el cabello, la belleza de su rostro, aquellos inmensos ojos azules y la sensualidad innata de sus carnosos labios, la hacían naturalmente hermosa. —Que pase la señorita Missiell Scarpatti Amat — anunciaron desde dentro con voz potente y de mando. Se puso de pie y caminó hacia el llamado. Un oficial sentado en una amplia

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oficina la aguardaba. Ella ingresó discreta y saludó cortésmente. —Buen día señor oficial, vengo a saber, a preguntar sobre el paradero de mi señora madre. Mi padre tenía esta nota — apuntó. Dicho esto, el oficial se acarició orgulloso su bigote, para luego ponerse enseguida de pie. Caminó lento, redoblando el trozo de papel y se paró frente a ella. —Mi niña linda, qué, ¿su padre no le dijo nada? Su mamacita está muertita ya, al parecer se suicidó antenoche —. Le dijo con voz condescendiente y afligida. Aquella noticia le congeló la sangre, empalideció al momento. Su cuerpo en principio se tensó de la impresión, de manera que quedó paralizada. El oficial continuó. —Cabe la posibilidad de que haya sido asaltada y… pero eso lo dirá la autopsia de ley —. Añadió especulativo. Missiell, entonces, se echó a llorar y aquella voz dejó de ser percibida, su cerebro la fue bloqueando hasta que dejó de oírla. El robusto oficial la abrazó, y ella se sujetó a él en busca de consuelo. Su llanto le salía desde el alma llenándola de inmensa pena. —Tranquila, es hora de ser fuerte —. Le dijo pero estaba devastada, era como si un tren le hubiera pasado por encima, aplastando su espíritu. Y sus lágrimas destilaban copiosamente su sufrimiento. Los hombros recibían todo su dolor. El destino le había arrancado al ser que más amaba. Sus rodillas flaquearon ante la intensa angustia y desconsuelo. —¿Dónde está tu padre?, tiene que constatar el cuerpo, firmar — dijo, sujetándola al percibir que su cuerpo buscaba desfallecer —. ¡Cabo! —Llamó con fuerza —, ¿dónde está el padre de la jovencita? —Ella vino sola mi teniente —respondió. —Vaya y tráigalo —ordenó —, y cierre la puerta al salir — indicó. Se dice que el génesis de todo mal humano nace del hecho narcisista de pasar por sobre los demás sin importarnos nada más que la satisfacción de nuestras impulsos, necesidades o deseos. Y si el poder se ejerce desde manos 21


equivocadas provoca agresión. El teniente tenía el poder, y Missiell, para él, era una mujer, prácticamente desvalida. Entonces sus abrazos se ajustaron a ella para impedir que se deslice hacia el suelo, pidiéndole que respire profundo, pero lejos de querer tan solo reanimarla, sus movimientos se volvieron tanto más osados que reparadores. Sus manos se trasladaron por su espalda, acariciándola, descendiendo por su cintura, buscando meterse por debajo de su camisa para sentir su piel. Uno a uno, cual predador abusivo ante el dolor ajeno, fue desabotonando, ansioso, los botones de la blusa. Ella no se percató de ello. Le sobrecogía la congoja y el profundo sentimiento conmovedor de su pérdida. Su respiración entre cortada, por el llanto que no cedía, la hacían dramáticamente vulnerable. Seguidamente, las sudorosas y regordetas manos del puerco se posaron sobre sus nalgas y caderas, buscando luego besarla en el cuello entusiasmándose él solo y cada vez más en su depravada lujuria. De pronto Missiell, reaccionó al sentir que su brassier3 descendía bruscamente por su fino torso. Confundida buscó entender lo que sucedía y al percatarse de que su camisa se hallaba prácticamente abierta y su sujetador caía por sus rodillas, cayó en cuenta de lo que ocurría. Y al verse siendo tocada groseramente por el inescrupuloso sujeto sacó fuerzas de su dolor y desgracia, y lo empujó alejándolo de sí. Su prenda cayó al piso y ella echó a correr. Su llanto enseguida se fue tornando todavía más intenso, al igual que la velocidad de sus pasos. Muy pronto se encontró a varias cuadras lejos de la comisaría. No se detuvo y corrió y continuó corriendo. Las veredas, gente y pistas pasaban, pero su llanto y dolor no. Sus piernas no tenían ningún rumbo, mas su corazón sí. Ella inconscientemente buscaba llegar a la casa de su enamorado Alex. Ese destino no se encontraba nada cerca, pero sus piernas no se detendrían hasta llegar a ese destino. Sus incontenibles lágrimas se escurrían por sus mejillas y volaban al viento. De repente tropezó y cayó sobre el asfalto, rasgándose los jeans, hiriéndose una de las rodillas, así como las palmas de 3

Sujetador.

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las manos al ponerlas al frente en instintivo impulso de proteger su rostro del lacerante piso. La gente la veía correr, pero como todos sabemos: somos muchos aunque en el fondo, seguimos estando solos. Nadie hacia nada, el miedo y el egoísmo son los que también nos hacen ser lo que somos. Además es más fácil hacer de lado el compromiso y evitarse problemas. Estrategia que engañosamente parece inteligente, mientras el problema no nos toque a nosotros mismos. Al cabo de varios kilómetros a lo largo del malecón, Missiell divisó la casa de Alex. Su automóvil afortunadamente se encontraba fuera, lo que indicaba que él se encontraba allí. Ella buscaba desesperadamente un apoyo, un hombro confiable en el cual ahogar aquella tremenda tristeza y desconsuelo. Entonces estando ya algunos metros lo vio salir: Alex ,un joven alto de cabellos castaños y de “buen vestir”, no salía solo: salía con una chica, una secretaria que ya le había presentado antes, una noche en la que los vio juntos saliendo de un restaurante acompañados de su padre y demás ejecutivos y señoritas de la empresa. Grande fue ahora su sorpresa cuando él le abrió la puerta del coche y se despedía de su acompañante con un efusivo beso en los labios. Missiell se detuvo de inmediato. Luego se deslizó en silencio, tapándose la boca tras un árbol para evitar ser vista. Él no la vio. Ella se dejó caer exhausta sobre el césped. La sombra del robusto y centenario vegetal, entonces, cubrió su llanto. Tiempo después de permanecer allí, postrada y abatida, cubierta de pena, desencanto y mucho dolor, con el rostro marcado de rímel escurrido, polvo y lágrimas, se puso de pie y caminó sin rumbo por mucho tiempo, como un zombi sin alma. Su ser se rendía, y todas sus fantasías, ilusiones y sueños de colores, se volvían negras, cada vez más desalentadoras y sombrías, las mismas que al igual que el Sol de aquella tarde, se ocultaban para siempre, guardándose en el horizonte, perdiéndose en un eterno invierno que únicamente prometía frío, soledad y desesperanza. Sus pasos lentos, llenos de decaimiento y tristeza pronto la ubicaron sobre la banca de un parque. Ella, tal vez guiada por su subconsciente, se halló frente al malecón, frente a la casa 23


en la que vivió su infancia, debajo de un inmenso sauce en su otrora distrito: Barranco. Sobre ella, las ramas del frondoso árbol cubrían las estrellas de la noche como una analogía a como las circunstancias de su vida cubrían todas sus sonrisas. Entonces, y aunque sus pies la habían desplazado por horas y la herida de las rodillas todavía sangraba, no sentía dolor físico, cansancio ni hambre, tan solo gran sufrimiento e impotencia: total abatimiento. Missiell tomó asiento, mirando a la nada. Puso sus manos entre sus rodillas y permaneció allí en silencio. Su espíritu al viento y su ser extenuado se hundían en un remolino de profunda soledad, en el que como un barco a la deriva era tragado por la desolación de una marea que la vencía a cada segundo. Frente a ella, horas después, la vida nocturna de Barranco empezaba a despertar. Las luces en los postes, la música, la gente, los pubs, y discotecas; las bocinas y el murmullo de la, a veces, desenfrenada vida nocturna de ese tradicional y bohemio distrito limeño del cual ella ya no era parte ahora cobijaban su pesar, pero ella permanecía absorta, con el cuerpo presente, pero con el alma tan distante, perdida. De pronto, un joven, algo mayor que ella, se acomodó en la misma banca, y encendió un cigarrillo. Tenía pinta de artista. Vestía unos jeans y una camisa de colores oscuros, que hacían juego con sus cabellos y su mirada; delgado y de estilizadas barbas al ras de no más de tres días. —¿Gustas un puchito? —le dijo mirándola. Ella no respondió, casi ni lo miró. Al cabo de unos segundos…insistió —: Veo que tuviste pésimo día. Espera aquí. Te traeré algo que te hará sentirte mejor. Dicho esto, él se puso de pie y se alejó. Su caminar pausado, lo llevó a desaparecer de la vista de Missiell, quien ya sin más lágrimas que expulsar, de repente suspiró instintivamente y se serenó. En su mente, la idea de regresar a casa por momentos se le hacía presente, pero ella no quería eso. No deseaba ver más sufrimiento. Sabía que no podría ser capaz de exponer ante sus hermanos tan desgarradora noticia.

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El viento empezó a batir sus cabellos mientras se decía para sí misma: —Diosito, por qué, por qué dejaste que esto pasara. Por favor que todo sea solo un horrendo sueño, una cruel pesadilla de la cual despertar, despertar y volver a estar en casa con mi madre bella y feliz junto a mi padre y a mi hermano, con mi hermanita sanita. Entonces sus irritados ojos volvieron a llenarse de lágrimas y su pecho de dolor. —Mira, reina, tómate esto y verás cómo te sentirás mejor — dijo el muchacho, quien ya de vuelta se volvió a sentar a su lado. Traía una botella de pisco con cola y un par de vasos desechables. Era tal el malestar emocional de Missiell que, luego de pensarlo por unos segundos, decidió aceptar. Cogió el vaso con ambas manos sintiendo frío. Y es que la situación la había agotado y lastimado anímicamente a tal punto que se le había bajado la presión. Ella casi temblaba. —Renato, Rino es mi nombre —dijo él, presentándose a sí mismo —¿tu nombre es? —preguntó cortésmente, como un ángel de una noche oscura que tan solo seguía la sombra de un destino frágil y vulnerable. En sus ojos, en su ego, no habitaba únicamente una mano amable; y mientras ella daba el primer sorbo, su mirada la recorría como a una presa del cielo que le brindaba el destino. —Veo que tienes una rodilla lastimada —añadió al no obtener ninguna respuesta. Entonces Missiell se sintió observada, vista con agudeza. Bajó la mirada y se acomodó la blusa, abotonándose los tres botones que en la comisaría le fueron violentados. Se sintió desnuda. Su mente volvía a tomar conciencia de su estado y sintió mucha vergüenza. Así mismo su cuerpo empezó a sentir dolor físico. Las heridas en las palmas de sus manos y en la rodilla recién eran tomadas en cuenta por su cerebro. Sensaciones que el alcohol entrante hacia su torrente sanguíneo, rápida y eficazmente mitigaba. Pronto su vaso quedó vacío. Su organismo le había brindado mucha energía y ahora le exigía alimento. El desayuno se esfumó hace horas. Ahora su estómago vacío hacía emerger una necesidad vital y la dulce mezcla de pisco y cola le 25


reponían rápidamente las calorías perdidas en su maratónico correr. Su cuerpo recobraba temperatura y el engañoso efecto del alcohol la aliviaba, la hacía sentir mejor. Missiell era consciente de los efectos de la bebida. Esto lo tenía claro. El ver a su padre ebrio casi a diario le era un claro ejemplo de sus efectos, pero en ese momento no le importaba eso; y las consecuencias de sus actos no valían ya. Ella solo quería que su pena, su pesar y el punzante dolor de su corazón dejaran de atormentarla, de modo que sin pronunciar palabra alguna, estiró las manos sin dejar de sujetar el vaso, y este le fue servido, otra vez. Rino entonces, se puso de cuclillas frente a ella y pegó su rodilla al piso. La imagen podría cabalmente describirse como la de un fiel creyente dispuesto a orarle a la santita predilecta de su devoción. Enseguida vertió bebida en las puntas de su propia camisa, para luego, muy delicadamente, proceder, con mucho cuidado, a limpiar los contornos de las heridas, ya encostradas, de la rodilla de Missiell. Paciente, ella lo observaba y aunque de vez en cuando se contraía por el dolor, le permitía hacerlo. Las heridas de sus manos, le fueron expuestas también. En ese momento ella se lo hubiera permitido hasta al mismo diablo, la pacífica euforia naciente a causa del alcohol, fue germinando en ella enojo, sutil amargura que ella empezó a sentir, y después a pensar que su Dios la había abandonado. Así como su madre, así como su padre. Todos los introyectos de su abuela se volvieron gigantes que se apoderaban de su conciencia; la culpa renacía enérgica, victoriosa y desafiante: era mujer, por tanto culpable de todo. Incapaz de proyectar culpas en los reales causales, se las autoinfringía, lastimándose, provocando una retroalimentación que alimentaba no solo su sufrimiento, sino también su naciente enojo, pero ya no tenía más lágrimas que expulsar, ya no quería tenerlas. El pisco desinhibía sus reparos, la otra luna de su personalidad, dejando libre de grilletes a su rencor, silenciando a la Missiell que jamás se quejaba, a la niña sumisa y obediente, a la que pese a todo jamás reclamó de manera egoísta o culpó y que se comió, hasta casi indigestarse, las consecuencias de acciones relacionadas a sus

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padres, y todo por amor a estos, pero estos, al igual que ahora su Dios, a su entender y parecer, la dejaban sola. —Bebe un poco más para que no te duela. Y ya que no me quieres decir tu nombre… te llamaré… Luna. Luna, sí, como la luna llena que está justo allí arriba iluminando tu belleza —le dijo Rino, mientras terminaba de limpiar las heridas. Missiell, apenas se sonrió, e inmediatamente después bebió todo el vaso sin detenerse. Al cabo de un par de minutos, él se incorporó, y tomándola de los brazos suavemente, la puso de pie. Ella ya estaba ebria. La cargó y caminó con ella sin dejar atrás la botella, perdiéndose entre las calles, hasta llegar a una de las añejas casas de aquel lugar. Subió por unas rechinantes gradas de madera, hacia un segundo piso e ingresó al cuarto que alquilaba para sí. Missiell se encontraba consciente de su embriaguez, tan simplemente se dejó llevar por ese abrigo, al parecer incondicional, que le brindaba el alcohol, por la anestesia sutil que este le otorgaba a su espíritu; a la dócil rebeldía contra todo naciente en su alma; a ya no querer sufrir más. Rendida de sufrimiento, agotada por el dolor, ya no sentía miedo. Su espíritu buscaba una salida, la misma que de alguna manera la estaba encontrando y aunque su destino, en ese instante era incierto y además coqueteaba con el peligro, ella sentía que ya no tenía más que perder. La luz de una tenue lámpara y un catre de metal cubierto por un colchón vencido, unas coloridas frazadas de estilo inca y un par de grandes almohadas igualmente coloridas recibieron su cuerpo dócilmente. —¿Deseas ver algo en la televisión? —, le preguntó Rino. Y encendió el artefacto, el cual contrastaba con todo el rudimentario, pobre y reciclado estilo de la habitación. Era una televisión de plasma ubicada cerca de la cama. El lugar, bastante pequeño, no excedía los nueve metros cuadrados. Enseguida ambos se sentaron medio recostados. El anfitrión acercó un par de vasos de vidrio de una repisa cercana y los llenó de bebida. Luego agarró el control remoto y los canales empezaron a desfilar en la pantalla uno tras otro. Los labios de

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Missiell no emitían palabra alguna hasta que se apareció ‘Candy’: la serie de televisión infantil favorita de su madre. —Déjalo allí. Por favor —exclamó despojándolo suavemente del control y volvió a quedarse en silencio con la mirada cautivada, nostálgica, como perdida en una fantasía de colores, en una añoranza perdida, arrebatada por el destino, pero que en ese momento la sumergía, con ayuda del dulce beber, en un placentero atenuante emocional que tranquilizaba y adormecía su pena, su creciente coraje, su sentir. Transportándola a esos tiempos en los que para una niña toda ilusión es y será realmente una futura realidad. Minutos después se percató que la lámpara se apagó. Ella presentía que él no era una persona agresiva y, lo más importante, la estaba acompañando sin hacer preguntas, tan solo con una caballerosa presencia. Ella sabía también que eso podía cambiar de un momento a otro, pero ello, en ese instante, tampoco le importaba. Entonces, sintió que su brazo fue delicadamente cogido y que la manga de su prenda le era remangada suavemente. Echó un vistazo. Una jeringa yacía entre los dos. Dentro de ella un líquido turquesa de intenso color brillaba con la luz de algunos de los colores que emitía la pantalla. Y enseguida supo lo que se estaba pasando, mas su voluntad no se opuso. Lo único que deseaba era no pensar, no sentir, olvidar. Un liguero de jebe le fue ajustado por el codo y la pequeña jeringa se elevó cómplice ante su sumisión. Enseguida un ligero pinchazo, imperceptible ya para ella por el efecto del alcohol, le dio paso a la aguja, que entró sutilmente por la vena. La sustancia como un ramillete de azules colores se ramificó en la palidez y blancura de su brazo. Ella se entregó a su destino. —Lunita, con esto verás al mismísimo Dios, si es que eres de los ingenuos que creen en Él, y si no, al menos te sentirás en su Paraíso —expresó calmadamente, para enseguida inyectarse él también. Las paredes se volvieron azules y los suelos se elevaron hacia el cielo; su conciencia se escapó por los adentros de una utópica realidad hacia un punto cuántico dentro de una explosión química cerebral que la elevó y suspendió vertiginosamente, llena de euforia y de sensaciones 28


encontradas de satisfacción, calma y desempolvada alegría sobre todas sus penumbras. En ese instante llegó a sentirse como nunca antes, a tal punto que no quiso volver a dejar de sentirse así. Minutos después Missiell se levantó y caminó descalza sobre la cama hacia la ventana. Una ventisca cálida ingresó golpeando las cortinas. Desde su lugar, Rino la observaba perdido en un vuelo alucinógeno. Ella salió por la ventana y subió por la escalinata de emergencia hacia arriba, hacia el techo. La brisa batía sus cabellos y una gran sonrisa se dibujaba en su antes tristísimo rostro. Subió y subió y pronto llegó al cuarto piso y se encontró allí en lo alto. Y caminó con los brazos abiertos, como una cruz danzante, por el borde mismo del tejado, desde donde la compasiva luna la iluminó como parte central de un gótico cuadro de Duccio. Y desde donde, al llegar al final, se dejó dócilmente caer.

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ll

Hospicio, monasterio, clínica psiquiátrica, Santa Rosa de Lima era el nombre que se anunciaba en letras de metal a todo lo largo del pórtico de ingreso, a cuyos lados se levantaban dos grandes columnas, rejas negras con puntiagudas lanzas al cielo celaban la entrada al lugar y un alto cerco delimitaba sus diez mil metros cuadrados. En su interior, arquitectura entre gótica y colonial, prerrenacentista se erguía oscura e imponente hacia el fondo, dividida justo en medio por una sobria capilla de arco apuntado, ojival, en cuyo punto medio, en frente, se estiraba un larguísimo pináculo y sobre él una cruz de bronce en lo más alto, rascando el cielo. A ambos lados se mostraban un par de inmensos y largos pabellones en bóveda de casi media cuadra cada uno, los que albergaban y servían uno de convento y el otro de clínica, custodiados ambos, en lo alto, por grotescas gárgolas de adobe. Todo el hospicio rodeado de robustos y espigados árboles de pino. Un muy bien cuidado jardín, era lo único colorido, servía de lugar de esparcimiento y daba la bienvenida, el mismo que cruzó Missiell echada en una camilla acompañada por su padre. Si bien es cierto que el frágil carácter de la joven, la excesiva presión de sus penurias y el efecto de las drogas impulsaron a Missiell a desear liberarse y escapar de todo, buscando la muerte; su igualmente frágil cuerpo, milagrosamente resistió a la caída. El techo de un bus la recibió amortiguando lo suficiente el golpe. Un par de huesos rotos, una ligera contusión craneal y varios moretones fueron las únicas consecuencias físicas aparentes, pero eso no era todo. Missiell no despertaba. Su ser consciente aún no reaccionaba. Una semana antes Missiell fue llevada de emergencia desde Barranco al hospital más cercano, donde la trataron de sus traumatismos exteriores, pero su padre al verse comprometido con los gastos presentes y futuros, así como de su presencia sobria y constante para con el cuidado de su hija, 30


buscó ayuda en una de las tías; la madre superiora de un monasterio católico, el cual también hacia de hospicio y albergue clínico, médico psiquiátrico. Su estricto familiar, tía abuela de Missiell, aceptó hacerse cargo de su hija, sin siquiera molestarse en ir a verla, librándolo así de su responsabilidad. Con una única condición: a él se le pidió que la dejara allí y que no volviera nunca más a verla. Marisol y Jonás, sus hermanos recibirían el mismo destino. Serían destinados a otros albergues, más alejados de la cuidad, según se le dijo al despedirlo para siempre. Él aceptó escondiendo la mirada en los suelos e intentando hacerse la víctima de su infortunio, se escudó entre sus lágrimas, tampoco le costó mucho aceptar unos dólares que insinuó discretamente necesitar, los que en realidad luego utilizaría para seguir libando, hundiéndose cobardemente en sus derrotas, sin más preocupaciones que las auto proyectadas en su conciencia. Se dice que el mal no es tan vil como el que no se reconoce como tal, así como el que se esconde tras nuestro auto concepto de inocencia. Sobre la silueta de Missiell, un techo inmenso y lejano cubría el pabellón de necesitados recién llegados. Echada sobre una fría cama de metal, protegida apenas por una larga bata blanca y unas sábanas claras, percudidas por el uso y el detergente barato. En su cabeza unas vendas en círculo cubrían de su herida, y sus ojos, cerrados al mundo del cual quiso despedirse, aun no se abrían hacia la consciencia. Su vida continuaría por un camino compartido, insospechado el cual todavía tenía mucho por decir. El piso de madera colocado desde tiempos coloniales, y cubierto de petróleo y cera oscura, crujía a cada paso de las camas, carretillas, sillas de ruedas y andares desidiosos, a veces apurados, otros comprometidos. En el aire, un olor a desinfectante y un aliento a llantos y lamentos olvidados. Una hora después, Eulalia Patricia Amat, su tía abuela, se aproximó recién a verla. Vestía un larguísimo hábito negro, tan negro como el de su alma, el mismo que solo dejaba escapar más piel que el de su arrugado rostro. Nadie sabía por qué 31


llevaba cubiertas sus manos con guantes negros, de los cuales se murmuraba entre pasillos que eran para evitar cualquier tipo contagio, pero lo extraño es que los usaba todo el tiempo. Nadie se atrevía a preguntarle el por qué de aquello. Un gran rosario oscilaba en su cuello junto a una deslumbrante cadena y un crucifijo de oro. Con ella venían dos enfermeras y una joven monja a las cuales les sería encargado el cuidado de Missiell. La madre apenas asomó un vistazo indiferente y arrogante sobre su nieta, luego levantó la sábana por unos segundos mirando todo cuerpo con desdén, y enseguida ordenó que la bañaran y que terminado eso se la llevaran a su despacho. A continuación se dio media vuelta y salió sin más. Se dice que el disfraz perfecto del mal se halla tras los uniformes, las botas y los hábitos. Missiell fue entonces llevada, inconsciente, en silla de ruedas por un largo pasillo cuyo techo en bóveda ensombrecía el gótico y frío lugar. Su cabeza inclinada, dormida, hacia adelante se iluminaba por instantes por la luz que se filtraba desde afuera, en una secuencia lenta al pasar por delgadas ventanas que desfilaban en su camino hacia los baños. Mientras avanzaban, la monja, joven ella, pequeña y delgada, las seguía por detrás llenando los datos en su ficha de ingreso. Luego llegaron a la zona de baños comunes. Una de las enfermeras se adelantó y abrió las puertas de madera. Por dentro las frías lozas de mármol y las luces de antiguos focos de neón dejaban ver las duchas y las tinas de piedra acondicionadas especialmente para los pacientes. — Josefa, regreso en media hora, tú estás a cargo. Claudina, tú… tan solo haz tu trabajo por favor. Recuerda que se trata de la nieta de la superiora —les indicó la circunspecta monja y siguió por el pasillo. Las puertas de vaivén se cerraron. —Jajaja. Ya te tienen vista, amiga mía —señaló Josefa, la enfermera más robusta, a su compañera, y abrió las llaves de una de las tinas. —Que no joda, seguro está celosa. No es para menos, la nena está rebuena… —, respondió lujuriosa Claudina al despojar la bata del cuerpo de Missiell. 32


—Tranquila, querida amiga, hagamos lo indicado. No querrás perder el trabajo ¿verdad?, recuerda que ya estás advertida. Luego el cuerpo desnudo fue introducido con cuidado en la tina en donde fue aseado con pulcritud y esmero. Claudina era una técnica en enfermería de unos veintisiete años; ella llegó a Lima desde el valle de San Ramón, bello lugar de la gran zona selvática de esta parte del mundo; mujer delgada, mestiza, de rasgos polinesios, casada y con dos hijos; mientras que Josefa era algo mayor, bordeaba los treinta y provenía de la misma madre patria, España. Soltera y de enormes senos, en parte más notorios por su robusta complexión. Ambas católicas, de las que caer en pecado es algo difícil de evitar por mínima que sea la tentación. “Total” se decían: “Ya estamos sirviendo a Dios, de seguro nos perdona. Además, haga lo que se haga, ya Cristo nos expió en la cruz”. —Tiene buen culito divino la nena, y ni que decir de sus senos, rara vez vi unos así de grandecitos y tan bien formaditos como estos. Parecen dos suculentos y hermosos mameys —dijo Claudina, acariciándoselos, comparándolos con aquella fruta amazónica. —Sí, está de hostia, acércamela un poquito, pero cuidado con mojarle el yeso—. Respondió Josefa, animándose a clavarle un beso en la boca. Missiell, cual muñeca de goma, era acomodada, girada, suspendida, enjabonada diestramente. Su pierna enyesada, era la única parte de su cuerpo que se mantenía todo el tiempo fuera del agua. —Una preciosura como esta hay que aprovecharla, ¡si está para dar gracias! Mírala nomás, si hasta parece una modelito de esas de revista. Está más rica —añadió Claudina, al ir enjuagándola. Se dice que las mujeres de nuestra selva son peculiarmente calientes, ello no se contradecía ante su manifiesta bisexualidad. Sus inhibidos impulsos se vieron forzados a sosegarse al ingresar otras enfermeras con sus respectivos pacientes. Lo que alertó a Josefa. — ¡Joder Ya!, vamos, que no debe tardar en llegar la petiza agridulce —enfatizó Josefa con voz de mando y llamado de atención, mientras secaba el cabello de Missiell. Luego 33


procedieron a vestirla. Un pijama de lino igualmente desgastado pero limpio le calzó justo y, sobre este, una bata. Fue sentada en una rechinante silla, donde procedieron a terminar de vestirla, la peinaron y luego volvieron a cubrir de sus heridas con vendas limpias. Missiell no despertaba. —¿Qué le habrá pasado a esta nenita? Ojalá despierte y pronto, ¿no? —fue lo que se preguntó luego, viéndola con algo de ternura al terminar de sujetar la venda alrededor de su cráneo. —No sé, pero está como quiere la mocosa, ojalá me toque bañarla siempre y si despierta… Tal vez otro día me dejen más tiempo para bañarla aún más a fondo, jajaja—. Señaló frescamente pero atenuando la voz. Missiell había llegado a una clínica monástica subvencionada por el Estado, en donde las condiciones no eran de lo mejor, así como tampoco su personal. Al rato volvió presurosa la monjita, entró raudamente y se la llevó de allí. Los cabellos largos de Missiell se fueron secando al viento; su cabeza se agitaba, sacudiéndose por cada rajadura o imperfección del suelo por el que pasaban. El despacho de la superiora quedaba detrás de la capilla. Y ellas debían cruzar prácticamente todo lo largo de un pabellón. Eran casi la una, hora del almuerzo y ella sabía que tenía que apresurarse y aligerar el paso. El genio de la madre superiora era algo de temer y su disciplina tan o más castrense que la militar. Las ruedas de la silla pronto saltaron un par de gradas hacia fuera, para ir por fuera, por las veredas exteriores de ese pabellón, evitando así cruzar entre camillas, y personal. Continuando sobre una vereda de adobes, cruzaron un sencillo patio luego un jardín, una pileta y al final de esta, llegaron a divisar el pabellón trasero, el mismo que justo por detrás de la capilla dividía toda la arquitectura trasera del convento en dos. Los techos vistos, desde el cielo, configuraban una colosal cruz de adobe. Por fin se divisó la puerta del despacho. Agitada y casi sin aliento, la frágil monja tocó la puerta.

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— Adelante, madre Teresa, adelante —se escuchó desde adentro. Y Sor Teresa cogió y giró las manijas de metal de la tallada puerta doble de cedro y caoba e ingresó con cautela. Dentro la esperaban, ya, un grupo de impacientes señores que frente al pulcro y bien lucido escritorio de la superiora aguardaban la llegada de la nueva paciente. —Pase, pase. Muévase deprisa —la apresuró la superiora algo molesta ya. Sor Teresa se limpió con su hábito el sudor de sus manos, producto del apresuramiento, y colocó la silla de Missiell en medio del lugar. Entonces la Madre dijo: “Bueno señores, esta es mi sobrina nieta, hija de un incompetente y alcohólico sobrino político, del cual espero no volver a saber más. Les rogaría que se tomen el tiempo de tratarla con la misma dedicación que a cualquiera de los pacientes de esta institución, con el profesionalismo que los caracteriza y por el cual están reunidos aquí”. Acto seguido se les fue alcanzado, a cada uno, el informe médico, el cual llegaba de las manos de sor Teresa, quien luego permaneció allí atenta al más mínimo requerimiento. La habitación quedó en silencio, mientras ellos leían. En el grupo se encontraban un circunspecto y sexagenario doctor en medicina mental, especializado en neuropsiquiatría, quien por su reconocida experiencia y renombre sería en quien la superiora confiaría el liderazgo del grupo médico, al que se sumaba un joven padre sacerdote especializado en psicología y neurología. Javier Cabieses entrado en los setenta años y Alberto Cepeda por los cuarenta, una conjunción entre juventud y experiencia que a la madre le pareció interesante, eso sin contar que estos eran los mejores que tenía, de los pocos con un buen currículum. Javier llevaba mucho más tiempo trabajando allí, destinaba sus horarios libres a lo que llamaba su ‘servicio comunitario’ razón por la cual aceptaba cobrar la quinta parte de lo cobraba en otros hospitales o clínicas privadas. Por su parte Alberto, se había incorporado hacía un par de años; su historial no era muy limpio que digamos, había tenido problemas de índole ético, por no decir moral en un prestigioso colegio católico de mujeres del cual tuvo que pedir su renuncia para evitar conflictos mayores y gracias a influencias externas, vinculadas a la Iglesia que 35


pesaban sobre la regente, tuvo esta que aceptarlo en pago a otro favor político. Alberto parecía haber madurado, al menos no se había recibido aún ninguna información que dijese lo contrario. Además lo favorecían los honores y diplomas adicionales con los que había culminado todos sus estudios. Era un hombre alto de cabezos oscuros y lentes; deportista, muy saludable y siempre atento; su imagen pulcra y serena; sobria, pero amigable y comunicativa, por instantes humilde y servicial; enteramente obediente para con Eulalia Patricia, la madre superiora, lo ubicaban siempre como ejemplo a seguir frente a los demás religiosos del lugar, los mismos que no se esmeraban tanto como este en su físico, ni en las dimensiones de su abdomen, razón por la cual lo tildaban de engreído. Su autoestima, su narcisismo oculto, lo blindaban ante cualquier otro juicio. Javier no lo desestimaba pero tampoco lo consideraba como alguien próximo a su nivel de conocimientos y sabiduría. Parco y de pocas palabras, extremadamente analítico, se sabía uno de los referentes más importantes de la medicina psiquiátrica del país; delgado y bilioso, arrogante, pero calmo; sus barbas y bigotes armonizaban con su siempre elegante vestir; inteligente, soberbio, caminaba adornándose con un bastón. Su liderazgo era innato, lo que dejaba bien en claro al no esperar ni aceptar con agrado ninguna palabra después de la suya. Era, por su tremendo prestigio, el único doctor ajeno al catolicismo del lugar. Ambos, luego de leer los informes y de ver someramente a la paciente, acordaron los chequeos y análisis necesarios y brindaron una concisa opinión en la que acordaban el rumbo del tratamiento a seguir. Aquello no tardó mucho tiempo. Ellos ya conocían lo estricta que era la Madre y sabían que estaban sobre el tiempo acordado y estipulado por esta. A ella le gustaban las cosas puntuales, sin rodeos y en el menor tiempo y gasto posible. Además la hora de la cena era pronta y para todos. Así que sin más, se despidió de ellos dando término a la reunión. Missiell llegaba a estar allí como un mórbido pedido al cielo. Justo a vísperas de celebrarse el centenario del lugar. Su tía abuela, la regente, se sentía cada vez más vieja; los años 36


habían pasado; este era su dominio, sus días, la concreción de sus logros… Ella lo había administrado desde hacía unos treinta años, los últimos quince como si fuera suyo, y el destino de la gran fortuna que había logrado y almacenado era una de las preocupaciones y miedos que le quitaban el sueño. No confiaba absolutamente en nadie, y en seguida vio en su sobrina nieta a su ideal opción, pero a quien tendría que subyugar, atemperar, esculpir cuidadosamente cual escultura amoldada a su gusto. Su consagración al servicio de Dios, de ella misma, requeriría obediencia, celibato, castidad y clausura al mundo, a las vivencias y placeres que ella se negó a tener para servir y dar. De todas formas, el cargo le dio poder y este poder le trajo dinero, dinero de las donaciones, dinero que fue ahorrando y que año a año crecía y creció tanto que la envileció, pasando de servir a servirse. Ahora habría que ver cómo despertar y curar a su producto, pero solo lo suficiente para cautivar su ego, manipularlo con determinación y cuidado para convertirla en su monja, en una servil y mansa esclava en la cual poder confiar. Para ello un par de buenos expertos en los conocimientos de la mente, la consciencia y la personalidad eran herramientas indispensables. Contaba con ellos, y sin mucho rodeo se los hizo saber. —Confío en sus habilidades profesionales, caballeros. Espero no solo que puedan recuperar a mi sobrina, sino que además pueda convertirse en la hija que nunca tuve, pero no una del mundo corrupto y podrido, si no una consagrada a dios, es decir también... y por su bien, a mi entera voluntad. Hablemos claro, nunca tendrá mejor vida de la que yo puedo darle aquí, ¿verdad señores? Espero tengan mi objetivo bien claro. Su entera sumisión es indispensable. Se dice que todo mal humano tiene por detonante el corrosivo miedo oculto tras la agresión. Las oscuras gárgolas ubicadas en cada uno de los contrafuertes y esquinas del cruciforme monasterio mostraban sus garras y colmillos ante el sol que se ocultaba ya. A la mañana siguiente Missiell fue llevada, todavía inconsciente, de una clínica a otra, en una ruta médica de 37


chequeos neuro-físicos: tomografías y análisis de todo tipo. Su estado vital era estable mas no despertaba. El coma en el que se encontraba era todavía una incógnita para el grupo de especialistas. Ellos esperaban los resultados de los análisis o que despertase en cualquier momento. Atribuían la razón al traumatismo craneal que sufrió al caer. Este se podía percibir por detrás de la nuca en un morado horizontal de unos cinco centímetros. Unos pocos gramos extras en el peso de su cráneo o de su cuerpo hubieran sido fatales, su golpe al caer hubiera terminado por desnucarla. Pero había sobrevivido, y ahora el estado de su conciencia era un misterio. Su espíritu tal vez flotaba sobre ella aguardando las condiciones necesarias para volver a ver a través de sus ojos azules o estaría latente en alguna parte de su mente o entre las palpitaciones de su corazón. Una dieta de fácil digestión, rica en ajo y hierbas le fue indicada y a esta se sumó una de fármacos antiinflamatorios, los cuales le eran suministrados tres veces al día, todo bajo la supervisión y entera responsabilidad de sor Teresa. Los días pasaron, hasta que llegó su primer sábado. A Missiell le fue destinado un cuarto solo para ella. Su tía abuela sabía del peligro físico que corría en el pabellón común de los pacientes y por más que estaba dividido separando hombres de mujeres, la belleza de su sobrina era un riesgo que prefería evitar. Pero había situaciones que escapaban a su control, sobre todo por las noches. En una de las cuales Caudina y Josefa fueron descubiertas por sor Teresa. Missiell yacía con las vastas del pijama a la altura de los hombros, sujeta desde atrás de las muñecas, con los brazos hacia arriba, por la robusta Josefa, quien dejaba el torso desnudo de Missiell a los arremetedores besos de Claudina, quien se deleitaba con sus senos y pezones. Ella también se daba maña y la toqueteaba al tenerla luego sentada, íntimamente desnuda, con las bragas a la altura de las canillas sobre si. Al saberse vistas intentaron disimular la situación, aludiendo improvisadamente a dar la imagen de estar vistiéndola, lo cual inicialmente era, en parte, cierto puesto que vestir un cuerpo dormido no les era fácil, pero luego buscaron aprovecharse de la situación. Rápidamente, una le 38


subió la trusa4, mientras la otra le deslizó la prenda hacia abajo cubriéndola de inmediato. Sor teresa, las increpó duramente, amenazándolas con hacer que las echasen a las dos. A partir de entonces multiplicó sus controles, así como sus exigencias. Las dos pilluelas, cesaron en sus arrebatos, aunque Claudina entre dientes mascullaba insultos y amenazas. Ella, quien fuere jefa de enfermeras, ya había sido degradada por circunstancias similares, ahora guardaba un profundo resentimiento, ganas de revancha. Recomendada del cardenal, insolente y atrevida, llevaba al límite su suerte. La siguiente mañana de domingo, muy temprano, uno de los varios grupos de oración del monasterio que visitaban frecuentemente la clínica buscaba a petición de la madre la habitación de Missiell. Venían con el propósito expreso de orar por ella antes, durante y después de la misa de mediodía. Sus pasos las llevaron pronto a su destino. El cuarto, estrecho, de paredes claras, si bien lo mantenían limpio, excretaba un parco olorcillo a humedad. Una puerta alta de madera de doble ala en dintel curvo, con una enorme aldaba de hierro negro daba la bienvenida al sencillo recinto. El techo alto en bóveda parecía albergar mil y una historias en esas cuatro descoloridas paredes. Eran cuatro mujeres, monjas de edad avanzada, encorvadas por el tiempo y el servicio que marchitaría a cualquiera. Venían todas portando rosarios en mano y túnicas negras con blanco de entre cuyas vestiduras solo asomaban los rostros y apenas sus manos. Missiell recta, inerme, dormía sobre su cama. Iluminada por la tenue pero esperanzadora luz entrante a través del alto ventanal que daba a los jardines posteriores del pabellón. El plomizo cielo invernal de Lima se dejaba ver cual cuadro deprimente, entorpeciendo con sus nubes al Sol. —¿Está es Missiell? Venimos a ver a Missiell, la sobrina de la madre —, anunció la mayor de las cuatro, al tocar la puerta. A lo que sor Teresa, quien se encontraba adentro respondió:

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Bragas.

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— Sí, sí, esta es. La dejó entonces con ustedes hermanas —. Dicho esto salió presurosa. El trabajo era incesante para ella y permanecer al cuidado de la paciente le restaba mucho de su tiempo. Acto seguido las monjas se dividieron de a dos a ambos lados de la cama, y luego de ser cerrada la puerta se dispusieron a orar. Missiell cubierta por unas colchas, con las manos a los lados, parecía no estar allí. Su hermoso cuerpo estaba, pero ella no. —Parece estar muertita, pobrecita —, señaló una, la más joven. Tomó entonces su mano y luego la otra, las unió sobre su abdomen, en donde las posó sobre una Biblia —, pero qué finas y delicadas tiene las manitas —. Exclamó con ternura. El cabello de Missiell, adornaba su angelical rostro. Negro azabache, este brillaba naturalmente, tan bello como toda ella. Varios Padres Nuestros, Ave Marías se rezaron entonces. Sus párpados parecían guardar celosamente el hermoso azul de su mirada. Por fuera, gallinazos oscuros, carroñeros, muy típicos de la ciudad, surcaban los aires, posándose cada cuanto sobre las puntiagudas y erguidas esquinas y sus gárgolas embadurnadas de excremento y orín. Las grotescas aves y decenas de palomas gorjeaban acurrucando los sueños, las pesadillas del lugar. Los días pasaban, las heridas y el yeso de Missiell desaparecían; y el centenario del monasterio se aproximaba. Por fuera las paredes eran pintadas, así como las rejas, y los jardines podados dando un aspecto donoso. El sol, esquivo de la ciudad, se asomaba por momentos. Ese día, ajetreado para todos, llegó Missiell en la camioneta de la institución, entrada ya la tarde, cuando los pacientes autorizados aún se encontraban en su tiempo de ocio, respirando el festivo aire fuera de los claustros de los pabellones, disfrutando del olor a hierba recién cortada proveniente de los arbustos que habían sido modelados con formas decorativas en todo el frente del monasterio. El claxon del vehículo, una Ford Explorer negra, dio aviso de su presencia y de inmediato los porteros activaron el sistema de apertura automática de las dos imponentes rejas. La 40


camioneta ingresó rauda hasta la entrada principal, ubicándose justo detrás de la pileta. Missiell venía acompañada por sor Teresa quien, ayudada por el chofer, la sentó en su silla de ruedas, tomó los manubrios y avanzaron rumbo a las habitaciones. Para cuando iban subiendo por una de las rampas camino a los pasillos, venía bajando otro paciente. Juan, Juancito, le decían. Se trataba de un joven de una edad física que promediaba los 28 años, pero de una edad mental de apenas cuatro. Su trastorno: retraso mental. Juan era alto y de complexión gruesa, y si bien podía caminar y movilizarse relativamente bien, la norma era que todo paciente debía entrar y salir a los jardines o fuera de los pabellones en silla de ruedas. Los pacientes luego podían caminar o sentarse en las banquetas o sillas con total libertad, pero siempre con la supervisión de algún doctor, enfermera o auxiliar a cargo. Juan había sido abandonado allí desde que su madre notó la problemática de su risueño hijo, quien por razones de practicidad e higiene había sido rapado. Era sumamente dócil y tranquilo: un hombre con la mentalidad e inquietud de un niño, pero las necesidades fisiológicas de un hombre. —¡Mira! Clau, es la bella y consentida Missiell y la “simpatiquísima” Sor Tere —. Dijo su compañera indicándole a la vista con un pícaro toque de codo y poniendo énfasis en el último adjetivo a manera de sarcasmo. Sí, Juan venía siendo auxiliado por Claudina y Josefa, quienes se la tenían prometida a Teresa. Esta había llegado al hospicio hace unos pocos meses, lo que a ellas, mucho más antiguas en el lugar, no les agradó en absoluto, sobre todo porque la nombraron en el puesto al que ellas aspiraban y, para colmo, la amenaza recibida por ella avivó las fricciones. Razón por la cual no la querían allí. Sor Tere, le decían, y era a la única a quien, cuando a la superiora le ganaban los enojos, cosa que no era difícil, no le decía “india de porquería”, como a todas las demás, y es que Teresa, era la más blanca y hacendosa de todo su personal. 41


Juan se acercaba saludando desde lo lejos con esa sonrisa nerviosa, parte de su trastorno, un tic nervioso que se dibujaba, por momentos, torpe e incontrolable para él en su real y casi permanente estado de júbilo. Siempre sonreía, así estén corriendo lágrimas por sus ojos, producto a veces de las reprimendas físicas o verbales que de vez en cuando se ganaba como todo joven de tan corta edad mental, distorsionada por su correlativa edad hormonal. Su rostro afeitado hace tres días atrás exponía en su cutis algún que otro corte o granillo de acné. Su mirada perdida requería del uso de unos gruesos lentes ya que también sufría de miopía. El apelativo y las reprimendas se las ganó por lo incontrolablemente cariñoso y presto con las manos a curiosear por cuanta piel femenina se mostrase a su alcance. Más de una cachetada y varios morados en sus brazos daban evidencia de su incontenible apetencia. —Juancito, es hora de que conozcas a Missiell —dijo Claudina —. Esto será divertido —, añadió con una sonrisa maliciosa y atrevida, dándole más ganas a avanzar. Luego ambas desde la distancia saludaron, llenas de cinismo y falsas muestras de consideración, a su coordinadora. De repente se oyó un repentino llamado desde los altavoces del hospicio: “Sor Teresa, sor Teresa acérquese de inmediato a la oficina principal, la madre solicita urgentemente de su presencia”. Esta, entonces, se mostró consternada y sorprendida ante la situación. No sabía si correr, pero Missiell en su estado, no se lo permitiría. —Buenas tardes —. Les respondió visiblemente inquieta, pensando qué hacer, al mismo tiempo que ambas sillas se topaban en medio de la rampa. Missiell parecía ocultarse entre sus cabellos, los cuales, al estar ella inconsciente y con la cabeza gacha, descendían, cuan largos eran, por su rostro. Enseguida Claudina, al notar a su jefa así, pensó rápidamente, sacándole partido a la situación. —Creo que debe apresurarse. Yo... digo, Josefa, puede hacerse cargo de su paciente y llevarla a su respectiva habitación o dónde usted indique. ¿Verdad Josefa? —señaló. 42


La cabeza de Josefa le indicó su aceptación al ver la mirada confusa de su jefa, pero sin saber realmente el porqué de tal ofrecimiento, sin sospechar aún lo que empezaba a tramar su compinche. Sor Teresa aceptó con visibles muestras de desconfianza, pero, sin más, salió disparada presta al llamado. —Llévenla a su habitación, yo las alcanzo en seguida. Breves minutos después de ir rumbo a las habitaciones y cuando la figura de Teresa se perdía en lo largo el pasillo... —Qué estáis planeando. Preguntó Josefa ansiosa. —Nada, nada... ya veremos, pero esta puede ser la oportunidad que esperábamos, cholita —. Dicho esto se detuvo la cabecilla de aquel dúo, puso frente a frente las sillas y alzando el rostro de Missiell por detrás de esta dijo: —¿Juanito, te gusta esta amiguita? Está muy linda, ¿verdad? —le preguntó en voz baja, susurrándole al oído. El rostro de Missiell, lozano y bello, enseguida llamó su atención. Una bata de algodón cubría los hombros y piernas de la angelical figura. Una blusa de franela a rayas y un pantalón holgado también. De inmediato Juan, abrió los ojos como faroles y aplaudió inquieto, muy sonriente. Aquel tipo de flor no se dejaba ver todos los días en las fronteras de su imaginativo. Esta era, en ese momento, como una dulce flor de loto dormida al mundo. De inmediato ambas se sonrieron cómplices mirando al mismo tiempo a sus alrededores, buscando que nadie fuese a estar viéndolas. Enseguida le desabotonaron gran parte de la blusa, dejándole ver a Juan los senos desnudos de su víctima. Las manos de Juan se avisparon hacia ellos buscando acariciarlos. Ellas le dejaron tocarlos por unos segundos. Suficientes para hacer que este se excitara. Lo notaron enseguida, era evidente. Se volvieron a sonreír y al ver que Juan se tocaba, sobre sus ropas, empezando a emitir tenues sonidos, casi animales, angustiosos de excitación y desenfreno. Lo sentaron en su silla mirándose ambas con una mirada igualmente lasciva. —Sígueme. Sí, esta es la oportunidad —dijo y ambas aceleraron el paso hacia la habitación de Missiell.

