De Esclavos a Campesinos, Vida Rural en Santo Domingo colonial, Raymundo González

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Archivo General de la Naci贸n Volumen CXLVIII

Raymundo Gonz谩lez

De esclavos a campesinos Vida rural en Santo Domingo colonial

Santo Domingo 2011

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Edición: Tomás Castro Burdiez Diagramación y diseño de cubierta: Fundación Educarte Ilustración de portada: Área de Fotografía Miguel A. Holguín-Veras Roulet, Archivo General de la Nación (AGN)

1ra. edición: noviembre, 2011

© Raymundo González De esta edición © Archivo General de la Nación (vol. CXLVIII), 2011

ISBN: 978-9945-074-40-6 Impresión: Editora Búho, S. R. L.

Archivo General de la Nación Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Índice Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 § I. Esclavos negros y mundo rural La visión del mundo rural dominicano cambió a lo largo del siglo xviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Frontera ganadera y dispersión rural caracterizaban el siglo xviii dominicano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 Autonomía de la vida rural fue una característica de la sociedad dominicana en el siglo xviii. . . . . . . . . . . . . 20 Esclavos «ocultos» fueron fuente de conflicto durante la colonia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Vida de los esclavos en el siglo xviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26 Motín de esclavos del año 1723 impidió fueran devueltos a la colonia francesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Principal motivo de los esclavos franceses para huir a la parte española de la isla era lograr su libertad. . . . . . . 32 Esclavos reclamaron su libertad en los tribunales de justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34 Libertos en la sociedad esclavista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

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§ II. Propiedad del suelo y reformismo borbónico Comisión del siglo xviii fue origen de «amparos reales» sobre tierras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Hacendados de Santo Domingo del siglo xviii se opusieron a composiciones de tierra . . . . . . . . . . . . . . . 45 El fomento de la colonia sirvió de argumento contra la reforma de la propiedad de la tierra en el siglo xviii . . . 48 Propietarios de tierras carecían de títulos durante el siglo xviii en la Isla Española . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 En torno a la composición de realengos se enfrentaron propuestas sobre fomento en la parte española de la isla...... 53 Documentos detallan compra de terrenos en Santo Domingo para fundación de San Carlos. . . . . . . . . . . . . . . 56 Haciendas de Santo Domingo estaban recargadas de hipotecas y gravámenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 Censos y capellanías eran las principales cargas que tenían las haciendas de la colonia española de Santo Domingo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

§ III. Reformismo borbónico y los campesinos dominicanos Fracasaron los proyectos borbónicos en la parte española de Santo Domingo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Memorial revela que en el año 1767 había 29 ingenios en cercanías de Santo Domingo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Quejas por falta de brazos de la población campesina fueron comunes en el período colonial tardío. . . . . . . . . . 80 Gobernador Solano y Bote fue proclive a la expansión del comercio de tabaco con España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Inquietud rural y persecución de «vagos» precedieron el proyecto de código negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86

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Instrucciones ordenaron persecución de vagos en la parte española de la isla de Santo Domingo . . . . . . . 89 Informe del siglo xviii pedía reglamentar explotación de los bosques en la isla. . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 Reformismo esclavista borbónico: un esfuerzo tardío . . . . 96 El proyecto de código negro expresa consenso sobre fomento de la colonia de Santo Domingo . . . . . . . . . . . . 100 Campesinos y proyecto de Código Negro Carolino. . . . . 103 Revés de la Instrucción de 1789 alertaba sobre papel político de la población negra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 Aristocracia y plebe en Santo Domingo del siglo xviii . . . 108

§ IV. Crisis financiera y papel moneda La primera emisión de papel moneda ocurrió en la isla de Santo Domingo en el año 1782. . . . . . . . . . . Papel moneda que circuló en Santo Domingo provocó quejas que llegaron hasta la corte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . El impacto del papel moneda alcanzó actividades rurales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . «Papeleta mató a menú [...]». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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§ V. Hato y campesinado Sillas de montar criollas fueron preferidas en el siglo xviii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Diversos factores agudizaron crisis del hato en el siglo xviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Campesinado en zonas hateras se desarrolló con la crisis del hato ganadero a finales del siglo xviii. . . Crisis social provocó resurgimiento sociedad hatera como imagen contrapuesta al modelo de plantación a principios del siglo xix. . . . . . . . . . . . . . .

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Crisis del hato incrementó abigeato en la zona fronteriza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136

§ VI. Campesinos y violencia en la sociedad colonial El «Comegente» atacaba personas y propiedades cerca de las poblaciones. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Para capturar al «Comegente» comisionó la Real Audiencia a uno de sus oidores. . . . . . . . . . . . . . . «Hay tres clases de gentes en la campaña [...]» . . . . . . . . «Comegente»: tradición, literatura e historia. . . . . . . . . .

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Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 Procedencia de los artículos recopilados . . . . . . . . . . . . . 167 Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

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Nota preliminar

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mediados de los años 80 me aproximé como estudiante al tema de la historia de nuestras clases populares y la conformación de la nación dominicana. Intentaba comprender cómo aquellas clases, que habían cumplido un importante papel en el proceso de construcción nacional iniciado desde finales de la colonia, se habían quedado «sin historia», ya que apenas recibían atención por parte de nuestra historiografía. Esta preocupación provenía entonces de una lectura atenta de los escritos de Pedro Francisco Bonó, el cual había observado de cerca las transformaciones sociales de nuestras clases rurales durante el siglo xix, poniendo el acento en las características económicas, sociales, culturales de aquellos cambios, así como en los retos políticos que aquellas aportaciones planteaban –según él los entendía– a la configuración nacional de su tiempo. En esos años, siendo estudiante de economía, me desempeñaba como asistente en proyectos de investigación histórica dirigidos por el profesor Roberto Cassá, quien me adentró en lecturas fundamentales. Con él tuve la oportunidad de trabajar en el Archivo General de la Nación, con manuscritos del siglo xix y en la revisión de la prensa del último tercio de esa centuria y de la primera mitad del siglo xx. Más tarde, con motivo del V Centenario del Descubrimiento y Evangelización de América, participé –junto a Genaro Rodríguez– en el equipo ~ 11 ~

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Nota preliminar

de investigación dirigido por fray Vicente Rubio, O.P., cuyo objeto era formar una amplia colección documental del período colonial de nuestra historia a partir de expedientes originales del Archivo General de Indias. Gracias a la ayuda generosa de esos dos maestros historiadores, quienes me orientaron en el estudio y me guiaron en la investigación dentro de los archivos mencionados, conseguí ampliar mis conocimientos y mi perspectiva del problema esbozado por Bonó en el siglo antepasado. Ahora se presentaban ante mí varios nudos problemáticos, entre los que se encontraba la propia formación del campesinado como clase popular. Comencé a colaborar con artículos periodísticos de tema histórico en El Caribe, gracias a la amable invitación que me hiciera doña María Ugarte, entonces directora del «Suplemento Sabatino» de ese diario matutino. Me encontré ante la posibilidad de dar forma a algunas reflexiones y publicarlas en forma breve. Escogí el siglo xviii en cuyo estudio me había concentrado durante mi permanencia en Sevilla. Debido a mis dudas, más que por alguna elección particular, preferí indagar de modo «indicial» –a la manera de los microhistoriadores–, siguiendo el rastro de algunos documentos de archivo que tenía a la mano, en los cuales entendía podía hallar componentes significativos del mundo rural a finales de la época colonial. He organizado esas breves reflexiones en torno a seis temas; a saber: 1)Esclavos negros y mundo rural; 2)Reforma de la propiedad del suelo; 3)Reformismo borbónico y los campesinos dominicanos; 4)Crisis financiera y moneda de papel; 5)Hato y campesinado; 6)Agitación y rebelión campesinas. Al final se ha añadido, siguiendo la división temática, la bibliografía básica de cada uno de los apartados. En resumen, los artículos que siguen son el resultado provisional de reflexiones sobre el problema de la formación histórica del campesinado dominicano durante la colonia, las cuales he querido plasmar en pequeños fragmentos a partir de leer y releer documentos, unos conocidos y otros menos conocidos,

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recabados en colecciones documentales, archivos dominicanos y españoles. Así fueron surgiendo, como materiales de trabajo, los artículos reunidos en esta selección, cuya problemática espero retomar más adelante en un trabajo de síntesis de mayor alcance. Se reproducen aquí sin más cambios, con la esperanza de que sirvan para introducir nuevas preocupaciones en la enseñanza-aprendizaje de nuestra historia, y a la vez alentar a jóvenes investigadores a indagar la historia de nuestra «gente sin historia». *** Todos los artículos de esta recopilación aparecieron en las páginas del «Suplemento Cultural» del periódico El Caribe entre los años 1991 y 1999, entonces dirigido por doña María Ugarte. Según eran publicados se me acercaron personas para saludar la iniciativa y colaborar con su difusión en cursos y talleres. Fue importante conocer a investigadores e investigadoras con quienes comparto desde entonces ideas, libros, documentos y una buena amistad. José Antinoe Fiallo está entre los entusiastas de primera línea. Contagió a mis compañeros y compañeras del Centro Poveda que los utilizaron en varias actividades. Recibí entonces muchos comentarios y sugerencias favorables. Si ahora se ofrecen estos artículos en forma de libro es más que nada para dar testimonio de mi agradecimiento a todas estas personas. En particular a mis maestros y maestras, a amigos y amigas de toda la vida, a compañeros de trabajo, a otros muchos que no puedo enumerar en aras de la brevedad y para no cometer una injusticia; a las personas que los leyeron y me animaron a continuar escribiéndolos. Va en esta última línea mi especial agradecimiento al Archivo General de la Nación en la persona de su director Roberto Cassá y de todo el equipo que ha hecho posible esta publicación. Raymundo González 16 de agosto de 2011, 148º aniversario de la Restauración.

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negros § I. Esclavos y mundo rural

La visión del mundo rural dominicano cambió a lo largo del siglo xviii La imagen del mundo rural dominicano cambió de manera significativa a lo largo del siglo xviii. Hasta entonces en la parte española de Santo Domingo la campiña era vista como una prolongación de la ciudad. Era el lugar de las haciendas y los esclavos de campo cuyos propietarios vivían en las ciudades, y producía para ellas y sus exportaciones. También era el refugio para los habitantes de la ciudad en caso de ataque, o de los fugitivos perseguidos por las leyes de la ciudad; o simplemente era el lugar de descanso de las fatigas y las enfermedades contraídas en el ambiente citadino. Incluso, podía ser la guarida de negros alzados, aunque esto último debió igualmente entenderse como algo esporádico y ajeno al discurrir de la vida social. En los hechos, la imagen predominante de la sociedad se había estructurado siguiendo la configuración de la colonización española que otorgó una centralidad absoluta a la ciudad. Durante el siglo xviii el mundo rural irrumpe en la vida social de la colonia. Dejó de ser visto entonces como una mera prolongación, un apéndice de la vida de la ciudad, para tener entidad propia. Este cambio de imagen expresaba transformaciones sociales que venían produciéndose con cierta celeridad en la formación social dominicana. Y, en efecto, la conciencia de los cambios verificados en la sociedad rural pasó a ser una ~ 15 ~

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preocupación permanente de propietarios y autoridades desde la segunda mitad de dicho siglo. Las manifestaciones más importantes de las transformaciones mencionadas pueden referirse a dos tendencias: primero, al crecimiento de la población libre y su dispersión en las zonas rurales; segundo, su vida independiente y muchas veces al margen de las reglamentaciones oficiales de la economía y la sociedad. Estas dos tendencias estaban creando en el medio rural un modelo de vida campesina con fuertes rasgos de autarquía, cuyas formas arcaicas habían cristalizado para esa centuria en los campesinos conuqueros y monteros. Tan pronto comenzaron las gestiones de las autoridades y los hacendados de la colonia española para el fomento de la economía –estimulados como estaban por las riquezas que acumulaban la vecina colonia francesa con sus plantaciones esclavistas– este tema fue objeto de especial atención. Así en la Junta de Fomento reunida por el gobernador Joseph Solano en 1772, se solicitó al Rey que aprobara la reducción, en pueblos formados a este propósito, de los negros libres dispersos por los montes, lo que entonces fue rehusado aduciendo la falta de población blanca para garantizar tales reducciones. El fiscal de Consejo de Indias, don Pablo Agüero, argumentó en su dictamen acerca de esta proposición: [...] que no puede negarse la utilidad pública de las poblaciones, que será tanto mayor, quanto los vagos y dispersos que se congregan en ellas necesiten más de la sociedad para su freno y su enseñanza y el país que se pueble de trabajadores para su cultivo y vecinos para su defensa [...]. Que tampoco es disputable que pueda V. M. obligar y compeler semejantes vasallos a que se reúnan en pueblos para evitar los muchos desórdenes que lleva consigo una vida montaraz y salvage; pero se dudará con razón si es conveniente que se formen aldeas, o villas de negros con las presupuestas calidades. Que el fundamento es porque

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a razón de sus cortas luces no se consideran libres si no se constituyen en una perfecta ociosidad, madre de los demás vicios; que del mismo principio viene que conservan con obstinación aquellas impresiones depravadas que se radicaron en su ánimo, de manera que aun quando viven en la esclavitud, y bajo el azote, ningún castigo basta a desarraigar los malos hábitos que una vez se contrageron; y considera Agüero que no se pueden entresacar de las ciudades, villas y lugares tantos sugetos blancos como era menester para sugetar los negros dispersos que viven derramados por la Ysla.

El concepto que retoma el fiscal del Consejo, resume muy bien la visión del campo desde la óptica de la sociedad colonial. Toca sus principales elementos. La ruralía es asimilada a la barbarie y el salvajismo, lo que estaría justificando las reducciones que solicita la Junta. Pero, sin embargo, la propuesta no progresó en aquel momento. Una nueva oportunidad se presentó con el Proyecto de Código Negro; entre 1783 y 1784 los puntos de vista recogidos por el oidor Agustín de Emparán, encargado de redactar el texto, otra vez se centran sobre esta cuestión, sin duda de primordial importancia para autoridades y hacendados. La solución sería nuevamente aplazada por el Consejo de Indias. Mientras tanto los campos aumentaban en número de pobladores, libertos y sus descendientes, casi sin sujeción a la autoridad. De esa manera se convierte este tema en preocupación constante de los gobernadores y hacendados, que temían que el «mal ejemplo» de estos «vividores» de los campos terminara por impedir el incremento de las haciendas agrícolas que utilizaban mano de obra esclava. Yendo más lejos, tras el estallido de la insurrección de los esclavos de la parte occidental de la isla, el Arzobispo de Santo Domingo señaló en 1791 que aquellos formaban ya «nuestros principios de brigantes». Y al hacerlo sacaba a flote un

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último elemento de aquella visión, que consiste en el temor oculto de propietarios y autoridades que, desde muchos años antes, veían en el mundo rural una amenaza contra el orden colonial.

