Invisible Por: Miguel Escamilla Como antes lo había hecho, cerró los puños, apretó la mandíbula y en un esfuerzo asfixiante desapareció. A su alrededor las personas siguen caminando, un hombre de traje obscuro cruza su sombra, dos niñas corren perseguidas por la abuela que se las arregla para cargar las bolsas del mandado; verduras, pan, fruta, yogurt y avena. Una vez más lo logré, nadie puede verme ahora. Ya que soy invisible puedo moverme por el mundo sin ser abordado por personas de las que no recuerdo su nombre. No tengo que hablar sobre el clima, pactar alguna cita que no se logrará ni tampoco intercambiar números de celular y cerrar el encuentro con un “después te llamo” “hay que vernos para tomar una cerveza”. Aquí donde estoy nadie puede verme, pero yo si a ellos.
La primera vez que logré ser invisible fue cuando tenía 12 años, fue increíble la reacción de mi madre cuando se dio cuenta de que había desaparecido frente a sus ojos. ¡Hijo! ¿Dónde estás? Gritó. Yo seguía sentado en la cocina, los puños apretados, las mandíbulas presionando una con otra y los ojos cerrados. Cuando quise que me viera, hablé, entonces ella volteó y me dijo, ¡Ah! Vaya aquí estás, pensé que ya te habías ido a tu habitación.
Poco a poco fui puliendo el arte del escapismo, más tarde en la Universidad lo hice una vez, solo una, porque no quería llamar la atención de los demás. Si alguien supiese que logro desaparecer de este mundo material cuando yo lo decida, estaría en problemas, me pedirían que lo hiciera como un juego, como un entretenimiento, caería en lo ridículo, estaría en shows de magos en teatros o en restaurantes, cobrando la entrada para ver como un hombre desaparece ante la mirada de todos. Habría quienes me extorsionen, me pedirían cometer delitos. No, para nada