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—Pero dime, Clau. ¿Qué es lo que planeas? No creo que Teresa tarde demasiado —. Preguntó cerrando las puertas de la habitación tras de sí. —Tú déjame a mí pensar. Me huele que esta oportunidad no la podemos dejar pasar —, aseveró en voz baja. Luego miró al techo con los brazos cruzados por unos segundos, como buscando inspiración; un norte a su, todavía, nebuloso plan. —¡Ya se! Ayúdame —. Exclamó. Y sin perder más tiempo levantaron a Missiell de su silla y le pusieron boca abajo sobre la cama. Las piernas de la bella quedaron dobladas a uno de los lados, con las caderas al borde. Juan las miraba y miraba tembloroso dominado por la ansiedad y deseo que aquel cuerpo allí tendido le provocaba. —Ponte de pie Juancito —ordenó, al mismo tiempo que ésta levantó la bata de Missiell dejando que las caderas, cubiertas aun por el pantalón, se mostraran directamente frente él. —¡Wow, Sí que está excitado! —exclamó Josefa, quien se puso colorada, dejándose llevar también por lo que veía —. ¡Qué rico lo tiene!, súper durito ya —enfatizó acariciándolo someramente. —Bien, bien. Sabía que te gustaría esto. Lo extrañabas. Pero no pierdas tiempo y bájale el pantalón —. Volvió a ordenar. Entonces las pijamas de Missiell le fueron descendidas, exponiendo ante Juan, inicialmente su trusa quien como un poseído empujó a Josefa y se abalanzó sobre su víctima. Su torpeza e inexperiencia era evidente. Este se desesperaba entre tocar las nalgas y tocarse él. —Cálmate, cálmate Juancito —dijo Claudina alzando la voz, tratando de controlarlo. Luego al saberlo imparable, bajó lentamente la trusa, mirándolo acalorada, para luego sujetarle el miembro y acercarlo a Missiell. Acto seguido tomó del brazo a su cómplice y salieron ambas de la habitación, la misma de la que se alejaron no sin antes dejar la puerta ligeramente entreabierta. Acto seguido, aguardaron escondidas varios metros por detrás de una columna. Claudina, ante la mirada de desconcierto de su cómplice, dejó que pasaran unos minutos y corrió hacia el comedor 44


—¡Ayúdenme, ayúdenme Juan está violando a una paciente! —expresó gritando una y otra vez. —Pero qué dices estúpida, me van a botar a mí —le reclamó Josefa. —No. Cállate. Tú solo sígueme la corriente y no digas nada —le contestó, mirándola decidida a los ojos. En seguida varios auxiliares respondiendo al llamado de auxilio corrieron hacia el rescate. Juan yacía con su víctima, a quien le había desgarrado la blusa casi en su totalidad. La tenía de pie, sujetándola de la cintura desde atrás, abrazado fuertemente a su estómago, penetrándola desenfrenadamente pegado a su espalda, curvado con los pantalones en los pies. Las prendas inferiores de Missiell le colgaban por sus pies, lo mismo que su trusa. Juan, al ser mucho más alto, la batía, literalmente, como a una muñeca de trapo, violentándola sin piedad. Sus gemidos retumbaban en las paredes. Y su semblante, poseído por el placer, se acariciaba por sobre aquellos sedosos y oscuros cabellos, que de puro largos y alborotados cubrían su rostro y el de su víctima. Missiell sucumbía inconsciente, como viviendo una pesadilla estando dormida. Su cuerpo entero se agitaba a cada embestida y su ropa se descolgaba cada vez más de su frágil ser. La escena era tal que los dos primeros auxiliares quedaron atónitos al ingresar. —¡Juan, Juan, déjala! —gritaron tomándolo de los brazos, pero este, aferrado a ella con todas sus fuerzas, no la soltaba. Su rostro cubierto en sudor, totalmente dominado por el instinto salvaje de placer y procreación, miraba hacia el vacío, hacia la nada; concentrado en el único objetivo de satisfacer lo que el cuerpo le pedía. Missiell era zarandeada de arriba abajo, sin contemplación ni reparo. Ambos eran víctimas: uno por ser inducido cual niño infante, a ser presa de sus más animales inclinaciones, y la otra como objeto de tan baja acción. Ella era como un caramelo, irresistible para él. Su mente infantil, carente todavía de la facultad de deliberación consciente y madura, era fácil presa de sus instintos, los cuales desencadenaron una excitación y su 45


consecuente máxima erección deseosa, anhelante de satisfacción. —¡Suéltala Juan!, ¡suéltala! —, repetía este esforzándose por separarlo. La mano decidida de uno de los auxiliares logró sujetar, desde atrás, el cuello de Juan, ayudado por su compañero, quien trataba de deshacer el candado formado por los brazos de Juan asidos alrededor de la violentada cintura de su presa, pero era inútil. La contextura y porte de Juan, sumados a su incontenible acometido eran algo por demás difícil de vencer. Los segundos pasaban y los gemidos de Juan se intensificaban a tal punto que ganaban en bullicio a los gritos de las angustiadas enfermeras y monjas que, cada minuto, eran más. De pronto una de estas cayó desmayada al ver que un hilo de sangre descendía por el muslo interno de una de las piernas de Missiell. Su prenda más íntima tendida ya sobre el piso recibía las rojas gotas, conformando una mancha cada vez más intensa, cada vez más dramática. Segundos después Juan se estiró aún más y clavando su mirada al techo aulló un grito envuelto de placer y temor. Luego, sin dejar de frotarse en ella, se fue dejando vencer. Sus brazos cedieron a la lucha, a su bella presa, y lograron por fin separarlo. Juan, la dejó caer. Se subió los pantalones y al ver los rostros desconsolados, las lágrimas y los gritos, los mismos de los que recién se percataba, se echó a llorar. Confuso se sentó en su silla mirando a todos sin dejar de lloriquear. De inmediato fue retirado de allí. Missiell tumbada sobre la cama, fue cubierta por una de las consternadas madres, con una colcha. Missiell, perdía así, sin estar consciente de nada, su virginidad. === La lamentable noticia llegó de inmediato a la Madre superiora. Quien despidió, en primera instancia, a sor Teresa. Juan por su parte, fue castigado severamente y aunque fue en parte víctima, también, la madre ordenó furiosa se le diese un 46


severo tratamiento de electro shocks para él. Su destino inmediato se limitó a estar recluido en lo alto de una de las torres anexas del monasterio, en donde permanecería. Claudina y Josefa lograron su cometido aduciendo el hecho, falseado, de que sor Teresa solo les ordenó llevar a Juan a su cama en el pabellón común y de que este, encandilado por la belleza de Missiell, fue en su búsqueda; y que en todo caso sor Teresa no debió dejar sola a Missiell. Argumentaron su razón a la inexperiencia de esta, al dejar un paciente así de improviso y sin indicaciones específicas, lo mismo que con Missiell, a quien les dejó a cargo, pero que ellas hicieron lo ordenado: dejarla en su habitación, lo que hicieron. Luego siguieron con sus quehaceres ya que no había orden expresa de esperarla. Que ella, Teresa, debió prever las consecuencias de dejar que Juan viese a Missiell sabiendo los antecedentes de este paciente. Sor Teresa se defendió inútilmente, era la palabra de ellas contra la suya. Finalmente las tres fueron echadas. Missiell fue aseada y al día siguiente, muy temprano, visitada por su tía abuela quien llegó con ambos doctores. El frío metal del estetoscopio se posó sobre el cuello de Missiell. El doctor Javier, quien siempre vestía un traje blanco, revisó el pulso de su paciente. Su vista experta, auxiliada desde hacía mucho por un par de lentes de lunas circulares, no tardó en dirigirse a su colega. —Extraño, tiene el pulso ligeramente acelerado. Ciento diez —, le indicó. El doctor y padre Alberto revisaba la historia clínica. En esta se indicaba, que la paciente había sigo violentada sexualmente por la vagina. Así como el hecho de que había sido virgen. Tal incidente no fue reportado a las autoridades. La madre prefirió acallar el hecho, ordenando a todos que olvidasen lo sucedido. Para ella era mejor el silencio a que se hiciese pública la violación. Tal incidente enturbiaría sobremanera la celebración del centenario de su institución. Teniendo en cuenta los antecedentes del caso: intento de suicidio, bajo la influencia de un derivado de la efedrina: 47


anfetamina, la cual fue hallada en los análisis previos de sangre, descartaron un coma inducido sin querer. La pérdida de la conciencia por fármacos o alcohol no era la razón. El síndrome, a luces del análisis del escáner tomográfico mostraba que el fuerte trastorno de las funciones cerebrales de Missiell era consecuencia de un claro traumatismo cráneo-encefálico. Su coma, diagnosticado en grado cuarto: sin reacción al dolor, sin reacción de las pupilas, falta de los demás reflejos de protección… era producto del golpe. Y si bien un coma pone en riesgo la vida, no era el caso, puesto que sus demás funciones vitales reaccionaban normalmente a los estímulos. Razón por la cual se esperaba reaccionase, despertase, en cualquier momento. No había, empero, nada que hacer, tan solo seguir esperando a que ella reaccionase. Los exámenes mostraban que el cerebro, si bien había recibido un duro golpe, no estaba tan inflamado. Sus signos vitales eran normales, tan solo sus signos cerebrales se mostraban levemente erráticos. Ilustraban una gráfica coherente de un estado constante de sueño profundo. Luego ambos se dirigieron a comunicar sus observaciones al despacho de la madre, a quien le dijeron que lo más sano y recomendable era esperar. Esta aceptó pero les hizo saber que la quería presente, dormida o no, en el aniversario de la institución.

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A primera hora, un par de días después, la silueta de una joven de mirada tierna ingresaba cargando sus maletas. Su destino, el despacho de la madre superiora. Cristina era su nombre, y venía a ocupar el lugar de sor Teresa. Debido a los preparativos la vital ausencia de una ayudante le significaba a la madre superiora un constante dolor de cabeza, de manera que recurrió a solicitar a su orden religiosa que le enviasen una joven monja de ejemplares notas y de reconocida confianza. A ello añadió expresamente: “de raza blanca”. Su marcado prejuicio sobre las demás razas latinas era un prejuicio inculcado desde muy pequeña, podría decirse que desde que su conciencia despertó al mundo, lastimosamente acompañada de un padre racista, tan inseguro prepotente y machista además, que la recluyó apenas pudo en un monasterio. Sor Cristina, se sentó humilde y paciente en la sala de espera, fuera del despacho, esperando la hora. Delgada y pequeña, se cubría con una túnica azul, en representación y simbolismo de los tiempos de San Crisóstomo, un cinto blanco, como la toca que cubría su frente, bordeaba todo su atuendo. —¡Por dios, si pareces la misma santa María virgen!—. Exclamó la madre al verla—. Impondré ese atuendo aquí también. Tus buenos y nuevos aires le harán bien a este lugar. Sus zapatitos de charol, brillaron al caminar en busca de saludar a la fúnebre madre. Ella le ordenó que se dirigiese primero a la cita con el doctor de guardia, quien ya la estaba aguardando. —Necesito que pases un examen psicológico antes, simple nueva rutina — agregó. Enseguida dicho doctor fue llamado, alertándole de que se diese prisa. La madre necesitaba una mano derecha lo antes posible. Mientras aguardaba su turno, otra monja de mayor edad se sentó junto a ella. Su mirada cansina y triste, se posó sobre ella. 49


— Eres una jovencita muy bella y muy joven — le dijo, luego de saludarla con una venia. Sor Cristina respondió con una sonrisa sincera y cordial. —Yo ya estoy tan vieja... y muy sola. Tan sola… —dijo perdiendo su mirada en las maderas del piso. — No esté triste, Dios está siempre con usted —. Le suplicó, percibiendo de inmediato la depresión que parecía afligirla. —Sí, lo sé. Tal vez tengas razón. Déjame hacerte una pregunta. Te veo tan joven, con tanta vida por delante. ¿Por qué te decidiste por los hábitos? Yo... yo a veces me arrepiento. Mi madre por ser yo su primera hija, me destinó a este camino, pero... pude haber desistido. Es muy triste, envejecer y no tener a nadie con quien hacerlo. —Yo soy de Cajamarca, mi madre y mi padre murieron allá en una incursión militar contra el terrorismo. Yo era una niña y mi padre me dijo que me llevaría donde Dios me cuidaría; y unas madres benedictinas me cuidaron. Luego crecí y quise ser como ellas —. Le contó Cristina. —Tal vez las cosas sean diferentes ahora, pero en mi tiempo... eran otras las concepciones de la vida... y de la manipulación de la voluntad. Lo digo porque lo viví en carne propia, tengo aún las marcas en mi cuerpo, créeme es muy difícil superar todo eso. Me aislaron de todos... de él...Santa Rosita de Lima, fue mi modelo a seguir—, dijo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquel icono religioso tan representativo de la cultura limeña significaba ahora el recuerdo y la cruz de su propia historia. —Pero no llore, me parte el corazón. Santa Rosita, fue algo especial, lo sé, pero vamos, es tan lindo ayudar, servir a Dios — Le dijo, acariciándole las manos, intentando animarla. EL doctor Javier entró de pronto, parecía querer hablar con su colega de turno. Aguardando de pie casi frente a ellas, se vio atraído por la conversación. —Santa Rosita, representa un ejemplo extremo y claro de mortificación voluntaria. De muy joven, se cuenta, que un chico alabó su belleza, y ella luego se rasgó el rostro, marcándolo sus cicatrices con pimienta y sal; cuando otro ensalzó la belleza de sus manos, ella las sumergió en ácido; se dedicaba doce horas diarias a la oración y diez al servicio; en la cintura se anudaba 50


una cadena, que a cada movimiento, hendía su carne; se colocaba coronas de espina: se auto flagelaba. ¿Sabías eso tú?— expuso la anciana con tormento, como recordándose a sí misma. —Algo de ello leí. Cuenta la historia que hacia todo ello para evitar al demonio que buscaba tentarla —dijo Cristina. —Isabel Flores de Oliva, Santa Rosa de Lima, es en realidad un claro ejemplo de patología mental, esquizofrenia; y a ella su madre también intentaba que dejara de lado su enfermiza obsesión hacia la religión. Quería que fuese feliz —, intervino Javier. —¿Cómo así? — preguntó Cristina, atraída por Javier a quien le clavó la mirada, escuchándolo. —Ella tenía trastornos psicóticos, sufría de severas alucinaciones, tendencias de consciencia bipolar, o personalidad limítrofe podía pasar de la tristeza depresiva a la euforia de repente —, respondió él. —Se decía que veía al diablo de quien escapaba. Qué miedo—, señaló cristina. — Esas eran alucinaciones, al igual que aquella en la que vio al niño Jesús en los brazos de la Virgen, pidiéndole que fuese su esposa. Pienso que tuvo que haber tenido un trauma de niña, tal vez alguna violación, por ello alucinó con Jesús como un niño y no como un adulto y cada que un hombre se le insinuaba, terminaba por ver al diablo a sus espadas. Proyectaba intensos miedos en su imaginación, luego retro proyectándose culpas tan intensas, que motivaban su auto flagelación —, aclaró Javier. —Pero ella eligió ser esposa de Dios, seguro que sentía amor, lo amaba—, dijo Cristina. —No creo que el desequilibrio de su ego le haya permitido sentir amor. Si uno no se ama a sí mismo, menos se puede amar a otro. Ella proyectaba en la imagen de Dios, la mirada juiciosa de su propio rechazo al sexo, ella aborrecía verse bella, ser una criatura sexual; Dios y la religión le decían que el sexo era malo, reforzando así su prejuicio, alimentado sus perturbados pensamientos—. Expresó muy seguro de lo que decía. —El estar enamorada, como yo lo estuve... recuerdo que yo rezaba el rosario y después de diez Ave Marías me daba diez 51


latigazos con un cinto y solo me dejaba el camisón puesto. ¡Eran cincuenta en total! Lo bueno, entre comillas, era rezar tres veces al día el rosario. Cuando yo no lo hacía, me sentía culpable y debía confesarme, en la confesión me hacían multiplicar mis rezos, por tanto mis látigos. Cristina la escuchaba con temor, admiración y sorpresa. —El ideal católico es ser mártir, o era, ya no sé. O sea morir contra el pecado. Por eso es coherente para todos los santos. San Lorenzo pidió ser quemado vivo; Santa Lucia se sacó los ojos porque eran bonitos y los hombres la miraban; Santa Teresita se procuró la tuberculosis. Yo llegué, por estos ejemplos a usar cilicios, cinturones con clavos adentro, que me laceraban toda la cintura, sangraba, así viví por treinta y dos años. Tanto dolor me hizo olvidar... olvidarlo, pero... ahora me siento sola, y tanto dolor ¿de qué me sirvió, de qué? Cristina no supo responder. —Bueno... me doy perfecta cuenta de su situación, usted debe estar pasando por una intensa depresión, pero un gran paso es que se la hayan detectado y esté en tratamiento. Pero fíjese: las cosas han cambiado mucho a la fecha. Si Santa Rosa viviera habría que controlar su psicosis con fármacos que elevasen sus serotonina, tal vez hubiéramos perdido una santa, pero de hecho ganado una vida —. Dicho esto, al ver que la cabeza del colega que esperaba se asomaba por la puerta, se acercó pronto a él. Cristina lo siguió con la mirada, los vellos de sus brazos se habían erizado, su corazón acelerado. Ella lo notó, calló. —Entiendo que las cosas ya no son como antes, y tus ojitos son tan inocentes, si me permites darte un consejo: sal al mundo, enamórate de alguien, ten hijos, encuentra alguien con quien llegar a viejita. Mírame a mí, no esperes a llegar a vieja, como yo, para darte cuenta del verdadero propósito de esta vida: ser feliz. Unos minutos después el turno de sor Cristina llegó. Javier se despidió de ella muy atento y respetuoso, sin el posible cargo de conciencia que podrían haber provocado sus palabras al referiste a tan célebre personaje, símbolo de ejemplo y virtud religiosa. Era un hombre franco, directo y sus canas, el tiempo y la experiencia, le habían brindado la seguridad necesaria para 52


no tener miedo a decir la verdad; derribar dogmas le era muy gratificante, ello enaltecía su ego, él lo sentía, lo sabía, lo disfrutaba. Para él no existían los milagros; la ciencia y el conocimiento los senderos de su ética y de su moral. Su paso altivo, elegante y seguro, se alejó sin más. Cristina, pasó sin problemas la evaluación y fue de inmediato ubicada en el puesto. Entre las varias funciones del cargo, como mano derecha de la madre, y a las puertas del centenario de la institución, se sumaba la del cuidado de Missiell, a quien vio con compasión y ternura, y a quien debía alistar para dicho evento. === Una hermosa luna llena se revelaba tras las nubes. Misteriosa y desnuda recibía los besos del sol, descubriéndola radiante en el cielo. El esperado día en que el monasterio y hospicio médico psiquiátrico cumplía la centena de años. Celebridades de la política y de la Iglesia Católica habían sido invitadas, entre ellas el alcalde y el arzobispo y cardenal de Lima así como los más reconocidos personajes: la élite de la sociedad católica de la otrora virreinal ciudad. Las campanas en lo alto de las dos espigadas torres se batían orgullosas, anunciado desde hacía tres horas, repicando cada hora rondas de tres estruendos, dando de este modo el recibimiento a suntuosas limosinas y lujosos automóviles que iban llegando. Lustrosos zapatos de punta y taco tocaban piso. Como esgrimiendo una sobria pero burda analogía de quienes están en los cielos, libres de toda carencia visible, desconocida, para la mayoría de fieles comunes. Amplios vestidos, sacos de piel deslumbraban a su paso, rumbo a la dispuesta y decorada capilla; la cual recibía en alfombra roja, vino tinto, y pan de oro a los dignísimos llamados a esta misa de comunión. Poco a poco el recinto se iba llenando. Por fuera de las rejas, decenas de humildes ciudadanos de a pie católicos, no católicos y curiosos, esperaban poder ingresar, esperanzados por la noticia en los diarios de que tal evento estaría abierto a todo feligrés. Estos serían obviamente los menos, ya que la gran mayoría de asientos ya estaban, desde mucho antes, 53


obviamente reservados. Como particular deferencia también habían sido invitados los representantes de las demás religiones cristianas: evangelistas presbiterianos, anglicanos, metodistas, luteranos; testigos de Jehová, mormones, etcétera. Ello como muestra de acercamiento dogmático, aunque cada uno crea que el otro está en error y pecado. En cualquier caso, ninguno de estos, daba muestra de humildad, a la hora de bajar de sus igualmente relucientes vehículos. Missiell, quien había sido aseada y especialmente vestida horas antes, estaría presente. Su tía abuela, al no tener hijos o sobrinos directos, decidió compartir ese momento con su familia, de la cual Missiell era la única que aunque estuviera todavía en estado de inconsciencia le provocaba un singular orgullo por ser de su sangre, pero sobre todo por ser blanca y sumamente bella, razón por la cual se le dio lugar en primera fila, aunque no pudiera ver ni oír nada de la misa y ni del sermón. Missiell era un adorno más, tal y como lo eran las lustrosas esculturas de los santos, ángeles y vírgenes de quienes la gente, en espera del sacro evento, comentaba. Missiell era un ángel, sí, por su belleza, pero uno sin alas ni doradas incrustaciones. Ella solo traía un crucifijo colgado al pecho, y vestía una túnica de fina seda color crema. Su silla fue ubicada con ella en primera fila, en medio de las dos hileras de bancas, justo frente al atril principal. Su cabeza, cubierta por una capucha de color vino tinto; sus pies calzados con unas sandalias se mostraban desnudos; sobre sus muslos reposaban sus manos. Sentados a su diestra y siniestra se hallaban sus dos doctores, quienes la trajeron minutos antes de que la ceremonia principal diera inicio para evitar posibles inconvenientes, puesto que no era recomendable que se obligase a la paciente, en tal situación, a soportar todo el tiempo allí sentada, frente a un acto del que no sería realmente parte, y cuya presencia en sí era en realidad un capricho. Media hora antes las campanadas volvieron, finalmente, a retumbar entrada la hora sexta pasada el meridiano, cuando el sol se ocultaba y un, desconocido para la gran mayoría, equinoccio llegaba a su fin. Por fuera las palomas, alborotadas por el campaneo, confundidas ante las portentosas luces 54


extras que se ubicaron especialmente, daban una vuelta más a toda la colonial y gótica edificación, batiendo sus alas vigorosamente, surcando la noche y la gradual neblina que comenzaba a humedecerlo todo. Y cuando los gallinazos, carroñeros como muchos aquí abajo, circundaban los cielos buscando protegerse ya, un gélido viento sopló en las afueras, en donde alrededor. Tras las rejas, de una centena de fieles aguardaban la misa, parados, abrigándose entre sus manos cruzadas. A dentro, se dio inicio a la ceremonia. En lo alto una premonitoria luna llena parecía esperar. El mismísimo cardenal y arzobispo fue quien abrió la Biblia. Y las primeras palabras, dictadas por los Santos Evangelios, fueron presa de la atención de todos. La Madre regente, sentada a uno de los lados del estrado, debajo de mismísimo arcángel Miguel, atenta a la palabra, y presta a su discurso final, había dado las palabras de bienvenida. Junto a ella, dos monjas, amigas suyas, la acompañaban; frente a ellas el arzobispo y dos sacerdotes serían custodiados por el otro arcángel: Gabriel. El silencio daba paso a las palabras, el corazón de la madre vibraba de orgullo y satisfacción. Este monasterio le fue confiado especialmente a ella, este recinto era su vida y esta noche, por tanto, era su noche. Todos los sacrificios, su juventud entregada al servicio del ministerio, merecían este momento; aunque dentro del monasterio las cosas no andaran del todo bien: los abusos de su parte, producto de su ambición; el enriquecimiento ilícito obtenido de las generosas donaciones de gente de buena fe; las condiciones lamentables de los pacientes, quienes obviamente no estaban presentes para alzar la mano y protestar ante la desfachatez de tan pomposo acto, todo esto quedaba debajo del tapete. Y por más que la prédica aludía a la ayuda y compasión al prójimo, a ser como Jesús, entregar todo por amor y servicio, tales palabras no hacían mella en ella. Su ego, hinchado esa noche, simplemente hacía oídos sordos y se hinchaba ante la vista y el saludo sutil proveniente de sus engominados invitados. Aquellos agudizaban su mirada condescendiente y afectuosa, cómplice en muchos de ellos, cada que el discurso 55


evangelizador, cada que la divina palabra, la honraba agradeciendo su servicio, su sacrificio, ante la dura tarea de administrar estos suelos que, cubiertos de cera y lustre, en realidad ocultaban indiferencia, desidia, indolencia y abuso. Todo eso latiendo oculto en la cueva silente y fría de su corazón. Pero su tránsito de lo blanco a lo negro, fue tan mínimamente gradual que nadie lo notó. Se dice que el mejor escondrijo del mal, se puede hallar en las iglesias, allí donde algunos de los más viles ciudadanos se camuflan tras la careta de la sumisión religiosa; tras el autoconcepto de virtud e impecabilidad; allí donde, con la Biblia bajo el brazo, rodeada de almas en busca de Dios, los más degradantes crímenes se ocultan; los más inmorales, hijos e hijas de Dios, con o sin sotanas, rinden culto a una hostia o a una intachable verdad. Y es que al verse allí, escapan a la tortura de su propia conciencia. Para estos la imagen lo es todo, y la arquitectura de su propia autoimagen no soporta la autocrítica, buscando en las iglesias un eficaz paliativo a su propio dedo acusador. Para la tía abuela de Missiell, este día era especial, el verse admirada, acariciada por su sobrealimentado orgullo, tal vez podría hacer que su conciencia se dé por vencida, y que ella pueda volver a dormir, como hacía mucho que no lo hacía: en paz y tranquilidad. Sobre las filas de asientos, la expectante concurrencia escuchaba atenta la primera lectura, de pronto el cuerpo dormido de Missiell sufrió un espasmo, su pie derecho consintió un tenue movimiento, un ligero brinco que pasó desapercibido para todos. Luego otro en el otro pie. Ella comenzaba a despertar. Sus manifestaciones eran tan leves que no eran notadas por nadie. Ni por Javier, quien no seguía la lectura y aprovechaba para intentar entender el funcionamiento de su Iphone. De repente, del mismo modo que apareció, cedieron y la misa continuó. Varios minutos después, el silencio se acentuó, las campanas prestas nuevamente a irrumpir en la noche. El sacramento de la comunión se iniciaba. El símbolo del cuerpo de Cristo, el pan nuestro, se elevó como un sol en frente de 56


todos. Las rodillas al piso, y las oraciones y plegarias al cielo. El cardenal en el momento cumbre de la noche, estiró los brazos, uniendo en este modo lo terrenal con lo espiritual. Luego... un silencio sepulcral. Enseguida las campanillas de los monaguillos irrumpieron el silente acuerdo. Y una sutil sonrisa se filtró insolente, esta pareció rezongar desde la garganta de Missiell. Alberto, giró la mirada hacia lo que le pareció escuchar, pero tras unos segundos de silencio, ubicó nuevamente su atención sobre el ritual. Luego, cuando todos decían al unísono: “Es palabra del Señor. Te alabamos Señor”. Un gemido desconcertó a sus doctores, quienes la miraron y se miraron alertados: Missiell al parecer estaba despertando. Luego otro tanto más agudo llamó la atención de los más cercanos, entre ellos la de su tía abuela, quien volteó a verla con sorpresa y recelo. Y ante el asombro de estos, Missiell irguió la cabeza. Su conciencia retomaba el control de su cuerpo. La gran mayoría de los que estaban entre las primeras filas de asientos sabían del caso — este había sido comidilla de todos cuando ingresó —. El gemido se hizo más fuerte, tanto que el cardenal se detuvo y, bajando la mirada, la fijó sobre sus lentes, hacia unos metros adelante, lugar a donde dirigió la atención de todos. El gemido no era de dolor, era más bien de satisfacción, como cuando alguien ha despertado de una larga y reconfortante siesta. Luego; un suspiro sobrecogedor infló previamente sus pulmones, haciendo que su pecho tomara vigor. El crucifijo en piedra negra de jade y oro que colgaba de su cuello osciló sobre su busto. —¿Milagro? —susurró una de las seniles monjas —. ¡Milagro, es un milagro! —. Repitió con timidez, provocando en toda la circunspecta multitud un estado de curiosidad y asombro. Los murmullos, como ecos, se fueron multiplicando y el cuchicheo fue en aumento. Missiell apenas abrió los ojos. Sus enormes pestañas negras cedieron una grácil rendija a su mirar, para luego volverlos a cerrar. La audiencia servil se quedó perpleja, lo mismo que la devota; y cuando la médica, sorprendida, se disponía a entrar en acción, la fémina se irguió, poniéndose de pie. Recta y sin abrir los ojos se alejó, adelantándose unos pasos de su silla, 57


para luego llevar sus manos hacia sus hombros, descubriéndose de la capucha y dejar caer luego, ante el asombro y la sorpresa de todos, la larga túnica que cubría su cuerpo. La hermosa figura, de espaldas a todos, simetría sublime, se mantuvo de pie a pocos metros del púlpito. Sus hombros desnudos, cubiertos por un rocío de pecas, le abrían paso a su fina espalda, embellecida por el azabache brillo de sus cabellos. Una tierna y discreta trusa se sometía al encanto de sus caderas, cubriendo graciosamente parte de sus nalgas. La dulce silueta enseguida recogió sus brazos, abrazándose, cubriendo su busto, de tal manera que sus generosos senos abrigaron entre ellos al crucifijo. Este parecía querer mantenerse erecto sobre sus pechos, cobijado, como ceñido desde su base a aquellas hermosas redondeces, como la cruz de Jesús sobre dos montes, dos sublimes Gólgotas de ternura y piel. La congregación quedó atónita. Y el desprovisto cuerpo caminó tierno hacia el cardenal quien, con la hostia en mano, quedó inmóvil, paralizado ante lo que, ni en todas sus misas, ocurrió jamás. De pronto la madre reaccionó alterada y confundida, ordenando a sus auxiliares que sujeten a su nieta, pero los médicos reaccionaron de inmediato. Javier, veloz, dio un par de pasos hacia delante, dándoles el alcance, frenándolos, para indicarles sutilmente que no la detuvieran. La madre y los demás supusieron que Javier temía el posible efecto nocivo de tal acción, y en consecuencia que lo mejor era dejarla, no interrumpir su aparente despertar. Aunque era en parte cierto, Javier no creía en los milagros. Para él esto era una singular e interesante expresión de conciencia y voluntad, un capricho extraño de la química y de las reacciones neurofisiológicas de la sinapsis, de la compleja red de neurotransmisores que reaccionaba en su cerebro. Algo que esperaban que ocurriese en cualquier momento o nunca, pero que ahora se manifestaba traviesa y peculiarmente. Ello le provocó una sonrisita burlona, la cual no quiso disimular. En seguida, ante la mirada solícita del padre Alberto, recogió la túnica y cuando buscó cercársele para sujetarla y cubrirla, ella caminó lentamente, lo que lo sorprendió. Aquellas 58


tersas piernas, divinamente contorneadas guiaron el caminar de la admirada joven, sobre las sandalias de sus pies, pues eran estas, su pequeña trusa blanca y el crucifijo las únicas prendas que acompañaban la frescura de su destino. El cardenal, aún presa del asombro y totalmente desconcertado no soltó el pan, el cuerpo de Cristo. Permaneció allí, estático, mirando cómo aquel dulce ángel se acercaba lentamente hacia él. De repente decenas de flashes de cámaras: fotos se disparaban desde todas direcciones. Los doctores, metros detrás de ella, al ver el caos provocado la protegieron con sus cuerpos en su avance. Intuitivamente ambos habían decidido no interrumpirla. Muchas otras personas vieron su escepticismo y razonamiento apabullados por aquel aparente milagro que ponía en duda sus convicciones religiosas y profesionales. Y es que ella caminaba con seguridad, más con los ojos cerrados. Sutil y suave como una Venus cubierta en encanto. Así llegó al cardenal, al lugar solemne del ritual. Y, sin dejar de abrazarse a ella misma, se acurrucó entre los brazos y el pecho de este, como una dócil criatura buscando protección, para luego, sollozar un suspiro cargado de ternura y sensualidad; semejante, se podría decir, al de un indefenso animalillo en busca de afecto y salvaguarda. Luego esta mimosa criatura agachó ligeramente su cabeza, acercando sus labios hacia la hostia sagrada y con suavidad y suma delicadeza la tomó, para enseguida alimentarse con ella. Javier no se explicaba como ella caminó hacia un destino y realizaba todo ello sin abrir los ojos. Por su parte el embelesado cardenal la abrazó, esbozando una sonrisa nerviosa pero sincera que era presa de la sorpresa y la confusión, pero a su vez de un contento enrarecido por el deseo que le provocaba la sumisión de la joven asida a él. Entonces sintiéndose envidiado hasta por los dos portentosos y agraciados arcángeles y olvidándose por completo del sacro cuerpo de Cristo, que se hacía a pedacitos entre aquellos labios, orgulloso ante el abrigo que ella eligió. Decidió pensar que debía protegerla de los ojos de los demás y ordenó que se alejasen todos los que posaban ya sus pies buscando el mejor encuadre fotográfico. La madre superiora hervía en cólera y, al 59


verse impedida de llegar hasta su nieta, se marchó furibunda a su despacho. Al cabo de unos minutos, Missiell parecía estar nuevamente dormida, esta vez sobre su hombro. Alberto se despojó de su saco y la cubrió del frío y de las miradas, siendo llevada enseguida a su habitación, no sin antes pasar por el barullo de la prensa y de la curiosidad morbosa de la gente. La ceremonia quedó, en primera instancia, trunca. Tal era el revuelo que por más que intentaron reanudar el ritual de la misa, no se pudo. La gente en su gran mayoría prefirió quedarse fuera de la capilla comentando lo ocurrido, dando sus testimonios a la prensa; de otro lado la superiora se rehusó a volver, sus emociones la dominaron, resentida y totalmente molesta le cerró la puerta en la cara a sor Cristina, quien intentó convencerla de salir. === Más de una foto de la sacrosanta pareja fue portada de diario del lunes siguiente. Los titulares de la prensa barata de la capital, especulaban y tejían inescrupulosas suposiciones, en busca de aumentar el morbo y así la lectura de sus periódicos, creando un idilio fantoche entre ambos personajes. Tras su escritorio la madre esperaba furiosa. La ceremonia continuó casi una hora después. Finalmente pudo dar su discurso pero este pasó a un segundo plano, minimizado al día siguiente a una pequeña nota de prensa. Tal fue su enojo que no agradeció ni se despidió de ninguno de sus invitados. Eulalia Patricia relinchaba improperios contra todo el que llegaba a su despacho. Totalmente enfurecida se refugió en la seguridad de su trinchera. Su imagen, y toda su gran noche pasaron desapercibidas como tales. El orgullo y la gloria, a donde apuntaban su ego y vanidad, se transfiguraron en vergüenza y desilusión. Ella se mostró muy enfadada con lo sucedido, y su rencor tenía una culpable: su nieta, a quien esperaba despierta del todo para desfogar toda su ira. Pero entre tanto sus arranques se estrellaban contra los doctores, llenándolos de preguntas y reclamos. Estos, sabidos de su 60


colérico carácter, evitaban entrar en discusión, fijando su atención en el historial de la paciente. En su habitación, Missiell dormitaba acostaba de lado, ya no de frente como un cuerpo inerme o como un vegetal. Sus manos juntas entre su almohada y su cabeza; sus piernas recogidas, en estado fetal. Ella por momentos se sonreía, como recordando entre sueños, lo que acababa de hacer. Los doctores entonces, cuando ya todo el alboroto había pasado, decidieron intentar despertarla. Alberto, en ausencia de Javier, quien tuvo que retirarse, acercó un algodón empapado en alcohol sobre la nariz de Missiell. Cual exquisita criatura de cuento de hadas, la bella durmiente fue volviendo en sí. Como un par de lunas llenas, azules, sus ojos, inmensos, preciosos, fueron embelleciendo nuevamente su dócil rostro. Su mirada confusa volvía al presente, a su triste realidad. Aquella que trató, envuelta en dolor y desilusión, de terminar, pero que no pudo. —¿Qué... qué paso? —. Pronunció, al tiempo que el algodón le era alejado del rostro —. ¿Dónde, dónde estoy? —. Volvió a preguntar llena de desconcierto, mirando a su alrededor. —Missiell, tranquila nena, todo está bien —. Le expresó su doctor, quien agudizó la vista, con su linterna de diagnóstico, al observarle las pupilas y los ojos, haciendo su trabajo de auscultación básica. Mientras que sor Cristina observaba atenta a cualquier solicitud. —Pero dígame: ¿qué sucedió, dónde estoy?, ¿qué hago aquí? —, insistió ella. —Dime Missiell, ¿recuerdas en qué año estamos?—, le preguntó. Sus pupilas reaccionaban normalmente. —¿Año...? dos mil... dos mil... Ella no recordaba. —Entonces, tal vez, recuerdes tu nombre completo ¿Cómo te llamas Missiell? ¿Sabes que tu nombre es Missiell, verdad? —. Sobrevino, enseguida la pregunta. —Sí, sí... mi nombre es ese. Missiell, soy Missiell Scarpatti. ¿Quién es usted y porqué estoy aquí? dígame señor —. Contestó angustiándose. 61


—Tuviste un accidente, ¿recuerdas algo de ello?—continuó revisando sus reflejos. —No, ¿accidente? ¿Cuál accidente? ¿De qué me habla?— respondió confundida. A unos metros otra enfermera y una auxiliar presenciaban, prestas a ayudar, enviadas y ordenadas a luego rendir un informe verbal de todo a la madre. —¿Qué recuerdas, Missiell? ¿Sabes por qué estás aquí? —; preguntó sentándola, tomándola de la mano para medir el ritmo de su corazón y su ansiedad manifiesta. Su mano estaba fría y húmeda. Sus latidos se aceleraban. — Tranquila —. Le dijo, dándole apoyo. —Es que, no... No sé, no recuerdo por qué estoy aquí, no recuerdo que pasó, solo sé que... De pronto estalló en llanto. Su cerebro buscaba en su memoria respuestas. Hechos. Algo que le aclarase la perspectiva de lo que le había sucedido, pero era aparentemente inútil, y a cada esfuerzo, más se manifestaba su angustia. Su presión descendió bruscamente, poniéndose pálida. Era evidente que había perdido la memoria de largo plazo. Enseguida, al notar el desequilibrio emocional y físico de la paciente, el doctor la volvió a recostar y ordenó que le suministraran un calmante: Benzodiacepina intravenosa. La aguja ingresó por su brazo izquierdo. Segundos después, se calmó y al cabo de unos minutos quedó dormida. Entonces optaron por dejarla tranquila. Tomaron la historia clínica y se dirigieron a rendir informe al despacho principal. En este una enfurecida madre caminaba de un lado a otro, maldiciendo a quien se asomara por su puerta. El informe oral de Alberto no la satisfacía. El que Missiell no tuviera memoria de sus actos de algún modo la salvaba de la reprimenda. Su estado la protegía de la cólera, la que sin piedad envistió contra todos los doctores del mundo a quienes trató de incompetentes. Al la mañana siguiente, muy temprano, Javier se dirigía en su primera ruta médica hacia la habitación de Missiell. Alberto le dio el alcance, brindándole un informe verbal del estado de la paciente.

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—¿Notó usted que ella caminó hacia el cardenal sin abrir los ojos? —expresó metros antes de llegar. — No, la verdad no, pero ahora que lo menciona... extraño, ¿está seguro de ello? —. Lo cierto era que Alberto se vio totalmente atraído y distraído por las adorables formas de aquel joven y celestial cuerpo. —Bueno, tales ceremonias me embrutecen un poco. Tiene razón. Sus pestañas son largas, su cabello cubría en parte su rostro, seguro miraba al piso. Yo no lo noté. Qué le vamos hacer el tiempo pasa y yo ya estoy viejo. Adentro, sor Cristina aguardaba impaciente con el cochecito de las medicinas y el desayuno para Missiell, a quien esperaba que despertase. Ligeramente somnolienta, no había podido dormir en casi toda la noche. La madre la tuvo despierta en sus aposentos, recitándole sus enojos y quejas, pidiéndole pastillas para todos sus males, los cuales vio acentuados por el estrés y la tensión ocasionados. Histérica, no se quitó los guantes negros, ni estando recostada. Cristina, curiosa ante aquella manía, dedujo que esta era una reacción neurótica de protección ante su condición hipocondríaca. Ambos doctores entraron, la saludaron escuetamente y se dirigieron a su paciente. Una mirada furtiva y coincidente entre la joven monja y Javier la llevó a sentir que sus latidos se aceleraron, sin percatarse que el padre Alberto la recorrió de arriba abajo con la mirada. —Señorita, despierte por favor—. Dijo Javier, sacudiendo levemente uno de los hombros de su paciente, al mismo tiempo que Alberto abría los ventanales del cuarto. Ella despertó y tomó asiento al borde de su cama, justo al medio. Un vasito con medicinas le fue alcanzado por Cristina. — ¿Cómo se siente hoy?, ¿mejor? —Sí, me siento bien, pero... quisiera saber ¿dónde estoy, qué hago aquí? Javier ocultó sus ojos, luego de hacerla ingerir sus medicamentos. —Calma, en seguida le respondo. Antes dígame ¿Qué es lo último de recuerda, lo más reciente de lo que tiene conciencia?