Frontera ganadera y dispersión rural caracterizaban el siglo xviii dominicano A lo largo del siglo xviii cambiaron las condiciones de reproducción de la economía en la colonia española de la isla de Santo Domingo. El fin del enfrentamiento armado con los pobladores de la parte occidental y el desarrollo de una economía de plantación sin precedentes en esa colonia francesa del oeste, acompañaron variaciones en la vida económica y social de la parte española. Las de más importancia fueron quizás los cambios verificados en los patrones de asentamiento y uso del suelo, estrechamente relacionados con la variable demográfica. Se trata de que tales variaciones debían ser compatibles con el tamaño de la población, la cual si bien creció de manera relevante no alcanzó el dinámico crecimiento de la población en el oeste, favorecido por el fuerte impulso económico. Sin embargo, la dinámica demográfica de la colonia española ofreció peculiaridades de mucha trascendencia en lo social: una fue la dependencia del crecimiento de la población blanca de la inmigración canaria; y otra que los incrementos poblacionales se produjeron en un contexto de disminución relativa del número de esclavos, mientras aumentaba la proporción de la población liberta de negros y mulatos. Se pueden establecer tres hechos fundamentales en relación con los patrones de poblamiento y uso del suelo en el siglo xviii: a) El establecimiento de una «frontera ganadera» en el extremo oeste colindante con la parte francesa; b) el fomento de haciendas agrícolas para exportación en los alrededores de

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las principales ciudades; c) la dispersión rural de gran parte de la población dedicada a la subsistencia. Los dos primeros pasaron a ser objeto de orientaciones oficiales, en distintos momentos de su desarrollo. El tercero, fue un fenómeno silencioso, aunque de crucial importancia desde el punto de vista social. Esto último y el primero representan manifestaciones nuevas del mundo rural dominicano. El establecimiento de una «frontera ganadera» supuso el fenómeno de algunas poblaciones (San Rafael, San Miguel, Hincha) así como de una multitud de pequeños y medianos hateros que se acercaron a la colonia francesa que constituyó su principal mercado a lo largo de dicha centuria. Además, la frontera ganadera impidió efectivamente el avance territorial de los franceses mediante el comercio de ganado, aunque a la postre definió una dependencia con respecto al vecino francés no prevista por las autoridades de la colonia española. Con el fomento de las haciendas agrícolas para exportación y el sustento de la población alrededor de las principales ciudades, se pretendía dos cosas al menos: asegurar el suministro de las ciudades y el comercio con la metrópoli, y, al mismo tiempo, se buscaba desincentivar el contrabando de estos frutos hacia la parte francesa. Ambos tuvieron inicialmente un carácter espontáneo. Respondiendo a coyunturas específicas, tanto los habitantes como las autoridades coincidieron en el fomento de hatos hacia la parte de la frontera, dejando las actividades agrícolas de exportación en las cercanías de las principales ciudades, Santo Domingo y Santiago. Mas, entrada la segunda mitad del siglo, dicha regulación era ya materia de gobierno. En 1785 el gobernador don Isidro de Peralta y Rojas se refería a ello en los siguientes términos: [...] está graduado, y así conviene, que los terrenos limítrofes, especialmente los del centro en que se comprende

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San Rafael con su valle de Guava sean para pastoreo de ganados, utilíssimo a sus poseedores, y al cultivo de los frutos de subsistencia; y para la agricultura los que proporcionan la facilidad de las cosechas y su conducción a esta capital, que es y debe ser el primer objeto del fomento, para atraer con los preciosos frutos de exportación a nuestro comercio nacional, y que abastecida por él con abundancia, la comunique a todo lo interior, que es el medio para la felicidad y desarraygar del todo el contrabando.

Por último, el tercer hecho citado arriba remite al problema de la población rural dispersa por montes y valles. El problema fundamental estriba en que eran brazos que se liberaban de la esclavitud, pero que no se integraban como trabajadores libres en las explotaciones agrícolas o ganaderas. Prefirieron más bien labrarse una vida autónoma, silvestre, como era la de los monteros. No cultivaban más de los que necesitaban para su subsistencia y dedicaban parte de su tiempo a la caza de ganado cimarrón. En algunos casos podían vivir en los alrededores de algunos hatos, sirviendo en ellos ocasionalmente como peones, a la manera de agregados. De todos modos estos pobladores eran un prototipo del campesino arcaico dominicano y, desde luego, del fenómeno de la dispersión rural de ese siglo.

Autonomía de la vida rural fue una característica de la sociedad dominicana en el siglo xviii En el transcurso del siglo xviii el dinamismo y los conflictos de la sociedad colonial dominicana parecían desplazarse hacia las zonas rurales. Si hasta entonces el eje de la vida colonial había sido la ciudad, donde residían la autoridad y los propietarios de haciendas, ello se justificaba en alguna manera en el hecho de que la vida de los campos se comprendía como un

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apéndice de la primera. Había una suerte de correspondencia entre el entorno rural y las ciudades, que era roto sólo con las insurrecciones de esclavos en las plantaciones. A partir de dicho siglo, sin embargo, las relaciones entre campo y ciudad tomarían rumbos diferentes. Tanto así, que puede afirmarse que es en este siglo cuando se configura en la parte española de la isla la contraposición social entre ambos. Una de las primeras manifestaciones del desplazamiento referido se encuentra en la tendencia de la población de los campos a labrarse una vida independiente de los centros urbanos. Criollos, blancos, negros y mulatos prefirieron trasladarse a los campos y hacer una vida más autónoma; aunque actuaron impulsados por diferentes motivos. Por un lado, pequeños propietarios de estancias y ganados comenzaron a hacer vida permanente en los mismos lugares donde tenían sus haciendas (hatillos y labranzas de víveres y tabaco). Sólo irían a las ciudades con el propósito de vender sus productos y comprar otros, pero incluso en algunos lugares el contrabando hacía innecesaria estas visitas. A la ciudad se iba entonces en ocasiones de cumplir con los preceptos de la Iglesia. La pobreza general de la colonia impelía a estos pequeños propietarios a mudarse a sus fundos o manumitir, a cambio del pago de un peculio, a sus esclavos. Muchos de estos pobladores rurales hicieron posible la fundación de nuevas villas en la región fronteriza y en otras regiones. Más importante fue el crecimiento de la población de negros manumisos y descendientes de libertos que se dispersaron por toda la geografía, propagando modos de vida hasta entonces propios de reducidos grupos que vivían relativamente aislados del conjunto en las zonas rurales. Tal es el caso de la montería y el conuco, que durante este siglo se convirtieron en patrones predominantes de reproducción de estos grupos sociales de campesinos arcaicos. El denominador común de tales actividades

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es la autarquía que propician. Eran modos de vida autónomos con relación a las ciudades, aun en el caso de que los pobladores estuvieran obligados a pagar una pensión por el uso de las tierras para montear o para labrar sus conucos. Es interesante al respecto una definición que da Sánchez Valverde en el capítulo xvi de su libro Idea del valor de la isla Española, donde se refiere al «conuco» identificándolo con la agricultura de los negros: «Conuco» se llaman en Santo Domingo las labranzas de frutos del país, que en cierto número de varas de terreno hacen regularmente los negros libres, etc., o los Esclavos jornaleros.

Algunos de estos libertos, negros y mulatos, vivían próximos a las ciudades, en los campos de sus alrededores, pero otros vivían totalmente alejados y dispersos. A tal extremo que en una carta fechada el 25 de mayo de 1793, el Arzobispo de Santo Domingo, fray Fernando Portillo y Torres, constató casos de gentes: [...] que han salido de sus chozuelas y bogíos, en donde vivían sin que los conocieran las legítimas potestades (y tanto, que no ha muchos días que se dexó ver vna familia con nietos que ignoraban dónde estaban de pies, y sin idea de soverano alguno) en las quebradas de los montes y campos de muchas leguas despoblados, según los ví y noté en mi visita.

Conforme crecía esta población, aumentaba el temor de las autoridades por el escaso control que ejercían sobre ella. Se había roto la correspondencia entre ciudades y campos que el orden colonial había asegurado mediante una estricta subordinación del segundo. De ahí que la sujeción de los negros y mulatos, libres o esclavos, que habitaban en los campos haya

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sido una de las preocupaciones principales de las autoridades y grandes propietarios de la colonia, sobre todo desde la segunda mitad de aquella centuria.

Esclavos «ocultos» fueron fuente de conflicto durante la colonia Mientras se mantuvo el sistema esclavista en la colonia española de Santo Domingo, los amos buscaron por diversas vías contrarrestar los esfuerzos de los negros esclavos para conseguir su libertad. Ello envolvía intereses privados, pero también de orden público, por cuanto el estado colonial estaba organizado sobre la base de una sociedad esclavista. Para garantizar ese orden el estado se comprometía en costosas empresas de persecución de esclavos alzados y atacaba los enclaves donde éstos vivían libremente, procurando reducirlos a la esclavitud. Tal es el caso de los asentamientos reconocidos de negros cimarrones, como los manieles de Ocoa y Neiba, que fueron objeto de ataques en varios momentos. En una de estas operaciones, por ejemplo, llevada a cabo en el maniel de Ocoa en el siglo xvii, fueron restituidos: «Treinta y ocho piezas de esclavos que se trajeron de Maniel, que eran de diferentes vecinos de esta ciudad» de Santo Domingo. Estas acciones son corrientemente referidas en los estudios sobre la esclavitud en Santo Domingo, puesto que formaron parte de las ejecutorias de los diferentes gobiernos coloniales. Son menos conocidas las acciones emprendidas por los amos, en defensa de sus intereses privados, para contrarrestar las luchas de los negros por alcanzar su libertad. A nivel corporativo, como dependencia de los cabildos locales encargados de la gestión colectiva de los intereses privados, actuaba la Santa Hermandad en los alrededores de las principales villas y ciudades. Pero también hubo otras iniciativas privadas que formaron parte de la vida cotidiana en la sociedad esclavista. Estas

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respuestas se correspondían con las condiciones de pobreza que caracterizaron la colonia en los siglos xvii y xviii. Una de estas modalidades fue la de formar patrullas de «buscadores», las que en una misma localidad podían estar compuestas de las mismas personas y encabezadas por un «capitán de buscadores» de reconocida valentía y fuerza. Estas patrullas podían actuar con permiso de los ayuntamientos para seguir a los grupos de negros esclavos o a uno solo que haya sido denunciado como escapado por su amo; los «buscadores» a cambio recibían una recompensa por la captura de los mismos. No siempre los amos cumplieron con el pago estipulado, por lo que en diversas ocasiones los «buscadores» se enfrentaron a los dueños de esclavos para reclamar ante los tribunales la paga a la que se consideraban acreedores. Este fue el caso de Francisco Dionisio, «buscador» vecino de Bayaguana, quien demandó a varios vecinos de dicha villa por haber «ocultado» a los esclavos capturados por él y haberse negado a pagar el precio de su captura. Refirió ante el juzgado de gobierno que «los negros alzados» los «cogió en una ranchería... a su riesgo, por ir sólo con un negro que le acompañó; y los dueños de dichos esclavos los ocultaron, y pidió se le pagase su trabajo». El recurso de la «ocultación» fue un mecanismo muy socorrido por los amos de la colonia española de Santo Domingo en los siglos xvii y xviii. Este consistía en que un esclavo o esclava, denunciado como escapado ante la autoridad local, era restituido al trabajo en una hacienda de campo por su amo u otro cualquiera, sin que mediara el castigo establecido por la ley ni tampoco el pago de su rescate. La «ocultación» implicaba la frustración del intento de escapar por parte del esclavo, y aunque aquella no ofrecía ventajas para él o ella, al menos le servía como aliciente el hecho de que por lo común se veían exentos de castigos drásticos. A la inversa, el interés de los amos era decisivo. Las dificultades para adquirir esclavos, ya sea por su escasez o por su alto

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costo, eran razones muy poderosas para «ocultar» esclavos. Varias reclamaciones contra hacendados que mantenían trabajando en sus propiedades esclavos ajenos, dan cuenta de la recurrencia al mecanismo de la «ocultación». Así, por ejemplo, en el año 1670, Manuel González Payano, vecino en la ciudad de Santo Domingo demandó a Juan Arráez de Mendoza, vecino de la de Santiago, «sobre de que se entregase, dentro de breve término, un esclavo nombrado Lucas, vaquero de su hato, que le tenía oculto», pidiendo además que se le devolviese «con los jornales, y en su defecto, setecientos pesos». También otra causa del año 1769, ante el tribunal de gobierno, se refería el pago de los jornales de otro esclavo «oculto», como si se tratara de un alquiler forzoso del esclavo. La demanda la presentó doña María Piñeyro, viuda de don Diego Franco de Quero, contra doña Elena Henríquez Pimentel, por «averle ocultado un esclavo que se le había huido, pidiendo que se le mandase entregar con los jornales». Muchos casos hablan del aprovechamiento de estos esclavos «ocultos» y de los conflictos que generó dicha práctica tanto entre los mismos amos como entre dueños de esclavos y «buscadores». En el caso de tener que restituir un esclavo a su antiguo amo, el hacendado que lo mantuvo «oculto» podía arreglárselas para hacer ver que sólo lo retuvo por poco tiempo, y evitaba así el pago de los jornales exigidos por reclamantes, que era calculado de acuerdo con el precio estipulado para los esclavos ganadores o jornaleros (4 reales diarios). El perdedor fue el esclavo, quien veía frustrado su intento de acceder a la libertad que le auguraban los montes despoblados de la parte española de la isla.