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Missiell estiró la vista hacia la pared de enfrente y de allí al techo, buscando en su memoria. —Lo último...sí, a mi padre. Lo llevé... con mi hermano a su cama, sí. El estaba dormido. Pero dígame qué hago aquí, yo debo estar con mis hermanos. ¿Les pasó algo? —respondió preocupándose. —Tranquila. Ellos están bien... tuviste tú un... accidente. ¿Recuerdas algo de ello? — insistió Javier. —¿Yo?— respondió concentrando su mirada en su cuerpo, buscando evidencias, palpándose partes vitales de su cuerpo. Hasta que halló la sutil cicatriz de su pantorrilla—. No, no recuerdo ningún accidente. ¿Qué me sucedió? ¿Quién me trajo? ¿Mi papá, o fue mi mamá? ¿¡Volvió ella ya!? Confundida, lanzaba preguntas ansiosamente. Javier desvió su mirada hacia Alberto, como preparándolo para una situación complicada. Luego le indicó a sor Cristina: “Aliste una dosis de benzodiacepina para calmarla”. Luego con total tranquilidad, acercó para sí el frágil brazo e introdujo una leve dosis. Missiell sintió el pinchazo, pero estaba tan ansiosa al pensar que su madre estaba cerca que no se quejó. —A ver...una vez una novia me dijo: “Cuando ya no quieras estar conmigo, dímelo de frente. Es mejor un sufrimiento directo que muchos despacito”. Lo triste es que ella murió dos años después de haberse casado conmigo —dicho esto, Cristina lo observó con compasión y ternura. El miró a Missiell a los ojos y continuó —. Señorita, créame, no quisiera decir esto, pero creo que es lo mejor: su madre falleció y usted está aquí en parte por ello. Missiell quedó como congelada en su lugar mirando a la nada. Al cabo de unos instantes sus ojos se fueron inundando de lágrimas hasta que desbordaron en un silencioso llanto. Alberto saltó de su silla y ubicándose a su costado, la abrazó. —Tus hermanos están bien, tu tía abuela se encargó de ellos, y tu padre, seguro te visitará en estos días —, añadió Javier, compartiendo una mentira solidaria. El llanto de su paciente fue menguando hasta quedar nuevamente dormida. Missiell permaneció al cuidado de Cristina y ellos se dirigieron a sus demás citas. Esa noche, antes de irse, se 64


volvieron a encontrar en el despacho de la madre. Su impaciencia volvió a enardecer su enojo. Ella quería resultados pronto, le urgía sacar fuera todo su descontento e ira en contra de la que consideraba la culpable de su vergüenza y deshonor. Y es que sus emociones la hacían pensar y sentir que su propia sangre había ido groseramente en contra de lo que ella era, de su imagen: la desnudez expuesta ante todos, ante Jesucristo mismo en la Cruz, ante la cúpula eclesiástica, ante sus empleados, ante la prensa era un insulto que mancillaba groseramente su sobre estimado pudor; su negro atuendo, el orgullo de su sacro santo hábito, de su jamás expuesta piel; todo ello se vio avasallado, ridiculizado por la insolente y libertina expresión del pecado. La belleza natural de un cuerpo hermoso, le había robado su noche, y su decepcionante nieta debía recibir su merecida reprimenda. Javier, después de escuchar, inalterable, sus enojos procedió a explicarle: — Missiell sufre un síntoma de trastorno de memoria. Ha decidido olvidar todo aquello que le causa dolor. Ha enterrado en su memoria la muerte de su madre y en ese recurso de auto protección subconsciente arrastró con todo lo posterior al traumático evento. Ahora hemos devuelto de golpe esa información a su ‘yo’ actual y consciente, pero no quiere decir que necesariamente ella lo recuerde. —¿Entonces qué mierda significa ello?—, espetó la madre superiora. —Es decir hemos actualizado la información en su cerebro, pero hay que esperar para saber si con ello se logra hacer que todo regrese a su memoria —explicó Alberto. —Yo soy de la opinión, en base a la experiencia, de que ella debe reconfigurar todo esto esta noche, mientras duerme, mientras su subconsciente digiere los hechos. Le hemos dado un calmante muy noble y de fácil absorción. De manera que en unas seis horas despierte y bueno llorará mucho. Ya le indiqué a su nueva empleada que esté al tanto. Sería bueno que la acompañase en su dolor —expuso Javier finalmente, refiriéndose a sor Cristina. Luego se despidieron. La superiora amansó ligeramente sus enardecidos ímpetus contra todos al 65


saber que Missiell pronto estaría presta a recibir todos sus reclamos, reproches y escarmientos. Su desaprobadle acción ahora le servía a su tía abuela, como herramienta adicional de manipulación. Ese mismo día, entrada la tarde. Cristina, calculando el tiempo en el que Missiell podría empezar a despertar, se apresuró a terminar sus tareas y entró nuevamente en la habitación. Sirvió un vaso de leche para la paciente, separó las pastillas que le tocarían, jaló una silla y aguardó sentada, pensando en la dura circunstancia por la pasaba la joven que tenía en frente. Afuera en lo alto, la luna llena todavía coqueteaba con el sol y las palomas revoloteaban, algunas de ellas danzaban una sobre otra intentando mantener su especie. La selección natural de las especies nunca cede en su afán de mantener viva la luz de la vida en la tierra. Cristina recordó entonces, fuera del constante ajetreo, en el silencio de su calmada conciencia, el consejo brindado por aquella anciana de convento, y aquel recuerdo trajo inevitablemente la imagen de Javier y lo expuesto por este unas horas atrás. Algunos minutos después Missiell dio muestras de despertar. Cristina le acomodó algunos de los cabellos que cubrían su rostro, y vio aquellos ojos azules como el mar, abrirse justo frente a ella. —Son preciosos tus ojos —, le dijo amable. Missiell la miró volviéndosele enseguida a inundársele los ojos de lágrimas. —Sabes... mi madre también murió cuando yo era muy joven, cuando era una niña —le confesó, abrazándola suavemente. Cristina tenía el don de empatizar rápidamente, lo que la hacía capaz de brindar afecto sincero, en consecuencia, de hacerse querida y apreciada por todos. Missiell se rindió ante su ternura y afecto, sollozando toda la pena que exprimía su corazón. Varios minutos pasaron en los que la sentida paciente fue desahogando sus penas, diciéndole lo mucho que significaba su madre para ella, lo grandes amigas que fueron, lo mucho que la amaba. Cristina por su parte, la escuchaba sin reservas, otorgándole absolutamente toda su atención, hasta que las

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lágrimas fueron disminuyendo, en gran parte por ayuda de los efectos del disminuido sedante. —Missi,... ¿te puedo decir Missi, verdad? —le preguntó, notándola mucho más tranquila; resignada a la devastadora pérdida. Missiell sonrió apenas. —Sí... mi hermanito Jonás me llamaba así... y mi padre también —. Respondió. Al recordarlos preguntó por ellos. Cristina había leído, como era de esperar, toda su ficha e historial médico de tal manera que le hizo saber lo que sabía. Luego descargó, desincrustó la otra pena de su corazón, ciertamente menor en comparación a la primera, le compartió su desilusión amorosa y esta arrastró hacia abajo todos sus planes de pareja. Cada espina compartida aliviaba su quebranto, pero la entristecía de sobre manera. Cristina no le preguntaba nada, mucho menos juzgaba o criticaba a ningún ser involucrado las causas de su congoja, escuchaba sin dejar de verla a los ojos. —Cristi...gracias, gracias por escucharme —, le expresó sincera. Un fuerte lazo de amistad y cariño las uniría de allí en adelante. Luego continuaron charlando, hasta que ambas tuvieron que despedirse, Missiell tomó sus antiinflamatorios; y la escueta luz de la tarde fue cediendo sus fuerzas a la noche. La gran luna llena se elevó tras el campanario. === Más tarde, esa misma noche, noche de luna azul, segunda noche de luna llena, cuando se iniciaba la guardia médica de madrugada y la gran mayoría de pacientes dormían, se hallaban Javier y Alberto en el despacho de la superiora. Con ellos sor Cristina brindaba un informe oral de cómo Missiell, al despertar frente a ella, fue asimilando conscientemente parte del dolor provocado por la pérdida de su madre. Pero las cosas se complicarían al día siguiente: Missiell fue hallada nuevamente en coma con un extraño golpe sobre una de las sienes. Nuevas placas, evaluaciones, análisis y demás; así pasarían dos meses; ¡dos meses! de incertidumbre, directos reclamos y evitaciones, hasta cuando la luna volvió a mostrarse plena, una noche en que Javier intentaba hacerle entender 67


nuevamente a la madre que aquello escapaba a sus manos, que su nieta no evidenciaba ningún otro causal que el somero traumatismo en su cráneo del que ya estaba sanada, pero que por alguna razón aún desconocida no parecía querer despertar; a lo lejos se oyó un barullo, un eco indescifrable; murmullos y pasos ligeros que se aproximaban apurados hacia la puerta. El llamado a su puerta no se hizo esperar. Era una de las auxiliares de turno. —Madre, disculpe la interrupción, pero su sobrina ha despertado. Está afuera... en la pileta. Será mejor que vengan los doctores — alertó la auxiliar, quien traía en la mano las sandalias de Missiell. Las había encontrado en las afueras del dormitorio. Ambos doctores se pusieron de pie y salieron de prisa. La superiora y sor Cristina los siguieron muy de cerca. Missiell se encontraba sentada, con los pies dentro del agua, frente a la escultura de un querubín, el mismo que resoplaba su trompeta en medio de la pileta, acompañada por los peces de colores que rondaban sus pies, e iluminada por la misteriosa luna llena. Minutos antes despertó por segunda vez del estado de coma, salió de su cuarto, vestida con su humilde pijama de lino, caminó unos pasos, y enseguida se deshizo de su calzado. Luego avanzó por el pasillo, iluminado apenas por alguno que otro agónico foco. Abrigaba entre sus extremidades la parte superior de su talle, comprimiendo su busto entre sus brazos; sonriente de ver como este se exponía próvidamente por su escote, tal y cómo lo hizo en la iglesia. Por razones prácticas y de austeridad muy rara vez le facilitaban un sujetador, y esta noche no era la excepción. Admirada parecía que ella misma se sorprendía de lo que la naturaleza, tan hermosa y generosamente, le había dotado. En su ronda observó la luz proveniente de la cocina, a la cual se dejó llevar e ingresó sin temor. La extrañeza del cocinero fue evidente: Missiell se mostraba serena, totalmente lucida, muy segura de sí misma. Además lo que tomó a este de sorpresa no era solo la actitud, sino también, la espléndida silueta debajo del pijama. Missiell había rasgado la vasta de su prenda, y ahora se veía mucho más corta del común de pijamas utilizados allí. 68


Sin pedir permiso a nadie, sin dejar de ser observada, cogió una taza y una cucharilla; husmeó entre las gavetas y cajones, y en las enormes ollas, para finalmente coger la cafetera y servirse café. El cocinero, de enorme vientre, y su joven ayudante, comprendieron de inmediato de quien se trataba; no era difícil, Missiell estaba en boca de todos, y su figura en la mente de muchos desde lo recientemente sucedido. Ella pasó coqueta pero silenciosa frente a ellos, observándolos apenas. Las miradas de ambos, deslumbradas ante aquellos tremendísimos ojos azules, luego se clavaron, tras su paso, en su espalda baja, en el movimiento de sus glúteos y caderas. La prenda, delgada, desgastada por el uso dejaba filtrar a la vista y a su paso, unos tiernos corazoncillos colorados, impresos, en su ropa interior. Missiell, enseguida se sentó en uno de los bancos más cercanos a ellos y bebió tranquilamente, tomando con ambas manos del calorcillo que emanaba de la loza. Curiosamente, al igual que en la ceremonia, el llamativo crucifijo que colgada de su cuello terminaba en la comisura misma formada por las redondeces de su busto. Ella jugueteaba coquetamente con el crucifijo; buscando, entre cada sorbo, que se mantuviera erguido, ajustando sus antebrazos, sujetando la taza, de manera que la base del dije se suspendiera, allí entre sus senos, muy cerquita de su corazón. El más joven, encantado ante su presencia, le ofreció, atento, unas galletas de soda, de las que guardaba para él, que ella aceptó sonriente. Ninguno le dijo nada, era sabido por ellos que mientras menos hablen con los pacientes, más problemas se evitarían. Para entonces una de las auxiliares la vio desde el comedor y dio aviso enseguida a la enfermera más cercana. Missiell, sin enterarse de esto esparció, curiosa, su mirar por cada rincón del lugar hasta que su vista se detuvo en una ruma de cerillos requemados, los mismos que días antes sirvieron para encender las hornillas de la cocina. Nuevamente, entonces, se puso de pie, para en seguida, ir con toda calma hacia estos carbonizados objetos. Y aquella hermosa joven volvió a pasearse frente a ellos. 69


Los encandilados sujetos se miraron pícaramente con una sonrisa burlona y obscena. Una joven tan bella, cubierta por tan sinuosas prendas no era algo de todo los días. Luego Missiell se detuvo frente a los fósforos quemados; en seguida desintegró pausadamente algunos de estos en la palma de su mano y con ese polvillo de carbón procedió a maquillarse, haciéndose unas sombras fúnebres sobre y por debajo de sus párpados. Lo que le dio un aire sombrío y misterioso, a la vez que extremadamente sensual. Así salió de allí, caminando con los brazos cruzados, jugueteando con la cruz, y se dirigió hacia el adorno central de la parte trasera del monasterio: la pileta. A los minutos y a paso ligero llegaron ambos doctores. El más joven, Alberto, se aproximó a ella, mientras que Javier tuvo que disminuir la marcha y quedó un tanto rezagado al ver que la Madre y sor Cristina venían también, a quienes presto y gentil, pero sobretodo precavido, acompañó. El joven sacerdote se detuvo, expectante, detrás de ella. —Missiell... ¿todo está bien?, ¿recordaste algo?—, le preguntó con sutileza, y esperó su respuesta. Su tía abuela, impaciente y con el enojo renaciendo en sus tripas, llenándose de ira; llegaba por detrás agitada. Ella no veía cuando empezar a maldecirla. Entre dientes mascullaba miles groserías, hasta que la mano del doctor la sujetó del antebrazo, indicándole que por favor se detuviera y haga silencio. Y así lo hicieron los tres, y dos auxiliarles más permanecieron expectantes ante la intervención de Alberto. En seguida, cuando Sor Cristina tímidamente intentó alcanzarle las sandalias al doctor, para que se las diese a Missiell, se oyó la respuesta en un tono juguetón y despreocupado. —Yo... yo no... No me llamo Missiell —, respondió sin mirarle a la cara todavía, jugueteando con los pies en el agua. Alberto volteó la mirada hacia Javier, su jefe, que le hizo una seña, buscando que prosiguiese. Entonces tomó asiento junto a ella. La personalidad es una organización interna que habita en nuestra psique y rige nuestro comportamiento. Conforma la manera en que actuamos ante las diferentes circunstancias de la vida. En realidad somos muchos “yos” cohesionados. Y 70


cuando la personalidad se fragmenta puede crear brechas en las que el yo principal deja su lugar a otro: los estados segundos de consciencia.

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—Mi nombre es... Amanda, sí Amanda —. Indicó, al mismo tiempo que su rostro giró hacia él, maquillado, sombreado por aquella ceniza negra, alertó a su interlocutor. —¿Quién es la tal Missiell?, y ¿quién es usted?—, preguntó ella mirándolo con seguridad, transmitiendo una sorprendente confianza en sí misma. Lo que contrastaba radicalmente con la timorata y confusa personalidad anteriormente expuesta. —Yo, yo soy uno de tus doctores, Missiell, mi nombre es Alberto, padre Alberto. Él es Don Javier, a quien puedes ver allí junto a tu tía abuela y todas las demás personas que estamos aquí para ayudarte—. Respondió, señalándole a los otros. —¿Ayudarme? Veo que usted es un sacerdote, por su vestir. Y veo que esa vieja mujer y la otra son monjas o algo así, ¿pero quiénes son los de uniforme blanco?, y ¿qué hago yo aquí? Déjeme decirle que este lugar es horrendo—. Señaló altiva pero sorprendentemente calmada. Luego se puso de pie, haciendo equilibrio sobre la piedra que circundaba la pileta y que les servía de asiento. —Lástima que sea un sacerdote. Qué desperdicio, siendo usted tan atractivo. Yo ya no creo en la existencia de pinches dioses. Solo creo en mí misma —añadió despectiva. Aquella respuesta repercutió en la madre de manera instantánea. —¡Mocosa malagradecida de mierda! Quién te habrás creído tú para decirme vieja... Gritó, visiblemente molesta, acercándosele decidida a agredirla físicamente. Sus manos buscaron tomarla de los cabellos, pero el padre Alberto se incorporó enseguida y la contuvo. —So hija de puta, ya verás lo que es la ira de Dios —, añadió. Los ojos de su tía parecían salírsele de sus concavidades —. Devuélveme ese crucifijo. Ya no es para ti, mugrosa, malagradecida. —¿Dios? ¿Ira de Dios? Jajaja. Me cago en su Dios, viejita reprimida —respondió pronta y corrosiva, sin perder la calma, 72


para luego tomar el crucifijo y decirle: “De lo único que me sirve esto es de adorno, muy bonito, por cierto” —repuso desafiante y atrevida, aventándoselo por los aires, precipitándose sobre el suelo. —Detengan a esa hereje, por Dios. Ordenó la encolerizada madre. Y Los auxiliares saltaron hacia ella como perros. Missiell, muy ágilmente saltó, a los brazos de Alberto, quien la recibió con sorpresa. Cincuenta y tres kilos de músculo piel y hueso buscaron entonces resguardo en él. —Ya, ya, ya la tengo —dijo recobrando el equilibrio casi perdido. Y con su espalda la cubrió de las manos de los hambrientos auxiliares. —¡Déjenla ya! ¡Tranquilícese, madre! — intervino Javier —. Doctor, Alberto, llévela a su habitación —, indicó. La Madre estiró las manos buscando nuevamente cogerla del cabello, pero fue frenada por sor Cristina, quien también intentaba tranquilizarla. Aun así, colérica, logró hacerse de las sandalias, las cuales se las arrojó bruscamente. Una de las cuales cayó dentro de la pileta, mientras que la otra se perdió por debajo de los arbustos. La corajuda y aparentemente nueva personalidad de Missiell, esgrimió con sus manos y lengua gestos obscenos a su tía, quien colorada de la rabia respiró profundo, y retomando la calma le dijo: —“¡Ya verás, ya verás. Esta me la pagas. Ni Dios y sus ángeles te salvaran de esta, mocosa atrevida!” —Madre, cálmese. Déjeme evaluar a la paciente. Acaba de salir de un coma profundo... —reparó Javier, pero lo interrumpió en seguida. —Tiene dos días padre, ¡dos días! Luego... ya verá lo que es meterse conmigo esa zorra. El incidente quedó caliente en el aire húmedo y la niebla. Muchas enfermeras, algunos pacientes, doctores de guardia y demás lo presenciaron desde las cercanías y ventanas. La madre, en compañía de sor Cristina, se retiró temblando de furia a sus aposentos, maldiciendo a todos a su paso. Missiell... Amanda, tomada firmemente del cuello del médico sacerdote, no dejaba de sacarles la lengua a los dos auxiliares de enfermería. Los pasos de estos la seguían muy de 73


cerca bravucones, hasta que traspasó los linderos de su habitación. Javier cerró la puerta. — A ver ¿cómo es eso de que no eres Missiell? —preguntó el padre, situándola sobre su cama —. ¿Acaso ya olvidaste tu nombre también?— añadió acomodándose el traje y el blanco alzacuellos. Missiell sentada con las piernas cruzadas y las manos sobre el borde del colchón, calma, respondió dubitativa: —Pues... no, no es que no sea ella. Soy, claro que soy ella, pero preferiría que me llamasen Amanda. ¿No le parece ese un nombre más interesante, doctorcito precioso? Entonces intervino Javier, quien no dejaba de la observarla analítico y pensativo. —Está bien... Amanda ¿Podrías contarnos cómo fue tu accidente? Nosotros lo sabemos, pero queremos oír tu versión. Ella, entonces, pidió que le consiguiesen un espejo, sin saber que había uno dentro de su mesa de noche. Javier se había percatado de ello. —¿También olvidaste que tenías uno aquí? —le dijo, abriendo el cajón, para luego dárselo. Ella Se acercó lo sujetó frente a su rostro, mirándose ensimismada. — Cuéntanos, ¿cómo te hiciste ese otro golpe, el de la sien?— añadió. —No sé si sería molestia para ustedes, pero ya como que es tarde. ¿Podrían... retirarse y dejarme sola, creo que necesito descansar, dormir?, ¿entienden? Mañana prometo contarles todo lo que quieran, ¿sí? —dijo, sin despegar su atención de la imagen que reflejaba, como redescubriendo su propio rostro admirada, sin darles cara ni respuesta. El padre Alberto miró su reloj, luego a su colega, este asintió con la cabeza concediendo el pedido. Eran pasadas las nueve de la noche, el turno de ambos había dado término hace horas. De modo que, tras asegurarse de que ella ingiriese sus medicinas: antiinflamatorios y un agregado de diez miligramos de benzodiacepina que Javier suministró de manera precautoria, más por intuición que por otra cosa, ambos salieron cerrando la puerta tras de sí. Una aldaba de metal recorrió esta vez todo el ancho de aquella puerta. Y ella quedó adentro. Muy pronto los fármacos harían su trabajo, ella 74


quedaría dormida, sería aseada y vestida sin problemas con otro pijama. —¿No le pareció extraño el comportamiento de la paciente?— le preguntó Alberto camino a sus despachos. —Sí, un tanto más agresivo, poco menos apesadumbrado, pero puede ser una reacción polar de rebeldía, una especie de reclamo proyectado hacia todos como reacción a su perdida, a su desafortunada situación —, respondió Javier. —¿Su orgullo, diciendo: Yo puedo sola contra el mundo? — Sí, algo de ello...Aunque... su mirada, era muy diferente. Y hasta me atrevería a decir que su voz también —apuntó Javier. —Era un poco más ronca, pero bien podría estar resfriándose. Esos pijamas son muy delgados, y estar descalza con esta humedad. Lo más extraño era cómo se observaba en el espejo. Ello me hizo recordar que al acercarme a ella en la pileta, lo que hacía era justamente intentar verse en el reflejo del agua, pero las carpas no se lo permitían, por eso las hacía a un lado con los pies —, expuso Alberto. —Sí, su trastorno de memoria parece complicarse —señaló su colega. Y al llegar a sus taquillas se despidieron, acordando antes hacerle, en breve, una terapia de regresión hipnótica, para de este modo intentar ingresar de manera directa en los recuerdos escondidos en su subconsciente. === La ronda matutina que traía el desayuno y sus medicinas entró. Sor Cristina encontró a Missiell despierta sobre la cama. Se notaba muy triste, callada. —¿Cómo nos sentimos hoy? —dijo la madrecita, alcanzándole el vaso de jugo y sus pastillas. —¿Sabes si mi padre vino a verme? Digo... ¿alguna vez? Extraño a mis padres, a mis hermanos, y en especial... a mi madre—, habló. La monja no quiso preguntarle sobre lo de la noche anterior. No entendía por qué, sabiendo que era católica, había negado a Dios, y se había comportado de tal manera. Atribuyendo sus palabras a una irracional rabieta de su parte, actitud frente a la cual Cristina se sintió incómoda y 75


desconcertada, razón por la que ahora intentó mostrarse fría y distante aguardando alguna disculpa o comentario auto critico, pero Missiell parecía no estar sintiendo ningún remordimiento, parecía no recordar, y al notarla tan extremadamente afligida, y abatida supuso que tal estado venía siendo una secuela inconsciente de su antagónica actitud. Cristina entonces se sentó junto a ella y la abrazó brindándole apoyo y afecto, evitando responder a su pregunta. —No, ¿verdad? No ha venido nunca a verme —; señaló Missiell, hundiéndose aún más en sus sentimientos de pena y melancolía. Cristina se sintió mal, empática buscó en sus pensamientos alguna idea que pudiera contrarrestar o disminuir su dolor. —¡Ya sé! Missi, espérame. Hoy tus doctores todavía no han confirmado su cita, de manera que...espérame, tengo una idea. Fue en ese momento que salió a paso ligero. Minutos después regresó portando una silla de ruedas. —Siéntate, vamos a dar una vuelta. —Y para qué es la silla, yo puedo caminar —, expresó. —Sí lo sé, pero recuerde señorita que las normas de la institución dicen que los pacientes deben transitar en silla de ruedas, cosa que usted, mal criadita, no cumplió anoche. —¿Anoche? Salieron cruzando todo aquel pabellón a través de los jardines, pasando por la pileta, hasta llegar al pabellón infantil. Cristina buscaba enseñarle a Missiell que su infortunio no debía derrotarla, que existían otros mucho más desafortunados que ella, mucho más desamparados, que no se rendían, y sonreían en la cara de su propia desdicha. Aquel menor y singular pabellón se mostraba pintado de colores amarillo y verde, siendo la única parte de toda la edificación que contrastaba con el luctuoso ver del monasterio. Al ingresar, decenas de sonrisas las recibieron asidas a sus camitas, mirándolas curiosas. Niños y niñas, todos muy 76


pequeños, algunos con encefalitis deformante, otros con trastornos genéticos de síndrome de Down, hidrocefalia, otros que se veían normales pero sufrían de trastornos psicóticos de toda índole; todos asidos a sus camas por correas o instrumentos de seguridad. Y si bien algunos lloraban y otros las miraban en absoluto silencio, la gran mayoría sonreía; algunos de manera nerviosa o inconsciente, y otros esperanzadora, contagiante. El dramático cuadro sobrecogía a cualquiera que no estuviera acostumbrado. La inocencia y ternura florecía cual flor de loto sobre el fango del sufrimiento. Missiell se llevó enseguida las palmas al pecho, respondiéndoles con una sonrisa consoladora. Su piel se puso cuero de gallina y una sutil corriente estremeció su cuerpo. —¿Ves cómo estos cuerpecitos se aferran a la vida con la sonrisa tras sus lágrimas? La mayor parte de ellos fueron abandonados en las calles a otros los dejaron en la puerta del hospicio o del monasterio. —Pobrecitos —, dijo acariciando la manita de uno de ellos— ¿Por qué Dios, deja que esto pase? — Preguntó Missiell. —Esa es una de las preguntas a la que creo que jamás obtendré respuesta... pero aunque a veces sus designios nos parecen irracionales, siempre nos son mostrados para aprender algo mejor. A mí me gusta pensar que son angelitos, que nos dan valor y esperanza —. Le expresó Cristina. —Son tan frágiles, tan desprotegidos... sus sonrisas, sus miradas me derriten el alma —añadió, visiblemente conmovida. De vuelta a su cuarto ella volvió a preguntar por sus hermanos, de quienes le dio conocimiento a sor Cristina, narrándole anécdotas y momentos en los que compartió sonrisas y alegrías con ellos, mostrándose todavía triste, pero al menos comunicativa, desviando sus pensamientos y sentimientos negativos hacia el dolor y las sonrisas de aquellos niños. —Me gustaría ayudarlos en lo que pueda, ¿podría? — preguntó al ingresar ya a su habitación, después de levantarse de la silla. La madrecita prometió plantear su pedido a sus doctores. 77


Estos no llegarían ese día. Más tarde coordinarían su siguiente cita vía comunicación celular. Aquella tarde, unos días después, cuando el ocaso del sol llegaba a su término y la brisa de la noche se esparcía húmeda por las afueras de la habitación de Missiell, sor Cristina retornaba a visitarla. La paciente había dormitado casi toda la tarde a causa del ansiolítico prescrito por Javier. A su ingreso se vio embarazosamente sorprendida. Sobre la cama, acomodada de espaldas, descubierta por sus sábanas y frazadas se hallaba Missiell con la pijama remangada a la altura de su cintura, con las piernas contraídas y abiertas, en un claro y evidente acto masturbatorio. La madrecita frenó, turbada, sus pasos desviando la mirada. Su conciencia pulcra veía ello como algo malo. De lo cual no era ajena, pero que turbó en ese momento su accionar al no saber cómo reaccionar. No era que nunca hubiera visto a pacientes entregarse a dicho acto, sino que en este caso era ya su amiga. Y lejos estaba de detenerse o de mostrarse avergonzada ante ella, continuó disfrutando abiertamente del placer que se impartía. —¿Qué... haces, Missiell? —, le preguntó, pretendiendo no observarla, acercando el cochecito cerca de la cama, intentando hacerse la desentendida, esperando que con la pregunta ella se detuviera. Pero la paciente totalmente despreocupada no se detenía. —¿No es obvio? —respondió mirándola a los ojos desvergonzada —. Deberías hacerlo también. Dale, deja eso y ven aquí —. Añadió, emitiendo enseguida histriónicos e insinuantes gemidos de placer. Cristina se sintió de inmediato agredida. —No te comprendo. Hace poco venimos de ver a los pequeños... te muestro su valor, su alegría...su sufrimiento, y tú... ¡Ya deja de hacer eso!, detente. Hazlo si gustas cuando estés sola y con la luz apagada; es malo, pero en fin es tu cuerpo —. Le expresó molesta logrando que se detuviera. —¡Joder! Tanto alboroto. Solo disfruto de este exquisito cuerpo. Pero claro olvidé que eres una estúpida monja. ¿Y de qué mierda de sufrimiento me hablas? —Dijo, brincando de su cama dirigiéndose a mirar por su ventana. 78


—No me llames estúpida, no sé qué es lo que te pasa, pero yo te trato con respeto y espero mínimamente lo mismo. Hablo del sufrimiento que a veces nos hace experimentar Dios para que aprendamos algo de la vida—; respondió, observándola con el vaso de leche en una mamo y las pastillas en la otra. —¿Dios? ese tu Dios es un fraude. El sufrimiento existe, claro. Y Él como Todopoderoso lo sabe y no debería ignorarlo, pero no le importa. Ya que o no puede eliminarlo o no quiere. Si fuera tan bueno, como dicen que es, debería eliminarlo, pero no lo hace; es decir, o no es bueno o simplemente no puede, por tanto no es todopoderoso. Yo creo a que ese tu Dios no le da la gana y disfruta del sufrimiento —. Dijo volviendo hacia su cama en busca de sus pantaletas. Sor Cristina sorprendida ante la respuesta, quedó pensativa y visiblemente confundida. Luego respondió: —Nuestro intelecto no es tan grande como el de Dios, no sabemos sus razones, pero por algo será, Él es sabio, perfecto: todopoderoso. —¡No existe! No seas inocente. Estás dándome la razón, o no es todopoderoso o simplemente no le da la gana. Es malo o es un irracional demente. No existe. —Dios concedió al hombre el libre albedrío... —respondió complicada, dando las respuestas que a ella le habían dado. —Exacto tontuela, supuestamente nos dio la voluntad de elegir, entre el bien y el mal. Entonces nosotros somos responsables, por tanto, ¿para qué existe Dios? En el mundo hay infinidad de desgracias, ocurren en todos los tiempos y culturas: terremotos, tsunamis; supuestamente Él creó las leyes de la física, los desastres naturales; ese tu Dios hizo a la gacela torpe para que el león se la comiese viva, así como a los lindos conejillos para ser desmembrados y devorados por un lobo, así como al depravado sexual que viola a una niña; hay gente que vive toda su vida en un eterno sufrimiento. Bebés que desde que nacen viven un constante martirio hasta que mueren. ¿Es el hombre también responsable de todo ello o hay allí arriba un sádico enajenado mental? ¡No existe Dios! ¡Solo la gente ignorante puede creer en ese sujeto! —, le gritó finalmente.

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Cristina entonces dejó el vaso sobre la mesa de noche y salió sintiéndose desorientada y ofendida. Su fe se había visto ácidamente amenazada. Tras su salida le cerró la puerta con la aldaba. Luego corrió por el pasadizo, con gran decepción en su corazón. Preguntándose cómo alguien tan dulce como Missiell, a quien ya quería como amiga, podía cambiar tan drásticamente de actitud, como podía llegar a decir que cree y ama a Dios, para luego insultarlo y negarlo sin remordimientos, carente de todo temor. Pero lo que más le dolía era que… tal vez tuviera razón. Al paso de varios metros recorridos logró calmarse, se aferró a su rosario y rezó. Le fue dando paz, dilucidando mejor sus propios dogmas, creencias; dándose cuenta de que en su puño apretado sostenía las pastillas de la paciente; también recordó entonces que la voz de Missiell no fue la misma, fue algo menos aguda, más bien áspera, más ruda. El doctor y padre Alberto le salió al frente. Ella le narró lo sucedido. Ambos entonces decidieron ir. La encontraron intentando abrir la puerta, pero le era imposible desde adentro. —¡Déjenme salir, carajo! —; les gritó molesta cuando les vio entrar. Alberto al verla le pidió a la religiosa que fuese por una dosis de sedante. A solas con ella, mientras aguardaba, se sentó en el borde de su cama, observándola caminar, pausada, de un lado a otro muy serena, pensativa; analizando su puerta, la ventana, el techo, buscando la manera de cómo poder salir cuando ella quisiera. —Eres una jovencita exquisitamente bella. ¿Quién crees que te dio ese bello cuerpo, si no fue Dios? Ella no respondió, su atención continuó estando en hallar como salir de allí. De repente el padre halló las pantaletas entre el colchón y su pierna. —Ey... mira Missiell, creo que se te olvidó ponerte esto —. Le dijo mostrándoselas. Ella entonces le otorgó su atención. Y sabiendo que él tenía las llaves se le aproximó muy lentamente.

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—Amanda, ya le dije padrecito que me diga Amanda— le expresó mirándolo muy sensualmente. Luego se detuvo frente a sus ojos, colocó sus manos sobre sus muslos, para luego proceder, lentamente, a recogerse las vastas del pijama. El padre, sorprendido, intentó desviar la mirada, pero su mente se vio asaltada por la tentación que enardecía en su interior, y su débil voluntad cedió sin problemas para enseguida observarla entusiasmado, presa de fácil concupiscencia, ante lo que ella hacia tan al alcance de sus manos. La prenda se deslizó atrevida hacia arriba por sus muslos y pronto se halló sobre estos, a la altura de su cintura. Su intimidad en su mayoría rasurada por razones de higiene se exponía sin vergüenzas. Alberto casi no podía controlar sus ganas de abalanzarse sobre sus caderas, rodearla y posar sus manos sobre sus nalgas para sentirla, pero sabía que en cualquier momento sor Cristina aparecería. —Vamos, ¿no quiere ponérmela usted? —dijo ella, dando un paso más hacia él provocándolo. De pronto la puerta se abrió. Cristina traía la dosis solicitada. Alberto la cubrió en seguida, bajándole la prenda. Luego sujetándola por las caderas la apartó. Minutos después sería sedada y dormida. === El informe oral de lo sucedido esa noche llegó a oídos de la superiora. Fue en ese momento que la madre sacó un archivo y lo tiró sobre la mesa. Era el currículo de otro doctor. Este había llamado la atención de la madre y lo tenía seleccionado, de entre muchos otros, por una particularidad mencionada entre sus estudios: psicólogo evolutivo holístico espiritual. Tal expediente además se lo había hecho llegar una de las familias de la aristocracia limeña que más desinteresadamente colaboraba todavía con su institución. —Hacen falta aires nuevos en este lugar; nuevas terapias, ver lo que la psicología moderna está aportando. Y aunque el término “evolutivo” no me suena a nada bueno, no se pierde nada en probar —. Le dijo a Alberto—. Llamaré ahora mismo a este doctor y se unirá a su grupo de trabajo. 81


En seguida tomó el teléfono y marcó al número celular registrado en la hoja de vida del susodicho. Javier, el doctor principal, se enteró a los pocos días. Muy inteligente, no entró en discusiones con ella. Tan solo optó por leer el documento, al mismo tiempo que enroscaba y alargaba una de las puntas de su canoso y peculiar mostacho aceptando la orden. A la mañana siguiente, el Sol se dejó ver en lo alto. Estirando sus cálidos y anhelados rayos por los escasos espacios que dejaban apenas entre sí, las parcas nubes que parecían reinar en los cielos. Las húmedas lozas de concreto mojadas por el constante, pero débil y pusilánime rocío, se fueron dejando secar lentamente. En su despacho la madre acusaba cuentas con su contador. Este le informaba escondiendo la nariz entre los libros que las donaciones estimadas no habían llegado a lo esperado. El evento de aniversario, al no haber tenido el eco suficiente en los medios, opacado por lo sucedido, acarreó en consecuencia que las contribuciones no se hicieran presentes. El monasterio y la clínica de hospicio se hundirían en deudas si no se tomaban acciones inmediatas. Esta situación no se había presentado en años; las donaciones y aportes del estado, de la iglesia misma y, en mayor proporción, de los ilustres ciudadanos de la alta sociedad limeña, habían migrado hacia otros centros de bien social. A Missiell se le habían estirado los días, pero de ninguna manera se había venido a menos el descontento de su tía abuela. Ella todavía guardaba un profundo rencor contra su nieta, así como la intención de imponerle un soberbio castigo a su descarado atrevimiento. En ese complicado momento, muy temprano aún, sor Cristina tocó a su puerta. Y ante el permiso, abrió tímidamente. Detrás de ella se asomaba, un rostro masculino, relativamente joven, de expresivos ojos pardos, cejas pobladas y cabello castaño corto muy bien peinado. Se trataba de Rodrigo Martínez, el joven doctor en psicología holística que la madre había llamado para unirse al staff de médicos, y en particular para apoyar en el tratamiento de su joven nieta.

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Traía su chaqueta doblada sobre el brazo, sus credenciales profesionales y, cubierto sin querer por los dobleces de su prenda, una sandalia negra, la misma sandalia que observó, al ingresar, sumergida en la pileta; una de las sandalias que Missiell había perdido allí hace un par de meses atrás. —Madre... buenos días. Conmigo viene el nuevo doctor... No sé si desea que pase. Dijo sor Cristina, escurriendo medio cuerpo hacia delante, esperando su aprobación. La figura de Rodrigo, de mayor tamaño, aguardó. —Por san puta, Cristina, simplemente que empiece ya. Por cierto jovencito, estará a prueba por un par de meses. Del pago por sus servicios, hablaremos el fin de semana. Es todo. Si está de acuerdo, pues adelante —, ladró la madre mirándolo despectivamente desde su despacho, sumergida en los balances, en las preocupantes cifras del futuro inmediato de su institución. El joven discípulo de las terapias holísticas, fiel a las filosofías orientales, humildemente aceptó respondiendo a tan altiva y fría recepción con un cortés movimiento de cabeza. Luego dio un par de pasos hacia atrás y esperó ser guiado por la avergonzada Cristina, ruborizada por la sorpresa de su acompañante, procedió a indicarle el camino, advirtiéndole de paso, gentilmente, sobre el arrebatado humor de su superior. —Mire, madrecita, no se sienta mal, la vida no se trata de soportar las tormentas sino de intentar bailar bajo la lluvia. No es que me urja el puesto, lo necesito sí, tampoco soy un novato, y la madre, por cierto, parece la hermana de Hitler, pero veamos, que por algo el destino me puso por aquí —. Expresó aceptando las cosas con actitud positiva. A los 33 años los estudios lo habían hecho viajar por oriente: La India, Japón, China… Lo que había marcado su filosofía de vida, así como su espiritualidad. Allá en países donde su raza blanca latina no era el común, rara vez habría recibido tal bienvenida. Llegado a su locker, guardó sus títulos universitarios y demás papeles que trajo para la entrevista. Y de inmediato pidió ver a sus pacientes. Pensaba que las cosas pasan por algo; no por gusto de la mera casualidad, sino de la causalidad; esta lo 83


había puesto aquí, alguien que seguramente lo necesitaba y a quien él podría ayudar lo aguardaba seguramente en este recinto. Missiell era la persona que el destino le pondría en frente. —Doctor Rodrigo, esa es una de las sandalias de una de sus pacientes —, le indicó Cristina al posar su mirada en el dorado de los vellos en los brazos y manos de su acompañante cuando este se despojaba de su saco y se hacía del sobretodo blanco de trabajo. —Bueno, entonces cuando usted me haga saber quién es, yo mismo se la devolveré. Luego le brindó una copia del historial médico de Missiell, para, a continuación, guiarlo con rumbo hacia la correspondiente habitación. En el camino le narró la historia de dicha sandalia. Rodrigo no solo sería doctor de la sobrina de la superiora, sino también de varios de los niños del albergue. En la oficina la madre recibió la llamada de quien podría ser su salvación a sus problemas económicos. Era el mismísimo Cardenal de Lima, quien con aguda y alegre voz preguntaba por el estado de Missiell, insinuando querer volver a verla, mostrándose, además, preocupado por quien llamó “bella jovencita”. El barullo mediático de la prensa ya había desaparecido y ahora él dejaba traslucir, en los altibajos de su voz, las ansias contenidas de verla cuanto antes. La madre supo olfatear, cual rata hambrienta, la oportunidad expresa de sacarle partido a aquellas prometedoras circunstancias. Astuta ella, no se mostró favorecedora de la, cada vez menos sutil, petición; sabía que al alimentar las ansias y expectativas de su interlocutor, este podría mostrarse muy convenientemente presto y por demás bondadoso para con la menoscabada institución y por consiguiente con ella. De tal modo que tras ponerle eficaces y arteros peros tras peros, le pidió que la llamase en unos días, para, sin prometerle nada, ver que se podría hacer. Dejándole ver entre líneas subrayadas, la incómoda situación económica del monasterio y la urgente necesidad de un apoyo institucional o personal; señalándole que, justamente por ello, le era complicado brindarle al asunto el tiempo necesario ya que se encontraba 84


en plena reunión financiera y esperaba la bendición, pronta, de Dios, para salir de tan dificultosa coyuntura. Luego se despidió de él, prometiéndole darle una respuesta favorable y pronta apenas la gracia de Dios se manifieste. Enseguida, luego de terminada la charla, colgó, y deshaciéndose de su servil contador, hizo llamar por los altoparlantes a Sor Cristina, quien al oír el llamado se apresuró en mostrarle, al nuevo doctor, la puerta de la habitación de Missiell. Luego lo dejó a metros de esta, para correr al ineludible llamado. Rodrigo entonces observó por la pequeña ventanilla, tocando antes de ingresar. Luego lentamente deslizó la gruesa aldaba de metal e ingresó. Missiell se hallaba dormida, acurrucada entre las sábanas, cubierta por un par de frazadas, aún bajo el efecto del sedante inyectado la noche anterior. Sin hacer ruido caminó hacia ella, en realidad, sentía mucha curiosidad por verla, pero no quería despertarla. Esperaría calmo, con la paciencia, respeto y consideración que había aprendido, sabiendo que todo tiene su momento y lugar, y de que nada debe ser transgredido del propio caudal del destino. Tomó asiento sin hacer el menor ruido en la vieja pero todavía servible silla de madera que yacía junto a la cama, esta rechinó al recibir su peso. Se acomodó con cautela y esperó. Su mirada se perdió en la historia clínica, en donde se hacía mención y referencia a casi todo lo concerniente a Missiell. En ella también figuraba el nombre de su padre, así como el de sus hermanos; fotos de la pericia policial, y los apuntes de sus doctores. Leyó detenidamente cada hoja, cada informe, cada orden médico y los resultados de cada análisis efectuado. Pasaba las hojas despacio tomándose su tiempo, sin el más mínimo apuro. Finalmente observó con intriga que al parecer un par de hojas habían sido arrancadas a propósito. Hecho curioso que se esfumaría momentáneamente en el tiempo. Los minutos pasaron pronto y las hojas de la historia médica también. Un informe preliminar firmado y sellado por Javier diagnosticaba a la paciente como víctima de un trastorno de la memoria, causado por traumatismo craneal, tendencias depresivas agudas, con riesgo suicida y la posibilidad de un desorden disociativo crónico, producto de un posible abuso 85


sexual en la infancia. Rodrigo entonces analizó los test de personalidad, las gráficas realizadas a puño por su paciente no hallando en ellos nada que pueda dar indicios de haber sido violentada sexualmente en su infancia. De pronto se oyó venir el coche de metal de la enfermera de turno portando el desayuno y la dosis referida de medicamentos. Él le indicó sutilmente que no hiciese ruido alguno, ordenándole además que se retirase. La regordeta enfermera auxiliar obedeció, no sin antes indicarle que ya era la hora de dicho servicio y que ella no podía esperar. Que él se haría cargo, fue su indicación y respuesta. Y esperó. Varios minutos, después, el cuerpo de Missiell fue volviendo a la conciencia, pidiéndole alimento y bebida; sobre todo azúcares. Los fármacos, provocaban en su metabolismo este efecto colateral al de sedación; de modo tal, que su química estomacal fue despertándola paulatinamente. Y ante los ojos de su nuevo doctor, la hermosa criatura fue despegándose de las sábanas. La tierna figura se irguió lentamente delante de él, sentándose en el borde de su cama. Permaneciendo con los ojos cerrados y la cabeza gacha se aferró a su almohada, abrazándola contra su pecho. Luego, desconocedora de que no estaba sola, se puso de pie y se dirigió al retrete, el cual, a unos metros, desprovisto de puertas y paredes divisorias, la recibió sobre la frialdad de su loza. La todavía somnolienta doncella, dejó fluir el líquido desechable de su organismo, no sin antes dejar que su trusa se deslizase por sus muslos hasta quedar sujeta en sus pantorrillas. El doctor, al verse sorprendido ante ello, desvió la vista, enfocándola nuevamente sobre la carpeta médica. Casi en seguida una tímida voz llegó a sus oídos. —Perdón... señor... doctor, ¿quién... es usted? —, preguntó ella, tapándose cuanto podía, pudorosamente. Sus enormes ojos azules, impactaron de inmediato a su desconcertado y también apenado visitante. La situación ciertamente no era la que él esperaba. Ella visiblemente ruborizada e incómoda tampoco esperó verse así de repente. —¡Oh, mil disculpas! Tómate tu tiempo —, respondió tras permanecer por unos segundos impávido, cautivado por la 86


belleza de sus enormes ojos, para enseguida ponerse de pie y salir notoriamente avergonzado. Lo cierto era que no se imaginó saberse tan sorprendido por la sublime belleza de Missiell. Aquella figura casi celestial, aquellos ojos de ensueño, inmensamente abiertos, deslumbrantemente expresivos, ante la sorpresa de ser vista prácticamente desnuda, penetraron en su alma, contagiaron de nerviosismo su espíritu como nunca antes mujer alguna lo había hecho. Estando fuera se supo impactado por un sentimiento inesperado, uno que desequilibró su homeostasis emocional, a tal punto que sintió su corazón acelerado y una especie de singular energía y vitalidad descontrolada recorrer todo su cuerpo. Esperó recobrando la calma y el control de sí mismo, recurriendo a sus habituales técnicas de respiración y meditación; preguntándose a sí mismo sonrientemente el porqué de su, para él, desconcertante reacción. Dentro de la habitación, Missiell, se lavó y secó, luego corrió hacia su lecho en donde aguardó sentada, escudándose con su almohada, pensativa, dándose cuenta que aquel joven doctor de cabellera corta, semi ondulada y barba al ras, prolijamente cuidada y delimitada, le había atraído de manera especial. Un ligero bochorno, agradable, recorría su piel; los vellos de su cuerpo se erizaban caprichosamente, de solo recordar su absorbida mirada puesta en ella, como cautivado y encantado tal vez. —¿Puedo pasar ahora? —, preguntó cortésmente tocando antes la puerta con delicadeza. —Este... sí... Ya puede pasar —, respondió ella, nerviosa, con atenuada voz. Y cuando se disponía a entrar oyó una voz procedente de unos metros por detrás de él. —Doctor Rodrigo ¿Cómo está? —. Eran los médicos de Missiell, quienes se presentaron estrechando su mano. Dándole también la bienvenida al hospicio. El doctor Javier, tomando la iniciativa, dejó notar el liderazgo que las canas y la experiencia de por sí le otorgaban, de modo tal que fue él quien sujetó la perilla de la puerta cediéndoles en paso. Alberto ingresó tras Rodrigo. 87


—Buen día señorita —, saludó Javier —. Espero haya dormido bien. Le presento a...el doctor Rodrigo. Un nuevo colega que, por órdenes de su tía abuela, colaborará con nosotros en su caso. Missiell, tímida, rehusó la mirada, permaneciendo quieta, aparentemente tranquila, sobre su cama sin decir palabra. Temía que el rubor de sus mejillas delatara sus inesperados sentimientos, agudizara su ansiedad. Por su parte Alberto, la percibió distinta. La paciente que tenía en frente, no parecía ser la misma de la noche anterior. Su actitud era antagónicamente diferente. Y al ver la historia médica abierta sobre la mesita de noche, dijo: —¡Ah!, veo que ya estuvo revisando su historia, doctor Rodrigo. Entonces ya se presentaron, supongo. —En realidad, no. Lo cierto es que esperaba que la joven despertase —, respondió. —Mucho gusto, Missiell —; expresó entonces, alcanzándole su mano, cortésmente. Ella correspondió mirándolo tiernamente, abrazada a su almohada. Alberto notó con agrado que ella aceptó su nombre sin buscar corregirlo, cambiarlo por el de Amanda. —Bueno, bueno, señorita, nos gustaría que usted nos cuente si ya recuerda algo. De no ser así, intentaremos socavar algo de información haciendo que se relaje y deje fluir sus recuerdos, ¿le parece? —, dijo Javier, quien se ubicó sobre la silla frente a ella. Sus colegas permanecieron de pie, expectantes. —El viejo intentará la hipnosis —. Le susurró al oído Alberto a Rodrigo, mostrándose amigable, buscando ganarse su confianza. Este último pidió prestada la historia y haciéndose a un lado buscó terminar de leerla dejando que ellos continuasen. —Missiell, hace unas noches nos hiciste saber que cuando ya estuvieses más tranquila y descansada, nos lo harías saber. Es importante determinar cómo está reaccionando tu memoria. De no haber mejoría tendríamos que cambiar el tratamiento. Debes poner de tu parte —, dijo Javier. Luego tomó su muñeca, y esperando respuesta le fue tomando el pulso.