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Vida de los esclavos en el siglo xviii Juan Joseph había venido a la ciudad de Santo Domingo la noche del 28 de septiembre de 1726 desde la hacienda de campo donde trabajaba, acudiendo al llamado de su amo Joseph Betancourt. Este último le había avisado que vendría a «marchar» a la ciudad, al parecer refiriéndose a ejercicios que implicaban el servicio de las milicias de pardos y morenos que se habían organizado desde algunos años atrás en la colonia española en Santo Domingo. No sabemos cuál era su procedencia africana, aunque lo más probable es que se tratara de un negro criollo, como era ya buena parte de los esclavos que habitaban en la colonia española. Tenía unos 25 ó 26 años de edad y estaba casado con Isabel, esclava como él, pero de diferente dueño. Con ella había procreado un hijo, el cual para aquella fecha era todavía un niño de pecho. Después de presentarse en casa de su amo Betancourt, se dirigió inmediatamente a la casa adonde vivían su mujer y su hijo, quienes eran propiedad de Antonio Mañón, otro hacendado como su amo; con la mala suerte de haber encontrado al pequeño llorando y la madre ausente. Al preguntar por ella se enteró de que su esposa se encontraba en la casa del fiscal por órdenes del amo, según le informaron otras criadas esclavas que allí estaban. Juan Joseph salió entonces a buscarla a casa de dicho fiscal. Habiendo preguntado en varias puertas, recibió al parecer una indicación errónea de su ubicación, pues entró por equivocación por una puerta donde fue atacado y herido con su propia arma, dejándolo sin un dedo en su mano derecha y varias heridas de machete en el mismo brazo a la altura del hombro. Aquella noche del 28 de septiembre de 1726, Juan Joseph, un negro esclavo, había sido víctima de la violencia cotidiana que se expresaba en la sociedad colonial. Mas podemos decir que tuvo suerte doblemente, pues, exceptuando el dedo

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de su mano que perdió en la ocasión, las demás heridas del cuerpo iban a curarse, y porque su caso iba a ser objeto de un expediente judicial, cosa que no pasaba con frecuencia. Es un ejemplo de ello el que ilustra la situación de su esposa y su hijo, quienes sufrían igualmente la violencia de la sociedad esclavista que era la colonia española de Santo Domingo en el siglo xviii. En las declaraciones que ofreciera ante el tribunal de gobierno sobre este caso, Antonio Mañón dijo haber escuchado a Juan Joseph cuando llegó herido a la casa del Fiscal... «haziendo el negro lamentaciones de que los blancos querían matar a los negros». Y ciertamente, esta idea debía estar presente en la representación social de los negros, esclavos o no, por fuerza acostumbrados a todo tipo de vejaciones y maltratos de parte de los blancos a causa de su condición racial. Este último hace referencia a la manera en que era vivida la violencia por parte de los esclavos. La vida de los esclavos en las plantaciones ha sido comparada por Moreno Fraginals con un sistema carcelario: estrictos controles, horarios inflexibles, rígidas reglamentaciones y castigos corporales a la más mínima transgresión de las reglas. El gobernador debía velar porque en todas las haciendas estuvieran disponibles los cepos, grilletes, cadenas, látigos y otros instrumentos de castigo, puesto que era un requisito de las leyes bajo pena de severas multas. Esta era parte de la violencia institucional. Desde luego, esta violencia tenía su «racionalidad económica» en cuanto obedecía a los rigores de la producción de bienes para el mercado capitalista mundial. Al lado de esta violencia, sin embargo, surgió otra indisociable de aquella violencia institucional de la plantación, pero distinguible por su extensión a otros ámbitos de la sociedad esclavista. En este sentido, si bien la plantación no era la sociedad, la violencia contra los negros tampoco se limitaba a los esclavos de las plantaciones.

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La vida de los esclavos fuera de las haciendas, de los domésticos y jornaleros, así como los negros libertos, estuvo permanentemente limitada por las imposiciones de las leyes coloniales y el sistema esclavista imperante. Este era un sistema por su origen y naturaleza violento. Pero la violencia cotidiana se expresaba especialmente en las relaciones raciales, ya basadas en el prejuicio del color. Ella se mostraba en todos los aspectos de la vida social y reclamaba de los negros una estricta subordinación a todos los blancos, a los cuales debían reconocer como amos en cualesquiera circunstancias. Esta era la base de una «pacífica correspondencia entre amos y esclavos», según las reglamentaciones de dicha sociedad. En este otro ámbito la violencia no respondía en modo alguno a una lógica económica del sistema. Dicha violencia cotidiana tuvo por contrapartida el temor a una reacción igualmente violenta de los esclavos, que en muchos lugares conllevó un sentido muy desarrollado del miedo y la protección por parte de los amos. Por ejemplo, en un estudio sobre la ciudad de Lima en la segunda mitad del siglo xviii, Alberto Flores Galindo subraya esta característica de la violencia contra los negros: tenía como contrapartida el temor de los blancos, tanto es así que las casas donde vivía la aristocracia limeña de finales del siglo xviii se hallaban adornadas con todo tipo de enrejados, y el autor llega a decir que Lima entonces pudo llamarse «la ciudad de las rejas». Pero, en Santo Domingo colonial, aunque no de la misma manera, como en otras partes, los negros como Juan Joseph no dejaron de pensar en su opresión y se esforzaron por conseguir de diferentes formas su libertad.

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Motín de esclavos del año 1723 impidió fueran devueltos a la colonia francesa A consecuencia de la implantación hacia fines del siglo xvii del sistema de plantación esclavista en la colonia francesa de la parte occidental de la isla Española –la cual fue tomando cuerpo después de mediados del siglo xvii– se desarrollo también la resistencia de los hombres y mujeres que eran trasplantados a dicha colonia desde sus distintas naciones africanas para servir como esclavos a los amos del Caribe que producían para el mercado capitalista europeo. Una de las formas de resistencia a la que apelaron continuamente los esclavos y esclavas de la parte francesa fue la de huir a la parte española de la isla. Esto implicaba, en primer lugar, haber aprendido los límites entre ambas colonias, y, en un segundo momento, las ventajas de las diferencias socioeconómicas existentes entre ambas colonias. Todavía podría agregarse otro elemento más referido a las diferencias políticas y jurídicas envueltas en su nueva situación de «escapados» de la colonia francesa, que los mismos esclavos contribuyeron a desarrollar con su comportamiento, lo que de alguna forma puede advertirse en las acciones y declaraciones de dichos negros a las autoridades españolas cuando eran capturados. Tal situación provocó, desde luego, la reacción de los propietarios esclavistas franceses, quienes no cesaron de acusar a los colonos españoles de atraer a sus esclavos e incitarlos a huirse a la colonia española, con el pretexto de que así conseguían los brazos que les hacía falta para el cultivo de sus haciendas. Las quejas de dichos plantadores fueron atendidas por las autoridades francesas quienes por diversas vías reclamaron a las autoridades españolas, tanto en la isla como en la metrópoli, la devolución de dichos esclavos huidos. Así es como se originaron varias disposiciones reales que ordenaban la captura y restitución de los esclavos escapados de la colonia francesa.

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El 13 de agosto de 1722, siendo gobernador, presidente y capitán general de la colonia española don Fernando Constanzó y Ramírez, se despachó una real orden con el expreso mandato de que fueran devueltos los negros de esta calidad que se hallaban retenidos en la colonia. Esta medida fue protestada por el cabildo de la ciudad de Santo Domingo, el cual pidió que se suspendiese la entrega de los negros, pues aspiraba a que dichos esclavos entraran a formar parte de sus escasas dotaciones como venía sucediendo desde unos años atrás. Sin embargo, en aquella ocasión, se impuso el criterio del fiscal de la Audiencia, don Juan Carrillo Moreno, «fundado en ser materia de mero govierno y estarle privativamente cometida la ejecución del real despacho». Se comenzaría por reintegrar a sus antiguos dueños los negros que se hallaban «asegurados en las reales cárceles», y para ello el fiscal, previendo la lógica oposición de los esclavos a tal entrega, «vsó de la prudente precausión de haser aquartelar en la plaza mayor en que hase frente la cársel, sesenta hombres devajo las órdenes de dos capitanes de presidio». Pese a esta disposición, «no llegó a tener efecto la referida entrega», ya que los negros se amotinaron para impedirlo. En efecto, en la cárcel se hallaron «los negros cargados de piedras y palos y algunos hierros y cuchillos cortos». Ante la situación declarada, se presentó allí el gobernador Constanzo y Ramírez. [...] entrando con los dos capitanes en la misma cársel a ver si su presencia podría contenerlos; (pero) antes fue al contrario porque le perdieron el respeto con voces desmedidas, amenasándole de muerte.

Salió el Gobernador de la cárcel para no dar lugar a otro acto temerario de su parte, y mandó que entrasen 20 hombres de tropa para reducirlos a obediencia, sin que obtuvieran algún resultado, pues «viendo la resolución de los negros» no entraron todos y los primeros que lo hicieron salieron pronto, e incluso otros, que se hallaban de guardia en la plaza mayor a

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la espera de su oportunidad para entrar en acción, se retiraron a la catedral. En ese momento el Gobernador nuevamente salió a la plaza para animar a los soldados, «tratando de reforzar la gente, mandado serrar por fuerza la puerta de la cárcel». Y en haciendo esto último: Lo que sucedió fue el verse desamparado de toda ynfantería que se retiró a la yglesia cathedral quedando solos con él los dos capitanes y algunos oficiales menores y tal qual soldado [...]; que los negros, por la mayor fuerza, violentaron a abrir la puerta de la cársel y atropellaron la misma persona del Presidente, Governador y Capitán General, disparando piedras que no dejaron de alcansarle a la casaca, se entraron en la misma yglesia no quedándole más que hacer [...] que retirarse a estas Reales Casas de su avitación.

El narrador de estos hechos, que no es otro que el presidente, gobernador y capitán general entrante, don Francisco de la Rocha Ferrer, en carta a Su Majestad fechada en Santo Domingo el 14 de febrero de 1726, no deja de lamentarse por esta afrenta de que fue objeto su antecesor en dichos cargos: [...] abandonado de los suyos, atropellado y aun ajado de unos viles negros esclavos, expuesto a que le quitasen la vida, y en peligro notorio de ello, y finalmente soportando al desaire que se deja considerar por sus empleos y persona.

No obstante los temores del gobernador de la Rocha, los negros habían ido a buscar refugio (junto con los soldados) en la iglesia a sabiendas de que bajo la jurisdicción eclesiástica estarían mejor resguardados, por lo menos hasta tanto se buscara una solución que no implicara el ser devueltos a la colonia francesa, de donde habían escapado huyendo a los «muchos y rigurosos castigos que en ellos executavan sus amos».

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De esa manera el motín de los esclavos de 1723 debe entenderse como un esfuerzo más por conservar de alguna manera la posición que habían conseguido al escapar de sus amos franceses. Para ellos la esclavitud no había terminado aún, pero no pocos consiguieron más tarde desenvolverse dentro de un modo de vida distinto al de la plantación, aunque todavía en el seno de una sociedad esclavista como lo era la colonia española en Santo Domingo.

Principal motivo de los esclavos franceses para huir a la parte española de la isla era lograr su libertad Fueron muchas las circunstancias que motivaron a los negros esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue a escaparse de las plantaciones donde estaban obligados a trabajar e internarse en la colonia española de Santo Domingo. Una muestra de esta variedad de circunstancias se puede apreciar a través de las declaraciones tomadas a doce de estos negros huidos de la parte francesa, que fueron capturados en la colonia española, traídos a la cárcel real de la capital e interrogados en el tribunal de gobierno entre los meses de diciembre de 1723 y julio de 1724. De este grupo once eran hombres y sólo una mujer. En el documento no constan los nombres de los esclavos interrogados, pues se trata de un resumen para cuantificar la «entrada de negros desertores» de la colonia francesa. El interés de las autoridades estaba orientado a identificar cuatro variables: los dueños franceses, la población o lugar de donde procedían, el tiempo que llevaban escapados y en menor medida, los motivos de su huida. Con todo, estas informaciones escuetamente recogidas por el escribano Agustín de Herrera y Calderón, nos bastan para tener una idea de las motivaciones que tuvieron los miembros de este pequeño grupo para pasar a la parte oriental de la isla.

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No todos los interrogados sabían el nombre de sus amos; tres no pudieron darlo o quizás prefirieron no decirlo. Entre los amos identificados por sus nombres uno era mujer. En cuanto al lugar de procedencia, 5 correspondían al Guarico (Cabo Haitiano), 2 a Jacmel, 1 a Leogane, 1 a Saint Louis (cerca del Guarico), 1 a Cul de Sac y 2 no supieron responder. Otro dato de interés es el tiempo que llevaban escapados. Este varía desde dos meses hasta más de cuatro años. En tres casos no se consigna el tiempo que tenían de haber huido. Resulta igualmente curioso que tres de los declarantes se refirieran al tiempo midiéndolo en «lunas» en lugar de meses. Los motivos ofrecen también cierta variedad, aunque la mayor parte se refirió de alguna manera a los castigos que les propinaban su amos: «Por los vigorosos castigos», «por los muchos azotes», que su amo lo amenazó con «ajorcarlo». Uno declaró sencillamente que escapó «por venirse a los españoles». Pero otros se refirieron con detalle al régimen de vida en las plantaciones: «el continuo trabajo de noche», «el mucho trabajo, la poca comida y demasiados castigos», constituían los motivos de su fuga. También aparecen los que vinieron inducidos por sus compañeros: «de ver que los otros negros se huían y por los muchos castigos que le hacían», «a persuaciones de otros negros». Además, los que esperaron un momento propicio: «por haberse muerto dicho amo hizo fuga». Todas estas motivaciones parecen tener un común denominador en la huida del régimen de explotación esclavista de plantación. Pero sobre todo por el deseo de libertad de estos hombres y mujeres que tuvieron la desgracia de vivir bajo el yugo de la esclavitud. De hecho los dichos doce esclavos que estaban presos en la cárcel de la ciudad intentaron de diversas maneras huir de las autoridades españolas. Uno logró escaparse mientras era trasladado al pueblo de Los Mina, a donde había sido confinado bajo la custodia del Gobernador de dicho pueblo. Otro de ellos fue puesto en una celda de mayor seguridad y poco tiempo después se quitó la vida lanzándose al

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pozo de la cárcel. Los demás serían trasladados al mismo pueblo de Los Mina o asignados a algunos amos españoles para que trabajaran en sus haciendas bajo custodia de capataces. Quizás desde allí alguno de los diez restantes consiguió escapar a los montes despoblados de la colonia española de Santo Domingo, para llevar una vida autónoma como la de otros muchos negros libres que formaban desde el siglo xviii un sector importante de la población rural dispersa.

Esclavos reclamaron su libertad en los tribunales de justicia Pese a las limitaciones que imponía la sociedad esclavista a la integración de los negros libertos, la población esclava de Santo Domingo realizó todo tipo de esfuerzos por alcanzar su libertad a lo largo del período colonial. Si bien las cimarronadas y los establecimientos permanentes en las montañas fueron hasta finales del siglo xvii los medios típicos de conseguir ese objetivo, en el siglo xviii la importancia de tales medios parece haber cedido en favor de las manumisiones por ahorramiento u otras vías, sin que se excluya la recurrencia a dichos medios tradicionales, aunque en menor medida. De alguna manera ese cambio estuvo asociado a la nueva situación socioeconómica de las colonias españolas caracterizada en el último siglo mencionado, de un lado, por la consolidación de la economía del hato (que implicaba menores requerimientos de mano de obra con relación a la plantación) basada en aquel momento en un importante comercio de ganado en pie con la colonia francesa del oeste, cuya contrapartida era el contrabando de manufacturas; y de otro lado, por el desplazamiento rentista de la explotación esclavista, a través de la expansión de la esclavitud jornalera. Así, la transformación de las exigencias económicas que recaían sobre los esclavos favoreció la oportunidades de formar su propio «peculio», concertar con

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sus amos un precio de «coartación» hasta conseguir «ahorrarse» y quedar en libertad. Este mecanismo parece haberse convertido en un fenómeno importante en el siglo xviii, aunque desconocemos su alcance cuantitativo. Contra él los amos, en general, no opusieron reparos, y si así lo hicieron fue tras beneficios adicionales que tal negocio les proporcionaba. En aquellos casos en que los amos no quisieron entregar la carta de ahorramiento que los acreditaba como libertos o manumisos, los esclavos se encontraron ante el dilema de resignarse o rebelarse ante el abuso, o reclamar contra su amo por las vías legales. Lo primero contaba con altas posibilidades, por la historia, pero sobre todo, por la violencia en que se basaba el sistema; mas lo segundo, aunque pueda sorprender, no estuvo ausente. Quizás hasta tomó cuerpo en este siglo en cuanto alternativa individual. En efecto, los esclavos parecen haber incrementado en este tiempo su capacidad de actuar dentro del marco legal de la colonia, como lo muestran diversas fuentes. Es así como el diario de la real audiencia de Santo Domingo correspondiente al primer semestre de 1790, registra unas doce causas que fueron conocidas en grado de apelación (sin contar las que quedaron pendientes), lo que significa que los tribunales ordinarios debieron fallar otras en primera instancia. En el citado diario que fue remitido a la corona con carta de la real audiencia fechada el 25 de junio de 1791, aparecen, entre otras, las siguientes causas de libertad: 18-ene-1790 Sto. Dgo. El negro «Yumi» vs Juan Labrose. 20-ene-1790 Idem. El negro Antonio de la Asención vs. Lorenzo Daniel. 24-mar-1790 Azua. El negro Joseph Lucena vs. Josef Ant. de Rosas. 5-jun-1790 Sto. Dgo. La negra María del Rosario vs. herederos de don Juan de Quevedo.

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16-jun-1790 Idem. La negra Thereza Fernández vs. Emelenciana de Soria.

Otros hombres y mujeres esclavas y esclavos de distintos puntos de la colonia y en distintos puntos de la colonia y en distinto año sin duda hicieron lo mismo. No sólo reclamaron su libertad, sino también el pago de jornales u obligaron a los amos a que los vendiera a otro dueño. Estas causas de esclavos eran atendidas por abogados de oficio que la Audiencia nombraba al efecto como «abogados de pobres», dado que estas personas no podían sufragar las costas de un proceso. Nos faltan estudios que abarquen los diversos aspectos de este interesante fenómeno. Aunque nos veamos tentados a proponer, a título de hipótesis, y para concluir este breve artículo, dos implicaciones cualitativas que parecen desprenderse del mismo. La primera hace referencia al tipo de resistencia que hacen los esclavos, que pasa de una expresión colectiva (alzamientos y cimarronadas) a una forma individual. El acuerdo de coartación con el amo, el «ahorramiento» mismo, son actos individuales, aún en el caso de que el fenómeno se haya generalizado. En segundo lugar, se introduce una aceptación de los mecanismos establecidos por la sociedad esclavista para conseguir la libertad. Se da un consentimiento de las formas que, por supuesto, no significan que aceptasen en todas sus partes el funcionamiento de la sociedad colonial esclavista, pero si que estaban dispuestos a emplear los medios a su alcance dentro de la misma que permitieran o acercaran su objetivo de convertirse en libertos. Aunque después, en muchos casos, prefieran aislarse del ámbito de la sociedad esclavista internándose en los montes despoblados para vivir en el arcaísmo de una economía natural.

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Libertos en la sociedad esclavista Si los negros libres sintieron y sufrieron el peso del sistema esclavista fue sobre todo porque la opresión con que operaba tal sistema trascendía los límites de la jornada de trabajo de los esclavos, para abarcar otros muchos aspectos de la cotidianidad. La esclavitud no se detenía en los negros esclavos como ingenuamente podría creerse. Y eso lo comprendieron muy bien los negros libres de la sociedad colonial dominicana en el siglo xviii. Para estos últimos conseguir la libertad mediante su «ahorramiento» o manumisión no constituía ninguna garantía de entrar al juego de la sociedad como tales individuos libres, a gozar de su derecho recién adquirido. Antes al contrario, fue motivo de nuevas vejaciones a las que muchas veces no pudieron escapar sino abandonando el ámbito de dicha sociedad esclavista. El hábito de mando de los amos se había fijado como sistema de valores que sustentaba la estructura de poder colonial. Y este sistema de valores implicaba el rechazo y no la aceptación de los libres de color. De ahí que no pocos libertos encontraran motivos, al igual que otros esclavos, para buscar medios con qué organizar una vida independiente, al margen de la sociedad esclavista. Cosa que consiguieron huyendo a los montes, en aquellos tiempos posible gracias a la despoblación de gran parte de la colonia española de la isla y a la inexistencia de caminos reales que merecieran ese nombre, lo que dificultaba o hacía muy costosa su persecución. Otros espacios de socialización se revelaron entonces insuficientes. Tales consistían principalmente en las cofradías de negros y mulatos que existieron en la isla Española desde el siglo xvi. Eran lugares de integración social, en el contexto de la sociedad esclavista, desde donde podían expresarse con identidad propia. Sus devociones y sus fiestas, los ahorros que formaban como un fondo común para realizar actividades para Semana Santa o patronales, u otras actividades regulares,

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constituían formas de solidaridad social de estos grupos de negros y mulatos. No es una casualidad que estos espacios se abrieran bajo la tutela de la Iglesia, la que también legisló en varios de sus sínodos provinciales para que los esclavos pudieran trabajar para sí los domingos y días feriados; debido a ello algunos estudiosos, entre los que destaca Herbert Klein, atribuyeron a este comportamiento de la iglesia católica, junto a la protección legal de la corona, el crecimiento de la población libre, casi como un hecho independiente de la dinámica propia de los diversos contextos. Pero aun en la forma arriba enunciada, eran espacios limitados. Fuera de los ambientes festivos donde todos se confundían, primaban jerarquías muy sólidas que diferenciaban radicalmente la aristocracia de la plebe. Esas diferencias afectaban incluso aquellos que habían conseguido acumular alguna fortuna y cuyos antecedentes esclavos se remontaban a varias generaciones. Tenían vedado por una barrera racial el acceso al cabildo, a la universidad, a las prebendas eclesiásticas y a la burocracia. Aún más: estuvieron prohibidos para ellos estos cargos, aun cuando habían asimilado el sistema de valores vigentes y estuvieran dispuestos a llamarse «blancos de la tierra». No hay que descartar las razones económicas. Igualmente no fue un aliciente para los pequeños grupos acomodados descendientes de negros y mulatos, la nivelación de las fortunas que parecía provocar la pobreza general de la isla desde mediados del siglo xvii. Bien puede decirse, contra la idea que concibió el liberalismo del siglo xix de que las distancias sociales se redujeron en virtud de este empobrecimiento, que aconteció más bien lo inverso. Como señala Hoetink, «a veces es precisamente la nivelación económica la que hace más rígidas las líneas divisorias sociales». Para los grupos más pobres de negros libres en las ciudades la situación se hizo aún más difícil, limitados como estaban para ejercer oficios mecánicos que tenían prohibido y frente a la competencia de los esclavos jornaleros. En el último tercio

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del siglo xviii, los suburbios de la ciudad de Santo Domingo estaban repletos de estos pobres. Es en esa fecha cuando el Arzobispo solicitó al Rey la creación en la ciudad de una casa para los niños expósitos, pues su número iba en aumento; a lo que respondió la corona en 1772 con varias reales cédulas ordenando la formación de una Junta para tratar el asunto y la asignación de 500 pesos anuales en el situado que se remitía desde México, se instaló poco después una sala de expósitos en el Hospital San Nicolás de Bari. Entre los pobres se hallaban sin duda los propios oficiales de pardos y morenos, los cuales solicitaron donativos a la corona para pagar deudas contraídas por el alquiler de sus bohíos. Y otros que, sin contar con la prohibición que pesaba sobre ellos, ejercieron precariamente varios oficios mecánicos, como zapateros, talabarteros, carpinteros, brindando servicios entre su propia gente para conseguir su sustento. Así fue como para aquellos que vivieron en las villas y ciudades, todos estos espacios eran verdaderas «brechas» dentro de una sociedad esclavista hostil. Fueran de carácter legal o clandestino, tales brechas aumentaron las tensiones entre los propios libertos, en competencia por oportunidades escasas, así como con los esclavos jornaleros. Y en competencia además con los sectores acomodados de mulatos que buscaban el favor de la aristocracia criolla o la burocracia peninsular.

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Propiedad del suelo § y II.reformismo borbónico

Comisión del siglo xviii fue origen de «amparos reales» sobre tierras En plena época republicana, a finales del siglo xix y principios del xx, los «amparos reales» de la época colonial fueron exhibidos ante los notarios por los propietarios rurales tradicionales para justificar la posesión de sus fundos frente al apetito de tierras desatado por el capitalismo agroexportador. Autores como Alcibíades Alburquerque y Manuel Ramón Ruíz Tejada, en sus respectivos estudios, situaron sus orígenes en los siglos xvi y xvii, además de llamar la atención sobre «hijuelas» y otros documentos que se tomaban por tales amparos. Sin embargo, el hallazgo reciente de ciertos expedientes sobre «composiciones de tierras realengas» en tiempos coloniales parece apuntar con mayor certeza a establecer la fecha de dichos amparos en la posesión de tierras dentro de la segunda mitad del siglo xviii. Mientras el carácter realengo hace referencia a aquellos terrenos que por no estar afectados por ninguna concesión real se mantienen dentro del dominio de la corona, las composiciones se refieren a un arreglo o contrato de venta de los mismos a particulares. Los expedientes mencionados fueron localizados en el Archivo General de Indias (Sevilla), aunque sólo comprenden una primera parte de los trabajos realizados en la materia. No obstante, los mismos resultan congruentes con otros depositados en el Archivo Real de Higüey –cuya importancia ya ha sido puesta de relieve por José María Ots Capdequí–, actualmente ~ 41 ~

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conservado en el Archivo General de la Nación. Este último autor se refirió a la Real Instrucción sobre tierras de 1754 como «una verdadera reforma agraria» en el curso que dictara en la Universidad de Santo Domingo sobre el Régimen de la tierra en la América Española. Tratándose de una orden general, todos los propietarios de cualesquier calidad debieron presentarse ante la autoridad competente para revalidar sus títulos de propiedad y aquellos que se encontraran ocupando de forma irregular tierras que no eran de su propiedad debían hacerlo igualmente para tratar sobre su «composición», que comprendía diversos arreglos de arrendamiento, o su venta legítima. A este fin se concedían los amparos reales, para que en lo adelante tanto propietarios como ocupantes no fueran molestados por las autoridades. En efecto, dichos amparos reales resultan de las sentencias definitivas de los juicios de amparo que por orden del Rey ejecutara un juez de realengos comisionado al efecto. Por lo menos durante cinco años estuvo vigente la comisión del juez subdelegado de realengos en la parte española de la isla de Santo Domingo, de acuerdo con los datos que hemos recabado en torno a la aplicación de la Real Instrucción sobre composiciones y ventas de tierras dada en 1754. Debieron pasar trece años, desde la data de esta última orden soberana, para que se diera curso a la misma por parte de las autoridades de la colonia; el juez encargado del cumplimiento de esta real disposición fue don Ruperto Vicente Luyando, quien fuera nombrado por el presidente de la Real Audiencia y gobernador de Santo Domingo, don Manuel Azlor, en el año 1767. Este juez se desempeñaba como oidor y alcalde del crimen de la Real Audiencia de Santo Domingo; había llegado a la isla en el mismo año de 1767, y estará desempeñando la comisión de marras hasta su traslado a la Audiencia de México en 1773. El «juicio de amparo» es una figura jurídica que todavía subsiste en algunos países de Latinoamérica, como México, aunque para el caso de bienes mostrencos en el nuestro fue

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desplazado por la legislación republicana francesa y la de tierras moderna de tradición anglosajona, como es el caso del australiano sistema Torrens. Andrés Lira González ha estudiado el amparo colonial en México y su continuidad en el juicio de amparo, refiriéndose al primero, dice: El mandamiento de amparo [...] puede definirse como una disposición de la máxima autoridad [...] dictada para proteger los derechos de una persona frente a la agresión actual o futura que en su detrimento realizan otras personas [...], sin resolver sobre el fondo del asunto, sino limitándose a defender el agraviado [...] y dejando a salvo los derechos de terceros en general.