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Alberto la observaba extrañado ante su contrastante actitud, recordando la noche anterior. —Es que sigo sin recordar... tampoco recuerdo haberles dicho nada anteriormente como usted dice —, respondió. Alberto internamente confundido, preguntó: —Bueno, bueno, ¿acaso tampoco recuerdas, al menos, que anoche estuve yo aquí? —¿Anoche, usted aquí?, no... —Pero por qué dudas en tu respuesta, ¿recuerdas o no? — insistió. Javier levantó la vista y miró a su colega notando un extraño e intrigante tono a reclamo y acusación. Luego al notar su pulso notoriamente alto le pidió que mirase a un punto distante en la pared, para analizar sus pupilas. —Señorita Missiell, está usted algo ansiosa. ¿Tuvo algún mal sueño? Cuéntenos, confíe en nosotros. Estamos aquí para ayudarla —. Expresó Javier con calma. —Es que es algo muy extraño que ni siquiera recuerdes lo que sucedió hace no más de doce horas. Aquí anoche, yo estuve aquí y tú frente a mí mostrándome tus... pijamas —, dijo Alberto incrédulo y desafiante. Missiell, al oír todo esto, se puso pálida: —Yo no... Pensé que todo ello era... —expresó visiblemente asustada. En seguida se tomó la cabeza, acusando un agudo dolor en las sienes. —Está bien, tranquila, dejemos eso de lado. Vayamos por otro lado. Trabajemos un poco sobre tu auto-concepto, tu personalidad. Quiero que me describas cómo te ves a ti misma, que me nombres la polaridad de tu personalidad, es decir todas las características que crees tener tú misma de ti. Te ayudo con una: tú eres una chica bastante tierna ¿Qué más? —Diría que soy... bastante sincera... honesta, fiel, soñadora, trabajadora, muy ordenada, sé que soy cariñosa, diría que responsable, romántica, respondió intentando, con todas esas palabras, acallar los recuerdos que surgían turbiamente y la confundían. —Bien perfecto, digamos que esa es la parte de tu luna que está iluminada, que aceptas o te agrada de ti. Ahora dinos la otra cara de esa luna, la cara... oculta, digamos... la oscura. 89


Todos tenemos en nuestro abanico polar, ambas caras, trata de decirnos todas aquellas características de tu personalidad que no te agradan de ti misma —, explicó Javier, buscando aclarar el conflicto aparente de su propio auto-concepto y de la disociación de su ‘yo’. Missiell permaneció pensativa por unos segundos, momentos en los que cruzó alguna que otra mirada con Rodrigo, quien la miraba sereno. —Diría que...no me agrada ser tímida, pero sé que lo soy, demasiado sensible... tal vez, a veces orgullosa, confiada, un poco renegona. —Bien, pero debemos ir más hacia lo oscuro, ¿alguna característica que hayas alguna vez expresado, pero de la cual te avergonzaste o te causó temor, una profunda decepción, repulsión? — le preguntó Javier. —No...No lo sé —, dijo después de buscar respuestas en el techo. —Te ayudo, aquellas cosas en las que tu conciencia te acusa, te reprime, te juzga o critica duramente. Missiell encontró una que pensó que podría ser pero que pertenecía a su propia intimidad. Otro introyecto de su abuela, vinculado a la sexualidad. El recordarla la sonrojó. —Tal vez... pero es algo embarazoso decirla. Me apena. Es algo muy íntimo, ¿sabe? —Comprendo pero somos tus doctores, debes confiar, no vamos a juzgarte, solo buscamos ayudarte. —Está bien... algunas noches fantaseaba con estar con quien era mi novio... jugueteaba un poco, ¿me entiende? —Comprendo pero eso no es malo, explorabas tu cuerpo y ello te provocaba placer. No me refiero a eso, eso es tan natural como el día o la noche, madurar es un constante descubrir. Iré al grano, ¿nunca te comportaste, consideraste como una chica tal vez atrevida, provocadora, tan agresiva...sexualmente insinuante, osada, desvergonzada? —No... Ninguna de esas —, respondió con total sinceridad— . Me considero y creo ser una chica más bien tranquila, de evitar discusiones. Mis padres me enseñaron a no ofender a nadie, a nunca hacer lo que no me gustaría que hiciesen

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conmigo, a respetar mucho, cuidar mucho mi cuerpo porque es de Dios. —Bien. Ya que hablas de Dios... ¿nunca negaste a Dios, nunca dejaste de creer en Él o lo insultaste? —continuó Javier. — Soy católica, creo en Diosito, jamás podría negarlo, mucho menos insultarlo; me he preguntado cosas de las que no hallo respuestas, pero... nada más. —¿Te dice algo el nombre de...Amanda? Al oír ese nombre Missiell empalideció de nuevo, su presión corporal descendió rápidamente, para luego caer en unos segundos desmayada. Los doctores se miraron, como buscando entre ellos alguna respuesta o comentario. Lo cierto era que la situación no mejoraba, y que la madre quería respuestas. De no ser así la Madre podría intervenir de manera directa, rencorosa, y de seguro malintencionada. Rodrigo permaneció con ella por unos minutos, abrigando su cuerpo. Sus colegas salieron planteando hipótesis y posibles tentativas adicionales de tratamiento. Pronto legaron al centro de unidad médica, en donde el doctor Javier ordenó se hagan cargo de Missiell y se les avise apenas la paciente despierte. Javier le preguntó al sacerdote a qué se refería con su pregunta. Este le narró lo sucedido. —Curioso... muy curioso. Debió añadir eso a la historia, ¿no cree? —le dijo, serio haciéndole notar su inconformidad. Rodrigo revisó nuevamente las tomografías, tampoco él notó nada extraño en ellas, a excepción del ligero traumatismo, el cual externamente ya había desaparecido. Javier confirmaría frente a la madre superiora su diagnóstico: trastorno de identidad disociativo, trastorno de la memoria. La terapia de hipnosis no se había realizado aún. Con ella Javier quería, buscar las causas de sus crisis, hurgar en su memoria, en lo profundo de su subconsciente, hallar a Amanda y determinar desde cuándo vivía con ella sin saberlo. Antes de despedirse Javier pidió a Rodrigo que intentase comunicarse con algún familiar de la paciente, le pidió que investigase algún testimonio que evidenciase la presencia de Amanda y de cómo o qué se hizo al respecto. Los resultados serían negativos: Jonás, su hermanito, no daría ningún hecho 91


relevante. Muy por el contrario estimó la fortaleza, la entrega y el amor de su hermana, a quien esperaba poder ver cuanto antes. Su padre, no pudo ser ubicado. Aquella noche al doctor Alberto le tocaba permanecer de guardia hasta la madrugada. Y fue a él a quien, entrada la media noche, se le dio aviso apenas Missiell recobró la conciencia. Minutos después, recorrió todo el pabellón de un lado a otro para ir a verla. Al abrir la puerta, se topó con uno de los auxiliarles masculinos. Este para su extrañeza, salía sonriendo, empujando el cochecito médico. La paciente acababa de cenar. Lo extraño, además, fue que la cara de júbilo del auxiliar trató de ser disimulada, transmutada, repentinamente a una de seriedad. Su saludo esquivo lo dejó expectante. Supuso enseguida que aquella inesperada actitud se debiera a una notable mejoría en la que ya era la paciente más popular y consentida del hospicio. Al entrar advirtió el lugar alumbrado apenas por la lamparilla del velador y a Missiell de pie, de espaldas a él, mirando por la ventana hacia el cielo. De inmediato la notó diferente, envuelta en sensualidad, vistiendo una camisa blanca de mangas largas y remangadas en lugar de su pijama. —Es bueno verte levantada, debes sentirte mucho mejor —, le dijo observándola desde el dintel de la puerta. Ella se dio media vuelta para verlo, recibiéndolo con una coqueta sonrisa. Se había pintado los labios de negro, al igual que las cejas y los párpados. La tímida y dócil mirada de hace unas de horas dio paso a una mirada penetrante, muy segura y directa que cautivó en seguida al joven padre. Sorprendido, no quiso que ella lo percibiera así. Y con toda naturalidad y suma curiosidad le preguntó: —Y... esa camisita... ¿es de hombre, verdad? Y... ¿Con qué te maquillaste ahora? No me digas que volviste a encontrar cerillos o ¿sí? —preguntó, al mismo tiempo que tomaba asiento. —No, no son cenizas, esto es maquillaje de verdad —. Respondió fresca. Su mirada volvió a estirarse a través de la ventana hasta donde alcanzó los muros limítrofes del monasterio. 92


—Y... ¿cómo conseguiste la camisa, las pinturas, Missiell, o debo llamarte... Amanda? —, preguntó. Luego encendió la luz principal. Aquella joven, iluminada ahora con mayor detalle, casi lo hipnotizaba. —Esta linda camisita, aunque algo viejita me la dio mi amigo, el joven auxiliar, de quien cuyo nombre no recuerdo. También me trajo las pinturitas. Espero que no lo echen por haber hecho eso por mí. Es tan... inocente —, respondió engriéndose en su propio tono de voz, pero de una manera sarcástica, al mismo tiempo, giró sobre las puntas de sus pies, modelándole su nuevo atuendo. —¡Además me trajo champú! Ahora sí que huele bien mi cabello — añadió. Luego se desabotonó un par de botones más con el objetivo de incrementar su ya explicita sensualidad. No era complicado ver las siluetas de su busto desnudo, asomarse por su prolongado escote. —A ver, a ver. Explícame; ¿cómo es eso? ¿Cómo o por qué te lo trajo? Digo... ¿tú se lo pediste o qué? —Sí, yo se lo pedí recién. —Y... ¿a cambio de algo? —, repreguntó inquisidoramente, sin percatarse él mismo de que su actitud era la de un evidente hombre celoso. —Eso... no se lo diré —. Respondió ella respingándole la nariz, para luego inclinar su cuerpo casi sobre él, buscando el interruptor. Ella buscaba volver a apagar la luz, pero antes de hacerlo se aseguró de arquear su cuerpo, reposando apenas su busto sobre el rostro del desconcertado padre. —¿Puedo... padrecito, volver a apagar? La luna está creciente y hermosa, ¿no cree? El perfume de su cuerpo se deslizó sobre él y embriagó sus ideas, imposibilitándole decirle que no. Su testosterona silenció su solemnidad, simplemente se dejó llevar. Sabido entre las enfermeras era el que el médico y padre no era un honorable fiel discípulo del celibato. Y aunque se esmeraba en transmitir una imagen de profesional serio, amable y servidor de Dios, en realidad era muy proclive a las debilidades de la carne. —Está bien —respondió sujetándola de la cintura con firmeza —. Me parece raro no ver a la madre Cristina por aquí.

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—El atentísimo y muy solicito auxiliar me dijo que esa tipa cayó con gripe y mucha fiebre —. Respondió, dejando que sus manos descendieran hacia sus muslos, los cuales sujetó y acaricio con vigor. —Pero dime: estarás, ahora sí, dispuesta a responder algunas preguntas, ¿verdad? Ella dio la vuelta dándole le espalda y luego avanzó unos pasos de vuelta hacia la ventana, donde se tomó unos segundos pensativa. —Uhm, está bien, yo respondo y usted también, pero... jugando. El primero que gana en este jueguito, se gana también el derecho a preguntar, ¿ok? La propuesta lo sorprendió, pero le pareció interesante. —Missiell, Missiell. Bueno... y... ¿cómo o de que se trata ese jueguito tuyo? —. Aceptó condescendiente. —Primero... le repito que prefiero me llame Amanda. ¿Missiell acaso no le suena medio cursi y tonto? El jueguito es... —dijo, pensativa como si una genial y esperada idea le surgiera, le preguntó: — ¿tiene usted una moneda? —Sí, debo tener una por aquí—. Respondió buscando una en su monedero. —¿Esta está bien? no me digas que jugaremos a cara o sello —dijo entregándole una. —¡No! No. ¿Cómo cree? El jueguito es... —dijo estirándose hacia él para coger la moneda. Luego sin dar respuesta aún, la lavó en el pilón y caminando hacia el joven padre, levantó las puntas de su camisa para secarla. Aquellos muslos desnudos, entonces, se le acercaron lentamente y su fina trusa quedaba expuesta ante sus ojos, provocando que su pulso se acelerara nuevamente. La excitación a la que era sometido le agrado en demasía, pero mantuvo la aparente calma y control, pero lo cierto era que quien lo tenía era ella. De pie frente a él, lo tomó de las manos y dijo: —Levántese por favor. Cuando este estuvo de pie, ella sujetó la moneda entre su mirada y la suya y seguidamente la introdujo en uno de los bolsillos de su pantalón.

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—El jueguito lo bautizo como... “encontrando la moneda”. O sea; uno esconde la moneda y el otro la busca —. Dicho esto, la delicada mano se introdujo lentamente en su bolsillo y hurgando traviesa buscó provocarlo todavía más, adrede se entretuvo allí hasta que finalmente la sujetó, y sin quitarla aun, buscó descubrir lo que su tibia manita traviesa, podían lograr allí con algo de sutil tacto. Con la mirada clavada en él, en su mirada, mientras lo hacía. Fueron apenas unos segundos, segundos suficientes para que él se llenara de deseo. —¿Ve? Así de fácil es el jueguito. Esta vez yo la escondí por usted, pero es quien la encuentra, quien se gana el derecho a preguntar. Y no se vale mentir o evadir las respuestas. Pregunte usted esta vez, luego la esconde usted, y si yo la encuentro pues pregunto. Lo que quiera; ¿eh? —; explicó traviesa, ubicando luego la moneda entre sus labios. El corazón de quien supuestamente tenía el control se aceleró presa de una provocación directa y consentida. Entonces ella se la entregó, esperando su pregunta. Alberto respiró profundo, dándose unos segundos para pensar. En su mente el dilema de seguirle el juego a su paciente y caer en aquella dulce tentación o detener todo y ceñirse a un trato profesional, se debatía por momentos, pero luego buscó excusarse y seguir so pretexto de que obtendría de este modo algunas respuestas que ayudasen en el tratamiento de la tan singular paciente. —¿Tú eres Amanda o Missiell o ambas?, dime. Si bien el padre era presa dispuesta a la lujuria del momento, este era un muy inteligente psicólogo. El evidente cambio en las actitudes, tonos de voz, expresiones corporales y faciales de Missiell, eran tan notorios y diametralmente opuestos que corroboraban el diagnóstico de Javier, pero por alguna razón prefirió dudar de todo ello, hasta de la propia integridad de su paciente. Se dice que el mal, busca siempre un chivo expiatorio, alguien a quien echarle la culpa de sus actos, alguien que le sirva y le dé una razón para delinquir; alguien a quien luego pasarle el asfixiante peso de su culpa, el juicio lacerante de su propia conciencia. 95


—Mi doctorcito lindo, precioso. ¿Qué importa quién soy? ¿Acaso no le gusto? —, le respondió ella, posando delicadamente la palma de su mano sobre el su pantalón y luego lentamente procedió a acariciar, allí donde el manifiesto de su viril masculinidad no lo dejaba mentir. —No me gustas, me fascinas —, le respondió excitándose sobre manera —, pero responde. Tú pusiste las reglas, así que tienes que responder —. Le dijo introduciendo su dedo índice en la boca de ella, entre sus labios. Ella lo succionó complaciente. Pero retomando el control, se lo retiró lentamente. —Bueno, esa pregunta no es válida. Yo puse las reglas, sí, y yo, lo mismo, las cambio. O hace otra más inteligente y divertida para mí o el jueguito se terminó. Y bueno lo jugaré otra noche y nuevamente con el siempre presto y amable auxiliar que se acaba de retirar. El doctor se vio maniatado ya que su deseo era ya mayor que su dignidad. El cuello blanco de sacerdote lo sofocaba, la lujuria encarnada en el cuerpo de la dulce Missiell era un bocado del cual no quería dejar de probar, de modo que cedió. —Está bien, pero no te será tan fácil obtener lo que deseas—, respondió, y tapándole los ojos, escondió la moneda en la calentura de su virilidad —. Búscala Amanda, búscala, pero promete que responderás a la siguiente. —Lo prometo. Expresó mirándolo a los ojos, deleitándose con lo que provocaba en él. Dicho esto sus manos se ciñeron al cinto de cuero del que se sujetaban los pantalones de este, y con un movimiento recio lo abrió. Él volvió a introducir, ahora su dedo medio entre aquellos labios, siendo succionado con mayor intensidad. Luego la sujeto de la cintura, y le dio vuelta, para luego volcar sus manos sobre sus senos. Sus caricias eran corpulentas, desenfrenadas, dominadas al extremo por una incontenible pasión. Sus pantalones entonces descendieron y su viril masculinidad cubierta sintió el rozar de aquellas inquietas manos, acariciando, sintiendo su calor, excitándolo cada vez más. Su intención no era hallar la moneda, su intención era 96


dominarlo con el placer que le brindaba, del cual ella también disfrutaba. Entonces ella se dio la vuelta nuevamente y frente a él, se agachó de cuclillas. Sus manos se asieron a su férrea masculinidad acariciándolo intensamente, mirando hacia su rostro desde su felina posición y cuando él fijó su mirada en el techo, ella descendió una de sus manos y rebuscó en los bolsillos del pantalón, hasta que pronto halló unas llaves, las llaves de su libertad. Pero sus caricias no cesaron, están se complacían al verlo, al sentirlo tenso, entregado. Cada uno de sus movimientos estuvo calculado sobre un propósito. Disfrutaba de tener el sutil, pero efectivo control sobre toda la situación, se deleitaba mucho igualmente de su propia excitación y del placer que sentía, con el que además manipulaba el escenario a su antojo. De pronto se escuchó a lo lejos la mención del nombre del padre. Una enfermera de turno lo llamaba. Aparentemente lo necesitaban con urgencia en el pabellón principal. De inmediato, el ahora alarmado padre, se subió la prenda y salió. No sin antes dejar clavado un fugaz y apasionado beso en la boca de su, entonces, Amanda. Los descalzos pies de la joven se pasearon curioseando por todo el monasterio, no sin antes escoger la llave de su cuarto y colocar el llavero en la cerradura, ubicó su almohada y sábanas debajo de las frazadas, a fin de que crean se encuentre dormida. Inicialmente solo buscaba husmear, conocer las fronteras y demás lugares próximos a ella, evitando ser vista por los auxiliares y enfermeras. Luego salió de las edificaciones y se deslizó por los arbustos y los coches, evitando las luces y a los vigilantes, no quería ser descubierta. La idea de fugarse se le hizo presente, pero estaba segura de que lo lograría cuando fuese necesario. Por el momento aquí se le brindaba, sin mayor esfuerzo o sacrificio, un techo, una cama, abrigo y comida. Además se sentía con la suficiente capacidad de manipular y controlar el ambiente a su antojo con algo más de tiempo y paciencia. Y para ello primero debía conocer lo más que pudiera de todo lo que a sus necesidades pudieran satisfacer. Aquí se sentía tranquila, segura, lejos de aquello que en las afueras escaparía de su control. 97


Sus pies parecían patear la niebla húmeda que a ras del piso se abría a su paso, pero ella no sentía frío. Oculta tras una columna estiró su vista hacia todo lo largo que pudo. Una hectárea completa, circundada por un muro de cemento, en cuyas cuatro esquinas cuatro torres de vigilancia iluminaban la mayoría del terreno. Entonces observó que los árboles de pino y los arbustos sobre aquel jardín posterior, le brindaban la oscuridad y el camino a seguir. De tal manera que corrió hacia estos, pasando antes aprisa por los faroles de hierro que iluminaban dicho camino. Era ya la hora en que la mayoría de doctores se retiraba. Se camufló en el primer automóvil que le aguardó enfrente, en la zona de parqueo, desde donde observó retirarse presuroso a su doctor, el padre Alberto. Su premura era evidente, lo que le decía que se retiraba por algún imprevisto, tal vez de índole personal. Ello le convenía, le daba mayor libertad y tiempo de acción. Corrió entonces cubierta por la luz y por los ojos vigilantes de los guardias de seguridad por las sombras de los arbustos. Lechuzas y pequeños murciélagos surcaban la luna: reina y señora de la noche. Frente a sus sigilosos pasos descubrió un camino hacia una pequeña pero solemne casa de tejas rojas y grandes ventanales. No lo sabía pero lo intuyó: aquella morada era de su tía abuela. En seguida corrió hacia ella. Una chimenea de ladrillos sobre el pórtico llamó su atención. Humo blanco escapaba hacia el cielo. Se deslizó entonces hacia uno de los ventanales encuadrados en madera. Gruesas cortinas de terciopelo guinda abrigaban su interior. Miró desde su posición. La estufa estaba encendida. Aun más precavida se escabulló buscando alguna manera de ingresar. Le pareció extraño que estuviese encendida, esto indicaba que tal vez la propietaria podría estar despierta allí dentro. Las húmedas baldosas, cubiertas del rocío la fueron acercando hacia la puerta. Entonces buscó, por mera intuición o sexto sentido femenino, las llaves debajo del tapiz del pie de la puerta, en donde para su sorpresa, las halló. Segundos después, ya dentro, sus pasos mojaron la madera y luego la alfombra, el lugar era realmente acogedor, algo pequeño, pero bastante lujoso y adornado. Sin hacer ningún ruido llegó a la cocina. Abrió el refrigerador y bebió. De pronto sintió a 98


alguien acercarse. Se escondió tras la puerta. Las luces apagadas le ayudaban hasta entonces. Era su tía, quien ingresó. Vestía una especie de gorrito de dormir, una bata de franela marrón y pantuflas de polar. Apenas buscó un vaso, lo llenó de agua caliente y se retiró. De puntitas la siguió, con suma cautela. Sabía que si le descubría se complicaría todo, pero cada acto suyo era certero en su expectativa. Su seguridad y actitud eran del mismo calibre que el de su osadía. La anciana se despojó de su dentadura postiza, vertiéndola en aquel vaso. Luego se arropó sobre su cama y encendió la lámpara. “Missiell” se escurrió tras las cortinas para evitar ser vista. Permaneciendo allí pudo ver que la anciana abría su Biblia y leyó. Mientras tanto un pensamiento le preocupó. Era muy posible que su febril doctor ya hubiese solucionado su problema y vuelto por lo pendiente y que al no hallarla en su habitación, la estuviese buscando, o lo que sería peor diese la alerta de su ausencia y se armase un barullo de gente buscándola, lo que también la metería en problemas. Era consciente de que mientras tuviese el control de lo que ella pudiera manipular no tendría apremios, pero había dejado un cabo suelto, el retorno de su doctor a quien de seguro la calentura no lo habría dejado. Minutos después se escuchó un fuerte ronquido; su tía abuela, quien dormía con la Biblia sobre el pecho. Sus pies se deslizaron sutilmente por la alfombra. Y buscó con la vista algo que le pudiera servir. Y lo halló. El gran manojo de llaves de la regente de todo el lugar. Este colgaba de uno de los pilares de cedro, sobre el lecho de dormida. El cual, sin pensarlo dos veces, se lo llevó. Con esto en su poder, las puertas no solo hacia la calle, estarían abiertas para cuando ella quisiera. Aquella noche de luna nueva, antes de regresar a su habitación, entregó sus encantos a quien encontró predispuesto a complacerla. Y mucho más tarde, casi de madrugada, ya en su habitación sorprendida encontró las llaves del padre exactamente donde y como ella las había dejado. Con la mirada pícara simplemente retornó la prestada y cerró su puerta, dejando estas caer por fuera. Luego se recostó, escondiendo antes las otras debajo de su colchón, y 99


se quedó dormida pensando en un mejor lugar en donde poner a buen resguardo el grueso grillete de llaves. === A la mañana siguiente, la noticia de la desaparición de las llaves, estaba en boca de todos. La madre convocó a una reunión a primerísima hora con todos los presentes: enfermeras entrantes y salientes de turno, auxiliares, personal médico y de servicio. Unas huellas, de las que ella pensaba eran las de una mujer o de un niño, habían dejado un trazo de humedad y de tierra sobre su alfombra. Estos rastros de aquellas pisadas le indicaban claramente de que alguien había entrado por sus aposentos. La orden inmediata del día fue buscar en todos los pabellones, en todas partes, hasta en los lockers de todo el personal sin distinción. Estas tenían que aparecer, así como su ejecutor. Las pesquisas iniciales se centraron, inicialmente, en el pabellón de féminas. El padre Alberto, quien muy temprano volvió en busca de las suyas, encontró estas colgando fuera de su propio casillero. La auxiliar de turno las había hallado fuera del cuarto de Missiell, lo que la libraba de toda sospecha al hallarse ella adentro dormida y bajo llave. Y mientras esta reunión se sucedía en el patio principal, este mismo buscó al auxiliar que vio salir del cuarto de Missiell y al hallarlo entre el personal de servicio presto ya a cumplir con la orden, lo tomó del brazo y le dijo, en voz baja, que quería hablar con él. Este intuyó enseguida la razón y respondió sin el menor temor a las preguntas. Sabía que el padre sacerdote y doctor no estaba limpio de pecado y que cualquier reproche o llamado de atención de su parte podrían ser fácilmente desestimados so acusación de lo mismo, si es que de este recibiera alguna amenaza que peligrara su permanencia laboral. Entre sus respuestas le dejó saber que efectivamente él le había hecho el favor de hacerle llegar cuanto ella le pidió, todo a cambio de una que otra complacencia sexual, algún que otro tocamiento permitido e incitado por ella; aclaró, que

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nada de eso pasó, aunque ello en realidad no fuera del todo cierto. En su habitación Missiell despertó tranquila, esperando tierna volver a ver a aquel nuevo doctor, cuya mirada dócil, la contagiaba de seguridad y sosegada esperanza. Con extrañeza en seguida se percató de lo singularidad de su pijama. Un sudor frío sobrecogió su piel y temerosa cogió el espejillo de mano en el que lentamente fue ingresando su imagen. Las profusas sombras del maquillaje negro de sus ojos la hicieron temblar. Un dolor insoportable punzó en sus sienes. Ella vio a otra Missiell en el reflejo, a otra persona que no era ella. De repente cerró aterrada los ojos y Amanda los abrió. En seguida se paró de la cama, y desplazándose de un lugar a otro, pensaba donde esconder aquello. No podía permanecer debajo del colchón, aquel lugar era muy obvio, además cada dos o tres días las auxiliares procedían, en su limpieza, a cambiar las sábanas, de seguro las hallarían. Empezaba a impacientarse, el lugar de cuatro paredes lisas de adobe, un lavadero, regadero y taza, no le daban ninguna alternativa confiable. De pronto su mirada se detuvo en las cortinas, estas largas viejas y pesadas, amarillas ya por el tiempo y la luz del sol, le ofrecían en lo alto un lugar casi perfecto. Allí arriba las telas de araña daban muestras de que muy de vez en cuando se molestaban en asear ese específico lugar. No sería difícil enganchar el manojo metálico allí arriba. Lo complicado sería llegar. Si bien no era baja en tamaño, tampoco era alta. Entonces su cerebro trabajo rápidamente en hallar una solución. Estiró su metro sesenta y nueve, empinándose lo más que podía, pero era inútil, de modo que se ayudó con la silla, y casi alcanzó, pero ella quería llegar al tubo del cual colgaba. Entonces sacó todo lo que en la mesa de noche se encontraba y sobre esta acomodó la silla. Así logró alcanzar a rozar el techo, y abriendo los pliegues de la gruesa tela enganchó el manojo de llaves, ocultándola, para todos, allá en lo alto, junto a las arañas. Esa mañana paso pronta. Y la revisión, mientras ella desayunaba, no le causó problemas, pero sí le obligaron a cambiarse nuevamente el pijama, a asearse el rostro y le 101


decomisaron los cosméticos. Ella sin ofrecer mayor resistencia, obedeció, sabiendo que más tarde podría ir a por ellos. Lo que si tenía muy en cuenta era el hecho de evitar, del modo posible, el que a su puerta le pusiesen la aldaba de metal. Contra eso ni con las llaves en su poder podría luchar. Entrada la tarde el cuerpo de Missiell despertó sereno, pero enseguida se vio invadido de angustia. Extremadamente temerosa, se palpó el rostro, se observó el pijama, temblorosa luego se vio en el espejo. Esto la calmó ligeramente, le fue un alivio no verse de nuevo como a una extraña. A unos metros frente a ella, fuera del cuarto, se hallaba sor Cristina. Frente a ella se hallaban su médico psiquiatra principal, Javier, y el joven psicólogo Rodrigo, quienes se disponían a ingresar. Entonces intervino Rodrigo apaciguándola. —Missiell, quiero que te concentres en tu estado de relajamiento, en el que sentiste al despertar. Entrégate nuevamente a él y siéntelo —. Ella accedió con la cabeza —. Bien, ahora, para mantener ese estado, cierra los ojos, respira por la nariz, respira profundamente y al mismo tiempo, lentamente. Fija tu atención únicamente en tu respiración, en cómo entra el aire despacio y como sale por tu nariz, sin forzar nada, solo hazlo profundo y constante. Él le acomodó la almohada tras la cabeza, y la sujetó suavemente de sus pantorrillas, ubicando sus pies rectos sobre la silla de madera. Su chaqueta enrollada le sirvió de cojín. —Continúa, no dejes de centrar tu atención en tu respirar, y siente cómo tu cuerpo mantiene esa paz, ese estado de relajamiento tan agradable. Y luego sin perder esa sensación, responde...Cómo te sientes ahora, concéntrate en el ahora. — Me siento... bien, mejor, protegida. — Perfecto, ahora jugando en el presente, recordemos un poco de tu pasado. Imagina que estás dentro de una burbuja y con ella te irás sumergiendo en las profundidades de tu memoria hasta cuando eras muy pequeñita. Recuerda, báñate de ese amor, disfruta de esas sonrisas. Missiell, hipnotizada ya, reflejaba en su rostro los sentimientos que revivía.

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—Lo hace muy bien, señorita Missiell —, dijo esta vez Javier— . Ahora quiero que tus recuerdos te lleven hacia algún momento en ese pasado que no desees recordar, algún hecho relacionado a tu padre o a tu madre, o a algún otro adulto allegado a ti que te haya hecho sentir muy mal, que te haya hecho algún mal. Aflóralo, recuérdalo ahora. Javier intentaba averiguar la causa raíz de su trastorno, hallar un supuesto hecho relacionado a algún abuso de índole sexual o en general físico. —No... Mis padres me aman, se aman. Nos queremos mucho. Todo es perfecto. Los amo a ambos por igual —. Respondió muy segura. Javier insistió por varios minutos, recurriendo a varios simbolismos y técnicas complementarias, pero no halló nada. —Está bien... vuelve al presente cuéntanos sobre la trágica noticia sobre tu madre y lo previo a esta. Ella entonces fue recordando, su mente fue aclarándose. Recordó a sus hermanos, y hasta recordó la razón, mas no el cómo de su intento de suicidio. En algunos recordares la ansiedad se intentaba hacer presa de ella, pero el doctor Rodrigo, atento al más mínimo resurgimiento de tensión o angustia, sobre todo la que surgió al recordar lo concerniente a su madre y luego sobre sus hermanos, volvía a insistir en que se mantenga totalmente enfocada en su respiración, calmándola acerca de ellos, informándole de que estaban bien. Y era cierto, él mismo se encargó de averiguar en donde se hallaban. Su estado y dirección constaban en los registros de su tía. Jonás, el menor, se encontraba internado en un colegio nacional y Marisol, en la clínica San Juan de Dios para niños especiales. Entonces, Javier continuó queriendo saber los parámetros temporarios de su recuerdo. El pasado parecía estar aflorando con normalidad. Su yo volvía a integrar sus recuerdos, tal y como lo había hecho frente a Cristina. —Missiell, dime ahora. ¿Recuerdas la noche que despertaste en la iglesia? —No, no recuerdo ninguna iglesia, recuerdo haber despertado aquí en esta habitación —. Manifestó tranquila.

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Ambos doctores se miraron y el interlocutor extendió la pregunta. —¿Recuerdas entonces haber estado en el púlpito, haber ingerido una hostia? Su respuesta fue también negativa. Ella negaba recordar todo recuerdo en que Amanda había sido la personalidad participante. Javier insistió. —¿Recuerdas el haber recortado tu pijama o el haberte hecho sombras en el rostro con algún tipo de carbón? Rodrigo notó en su respiración una pausa, un quiebro dentro de su relativa, pero controlada armonía. —Concéntrate Missiell, no olvides tu respiración —, le indicó, sin embargo sus latidos se dispararon y ella perdió la paz, el control y se angustió sobre manera. —No, no, no. ¡No recuerdo nada de lo que dice! — respondió abriendo los ojos con una mirada confusa, llena de temor —¡Eso fue un sueño, solo un sueño! —, añadió mientras sus ojos se llenaban de lágrimas — ¿Cómo puede usted saber eso? ¿¡Cómo puede saber de mis pesadillas!? —, expresó llorando amargamente, confundida, resguardándose en su almohada a la cual abrazó con mucha fuerza, temblando de miedo. —Esos fueron solo sueños, pesadillas... nada más que pesadillas—, continuó expresando, ahogándose en su llanto —. Diosito lindo, no permitas que dejen de ser solo pesadillas. Yo nunca haría tales cosas, Tú lo sabes ¡He leído la Biblia y sé que todo eso está mal! —, imploró a lo más profundo de sus creencias, inculcadas estas desde niña, y a su fe. Y es que, aquello que ella había vivido, en lo que creía que eran sus pesadillas, y pensaba que no eran realidad, se volvían por arte de magia en una cruda verdad, se materializaba de alguna forma todavía desconocida para ella. Y sus llantos no cesaron, tanto así que tuvieron que volver a sedarla. La inyección ingresó en su brazo con una dosis mínima necesaria, sin llegar a dormirla, solo lo justo para poder continuar. —Tranquila Missiell, estamos aquí para ayudarla —, dijo Rodrigo —. Todo va estar bien. 104


—Es que usted no entiende. Si todas esas pesadillas no fueron más que sucios sueños... ¿quién es ella? — exclamó, sollozante. Ambos se miraron nuevamente, Intrigados. —Cuéntanos algo sobre ella, Missiell —, le dijo Javier, mientras ponía la jeringa a buen recaudo. Suspiró angustiada e intentó responder. —Ella es una chica, una muy parecida a mí. Se me aparece en sueños me agrede. Me dice que no valgo para nada, que soy horrible y fea, una buena para nada. Y que por eso nadie me quiere; que por eso mi madre se fue, me dejó y prefirió morir sola; y mi padre se volvió... un borracho. Hubo un silencio. Ella suspiró secándose las lágrimas que se escurrían por sus ojos —Continua cuéntanos, ¿ella es alguien que conociste alguna vez?, ¿alguna amiga? —No, no. Es... ¡No sé! No sé quién es. Nunca... la vi en mi vida —. Respondió confundida, dándose tal vez cuenta de algo que su mente no quería aceptar. —¿Cómo es ella?, descríbela —. Sugirió Rodrigo, pidiéndole nuevamente que tratase de mantener su respiración, pero ella continuaba llorando, respondiendo con la voz entrecortada. —Ella es... como yo... solo que diferente. —¿Diferente en qué sentido, Missiell, físico? —No. Sí. No lo sé...su actitud...no sé, no sé, no sé. Es otra, es diferente, ¡diferente! —¿Sabes su nombre?, ¿se hace llamar de alguna manera? o ¿cómo se presenta ante ti? — continuó Javier. —Simplemente se me aparece como en un sueño. Yo veo y oigo todo lo que hace. Se hace llamar Amanda...pero no ¡No! Son sueños, solo sueños, ¡por favor dígame que son solo sueños doctorcito! —Tranquila, solo cuéntanos más de esos sueños. ¿Cómo es eso que tú ves y oyes todo lo que ella hace? — preguntó. —Sí... ella aparece de pronto, en las noches, me insulta. Su rostro furibundo me asusta, sus palabras me hacen sentir muy mal, culpable, como si no valiera nada. Y yo... yo me alejo de ella, de sus gritos, insultos, reproches y reclamos que no cesan. Me escondo detrás de un closet negro o debajo de la cama.

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—Interesante. Continúa —, expresó mirando a su colega. Missiell había logrado configurar un espacio en su psique donde ambas tenían un lugar de interacción; una especie de zona en la que ambas personalidades o conciencias disociadas hacían frontera. —¿De este closet, de esta cama?— preguntó Rodrigo. —Sí... digo, no... El closet es como este pero es negro y sus adentros no tienen fin. Lo mismo la cama. Debajo de ella es todo negro y sin fondo. Es como si al esconderme en esas oscuridades me perdiera; mi cuerpo fuera tragado hasta sus infinitos, pero por más profundo que me halle sumergida, puedo ver hacia fuera, oírla. Es así como oigo y veo todo lo que hace, y por más que intente cerrar los ojos o no oír, es imposible, ¡imposible! Es una puerca, manipuladora. La odio— Expresó intensamente angustiada —. ¿Puede usted doctorcito quitarme esas pesadillas? Dígame que sí, se lo ruego —, repuso ella recobrando el aliento, pero muy mortificada, con el corazón inmerso en una coagulante angustia. —¿Cuándo fue la última vez que ella se te manifestó?—, preguntó Javier. —Anoche. Fue anoche... y esta mañana creo que también. Yo despertaba de un sueño, pero desperté en otro... —De manera que ya no es solo en las noches, ¿dirías que su incidencia va en aumento? —Sí. Yo despertaba de aquellas pesadillas, pero... esta mañana me vi en sueños vestida como ella, me asusté al verme como ella. Era un sueño dentro de otro. Y desperté cuando ustedes llegaron. No quiero tener más esas pesadillas, denme algo por favor —. Pidió ella, preocupada. —No te preocupes, te daremos algo para que duermas sin problemas —, señaló Javier. —Ten calma, ya verás que todo estará bien. Que creo que hemos avanzado bastante por hoy. ¿Le parece doctor si dejamos que Missiell descánsense? —apuntó Rodrigo, mirándolo respetuosamente, esperando su consentimiento. Este accedió. Era un hecho que entre ellos tenían que reformular el tratamiento, la terapia estaba dando un giro relativamente inesperado, el cual merecía un tiempo aparte. Y si bien no había nada que frenase lo que parecía su propia conciencia 106


disociada, intentarían ver cómo le iba con un ansiolítico de amplio espectro. Esa tarde ya, antes de despedirse de ella Rodrigo, le trajo unas cartulinas y colores. Y le pidió que dibujase lo que a manera de terapia y de distracción le gustase; le pidió que si le fuera posible, graficase a su familia, a ella misma. Que dibujase varios cuadros con lo que le viniese a la mente, sin forzar nada. Luego salieron con las notas y apuntes respectivos. A la acción del antiinflamatorio, se incrementaría la dosis del sedante, calmante psíquico: benzodiacepina tres veces al día más un refuerzo en las noches como ansiolítico y con la finalidad de desacelerar ligeramente las funciones del sistema nervioso central y así intentar limitar o disminuir la disociación. Javier determinó insistir con el psicoanálisis y la hipnosis en búsqueda de la causa de su trastorno. Rodrigo apuntó el tránsito de amnesia temporal por traumatismo craneoencefálico (TCE) al de trastorno de identidad disociativo. Comúnmente llamado trastorno de personalidad múltiple (DID/MPD).

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V

Pasaron unos días, poco menos de una semana, cuando el teléfono repicó sobre el escritorio de sor Eulalia, la Madre superiora, quien por esos días se mostraba todavía más arisca y molesta de lo normal por el misterio de sus llaves. Al otro lado del auricular la saludaba muy cortésmente el cardenal. Este no se había olvidado en lo absoluto de Missiell, más bien al contrario, en su charla dejó entrever claramente su voluntad por “colaborar” en lo que fuere necesario a fin de oxigenar los ahogamientos económicos de la institución. Esto obviamente, y aunque no lo dijo, era claro, a cambio de ver de manera muy personal y confidencial a la señorita en cuestión, so pretexto de guardar una latente preocupación por la salud y el progreso de la joven, de quien refería tener un especial aprecio y cariño. La Madre intentó posponer la visita. El estado emocional y psicológico de su sobrina seguía inestable y delicado. Pero al notar que el cardenal, quien no estaba acostumbrado a rogar, y para quien no había puertas difíciles de abrir, no aceptaría nuevamente otra negativa, aceptó. Ella no quería dejar pasar este robusto salvavidas, esta oportunidad de volver a vivir sin el más mínimo apremio; de volver prontamente a sentir la tranquilidad de saberse en el selecto grupo de los que nada les falta; de volver a sentir el poder que le daban sus cuentas gordas otra vez. Esta era la única esperanza visible y sobre todo fácil, factible y pronta. La prudencia, inteligencia y sutil manejo de la situación, podrían ser la luz al final del túnel. El día se fijó, sería el domingo después de la misa de la noche. El cardenal, pidió verla a solas, tras la cena que se haría previamente en honor a su visita, para la cual exigió sin rodeos un buen vino para todos — en aquel enfático ‘todos’ se incluía a Missiell — argumentando que el fruto de la vid brindaba innumerables beneficios para la salud. También le indicó que le enviaría antes a su representante clerical para ultimar los 108


detalles y alcances posibles de lo que podría llegar a ser su digna colaboración a las arcas de su honorable y noble institución. Ese mismo día, por la tarde, Rodrigo se adelantó, a sus dos colegas en la visita a Missiell. Momentos antes, frente a su casillero y mientras se ponía su guardapolvo blanco, divisó la sandalia, recordando la mirada compungida, abochornada y al mismo tiempo dulce y encantadora de Missiell al mirarlo desde aquella incómoda situación, el primer día que la vio despertar. No podía mentirse a sí mismo y obviar el hecho latente, el mismo que desde entonces habitó en su corazón, el cual se aceleraba muy peculiarmente cada vez que ella regresaba a su mente. Tal reminiscencia lo tomaba, por momentos, de sorpresa, ocupando pensamientos sublimes. Se estaba enamorando de su paciente. Se sentó entonces y meditó por varios minutos. El calzado colgaba de sus manos, así como ella pendía de una ayuda sincera y profesional. Decidió entonces ir a verla. Mirarla con el corazón y confirmar sus inesperados sentimientos; brindarle aquello para lo cual fue contratado: su recuperación psicoemocional. Cuando ingresó en la habitación, Missiell se encontraba tranquila, sentada al borde de de su cama. Ella escribía sobre su mesa de noche, lo que luego le haría saber, era una carta para sus hermanos. La misma, a petición de ella, que él les haría llegar. Su memoria había retornado, y con esta el amor y preocupación por sus hermanos. —Doctor —, dijo ella antes de entregarle la carta —, quisiera disculparme por mi comportamiento... aquello que hice... el pararme medio dormida y... usted sabe. —No, no te preocupes por ello. La culpa fue mía por no despertarte y presentarme como es debido. Discúlpame tú —. Respondió caballerosamente, al mismo tiempo que le devolvía su sandalia. Missiell no tenía idea de dónde la había dejado. Tampoco quiso recordar entonces. —Está bien, mejor olvidamos ese momento —, repuso ella, sonrojándose al topar su mirada con la de él, al momento de

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recibir aquel escurridizo calzado. Sus espíritus se conocían, el atma mundi que acariciaba sus corazones también. —Veo que has hecho tu tarea, me alegra —. Expresó al intento de no quedar prendado en sus enormes ojos tiernos y azules, los mismos que con un brillo especial, se iluminaron ante su amabilidad. Varios dibujos yacían agrupados sobre su almohada, la cual abrazó, acomodándola sobre sus piernas. En seguida le alcanzó uno. —Sí, en estos días he estado en ello. Algunos simplemente vinieron hacia mí. No los entiendo. Y en otros traté de expresar lo que me pidió. Su trazo era muy bueno, los dibujos, de gran dominio del espacio y la forma, así como de la expresividad del color, dejaban saber claramente el mensaje sobre sus líneas. Las horas en las clases de arte habían complementado su innata vocación. —Esta es mi hermana Marisol, mi hermano Joel y yo junto a mis padres un día domingo en el parque — indicó —. Ah y aquí está usted — expresó sonriente. Ella lo había dibujado de manera espontánea. Aquella sonrisa era la primera expresión de contento después de mucho tiempo. —¡Vaya!, que sorpresa. Dibujas muy, pero muy bien. Realmente tienes talento y te felicito, dime una cosa, ¿por qué te dibujaste atrás y no junto a ellos, Missiell? —, preguntó. —No lo sé... tal vez porque ya no están conmigo —, respondió, recordando el hecho, siendo invadida por su tristeza. Su sonrisa se esfumó y se los entregó todos. El sol entraba en ocaso y la penumbra fuera del monasterio, se cobijó también en su corazón. —¿Qué es lo que sientes ahora Missiell? — aprovechó el doctor ese momento; era un momento para tantear el nivel de su neurosis, de su crisis existencial actual y verdadera, y llegar lo más cerca posible de las razones de su dramática decisión por quitarse la vida. —Ahora, ahora siento... mucha pena, siento un agujero inmenso en mi corazón. Cada vez que recuerdo a mi madre... siento que voy a morir de tristeza... Sus puños apretaron la almohada con mucha fuerza, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. 110


—¿Qué más sientes Missiell, has notado con que fuerza constriñes tus manos? Su llanto se hizo profuso. —Es que no entiendo por qué mi madre me dejó así, nos dejó, me dejó con todo; ¿por qué Diosito, permitió que todo esto pasara? Missiell dejaba emerger la amargura escondida en lo más profundo de su corazón. Su llanto empapaba sus mejillas. Y sin dejar de apretar el lino de su prenda. Expulsó: —Mi madre me enseñó a creer en Dios, a rezar, orar, amarlo. Pero cómo amarlo si me deja sola, si nunca responde, nunca, nunca; si me quita a mi madre, ella que lo amaba y decía que la fe y la fe, ¿A dónde se fue su fe?, ¡¿A dónde?! Ambos me dejaron sola, sola. Demasiado sola. Y no pude más, no pude más —. Su llanto se hizo copioso. Rodrigo intervino, luego de dejar que escupiera, al menos parte de toda esa asfixiante amargura. —Es cierto, ella ya no está, no está físicamente, pero lo está espiritualmente. Ella te ama, siempre estará contigo. Tú lo sabes, eso se siente, se siente cuando hay mucho amor de por medio —le dijo, sujetándola de las manos con delicadeza, mirándola con compasión y empatía. Su sufrimiento expresaba lo profundo de su dolor. —Sí, lo siento, lo sentí tan intensamente al dibujarla... La extraño tanto, tanto. Entonces se abrazó a él y lloró copiosamente sobre su hombro. El frío de la noche los unía en un susurro silencioso, acompañado únicamente de sentidos sollozos envueltos en aromas de amor. Los minutos esculpían en sus almas un sentimiento que nacía en ambos como una flor de loto debajo del fango. Y tras la efímera piel, dos espíritus se conocían, se reencontraban en uno de los muchos caminos que estos mismos habían elegido, mucho antes de nacer. La puerta se abrió entonces tras de sí. Javier y Alberto ingresaron en silencio. Y él con ella en su mirada, tomándola de los antebrazos le expresó: —Ten fe, no la pierdas. Ya verás que todo estará bien. Se saludaron, y enseguida Missiell notó una mirada de Alberto que no entendía, que le incomodaba, que provocaba 111


el que alguna parte de ella misma la acusara sin contemplación. Javier auscultó rutinariamente a su paciente, concentrándose luego en la historia clínica, en la que su colega Rodrigo había logrado hacer algunos apuntes relacionados a los dibujos. El grueso de estos, unos cinco dibujos —tal vez más —, todavía tenían más por decir. —Señorita Missiell, anteriormente mencionó sentir un sentimiento de odio hacia la muchacha de sus sueños, ¿podría decirnos por qué?; preguntó Javier, cambiando drásticamente el rumbo y la intención de la consulta al mismo tiempo que observaba detenidamente las muestras pictóricas. — La odio, porque me humilla, me hace sentir que no valgo nada. Ella dice que soy horrenda, y que por mi culpa mi madre se... ya no está. Me culpa de todo... además, las cosas que hace, yo nunca las haría. Es una sucia degenerada que no cree ni en Dios —, expuso sin mirar sus rostros, al mismo tiempo que secaba sus ojos con un pañuelo facilitado por el mismo doctor. Rodrigo se sintió desplazado, incómodo, pero optó por respetar las canas y, en ellas, la experiencia de quien, quiéralo o no, era el médico psiquiatra que lideraba el grupo. —Usted sabe bien que lo que le ocurrió a su madre no es su culpa. Lo único sobre lo que tiene responsabilidad es sobre todo aquello en que sus acciones y decisiones alteran su causalidad. Usted no decidió por su madre, no estuvo con ella, tampoco se alejó. Fue ella quien se fue alejando. Luego se dejó vencer. Usted no tendría que caer en eso, ¿verdad? Su madre, tal vez, careció de ayuda profesional ante su seguramente aguda depresión, pero usted aquí tiene todo un grupo de profesionales para ayudarla —, dijo. —Sí, sí, tal vez tenga razón, pero yo debí estar para ayudarla —, expresó ella, sintiéndose en parte culpable. —Usted la estaba ayudando, cuidaba de ella, de sus hermanos. No se culpe. No era posible que estuviese en todos lados. Su responsabilidad era estudiar, cooperar en lo que le fuere posible, y así lo hacía. Javier intentaba reconstruir y soportar la autoestima, el auto concepto intrínseco a la personalidad y al ego, cuyo 112


subconsciente, al no encontrar respuestas, y al no hallar, en su medio ambiente, el apoyo externo, ni el auto apoyo suficiente, se volvió un boomerang cargado de crítica, impotencia y frustración, el mismo que esquivó, por amor, la responsabilidad de su padre, a quien eximia de toda culpa, y se volvió contra sí misma de manera implacable. —De otro lado, usted es una muchacha muy bella. Póngase de pie señorita. Mírese al espejo. Es una jovencita hermosa, tanto o más que su madre. Aquí estamos tres hombres. Y tenga por seguro que a ninguno de nosotros nos parece, para nada, horrenda. Todo lo contrario. Y a eso tendría que agregar lo brillante que es usted como pintora. ¡Estos trazos son los de una verdadera artista! —, le dijo, halagándola con respeto y sinceridad. La actitud y la seguridad manifiesta en cada gesticulación, expresión corporal y tono de voz con que Javier se dirigía a ella, enmarcaban una voluntad inquebrantable, fuerte, en sugestión y enérgico poder de convencimiento. Missiell obedeció. Parada, con algo de vergüenza, se miró el rostro con aquel espejo de mano. Su mirada, por un segundo, delató a su corazón, buscando espontáneamente, en los ojos de su otro doctor: Rodrigo, una mirada reafirmante. —Ve, ¡es hermosa!, tan hermosa que logró sonrojar a mi colega — puntualizó este, estirando una sonrisa burlona ante la delatora tez de Rodrigo. —Missiell, eres muy hermosa. El doctor Javier tiene toda la razón —; dijo, en apuros, pero saliendo adelante en su apoyo, evitando quedarse callado. Alberto, centímetros detrás de Javier, permanecía en silencio. Aunque sus ojos recorrían libidinosamente el cuerpo de su paciente. Su mirada buscaba aquellos ojos, buscaba en ellos, recordando, la mirada que días antes lo endulzó y excitó de sobre manera. Pero esta le era esquiva, indiferente; como si frente a él se encontrara otra persona. —Señorita Missiell, hábleme ahora de aquellas cosas horrendas. Esas que ella hace y usted desaprueba. La pregunta le llegó como el filo de un sable surcando su piel, sorprendiéndola con la guardia baja, directa al blanco de su disociación. Aquella de la cual desconocía Alberto, quien pensaba que se trataba de una simple y caprichosa amnesia. 113


Su cuerpo se puso tenso. Ella tomó asiento y volvió a abrazarse a su almohada, alzando un muro ante su solicitud. Javier logro atisbar, un par de dibujos ocultos debajo de las sábanas. Estiró la mano hacia estos. — En este dibujo parece retratarla muy bien... lo digo por las sombras negras en su rostro y la mirada en la que puso tanto énfasis. Además está rodeada de varios hombres... desnudos y excitados. ¿Podría responder y explicarnos qué significa? — insistió. —Preferiría no hablar... de eso...Me es muy... difícil...yo...yo no los hice —, respondió ella, visiblemente consternada, abochornada. Negando, lo que parecía innegable: su autoría. —Bueno, entonces dígame por qué la llamas puerca — repreguntó. —Lo digo porque ella no cree en Dios y hace cosas... —, respondió tímida, con la cabeza gacha, tratando de evadir la respuesta. El padre Alberto confiaba en que ‘ella’ no contara nada de lo sucedido, pero su sentir se veía tambalear al no entender por qué ella mostraba tal actitud, tan distinta a la que él había conocido. —Bueno que ella no crea en Dios, no la hace mala. Existen célebres ateos a lo largo de toda la historia y en el presente que no necesitaron o necesitan de un dios para comportarse como excelentes personas. De modo que... eso no le hace una puerca, ¿o sí? —puntualizó Javier, haciéndole a saber, sin intención, su escepticismo e inclinación filosófica. Missiell alzó la vista, mirándolo juiciosamente, pero aquella aclaración la motivo a expresar y expulsar su indignación. —Es una puerca por lo que hace con los hombres y hasta con las mujeres. —¿Y qué es lo que hace, señorita Missiell? —preguntó él, enroscando hacia arriba, maniáticamente, una de las puntas de su bigote. —¡Tiene sexo!, ¿ok? ¡Tiene sexo de todo tipo forma y color!, con todo el que se le antoja o cruza, sea hombre, mujer o lo que sea — respondió visiblemente molesta e indignada. —Pero... ¿cómo va tener sexo, digo... con quién? Cierto, en sus sueños, ¿verdad? 114


Javier pensó que ella estaba confundiendo la realidad de una personalidad disociada de su yo, con sus propios sueños. —¡Con varios! —, repuso ella aún más molesta. Y él, tratando de entender o aclarar para sí mismo y para los presentes las diferencias entre sueños y realidades manifestadas en una mente con desordenes de personalidad, añadió: —Bueno aquí en este otro dibujo ha retratado, entre sombras, al que, sin temor a equivocarme, se parece fielmente al, aquí presente, doctor Alberto. Lo cual sería imposible —. Expuso. Aquella certera suposición estalló en la cara de ambos jóvenes doctores. —De ser así, pondrás celoso a más de uno aquí—, concluyó, sonriendo, jugando con la situación, en lo que era una ácida broma para su paciente y una incómoda indirecta para su colaborador Rodrigo. Alberto permaneció en su silencio, pero sus pupilas, a la vista de un profesional, lo delataron. Rodrigo lo miró fijamente y tomándolo del brazo, sin importar ser notoriamente más delgado y algo más bajo que su colega, lo obligó a salir afuera. Este sabía lo que el otro desconocía: el hecho de que Amanda y Missiell eran, según lo manifestado, la misma persona. Y que sus sueños, no eran más que la expresión real de lo que vivía ésta siendo Amanda. —Hey, hey, ¿pero... qué sucede aquí? —. Preguntó al aire, mirando hacia la puerta sobre la montura de sus lentes. Luego observó a su paciente, buscando respuestas. Toda su experiencia le parecía dar la espalda. Él era presa también de una imprevista confusión. Missiell, lo mismo, aunque dentro de ella misma, en lo profundo de su conciencia emergía una verdad que le pintaba el rostro de tinte sanguíneo. En su confusión se preguntaba, aunque lo sabía, sí acaso no eran solo sueños en el que sus deseos y apetitos más íntimos se hacían fantasías o es que habían sido realidad como ellos parecían querer sugerir. Para sí misma se respondía en silencio: “Ella no cree en Dios, yo sí. Ella no existe. Es solo un sueño, nada más que un sueño. Una horrenda y sucia pesadilla.” Luego, 115


apretando sus parpados, dijo una sentida plegaria: “Diosito, no permitas que dejen de ser solo unas pesadillas. Te lo ruego, te lo imploro por favor.” Fuera de la habitación, en el pasillo, el esbelto brazo del entunicado soldado de Dios, con un movimiento brusco, se zafó. — Cómo un hombre como usted, y lo que representa, puede atreverse... —, increpó en voz baja, indignado, sin dejar de verlo directamente a los ojos. — Tranquilícese amigo. Ella fue quien inició todo —, respondió intentando justificarse. Su mirada era evasiva. — Ella es su paciente, ¡por Dios! —No haga tanto alboroto. No pasó nada —, dijo acomodándose el clerigman. Aquel alzacuello blanco, que lo distinguía como sacerdote, ministro de Dios, confidente de fieles, abanderado de la fe, perdió su inmaculada blancura hace mucho, la carne le ganó a su promesa y los votos de castidad en sacrificio al humilde servicio pronto perdieron terreno ante el poder que le brindaba, irónicamente, su sacra representatividad. —¿Cómo que no pasó nada? Ese dibujo lo acusa directamente a usted —, volvió a recriminarle. —Ese dibujo no expone nada que me incrimine. Usted lo ha visto. Ella está, se expone, de rodillas frente a mi... eso no tiene nada de malo. —¡Es la actitud! — reclamó —, sus manos acercándose a su, supuestamente, casta virilidad; ¡su rostro y el de ella! —, le aclaró —. ¡Usted y su sotana se están aprovechando de una joven enferma, con un posible trastorno de personalidad múltiple! ¿Acaso no lee los informes? Una silente pausa congeló el instante. —¿Personalidad múltiple...? Ahora entiendo..., ahora entiendo —, repitió y luego escupió una sonrisa burlona —. Bueno y... a usted qué tanto le afecta, ¿o es que a usted le interesa la nena? He notado claramente las miraditas que se dan. No se me haga el desentendido, hombre —, dijo poniéndose a la ofensiva —. Le repito, no pasó nada del todo importante, de modo que siéntase tranquilo.

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La discusión terminó abruptamente luego, con la solemne promesa por parte de Rodrigo de hacerle llegar un memorándum a la regente madre superiora si es que él recurría en su falta de ética y moral frente a esta o a cualquier paciente, so riesgo de perder su trabajo también. Alberto lo miró con desdén e ingresó nuevamente. Rodrigo, por su parte, se tomó unos segundos para concentrarse en su respiración, retomar la armonía emocional, deshacerse de la ira, la misma, ciertamente lo había alterado, para luego volver. Su aprendizaje en meditación y yoga se había puesto a prueba. Se sabía un ser cuyo dominio sobre sus emociones, ego y deliberación lo constituían como una persona cuya homeostasis difícilmente podía verse afectada, pero la indignación sentida le jugó en experiencia desconocida hasta entonces. Y es que las emociones que ahora le surgían eran producto de un factor causal nuevo, desconocido hasta entonces para él, y con el que nunca antes se había topado llamado: amor. Del tipo atracción emocional y física hacia una mujer. Él no era, del todo, consciente de ello, por lo mismo, no se explicaba la súbita alteración reciente, la transpiración cutánea ni el rubor en sus mejillas cuando su mirar coincidía en vibración con el de ella, Missiell, su hermosa y joven paciente. —Señorita Missiell, me gustaría hacerle una pregunta, la cual, en vista de que estamos solos, le será más sencillo responder. Es importante para el psicoanálisis saberlo de usted misma. Créame, si no fuera por ello, no se lo preguntaría —, dijo Javier momentos antes de que sus colegas volvieran. Ella accedió. La pregunta buscaba saber si Missiell era o se consideraba virgen, y el cómo percibía el sexo y la sexualidad. Su respuesta, envuelta en timidez, fue directa. Ella se consideraba virgen. Lo sucedido hace meses, no lo tenía conscientemente registrado. Además le expuso que, para ella, toda relación sexual debía tener como objetivo la procreación, de lo contrario la consideraba mal vista por Dios: pecado. Tal afirmación evidenciaba la fuerte influencia católica de su madre y, posiblemente de su padre, quien por información de su tía abuela, inicialmente fue cristiano evangelista, como su noviecillo, pero luego al conocer a su madre se convirtió al 117


catolicismo. La religión era algo enraizado en ella desde muy pequeña. Luego le hizo saber su predisposición a ser monja o, por lo menos, misionera, si es que el amor “verdadero” no llegaba a su vida. Confesó además nuevamente, ante las agudas preguntas de Javier, que había explorado más de una vez su cuerpo. Aquellos actos masturbatorios los consideraba pecadillos por los cuales pidió, en su momento, el perdón de Dios. Ella quería llegar pura al matrimonio, pero su cuerpo, como ella misma le expresó, algunas veces la empujaba a hacer cosas que no quería, pero que disfrutaba. Al expresar esto como confesión médica, se llenaba de rubor y sus dedos, haciendo evidente su ansiedad, se entretenían entre las puntas de sus cabellos. Javier anotó en la historia la posibilidad de la aparición, surgimiento de Amanda, manifestaba el lado rebelde de la joven, el lado que afloraba su amargura contra la sordera de su Dios ante sus plegarias, ante su cada vez más agobiante y penosa situación, cuyo límite rebasó tras la muerte de su madre; así mismo contra la represión religiosa, enmascarada en todas las prohibiciones bíblicas; contra el castigo ante la libre expresión de su sexualidad; ante los limites, parámetros impuestos de manera introyectiva por su madre y abuela. Amanda, desde el punto de vista de aquel eminente psiquiatra, era la cara contraria de Missiell; el lado de su personalidad que se revela ante toda norma, regla o moral en busca de libertad, la libertad que le fue negando su situación, hasta enfrascarla en un mundo sin salida. Lo que drásticamente provocó aquel intento fallido de suicidio, y al fallar en este intento casi consciente, su mente rebuscó alguna otra salida, expresada en una disociación del ‘yo’: en otra personalidad. Pero la certidumbre de esta conclusión se le derretía como chocolate entre las manos: el trazo en los dibujos era visiblemente diferente en unos de otros. Aquellos que Missiell trató de mantener escondidos se diferenciaban de los otros de manera clara: su trazo era apurado, pobre en detalles y falto de color. Missiell recalcó al respecto, no recordar en absoluto haber retratado esos otros.

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Lo que se manifestaría con mayor notoriedad, días después. Tales conjeturas y opiniones fueron tema de conversación a la salida ya de los tres doctores. Javier no quiso o prefirió no indagar sobre lo acontecido entre su paciente y el padre Alberto. Sabía que aquello saldría a flote tarde o temprano, y cuyos efectos involucrarían a sus causantes. Ello no era su asunto. Además era claro para él que Missiell ya tenía, en Rodrigo, quien se cargase con ese problema. La practicidad, frialdad: el desapego “no involucrarse de manera emocional con los pacientes” era una regla, la cual la tomaba de forma draconiana. —Es tan peculiar e interesante descubrir la conciencia de dos “yo” bajo una misma piel psíquica — fue la palabra con la que se despediría de ellos y de sor Cristina. === El jueves de esa misma semana, días previos a la visita del cardenal, Rodrigo volvió a ser el primero en su aparición. Se encontraba muy contento. Sor Cristina le había hecho saber, entre indirectas y bromas, la buena predisposición mostrada por Missiell para con su persona. Ella había preguntado por él en sus paseos matutinos por los jardines del hospicio, sonsacándole tímida y sutilmente, entre charlas, si es que este era casado, si tenía hijos, etcétera. Además le hizo saber lo mucho que esta había mejorado desde que aceptó el encargo: ella se mostraba mucho menos temerosa, algo más sociable y sonriente, su apetito había mejorado y, lo mejor de todo, Amanda no se había vuelto a aparecer. Al menos ello no se registraba en los informes hacía ya varios días. Si esto se mantenía así, dijo ella, muy pronto se le tendría que dar de alta y tratarla ya tan solo ambulatoriamente. Esto contentaba a Missiell, quien añoraba volver a ver a sus hermanos, visitarlos, y por qué no, ir a ver a su padre, pese a que este, hasta la fecha no la había venido a ver. Luego llegaron sus colegas y antes de salir hacia sus citas el padre Alberto dijo:

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—No es por nada pero el caso de la paciente me es algo turbio, no pude dejar de ponerme en su lugar y analizar un poco los hechos. —Sea claro por favor —, dijo Rodrigo, distante. —Vean... ella viene de un hogar destruido, cargado de problemas, carencias y situaciones muy difíciles. De repente despierta aquí y ve que tiene todo sin tener que esforzarse más. —Vaya al grano, ¿que está insinuando? —. Preguntó Rodrigo. Javier escuchaba, dividiendo su atención en sus historias médicas. —Solo digo... que es muy conveniente para ella estar aquí. Adiós a cuidar a sus hermanos, adiós a aguantar las borracheras de su padre, a las hambrunas, y molestias de una vida pobre y sin futuro; bienvenido el techo, la cama y la comida sin hacer esfuerzo alguno. Digo… unas buenas vacaciones al menos por un tiempo. —Insinúa que ella está fingiendo todo esto. —No sea ridículo —. Lo increpó. —Solo digo que hacer creer a todos que sufre un trastorno, fingir no recordar y actuar extraño le es un buen negocio. Fíjese, además, si me entero que mi tía abuela, es mucho más afortunada y yo soy su única heredera, aquella que esperaba que se apareciese para ser su favorecida y sucesora. —¿Fortuna?— —Sí y una bien gorda, son más de treinta años que la anciana viene almacenando dinero... para muestra un botón: la camioneta de la institución es vieja y destartalada, pero la suya es una flamante de este año que, por cierto, nunca utiliza. Es avara y roñosa. ¡Miren su casa!, a todo lujo; y aquí faltan hasta buenos colchones. No gasta ni para la limpieza, ya ven como las ratas se pasean por las noches. —Está delirando, acaso olvida que murió su madre, y que estuvo en coma por ¡meses! —dijo Rodrigo, escuchándolo con molestia. —No, no digo que todo sea un plan, aunque no desestimaría eso tampoco, lo que digo es que se despertó del coma y en camita tuvo mucho tiempo para evaluar la situación y decidir la manera de cómo permanecer aquí el

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mayor tiempo posible —. Explicó Alberto, acomodándose su clerigman. —Pero ¿cree que estar ahí, en ese frío cuarto, es muy bonito, sin comodidad alguna, con un baño sin puertas, recibiendo sedantes? —Bueno, eso no sería por mucho, luego hace creer a todos que se curó y, zas, pasa a fingir querer ser monjita y de allí un paso más y la veremos en el sillón de su abuela. La recompensa ante el sacrificio lo vale y de sobra. Al menos piénsenlo, yo no descarto esa opción. —Dígame Alberto, cuántos pacientes con este tipo de trastorno a tratado usted —, preguntó Javier. —Ciertamente ninguno. Solo digo que no hay que creer necesariamente todo lo que dice. Este buscaba en su retorcida lógica, desacreditar a su paciente con el fin de acallar los ácidos susurros de su conciencia, de tal manera que pueda entregarse sin reparos al dominio de sus deseos y verse así librado de posibles acusaciones. Su yo narciso quería inconscientemente salirse con la suya, pasar sobre la honorabilidad de un paciente con tal de satisfacer su egoísta lujuria. Sus intrigas no tuvieron eco en Javier, pero en Rodrigo dejó un desagradable sinsabor. Cabizbajo y pensativo, tirando finalmente al viento aquellas ideas, enrumbó hacia el cuarto de Missiell. Al llegar a su puerta, se dispuso a entrar. Tocó antes para evitar cualquier imprevisto; ella no respondió. Trató de verla por la ventanilla; no la alcanzó a ver sobre su cama. Con prudencia entró, al mismo tiempo que decía: — Buenos días... ¿se puede? Al agudizar el oído en busca de respuesta logró escuchar un tenue llanto. Missiell yacía agachada en una esquina, aferrada nuevamente a su almohada, descalza. Su llanto sentido, profundo y desgarrador, pero silente. Rodrigo ingresó al verla, y de inmediato se vio sorprendido. Casi una decena de dibujos se hallaban pegados sobre las cuatro paredes como cuadros macabros con escenas grotescas, acusatorias, despiadadas. En ellas se mancillaba 121


vulgarmente su pudor, su intimidad. Pintadas a carboncillo se la retrataba teniendo sexo. Cada dibujo en una pose diferente, en una situación alternante, desde el sexo más tradicional hasta el más desenfrenado. En ellos se enfatizaba el gozo por lo sadomasoquista, en otros la entera sumisión a aberrantes preferencias, distantes para un espíritu como el de Missiell. Amanda imponía su presencia de manera mal intencionada e hiriente. Atacando justo el bastión de lo único que le quedaba de valor y de lo que se enorgullecía interiormente: su virginidad; aquello que la diferenciaba de Amanda, pero como portadas de revista o de película porno le mostraban que ya no lo era. Cada una era como un lapo, como una cachetada en la cara, uno tras otro le hacían ver lo que en sueños creía tener como pesadillas, pero que muy dentro de ella sabía que eran realidades. Realidades que si bien no eran procedentes de ella, lo eran a través de alguna manera que no se explicaba, pero que su propio cuerpo le mostraba: dolores musculares, hematomas, rastros de secreciones u olores ajenos a ella secos o adheridos a su piel o ropa; evidencias que día tras día trató de ignorar, de eliminar de su mente y cuerpo duchándose, limpiándose apenas despertaba; sueños que de alguna manera desconocida, en ella, se hacían realidad. Temblando alzó la mirada, buscando desesperadamente ayuda. Las sombras negras sobre sus parpados y labios, a manera de maquillaje, angustiosamente despintados con la sorpresa o la confusión de cada mañana, sorprendieron a Rodrigo. Al parecer ambas conciencias alternantes se habían repartido los tiempos. Missiell tenía los días y Amanda las noches. Aquellas llaves fueron una y otra vez utilizadas, cada vez que aquella puerta no era cerrada con la aldaba de hierro. Algunas enfermeras o auxiliares lo hacían, otros no. No era una directiva para pacientes inofensivos. Además, entre algunos de los dibujos, parecía ser ella misma. En estos se la veía, sin el maquillaje propio de Amanda, copulando con un par de miembros del personal masculino y en otro también con una del femenino. Rodrigo reaccionó, se acercó a ella, quien al contacto de sus manos rehusó, fóbica, a ser tocada. Luego la cargo entre sus brazos. Ella se encontraba en shock, temblando, llorando 122


tímidamente, sintiéndose la mujer más sucia del mundo. Su disociación personificada, supuestamente, en Amanda se había dado además la molestia de leer su historia clínica, de donde extrajo la información desconocida, hasta entonces, para ambas, relacionada está lo acaecido con el paciente Juan. Al respecto, Amanda también le había hecho un dibujo, el mismo que colocó especialmente sobre la cabecera de su cama. Cruelmente enmarcado con un corazón pintado de rojo y sobre este escribió: “Juan el inteligentísimo y Missiell la zorra.” En este le hacía saber gráficamente lo ocurrido. Además un pie de página decía cual puntillazo mortal: “Tu primer amor.” Junto a este, finalmente, la hoja clínica donde se reportaba el hecho. Rodrigo en seguida notándola desfallecer, la llevó cargada hacia la enfermería, de donde extrajo un sedante, el mismo que le administró directamente en el brazo, Missiell enseguida quedó dormida. De esta cruel manera Amanda se aseguraba de mantener las cosas como estaban, echar por los suelos lo avanzado, y de prolongar su estadía en donde al parecer le era más cómodo. Mientras Rodrigo caminaba, de vuelta hacia la habitación, con ella en brazos pensaba en los casos clínicos de disfunción de la personalidad que había leído desde que los indicios de este desorden emergieron en la paciente. Lo extraño, para él, se manifestaba en que en la gran mayoría de casos, las personalidades alternantes rara vez actuaban tan expresamente en contra de la personalidad principal; rara vez se reportaron hechos en los que las acciones de estas buscaran, de manera tan premeditada e intencional, el mermar el ánimo y la salud mental de su progenitora. Cierto era que actuaban de manera independiente y hasta se describían a sí mismas con características físicamente diferentes, buscando una distinción, la cual por lo general era el opuesto o contrario del original: un yo que contenía todo lo carente y necesario para lidiar con los problemas que dominaban, desbordaban, la vida de la otra. Esta otra expresión de la mente, debía ser un como un salvavidas, un amigo, otro ‘yo’, buscando recuperar la homeostasis perdida, hundida, en los

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mares que asolaban su existencia. Pero en el caso de Missiell, las cosas no eran exactamente así. Ya en la habitación, la ubicó de lado sobre la cama, cubriéndola con las mantas. Luego le acomodó los cabellos que se escurrían sobre la lozanía del rostro, ubicándolos por detrás de su oreja. La contempló pensativo, su mirar se detuvo pacífica y compasivamente sobre las pequeñas pecas que se esparcían sobre su nariz. Ella descansaba en paz. Sus ojos permanecerían cerrados por varias horas. Entonces marcó en su celular el número de Javier, a quien le dio un breve informe de lo sucedido. Luego dirigió su atención a las paredes empapeladas de dibujos. Los observó detenidamente, buscando algo, dejándose llevar por la intuición, esta se veía por momentos afectada por lo explícito de las figuras, lo que lo llevaba a preguntarse la intención de los mismos. Él desconocía la posesión de las llaves, ignoraba, al igual que todos, que ella podía salir y entrar del recinto a su voluntad, por tanto suponía que aquellas muestras gráficas eran tan solo el producto de la lasciva imaginación de Amanda, a quien no había conocido aún. Acto seguido notó la adhesión de estas: producto del dentífrico, y luego de observarlas, al detalle, las iba despegando. Entonces su mirada se detuvo en una de ellas, descubriendo algo que exacerbó su curiosidad. El cuerpo desnudo de Missiell, en uno de estos, pendía de un techo, colgado de las muñecas, atadas a cintos de cuero, lo bastante alto para ejercer presión suficiente como para dejar, de seguro, marcas en ellas. Su sangre se heló, un sudor frío recorrió su espalda y de inmediato se dio vuelta hacia el cuerpo durmiente, descubriéndole enseguida los brazos. Efectivamente, y muy a su pesar, magulladuras moradas circundaban ambas muñecas, como groseras pulseras tatuadas por su propia sangre sometida a gran prensión sobre su piel. Sacudido por la sorpresa, las miró y acarició, levemente, renuente a aceptar aquella increíble, triste y cruda realidad. Ahora entendía, con mayor empatía, el trauma psicológico que aquellas pinturas causaron en Missiell. Ahora entendía el porqué de su aborrecimiento por Amanda. 124


En los siguientes minutos él experimento la misma cólera. Aquellos cuadros comenzaron a bombardearlo, germinando, creciendo y estallando en su comprensión. Se dio cuenta entonces de que realmente estaba enamorado de su paciente. Extremadamente dolido con el hallazgo fue descubriéndola poco a poco, de tal manera que las mantas que cubrían su cuerpo la iban exponiendo, recostada de lado, envuelta en sus pijamas. Se fijó entonces en la otra parte descubierta de su cuerpo: sus tobillos. Marcas similares también en estos. Los retratos fueron encendiéndose en su memoria, indicándole hacia dónde dirigir su mirada, hacia dónde buscar. Apartó hacia atrás su cabello, descubriendo hematomas también. Casi horrorizado, al darse cada vez más cuenta de que aquellos dibujos en verdad eran como fotos de una bizarra realidad, respiró profundo, inspirando y exhalando lentamente, muy conscientemente, procurando no sentirse tan emocionalmente afectado. La situación le exponía claramente el hecho de que ahora más que nunca, ella necesitaba de toda la ayuda posible. Y solo manteniendo la perspectiva podría ayudarla, aunque se daba perfecta cuenta del profundo sentimiento que florecía en él, como una hermosa rosa cubierta de espinas, y con el cual debía lidiar y luchar para que este no se interpusiera en el tratamiento. Sabía que en nuestro cuerpo las emociones viajan mucho más rápido que las razones pero confiaba en su discernimiento, en el control emocional y mental alcanzado gracias a su dominio consciente de su mente. Sabía que nada sucedía por casualidad. Ahora presentía la razón del porqué los vientos del destino lo trajeron hasta aquí. === Al día siguiente la madre insistió en que le trajesen a su nieta a su despacho. No le importó su inestable situación ni en la profunda depresión en la que se precipitaba, razón por la cual un nuevo fármaco se le sumó a la lista: un antidepresivo. La orden fue artera, para evitar posibles discusiones esperó a que 125


sus doctores se hubiesen retirado a almorzar. Cabizbaja y algo somnolienta por las pastillas fue acompañada por sor Cristina. Por otro lado Rodrigo, tras narrarle lo sucedido a Javier, pidió a la madre se investigase quién o quiénes le facilitaban la salida a Amanda. Él atribuía sus aparentes salidas a un cómplice de quien advirtió bien podría ser hombre o mujer. La superiora no pudo ni quiso creer tales sucesos, de manera que simplemente indicó a sor Cristina que asegurase con llave su puerta. Lo cierto era que la cena con el cardenal sería en muy pocos días y no le era para nada conveniente postergarla. Los caprichos del ilustre personaje no le aceptarían ninguna excusa. Al llegar Missiell fue ubicada en una silla justo frente al escritorio. Su tía la observó pensativa. —Joder, con esa actitud el cardenal se aburre y se va. ¿No se le puede dar algo para despertarla un poco? —, dijo contrariada, nada satisfecha. —Lo que tiene es depresión y, bueno, ya es su hora de dormir. No es tanto efecto de las pastillas —, apuntó la sor. Era la primera vez que Missiell veía a su tía abuela, pero su abatimiento era tal que no mostraba ánimo o curiosidad alguna. Al verla recordó su rostro cuando de muy niña alguna vez la vio en algún evento o reunión familiar. —Tu madre ya no volverá, te lo aseguro, y tu padre debe estar tirado en alguna cantina. De manera que o te desahuevas5 o te vas al carajo —, le dijo sin miramientos —. El cardenal quiere verte, es una muy buena oportunidad para ti. Él es un hombre de muchísimo dinero, grandes influencias, poder. Missiell no respondió. Permaneció en silencio. La madre al notar que no obtendría respuesta alguna, simplemente ordenó que se la tuviese lista para el día en cuestión. La cruz que se estrelló contra el suelo le fue devuelta. Cristina le alcanzó la silla de ruedas y salieron. En ese instante la madre la solicitó para ajustar detalles de la célebre visita, de manera que Missiell fue dejada, mientras, en la sala de espera.

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Dejar de hacer el idiota o estúpido. Que espabile. N. del E.

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Allí aguardaban, hacía poco menos de una hora, un par de jóvenes periodistas de una radio nacional católica cristiana, que esperaban entrevistar a sor Eulalia en vivo a través de Internet. La historia del hospicio era el tema. La madre, quien no buscó tal encuentro, y no era nada proclive a mostrarse en los medios, los mantuvo esperando con la intención de que se cansasen de esperar y se retirasen. Tal acto se concretó por presión del cardenal, como agregado favorable a su labor social y a su imagen pública. De tal manera que la madre no pudo decir que no, pero lo olvidó. De repente la luz de los dos reflectores y los colores expuestos en la pantalla del ordenador despertaron la atención de Amanda, quien sin mayor problema apareció. Totalmente atraída ante la tecnología se puso de pie y caminó hacia ellos. —Hola, amiga. Este... me pregunto si... —, dijo el entrevistador, quien ansioso y preocupado ante la espera, por los pocos minutos en los que su audiencia y sus anunciantes se reuniesen en el aire decidió entrevistarla y ante miles de creyentes seguidores de dicho programa Amanda respondió a su introducción de: “gracias a Dios...qué opinas sobre el milagro santo que proviene del servicio que brinda de este lugar a los más necesitados...”— Joder. Digo... creer en que el hermano gruñón y mayor de papa Noel, un viejo barbudo que habita en alguna nube desconocida, allá en el en espacio, el mismo que puede librarte del mal de un cornudo con cola y trinche que habita entre llamas y fuego, en el centro de la Tierra; porque una mujer creada de una costilla, pareja de un hombre hecho de barro, fue convencida por una serpiente parlanchina para que comiera de una manzana de un árbol mágico... Uff ¡creer en tal sarta de idioteces... ¡y que yo crea todo eso sí sería un estúpido e inexplicable milagro! Alarmados ante tal respuesta quedaron enmudecidos durante algunos segundos, mientras Amanda recuperaba el aliento de su irrefrenable discurso y jugueteaba con la cruz entre sus senos, frente a la cámara. —Si quieren ver un verdadero milagro... —, añadió levantándose el pijama y mostrando sus senos ante toda la

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audiencia —. Aquí lo tienen: un par de nuevecitos y hermosos senos, reales; no un imaginario al que llaman Dios. — remató. —¡Qué hace esta! — exclamó airada la superiora al verla. Sor cristina, quien salía detrás de ella, recibió la pregunta. Amanda buscó la puerta y salió rápidamente de allí. A los pocos minutos fue atrapada por un par de auxiliares y llevada de vuelta a su cuarto. —¡Te vas pudrir en el Infierno! —; fueron las palabras con que la madre explotaba en una reacción en cadena de furia al tenerla en frente. Sor Cristina por su parte quedó a la tarea de continuar con la entrevista, arreglar el inconveniente suceso. —¡Esta me la vas a pagar, puta del Demonio! —Demonio, Diablo... ¡no existe!, así como no existe el Infierno; culturícese un poquito más —, dijo poniéndose al otro extremo de su cama, buscando así mantener su distancia. Los bastonazos de la madre le zumbaban cerca. —No quiero escuchar tu filosofía barata, atea estúpida —. Respondió enardecida —. ¡Sujétenla, quiero que le den un buen duchazo de agua fría! Los chacales se lanzaron sobre ella, quien no pudo escapar, y viéndose inevitablemente atrapada le gritó: —Lucifer no es más que otra imbecilidad cristiana, “Oh Lucifer tú que caíste del cielo, hijo de la mañana..., subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios...” Isaías. Lucifer o Lucero no es un ser; así se le denominaba en el siglo cuarto al planeta Venus, Venus era el lucero que se veía en la mañana cayendo al ponerse el sol, vieja ignorante. — ¡Cállate no quiero escucharte! — gritó, punzándola con el taco del bastón. Pero ella continuó, mientras era cargada hacia la ducha. — Y “Satán” tampoco es un ser, es un adjetivo que aparece varias veces en el Tanak judío, de donde viene su Biblia; y “Diablo” viene del vocablo diábolos que es un sinónimo en latín de Satán. A sí que entérese, ¡no existe! ¡Eso lo tergiversaron para sembrar miedo, cual lobo para dominar borregos! ¡Meeeeeeeeeeee! —. Terminó diciendo mientras era introducida en la regadera.

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El agua helada cubrió su cuerpo dejándola sin aliento y Amanda entonces dejó su lugar a quien finalmente recibió la reprimenda: Missiell. Quien al verse con el pijama empapado, su cuerpo desnudo expuesto tras el lino, se cubrió cuanto pudo con sus brazos y manos de la vista invasora de los dos auxiliares. No contenta con esto la madre pidió que la despojasen de la prenda y así lo hicieron. Bruscamente uno la sujetó de la cintura mientras el otro le ayudó a levantar la prenda por sus brazos hasta quitársela. Missiell se aferró enseguida a su trusa, implorando que se detuviesen. La madre salió indicándoles que hagan con ella lo que quieran, más no demasiado. Afortunadamente en seguida llegó sor Cristina, quien se interpuso, logrando hacer, so amenaza de llamar a la policía, que se retiren. Luego se hizo cargo de ella. Missiell temblaba casi al borde del shock, la secó rápidamente, para luego abrigarla y permanecer junto a ella hasta que se calmara. === Entrada aquella tarde, la junta médica decidió insistir con la técnica de la hipnosis para poder entrar en contacto, de manera controlada, con las dos personalidades alternantes y disociadas. El objetivo era determinar el punto en que se produjo la disociación de personalidades y el tratamiento: entrar en un psicoanálisis de la mano de Javier, y una terapia de ‘darse cuenta’ vía las manifestaciones corpóreas o emocionales que desencadenaban en la aparición de Amanda, para intentar prever y anticipar el surgimiento de esta: Intentar controlar la disociación. Estaba claro para Rodrigo que el psicoanálisis podría tomar años, tal vez toda la vida. Buscaba una alternativa que favoreciese y ayude a su paciente en el ‘aquí y ahora’, en el presente. Intentar la sugestión previa a la hipnosis fue muy complicado en consecuencia de lo recientemente ocurrido, de modo tal que le fue administrada una dosis de fármaco hipnótico con lo cual, tras una larga sesión de relajación se pudo continuar. —Missiell, deseo que te mantengas en ese paisaje lleno de paz y tranquilidad, que te sientes junto al arroyuelo y sientas el 129


latir en tu pecho envuelto en la paz, concéntrate en el aroma a sándalo, en el murmullo del correr de las aguas cerca de tus pies, en la brisa que acaricia tu rostro. Permanece así. Y cuando ajuste tu mano, quiero que Amanda se exprese. Deseo hablar con ella. Apenas sientas esa presión en tu mano quiero oírla saludarme. Tú permanece en ese ambiente de paz y tranquilidad, con los ojos cerrados. No trates de escuchar ni prestar atención a nada que no sea la atmósfera que te brinda ese lugar. Ese lugar es solo tuyo, nadie podrá molestarte allí —, dijo Javier, tratándola, esta vez, de tú. Momentos antes Rodrigo cerró las cortinas, acomodó a Missiell, sobre su cama. —Hola doctor Javier. ¿En qué puedo servirlo? —. Se dejó escuchar. Aquella voz algo más ronca, intencionalmente sensual, la cual se diferenciaba notoriamente de la dócil, tenue y tierna voz de Missiell. Sus ojos permanecieron cerrados. Sus piernas, previamente estiradas a lo largo de la cama, se plegaron hacia ella, cubiertas por el lino de su corto pijama y el algodón de unas largas medias negras de lana. El largo de su pijama entonces descendió, varios centímetros, por sus muslos. —Muy buenas tardes Amanda. Mucho gusto de conocerte —, dijo Javier. Ella, sobre sus rodillas, las que juntó y abrazó contra su pecho, encontró un apoyo para su rostro. Rodrigo atento y sorprendido pero calmo, escuchaba y observaba por primera vez la disociación. —Ya nos conocíamos doctorcito. ¿No recuerda el día de la ceremonia, en la iglesia? —dijo, irguiendo su postura, jugueteando con sus piernas, las cuales como alitas de ángel de seducción, las iba abriendo traviesamente. —Cierto. Tienes razón... Bueno, aquí estamos esperando saber más acerca de ti. Espero que nos permitas hacerte unas preguntas. Tras sus parpados, sus ojos se movían excitados y una sonrisa despreocupada y vivaz les decía “aquí estoy y no les temo”. —Eso depende —dijo ella insinuante. —Bueno aquí estamos tus tres doctores: Alberto, a quien ya conoces; yo, Javier, y Rodrigo quien se incorporó hace unas semanas para apoyarnos con sus conocimientos traídos desde ‘Oriente’ —, dijo enfatizando sarcásticamente la procedencia de la filosofía y tratamiento de su joven colega. 130


— Sí lo sé. Están todos aquí...solitos y para mí. Bueno, sé que Rodriguito, quien, por cierto está súper guapo ya tiene dueña. Está reenamorado de la tonta de Missiell. Lo noto en su voz, en como la trata. Tan caballerito él. Y ella ¡uf!, ella, se derrite por él. Si yo fuera ella ya me lo hubiera comido enterito, pero es tan... tan monja, tan Missiell —. Dijo, dejando saber que podía percibirlos sin abrir los ojos —. Digo, desde ya, que si no se despabila, tendrá que cederme la iniciativa. ¡Es un bombón! — expresó totalmente desinhibida. —Bueno, bueno, Amanda, en principio nos gustaría saber ¿desde cuándo estás aquí, desde cuándo eres parte de Missiell? —Esa pregunta es fácil. Estoy aquí desde que la mosca muerta intentó, fallidamente, terminar con su triste vida. Pero por qué insisten en esos temas aburridos —, dijo alcanzando y colocando la mano de Javier sobre sus rodillas, las que junto nuevamente. Su otra mano se escurrió lenta y presta, por debajo de su propio pijama, buscando perderse entre las pretinas de su prenda interior. —Tal vez después de algunas respuestas tuyas, Amanda —, respondió Javier, siguiéndole la corriente inteligentemente. Sabía que perdería toda posibilidad de respuesta si no simpatizaba con ella, si no seguía su juego. —Uhm, no me diga que usted es gay, doctorcito. ¿Acaso no le gustaría ver de qué color es mi bombachita? —dijo, esta vez, dejando descender aún más los límites de su pijama, hasta por la mitad de sus muslos. Ella entonces abrió sus piernas, lo suficiente como para dejar ver su prenda. — ¿No se le antoja ver... mi conejita? Casi puede dejarse ver a través de la telita, ¿verdad? Está peladita. Lo notaron ya, ¿cierto? —, insistió permitiéndose guiar ella misma la mano de Javier hacia abajo, por la suave pendiente de sus muslos. Sin demostrarle el menor entusiasmo este recogió su mano y le dijo: —Querida Amanda, somos doctores. Vemos bombachas, vaginas y todo lo demás de manera frecuente. Dinos ahora porque atormentas a Missiell, qué es lo que quieres o esperas de ella.

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—No la atormento... bueno sí. Entiéndame un poquito. Es tan rico volver a sentir como te quema la piel, como te embriaga el deseo. ¡Este cuerpito es tan sensible!, tan placentero. ¿No ve acaso lo rápido que me derrito con solo imaginarlos excitados al verme? —, agregó, acariciándose lentamente frente a ellos. —¿A qué te refieres con volver a sentir? Ah, y no, no soy gay, soy viudo y tengo una hija de tu edad. De modo que bien podrías ser mi hija. —¿Dije volver a sentir?...bueno es que hace días que no... Me entiende, ¿verdad? —, respondió complicada, intentando dar una razón —. ¡Pero vaya! Usted si que sabe entusiasmar a una mujer ¿eh? — dijo algo molesta y continuó —. ¿Acaso no sabe que una hija fantasea a veces con el miembro erecto de su padre? ¿O me va a decir que cuando jugaba al caballito sobre sus caderas, usted no se excitaba? , y seguro la hacía de lado. Malo, malo, eso no se hace. Le pudo causar un trauma. Sentirse poco deseada o despreciada, estimado doctor. No me desprecie, ¿sí?— insistió apelando a herir la intimidad de Javier, logrando a tientas tomarlo nuevamente de la mano, insistiendo en su afán. — No te desprecio Amanda. Solo espero algunas respuestas—, señaló. Rodrigo lo miró inquieto, visiblemente incómodo, aguardando. —Bueno... así me gusta doctorcito... — dijo ella al mismo tiempo que sus ojos se abrían. No había luz ni el más mínimo brillo en ella —. Estoy cómoda aquí. Tengo techo, comida y donde dormir. No tengo que trabajar, etcétera. Estaré por aquí mucho, mucho tiempo —, respondió distanciando lenta y completamente sus rodillas nuevamente, masturbándose, dejándoles ver claramente, su evidente excitación, manifiesta en la humedad expuesta en su íntima prenda. —¿Quieres decirnos que hostigarás a Missiell, con el objetivo de mantener la situación tal y como está? ¿No deseas que ella se cure o hacer que cambie y puedas vivir una vida normal, casarte, tener hijos, envejecer junto a un hombre? ¿Amar? —¿Casarme, y todo lo demás? No, para nada, casarse es matrimonio, un sacramento más y yo no creo en ninguno. Soy atea, no creo en Dios. No creo en ese impávido Dios que deja 132


que una se joda; ese que dizque está allá, todo pancho, fresco, en los cielos sentándote en su puto trono, mirando con el pinche Cristo y todos sus ejércitos como aquí abajo la gente se hace mierda. ¿Tener hijos? ¡Menos! Estos se van, la dejan a una luego de que se les ha dado todo, ¡todo! Le dan a una una patada en el culo y la dejan a una pudrirse, hasta la muerte en un asilo. Su seductora actitud cambió de repente, transformándose en amargura. Su rostro se tornó ácido y enfadado. —Hablas como si hubieras vivido una muy mala experiencia. Que yo sepa, tu madre no murió en ningún asilo y tú eres muy joven para haber vivido todo ello. Un silencio secundó las palabras por unos segundos, y Rodrigo, sorprendido también, susurró al oído de Javier. Lo que este preguntó enseguida. —Amanda, podrías decirnos ¿qué edad tienes? Ambos doctores, desconcertados, buscaron descubrir el velo de un naciente misterio. —Que qué edad tengo, ¡vaya pregunta!... —, se mostró desconcertada —. Si no lo saben, léanlo en los documentos —, dijo cogiendo su almohada, abrazándose a ella, cerrando al mismo tiempo las piernas y cambiando el tono de su voz, en general mutando toda su actitud. —Queremos que tú nos lo digas, Amanda. Tu edad. Es fácil la respuesta. Tú misma nos has dicho que tu estado de amnesia ya fue superado. Que tu memoria pasada volvió. Entonces una respuesta inconexa y sorpresiva salió de su boca. —Ok, ok, me atraparon, les seré sincera. Soy Missiell. Yo creé a Amanda para hacerme la loca. No sabía que mi tía abuela tendría todo esto que algún día puede fácilmente llegar a ser mío. Creé a Amanda porque quise cambiar de vida, dejar de ser, Missiell, la niña pobre a la que todo le va mal. Dejar de reprimir mi sexo, ¡mis ganas! Ser otra, otra más libre. Y a la cual el mundo no le juega en contra, sino jugar yo con el mundo. Surfear las olas que yo quiero y no las que me imponen los demás —, expuso por momentos tartamudeante. La otra conciencia de Missiell se sumergió entre las sábanas cubriendo

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su rostro, gimoteando un llanto falso y amargo que se perdía entre las sábanas. Sus doctores se miraron desconcertados. Javier, tomándose de la quijada acariciando sus blancas barbas no dijo nada más, pero se retiró. Detrás de él salió Alberto. Y Rodrigo la miró llorar desconcertado, visiblemente confundido. —¡Tú no eres Missiell! — le dijo, sujetándola de los brazos, mirándola directamente a los ojos. Luego salió cabizbajo por detrás de sus colegas. Caminó a sus casilleros, en voz alta, les preguntó: —¿Y qué tal si Amanda se está haciendo pasar por Missiell? cabe esa posibilidad. —Sí, para un corazón enamorado cabe. A veces uno únicamente ve lo que quiere ver. En todo caso, habría que volver a hipnotizar a Missiell utilizando algún otro fármaco hipnótico. Pero eso ya será para la próxima semana. —Yo sugeriría unos cuantos electroshocks a manera de reprimenda. Seguro que con ellos diría toda la verdad —, agregó Alberto al pasar junto a ellos. —Padre Alberto, debe estar usted muy feliz —, dijo Javier alcanzándolo con la voz. — Yo creo que es una gran pendeja... una muy buena actriz, a la que ya le daría de inmediato de alta — respondió. Rodrigo cedió el paso, pensativo y al alcanzarlos se dirigió a Javier a quien haciéndole hincapié en las notables diferencias: religiosas, sexuales, emocionales, fisiológicas, conductuales, éticas y demás entre ambas. Además enfatizó la reacción el shock sufrido por ella ante los dibujos. Aquello era demasiado para poder ser una mera actuación. Javier le dijo que una mente puede creerse hasta sus propias mentiras y que él no dudaba que se trataba de una disociación de la personalidad, pero que se lo tomase con calma. Pusiese de lado su corazón y viese las cosas con la razón, y que no niegue la posibilidad de una extraordinaria capacidad histriónica por parte de esta. Por otro lado Alberto sonriendo sarcásticamente volvió a señalar que la paciente venía de un hogar destrozado, pobre, prácticamente desolado. Y que tal circunstancia podría motivar a la más insospechada salida por parte de una mente lo suficientemente audaz y apremiada ante tan abrumadora 134


necesidad. Si la madre superiora muriera hoy mismo, ella sería heredera de dinero y bienes suficientes para vivir sin necesidad de trabajar. De seguro eso le insinuó tal vez su padre y que tal vez por ello no apareció hasta la fecha a visitarla. —Una mente es un mundo entiéndalo así, sin apasionamientos. Lo que me extraña es que aparentemente la otra personalidad, se ha construido su propio pasado; de alguna manera ha proyectado los miedos introyectados de su madre o de su abuela, hacia un pasado anterior al propio. Y lo curioso es su rebeldía ante sus propias creencias religiosas. Una mente sana no puede estar enfadada o herida con algo que no existe. Amanda dice ser atea, pero es evidente que guarda mucho rencor contra eso a lo que niega una existencia. —Lo cierto es que la verdad saldrá a flote tarde o temprano, esperemos —. Añadió Javier despreocupado —. Pero cierto también fue que al ver a su hija no pudo sostenerle la mirada. Las palabras de Amanda revolvieron a su cabeza como dardos sutilmente envenenados. Missiell tenía exactamente su edad y una muy similar fisonomía.