Es interesante advertir que desde sus comienzos los amparos reales resultantes de la comisión del oidor Luyando beneficiaron no sólo a grandes propietarios de hatos y haciendas, sino también a medianos propietarios y aun aquellos que poseían en común tierras heredadas de padres y abuelos. Incluso, en varios casos grandes propietarios fueron despojados de tierras que usufructuaban y declaradas realengas por el juez, dado que no estuvieron en condiciones de presentar los títulos, mercedes o pruebas legítimas en que sustentaban su posesión. A la inversa, la Comisión del juez Luyando benefició a muchos medianos propietarios que se avinieron al pago de las composiciones que resultaron de la medición de las tierras que poseían sin título alguno y que fueron muchas veces denunciadas por ellos mismos como realengas. Y todavía los no propietarios se beneficiaron de los arrendamientos y ventas que encontraron un nuevo impulso con la mentada Comisión. La comisión de Luyando debió vencer numerosos obstáculos, principalmente los interpuestos en su camino por los intereses creados de sectores privilegiados que se beneficiaban

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del statu quo en materia de propiedad territorial. Su trabajo de inició en mayo de 1767, y ya a finales de octubre informaba de las primeras sentencias definitivas de amparo, además de otras tantas declaraciones de tierras realengas y avisos de composiciones. El expediente que hemos mencionado reúne diez (10) de estas sentencias pronunciadas entre los días 10 y 20 de octubre del mismo año. He aquí, a manera de ejemplo, una de ellas. A cada una de estas sentencias de amparo se les dio popularmente el nombre de «amparo real»: Sentencia) Vistos estos autos, y el mérito que de los mismos resulta: Fallo que devo amparar y amparo a María Salgado, vezina de la villa de San Carlos, en la pocessión de la cavallería de tierra que vendió María del Castillo a Ygnacio Martínez de Abréu, cita en los términos de esta ciudad, y en la vera del río arriva de la Ysavela, que confronta con vna parte de la vanda del sur con tierras de Domingo Vetancur, y las de Juan Martín Milián, y tiene por linderos vn tocón de capa y tres árboles de hovo, que están en el fondo de vna cañada, que está en medio de vna y otra tierra, siguiendo vna palizada de armásigo, y otra de aguacates, hasta encontrar con el Camino real del embarcadero, que llaman de don Pedro Polanco, hasta el mismo río, y por el poniente tiene otro Camino real, que sale del embarcadero de Camacho hasta llegar frente del dicho tocón de capa; cuya cavallería de tierra fue de Juan Rodríguez Fiallo de éste pasó a Manuel y María Castillo de éstos a Ygnacio de Abréu y de éste a la sobre dicha María Salgado, y en su consequencia devo declarar y declaro que la dicha cavallería de tierra ha pertenecido y pertenece a la nominada María Salgado y para que quede con la mayor seguridad mando que el agrimenssor Pedro Bernal mida la referida cavallería de tierra y le ponga los mojones que sean necessarios, caso de no conservar las confrontasiones expresadas en la escriptura presentada en estos autos; y haviendo tierra

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sobrante deverá declarar dicho agrimensor la que sea y su valor para componerla con la sobredicha Salgado, presediendo el entrego de la cantidad de su importe en Cajas Reales, y la aprovación de la Real Audiencia y Chansillería, librándose a favor de la nominada Salgado el testimonio correspondiente de estas diligencias y declaración de amparo que en nombre de Su Magestad (que Dios guarde) hago a la sobredicha Salgado de la arriva expresada cavallería de tierra; y hágasele saver que caso de no tenerla cultivada lo execute en el término precisso de tres meses con apersevimiento de que pasado y no lo haziendo, se le lanzará de dicha tierra y de ella hará gracia y compossición a otra persona que cumpla con dicha obligación. Y por este que su señoría el señor don Ruperto Visente Luyando del Consejo de Su Magestad, su oydor y alcalde del crimen de la Audiencia y Chansillería Real que en esta ciudad reside, proveyó difinitivamente; juzgando assí, lo mandó y firmó en Santo Domingo, a trece de octubre de mil setecientos sesenta y siete años de que doy fee.= Ruperto Visente de Luyando.= Ante mí Diego de Sossa.

Hacendados de Santo Domingo del siglo xviii se opusieron a composiciones de tierra Los proyectos de fomento de la colonia española de Santo Domingo formulados por el Cabildo de la ciudad –corporación edilicia que reunía los principales hacendados– y la Junta de Fomento –que incluía además de los miembros del Cabildo a oficiales reales– se orientaron hacia la petición de créditos y exenciones para importar esclavos. Con ello se perseguía incrementar la producción de bienes y restablecer el comercio con la metrópoli, con rubros como el tabaco, el cacao, y otros productos agrícolas. Sin embargo, la perspectiva de la Corona incluía otros renglones que los hacendados de Santo Domingo

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enfrentaron astutamente al tratar con las autoridades reales de la colonia. En efecto, entre los diversos motivos que la Corona tenía para favorecer el fomento de Santo Domingo en la segunda mitad del siglo xviii, se encontraba, desde luego, el siempre presente interés económico –expresado en la posibilidad de reducir las cargas del situado, si la colonia era más provechosa para la metrópoli–, y, aún más importante, el interés general referido al firme restablecimiento de la autoridad real sobre el conjunto de la colonia, cuyo desenvolvimiento económico estaba plagado de violaciones a las leyes que regían el movimiento de la Real Hacienda. Este último había sido uno de los empeños de las denominadas reformas borbónicas, que algunos autores caracterizaron como intento de pasar de «la impotencia (del siglo xviii) a la autoridad». De ahí el interés de la Corona en incorporar a la economía legal la producción del tabaco, que hasta entonces era enteramente consumida por el contrabando, como también la persecución de este último por medio de las prácticas corsarias de los criollos y vigilancia de las fronteras con la colonia francesa. Aunque en ambos casos la iniciativa de las autoridades tropezó con límites eficaces impuestos por los intereses de los sectores dominantes de la colonia, en los que no pocas veces las mismas autoridades se encontraban envueltas. Un asunto relevante que enfrentó los intereses de los hacendados criollos con las autoridades de la Corona fue el tema de la propiedad del suelo. El punto de partida de una política de fomento desde la óptica metropolitana estaba dado por el ordenamiento de la propiedad de la tierra. Para ese fin, había repetido órdenes en distintas reales cédulas, la última de las cuales fue dada en San Lorenzo el Real, el 15 de septiembre de 1754. En ella se mandaba al Presidente de la Audiencia nombrar un «juez subdelegado» para la composición de realengos, que se encargaría de la declaración de los mismos

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y del conocimiento de las causas a fin de dar cumplimiento a la real orden. No se ejecutó de inmediato esta real cédula, ya que en el año 1754 el Cabildo de Santo Domingo solicitó se suspendiera la medida. Trece años más tarde, en 1767, tocó al presidente y gobernador Manuel Azlor nombrar el dicho juez de realengos, quien lo hizo en la persona del oidor Ruperto Vicente de Luyando. Este ministro había llegado a la isla el año anterior, pues su título había sido expedido el 6 de abril de 1766 y hasta julio no recibió la cédula que le ordenaba dirigirse a su destino. Desde sus comienzos los trabajos de la comisión del Juez subdelegado de realengos constituyeron una fuente de conflicto en la colonia que se expresó en las múltiples dificultades y tardanzas que confrontó para llevar a cabo sus tareas. Ya en su carta del 30 de octubre del mismo año 1767, donde daba cuenta de su nombramiento como «juez subdelegado», se quejaba este Oidor de que pese a todas la diligencias que había iniciado, «no se ha conseguido dar el más mínimo paso en ella hasta ahora». Razona el Oidor al respecto: [...] No obstante que desde principios de este siglo son repetidas las reales zédulas que han llegado a esta ciudad para que se verificara la composición de Realengos, y a todas ha burlado su cavildo por el medio de representar a los comisionados, como conmigo lo [h]a [h]echo, plagas injustificables, pobreza incierta, y en una palabra que estando acostumbrados a que no se cumplan semejantes reales resoluciones, se les haze duro (no precisamente al pueblo, que es dócil y resignado, sino a los yndividuos del cavildo como principalmente ynteresados en no descubrir el cómo posehen) que tenga efecto [h]oy la Real resolución.

Al parecer antes de un año dicha comisión quedaría suspendida; la última fecha que se refiere a las actuaciones del oidor Luyando como juez subdelegado, corresponde a abril de 1768

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y se halla en documentos que se conservan en el Archivo Real de Higüey. Quedaría probablemente incorporada a las tareas de la Junta de Fomento que Carlos III ordenó formar dos años más tarde, por real cédula de 1769. De esa manera quedó sin efecto inmediato, aunque se volverá a mencionar el expediente de la composición de tierras entre los arbitrios que propuso el Fiscal de la Audiencia de Santo Domingo para conseguir elevar los recursos de la Real Hacienda, a propósito de las conclusiones de la Junta de Fomento de 1772.

El fomento de la colonia sirvió de argumento contra la reforma de la propiedad de la tierra en el siglo xviii Los meses finales del año 1767 fueron muy movidos en el ambiente político de la ciudad de Santo Domingo. Apenas iniciados los trabajos de declaración de tierras de la corona en manos de particulares en calidad de «realengos», llovieron las quejas y enfrentamientos. La agitación política de esos meses era fruto de la reacción de los grandes propietarios de la capital de la colonia, frente a la aplicación de una real orden que disponía una reforma de la propiedad que databa del año 1754 y que en otras ocasiones el Cabildo de la ciudad había conseguido suspender. Ni cortos ni perezosos, los miembros del Ayuntamiento sorprendidos por la prontitud con que se puso en práctica aquella real orden, comenzaron a mover los resortes legales que tenían a su disposición. Comenzaron por recusar al escribano que actuaba en la comisión a cargo del oidor Luyando, al tiempo que protestaron el término de quince y treinta días que dicho ministro había puesto como plazo para presentar los títulos de propiedad, entre otras quejas y protestas. Esta vez el Cabildo apeló directamente al Rey para conseguir la suspensión de la comisión para declarar las tierras realengas. En un breve resumen de los motivos de su petición con

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que se inicia la comunicación que dirigieran al monarca en fecha 14 de diciembre de 1767, expresa dicha corporación: El Cavildo secular de Santo Domingo de la Española ynforma a Vuestra Majestad del exercicio de la Real orden despachada en el año de 1754 sobre la aberiguación de tierras realengas; y se quexa de algunas providencias del juez subdelegado, suplicando a Vuestra Majestad se digne reformarlas, y mandar suspender la execución de la citada Real orden, por los motivos de equidad que expone y restituir los costos que yndebidamente se han causado a estos vecinos, o que se subdelegue la comisión a otro juez más equitativo.

Los cabildantes se referían en esta carta a la pobreza de la colonia, al «consuelo» que han recibido de la corona movida por «la aflicción de estos vasallos en sus repetidos ynfortunios»; así como a la «compasión más enternecida» mostrada por el soberano ante «cualquier calamidad de estos vasallos», poniendo de relieve los méritos que les ha hecho acreedores de «particular estimación, de la fidelidad, valor y zelo con que se portaron en quantas ocasiones se ha ofrecido el servicio de Vuestra Majestad». Ya el oidor Luyando se había encargado de refutar estos argumentos, señalando en una carta dirigida al Secretario de Gracia y Justicia de Su Majestad el 30 de septiembre del mismo año, que el Cabildo pretextaba «pobreza incierta» y otras calamidades para impedir que se llevara a cabo la real orden. Más allá de estos alegatos, los miembros del cabildo reorientaron sus motivos recuperando líneas centrales del discurso reformista metropolitano que comenzaba a hacerse sentir en las colonias americanas: Que nada podrá ser más contrario al real agrado e yntenciones de Vuestra Majestad que el que se practique la commición de realengos en el presente sistema[...] con

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los crecidos costos, inquietudes y pérdidas que causa el exercicio de la commición, quedará reducido el país a una miseria que no remediará en muchos años; y este efecto se opone directamente el fomento de la Ysla que pareze es el objeto del maior anhelo de Vuestra Majestad. Esta respetuosa atención ha sido la que más influyó a el movimiento (de oposición)que hizo el cavildo en la materia [...].

Puede decirse que esta carta representa un cambio de los grandes propietarios de Santo Domingo con relación al discurso reformista. Se replantean los términos de la comisión de realengos contraponiéndolos a lo que consideraba era el objeto de la real medida: el fomento de la colonia. De esta manera no sólo el Cabildo le salía al paso a las refutaciones del oidor Luyando, sino que abría la posibilidad de proponer sus puntos de vista sobre dicho fomento de la colonia. El movimiento de oposición del Cabildo de Santo Domingo tuvo su efecto: En 1768 la comisión dada al oidor Luyando disminuyó en su celeridad, mientras que en 1769 dos reales cédulas parecían anunciar su suspensión definitiva: Una, despachada en Madrid el 15 de julio, pedía informes confidenciales al gobernador, la audiencia y oficiales reales, sobre algunas peticiones concretas del Cabildo, y otra, fechada en San Lorenzo el 29 de octubre, ordenaba al Gobernador formar una «Junta para tratar y hacer un plan para el mayor fomento de las cosechas de añil, cacao y demás frutos que produzca aquella Ysla».

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Propietarios de tierras carecían de títulos durante el siglo xviii en la Isla Española Una vez que el gobernador Manuel Azlor, en octubre de 1767, nombrara como «juez subdelegado» para la composición de tierras al oidor Ruperto Vicente de Luyando, éste dio inicio a su comisión. Nombró, a su vez, a un «defensor de realengos» como asistente para la realización de todo el trabajo, al tiempo que daba «las órdenes combenientes para la manifestación de títulos por todos los que se dizen hazendados de cualesquiera especie y calidad». En breve tiempo el oidor Luyando pudo percatarse de la imposibilidad de los grandes propietarios de la colonia de presentar los títulos que avalan sus haciendas. En su carta del 30 de octubre de 1767, señaló específicamente que a «los individuos del cavildo» «se le haze duro», y que son los que están «principalmente interesados en no descubrir el cómo posehen». La comisión afectaría primero las grandes propiedades ya que ellas podían rendir mayores beneficios al fisco. Así las cosas, competía continuar su comisión declarando aquellos terrenos realengos y llamando a sus poseedores ante la mesa del juez subdelegado para arreglar las composiciones de tales terrenos. Pese a las oposiciones y dificultades creadas con el fin de impedir que muchas tierras ocupadas quedaran declaradas realengas, en dicho aspecto la comisión del mentado Juez avanzó tanto que, puede decirse, dejó pasmados a los miembros del Cabildo. A principios del mes de diciembre del mismo año, según certificaciones de los trabajos de la mencionada comisión, la declaración de tierras realengas presentaba el siguiente estado: [...] se han denunciado los terrenos siguientes: las tierras nombradas el Copey, las de Tabra, las de la Siénaga, Caiguaní, Fondo Negro, el Agua de los Puercos, todas en la

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jurisdicción de la villa de Asua y Neiba, que se ha presentado varios vezinos de estos partidos, tratando se les admita a su composición y venta. También se han denunciado dos caballerías de tierra en el parage nombrado Mendoza, media caballería en el de Guagimía, en las ynmediaciones de esta ciudad. Asimismo, certificamos haberse declarado por dicho señor subdelegado, por realengos y de Su Majestad, dos caballerías de tierra que poseía el coronel don Nicolás Guridi, en los sitios de Cambita, el Hato nombrado las Oes, jurisdicción de esta Ciudad; y también seis caballerías de tierras labraderas que poseía Manuel de la Consepción; media caballería de tierra que poseía Emenenciana de Soria; dos caballerías de tierra que poseía Joseph Hernández; una caballería que poseía Andrés Rodríguez; media de Juan Lásaro; una caballería de Juan baptista Boruco; media peonía y dos mil varas de tierra que poseía Domingo Martín; parte del terreno en que tiene fundado yngenio don Miguel Ferrer; cincuenta y ocho mil varas de terreno que poseía doña Luisa Pimentel. Y todo lo que comprehende lo que [se] llama la Loma de Cambita.