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VI

Missiell esperaba sentada a uno de los extremos de la mesa del comedor principal. En medio un sabroso lechón a la naranja, varias frutas, vino y ensalada. Al otro extremo una silla vacía esperaba al cardenal, quien llegaría en cualquier momento. Su coche, un BMW negro, hizo su ingreso por la entrada de servicio para evitar incomodidades, distracciones siempre presentes a su magnánima envestidura, pero sobre todo buscando privacidad, la misma que la prensa podría arrebatarle si algún feligrés curioso alzaba la voz. Tanto el comedor, como Missiell habían sido preparados especialmente para la célebre visita. Un vestido largo de gasa color perla le fue especialmente comprado para la ocasión, los pliegues del mismo la cubrían casi completamente, a excepción de sus hombros y parte de su pecho, este se mostraba hermoso. Su crucifijo brillaba incólume a la luz de las enormes velas que iluminaban el añejo y sacro lugar. Su cabello adornado hacia arriba terminaba en cola, de manera que su cuello frágil y delicado estilizaba aún más su belleza. Ella, si bien había sido informada, no entendía que hacía realmente allí. Se sentía avergonzada e incómoda. Lo que ella suponía fue un extraño sueño, algo que ni en mil años se le ocurriría hacer, que no era parte de su personalidad y cuyo recuerdo la abochornaba, se extendía ahora en el tiempo. Junto a ella, pero a considerable distancia, se encontraba su tía, quien momentos previos, mientras la perfumaban y maquillaban, le advirtió que no aguantaría ninguna desobediencia o mala educación en la mesa y que de ella esperaba que simplemente no fuese descortés y más bien se mostrase muy agradecida. Caso contrario, amenazó con quitarle los favores para con ella. La madre hizo caso omiso a los apuntes de la historia clínica. Tampoco hizo caso a la advertencia de Sor Cristina de que no era conveniente que se le diese de beber vino por las potenciales reacciones adversas que podrían ocurrir al mezclar 136


este con los fármacos de su tratamiento. Todo lo contrario, le obligó a tomar un par de tragos al verla tan callada, tímida y ensimismada. —Tienes que ser amable, mirarlo con agrado. Bórrame ya, ya esa cara de niña boba, de mosca muerta. Sé muy bien que no lo eres. Fueron sus palabras mientras le hacía apretar aún más el corpiño, minutos antes de que le fuere avisado el arribo del cardenal. En seguida el séquito que acompañaba a la ilustre figura llegó. Dos agentes vestidos de negro y capucha permanecieron fuera. Eran su seguridad. Con él entró un par de curas más, sacerdotes de su más entera confianza. Todos en la mesa se pusieron de pie. El robusto cardenal, vestido con un majestuoso traje vino tinto saludó con desdén a la madre superiora, estirando el brazo, acercando su mano regordeta cubierta anillos de oro para que le fuere besada. Ella comiéndose su orgullo, la besó, dándole la bienvenida. Su eminencia, cuyo prominente abdomen y ego competían en representatividad, dirigió de inmediato su mirar sobre lo único por lo que estaba allí presente: la bella Missiell. Durante la cena el cardenal secundado por sus otros dos sacerdotes intentaron simpatizar, entablar algún dialogo fluido con ella, pero esta respondía apenas lo justo y necesario. Su actitud tímida y retraída, definitivamente poco sociable, no era del agrado de las visitas. Lo cierto era que el vino recién empezaba a surtir su efecto en ella. El estómago vacío en el que hizo su ingreso el fermento, antes de que ingiera alimento alguno, fue llegando a su torrente sanguíneo, la fue afectando. —De modo que la bella Missiell es de tu sangre, Eulalia —, dijo el cardenal, dirigiendo sus preguntas hacia la anfitriona. — De cierto que sí. Missiell es hija de mi sobrina, y esta, hija de mi hermana ya fallecida hace buen tiempo atrás. —Debo suponer entonces que es católica y que ha cumplido fielmente con los todos sus correspondientes sacramentos, tal y como Dios manda.

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—A decir verdad, siendo su padre, ahora que lo menciona, inicialmente protestante, pues... Missiell, creo recordar haber asistido al bautizo tuyo o de tu hermana. ¿Recuerdas tú? —Sí, he sido bautizada, pero no tuve mi primera comunión, ni tuve confirmación. Para ese tiempo las cosas ya se pusieron mal por casa —, respondió sintiendo como su cuerpo se iba relajado. —Cierto, creo que a tu hermana Marisol no la bautizaron o al menos no me invitaron a la ceremonia. De seguro por ello le cayó encima ese castigo y el infortunio la dejó tullida e inválida de por vida. El diablo se aprovecha de cualquier cosa para meter su cola puntiaguda y hacer daño a los que, por lo general, no son temerosos de Dios o desatienden alguna de sus obligaciones. Tu padre seguro que tan solo pretendió ser católico para cogerse a tu madre y, ya ves, el demonio de la embriaguez lo hundió en la bebida —, puntualizó muy ácida y crítica. —Mi papito era muy temeroso de Dios, se sabía la Biblia mucho más que mi madre. Oraba antes de cada comida, y no olvidaba venir a nuestras camas y orar, rezar por nosotros antes de decirnos las buenas noches, pero todo eso cambio cuando perdió su trabajo. —Pero era protestaste, luterano, y esos creen tener a Dios de su lado, cuando lo cierto es que han sido engañados por el Diablo, al igual que los judíos. Todos ellos se van a pudrir en el Infierno y con justa razón. Cómo se atreven a negar que una adore a la mismísima madre de Dios, Santa María —, expuso indignada besando la imagen de oro que colgaba de su cuello. —Esos evangelistas lo único que hacen bien es llenarse los bolsillos con el dinero que le corresponde a la verdadera iglesia de Dios. Si vieras las tremendas iglesias que tienen en norte América. Hasta aviones privados manejan estos pendejos. Añadió el cardenal, mientras ingería sin freno la carne del suculento y despedazado animal. Trozos de comida salpicaban su lugar. Él continuó: —Niegan a Pedro, y toman de la Biblia lo que les conviene. De estos salen pues los mormones, testigos de Jehová y demás sectas, cada una más equivocada que la otra. Las llamas del 138


infierno, de seguro, es lo que les espera. Ese Lutero debe estar requemándose, el pendejo. Pero hija, entonces no corramos riesgos, te bauticemos por si acaso a tu sobrina, como se debe y de paso se confirma. Ten presente que, esto que le ha pasado, puede haber sido una alerta de Dios, evitemos cosas peores. Que cumpla lo antes posible con sus sacramentos. —Hoy mismo su eminencia. En su casa podríamos bautizarla a la vieja usanza, en su piscina. Esta techada y temperada. Un lujo que cualquier católico quisiera tener —, sugirió uno de sus sacerdotes. — ¡Magnífica idea! Ya veo por qué te tengo conmigo. La gracia de Dios bendito te ilumina con ese don tuyo de sorprenderme con tan geniales iniciativas. La madre un tanto sorprendida, no objetó. Minutos después Missiell era introducida en el BMW negro, sin pedir si quiera su opinión. Fue sentada en el asiento trasero en medio del cardenal y del ‘iluminado’ sacerdote quien, apenas arrancó el coche, destapó otra botella de vino de consagración, dulce, al gusto del cardenal. La última palabra a la tía abuela fue: “Mañana, temprano, te la enviamos más santa que nunca. Mis favores por la gracia de dios te habéis ganado.” Palabras dichas por el cardenal, visiblemente contento no solo por parte del cuerpo de Cristo, sino también por el tierno y hermoso cuerpo que se llevaba. Estas palabras avalaban, y bien lo sabía la superiora, su segura y generosa contribución. —La dejó en muy buenas manos, entonces —. Fueron las palabras de despedida de la complaciente madre —. Ve, estás en manos de un soldado de Dios, a quien, por beneplácito y gracia, todas las cosas que tiene le han sido dadas para su entera disposición, en consagración a la voluntad de Dios padre. Sea por tanto su voluntad — dijo, al mismo tiempo que se metía, en el bolsillo de la sotana el crucifijo de oro de su sobrina nieta. Media hora más tarde, el auto llegó raudo a la nada humilde casona ubicada en los cerros de La Planicie. Selectísimo distrito en donde ni la prensa puede darse el lujo de pasearse. Un portón enorme se abrió automáticamente. Dentro unos cuatro dogos negros les dieron la bienvenida, ladrando 139


efusivamente (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), cuidaban la parte frontal de la mansión. Detrás de esta, otros canes menos canónicos, pero igual de vigorosos e intimidantes se dejaron escuchar. —Pasa nena por esta noche, y tal vez por más tiempo... esta será como tu casa. Ve con el padre. Él se encargara de todo —, le dijo el cardenal. Missiell escuchó y obedeció. Dentro del automóvil le fue incrementado considerablemente el nivel de alcohol. Este corría por todo su torrente sanguíneo, embriagándola cada vez más, desequilibrando la sinapsis de sus neurotransmisores, relajando cada músculo de su cuerpo; liberándola también de los pesares de su conciencia y de su subconciencia. Haciéndola sentirse eufórica y a la vez contenta y reposada, complacientemente aliviada del sufrimiento del que era presa. Trastabillando tuvo que ser ayudada a llegar a la habitación de huéspedes en donde sobre una cama le fue expuesto lo que debía ponerse. A unos cincuenta kilómetros de distancia, uno de sus doctores, Rodrigo, preguntaba por ella. La madre se limitó a decirle que volvería al día siguiente. Que estaba en manos santas, cumpliendo con su deber de hija de Dios. Cuando Missiell salió de la habitación a duras penas y podía mantenerse en pie, razón por la cual fue ayudada a caminar por los dos robustos sacerdotes. Ambos la sujetaban de un brazo y de la cintura, cada uno a un lado. Missiell se mostró ante el cardenal portando tan solo una túnica blanca de delgada seda. Descalza. Sus mejillas visiblemente coloradas por el alcohol la hacían aún más tierna e inocente. Sonrió entonces ebria ante la mirada indulgente y lasciva de su cardenal, quien sonrió también al tenerla, con el cabello alborotado, en frente. Su mirada, penetrante recorrió todo aquel hermoso cuerpo de arriba abajo. Tras la seda, pudo constatar muy complacido, uno de los detalles que desde días previos habían confabulado, Missiell venía desnuda, sin prenda íntima alguna. Tan solo un rosario de cuentas de piedras negras de regular tamaño, pendía de su cuello, adornando su envestidura. 140


—Nena, nena, nena. Te excediste con el vino. Muy mal, mal, mal. Eres una nenita mala, a quien antes debo confesar —, le dijo sujetándola, firmemente de la cintura con sus manos regordetas. A unos metros aguardaba el agua, la misma emanaba de las trompetas de cuatro querubines, formando ondas al ras una cristalina piscina revestida de azulejos. Bajo techo y rodeados de coloridos vitrales estilo catedral, la ornamenta simulaba una capilla sobre las aguas. Aquellos vitrales, contaban toda la secuencia de la pasión de Cristo. Aislados del frío y la llovizna, de los cielos nublados de Lima, dieron inicio al blasfemo ritual. Una silla ubicada cual trono sobre las aguas, a uno de los bordes de la alberca, donde las aguas eran de muy baja profundidad, hacía de sacro aposento. El cardenal, uniformado con una túnica dorada tomó asiento e ingirió vino. Entonces Missiell, balbuceando entre sonrisas, preguntas inconexas sobre lo adormecida que se sentía, fue puesta de rodillas, ayudada por los otros dos sacerdotes, quienes no dejaban de sujetarla de los brazos que abiertos configuraban una cruz, un Cristo de rodillas frente a quien el arzobispo se erguía como Dios. —Muñequita mala, mala; llegó la hora de confesarte y luego que pagues por tus pecados —, le dijo, para luego tomarla de las mejillas y chantarle un efusivo beso en la boca. Enseguida miró, como cediendo una complacencia a sus cómplices quienes también la besaron a continuación. En seguida la copa de oro fue desbordada en vino y vertida sobre su pecho, que transparentó inmediatamente los sensibles senos de Missiell. Erguidos por la elemental naturaleza de su juventud se exponían tras la seda, como frutos profusamente apetecidos por estos célibes charlatanes. Ella, aunque prácticamente inconsciente de lo que sucedía, sentía placer. El vino tibio que recorría su pecho y luego su espalda, el trato artero y vil, pero sutil, amable y cuidadoso, las aguas acariciando sus pies y el ambiente modulado en cordial temperatura, la hacían sentirse bien. Cegada a la manipuladora verdad, tal y como acostumbraban a manipular desde los altillos de sus iglesias. Al igual que sus escuchas, se sentía bien, protegida, querida, deseada. 141


Su eminencia la tomó de los brazos, para en seguida llevar las manos de ella por debajo de su inquieta sotana, en donde el bastón de su reprimida masculinidad se acaloraba. Aquellas sumisas y delicadas manos fueron intencionalmente posadas sobre el miembro erecto de su confesor, quien por debajo de la sotana no llevaba prenda alguna, al igual que los otros. Uno de estos tenía la gran copa de oro y el otro la botella del fruto de la vid. —Confiesa nena, ¿no es verdad acaso que te gusta sentir entre tus manos el instrumento del pecado de la carne, el mismo que en mí es santo, como santo fue nuestro señor Jesucristo? —, expresó el abanderado, dominado por el luxus: la lujuria. Missiell apenas y estaba consciente, pero nublada por el alcohol, se sentía delirantemente feliz, y decía que sí, sin tener realmente el control de sus actos. Al escuchar la afirmación complaciente, sus acompañantes llevaron sus propias manos también por debajo de sus togas. Segundos después la túnica del cardenal se alzó lo suficiente para cubrir el torso de Missiell, obligándola a sentir la febril excitación de aquel miembro, cuyo propietario se tensó de placer al sentir los labios de ella acariciándolo oralmente, sin tener ella una idea clara y menos consciente de lo que sucedía. Entre la confusa nebulosa en la que se hallaba su mente, tan solo se rendía a obedecer en muestra de agradecimiento, confiando en la santa solemnidad de su abusivo anfitrión quien, sin reparo alguno, se entregó a aprovecharse vilmente de su tierna huésped. Por detrás de ella, quien tenía medio cuerpo apoyado entre las piernas de su confesor, vertieron los otros más vino, deleitándose con las sosegadas nalgas de Missiell vistas tras la finísima prenda. El líquido se escurría trasluciendo cada vez más sus muslos y caderas, partes del hermoso cuerpo al alcance de la vista del principal. Quien sumamente excitado colocó sus manos por sobre la cabellera oculta de Missiell, prolongando su placer. Al mismo tiempo decía con la voz entrecortada por el

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mañoso6 y febril entusiasmo, el cual lo dominaba en creciente y con cada vez más desenfreno. —Lo que soy, tengo y llega a mí es por voluntad del Altísimo. Sin su venia y consentimiento nada de esto sería, porque Él lo sabe todo y todo de Él en mí es, en mí se produce. ¡Alabado sea el Señor, que me brinda este santo placer, como dulce penitencia para tu pecadora carne! ¡Alabado sea el Señor! Él conoce desde antes de tu nacimiento el número exacto de cabellos que adornan tu inocencia, tu cabecita de pecadores pensamientos. ¡Alabado sea tu Dios, creador de los cielos y la Tierra! —. Sus palabras se aceleraban, casi atropellaban —. ¡Bendito, bendito seas!, al permitirme gozar del perdón de esta tu sierva pecadora, ¡sucia, sucia! Mas ahora bendita, ¡bendita seas! ¡Nenita! ¡Zorrita puerca!... Puerca, pero ahora bendita. Luego se puso de pie, y tomando de los brazos a Missiell, la mantuvo erguida, aunque ella apenas y podía sostenerse sobre sus piernas. Fue entonces cuando los otros dos, tras beber más vino, procedieron a verter agua sobre la túnica de Missiell. Ahora todo cuerpo se fue transparentando tras el lino, se fue adhiriendo, el delgado telar, a su piel. El cristalino elemento se escurría por su silueta, haciendo cada vez más notoria la delicada y sublime figura. —De este modo te bautizamos hija mía, así cumples con este sagrado ritual, este sacramento en muestra de obediencia y muestra de amor a tu Dios, quien te puso en mis manos, en mi camino. El supuesto bautizo se estaba llevando a cabo en una joven sometida por el alcohol, apenas consciente. Pero aquel cambio brusco de temperatura, hizo reaccionar a su víctima, que al sentir varias manos recorrer, incontenibles y desenfrenadas sobre su busto, sobre sus nalgas y caderas se hizo más consciente de lo que le estaban haciendo. Entonces sus ojos se abrieron a la realidad. Un falo desnudo frente a ella, y dos a sus espaldas la espantaron. Gritó fuertemente. Tan 6

En español de Perú se entiende “mañoso” por “lujurioso”. N. del E.

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fuerte que los perros comenzaron a ladrar. Pero en seguida le fue tapada la boca intentando silenciarla. Algún vecino podría oír fácilmente, sobre todo a esa silente hora, aquellos alaridos y bien podría llamar a la policía. —¡Cállate niña boba! —, le dijo con rudeza el casi desnudo y sobresaltado cardenal, buscando lanzarle una cachetada, la cual pasó infructuosa muy cerca de su rostro. —¡Quién mierda te crees gordo asqueroso, puerco degenerado! — Amanda surgió de repente. Aquel aterrado rostro cambió casi por completo por uno rebelde y decididamente desafiante —. A mí nadie me fuerza a tener nada si yo no lo deseo. Bola grosera de grasa —, añadió empujándolo. Este trastabilló y cayó sentado sobre el agua. Los otros dos se volcaron sobre ella, sujetándola con fuerza de los cabellos. Otro alarido, esta vez de rabia, irrumpió en la noche. Un golpe directo al estómago la silenció casi de inmediato, despojándola de todo el aire, reduciéndola, además, por el dolor. El cardenal se levantó y tomándola de los cabellos la hundió bruscamente bajo el agua. —¡Cállate perra! — le dijo enardecido. Pronto su cuadrilla de seguridad ingresó con los canes sujetos a sus correas, ladrando sin parar. De pronto, el frágil y sometido cuerpo de Missiell cobró una fuerza inusitada y sorprendente, logrando derribar varios metros hacia atrás a los dos cómplices que la sujetaban de la espalda, y tomando al cardenal del cuello le expresó algo en un idioma, antediluviano, incomprensible para todos. Sus ojos azules, enardecidos, por una rabia salvaje, inhumana, parecieron tornarse negros como hoyos profundos sin sombra ni luz. Su cuerpo tenso, envuelto en un torrente de pura y desbocada adrenalina, espetó los brazos hacia delante, lanzando al cardenal lejos de su camino. Luego trepó la alberca y corrió alejándose de los canes y guardias. Quienes apenas y salían del asombro: aquella voz retumbó portentosa. Aquel vocablo furibundo, no era el de una mujer, era claramente el de un hombre, un enfurecido hombre, pero a la vista, la delicada figura de Missiell. Sus pasos presurosos ingresaron hacia la casona, por los pasillos, hasta quedar enfrascada dentro de 144


una de las habitaciones. Tras cerrar la puerta se topó con un espejo, un gran espejo de closet al que escupió otro enardecido grito al ver su reflejo, el cual desconoció y en el que luego se detuvo con sorpresa. Mirándose incrédula, como si se desconociera, como si aquella imagen en el cristal no fuera la suya. Entonces lo tocó con recelo, palpándolo como a un objeto extraño, desconocido, pero interesante. Su mano se acercó a la de su reflejo y su mirada enardecida dio cuenta de su cuerpo. La túnica mojada sujeta cual piel a su figura le era extraña, la aborreció. —¡Haud! — gritó furiosa. Una explosión de desconcierto renació en forma de puño y enseguida el vidrio se trizó ante el golpe que le propinó esta, al mismo tiempo que gritaba iracundamente, como renegando de su propio cuerpo. Lo cierto era que Missiell parecía no estar allí. Era otra conciencia la que había surgido en ella. Una nueva, ajena también a la personalidad de Amanda. Una que se miraba con perturbación y desagrado. Una que gritó con furia. —Abra, abra esa puerta —, gritaron los guardias desde afuera. Los ladridos no cesaban, los furibundos gritos de aquel turbado cuerpo tampoco. Golpes en la puerta retumbaban sin tregua. —No vayan a disparar. Tengo las llaves. Prepárense —, fueron las palabras que se oyeron. Y tras estas el sonido del metal invadir presuroso por la cerradura. Segundos después y apenas la luz del pasillo se daba ingreso, ella rompió la ventana que daba a uno de los costados del perímetro y salió corriendo. Pronto se vio frente al muro que intento trepar. Pero en lo alto un cerco eléctrico descargó su energía sobre ella. Los ciento diez voltios se condujeron fácilmente por aquel tierno y húmedo cuerpo. Sorprendido por la brutal descarga salió despedido varios metros por los aires y se desplomó inconsciente, de vuelta sobre las aguas. Su rostro cara a bajo, permaneció allí por algunos segundos. Una mancha de sangre tiñó la pulcritud de las mismas. Los perros, quienes llegaron primero, ladraban desenfrenadamente desde los bordes mismos, frenados en su 145


intención de morder sin piedad por el límite que es imponía la alberca. Dos de los guardias ingresaron en zambullida por órdenes del mismo cardenal y la sacaron todavía inconsciente. Enseguida se percataron de que la sangre emanaba de una de sus manos. La mano con la que destrozó el espejo. Un corte a la altura de sus nudillos no dejaba de sangrar. Minutos después Missiell fue depositada sobre la cama del mismo cuarto del cual escapó. En la herida le fue enrollado un trozo de tela, controlando así el sangrado. —Átenla a los pilares de la cama — ordenó, casi sin aliento, el cardenal, sentándose extenuado sobre la silla de la mesa del tocador. El espejo hecho añicos crujió bajo sus pies. —¿Pero, qué fue eso? — preguntó uno de los guardias, desconcertado por lo acontecido, sorprendido aún ante la fuerza manifiesta en aquel delicado cuerpo y ante la potencia de los gritos, los mismos que cual rugidos rezongaron, penetrando en todo el silencio de aquella noche. —No lo sé... —, respondió uno de los curas mientras terminaba de sujetar los nudos a la madera del catre. Missiell quedó sujeta firmemente, de manos y pies por sábanas enrolladas. Las mismas sirvieron de cuerdas. Su rostro cara al techo y cada una de sus extremidades rectas hacia cada vértice. Su respiración pausada, tranquila, al igual que su rostro, en paz. —Soy de la idea de enviarla de regreso. Evitémonos problemas —. Señaló el otro. — No, no. Salgamos, debemos pensar... Recobremos el aliento. Esperemos que despierte —. Manifestó su eminencia. Dicho esto salieron todos. Los minutos pasaban y el viento húmedo y frío batía las cortinas sobre el inanimado cuerpo, bajando peligrosamente su temperatura. Sus ropas mojadas bien servían como palestra al peligro de pescar una neumonía. El cuerpo de Missiell entonces, en reacción inconsciente provocada por su organismo, despertó. Sorprendida y temblorosa se preguntaba qué hacía allí. Recuerdos vagos remontaban su conciencia hacia su estadía en el comedor del hospicio, a estar cenando, a ver como su copa de vino le era servida una y otra vez, y luego un gran vacío, como si el tiempo se tornara intermitente, 146


al igual que sus recuerdos. La luz prendida sobre ella, le dejaba saber que estaba en un lugar desconocido. Un agudo dolor proveniente de su corte la cuestionaba todavía más. Qué le había pasado, por qué se encontraba así. Su mandíbula tiritaba sin parar. El frío le provocaba dolores intensos desde los huesos, los mismos cegaban su memoria, sus intentos por encontrar respuestas, dando paso a la necesidad fisiológica de liberarse, de cubrir, abrigar su cuerpo, pero sus intentos por zafarse eran inútiles. Lágrimas de dolor y desesperación, desamparo surcaron sus mejillas. —Diosito, ayúdame por favor —, rezó suplicante, en voz baja. Una vez más imploró con toda la fe que tenía, pero no hubo respuesta. Al igual que los cristianos que murieron comidos por los leones en el Coliseo romano, sus súplicas tan solo tuvieron eco en la hiel del viento y al igual que este, volaron, tan simplemente se perdieron en el tiempo. Justamente fue el tiempo el que trajo de vuelta a sus, ahora, captores. La puerta dio paso a los tres bien cenados curas. — ¡Por Dios, está morada! Cúbranla —, exclamó el cardenal—. Suban la calefacción. Lo que menos desearía es que se compliquen las cosas por negligencia. La orden fue acatada de inmediato. —Esta habitación no sirve —, dijo preocupado —. Ayúdenme a desatarla. No solo el cardenal parecía alarmado, también ella. El claro recuerdo, como una ráfaga de luz iluminó su conciencia. Aquellos rostros reverdecieron lujuriosos en su memoria. Las manos regordetas que momentos antes profanaron sin reparo su cuerpo, ahora la liberaban de sus amarras. Pero aquel recuerdo la sobrecogió, atemorizándola sobre manera. De tal forma que apenas sintió sus brazos en libertad, se abrazó cubriéndose el busto más que por el frío, por el temor que invadía su ser. —Ven para aquí nenita. No deseo que te enfermes más de lo que ya estas. En seguida el cardenal la tomó de las piernas y se la subió sobre uno de sus hombros. Y así con las piernas en frente y la cabeza por detrás, doblada cual saco de papas fue llevada a 147


otra habitación. Camino a esta él se detuvo frente a uno de los descomunales espejos en los que su vanidad se vanagloriaba viéndose de forma narcisa, cada que la ocasión le era propicia, luciendo de sus sortijas, cadenas y collares de oro, así como de sus trajes de seda y demás lujosos ropajes. Esta vez portaba sobre su hombro una joya de carne y hueso. —Que hermosas nalgas tienes fierecilla —, expresó viendo como las caderas de Missiell sucumbían sujetas a la altura de sus hombros, junto a su mejilla, a su rostro de bonachona sonrisa —. Debemos deshacernos de esa ropa mojada cuanto antes — . Dijo y continuó caminando. Las puntas de los cabellos de ella barrían el suelo, su torso entumecido se bandeaba tras la robusta espalda, lo que de alguna manera le hacía bien; puesto que la sangre calentaba sus mejillas, su rostro por lógico efecto de la gravedad. Missiell prácticamente de cabeza, luchaba por mantener la túnica sobre sus caderas, estirando sus manos hacia arriba. Por detrás los seguían los otros dos, mirándola en su inútil afán. — ¿Cree, padre, qué esa colita estará libre de pecado, virgen como aparenta? —Yo creo que sí, esta colita hermosa es un panecillo tibio y libre de pecado. ¿No es cierto Missiell? —, preguntó nalgueando con firmeza y atrevimiento las vulnerables y tiernas posaderas. Missiell sintió el impulso de defenderse, pensando morder el culo de su opresor, pero desistió. El miedo la paralizaba. Su instinto innato de protección, su reacción primitiva de ataque o escape, respondía inconscientemente por el escape pero, al no serle posible, en consecuencia, se paralizaba. Tan solo su silente llanto se expresaba dejando un rastro húmedo de gotas por el camino, el mismo que pasaba desapercibido al perderse, absorberse, en el grosor de la alfombra. —Veo que vamos hacia el cuarto de juegos pero... ¿Y qué si vuelve a reaccionar como antes? — dijo uno de ellos desde atrás. —Pues yo me encargo de eso. Pero trae ese aparato eléctrico: el... paralizador por si acaso.

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Varios metros terminando el pasillo, la alfombra cedió su sendero a un camino de madera. Del mismo modo la luz de las fastuosas lámparas cedió su luminiscencia a tenues e intermitentes focos de luz de neón. Y los techos altos dieron paso a humildes bóvedas de quincha. Luego una vieja puerta se abrió, descendieron por unas gradas y llegaron a lo que ellos llamaban su “cuarto de juegos”. Aquel pequeño cuarto en bóveda no era más que un símil, un homenaje a lo que en siglos pasados se denominaba la Santa Inquisición. En él una cama de tortura y un mueble lleno de herramientas creadas exclusivamente para causar dolor. El cardenal las había comprado y hecho traer, cual piezas de colección, algunas desde Europa. —Estimados hermanos, este lugar por fin servirá para algo. Es perfecto para mantener a raya los extraños arranques de nuestra bella huésped. Es por cierto imposible el que sus gritos puedan salir de aquí —. Dicho esto, la echó sobre la pendiente de madera, para luego proceder, con ayuda de los otros, a sujetarla de muñecas y tobillos a los sunchos 7 de cuero de aquel rudimentario catre. Era claro que su intención no era la de torturar a Missiell, al menos no como en antaño. Lo que buscaba era la mayor privacidad posible. —¿Qué es lo que quieres gordo miserable? —, se anunció de repente Amanda. —¡Ajá! Te volvió el habla nenita —, respondió él —. No quiero nada que tú no quieras. Solo tengo curiosidad... pura curiosidad. Me parece que tú no tienes ningún problema psicológico. Me inclino a pesar que hay en ti algo... algo de lo cual solo leí en libros y que tal vez hoy... —No sé a qué te refieres gordo cobarde. ¡Déjame libre! — dijo Amanda forcejeando sin conseguir nada. El arzobispo se dio vuelta. Alcanzó una pequeña botella de agua bendita, se dirigió hacia sus acompañantes susurrándoles algo en silencio. Luego la miró y vertió el sacrosanto líquido sobre ella, esperando alguna reacción. 7

Abrazaderas.

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—¡Pero qué haces tarado, si lo que deseas es verme los senos solo tienes que despojarme de esta sucia túnica, infeliz! Los tres se miraron algo desconcertados. —Tal vez si le tocamos la frente con la cruz… — sugirió uno. —¿Acaso pensáis de verdad que está poseída? —; zanjó el otro con tono burlesco, visiblemente incrédulo y algo desconcertado ante lo que ocurría —. Pensé que nos tiraríamos a la pendejita —, añadió algo molesto. —¿Te parece normal lo que sucedió con ella en la alberca? —, refunfuñó el primero. — ¡Pues claro! La mujercita es delgada, pero debilucha no es. Si no, vean estas piernas de buenas —, respondió posando su mano sobre los muslos de Missiell, acariciándola groseramente. —No seas tan arrecho, ¿no escuchaste aquella voz, lo potente y feroz que se puso, la facilidad con la que se los sacó de encima? ¡A mí me levantó del suelo con una sola mano! —¡Va! ¿No ves estos brazos delgados pero firmes, estos senos grandes deliciosos? Aquí hay músculo, fibra y con el berrinche, pues... Missiell y Amanda guardaron silencio, aquel frágil rostro se perfilaba confuso, quieto a pesar de las manos de este que recorrían su piel. —Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre... El crucifijo le fue puesto sobre la frente, luego de dar inicio con la oración, la cual siguió de continuo. Amanda soltó una gran carcajada irrefrenable. —¿Pero qué carajo crees: que estoy posesa? Gordito imbécil—, dijo luego y siguió con la risa sarcástica —. ¿¡Padre Nuestro!? ¿Que estas en los cielos? ¡A los cielos te podría llevar y llevarlos a todos si me diera la gana de tirármelos! Zopencos. Ya déjenme salir de aquí tristes reprimidos, pedófilos. Con cierto desconcierto o insana desilusión se rindieron. Mientras el otro la sujetó de las mejillas y le dijo: — Eres una putita rezongona, me encantas —; dicho esto la besó bruscamente en la boca, tocándola sin reparo entre las piernas.

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—Gordo fresco. Si eres tan hombre por qué no me desatas y verás la súper mamada que te doy. El arzobispo se sentó pensativo, desconcertado, al mismo tiempo que el otro le pedía que la soltase, para hacerla cumplir con su desafiante ofrecimiento. —Está bien... — dijo —, trae más vino y veamos lo que sabe hacer esta nenita. Los cinturones de piel de cordero le fueron desatados por el más atrevido de los tres, mientras que el otro fue a por la bebida. Luego Amanda se sentó y los miró sonriente. —¿Saben? Les haré la mamada más rica que nadie les haya dado en su triste vida, ¿lo saben? Solo espero que después de eso me dejen tranquila. Se deslizó entonces sobre sus pies e inclinándose cual felino, dio inicio a un gateo en círculos frente a ellos, respingando las nalgas cada vez que se acercaba a alguno. Un excitante ronronear secundaba su erótica danza. —Vaya, vaya, la gatita, sabe bien su oficio —, dijo el otro remangándole la túnica a la altura de la cintura, deleitándose al ver como las nalgas desnudas de Missiell desfilaban lenta y muy provocativamente. —¿Quién quiere ser el primero, será usted su eminencia? — preguntó ella ubicándose mimosa frente a este, pero a unos metros; los suficientes para que el otro se pudiera interponer en su camino. —Dejadme ser el primero, Padre Santo —, pidió sin esperar respuesta. En seguida se interpuso, frenético de deseo, delante de la silla del cardenal principal, para luego abrir el orificio bajo de su sotana. Entonces Amanda saltó sobre este empujándolo sobre el arzobispo. Tal acción los hizo caer sobre la silla. En seguida ella tomó el paralizador eléctrico, el mismo que había visto sobre la mesa, y se lo administró insistentemente. Ambos cuerpos se estremecieron ante las descargas, quedando semiinconscientes tirados sobre el suelo. Amanda salió corriendo, con el arma en la mano. Presurosamente recorrió el pasillo y llegó al salón principal. Descargó otro toque contra el enviado por el vino y se ocultó en completo silencio. Luego pensó cómo salir de allí. Los perros ladrarían apenas al sentirla. Tenía que ser rápida, decidir qué 151


hacer lo antes posible. Las llaves de los carros le dieron la oportunidad esperada. Estas colgaban de la puerta principal, vio los logotipos y eligió el primero de la fila. En seguida salió cual gacela. Para cuando los perros comenzaron la ladrar al verla salir, ella ya estaba subiendo en el primer auto que vio. Luego lo encendió y salió despacio confiada en la seguridad y el anonimato que el polarizado de las lunas le ofrecía. Libre, Amanda condujo con aires de triunfo, pero teniendo muy presente el recaudo de saber que no pasaría mucho tiempo sin que se reporte la desaparición del automóvil a la policía. En el mismo sentido, tal automóvil no sería difícil de ser localizado. Era una cachetada a la pobreza en cuatro ruedas, un flamante auto alemán negro con lunas polarizadas nunca pasaría desapercibido. Además, de seguro las influencias de su solemne propietario lograrían su discreta búsqueda a cambio de una, de seguro, muy buena gratificación a los comandos policiales, tan prestos a ayudar cuando hay un dinero extra de por medio. Sabía que tenía que dejar el auto, conseguir ropa y luego alimento y bebida. De manera que se dirigió por la periferia de la ciudad. Cruzó por la Avenida Primavera, aceleró por la carretera Panamericana. El cono sur y sus crecientes distritos, le eran cercanos, allí había mucha gente, pocos policías, bullicio de fin de semana, y cientos de casas humildes en las laderas de los cerros en las cuales podría obtener lo que necesitaba. Dejó entonces atrás la avenida principal de dicha zona. Llegó a una calle de veredas estrechas, en donde la luces colores de neón y el tumulto se fue disipando, y luego a una silenciosa pista de tierra. Después avanzando por detrás de las casas apagó las luces del vehículo y se detuvo detrás de un cerco rudimentario de maderas. Salió del coche. Sus pies descalzos le brindaban el silencio necesario para husmear sin problemas. Sabía que no sería difícil hallar un cordel con ropas colgadas al aire. Le inquietaba que sus ropas le sirvieran al menos por el momento. De hecho pensó que no le importaba caminar en esa túnica y sin ropa interior, pero no era conveniente, en tales circunstancias, llamar innecesariamente la atención. Ella, al igual que el coche, era una figura con un magnetismo y atractivo visual inherente y distintivo. 152


Sus pasos se deslizaban cautelosos. Había que tener cuidado con el terreno: botellas rotas, latas, bolsas eran cosa de cuidado. Pronto llegó a una acequia desde donde divisó un cordel lo suficientemente amplio con ropas como para elegir. Unos jeans severamente ceñidos, una justísima camiseta de fútbol del club Alianza Lima, probablemente del niño menor de aquella familia; y unas zapatillas le fueron suficientes para vestirse y cubrirse momentáneamente del frío. En seguida volvió al coche y con él volvió a la avenida principal, para inmediatamente ingresar a la primera tienda de departamentos que encontró. Sus caminar firme, despreocupado, flirteaba por la muchedumbre con el cabello suelto y una gran sonrisa. Miraba a todos de frente, irradiando hermosura y seguridad. La entallada remerita blanquiazul enmarcaba toda la sensualidad de su torso, provocando a su paso las miradas de quienes se cruzaban con ella. Lima es una ciudad de una mixtura racial rica, particular y variada, pero de predominancia trigueña y criolla. Esto es más notorio en los conos de la cuidad. Una mujer de raza blanca, una latina de ojos azules y exuberante cabellera azabache negra, vistiendo unos jeans notoriamente más justos de lo normal, regalando su natural encanto con una sonrisa desprovista de toda discriminación era muy bienvenida. A una figura así, es difícil decirle que no, a lo que pida. Ella lo sabía y utilizaba a su provecho, consiguiendo de inmediato un sándwich y, a continuación, un café caliente. Hasta logró fácilmente que le removieran el azúcar, sacando provecho también de su mano vendada. Como llevada por el instinto pronto llegó a la zona de ropa para damas. Aquel atuendo le sirvió, y de no ser porque le era extremadamente justo y por ende incómodo, no hubiese pensado en cambiarlo. A su paso recogió unas pequeñas bragas, unas medias y un vestido casual corto. Luego salió del probador, dejando atrás lo anterior para, a continuación, dirigirse a la zona del calzado. Se puso unas botas largas que cubrían hasta sus rodillas. Finalmente se probó una casaquita corta, a la cintura, de cuero; se sujetó el cabello, en cola, con una cinta elástica y mientras se acercaba a la salida iba 153


pensando en cómo salir con todo ello sin pagar. Se detuvo entonces junto a la puerta de salida observando, probándose algún que otro perfume, mientras prestaba atención. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de cómo funcionaba el sistema de seguridad. Muy pronto vio la oportunidad: una mujer se dirigía a la salida llevando a su bebe en un coche. Amanda aceleró el paso hacia esta, en su paso se hizo de una prenda y, justo antes de que la madre cruzase los sensores, estiró su brazo para tocar sutilmente el hombro de esta, la sorprendida señora volteó al sentir el llamado. Entonces Amanda, ágilmente, aprovechó el lado opuesto de ella y colgó la prenda en el manubrio del coche, para rápidamente preguntarle alguna frivolidad relacionada con la tienda. Luego dejó que esta continuara y al pasar el coche sonó la alarma. El agente de seguridad detuvo a la desconcertada madre y Amanda cruzó los detectores pasando desapercibida. La sagaz maniobra le provocó un sentimiento de satisfacción, cual travesura insospechada, el hecho de burlarse de las normas, y salirse con la suya, la hacían sentirse bien, sentirse un escalón por encima de la gente. Una sonrisita con sabor a triunfo acariciaba su ego. El asfalto, las bocinas de los coches, el bullicio de la calle le abrían sus puertas. Lima centro, El Damero de Pizarro, sería su destino inicial y de allí a donde mande la noche. Estiró sin más la mano vendada, buscando parar un taxi. Su tía abuela supo de su fuga y desaparición al mismo instante de ocurrir esta. La llamaron por teléfono, reclamándole cínicamente por el descortés e inadmisible comportamiento de su sobrina, a quien tildaron de loca hereje e inadaptada. La madre echando chispas reclamó la noticia a sor Cristina, quien, a su vez, llamó luego a sus doctores. Rodrigo fue quien tomó la iniciativa. Intuitivamente se dejó guiar por los dibujos de su paciente. Eran las únicas pistas con las que contaba. Aquel dibujo de ella colgada de las muñecas coincidía en algunos aspectos del ambiente graficado, con algunos de los otros dibujos, aquellos que Missiell dijo desconocer. En tal sentido serían de Amanda. Aunque para Rodrigo la disociación no era clara, ni contundente. En realidad no estaba seguro de nada, a excepción de que, aunque no lo reconociera, su corazón 154


palpitaba con mucho mayor rapidez cada vez que se trataba de Missiell. Preocupado salió del hospicio con aquel dibujo doblado, guardado en uno de los bolsillos de su gabardina, pero nítidamente gravado en su memoria. Había que tener en cuenta dos hechos relevantes: el primero era que Amanda tenía acceso a la entrada y salida del convento siempre que quisiera y estas se habrían producido, probablemente, por las noches. El segundo parecía indicar que volvía de sus huidas al borde de la madrugada, pues nunca se notificó de tales fugas; siempre estuvo en su cama antes del amanecer, antes del desayuno. Momento en el que, a la misma — en torno a las siete de la mañana —ingresaba la enfermera auxiliar. Al no haber reporte de su ausencia, era lógico deducir esto. Por tanto las excursiones nocturnas de la paciente tendrían que realizarse en algún punto no demasiado alejado, más bien cercano. Su búsqueda por consiguiente daría inicio por los alrededores del monasterio. Al salir ubicó la ayuda inmediata de uno de los frecuentes taxistas que parqueaban esperando clientes a las afueras del local. A este le indicó su requerimiento y dieron inicio a la búsqueda. Siendo alrededor de las tres a.m. y luego de buscar por los alrededores de la Plaza de Armas, ingresando a cada pub, bar y discoteca. Rodrigo se empezó a dar por vencido. Miró una vez más el dibujo. Aquella configuración gráfica plasmada era contundente: las sillas, la mesa, la barra en el fondo; los estilos rústicos tradicionales de los bares y pubs, podían ser cualquiera en los que ya había buscado. También fue a las comisarías de los distritos vecinos, a los hospitales y nuevamente a los locales. “Tal vez”, pensó “esto ya no tenga sentido, podría estar ya a cientos de kilómetros, tal vez, ya no sepa nunca más de ella; tal vez... sea mejor así.” La hora límite, impuesta por el burgomaestre distrital, de expendio de bebida y de funcionamiento llegaba a su término. Los locales empezaban a cerrar sus puertas. Uno que otro continuó trabajando a puerta cerrada con los clientes de confianza, los más asiduos y trasnochadores. El tránsito de gente, de coches, el bullicio, las bocinas, la música comenzaban a menguar, a ser cada vez más dispersa, lejana. 155


Se sentó entonces descorazonado al borde de una de las veredas, aledaña a la plaza san Martin, exhausto. “Me duele tanto este sentimiento. Tengo que reconocer...amo a esa joven.” Se dijo “estoy enamorado de Missiell... nunca antes sentí este sentimiento que hace de lado, como con un simple y cálido soplido, todo lo demás. Nunca antes. Ella se ha vuelto todo para mí.” El viento cambio entonces de dirección. Frío y punzante palmoteó de frente su rostro, y con este el sonido de música, la única que flotaba en los aires. Esta parecía provenir de una encaletada callecita al final de la cuadra, frente a la vereda en la que se encontraba. Agudizó el oído y levantó la cabeza, mirando hacia aquella callecilla. Se puso entonces de pie y caminó hacia ella. Paso a paso se iba acercando, pensando en esta señal como la última esperanza de la noche. Llego así a la esquina y pudo distinguir que efectivamente al final de lo que era un pasaje, una especie de quinta, luz y música escapaban apenas a la noche. Su corazón latió esperanzado y aceleró el paso. Murmullos indescifrables llegaban a él. Eran los de hombres. A unos pocos metros ya de la recóndita puerta, los murmullos se volvieron risas y palabras, parecían groseras, todas embebidas en ebriedad y desenfreno. Temeroso, al pie de la puerta, tocó con reparo. Nadie parecía escuchar. Pegó el oído a la madera, buscando descifrar los barullos. Saber si sería buena idea buscar allí. Volvió a tocar. Aquella centenaria y pequeña casa parecía ser el último refugio de la juerga de la noche. Era claro, dentro el alcohol no conocía mesura. “Tal vez” pensó “se trate de una fiesta privada: familiar.” Dio un paso atrás. Un letrero de madera, le daba nombre al lugar: El Huarique8 de la piedad. Y debajo en letras muy pequeñas decía: “pub para monjas”. —¿¡Pub para monjas!?—, se preguntó con sorpresa. Nunca había escuchado ni sabido de nada parecido. Desconcertado ante tal subtitular decidió intentar ver si podía llegar a filtrar su vista por los espacios que dejaba la cortina junto a la puerta. 8

Escondrijo.