El profesor español Antonio Gutiérrez Escudero, investigador del siglo xviii dominicano, ha destacado el hecho de que «casi todos los integrantes del cabildo, cuyos miembros pertenecían a los grupos sociales distinguidos, poseían tierras, haciendas, ingenios, trapiches, etc.,» cuyo origen había estado en la facilidad que les daban las vicisitudes económicas de la colonia y el poder de esas familias con recursos económicos para «la ocupación indiscriminada de tierras», sobre todo en el período que siguió a las devastaciones de 1605 y 1606. Al plantearse la cuestión de si los hacendados tenían títulos de propiedad, el citado investigador se responde: «De la documentación se deduce que muy poco los tendrían». Los datos de la comisión del oidor Luyando vienen a confirmar esta presunción.

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En torno a la composición de realengos se enfrentaron propuestas sobre fomento en la parte española de la isla Uno de los problemas de fondo planteados por la aplicación en el 1767 de la Real Instrucción sobre terrenos realengos dada en el 1754, radicaba en la cuestión de la dirección que le imprimió a la reforma rural que demandaban los sectores dominantes de la colonia. En ese sentido, tuvo razón el profesor e investigador español José María Ots Capdequí al subrayar la importancia de esta real cédula como una propuesta de «reforma agraria» impulsada por la Corona. Anteriormente las esperanzas de los hacendados de Santo Domingo se habían cifrado en la autorización del comercio con la colonia francesa fronteriza y en la ampliación de éste con la gracia del libre comercio para los distintos puertos de la parte española. Pero ambas se perfilaban notoriamente limitadas ante los grandes objetivos que suponían la transformación agraria requerida a los ojos de los colonos de la parte española de la isla que miraban la riqueza de la colonia francesa como producto de la abundancia de la mano de obra esclava, por lo cual demandaban de la Corona facilidades para obtenerlos así como capitales para invertir en las plantaciones e ingenios azucareros. En efecto, en una comunicación del cabildo de la ciudad de Santo Domingo dirigida al gobernador don Manuel de Azlor en el año 1767, señalaba esta corporación: Notoria es la fertilidad del terreno de toda ella (la parte española) para la producción de azúcar, tabaco, cacao, añil, café y algodón; buena prueba en la considerable cosecha que de estos géneros cojen los franceses en la parte que ocupan, que sobrepujan a todos los que producen nuestros dominios, y concluía su argumento:

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lo mismo sucedería en la mayor extensión que mantenemos si se penetrase a fondo el motivo de su poco adelantamiento y el remedio del formal fomento de ella.

Esta última declaración deja ver que los cabildantes de Santo Domingo, quienes formaban el grupo más importante de los grandes hacendados de la colonia española, tenían una visión definida de los problemas que había que remediar y cómo resolverlos. Esta propuesta debió ser negociada frente a las autoridades de la Corona, tanto en Santo Domingo como en la metrópoli, por lo que ella está presente en la recomendaciones y peticiones de los hacendados en la Junta de Fomento reunida para este objeto en la segunda mitad del siglo xviii. Pero la aplicación de la real cédula sobre composición de tierras colocaría abiertamente al Cabildo en una posición subordinada en estas negociaciones. Ya el cabildo había logrado en una ocasión anterior detener la aplicación de la mencionada real resolución, cuando el juez de realengos era el fiscal de la Audiencia don Joseph Pablo de Agüero. Eso fue en el año 1754, y el Cabildo alegó las pérdidas sufridas por las haciendas a causa de los terremotos del año 1751. El nuevo juez subdelegado Vicente Ruperto de Luyando, comisionado en el 1767, no obtemperó a las peticiones del Cabildo de la ciudad, por lo que amenazaba seriamente la posición negociadora que tal corporación se había propuesto mantener frente a la Corona, que, de paso, aseguraba su autoridad de cara a las restantes corporaciones y sectores de la sociedad colonial misma. Aunque no les agradara satisfacer las composiciones de las tierras realengas declaradas por el Juez subdelegado, esta razón parece tener menos importancia comparada con la que venimos refiriendo, debido a que tales composiciones se efectuaron, como bien señala el profesor Ruggiero Romano, mediante:

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a) evaluación del valor real de las tierras netamente inferior a la realidad; b) pago escalonado en varios años; [y] c) muy a menudo este pago fue interrumpido luego de algún tiempo.

Todavía más: en el caso de Santo Domingo, los términos de la Real Instrucción habrían sido moderados en el 1769 para favorecer a los propietarios que carecían de títulos, de acuerdo a una resolución del Consejo de Indias, sin que por ello el Cabildo abandonase su pretensión. Como ha señalado Ots Capdequí, el interés de la corona tampoco se limitaba a un mero asunto fiscal, sino que procuraba echar las bases de la reforma rural. La propuesta de la corona pretendía fomentar la agricultura de la isla, pero para ello quería colocarse en una mejor posición al tener el control sobre un recurso clave, la tierra; ello le iba a permitir reasignar ese medio de producción básico, modificando la distribución ya existente, conformada en la «era de la impotencia», durante casi dos siglos de desarrollo de la élite colonial criolla. Ello constituía un problema social y no sólo económico y fiscal. Aceptar esa injerencia de la corona significaba para los miembros del cabildo, a lo menos, poner en peligro su calidad y jerarquía sociales, lo que de por sí no estaban dispuestos a colocar en la mesa de negociaciones. Obró en favor de la postura de los cabildantes la flexibilidad de la política colonial española, que posibilitó la suspensión de la comisión en varias oportunidades. Con la aplicación de la real cédula de 1754, se comprometía sobremanera la dirección de la reforma que estaba a la base del fomento de la colonia. De ahí la resistencia tenaz que opusieron los hacendados representando al cabildo de Santo Domingo, quienes finalmente parecen haber conseguido que la misma quedara comprendida en las funciones de la Junta de Fomento mandada a formar por la real cédula de 1769.

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Documentos detallan compra de terrenos en Santo Domingo para fundación de San Carlos Dos cartas de venta de tierras incluidas en el expediente formado en 1767 por el oidor Ruperto Vicente de Luyando, juez de realengos en esta colonia española de Santo Domingo, vienen a ratificar las informaciones de Carlos Esteban Deive y Antonio Gutiérrez Escudero sobre la compra de terrenos para servir de asiento a la población de San Carlos de Tenerife, extramuros de la ciudad de Santo Domingo. Los linderos descritos en ellas permiten identificar la actual localización del barrio de San Carlos, a pesar de las intervenciones recientes. Esta ubicación correspondió como señala Deive a la segunda fundación de este pueblo, el cual debió ser mudado de su original asiento durante la gobernación de Andrés de Robles, a causa de una epidemia de viruelas que se desató en aquel sitio, la cual provocó la muerte de un significativo número de inmigrantes. Los documentos de venta mencionados corresponden al año 1689, esto es, cinco años después de la llegada de los primeros inmigrantes canarios; aunque consta en una de las cartas de venta que ya éstos venían ocupando esas tierras desde antes de formalizarse la compra por parte de la Real Hacienda. A través de estos instrumentos conocemos los propietarios anteriores de los terrenos, así como la cantidad de tierras vendidas por cada uno de ellos. El primero de los terrenos, el que corresponde a las dos caballerías de tierra en la parte inmediata a la muralla por la llamada «puerta de Lemba» hasta la sabana hacia el oeste, tuvo por propietario al capitán Rodrigo Pimentel, quien la dejó en herencia a Esteban de los Santos, el cual aparece vendiendo a la Real Hacienda en 1689. El otro terreno, de una caballería de extensión, perteneció al capitán Juan de Vera, y fue comprado por los padres de la Compañía de Jesús, quienes actúan en la venta y otorgamiento de la misma representados por su superior en la colonia, el padre Francisco Cortés. En este último documento se hace referencia a

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que las tierras entonces cedidas ya estaban siendo labradas por los vecinos de la villa de San Carlos. El precio pagado por estas tierras fue el de 25 pesos la caballería, por lo cual Esteban de los Santos recibió de la Real Hacienda cincuenta pesos y la Compañía de Jesús veinticinco pesos. Los canarios ubicados en el nuevo paraje en las proximidades de Santo Domingo expresaron su descontento con las autoridades que les impidieron hacer uso de las tierras que fueron compradas a nombre del Rey y entregárselas para vivienda y labranzas, cosa esta última que el Gobernador no les permitió a fin de facilitar la defensa de la ciudad en la parte cercana al pueblo de San Carlos. Al parecer estas quejas se referían más a las tierras pertenecientes a las dos Caballerías de tierras inmediatas a la muralla, y no a las ubicadas en el «Alto de las tres cruces» que ya venían utilizando en la agricultura. Copiamos a continuación in extenso el primero de los dos documentos mencionados: (A.G.I., Santo Domingo 978) f.1/(Papel sellado) No.6 Sepan quantos esta carta de venta vieren como yo, Estevan de los Santos, vezino de esta muy noble y leal ciudad de Santo Domingo del Puerto de la Ysla Española de las Yndias del Mar Océano, otorgo que vendo realmente y con efecto para Su Magestad (que Dios guarde) y para la población de la villa de San Carlos de Tenerife extra muros de esta ciudad es a saver: dos cavallerías de tierra de los hornos de quemar cal y vna noria de agua con todas sus entradas y salidas vsos y costumbres con todo lo a ellas anexo y perteneciente y que en ellas se comprehende cuyos linderos son desde la puerta y muralla que se ha desvaratado que llaman de Lemba, toda la muralla assí a el poniente hasta dar a la sabana y por la parte de arriua

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las estancias contiguas según que más largamente consta y parece de las escrituras antiguas, que mencionan los linderos de los posehedores que han sido de dichas tierras siendo el vltimo el capitán don Rodrigo Pimentel quien por cláusula de su testamento me las dexó graciosamente haviendo justificado la dicha cláusula por haverse hallado con vn equívoco con ynformación, que dí ante el presente escribano de que eran mías y me pertenecían las dichas tierras como de ella parece a que assi mismo me remito las quales dichas tierras vendo por libre de los reales derechos de sen-/so e hipoteca haviendo ajustado su compra por su señoría el señor general de la artillería don Andrés de Robles, cavallero del orden de Santiago, Gobernador y Capitán General de esta Ysla, y Presidente de esta Real Audiencia en precio de cinquenta pesos, que de orden de su Señoría me da y paga realmente en plata doble en la Real Contaduría y yo resivo del señor capitán don Gerónimo Maldonado, thesorero juez oficial de la Real Hazienda, de cuyo entrego y resivo yo el escrivano doy fee. Y confieso y declaro, que los dichos cinquenta pesos es el justo precio y verdadero valor de las dichas dos cavallerías de tierra y lo que a ellas pertenece y que no valen más y si más valen o pueden valer de la demasía y más valor (y si alguno ay que confieso no haver) hago gracia y donación buena, pu-/ra, perfecta e irrevocable en manos de Su Magestad, que el derecho llama inter vivos cerca de lo qual renumpcio la insignuación de los quinientos suerdos y ley del ordenamiento real fecha en las Cortes de Arcalá de Henares, por el señor Rey don Alonzo que hablan sobre las cosas que se compran o venden por más o menos de la mitad o tercia parte de su justo precio y verdadero valor y los quatro años en ellas declarados para resindir el contracto y pedir suplemento del precio justo como en ellas se contiene y desde oy en adelante y para siempre me desisto y aparto y a mis herederos de la tenencia, pocessión,

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propiedad y señorío que a las dichas tierras tengo y me pertenece, y todo lo suerto, cedo, renumpcio y traspaso en manos de Su Magestad y en su nombre en la de los se-/ñores juezes oficiales de la Real Hazienda para que sean suyas como hazienda Real y para que tomen la pocessión de ellas las tengo entregadas y están en pocessión de ellas las familias que Su Magestad se sirvió de embiar para el aumento de la población de esta Ysla y siendo necessario les doy poder en forma para que dichos señores oficiales reales, para que tomen la pocessión de ellas la qual tomada la apruebo y ratifico como si yo mesmo se la diese y entregase, siendo presente y como real vendedor me obligo a la euición, seguridad y saneamiento de las dichas tierras en tal manera que serán ciertas y seguras, y que sobre ellas no será puesto pleyto por persona alguna, diciendo pertenecerle por algún derecho y si lo tal sucediere sa[l]dré a la voz y defensa dentro de tercero día que para ello sea requerido y / lo siguiré y acavaré hasta dexar en quieta y pasífica pocessión de las dichas tierras y no lo haziendo assí y saneárselas no pudiere, le volveré y restituiré los dichos cinquenta pesos con más las costas, daños y menoscavos que sobre ello se siguieren y recrehecieren y para lo ansí cumplir, pagar y haver por firme, obligo mi persona y vienes havidos y por haver. Y doy y otorgo entero poder cumplido a todos y qualesquier justicias del Rey nuestro señor para que al cumplimiento de lo que dicho es me compelan y apremien por todo rigor de derecho y como si fuese por sentencia difini[ti]va de juez competente pasada en authoridad de cosa jusgada. En guarda y firmeza de lo qual renumpcio las leyes, fueros y derechos de mi favor y la general en forma. E yo, el dicho capitán don Gerónimo Maldonado, thesorero de la Real / Hazienda, que presente soy al otorgamiento de esta escriptura la acepto en todo y por todo como en ella se contiene que es fecha en la dicha ciudad de Santo

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Domingo en doce días del mes de Agosto de mil seiscientos y ochenta y nueve años. Y los otorgantes a quienes yo el escribano doy fee conosco assí lo otorgaron y firmaron, siendo testigos: Gerónimo de Quesada y Torres Juan de Valladares, artillero, y Juan Luis, vezinos de esta ciudad. Estevan de los Santos. Don Gerónimo Maldonado. Ante mí: Antonio de Ledesma, escribano público. E yo, Antonio de Ledesma, escribano público del número de esta ciudad de Santo Domingo, por el Rey mi señor, presente fuy a su otorgamiento, e hago mi signo = En testimonio de Verdad = Antonio de Ledesma, escribano público.