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El hombro de un hombre parecía estar ante lo que sería una barra. Entonces tocó más fuerte. —¿Se quedó fuera eh? —, escuchó a sus espaldas. Un par de sujetos, ebrios lo toparon y haciéndolo de lado remecieron la puerta con un par de duros golpes inhibidos totalmente de cualquier moderación. Segundos después la puerta se abrió. Un billete estrujado se liberó de uno de los puños de estos e ingresaron. Rodrigo al ver la oportunidad intentó ingresar tras ellos. Pero fue detenido por una regordeta mujer quien le estiró la mano esperando la paga. Desconociendo el monto, y con temor a ser rechazado le alcanzó el billete de mayor valor que cargaba. Y así ingresó. Lo que vio allí dentro casi lo petrificó. Debajo de una nube de humo de cigarro, sentada sobre una mesa redonda de madera, al otro lado del escueto lugar; entre vasos y botellas de cerveza y alcohol, ceniceros y desperdicios de bebida yacía Missiell, con las piernas cruzadas, y sonriente, justo en medio. En sus manos unas cartas. A su alrededor, sentados, unos cuatro hombres parecían aguardar, lo mismo que todos los demás. Que ella se desprendiera de algo más. El barullo que escuchó desde fuera se debía al revoltijo que ella causaba al perder o ganar. Streep-póker, era el juego. El vestidito amplio le cubría apenas las caderas; sus muslos expuestos, descubiertos ya de toda prenda, fueron los primeros en mostrarse a todos, quienes con ojos virulentos e impacientes la miraban cual lobos en celo, esperando más. Frente a ella, entre sus piernas, varios billetes de todos los colores eran resguardados bajo sus pies desnudos. Algunos otros escapaban por debajo de su sentar. Ella disfrutaba de ser el centro de la fiesta, de ser deseada eufóricamente, al borde del peligro, confiando todas las cartas de su integridad física a su personalidad, al poder que ejercía con su encanto y seducción. Aquella delirante situación se balanceaba entre lo arriesgado y lo insensato. El poco recaudo que le brindaba a los billetes, a su imagen, a su integridad era notorio. Ella no estaba ebria, no jugaba aquel juego por dinero, lo hacía por el riesgo, por el poder de someter a todos a los

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encantos de su belleza. La cual era expuesta tan ligeramente. Ella disfrutaba de su frágil poder y del acechante peligro. Rodrigo quedó de una pieza, viéndola con espanto y temor. Su sentir inconsciente, el ser primario, libre en casi todos allí, le decía que la rete, la tome del brazo, la cargue y la saque, pero su ser consciente, totalmente sobrio de alcohol, aunque no de una enorme carga emocional que lo sometía sin piedad, lo frenaba. Le hacía ver que si intentaba hacer eso saldrían ambos severamente lastimados, tal vez muertos. Aquellos tipos no se lo permitirían, aquellos tipos, algunos refinados y otros grotescos, no eran borrachos de la lumpen a los que el alcohol los aniquilaba en una o dos noches, eran bebedores de semanas, alcohólicos de oficio, y este uno de sus hogares. Desesperado, mientras Missiell barajaba las cartas sobre su falda, recorrió con la vista todo el lugar. Percatándose que efectivamente el lugar era también un bar para monjas, detrás de la barra la regordeta mujer le recibía en unos pantalones y una camisa casual de una joven hermana, la misma que se fue después de pagar por lo que parecía el alquiler de las prendas. —¡No! — gritaron todos, recapturando su atención. Missiell había ganado otra mano. Sus brazos se alzaron en júbilo, luego de hacerse del pote de billetes. La mano impaciente de uno de los tres contendientes se estiró hacia ella, alzándole un tanto más la basta, descubriendo parte de su derrier. La diminuta prenda íntima se evidenciaba aún más para todos. Embargado por la desazón, Rodrigo intentó buscar un teléfono, la batería del suyo ya lo había dado todo con las numerosas llamadas en su búsqueda. Llamar a la policía no le parecía mala idea. Ellos llegarían, de seguro clausurarían el lugar y él podría llevarse a su paciente. Estiró el cuello, intentado no ser visto por ella. Al otro extremo de la barra logró divisar el aparato. Aquello le devolvió el aliento dándole una esperanza segura y viable en su afán. Entonces se fue haciendo paso por entre los exaltados y encendidos observadores, alrededor de una docena de estos, algunos sentados en bancas y otros de pie parecían hechizados viendo con bebidas en mano cada sutil pero atrevido movimiento de Missiell. 158


Las manos se llenaron rápida y nuevamente de cartas. Ella ofrecía encantos, ellos dinero. —¡Tercio de reinas! — dijo ella mostrando sus cartas entre sus piernas, segura de ganar. —Full, ganamos esta vez —, dijo sonriente, con un cigarro pendiéndole de la boca, el mayor de ellos. Un señor de edad, delgado. Portaba, singularmente, un bastón con incrustaciones y mango de plata. La audiencia celebró airosa aplaudiendo fanáticamente y chocando con vigor los cristales en el enturbiado aire. Rodrigo, casi por llegar a su objetivo, se detuvo para ver qué sucedería entonces. Ella alzó la vista al recibir el clamor del expectante público y lo vio. Él le quitó la mirada, al ver que ella simplemente le guiñó frescamente un ojo. —Bueno perdí esta vez. ¿Con qué prenda desean que pague? —, preguntó complaciente, mirándolo también a él. Aquella mirada era como un artero puñal que desgarraba todo su corazón. Ella lo sabía, lo disfrutaba. —¡Las bombachas! ¡La trusa! ¡El vestido! — gritaron. Por el suelo, salpicadas de bebida y puchos de cigarro, se veían sus botas. Rodrigo repuso la mirada como preguntándole hasta dónde vais a llegar, esperando fervientemente que se detuvieran, se levantara de aquella mesa, lo tomara del brazo y saliera, alejándose de ese lugar con él. Pero ella lo miró también y dijo: —Ya que me dejan elegir, me quitaré la trusita. Acto seguido se puso de pie sobre la mesa, y meneado las caderas provocó lenta y traviesamente la caída de su fina prenda, la cual se deslizó por el largo de sus muslos y piernas hasta llegar a sus pies. Luego el dueño del full estiró su bastón y jaló para sí el trofeo. Ella se mostró acalorada. Estiró el brazo, señalando sus ganas de beber otro trago, el mismo que le fue servido enseguida. Tras beberlo se reajustó el cabello, en cola, hacia atrás, se levantó la falda y volvió a tomar asiento sobre su prenda, sobre sus billetes y algunas manos furtivas. Rodrigo invadido por un sentimiento de nulidad y abatimiento miró hacia el techo, buscando consuelo. Allí en lo alto una viga de madera le hizo ver la escena del dibujo. Ese 159


soporte era coincidentemente igual al graficado. De aquello fue de donde colgaba el cuerpo de Missiell en aquel dibujo. Entonces todas aquellas escenas le volvieron a la memoria, incomodándolo aun más, restregándoseles en la herida de aquella verdad que esta noche se le mostraba crudamente. Estos mismos hombres se habrían despojado de sus cinturones de cuero, los cuales sirvieron para sujetarla de las muñecas, para penderla de aquel madero. Pero ella se los permitió. “¿Por qué?”, se preguntaba, “¿Para qué?”. Aquellas preguntas lo atormentaban. Entonces buscó nuevamente hacerse del teléfono lo cual consiguió. Marcó a la operadora y esperó que contestasen rápido. —Par de jotas al As — dijo ella, mientras uno se daba la oportunidad, sonriente, de levantarle la falda desde atrás, mostrando la desnudez de Missiell a la concurrencia, la cual le hacía vivas y aplaudía con suma emoción, cerrando el círculo cada vez más cerca de ella. —Comuníqueme con la policía, por favor —, susurró Rodrigo. —Perdiste otra vez amorcito. Yo tengo dos pares a la reina— , señaló otro de ellos, tirando las cartas sobre el borde de la mesa, deslizándose estas por los pies de Missiell. La platea casi enloqueció de algarabía. —Hey, hey. Se mira pero no se toca —. Indicó ella — .Todavía no he perdido todo. Falta la cinta de mi cabello —. Reparó sonriente al ver y sentir que algunas manos comenzaban a toquetearla por debajo al buscar ella despojarse del vestido. —Atrás, insensatos. Aquí solo tocan los ganadores. Los mirones son de palo. ¿Recuerdan el dicho, verdad? Pues aquí también se cumple —, dijo el ganador, buscando contener los arrebatos y ansias encendidas desde hacía horas por su hermosa contendiente. La mesa se tambaleó por un instante. Sus brazos se estiraron hacia arriba, lugar en donde sus muñecas giraron, cual danza flamenca, haciendo bailar sus pequeñas manos. Tal acción les indicó la entera predisposición de ser desnudada por estos. Los cuales alzaron la prenda hacia lo alto, deslizándola fuera de ella. Desnuda se abrazó a sus piernas coquetamente, empuñando los billetes ganados. 160


—¡Sí, atrás! — repuso el canoso y delgado del bastón. Al parecer este era lo que vendría ser el macho alfa de la manada, puesto que le hicieron caso. —Sí, nenes. No se sulfuren; que ustedes bien saben que siempre alcanzo para todos. Y aunque me haya hecho extrañar, pues ya ven, aquí estoy para todos ustedes — dijo ella, bebiendo luego un trago del pico de una botella de whisky que tomó prestada de uno de estos. “Habla la delegación policial. ¿En qué podemos ayudarlo?” escuchó Rodrigo y de inmediato reportó el hecho pidiéndoles que se apresurasen. Luego ante la petición del policía, cayó en cuenta de que desconocía la dirección en la que se hallaba. Levantó entonces la vista buscando apoyo, pero con lo que se topó fue con la mirada guasona y desafiante de la tendera, quien además le mostró el cable del teléfono pendiendo de su mano. Sorprendido Rodrigo intentó quitarle el cable sin lograrlo. Sabía que había logrado reportar el hecho pero por más que intentó dar pistas de su ubicación, no estaba seguro cuanto de estas habrían llegado a oídos del agente. Aquella sarcástica sonrisa le decía que no lo suficiente. Colgó con enojo. Giró desesperado, y al verla rodeada, desnuda, no pudo contenerse por un instante más. Dio un par de largos pasos e intentó asirla de un brazo para liberarla. En seguida una enorme mano lo sujetó para luego tomarlo del cuello y arrimarlo bruscamente, alejándolo de la asediada mesa. —Oye grandote. Tranquilo amor. No lo maltrates. Es un amigo mío —, alzó la voz al ver cómo era arrastrado su doctor, quien al ser dejado en paz, perdió el control. Cogió entonces una botella del cuello con intenciones de hacer frente a su agresor. — ¡No!, no. Deje eso Rodrigo. Siéntese, relájese. Aquí todos la estamos pasando de lo lindo. Si no desea que lo echen, compórtese, doctorcito — le indicó ella, tomando del brazo al grandote, a quien para tranquilizarlo se aferró a su velluda extremidad, abrazándola sobre su pecho, besándola —. Tranquilo papi, deja acurrucarme en tus vellos, siente el calorcito de mi piel y relájate ¿sí? El doctorcito no te hará ningún daño, ¿verdad? — recalcó mirando a Rodrigo

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fijamente. Aquella mirada le dijo claramente que quien mandaba allí era ella. Su poder de persuasión podía hacer con la manada lo que a ella le placiera, pero también había límites, y jerarquías establecidas a respetar; que él era un extraño y su permanencia y sanidad dependían en gran parte de ella. Rodrigo giró hacia la barra nuevamente, dándole la espalda. Ofuscado apretó sus puños. Tan solo le quedaba esperar. Miró su reloj impaciente. Luego intentó controlar sus incontenibles emociones, centrando su atención en su respiración. Ninguna de las muchas técnicas de meditación y control aprendidas en oriente lo había preparado para esta situación. Todas ellas parecían traicionarlo: sus manos le sudaban, su corazón palpitaba fuertemente, pero se aferraba a ellas intentando no oír lo que a sus espaldas acontecía. La tendedera, al verlo, le sirvió un trago. —Tranquilo. Beba y disfrute como todos —, le dijo con desfachatez, mientras algunas pastillas azules eran ingeridas por algunos de estos. — Bien reinita y ahora ¿qué? Esta vez somos varios más que la vez pasada. ¿Nos sorprenderás con algo nuevo hoy o nos sacamos las correas y repetimos el plato jajaja? —. Dijo uno de ellos arrancando carcajadas nerviosas, delirantes, de culminar la noche disfrutándola a su antojo. —¡Uy, pero qué frío está el piso! — exclamó ella. Luego posó sus pies sobre el fino algodón de su prenda, se inclinó sobre sus codos para seguidamente decir en voz alta, con la intención de ser oída por todos, en especial por Rodrigo. —No, esta vez... se me ocurre... algo mejor: a ver... ¿quién tiene una monedita? Esta vez jugaremos a... cara o sello. —Yo, yo, yo —. Dijeron varios a la vez rebuscándose los bolsillos de inmediato, pero ella recibió la moneda del mayor, quien sereno y calmado la dejó sobre su palma. Los otros dos, entre ellos el grandote, la veían, aguardando, manteniendo a raya a los demás. —¿Para qué es la moneda princesa? ¿Otro jueguito...Amanda? mejor nos apresuramos. Algunos tenemos que trabajar y tú seguro nos pedirás irte antes del

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amanecer...—. Señaló el tercero mientras guardaba las cartas en su estuche. —No soy Amanda cariño. Olvídate de ese apodo. Mi nombre verdadero es Missiell. Missiell Scarpatti. Ustedes son mis amores, de modo que para que seguir fingiendo — aclaró. Aquello llegó cual dardo a los oídos de Rodrigo, quien por primera vez sintió las ganas de largarse de allí. Confundido sentía que Missiell había jugado a ser la víctima. Que jugó con ellos, sus doctores, todo este tiempo; que deliberadamente jugaba ahora con él, se burlaba de sus sentimientos. —Tampoco se impacienten. Este jueguito les aseguro les va a encantar —, respondió ella levantando las caderas al poner de puntitas sus pies, explicó—: a quien le toque cara le doy mi dulce conejita, y a quien le toque sello mi traviesa colita — indicó, al mismo tiempo jugaba con la moneda, haciéndola girar sobre la mesa —. ¿Qué les parece, tesoros? La platea arengó la propuesta efusivamente brindando, bebiendo, algunos a morro. El licor se desbordaba de los cristales, las apetencias carnales se expresaban sin reparo con palabras jubilosas. En su mayoría, soeces. —Pero con una sola condición —. Repuso, en seguida, ella. La platea enmudeció. Y segundos después: —¿¡Cuál!? — gritaron los más desesperados e impacientes, los cuales eran alrededor de seis, unos diez en total, y con Rodrigo y la tendera doce, los presentes. —Pues que tienen que jugar todos, incluyendo a mi doctorcito que está allí, dándome la espalda. Esa es mi única condición —, añadió ella. Tres de ellos lo hicieron girar a la fuerza y propinándole un efusivo golpe en la espalda lo animaron, obligaron, a que se una al expectante, enardecido grupo. —Seguro que sí, ¿verdad amigo? Cómo decirle que no a esa zorrita preciosa —, le dijo uno sacudiéndole la cabellera. Rodrigo la miró sin decir nada. Su mirada también lo decía todo. Le decía que la amaba, le decía que se detuviese de una buena vez, mientras su corazón parecía hundirse, deshacerse a pedazos, por la angustia que trastocaba cada fibra muscular en su pecho.

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En seguida la moneda giró y giró sobre la mesa. Y todos la miraban de frente. Todos frente a Missiell quien, desnuda, apoyada sobre sus antebrazos y codos los contemplaba del otro extremo de la mesa con deleite, disfrutando del control que tenía sobre todos ellos, sin dejar de juguetear coquetamente al levantar, inquieta, sus caderas, despegando los talones del suelo, esgrimiéndose tentadora y anhelante. — Esta... es para el primer vencedor del juego de póker —. Indicó, aplanando de improviso la moneda por debajo de su palma. Todas las miradas se sumaron sobre el efímero misterio que mostraría el vil metal. —¡Sello! — gritaron al descubrir ella la moneda. El alcohol brincó por los aires. Y tras varias arengas subidas altamente de tono, alentando las canas del embriagado y delgado sujeto, este se puso de pie. Caminó hacia ella sonriente, despojándose del cinto. Luego se detuvo por detrás acariciándole las nalgas. Puso el bastón a un lado de la mesa y luego fue desabotonando su pantalón. Ella, por su parte, mecía levemente sus caderas de un lado a otro, mirando fijamente a Rodrigo con una sonrisa insolente, desafiante, por demás hiriente y provocadora: devastadora. Este no pudo continuar viéndola. Bajó la mirada, resignándose a hacerle un gesto de negación, de decepción. Desaprobando su actitud, herido. Rendido ante el dolor que inundaba su espíritu y su alma entera. Esto pareció tocar fibras en el ego mismo, en el centro del insolente corazón que tenía enfrente. Aquel gesto no le agradó en absoluto. Ella se sentía una gema anhelada por todos. Y nadie podía estar al nivel de ir en contra del poder de su manipuladora voluntad. De su capricho, de su juego de dominio y placer. Para ella todos eran peones desechables. Nadie podía osar desecharla o negarle nada en absoluto. Ella sabía que él estaba enamorado de Missiell. Pero quiso entonces ser también la primera, mancillar groseramente aquel amor. —Espera rey —, dijo irguiéndose de pie, girando levemente—. Sé que tú deberías ser el primero y sé que te mueres de ganas, pero... también sé que eres el que más me 164


consiente. ¿Sería mucho pedirte que esperases... cedieses tu turno a...? De paso aprovechamos a que tu pastillita surta mayor efecto ¿sí? Quiero... que el primero de esta noche sea... él —, señaló a Rodrigo. Si bien él, a esta altura de la noche, dudaba de la existencia de Amanda, de la supuesta disociación de personalidades; de lo que no dudaba era de su amor por Missiell, existiese esta tal cual la conoció o no, él estaba enamorado de esa personalidad, de esa entidad consciente. De ese corazón, de esa mirada. Su cerebro se hacía pedazos cada vez que Amanda decía ser Missiell y es que ello significaría que ella no existiese: tal suposición le dolía en el alma. Que sería una marioneta creada por Amanda para manipular las cosas a su antojo. La duda seguía allí. Esta desequilibraba toda su homeostasis emocional, destruyendo aquellos límites del su ego que ya eran parte de Missiell. En su corazón el ‘yo’ y el ‘ella’ se habían fundido en un ‘nosotros’ desde el primer momento en que la vio. Aquel delicado dedo dirigido directo a su pecho, casi congeló su corazón. La concurrencia protestó enseguida, pero sabían que si la querían enteramente dispuesta, tenían que obedecer. —Entiéndanme nenes, estoy enamorada —expuso con un tono engreído y pausado, colocando su tierno rostro sobre las palmas de sus manos, apoyándose una vez más sobre en sus codos, al mismo tiempo que consiguió posar sus pies sobre sus botas, logrando arquear todavía más su torso. Sus piernas rectas abiertas en v, empinaban sus glúteos, ofreciéndose sin reservas — ¿Acaso no se me nota enamorada? —, preguntó en tono dulce, pero a la vez sarcástico. Su voz desde ese momento era similar a la de Missiell. El robusto, lo sujetó de la chamarra y jalándolo con la colaboración de algunos otros, lo condujeron por detrás de ella mientras el desplazado de barbas se retiraba por el otro costado de la mesa. Nada contento por ello, tomó su bastón y estirándolo hacia Rodrigo lo enganchó de la nuca para acercárselo y decirle directamente al oído: —No sé quién mierda serás, pero apresúrate —, dicho esto lo empujó devuelta a su lugar. 165


Rodrigo intentó rehusarse sin decir palabra, pero no se lo permitieron. El pico de una botella de whisky se introdujo a la fuerza por entre sus labios, vertiendo alcohol groseramente. Este chorreo por su boca, por sus prendas, por el suelo, por las caderas de Missiell. Sus intentos por librarse eran en vano. Sujeto de los brazos desde atrás, por dos ellos, le fueron bajados los pantalones. —¡Haz que se detengan, por favor! — logró decir tosiendo algo del alcohol que no ingresó a su organismo, pero fue callado con más ingesta. —¡Vamos hombre!, ¿no te gustan las mujeres o qué? —le gritaron, juntando su desnudez con la de ella. Sus brazos le fueron atados hacia atrás con unas correas. —¡Dale papi, tú puedes! Sé que te gusto —; lo tentó ella, empinando aún más las nalgas, buscando excitarlo. Él la amaba. Una parte de su angustia sentía que Ella, Amanda, lo estaba obligando violar a Missiell; a ensuciar de manera artera y vil, lo bello e íntimamente sagrado de todo su sentir: el respeto. Pero otra parte se inclinaba por la amargura, por el respeto a si mismo, a su dignidad. Aquel sentir se inclinaba hacia una cada vez más intensa decepción. El accionar calculado, premeditado, notoriamente sesgado hacia la consumación de su capricho, con el único fin de demostrar su poder, su bajo antojo, iba provocando en él rechazo y repudio. —Creo que necesita ayuda — dijo ella sarcásticamente —. Denle una pastillita azul. A ver si así se anima. —¿Seguro que es tu novio? ¡No lo parece! —, vociferó uno. —No, no lo es, pero me encantaría que lo fuera— , señaló ella. Hirvientes carcajadas resonaron de inmediato. La orden fue dada y así lo hicieron. Vertieron más alcohol, inclinando su rostro hacia atrás, y, tapándole la nariz y la boca, lo obligaron a tragar. El anciano del bastón sabía que eso no serviría de nada, tampoco estaba dispuesto a esperar más de la cuenta, de manera que sacó un revólver y se lo puso justo en la frente. —Te la vas a tirar o te mueres — le dijo enardecido. Excitado ya. Su solemnidad dio paso al arrebato, a apresurar las cosas, a consumar su deseo, su pospuesto placer.

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Rodrigo forcejeaba la cabeza, de un lado a otro, buscando liberarse. —Dispare si es tan valiente. Nadie me obligará a hacer esto— respondió decidido. —Ya estoy harto de esto nena. O bien me la vas mamando mientras, o bien haces de lado a este maricueca —. Refunfuñó mostrándole su robustecido miembro, acercándoselo a los labios, sin dejar de apuntar a Rodrigo con el arma. Con la misma luego le dio una bofetada. El hierro laceró su boca. Rodrigo sangró. —¡Sí! ¡sí! Ese tipo no quiere. Seguro no puede —rebuznó la platea, visiblemente disconforme e impaciente. Ella sujetó el enrojecido pene con suavidad. —No hay nada de nada hasta que él no cumpla conmigo —. Expresó, alejando el miembro. —¡Déjenme! ¡Yo no haré nada aunque me disparen! — exclamó, sangrando del labio. —¡Mierda! Cáchatela carajo o...la reviento — gritó alzando la voz. Luego de manera inesperada, colocó el revólver sobre el cráneo de Missiell —. Me importa poco volarle los sesos a esta mocosa. Sus ojos vidriosos, envueltos en ira, alertaron a todos. El alcohol, la situación y la aceleración de su ritmo cardiaco provocaron en este, los llamados diablos azules. Era entonces un hombre fuera de sí, con un arma de fuego cargada sobre la persona a quien él, Rodrigo, amaba y odiaba en ese momento. —Será mejor que hagas caso, Rodri. Aquí el señor no va esperar más — alertó ella, sin temor, sin perder en absoluto el control. Pero el sujeto temblaba de cólera. Ella entonces volvió a sujetarlo del miembro erecto, para acariciarlo, buscando calmarlo. Rodrigo asustado, confundido, se dio cuenta del riesgo. Era evidente que el efecto de su negativa podría causar más mal que bien; que la vida, no solo la suya, corría, desde ya, serio e inminente peligro. Sus ideas y pensamientos aturdían su conciencia. Su moral se veía en un dilema que lo hacía sudar frío. Enfrente tenía el cuerpo de la mujer que amaba, la figura femenina que lo cautivó como nunca lo hizo ninguna. Su confusión racional y emocional era tal que se rindió. Dejó 167


entonces que su organismo decidiese: que la gestalt apremiante emergiese, y esta era no poner en mayor riesgo la vida de su amor convertido en tormento. Entonces respiró profundo, sus músculos se fueron relajando y se dejó llevar por los sentidos; aunque su corazón y su mente se lamentaban profundamente. Tal era la congoja que le dolía respirar. —Bien, bien... lo estás logrando —dijo el sexagenario. —Lo sé, precioso. Lo sé. A mí nadie me dice que no —, respondió ella, llevándose luego aquel miembro a la boca. El viejo se estiró de placer. —Más, más putita rica, cómetelo todito, pero no dejes de acariciar a tu novio con la deliciosa cola que tienes. ¡Ya estás despertando a Lázaro! —agudizó. — ¡Ya, ya! ¡Por fin! por dónde lo quieres, Amandita —, preguntó uno de los que sujetaba a Rodrigo, al ver la predisposición de este, quien al ver lo que ella hacía con la boca, cerró sus ojos fuertemente. — Ya te dije que no me digas Amanda, cariño. Mi nombre es Missiell. Missiell, recuérdalo bien. Lo quiero primero por mi conejita, y luego, luego lo quiero por donde tú sabes que me encanta: la colita. Dale, lo quiero todo dentro de mí. — ¡Hazlo ya! Si quieres que luego te toque tu turno. Y tu Missiell no dejes de mamármelo —, repuso, sin dejar de apuntarla con el arma. —¡Uy amor! qué rico se siente —, expresó ella. Eran sus caderas las que se hacían para atrás y para adelante, cada vez con más vigor. Rodrigo era sujetado, sin cabida a escape. —Dale, dale, dale papi. ¡Más, más! Ya soy casi tu nenita. ¡Más fuerteeee! Los movimientos se fueron acelerando, tanto oral como genitalmente hasta que Rodrigo terminó. Ella gimió exaltada. Esto provocó una especie de orgasmo múltiple y compartido. El arma también dejó de apuntarla. Luego ella se dio la vuelta y se sentó frente a él. Lo sujetó de las solapas de su camisa y, limpiándose los ensangrentados labios con el ante brazo, lo besó. —Qué rico amor, ¿ves? Ahora sí soy tu nenita. Y tú mi nenito —, dijo finalmente. En seguida Rodrigo fue aventado fuera de allí, cayendo por debajo de la barra, entre las patas de las 168


sillas, desde donde vio, por unos instantes, como uno y otro se iba disputando el turno con Missiell. Ella lo miró desde su trono y soltó una tosca y grosera carcajada. El cerró los ojos, pero a sus oídos llegaban como afiladas dagas todas las cosas que ya no deseaba percibir más. Finalmente una lágrima corrió por su mejilla y un llanto amargo estremeció su corazón.

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VII

—Hola, señor, señor. Mi nombre es Adrianita. ¿Podría decirme cuándo van a dejarnos salir? Tengo mucho frío. Aquellas palabras con el timbre de voz de una niña de unos cinco años de edad susurraron muy cerca de la nuca de Rodrigo. Este despertó adolorido, dándose entonces cuenta de que se hallaba en una celda. Borrosos recuerdos fueron llegando a su mente mientras intentaba ubicar de donde le llegaba esa vocecita que parecía urgir de auxilio y atención. Un dolor aún más agudo que los de su boca y cuerpo lo obligaron a tomarse de la cabeza, olvidándose del llamado, descubriendo un hematoma a la altura de su sien. Recordó entonces cómo varios agentes del orden entraron en el bar y sin preguntar ni discriminar a nadie batieron a varazos a quien se le ponía en frente. Su vestimenta bañada en alcohol y sangre no le ayudó a la hora de intentar decirles quién era. Luego, sin percatarse de dónde, sintió un fuerte golpe, el mismo que lo dejó inconsciente. —Tengo mucho frío señor —, volvió a escuchar muy cerca de él. Recostado giró hacia la tímida y temerosa vocecilla. Unas manos finas, delicadas, sujetas a los barrotes de una celda contigua a la suya, justo a sus espaldas, se mostraron a su vista. Una de estas cubierta, enrollada, a la altura de la palma, por una sucia venda manchada en rastros de sangre seca. Sentada y sobrecogida sobre su cama Missiell lo miraba con sus enormes ojos azules inundados en lágrimas. Parecía una niña asustada. Abrazada a sus piernas lo miraba con suplica temblando de frío. Un halo de tibio vapor emanaba al aire de su boca al respirar y su mirada buscaba la de él como la de un niño desprotegido en busca de su padre. —¿Cuándo nos dejarán ir señor?...—, preguntó entumecida, tiritando por el frío. La mirada de Rodrigo veía a Missiell, pero la voz era sin lugar a dudas la de una pequeña niña temerosa. Aquel agudo y 170


dulce timbre sonoro lo desconcertó. Incrédulo y desconfiado se sentó sobre su lecho, dándole la espalda mientras se sobaba por el lugar del golpe. Luego recorrió la herida de su labio recordando lo que ella le había hecho. Su enojo y decepción eran muy grandes, lo herían profundamente. —Soy Adrianita, hermana menor de Missiell. Solo quiero volver con mis padres. Prometo no molestarlo más, pero ayúdeme por favor —, dijo sollozando con la voz entrecortada, notoriamente desconsolada. —Ya deja de actuar por favor Missiell... o Amanda o quien pretendas ser ahora —, le dijo desconfiado, poniéndose de pie. Pero aquella voz no era la expresión consciente de quien él creía. Aquella voz era una sutil manifestación del lado más puro de Missiell, de la parte de su conciencia que aún no se daba por vencida y pedía auxilio sin auto culpas, sin ser el juez de su “yo”. Esta era una personalidad alterna, surgida del naufragio de sus sueños perdidos. La última vela encendida en rescate de su persona. Un grito genuino de su espíritu. Tan puro y sabio como el propio instinto de lo que llamamos amor, solo que este pedía tan solamente compasión y una oportunidad de ser escuchada ahora que la personalidad primaria parecía darse por vencida. —¿Sabía que Missiell no sabe manejar automóviles? Nuestro padre nunca le enseñó... — dijo ella secándose las lágrimas, y luego le dio la espalda apenada. Rodrigo, no le negó su caballerosidad, ni empatía, quitándose la chaqueta para colocársela sobre sus hombros. —Ella, la otra, nunca tiene frío —, agregó luego de que este la cubriera con su prenda. Rodrigo volvió a tomar asiento, apoyando su espalda contra la de ella. Un par de barrotes se estiraban desde el piso, al igual que todos los demás, pero con la diferencia de que estos servían también como límites, hierros que los dividían. Rodrigo se sentía herido y sus llagas todavía sangraban. Tenía miedo, por ello se mostraba lejano, mas no lo suficiente como para negarle calor, ni como para dejar de oírla. A fin de cuentas ella era su paciente y él un profesional. Por otro lado nadie lo obligó, ni remotamente, a enamorarse de ella. Él lo sabía de sobra. 171


Sus pensamientos divagaban envueltos en confusión. Miró al techo buscando respuestas, tratando de no sentir culpa y dolor. Luego meditó. Horas antes los policías, cual búfalos ansiosos de poner en práctica todas aquellas técnicas de violencia y sumisión aprendidas y reprimidas sistemáticamente, irrumpieron en el bar y, al verlo acercarse a ellos con el labio ensangrentado y con la camisa embebida en alcohol, lo redujeron con un certero y liberador golpe, el mismo que lo dejó inconsciente. La premisa acostumbrada del poder desmedido: primero golpea, luego pregunta. De tal modo que quien reportó el hecho fue llevado, con el resto y con Missiell, a la comisaría más cercana. Su documento de identidad les indicó finalmente de quién se trataba. Ambos fueron luego trasladados a la comandancia. El cardenal, al ser notificado de la captura, pidió que los retuviesen hasta nuevo aviso. Amanda simplemente se echó a dormir. La noche había terminado para ella. Missiell entonces dejó emerger inconscientemente a Adrianita. Un par de horas después la pulcra envestidura de su eminencia el arzobispo y cardenal enviaba a uno de sus diáconos a alivianar los ánimos del potencial problema civil. Otra aparición en los medios, vinculada a la sospecha de nada honorables acciones acaecidas en su domicilio, no le servirían en absoluto a su ya cuestionada imagen. De manera que silenció de ante mano cualquier reporte o informe, favoreciendo a los representantes del orden con generosas contribuciones a la arriesgada causa del quehacer policial. Su auto fue encontrado sin algunos accesorios, y cualquier manifiesto o acusación por parte de Missiell, si es que la hubiere, sería recibida, pero escrita sobre el hielo, archivada en los registros del olvido. —Missiell... ¿Por qué fingiste, creaste, a Amanda? ¿Por qué hiciste lo de anoche? —, preguntó Rodrigo, intentando acercar el puente entre su confusión y su sentir, esperando alguna respuesta razonable a la cual asirse en busca de desenredar el nudo que le hacía imposible encontrar alguna forma de cómo poder ayudarla. No hubo respuesta alguna, tan solo silencio. 172


— Mira Missiell, no sé qué es lo esperas o quieres en la vida. Sé que has pasado por momentos muy difíciles, pero... entiende, no se puede brindar ayuda a quien no desea recibirla. Yo sentía que confiabas en mí, que querías que te ayudase, te ayudaremos, pero... —Señor; Missiell no quiere, no puede volver a mirarlo a los ojos. Siente, cree que usted la verá ahora como a una cualquiera, como a la otra —habló Adrianita. Por encima de todo, algo muy especial todavía los unía. —¿A quién te refieres con ella, la otra? —; le preguntó Rodrigo, dejando someramente de lado su desconfianza, permitiéndose seguir, lo que vendría a ser para unos la inteligencia del organismo o para otros, la voz de su “yo” superior: la intuición. —Ella, la otra... es la que se dice llamar Amanda. Y ella no es mi hermana, Missiell sí lo es. Missiell es mi hermanita mayor. No las confunda. Rodrigo asumió entonces que Missiell bien podría estar fingiendo otra vez, pero que también cabía la posibilidad de que hubiese desarrollado una tercera personalidad. Dentro de los varios casos de disfunción de la personalidad que había leído se daba nota de algunos en los que las personalidades podían multiplicarse. El caso más sonado era el de Sybil9, una mujer torturada desde muy niña por su madre esquizofrénica, tal patología llegó a generar dieciséis personalidades, entre éstas dos masculinas, en las que proyectaba a su propio padre y a su abuelo. Tal vez Missiell, desarrolló a Amanda como expresión de rebeldía y protesta ante la aparente sordera de su Dios, ante el agobiante peso del estrés; y ahora a Adrianita como la parte de su conciencia en busca de perdón. —Y tú; Adrianita ¿puedes decirme cómo se siente Missiell en este momento, qué sabes de ella? Se me ocurre que con tu ayuda podríamos ayudar a Missiell, ¿no crees? —Me imagino que sí. Yo sé todo de Missiell. Todo desde que se vio retratada en esos dibujos. Entonces llegué para 9

Se trata de Shirley Ardell Mason, paciente de los años cincuenta cuya identidad fue protegida bajo el pseudónimo Sybil Dorset hasta comienzos del siglo XX. N. del E.

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ayudarla... aunque ella no quiera decirme dónde están nuestros padres, sé que si ella se pone bien, podremos ir con ellos. “Ir con ellos es una oración a tomar con cuidado. Bien podría esconder el hecho de querer volver a intentar suicidarse”; pensó él. —Sí, Adrianita, cuando mejore ella podrá... sentirse feliz... llevar una vida normal, enamorarse, casarse, tener hijos y, claro, visitar a sus padres. —¿Y yo podré ir con ella? —, preguntó de inmediato, mostrándose aliviada, esperanzada. —Seguro que sí. Ahora dime, ¿cómo se siente ella? Nuevamente se mostró triste y respondió: —La verdad se siente peor que nunca... temo mucho por ella. Ella tenía muchas esperanzas desde que usted llegó. Pero ahora siente que todo está perdido. Amanda es feliz haciendo sufrir a Missiell. Y con lo que pasó... yo vi todo... ¡Tiene que creerme! ¡Amanda y Missiell no son la misma persona! La aguda voz, proveniente de sus cuerdas bucales, era el vivo reflejo de la de una criatura angustiada, pero anhelante; una niña que quería luchar, salir del tormento, una pequeña en busca de ayuda. —Está bien... en ese caso, háblame ahora de Amanda. Acabas de decir que tú sabes todo —, preguntó él, ayudándole a ponerse la chamarra. El cierre de metal cerró la tela, abrigó su corazón. Ella lo miró. Sus expresivos ojos azules, esta vez destellaban la ternura más sublime, la de una niña aferrándose a una esperanza, a una ilusión. —Solo sé que Amanda no es Missiell, mi hermana. Ella es como una sombra oscura que nos cubre, nos ahoga; ella es como él... En ese instante se oyó el sonido del rozar de un metal con otro. Era el mayor de la comandancia, quien los dejaba en libertad. El cardenal le ordenó que los pusiese en libertad, la madre los esperaba. Dos preguntas se quedaron pendientes en su memoria: a qué se refirió con decir que Missiell no sabía conducir y a quién se refería al mencionar al tal él.

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=== El sol y la brisa del medio día hacían retroceder la trémula humedad hacia dentro de las casas y demás edificaciones, como escapando de su abrigo, de su calor, el mismo que parecía brindarles una luz, un halo de esperanza. Missiell, representada por Adrianita, y Rodrigo salieron caminando de la mano. Ella fue quien buscó este lazo: en cuanto dejaron la comandancia, se sujetó a él como una niña en busca de protección y seguridad. Juntos cruzaron la pista, para, desde la vereda de enfrente, tomar un taxi. Minutos antes, al verla caminar con tremenda dificultad sobre aquellas botas de tacos altos, evidenciando su inexperiencia en el uso de estos, se los pidió, para luego despejarles el taco de manera y así los pudiera usar con mayor facilidad. Durante el inicio del viaje al hospicio Rodrigo no pronunció palabra alguna. Tan solo la observaba con disimulo, esperando notar algún quiebre en su comportamiento, algo que descubra a Missiell o a Amanda; algo que le dé razones para creer que ella seguía actuando. Supuso con temor que al ser liberada de la prisión; al verse libre dejaría la potencial farsa y ella volvería a transformarse en Amanda y desaparecer. Al fin y al cabo, el usar a las personas era una de las características más notables de dicha presencia. Esperaba desconfiado que se echara a correr apenas tocaran sus pies la vereda, pero no ocurrió así. Luego en el coche temía que lo intentase al llegar al destino, pero ese sentimiento, se desdibujó en gran medida desde el momento que ella misma buscó caminar tomada de su mano. Tras verla concentrada en los automóviles, en el camino; a veces pegada a la ventana cual niña hipnotizada en cada objeto, persona o animal que se cruzaba a su vista; luego ensimismada viendo el maniobrar del timón. Todo ello le decía que no estaba fingiendo otra personalidad; que allí, sentadita al lado suyo, sin pronunciar palabra, muy tranquila, se encontraba en el cuerpo de una mujer la expresión real de una pequeña. Entonces, al detenerse el auto en un semáforo, aprovechó la cercanía de unos vendedores ambulantes, para comprar un par de chocolates. No habían ingerido alimento alguno. 175


—Adrianita, ¿cuál es tu edad? —, le preguntó mucho más calmado, seguro, mientras ella intentaba quitar el envoltorio de la golosina. —Cinco —, respondió mostrándole todos los dedos de su mano derecha. La misma mano con la que recibió el chocolate, la misma mano con la que vio a Missiell dibujando. Su mente hizo el esfuerzo de recordar con qué mano Amanda jugó a las cartas, con qué mano sujetó el dinero, repartió las cartas, bebió... Un acogedor alivio fue cobijándose en su organismo, y se anidó enseguida en su corazón, permitiéndose respirar aliviado. Amanda, según sus recuerdos, era zurda. Aquel descubrimiento dibujó de inmediato una sonrisa en su rostro. En seguida, al ver que ella no podía con la envoltura, la ayudó dándole con ternura, como si se tratase de su sobrina o de su hija, el dulce listo para ser consumido. —Apenas cinco añitos, qué bien. Eres una niñita muy linda además, ¿lo sabes? Tú y yo ayudaremos a Missiell. Muy pronto todo estará bien para ambas. Solo hay que tener paciencia. Ya lo verás —, le dijo acariciándole la cabeza, acomodándole los cabellos revueltos que caían traviesos por su rostro. Sintió entonces la mirada extrañada del conductor, filtrándose hacia atrás por el espejo retrovisor. No se molestó en dar explicación alguna. Se sentía feliz y volvió a sonreír con mayor libertad. Ella lo observó contento. La herida de la boca entonces le obligó a tomarse del labio, pero luego él mismo provocó un gesto cómico que causó la sonrisa de ambos. Durante el resto del viaje ella le fue narrando todo lo sucedido en casa del cardenal y demás. Y luego a portas de llegar, Rodrigo pensó en pedir una junta médica inmediata en pro de reestructurar el tratamiento. Horas antes el arzobispo ordenó que informaran escuetamente a la madre sobre la fuga, omitiendo, convenientemente, los demás detalles de lo acaecido. Por tanto esta esperaba impaciente saber hasta donde podrían ser las repercusiones o represalias de lo sucedido. Una buena suma de dinero en la cuenta de la institución ya había sido depositada. Sin embargo, esta podría ser pedida de vuelta si su eminencia sacerdotal no se hubiese sentido satisfecho con lo 176


previamente dispuesto. Lo que no sucedería; el temor de que Missiell lo denunciase públicamente ante los medios condicionaba la delicada situación. —¡Pero qué fachas son esas! — fue el saludo de recibimiento nada más cruzaron las puertas dobles del despacho. Missiell, asustada ante el aspecto áspero y cortante de la madre, sujetó con fuerza la mano de su protector, buscando con evidente timidez esconderse detrás de él, como una pequeña queriendo evitar la regañina de una iracunda madre. Rodrigo la saludó desde donde el jalón de su paciente se lo permitió: a unos cuatro metros. Ella no quería acercarse más. Si bien su expresión consciente era la de una dócil niña, su fuerza, talla y vigor eran la de una joven mujer. El aspecto de ambos era elocuente. Su sobrina nieta con el cortísimo vestido totalmente sucio y maltrecho, tratando de mantener un punto fijo con dificultad por el endiablado calzado, sus cabellos desalineados, revueltos y en su rostro, especialmente en su boca, rastros de chocolate, del cual había disfrutado con el mismo entusiasmo de un infante. Pero ahora, cautelosa, observaba con temor a su tía abuela. —¡Pero si parece una puta, te vas a pudrir en el infierno mocosa! — espetó contra ella al mismo tiempo que Rodrigo la hacía tomar asiento. No pudo evitar que un bastonazo le llegase sobre su cabeza. — Cálmese madre —, le dijo protegiéndola con sus brazos — Le rogaría que permitiese que Sor Cristina se la lleve, la asee y le brinde sus medicinas. —No, no. ¡Quiero que me diga que mierda hizo! Qué pasó y dónde estuvo. ¡Qué se habrá creído esta malagradecida! — añadió cada vez más furiosa lanzándole el agua de un vaso próximo a ella. Missiell lo recibió de lleno en el rostro. Adrianita bajó el rostro, temerosa, y cuando parecía que iba a llorar, dijo: —¡Joder! Aparte ese palo vieja jodida — respondió Amanda. Rodrigo se vio nuevamente sorprendido, lo mismo que la madre y sor Cristina —. Que no sabe hacer otra cosa que joderme —. Añadió, sujetando el instrumento agresor, para luego tirárselo por la cabeza. 177


—¡Eres una puta desvergonzada, una inmoral! Su doctor logró interponerse al peligroso destino del bastón. Y miró a Cristina indicándole, con un gesto manual que trajese un tranquilizante. —¿Inmoral, yo? Yo sé perfectamente lo que soy. Yo al menos no le hago daño a nadie, solo trato de disfrutar, ser feliz. Más inmoral es ese Frankenstein judeocristiano al que usted llama Dios — dijo poniéndose de pie. —¡Cómo te atreves, insensata, cómo va a ser inmoral Dios! ¡Por la Santa Virgen! —No me diga que usted, una cristiana, ¡una madre católica!, no se conoce la Santa Biblia — añadió apartándose de la mancha de agua. —Claro que me conozco la Biblia. ¡Es la ley de Dios! — gritó, furiosa, buscando su bastón como arma. —Entonces cito: “Y Moisés habló... Y pelearon como Jehová mando a Moisés, y mataron a todo varón. Y los hijos de Israel llevaron cautivas a las mujeres, a los niños... y arrebataron todos sus bienes, e incendiaron todas sus ciudades. Moisés se enojó contra los capitanes y les dijo: ¿Por qué habéis dejado con vida a todas las mujeres? Matad pues, ahora a todos los varones entre los niños; matad también a toda mujer que haya conocido varón. Pero a todas las niñas entre mujeres, que no hayan conocido varón, reserváoslas”. Eso está en Números 10. Órdenes de ese su Dios. Muy moral eh, dar mandamientos: “No matarás”, para él mismo incumplirlos. ¿No se supone que un padre bueno enseña con el ejemplo? —dijo gritándola, reprochando sus creencias —. ¡Tengo un poco más!, que tal... Levítico11 por ejemplo “así tu esclavo como tu esclava los podrás dejar en herencia... como posesión para siempre os serviréis de ellos.” Más de esclavitud, en... Éxodo12 “y si alguno hiere a su siervo o a su sierva con palo, y muriere bajo su mano será castigado; ¡pero si sobrevive por un día o dos... no será castigado por que es su propiedad!” Qué lindo su Dios ¿eh?, toda una joyita. Todo un ejemplo de amor y paz ¿eh? 10 11 12

Capítulo 31. Capítulo 25. Capitulo 21.