Haciendas de Santo Domingo estaban recargadas de hipotecas y gravámenes En reacción a la comisión para la venta y composición de tierras que por orden de la Real Audiencia de Santo Domingo ejecutara el oidor Vicente Ruperto de Luyando a partir de 1767, los integrantes del cabildo de Santo Domingo decidieron hacer una información para suplicar ante el rey Carlos III sobre la dicha comisión. Después de varios intentos infructuosos con el propósito de detener la medida que los obligaba a presentar sus títulos de propiedad o, de lo contrario, a satisfacer en la Real Hacienda de la colonia el pago correspondiente a los inmuebles que poseían, los principales hacendados, para hacer valer su protesta, trazaron una nueva estrategia más acorde con las reglamentaciones coloniales, de manera que su oposición no apareciera como una abierta desobediencia o una obstinada resistencia a las reales órdenes. Es así como tuvo lugar el documento que copió don César Herrera en el Archivo General de Indias que lleva por título:

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«testimonio

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de la ynformacion promovida por el procurador

general del ylustre ayuntamiento de esta ciudad e ysla española de santo domingo. año de

1768». Aunque en él no se hace referencia al conflicto mencionado arriba, las preguntas son suficientemente elocuentes de la estrategia que se trazó el Ayuntamiento: Ytem. si saben que esta Ysla es muy expuesta a temblores y huracanes, que de tiempo en tiempo acometiéndole arruinan edificios y dexan destruidas las haziendas. Ytem, si les consta que por esta causa y por el ningún comercio y saca de frutos que tiene se ha mantenido siempre con grande pobreza. Ytem, si saven, que el año de sesenta y cinco por el mes de agosto huvo una tormenta tan fuerte que no sólo destruyó en la ciudad las casas de palma de los vezinos sino también casi todas las haziendas las dexó inútiles exterminando los frutos, cosumiendo los ganados, poniendo en tierra los edificios y hasta robándose los ríos porción de tierra a algunos vezinos. Ytem. Digan si es verdad, que por esta causa y las antecedentes oy se haya la Ysla toda en la mayor miseria cargados los hazendados de tributos y empeños y generalmente faltos de reales y en gran pobreza.

Se trataba, en primer lugar, de demostrar cómo los constantes fenómenos naturales, huracanes y terremotos, constituían la causa de la miserable condición en que permanecía la parte española de la isla. Este argumento, de por sí, no era muy sólido, ya que la colonia francesa también era afectada por los mismos siniestros, mientras, en contraste con la parte oriental de la isla, presentaba un evidente y continuo adelantamiento. Todavía más: el propio oidor Luyando, ya se había referido, en carta del 30 de agosto de 1767, a la «pobreza incierta» que alegaban los miembros del cabildo, a quienes «se les hace duro»

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aceptar el cumplimiento de la comisión de venta de tierras realengas. Los capitulares de Santo Domingo conocían la debilidad de este argumento, aunque, desde luego, confiaban en el efecto positivo que tendría para su causa la referencia al inmediato suceso de 1765. Por eso resulta más relevante el segundo argumento: «el ningún comercio y saca de frutos» de la colonia, es otra causa que mantiene a la parte española en la miseria. Cierto que el alegato no era nuevo, pero enlazado con el anterior, este viejo argumento cobraba fuerza. Así planteado era incontestable. Tampoco el oidor Luyando pudo refutar esa falta de comercio de la colinia. Y, en efecto, este fue uno de los puntos que trató la Junta de Fomento de 1772. En consecuencia, para 1786 se concederán nuevas gracias de ampliación del comercio libre, cuyo origen se halla en los reclamos de la corporación edilicia de Santo Domingo. Todavía hay un tercer argumento más importante que los dos precedentes: la pobreza de la colonia está asociada al hecho de estar «cargados los hazendados de tributos y empeños». La rebaja de los censos fue una medida defendida por destacados miembros ilustrados del gabinete de Carlos III, entre los que cabe mencionar a Zabala, Campomanes y Jovellanos, a fin de desarrollar una vigorosa agricultura en la metrópoli. Es dudoso que fuera conocida esta opinión en Santo Domingo en fecha tan temprana, más bien parece probable que haya sido una iniciativa propia, ya que en el siglo xvii también se obtuvo una rebaja de los réditos a causa de la pobreza de la isla. Los procuradores del Cabildo, el doctor Del Monte y Nicolás de Heredia, no obstante, sí sabían del peso crucial que tenía este último argumento y agregaron al interrogatorio anterior el siguiente pedimento: Otrosí, se ha de servir Vsía baxo la misma citación de mandar que el Anotador de Hypotecas con inspección de los Libros de su cargo ponga una puntual certificación de los

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gravámenes conque están afectas las haziendas de los vezinos y fecha que se acomule a éstas diligencias.

Después de la aprobación de la información hecha en el tribunal del gobernador Azlor, los interrogatorios se iniciaron en septiembre de 1767. Entre los testigos figuran hacendados criollos que son, por sus apellidos y edad, de las personas de mayor prestancia de la ciudad de Santo Domingo: don Francisco de Acosta (65 años), don Miguel Sánchez Valverde (66 años), teniente de milicias de Santo Domingo, don Ygnacio de Hinojoza (68 años), mayordomo de la ciudad, don Gaspar Caballero (66 años),Gregorio Pimentel (42 años), Juan Emeregildo Ureña (55 años), don Lázaro Vizcaíno (60 años), teniente de milicias. Entre las declaraciones sobresalen las que se refieren a la ruina de los cultivos de frutos de exportación; por ejemplo, Francisco de Acosta señaló: «es notorio que la hazienda de cacao que abrá cuatro años producía hasta 200 fanegas, en el presente no produce ni aun la quarta parte». Pero donde mayor énfasis pusieron los declarantes fue en la parte que se refiere a la sobrecarga de censos y otras hipotecas con que estaban gravadas las haciendas de campo: [..] le consta ser cierto su contenido y el ser público el empeño de los hazendados; pues muy raro será el que no esté pencionado con tributos y muchos aun con más de lo que importan sus haziendas.

Igualmente, don Gaspar Caballero, quien enfoca la situación del lado de los mayordomos de los censos, dijo: [..] ser igualmente cierta la miseria en que se halla la ysla, siendo público que sus hacendados están bastantemente cargados de tributos y por la falta de reales se oyen comúnmente clamores de los mayordomos, y administradores de

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ellos, que los ynquilinos no satisfacen como deven sus correspondientes réditos.

A lo que añade Gregorio Pimentel que [..] por la mucha miseria que en el día ay en esta ciudad, los vezinos que tienen haziendas ni aun pueden soportar con sus frutos los réditos de las penciones a que estan afectas por no poderse juntar con real de plata.

La certificación hecha por don Domingo Lorenzo de Zevallos, Anotador de hipotecas de la ciudad de Santo Domingo y su jurisdicción, confirmaba lo dicho por los testigos. Y aun se refería a que la situación de las hipotecas era peor que la descrita en los libros, ya que estaba [..] cerciorado el anotador, de que muchísimas escripturas de sensos se hallan sin anotar, así por desidia de las partes, como por haverse pasado el término en que devieron anotarse. Y muchos testimonios traspapelados y solo pagan los réditos por la buena fee de los ynquilinos.

No pocas veces esa omisión a que se refiere el Anotador de hipotecas se debía a que los valores envueltos eran insignificantes, por lo que los contratantes consideraban que no valía la pena pagar los impuestos y derechos de una hipoteca. En lo sucesivo, la situación denunciada por los hacendados permaneció sin cambios, pues la reducción de los censos no se conseguirá sino hasta 1810, y en circunstancias totalmente nuevas, tras la reincorporación a España que siguió a la llamada Guerra de Reconquista (1808-1809), la cual puso fin al dominio francés que se iniciara en 1795 con la cesión a Francia de la parte española de la isla. Por otra parte, es un hecho que en la época colonial casi la totalidad de las haciendas de la parte española, grandes y

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pequeñas, estaban vinculadas a un tipo cualquiera de hipoteca. Esta era una práctica tradicional, mediante la cual se financiaban obras pías, que podían ser hospitales, hospicios, casas de expósitos, conventos, universidades u otras. Pero como refieren los propios hacendados, hacia el final de la época colonial tales compromisos financieros eran cargas demasiado altas para quienes apenas podían cultivar una parte pequeña de sus propiedades a causa del reducido comercio, por lo que no podían cumplir con los pagos que tales hipotecas exigían. Poco a poco, esta situación dio paso a la generalización de arrendamientos parciales y hasta precarios de esas haciendas a cultivadores en calidad de arrimados o a título de arrendamiento, a fin de rentabilizar propiedades que de otro modo no rendirían ningún fruto. Por esta vía se integró un contingente de población rural de negros y mulatos criollos al usufructo de la tierra, contribuyendo así a la expansión de una forma de vida campesina de conucos y minúsculos criadores.

Censos y capellanías eran las principales cargas que tenían las haciendas de la colonia española de Santo Domingo El hecho de que al final de la época colonial la casi totalidad de las propiedades estuviera gravada con algún tipo de hipoteca, como lo da a entender el Ayuntamiento de Santo Domingo en la información que hiciera 1767 sobre la condición en que se encontraban los hacendados de la parte española, no significa que entonces se contaba con un sistema de crédito hipotecario más o menos desarrollado. Contrario a lo que pudiera sugerir aquella información, la mayoría de estos censos constituían obligaciones cuasi perpetuas, convertidas en tales debido a antiguas deudas contraídas con ese carácter o que se tornaron incobrables, dadas las condiciones económicas en que se desenvolvía la colonia. Aquellas

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deudas, o lo que es lo mismo, el entero de su capital o principal, debían ser descontadas del valor de la propiedad al producirse la venta o traspaso de la misma a otro propietario, quien así adquiría también la obligación de continuar con el pago de la pensión a menos que la redimiese en su totalidad, cosa que podía hacer llegando a un acuerdo con el dueño (o sus herederos) del capital o censuatario. Es común encontrar ventas de propiedades donde se hace mención de esos descuentos para establecer el precio de venta de una propiedad, como puede verse en los libros de protocolos que se conservan en el Archivo General de la Nación de los últimos años de la época colonial. Igualmente se debían al establecimiento de un tipo de renta anual para determinados conventos e iglesias, que arrendaban sus propiedades en forma de censos enfitéuticos (que implicaba el otorgamiento de un derecho de uso de la propiedad, en general, territorial). Este tipo de censo resultaba muy favorable, ya que podía traspasarse a los descendientes, siempre que éstos cumplieran con el cánon, pensión o pago anual establecido por el censuatario. Ciertamente, estos casos no debieron ser frecuentes, pero no fueron pocos los que por esta vía obtuvieron un derecho a usufructuar terrenos pertenecientes al estado eclesiástico. No deja de ser curioso el hecho de este último sistema sobreviviera en algunos lugares del país más allá de la época colonial, pues, aún sea en forma simbólica, hasta hace algunos años, se conservaba entre los campesinos de Monte Plata la práctica de pagar el censo de «un peso al año» a su iglesia parroquial. Por otra parte, hallamos también, aunque en menor medida, préstamos propiamente de capitales, los cuales se hacían hipotecando las propiedades rústicas o urbanas, aunque las ejecuciones por este tipo de deudas no parece que hayan sido frecuentes. Otra forma en que también quedaban gravadas las propiedades era a través del establecimiento de una capellanía, que

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implicaba a cambio el cumplimiento riguroso de sufragios religiosos que quedaban bien especificados en los contratos. En todo caso, se trataba generalmente de mandas testamentarias en las que se procuraba, con las oraciones y misas, favorecer el tránsito, haciéndolo más leve, del alma del testador, o de algún pariente cercano, por el purgatorio. Como se ve, algunas de las motivaciones que indujeron las cargas y gravámenes, están lejos de las motivaciones económicas actuales para hacer este tipo de hipotecas, generalmente circunscritas a un interés económico. La ruina de las propiedades suponía, por lo general, la pérdida del capital y el fin de la capellanía, a menos que se restableciera la misma sobre una nueva propiedad o con un capital líquido. Efectivamente, fueron ruinas sucesivas las que tuvieron las haciendas de la parte española desde la cesión a Francia en 1795. Aunque los libros en que se registraron las hipotecas y contratos de censos de la ciudad de Santo Domingo en la época colonial se hallan hoy irremediablemente perdidos, existen algunos testimonios, tomados de éstos y otros libros, que nos permiten aproximarnos a aquella realidad un tanto distante, como hemos dicho, en la que están entremezclados prácticas económicas y mentalidad religiosa. Este es el caso de un inventario de las rentas de los conventos de esta ciudad, hecho en 1815, con la finalidad de utilizar dichas rentas para la organización y establecimiento de un seminario conciliar en la ciudad de Santo Domingo. Los datos de este inventario están tomados de los libros manuales de los mismos conventos (San Francisco, Santo Domingo, La Merced, Santa Clara y Regina), entre los que se encuentran los registros de las propiedades, censos y capellanías cuyas rentas sostenían la vida material de esas casas religiosas. Una de las informaciones más interesantes se refiere a las propiedades que tenían en arrendamiento dichos conventos al finalizar el año 1795, fecha que servía de referencia, dado

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que fue el año en que se produjo la cesión formal a Francia de la colonia española de Santo Domingo. Además, el siguiente año se inició la emigración de las religiosas y religiosos. Aunque la información se proporciona a veces en forma global, en el caso del Convento de Santo Domingo se ofrecen detalles importantes, en cuanto a las fincas rústicas que éste poseía y tenía arrendadas:

Tierras arrendadas a censo por el Convento de Santo Domingo (1795) _____________________________________________________ Arrendatario Propiedad y ubicación valor anual _____________________________________________________ de la misma Manuel Martínez Ingenio Frías. 30 caballerías: «todas de labranzas» - Hato Cerro de Cabras - Hato de Esperanza, Bayaguana Rudecindo de Castillo Hato Nuevo, Los Llanos 50 pesos Manuel Sánchez Monterías de Ycagua, Sabana de la Mar 30 pesos D. Manuel Mejía Monterías Cabeza de Toro 50 pesos Lorenzo Hato Viejo, Boyá 11 pesos Santana Hato Viejo, Boyá 11 pesos - Quita Sueño, al otro lado del río Jaina 50 pesos D. Bernardino San Mateo, Monte Plata 30 pesos Contreras Fuente: A.G.I., Santo Domingo 1110: Expediente sobre erección del Seminario Conciliar en Santo Domingo.