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—¡Basta maldita! No quiero oírte más. Tú no sabes nada —, gritó intentando interrumpirla. —Ah yo no sé nada. Que tal esto… —Estás tomando todo fuera de contexto — le interrumpió la madre—, ¡Te pudrirás en el Infierno! ¡Cállate ya! —Muy moralito ¿eh?, muy moral dar mandamientos: “¡No mataras!” los que él mismo los incumple_ repitió_. ¿Dónde queda su infinito poder? ¿Dónde queda su moral? Respóndame pues. Además es un inseguro machista. La madre intentaba sujetarla queriendo golpearla, pero ella se movía ágil de un lado a otro mientras Rodrigo no atinaba que hacer. —¡Dios no es ningún machista ni nada de lo que dices! —¿A no? ¡La Biblia ordena matar a la esposa si esta no resulta ser virgen! —¡Cállate ya! —¿Qué pasa con aquellas jóvenes que por algún accidente, siendo vírgenes, tenían el himen roto? No puede nadie, con cinco dedos de frente, decir que este mandato no es machista —, añadió para, a continuación recordar —: “La mujer cuando conciba y dé luz a un varón, será inmunda siete días... Y si diera luz a una niña, ¡será inmunda dos semanas!”. A ver, haciendo un recuento: asesino, violador, ratero, torturador, esclavista, genocida... ¿me olvido de algo? es decir un malvado total. Y tengo más, pero creo que ya le demostré que yo comparada con su Dios, soy un angelito de pecho. Entonces Cristina regresó acompañada de Javier, quien portaba la intravenosa. —Será mejor que se calme señorita. —No, no es necesario. Me largo de aquí —, dijo trepada en el sillón, desde donde aventó uno de los gruesos cojines contra la superiora. Este le dio directo en el rostro haciendo que la enardecida anciana perdiese el equilibrio y cayese peligrosamente de espaldas. Rodrigo se apresuró en auxiliarla pero esta herida y orgullosa, estiró la mano en busca de Cristina y de Javier, quienes finalmente la ayudaron a incorporarse. El cuerpo de Missiell pareció entonces desmayarse, cayendo inerme sobre Rodrigo. Luego este la ubicó, nuevamente sorprendido, sobre el sillón. 179


—¿Qué fue todo esto, Rodrigo? — preguntó su colega notando que la paciente había perdido repentinamente la conciencia. —Missiell, ha desarrollado una nueva personalidad y Amanda ahora toma el control de su conciencia cuando ella quiere —, respondió. La madre, presa de sus emociones, al borde de un ataque de ira pero visiblemente adolorida buscó asiento. Y desde su escritorio ordenaba vociferante que sometiesen a su nieta a una terapia de electroshock de la vieja usanza. Enseguida Missiell despertó llorando, y siendo Adrianita buscó los brazos de Rodrigo llena de susto y consternación. —Sor Cristina, llévese a la niña, se la encargo. Ayúdela usted misma y nadie más a asearse. Es una niña pequeña, cuídela mucho —, le dijo mirándola de manera que entienda que se trataba de una solicitud especial. Sor Cristina se la llevó con alguna renuencia de la misma. Ambas al ir saliendo lo miraron. Una se iba temerosa, la otra desconcertada. Cuando se fueron estas, él le rindió verbalmente el informe de todo lo acontecido ,de una manera general, obviando vergonzosos detalles que consideró que perjudicarían a su paciente y que no eran realmente necesarios de contar, mucho menos al tener en cuenta la envestidura de su interlocutor y la incómoda verdad de su perturbadora participación en parte de lo ocurrido. La madre intrigada, y por solicitud expresa de Rodrigo, decidió llamar a su eminencia, el arzobispo. Este había partido, convenientemente, fuera de la capital. Regresaría en una semana. Trató de conseguir alguna información al respecto de sus representantes y del monaguillo que le contestó el teléfono, pero sin obtener nada. Las respuestas fueron esquivas o de plano negativas, de modo que aquello tendría que esperar. Javier escuchó con atención. —Es tan... cómo decirlo: desconcertante y a la vez tierno verla en esta otra faceta. Tan diferente. Realmente se ve como una frágil pequeña... Por cierto, doctor, al bañarla pude apreciar varias marcas en su cuerpo. Las detallé en la historia — , dijo sor Cristina al tenerlos de regreso.

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—Lo sé —, respondió Rodrigo, mientras agregaba unos apuntes también. —¿Y voy a dormir aquí solita? — dijo Adrianita con temor. — Sí, pero no tienes por qué temer. Luego de tomar tu leche y tus pastillas dormirás sin problemas. Yo mañana temprano vendré a verte. —¿Pero y si se aparecen él o ella, otra vez? — expresó mirándolo afligida, buscando que no la dejase sola. —Pobrecilla. Yo me quedaré contigo —, le dijo Cristina. Luego retiró el plato de sopa y le dio a tomar del vaso. Minutos después de ingeridas sus pastillas, ella la cobijó y abrigó con las frazadas. Entonces a Rodrigo se le ocurrió espontáneamente hacerle una pregunta partida de su mera intuición, teniendo en cuenta los antecedentes involucrados. —Adrianita, ¿sabes tú si Missiell ha visto a Amanda cuando logra salir de aquí? ¿Cómo lo hace? —Sí. Ella esconde unas llaves allí arriba —, dijo señalando la parte alta de las cortinas —. Ella se aparece. Trata muy mal a Missiell. La hace sentir horrible. Es muy mala con ella. Luego cuando Missiell se esconde, ella toma esas llaves y si la puerta está sin el seguro de afuera, sale. Rodrigo en seguida agitó fuertemente la pesada tela. Un esmalte de uñas, sombras de ojos y labial negros, así como las llaves se precipitaron envueltos en una bolsa, a los pies de Cristina. —Pero si estas... ¡son las llaves perdidas de la madre! — exclamó sorprendida. —Dime algo más, Adrianita. ¿Qué hace ella cuando la aldaba, seguro de afuera, está puesto? —Ah... pues... se para allí al pie, maquillándose, esperando, y luego tarde, tarde llama a sus amigos o amigas. Ellos entran o bien, luego, la dejan salir. —Quienes son ellos, sabes sus nombres —, preguntó atónita e indignada sor Cristina. —No sé... Missiell trata de olvidar... pero algunos están en los dibujos de ella. Esos que dibujó en lápiz para herir a Missiell. Ella no dibuja tan bien como sí lo hace mi hermanita. A propósito...

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ese chico... el que... le hizo eso a Missiell... ¿Dónde está? ¿Y dónde está mi sobrinito? Las miradas de Rodrigo y Cristina se encontraron. Javier prefirió retirarse. —¿De qué hablas Adrianita? ¿Sobrinito? —preguntó Rodrigo, mirando fijamente, esta vez, a sor Cristina, quien no pudo sostenerle la mirada. Algo oculto para él había surgido de improviso. Algo insospechado. Algo que al parecer fue encubierto de manera premeditada. Inmediatamente aquel rastro de páginas arrancadas de su historia clínica volvieron a su memoria. —Necesito ver esos dibujos, para saber a quiénes te refieres. Haré un reporte a la dirección. De seguro serán despedidos—, dijo nerviosa, con la intención de que su solicitud fuese atendida y aquellos dibujos le fuesen alcanzados lo antes posible, buscando desviar y sosegar el inminente cuestionamiento que nacía en la intensa mirada de Rodrigo, quien la sujetó de los brazos, al intentar ésta tomar el archivo médico que él sujetaba. —¿Aquí falta algo, sor Cristina? Responda —inquirió él. —No estoy autorizada para responder a eso... Entiéndame por favor. —Entiendo. Pero dígame, ¿mis colegas también desconocen esto? —Perdóneme por favor. No puedo decir nada. Usted ya sabe a quién debe preguntar. Yo solo recibo y obedezco órdenes, doctor —, le respondió contrariada. El joven doctor la soltó. Luego devolvieron la vista hacia la paciente. Ella dormía, profundamente ya. Tras el eco de sus pasos por el frío y desolado pasillo Rodrigo pensaba: “Somos un organismo. Tenemos cinco sentidos por los cuales percibimos conscientemente la interacción con nuestro ambiente: el aire ingresando a nuestro cuerpo, el calor o el frío a través de nuestra piel, los colores y tamaños, el sonido, etcétera; percibimos también el desarrollo constante de nuestras relaciones interpersonales, el amor, el odio, la amistad y todo aquello que nos hace parte de nuestro circulo, personal, socio-biológico. Pero sabemos tan poco de nuestra percepción 182


inconsciente. Se sabe, que desde que estamos en el vientre de nuestra madre, sentimos el amor de nuestros padres. Nuestro organismo como un todo holístico recibe sutiles mensajes de cada una de nuestras células. Sus requerimientos son atendidos intuitivamente sin que nos percatemos de ello. Y cuando no es así, el cuerpo se expresa con el desequilibrio de nuestra salud mental o física…” Missiell había pasado por un estado de coma profundo, en el que conscientemente no era capaz de darse cuenta de nada, pero la potencialidad de que a nivel inconsciente todo podía ser registrado y almacenado en una mente aún más susceptible que la conocida. Ella ahora, a través de esta nueva expresión de su yo les decía que tenía conocimiento de todo lo ocurrido durante su coma. Aquel traumático acontecimiento significó algo importante. Esto ahora, tras el velo de Adrianita emergía como algo inconcluso. Algo por resolver. Era claro que Missiell desconocía todo ello, pero a nivel inconsciente no. “…Según mis estudios tenemos dos tipos o niveles de mente y memoria: una que vive en nuestro organismo o vida presente y otra que traspasa tiempos recopilando información relevante a nuestro ser superior, nuestro espíritu, en la cual todo aquello que afecta o sirve para nuestra evolución espiritual y física se guarda para ser utilizado cuando sea necesario. Es así como, si bien no recordamos conscientemente nuestras experiencias o vidas anteriores, sí lo hace nuestro espíritu, de tal manera que cada acontecimiento que conlleva a nuestra supervivencia física y a la mejora y evolución de esta, sirve y se manifiesta en lo que llamamos actos instintivos. Esa mente superior nos sirve y se manifiesta en cada cuerpo físico, en cada envase, mejor que el anterior, para nuestro eterno espíritu. Es así como la reencarnación va asegurándose de un crecimiento físico y luego consciente. De manera que la conciencia es la presencia de Dios en el hombre y este ser divino vive y experimenta cada uno de nuestros sentimientos, a través de cada una de sus criaturas, de sus creaciones…” discernió él. La pena de Missiell se hacía presente a través de Adrianita. Ella preguntó, emitió esta inquietud en calidad de reclamo. De seguro ella, su súper ego, según Freud; la moral y ética aprendidas reclamaban saber la verdad. Aquella gestalt o 183


necesidad inconclusa surgió desde el fondo como figura apremiante, dejando en el fondo, todo lo demás. “… Pero y Amanda... —continuaba con cierto celo la disquisición —, sería entonces únicamente una personalidad alterna ajena a todo este sentir o una manera de revelarse, una personalidad de protesta y rebeldía ante todo y ante todos.” “Incluso ante ella misma, ante la debilidad y fragilidad de Missiell, a la cual dañaba como castigo, a la cual le echaba toda culpa, como un juez sin límites ni moral, en el que ella misma se divide en un inclemente y despiadado juez y, a su vez, ella como víctima. Lo único objetivo era que la unidad, integridad de su personalidad se hallaba fragmentada. Adrianita, tal vez como parte de ambas, estaba dando la cara. Ella defendía a Missiell, se identificaba con ella y por alguna razón comprensible, más allá de la psicológica, rechazaba a Amanda y a ese otro a quien llamó “él”. ¿Quién era ese “él”? “Debo averiguarlo pronto.” Sentenció para sí mismo. Momentos después Rodrigo buscó, en los archivos, el expediente del, para él desconocido, Juan. === Esa misma noche Rodrigo visitó a la madre. El tema: lo sucedido entre Juan y Missiell, en especial, las consecuencias de este. La madre le fue clara al decirle que lo que buscó con la omisión del embarazo en la historia clínica, era que en vista de que su sobrina no fue consciente de nada y por consiguiente no guardaría ningún recuerdo de ello, se quitase todo rastro, toda señal, a fin de que cuando Missiell se recuperase, si es que ello llegaba a suceder, rehiciera su vida libre de tal incómodo trauma. Añadió, además, que no notaron el embarazo hasta casi el mes y medio de gestación. Exteriormente su cuerpo no dio el menor indicio de embarazo. El hecho se manifestó de manera casual, al realizarse un rutinario examen de sangre. Y que ella misma ordenó el aborto. Según la superiora, no sería atinado arriesgarse a traer al mundo un hijo con alguna deficiencia congénita heredada por el padre u ocasionada por los fármacos.

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Rodrigo pudo dilucidar el deseo de ver en su sobrina nieta a la sucesora de su puesto. Idea que se remontaba tiempo atrás: su hermana, madre de la madre de Missiell, era quien había encaminado a su hija primogénita en el sendero de la Iglesia Católica como futura esposa de Dios, anhelo que desde pequeña le fue inculcado, introyectado, a tal grado que cuando a esta se le preguntaba, de niña, qué quisiera ser de grande, ella respondía sin pensar: monjita. Luego los problemas entre sus padres y la carga familiar impuesta sobre sus hombros no le dejaron mucho tiempo para pensar en sus verdaderos sueños. Y aunque estos le fueron sutilmente impuestos eran parte real de su personalidad. Pero todos estos se desmoronaron, cual castillo de arena, so presa de una inadvertida y enorme ola la cual terminó por quebrarla, llevándola al mismo borde de la autoaniquilación. La carga de responsabilidades e infortunios rebasó los límites de su carácter, de su resistencia. “Lo que no te mata te hace más fuerte”: a ella casi la mató. Era tan solo una niña a la que el infortunio la ahogó sin clemencia. Una niña a la cual los oídos de su Dios parecían cada vez más sordos, cada vez más lejanos. Días después, Sor cristina al ver nuevos dibujos en los que la paciente graficó a la Virgen María y a sus padres y a sabiendas de que la madre era católica y el padre ex evangelista, se quedó pensativa. —¿Crees en Dios y en la Virgencita también, bonita? —le preguntó sor Cristina a la entonces Adrianita: el reflejo de la niña que vivía feliz junto a sus padres enamorados, pero que, por razones que escapaban inconsciente e intencionalmente a su fragmentada memoria y raciocinio, ya no estaban con ella. —Sí, creo en Ella y en Diosito. Ellos cuidan a mis papis, a mis hermanitos. Me cuidan también a mí —, respondió con la inocencia de la niña que fue y que ahora revivía, de alguna manera, en ella. Cristina guardó silencio por unos segundos, tiempo en el que recordó lo expuesto por Amanda. Y Preguntándose por qué Dios permitió o no hizo nada por ayudar a quien fue, no hace mucho, una fiel e inocente niña. —Doctor Rodrigo... usted es creyente, ¿verdad? 185


—Sí, creo en un Dios. Si a ello le llamas ser creyente, pues sí, lo soy. —¿Cómo usted se explica que Dios o la Virgencita... digo... no hagan nada más tratándose de una niña, un corazón puro, tal y como los corazoncitos del pabellón de niños? Hace un tiempo llevé a Missiell por allí y ambas nos preguntamos lo mismo... Si no lo hacen por ellos, pues ya qué nos queda a nosotros —, dijo trasladando su consecuente y lógica inquietud a Rodrigo, quien observaba desde el dintel de la puerta, de manera que solo este pudiera oírla. Aquella respuesta se hizo esperar hasta que se encontraron fuera del cuarto, camino al comedor. —A tu pregunta. Creo que existen dos planos: uno material y otro espiritual. Estamos en el material pero pertenecemos al espiritual, somos de él, él y parte de nosotros. Como un todo y parte de ese todo. No es que Dios no haga nada o haga algo, su amor es espiritual, es total. El ya nos dio la vida, y eso es más que suficiente. Qué más valioso, maravilloso y hermoso que la vida misma. Los asuntos del hombre en la Tierra: sus guerras, odios, sufrimientos, amores, alegrías, etcétera, son causalidad pura e intrínsecamente propia del ser humano. Su cielo o su infierno se lo hace uno mismo. El libre albedrío es eso. Causalidad pura, vinculada a la entera libertad de elegir y con ello de hacernos responsables de nuestros propios actos y con estos ir aprendiendo, creciendo en amor, en comprensión, a nivel espiritual. — Pero estamos hablando de niños, muchos de ellos bebes. ¿Qué culpa o que pudieron haber hecho para que las consecuencias les sean tan desfavorables y negativas? ¿No se supone que él nos pide que oremos, le pidamos; y como sus hijos que somos él nos dará amor, ayuda, nos librará del mal?: “Padre Nuestro que estás en los cielos líbranos del mal...”, dice el padre nuestro. No logro entender. Hay tantos niños en el Mundo muriendo de hambre, muchos son cristianos ya... cientos de niñas son vendidas, violadas a diario. Algunas hasta abusadas por sus propios padres y muchos de estos son cristianos, hasta netamente ¡católicos! —No existe la culpa. Todo es un proceso de aprendizaje. Nada es bueno o malo. Eso es solo relativo al afectado o al ojo 186


que lo ve, subjetivo a su consenso de moral y ética. Lo que es bueno para ti, puede ser malo para otro. Lo que uno sufre o disfruta es también consecuencia de actos y decisiones pasadas. La consecuencia, buena o mala, es la única forma que tiene la Naturaleza, Dios, el Universo, de hacernos aprender de nuestros propios actos. Nadie aprende a ser bueno o malo solo porque se lo dices o lo lee. Aprendemos por experiencia. De esa experiencia se nutre nuestro espíritu. Si Missiell o esos niños y niñas está viviendo en esta vida, ese pesar, es por efecto de actos anteriores a esta instancia material: a esta vida. Dios o la Virgen como seres espirituales pueden brindarte ayuda sí, pero siempre y cuando no vaya en contra de la ley de la vida o de la causalidad. Si interfirieran, no aprenderías y tu ciclo volvería a repetirse en otro igualmente doloroso o grato. Si tú ayudas a un niño malcriado y no le haces ver y aprender, sentir la consecuencia de sus actos, este nunca aprende. Crece siendo un ser irresponsable y abusivo. —¿Entonces usted cree en la reencarnación? —Si, la reencarnación es la única manera de encontrar justicia y amor. Para ello tienes que tener en cuenta que en realidad somos espíritus viviendo experiencias en formas materiales, como bien lo dice Jesús, y que el espíritu es eterno, al igual que Dios. El espíritu aprende vida tras vida, tal y como lo hacemos vía el colegio, la universidad, etcétera. —Pero si eso fuera así, ¿por qué no recordamos las vidas pasadas, y por qué no está eso en la Biblia? —¿Acaso te acuerdas cuando tenías tres años o cuando tenías uno o cuando estabas en la barriguita de tu divina madre? ¿Cómo recordar lo de mucho antes? Además, para quien es importante recordar es para tu espíritu, tu yo divino, tu yo verdadero: el eterno. Y si no está en la Biblia, es otro tema, pero si buscas bien, lo está. Léela con el corazón, y si encuentras algo malo o que vaya en contra de la vida, no es de Dios. Además Dios no es un ser humano, es amor: el amor no conoce de ego o de orgullo; solo un ser inseguro es celoso o pide glorias y sacrificios. Escucha tu corazón, a tu intuición. Recuerda que el papel, la tinta y la escritura la crearon los humanos; usa tu discernimiento y prudencia, sin prejuicios ni dogmas, pidiéndole a tu yo eterno te guíe y lo verás. Recuerda 187


otra cosa: orar es hablar con Dios, meditar es oírlo. Escucha con el corazón, uniéndote en meditación a tu yo superior, a tu espíritu. —Entonces uno no debe tener pena de nadie, ser fríos ante el sufrimiento del prójimo. Cómo va ser eso. —El sufrimiento es lo más sagrado que existe. No debes tener pena, pero tampoco está mal que la sientas, lo que deberías sentir es empatía, compasión. Saber que esa vida está creciendo, ayudarla en lo que puedas, sin perjudicarte a ti o a otro en esa ayuda, puesto que nadie puede hacer nada en contra de la causalidad. No sería justo. No sería divino. El amor se aprende, y nadie dijo que fuera fácil. ¿O acaso Jesús dice que sí? Finalmente no es que Dios no quiera o no pueda eliminar el sufrimiento es que no debe. No existiría la luz sin la oscuridad, no existiría lo bueno, si no hubiera nada malo. La vida madura crece, vivir es aprender. Y tu espíritu eterno aprende de lo bueno y de lo malo, se hace cada vez más divino. La monja lo miró pensativa, pero años de catolicismo, de tradición pesaban más que cualquier otra verdad o teoría. Horas después, luego de visitar algunos otros pacientes, Rodrigo enrumbó hacia la torre principal y subió por las gradas en caracol justo a la única habitación previa al campanario, la habitación de Juan. Quién cual Cuasimodo vivía encerrado ajeno al contacto y a la vital sociabilización, apartado del mundo, de todo. Su precaria situación era más que deprimente. Hasta los fríos galpones, los pabellones de los pacientes comunes, poco menos que saturados de catres de metal, colchones viejos y baños comunes, se mantenían aseados e iluminados. Este era una poco más que una ratonera de cinco metros cuadrados, un cilindro de adobe y madera en lo alto. Lo acompañaban nidos de palomas ubicados en rendijas, arriba, en lo alto del techo, entre las vigas. La triste permanencia del joven impactó a su visitante. El hedor era apenas ventilado por una única ventana sellada con barrotes, por entre los cuales el sol de media tarde le brindaba algo de calor cuando este podía abrirse paso a través de las plomizas nubes de invierno.

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Al entrar divisó un par de roedores escabullirse hacia fuera por la ventana. Las sobras del plato de Juan de seguro eran los que los atraían, finalmente lo acompañaban. Rodrigo lo halló dormido. Revisó su historia clínica, si es que podía llamarse de modo tan profesional a esa carpeta. Pudo advertir que a dicho paciente lo visitaba una vez cada quince su doctor encargado, uno del cual no tenía conocimiento. En la gráfica estadística de peso, un desmedro considerable hacia la baja, era una constante alarmante. La falta de ejercicio motor físico, una consecuente depresión producto del enclaustramiento lo estaban mermando dramáticamente. El castigo impuesto bordeaba los tres meses de encierro. En la hoja clínica se hacía mención, con letras prácticamente indescifrables, una dosis de antidepresivos que según el registro no se llevaba con la frecuencia requerida. Era de suponer que tal paciente estaba en las manos de algún otro negligente auxiliar. Prácticamente estaba allí, abandonado a su suerte. La indignación le fue tal que ni bien salió, ordenó que aseasen el lugar y le diesen de comer. Pidió también un examen y que le derivasen el caso. Desde ese momento Juan estaría a su cargo. La madre accedió a sus pedidos. De hecho no le convenía, reporten tal abuso al ministerio de salud. Ello podría costarle la licencia como centro albergue psiquiátrico, así sea este, del tipo gratuito para enfermos desvalidos en pobreza o extrema pobreza; su ONG dejaría de recibir fondos del extranjero y ella de seguro sería retirada del cargo. Toda su fortaleza abanderada bajo la religiosidad de su monasterio, su palacio de migajas de compasión desaparecería.

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VIII

Días después, Rodrigo se halló en los pasillos con Javier y Alberto en su camino a ver a Missiell. —Estimado compañero, tengo malas noticias —, le expresó Javier saludándolo —. Resumiendo: Lo que sucede es que la madre, nos acaba de preguntar sobre la paciente. Y el padre Alberto le dijo lo que pensaba. De manera que la madre, impaciente y en busca de castigos, nos ordenó aplicarle una sesión de electroshock para descartar toda posibilidad de que esté fingiendo su trastorno. Yo le di mi punto de vista, pero ella insistió. No hay más que decir. Rodrigo sorprendido, ante la orden. Intentó objetar. Hablar con Alberto, quien iba caminando por delante de ellos, mostrándose rígido en su posición, no dándole cabida a sus reclamos. —Pero ¿por qué tanta objeción? Esta terapia se usa también como tratamiento antidepresivo, en varias partes del mundo doctor —, le dijo escuetamente Alberto. —Sí, eso es verdad, ¡pero no con la intención masoquista y agresiva con la que la madre solicita!— —Bueno... la orden está dada. Tómelo como una reprimenda. Toda reprimenda sirve para templar el carácter, retornarla al buen camino — respondió desdeñoso y arrogante. Pronto llegaron a donde la paciente, quien acompañada por sor Cristina terminaba de almorzar. Adrianita seguía siendo su personalidad manifiesta, la misma que vio con alegría a Rodrigo, sin tener la más mínima idea de lo que ocurría. —Señorita... ¿Dígame por qué piensa que ahora vamos a creer en usted, cuando usted misma, confesó aquí mismo su farsa? —, le preguntó el padre Alberto directamente y sin rodeos, tomando antes asiento justo frente a ella. Para él, Missiell estaba mintiendo, y aunque había leído el informe de su 191


colega, no quiso tomarlo en cuenta. Prefirió intentar tomar el control de la terapia, apelando al descontento e impaciencia de la superiora. Tierna y confundida, temerosa. Sus ojos buscaban el auxilio de Rodrigo. El sacerdote continuó: —Así le hagamos otra terapia de hipnosis, usted bien podría seguir fingiendo. Déjeme decirle que no estamos aquí para juegos. Si usted no quiere salir de este estado, es solo usted quien se perjudica. ¿Piensa vivir de este modo? Es usted muy joven, ¿no tiene sueños, metas, objetivos? Tal vez ahora piense que vivir así le es muy cómodo, pero créame que llegará pronto el tiempo en que se arrepentirá de haber desperdiciado su vida en un centro como este. Tiene toda una vida por delante. Aprovéchela. Déjese de juegos o nos obligará a tomar medidas poco agradables. —Doctor Alberto, con todo respeto me parece... —, intervino Rodrigo, mas fue interrumpido. —Leí muy atentamente su informe, estimado, pero aquí hay muchos otros pacientes que sí esperan recibir atención profesional, cosa que esta jovencita no toma en consideración. Además, no me gusta perder mi tiempo y menos gratis. Tal vez usted se crea todo el arte de la actuación de esta señorita, pero yo no. Si ella no se deja de tonterías ahora mismo, vamos a proceder con terapia de electro. Allí sí va dejarse de teatros — interrumpió poniendo en claro su posición. Por su parte Javier, quien se hallaba sentado, le dio su respaldo y poniéndose este de pie se dirigió a la puerta. Para él ya estaba todo dicho. Rodrigo se vio entre la espada y la pared. Muy dentro de él albergaba la posibilidad de que Missiell realmente estuviera mintiendo. Su reacción ante tal terapia sería definitiva. Si bien no era el objetivo, la intención de esta técnica era la de servir como herramienta de sutil de tortura. Asustarla. Pero esto, si se llevaba a cabo, y ellos estaban equivocados, bien podría empeorar su situación. Ella se puso a llorar. Su lamento, cual niña, buscó refugiarse en los brazos de Rodrigo. En el cuello de este se entrelazaron sus brazos, y su hombro amparó su rostro lleno de lágrimas.

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—¿Por qué me habla así? yo no le hice nada —, repuso asustada, su voz, infante, llamó a atención del padre, pero no cedió en su afán. —Le aseguro, que apenas vea la camilla en la sala de electro, se le quitaran todas estas mañas y teatros —, añadió convencido, abriendo la puerta, con la intención de salir. — Mire Rodrigo. Usted sabe que quien manda aquí es la madre. Yo no estoy muy de acuerdo con esto, pero un poco de rigor científico siempre es bueno, no es tan grave tampoco —. Sentenció Javier. Luego al ver la mirada confusa de su paciente insistió en voz baja, saliendo antes unos metros con ellos. —Digo... Amanda es zurda, Missiell diestra, Amanda tiene un conocimiento bíblico impresionante, que Missiell no posee. ¿Cómo se explican eso?, nadie puede fingir a tal nivel. —La mente es tan sorprendente que ella misma puede provocar síntomas, fenómenos, abrir y cerrar los cerrojos de su memoria, recurrir a hechos leídos alguna vez, todo es posible. La fe y sus manifestaciones son claros ejemplos de esa potencialidad intrínseca de su poder —, señaló Javier. —Pero además Adrianita lleva más de una semana aquí, siendo la niña que dice ser. Sor Cristina, puede dar fe de ello. Desde que ella volvió aquí no ha dejado de ser Adrianita, ¡ni por un segundo! ¿Eso no cuenta acaso? — insistió Rodrigo. —¿Ni siquiera cuando duerme? — apuntó el padre Alberto, con sarcasmo y con clara doble intención. —Siempre, es decir todos estos días ha despertado siendo Adrianita. Ello lo anotó allí, sor Cristina. Léanlo — enfatizó. —No leo los apuntes fuera de los establecidos por norma. Ella no es médica. —Pero léalo, ¡es un hecho! No puede desestimar algo así. No quisiera decir esto, pero no entiendo lo que busca con esto padre. ¿No será que la quiere más consternada y traumatizada para...? —¡Por favor! Me está ofendiendo. Javier luego de mantenerse en silencio por unos segundos respondió:

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—Me temo, mi estimado Rodrigo, que sus emociones están afectando su relación con la paciente. Debo pedirle que se aleje de este caso. —Está bien, me parece correcto, pero que el padre haga lo mismo —. Respondió con calma, pero insistente. —Ya me está molestando su actitud. Yo no tengo por qué, además la madre no me lo permitiría. Yo soy sus ojos y oídos en este asunto. Es más Rodrigo, sepa que no le he dicho nada sobre los sentimientos que lo vinculan a la paciente, y con una simple sugerencia mía, usted estaría de patitas en la calle —; dijo, altanero, muy suspicaz y amenazador. Rodrigo bajó la mirada comiéndose su desazón. —Doctor Javier, yo me haré a un costado. Solo le pido a cambio que sea usted mismo quien realice dicha sesión —, fue lo último que expresó. Javier aceptó. Luego él pidió que le permitiesen unos minutos con su paciente. A su ingreso Missiell lo observó tierna, secándose las lágrimas con la mano, cual niña afligida. Él sabía que quien lo veía, sentada sobre aquella cama, era Adrianita, la entidad disociativa que representaba lo más puro y noble de su paciente. La ternura que emanaba de ese hermoso cuerpo de mujer, acariciaba su alma, le acongojaba el corazón. Sus enormes ojos azules decían todo lo que su boca callaba. Su actuación no podía ser tan perfecta. El veía una pequeña que le decía sin palabras que lo necesitaba. Ella si podía verlo a los ojos directamente. Era por demás seguro que Missiell, no podría verlo de esa manera, al menos aún no. Lo sucedido en el bar los marcó a ambos, creó una profunda grieta, una herida turbia, cual mancha de aceite. Ahora aquellos ojos lo buscaban sin vergüenza, y él trataba de corresponder, pero aquella mancha lo hacía, por momentos, esquivar su sublime recogimiento. Ella no lo quería fuera de su vida. Lo necesitaba. Rodrigo se acercó a ella, para luego sentarse a su lado. No le era nada fácil manifestarle lo que debía. —Estarás bien. Debo alejarme por tu bien — le dijo. Luego un silencio. —No quiero que te vayas —, respondió ella tímidamente, con la voz entrecortada. Su súplica dulce le tocaba el corazón.

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Entonces la abrazó. Ella cobijó su cabeza sobre su pecho y lo abrazó también. Ese lazo de afecto sincero pareció detenerse en el tiempo. Sor Cristina no supo que decir. Entonces Rodrigo se puso de pie al mismo tiempo que le decía: — Estaré pendiente, confía en mí. Luego salió. Un nudo en la garganta lo acompañó en cada uno de sus pasos. —¿Está bien doctor? —. Se dejó escuchar de labios de Cristina, pero él no respondió. Los días pasaron, casi una semana. Sor Cristina, como ya era de costumbre, se encontraba con ella, disfrutando del sol de la tarde. Se encontraban sentadas en una de las bancas próximas a la pileta. De pronto, de uno de los pabellones, salió un paciente pegando gritos, totalmente fuera de sí. Detrás de él dos enfermeros y una auxiliar. Aquella escena las tomó por sorpresa. Él descalzo, y en pijamas portaba un pedazo de vidrio, y con este se hacía de cortes en los brazos. Las gotas de sangre que salpicaban de sus manos y extremidades alarmaron a todos los visitantes y pacientes que se encontraban allí. Missiell se agarró a Cristina, asustada. No era para menos, este paciente se les acercaba raudamente. Su mirada poco menos que perdida encontró en los ojos de ella un norte, un objetivo que cautivó y atrajo su atención. Entonces se detuvo frente a ella y se dejó caer de rodillas, como rindiéndose a su destino. —Santa Virgencita. Ya no soporto, permíteme morir —, le dijo. Missiell, ocultó su rostro en el regazo de Cristina, desde donde lo observaba con espanto. Seguidamente este le mostró sus brazos sangrantes. —¡No quiero ir al Infierno! ¡Solo deseo poder descansar! ¡Mi vida, Virgencita, ya es como el mismísimo infierno! — añadió llorando desgarradoramente. Luego dejó el vidrio a un lado y colocó las palmas de sus manos sobre el piso, en reverencia. Sor Cristina le cubrió los ojos buscando protegerla, pero este, temblando, y con los enfermeros a escasos metros, estiró sus manos con temor, hasta tocarle los pies. —Tú eres santa, madrecita. Tú eres la madre de Dios. Intercede por mí, por este triste pecador.

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Dicho esto se cercenó el cuello con el aquel filo punzante, el objeto cayó, enseguida fue alcanzado y sujetado. Segundos después, fue llevado hacia la enfermería en donde fallecería desangrado. Si bien Missiell, gracias a sor Cristina, no vio el desagradable corte y la brutal cantidad de sangre que expelió, este suceso la dejó consternada. —Madrecita, ese hombre... ¿Por qué...? ¿Está loquito, verdad? —, preguntó ella, mientras ambas se iban alejando abrazadas. —Está enfermo de la cabeza, sí. Pero ya se lo llevaron, seguro que se pondrá bien. —¿Yo... también estoy enferma de la cabeza? ¿Por eso se alejó de mí, el doctor Rodrigo? ¿Por qué estoy aquí? —No, no. No digas eso. —Sí hace días que no lo veo. —Que no lo veas, no quiere decir que él no te vea. Él pregunta por ti a diario. Las interrogantes de Adrianita, evidenciaban la lógica confusión de una niña. Aquella personalidad, desconocía las razones y causas de su terapia. Ella tan solo esperaba que sus padres pronto lleguen a recogerlas, a ella y a Missiell, para volver a ser feliz. Sus pasos lentos por la fuerte impresión, pronto cruzaron el dintel que daba inicio al pasillo hacia su recamara. —¿Por qué me habló a mí... yo no lo conozco? ¿Por qué me dijo así? —Adrianita, lo que pasa es que te confundió. Mi hábito y tu rostro, de seguro se mezclaron en su mente y te vio como a la virgencita. Olvídate de ello. Ya pasó. —¿Pero por qué se cortaba él solito? A veces cuando duermo, ella me dice que haga cosas feas. ¿Qué es el Infierno? Y la señora mayor, me dijo te pudrirás en el Infierno. Sor Cristina le respondía, tal cual a ella le habían enseñado. Una vez que estuvieron en su cuarto, la frágil voz permaneció en silencio por varios minutos, hasta que finalmente dijo: —Extraño mucho a mis papis y a Rodrigo. Luego durmió. ===

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Al día siguiente, muy temprano, la camilla en la sala de terapia electro-convulsiva [TEC] recibía a Missiell. Unas correas de lona sujetaron sus extremidades. Luego unos electrodos sobre su cráneo, de manera lateral, le fueron colocados, mientras ella nerviosa miraba a todos lados. Luego Javier le pidió estire su brazo y le inyectó suxametonio, un relajante muscular. Aquel punzón provocó un llanto silente y ahogado, sumiso. Alberto la observaba de pie a un lado de la camilla, mientras que Rodrigo y sor Cristina aguardaban fuera de aquella habitación. —Doctor, la anestesia no va, ¿verdad? —, antes puntualizó Alberto, al ver la intravenosa levantarse. —Tengo muy en claro lo que quiere la madre. La rutina es anestesia, relajante y Antropina para inhibir la salivación. Solo le he suministrado el relajante. Déjeme trabajar —. Respondió Javier, bajándole las ínfulas. Dicho esto tomó una toallita y haciéndola un rollo para colocársela entre los dientes dijo antes: —Missiell, dudo mucho de que estés fingiendo, pero si ese fuere el caso, confiésalo nuevamente ahora, si lo haces esto se termina aquí. Le otorgó unos segundos a que diera respuesta. —Yo no soy Missiell, señor doctor, soy Adrianita —, respondió tímidamente, cada vez más asustada. Javier entonces le ubicó la toalla, se dirigió hacia los controles emisores de la carga eléctrica. Luego aplicó la primera descarga. El cuerpo de Missiell convulsionó por un par de segundos, poniéndose rígido de pies a cabeza. Alberto, mirándola fríamente, le liberó la boca. Asustada al extremo, arrancó un grito desesperado y lloró desenfrenadamente. —Señorita Missiell... —intentó decir Alberto, pero... —¡Joder! ¿Qué mierda hacen? — dijo esta vez Amanda. Alberto volvió a ubicarle la toalla, silenciando sus improperios. —¡Ya ve! ¡Lo sabía! — —Esa no es Missiell, es Amanda —, indicó Javier. —Amanda, Missiell, Adriana el nombre no importa. Lo que importa es que deje de fingir y aprenda la lección —, dijo. Luego miró a Javier y este volvió a aplicarle la descarga. Su 197


cuerpo volvió a contorsionarse y saltar sobre la camilla. Al término Adrianita volvió a llorar consternada, llamando a su mamá apenas su lengua pudo emitir palabra. Aterrada por la electricidad que licuaba su psique, en clara respuesta sobre los efectos cognitivos que provocaba cada andanada de corriente. —Es suficiente, no está fingiendo — señaló Javier. El padre levantó la mirada nuevamente hacia él —, una vez más, una más. —No, ya fue suficiente. —¡Esta mocosa miente! — insistió sujetándola del mentón con fuerza y enojo. —Ya basta doctor, la está lastimando— —Es importante llevar esto al límite —, renegó enseguida. Javier hizo ingresar a Cristina, a quien, luego de ser liberada, ella se abrazó. —La paciente no está fingiendo. No conscientemente al menos. Déjela dormir sor Cristina. Tendremos que psicoanalizar desde cero a la paciente, pero ya será a partir de la próxima sesión. Espero esté de acuerdo conmigo padre Alberto o tiene alguna objeción al respecto. —No, no... — respondió. La pregunta lo tomó por sorpresa y es que su mirada lasciva, perdida en las formas, muslos, de Missiell, no escapó a la atención de Javier, quien continuó diciéndole: —A propósito... me enteré de que despidieron a tres auxiliares hombres y a dos enfermeras. Supongo que oyó la noticia —, le expresó, dejándole entrever la advertencia. —Sí, escuché algo de ello... Pero bueno debo retirarme. Tengo todavía un par de pacientes que atender. Con su permiso —, dijo el padre desentendiéndose del asunto, para luego salir con fresca premura. Al cruzar la puerta, rehuyó la mirada de Rodrigo. El cargo de conciencia lo hizo sentir culpable y en evidencia. —Espero su informe y en él algún aporte de su parte, doctor — le alcanzó a decir Javier alzando la voz. —Lo tendrá —, respondió varios metros a la distancia ya. Minutos después Javier salió y compartió algunas experiencias relacionadas al caso con Rodrigo. 198


—El término de personalidad múltiple, ahora llamado trastorno de identidad disociativa, se cambió justamente por lo que yo creo que observamos hoy aquí: rasgos y comportamientos que se desconectan de la personalidad primaria: expresiones alternas de su ‘yo’. Las causas de este desorden pueden deberse al estrés insoportable sufrido por algún abuso físico o psicológico durante su niñez; como también a una especial habilidad de separar los propios recuerdos, percepciones e identidades del conocimiento consciente, es decir una capacidad disociativa; del mismo modo una insuficiente protección y atención durante su niñez. Yo me inclino por la primera opción, aunque la disociación de Amanda me haría pensar en la segunda. Al parecer Amanda surge cuando su cuerpo sufre una incomodidad intensa o cuando simplemente ve la posibilidad de expresar su rebeldía ya sea sexual o verbalmente —; explicó Javier. —Pero la entrevista con su pequeño hermano descartó que Amanda sea la personalidad primaria, siendo siempre Missiell con quien este interactuó durante toda su relación de hermanos. Él dijo no saber de Amanda, ni de tal perfil de personalidad. De otro lado, no hay antecedentes de abuso físico, lo que nos dejaría como única causa el estrés en demasía que le sobrevino luego de la profunda depresión en la que se derribó su madre — expresó Rodrigo. —Al parecer Missiell, quien entonces sería la personalidad primaria, posee un potencial de apetencia sexual tan refrenado y exigente que es liberado sin reservas a través de Amanda. Ella encarna su rebeldía ante todo lo que la religión le pidió y pide reprima —, dijo Javier. —Pero ¿y cómo se explica que ella, Amanda, busque intencionalmente causarle tanto daño psicológico y moral a Missiell? —, preguntó Rodrigo. —Supongo que sería una especie de súper ego, conciencia, que no acepta ser como es y se auto tortura jugando un doble papel de sádica y de masoquista... Lo que tenemos que buscar ahora es que una de las dos finalmente venza sobre la otra o hacer que ambas personalidades se integren en una sola.

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—En eso estoy de acuerdo, pero... ¿Y quién es o sería esa otra disociación a la que Adrianita hace mención llamándolo: “él”? La respuesta quedó en el aire. Luego Javier le dio a entender que pediría, también, la separación del padre Alberto y que si no se le facilitaba otro doctor de apoyo, pensaría en reconsiderar su vuelta, pero insistió en que debía mantenerse al margen hasta nuevo aviso. Javier sabía que un apoyo externo le vendría bien al proceso de recuperación de la paciente. Al no saberse nada del padre ni de ningún otro familiar, Rodrigo podría serle útil. Además Missiell confiaba en él. Su rol como una especie de tío para Adrianita, le brindaban dentro de la nada, un soporte y apoyo emocional vital en su tratamiento. La buena nueva contentó a Rodrigo. === En los días siguientes Missiell, continuaba siendo Adrianita. La depresión surgió y se alimentó del trauma causado por la terapia de electroshock. A esto se sumaban la soledad, la angustia y el miedo subconscientes debido a la pérdida de su madre. Sor Cristina la fue notando cada vez más callada y triste, constantemente preguntaba por sus padres y por Rodrigo a quien también extrañaba. Al igual que la personalidad primaria, Missiell, Adrianita también se fue apegando a la joven monja, la cual intentaba estar con ella el mayor tiempo posible, pero al ser la mano derecha de la madre superiora, era poco lo que realmente podía hacer. Luego de varios días de cielos grises y humedad, cedieron estos el paso a brisas cálidas, cambios esporádicos en el clima susurraban el advenimiento de la primavera. Aquel día, fue uno de esos, uno que les brindó nubes pintadas de aparente luz y optimismo. —Cristinita, ¿ves cómo cuando sale el sol, pareciera que el frío se esconde adentrándose en los cuartos? Se siente más frío cuando sale el sol, pero afuera es todo más lindo —, dijo Missiell mirando por la ventana de su habitación, esperando salir cual niña impaciente a colorear sus dibujos alrededor de la pileta. A

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ella, siendo Adrianita, también le gustaba expresarse a través de las formas y los colores. —Sí, es verdad, Adrianita; tienes razón. Es como si la niebla, la humedad, buscaran escapar del sol, dando la impresión de que se resguardaran de este por debajo de la cama, de las despensas y en los armarios. Hasta la ropa parece estar más fría —, respondió mientras le terminaba de cepillar el cabello. Aquel negro azabache ligeramente ondulado brillaba sedosamente perfumado. Para sor Cristina llevarla a pasear, estar en los jardines con ella, era algo por momentos complicado. La actitud de su paciente era la de una pequeña: si bien tranquila y obediente, como toda niña no guardaba del todo el pudor necesario y normal del esperado del de una mujer de su edad. Su vestuario: el mismo pijama de lino, que se les daba a todas las pacientes mujeres por igual para facilitar la limpieza, era, por momentos, algo que merecía un cuidado especial. Sus movimientos, totalmente libres, cual niña pequeña, llamaban la atención, contrastaban con sus veintitrés años. Ella era ya toda una mujer, pero la gracia en la finura de su voz, la candidez infante de su andar no pasaban desapercibidos. Sus movimientos, a veces, extremadamente tiernos y cariñosos para con ella, la obligaban a estar alerta a cada uno de sus movimientos, sobre todo cuando de repente se recostaba sobre la hierba buscando comodidad al dibujar o cuando, sin previo aviso, se levantaba la falda jugando espontánea con su vestimenta. En cada expresión de su manifiesta infantilidad no había absoluta maldad, ni intención de provocar; su corazón latía libre y puro, mas no así el de los que volteaban a verla. En ellos el prejuicio y la lujuria alcanzaban sus almas. Aquella tarde el padre Alberto las vio desde un segundo piso a través de una ventana de uno de los pabellones laterales. El pabellón de menores, aledaño al de los más pequeños. Minutos después bajó acompañado de dos niños: uno de siete y otro de unos cinco años. Ambos huérfanos con secuelas de agresión física y psicológica del hogar. Hijos de padres adictos a alguna droga o alcohólicos; niños refugiados y en terapia emocional. Alberto, risueño, los traía de la mano.

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—A ver caballeritos saluden como es debido a las damas — , dijo al llegar. Sor Cristina se vio sorprendida al igual que Missiell, quien se encontraba dibujando sobre el mármol de una de las bancas — .A una ya la conocen, es la madre Cristina. La otra es... —¡Adrianita! Mi nombre es Adrianita Scarpatti —, respondió ella al notar que este no recordaba su nombre. —¿Tan grandota y habla como bebe? — preguntó el menor de ellos, riéndose burlón. —No es una bebe, es una señorita —, respondió él. Luego se sentó junto a Cristina y sacó un globo rojo de su bolsillo. La sor lo miró extrañada. Apremiada también al ver que apenas el doctor los soltó, los pequeños se pusieron a corretear en círculos alrededor de ellos juguetonamente. Alberto procedió entonces a inflar el globo. Para Cristina, las acciones del padre buscaban reconciliarse con la paciente; resarcir de alguna manera el trauma ocasionado con la terapia de electro. —¡Guau! ¡Qué lindo! — ¿Te gusta Adrianita? — le dijo él al terminar de inflarlo. Luego se lo dio. —¿Es para... mí? —Sí, para ti. Para que jueguen los tres, pero es tuyo —, añadió. Su mirada se perdió en la redondez del globo, aquel rojo intenso y llamativo cautivó la atención de Missiell, quien lo sujetó y se puso de pie, acariciando su forma. De repente el padre se encargó de que el globo se elevara por los aires, y Missiell y los muchachos fueron tras él, corriendo atraídos por su caprichoso recorrido hacia arriba, esperando que desciendiese algunos metros más allá. —Cuidado de que no caiga en el pasto. Podría reventar —, indicó Alberto posando su mirada, de inmediato, en las caderas danzantes de Missiell. —No creo que sea buena idea, doctor —, repuso sor Cristina al saber lo corto del vestuario de su paciente, quien al ser la más alta de los tres, alzaba los brazos intentando ganarles, pero estos, entre risas, se lo volvían a picar hacia arriba apenas se les brindaba a oportunidad.

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Missiell, se mostraba feliz. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro, sobre todo cada vez que escapaba el globo hacia arriba y surcaba lento a voluntad del viento por los aires. Su mirada, vivaz y expresiva expuesta en sus descollantes ojos azules, se prendía de aquel vivaz color rojo. Tal era su sonrisa, que Cristina, frenó su evidente intención de interrumpir el juego…

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