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Resulta significativo cómo en este pequeño cuadro aparecen los principales tipos de haciendas existentes en la parte española de la isla: ingenios, hatos, monterías, estancias y sitios. Sólo faltan estos dos últimos en la descripción citada. Ello es un indicador de la diversidad de intereses que debieron desplegar los miembros del estado eclesiástico para mantener sus respectivas comunidades y obras pías. Desconocemos por qué razón el ingenio Frías, arrendado a Manuel Martínez, no aparece con su respectivo valor de arriendo, aunque resulta llamativo el hecho de que se señalen las tierras de vocación agrícola que tenía: «todas de labranzas», puesto que podría estar sugiriendo que ya no se usaban exclusivamente para el cultivo de la caña de azúcar. Estas tierras, sin embargo, debemos considerarlas aparte, por el volumen que implica esta cantidad de 30 caballerías, es decir, unas 116 hectáreas de tierras de labor. Por lo que se refiere a los hatos Cerro de Cabras y al de Esperanza, en Bayaguana, es probable que no se encontraran arrendados en el momento de hacer el inventario de 1795. Los demás, sin embargo, lo estaban con pensiones anuales que oscilaban entre 11 y 50 pesos. Estos son pequeños censos en comparación con las cargas de 100, 200 y hasta 400 pesos que pesaban sobre otras «fincas urbanas» que figuran en el mismo inventario. Por lo mismo, el monto de estos censos habla de medianos arrendadores, que bien podían ser personas acomodadas de esas mismas localidades, ya que en varias ocasiones se refiere a dichos arrendadores como vecinos de allí. Esto tiene importancia, porque muchos de los principales propietarios eran absentistas, y vivían en la capital. Desde luego, el tipo de censo de que venimos hablando si bien no fue el más frecuente, sí revistió importancia desde el punto de vista de la actividad económica rural. Fue así como la población rural pudo ir adquiriendo un derecho de uso sobre la tierra que ya estaba sujeta a la propiedad de otros, ya fuera por merced, por compra o por herencia. Este derecho a través del censo enfitéutico o «al guitar» se convertía en un

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derecho de uso de la tierra siempre que se cumpliera con el pago anual estipulado. Y debi贸 ser una v铆a nada despreciable para acceder a un medio de vida clave para la subsistencia en el mundo rural del siglo xviii.

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Reformismo borbónico y § III. los campesinos dominicanos

Fracasaron los proyectos borbónicos en la parte española de Santo Domingo Tres fueron las principales reformas generales que se intentaron introducir en el régimen colonial de Santo Domingo español durante el período de los monarcas borbones en el siglo xviii. Todas terminaron –en nuestro país– si no fracasadas, el menos en intentos fallidos con respecto a sus objetivos reformistas. La «gracia» del «libre comercio» fue la primera de estas reformas con que la Corona favoreció a algunos puertos de las islas antillanas, Florida y Luisiana; medida al principio muy tímida y ampliada sólo tras la toma de La Habana por los ingleses en 1762. Otra reforma se refiere a la propiedad de la tierra, que Ots Capdequí identificó con un gran proyecto de reforma agraria en el siglo xviii, para lo cual se envió a los reinos americanos, en 1754, una Real Instrucción que fue puesta en práctica en Santo Domingo a partir de 1767, y poco después suspendida debido a los múltiples conflictos que provocó. Por último, la tercera remite a la propuesta de reglamentación general y reforma del régimen de la población negra de hispanoamérica, tanto esclava como libre, tema que recibió la atención de la burocracia metropolitana en el último cuarto del siglo xviii. Dichas propuestas de reformas se refieren a aspectos trascendentales del régimen colonial español y se hallan articuladas de ~ 71 ~

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manera directa al problema del fomento de las colonias que, en aquella época, tanto preocupaba a la metrópoli como a los colonos peninsulares y criollos. Por lo que toca a la libertad de comercio, aunque limitada por numerosas y menudas prohibiciones, debemos apuntar que su importancia radica en que chocaba con el viejo concepto monopólico dentro del cual se desarrollaba el tráfico intercontinental entre España y América; concepto cuestionado por las teorías económicas que abogan por el libre cambio, pero, lo que era más relevante para los árbitros de la política reformista española, por la institución del tráfico ilegal que socavaba el monopolio comercial; práctica ilícita y de jugosos beneficios –en la que estaban involucrados colonos y funcionarios de la Corona– cuyo alcance, aunque desconocido en sus magnitudes exactas, se estima generalmente en una elevada proporción del comercio oficial: Esta era la oportunidad de convertir parte de ese comercio de contrabando en comercio legal y cobrar impuestos para la Real Hacienda. En nuestro caso, la colonia se benefició con un significativo aumento en el tráfico comercial por dos de sus puertos principales, el de Montecristi –adonde llegaban los navíos del «sistema de correos»– y el de Santo Domingo –con los «navíos sueltos»– (el de Puerto Plata no sería reabierto al comercio hasta 1813); pero aun este crecimiento –alimentado fundamentalmente por los cortes de madera– se vio muy pronto frenado por otras limitaciones que afectaron la producción interna (estanco de la venta de tabaco; falta de capitales para el desarrollo de nuevos cultivos; desastres naturales; crisis del hato ganadero) y que desalentaron la llegada de más barcos a estos puertos (los comerciantes radicados en los citados puertos no eran propietarios de barcos mercantes, a excepción de Antonio de Rojas, «único comerciante de la carrera de Indias»). Aparte de otras restricciones a la navegación resultado de las guerras que enfrentaron a las potencias europeas en el Caribe en la segunda mitad de dicha centuria.

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Por otra parte, la propuesta de reforma de la propiedad enfrentaba los intereses de la metrópoli con los de las oligarquías esclavistas y/o terratenientes, en cuyas manos se encontraba el poder económico y social de las colonias. Sobra recordar que la tierra constituía el recurso más importante de poder social, así como para la producción de riquezas, y que, por tanto, la reorganización de su propiedad atentaba contra los «intereses creados» en casi dos siglos, tiempo durante el cual se habían consolidado los poderes criollos locales y, a través suyo, la dominación colonial castellana en el continente. Máxime cuando tales derechos a la tierra de los grandes propietarios (peninsulares o criollos), amparados por los cabildos coloniales, se debían a la «tolerancia» de las autoridades metropolitanas, que vieron producirse las usurpaciones privadas, hechas a costa de las «tierras realengas» que debían custodiar. En ocasión de la puesta en práctica de esta reforma en la colonia española de Santo Domingo por el oidor comisionados al efecto, Ruperto Vicente de Luyando, tuvo lugar uno de los enfrentamientos más importantes entre los representantes de la Corona y la oligarquía criolla, representada corporativamente a través del Ayuntamiento de Santo Domingo. En este caso, la Corona no aplicó la fuerza para hacer valer su autoridad; tal vez decidió, como lo más conveniente, abandonar el proyecto de reforma de la propiedad. Lo cierto es que después de 1773 no se volvió a hablar de aplicar dicha reforma de la propiedad. Tal conflicto duró cinco años y, aunque la reforma fue suspendida, le costó el puesto al oidor Luyando, quien fue trasladado a la Audiencia de Santa Fe. En cambio, se ordenó formar una Junta de Fomento que envió sus conclusiones al monarca en 1772; en respuesta a las mismas el Rey hizo algunas concesiones por Real Cédula de 1786. En particular fue muy importante la libertad de extracción de maderas, que condujo al desarrollo de «cortes de madera» que ya en esos años fueron considerados excesivamente destructivos de los bosques existentes. Un poco antes, desde 1771, se había

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iniciado la exportación de tabacos dominicanos hacia España para sustituir a los que las Reales Fábricas de Sevilla compraban regularmente en Virginia, pero, aunque la factoría de tabacos resultó un pingüe negocio para productores locales y para la Corona, en los hechos funcionó bajo el desprestigiado esquema de «estancos», ya que no era permitido comercializarlo libremente y los precios y las cantidades eran arbitrariamente fijadas por la factoría de tabacos controlada por la metropoli. A todo ello se agregaron las dificultades de la guerra, que supuso la suspensión de los situados entre 1779 y 1783 y su llegada irregular en los años subsiguientes, lo que de paso afectaba la marcha de las medidas reformistas iniciadas. Por todas partes los esfuerzos reformistas chocaban con la realidad de políticas metropolitanas muy tímidas o desacertadas, intereses creados locales y otros contratiempos, que impedían la recuperación de las Cajas Reales, a los ojos de las autoridades metropolitanas. Con tan pobres resultados para la Real Hacienda, no parecerá del todo extraño que, a la postre, en 1795, los directores de la política española tomaran la decisión de entregar la parte española de la isla para firmar las paces con Francia en la ciudad de Basilea. Pero los colonos españoles y criollos de Santo Domingo veían la situación de otra manera. Para ellos, como insistentemente lo propusieron a la Corona, las limitaciones con que tropezaba la política de fomento en la colonia tenían una causa principal: la «falta de esclavos» para el trabajo. Por eso habían reclamado, primero, dinero a crédito y rebaja de aranceles para conseguir los esclavos; y cuando se convencieron de que la corona no podía satisfacer esta demanda pidieron, como segunda opción, una reforma rural. Esta última medida estaba llamada a cambiar las formas de vida de numerosos negros y negras que se desenvolvían al margen de la sociedad colonial, desentendidos de las urgencias productivas planteadas por el fomento de la colonia. Así lo pidió el Cabildo de Santo Domingo, en 1767, al rechazar la aplicación de la Real Instrucción de

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1754 que produciría un reordenamiento de la propiedad del suelo. En este punto convergieron los intereses de la Corona con los intereses privados de los propietarios esclavistas del Santo Domingo español. Pero sólo por un tiempo. Esa coincidencia de los intereses locales y metropolitanos en la reforma de la población negra, esclava o libre, para hacerla una población «útil» a los fines del fomento que buscaban las demás reformas, es otro antecedente en el plexo de factores que llevó a la formación de un «Proyecto de Código Negro Carolino», cuya elaboración fue encargada a uno de los ministros de la Audiencia de Santo Domingo en 1783. Proyecto que fuera localizado en los archivos cubanos y publicado en nuestro país por el eminente investigador y profesor español, Javier Malagón Barceló, a quien debemos un enjundioso estudio de ese documento

Memorial revela que en el año 1767 había 29 ingenios en cercanías de Santo Domingo Un breve memorial del cabildo de la ciudad de Santo Domingo dirigido al presidente, gobernador y capitán general de la parte Española de Santo Domingo, don Manuel Azlor, revela importantes cambios en el discurso y la actitud de esta corporación que reunía a los principales hacendados y familias criollas de la colonia. Aunque no lleva fecha, como es propio de este tipo de documento, dicho memorial fue remitido en los meses finales del año 1767. No por casualidad en ese tiempo el Cabildo también se había ocupado de pedir al Rey la suspensión de una medida, sobre declaración y composición de tierras realengas, que afectaría sus intereses, a la que había dado curso el Gobernador en septiembre de ese año.

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El citado documento presenta por lo menos cinco aspectos relevantes: 1. Ofrece algunos datos sobre la situación de la industria de la caña a mediados del siglo xviii en Santo Domingo, antes de iniciarse la política fomentalista propiciada por la metrópoli. 2. Realiza un breve diagnóstico de la situación de la colonia española, ubica el problema del fomento de la producción en la «falta de brazos» o de la mano de obra esclava, para la mayor explotación de sus riquezas; y pide facilidades para adquirir negros esclavos. 3. Muestra un cambio en el tipo de petición, pues en lugar de solicitar permisos para «sacar» ganados o vender otros productos a la colonia francesa del oeste, como se acostumbraba se plantea el fomento y exportación a la metrópoli, valiéndose de comparaciones con los frutos que produce la colonia francesa en un menor territorio. 4. Supone un cambio de actitud en cuanto asume el discurso reformista metropolitano. 5. Reconstruye el mito de la «grandeza» de la isla a través de la referencia a la antigua riqueza azucarera del siglo xvi. La letra de dicho memorial se reproduce a continuación: Señor Presidente, Governador y Capitán General. El cavildo, justicia y regimiento de la ciudad de Santo Domingo de la Ysla Española, reconocido y animado del singular amor que Su Majestad en las providencias que desde su gloriosa aclamación se ha dignado conceder a estas yslas de Barlovento manifestando en todas ellas el deseo de su fomento en el cultivo de la agricultura y estimable futuro de azúcar, estimula su amor a la Patria e intereses de Su Majestad a proponer a Vuestra Señoría el modo que premedita

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al poner esta decaída ysla en estado correspondiente a las afectuosas intenciones de Su Majestad que Dios guarde. Notoria es la fertilidad del terreno de toda ella para la producción de azúcar, tavaco, cacao, añil, café y algodón. Buena prueba es las conciderables cosechas que de estos géneros cojen los franceses en la parte que ocupan, que sobrepujan a todos los que producen nuestros dominios lo mismo sucedería en la mayor extención que mantenemos si se penetrase a fondo el motivo de su poco adelantamiento y el remedio del formal fomento de ella. La experiencia nos haze ver que sus vezinos sin el soberano amparo jamás arribarán a restablecerlas, antes bien continuando su decadencia se haze tanto más sencible quanto más se representa la grandeza y cultivo que en otros tiempos gozó, pues sin contar los molinos de azúcar movidos por bestias, numeraba veinte y tres de agua que producían tanta azúcar que con otros frutos surtían los reynos de España de que sólo nos han quedado en sus bestigios la memoria para mayor sentimiento. En el día subsisten en las inmediaciones de esta capital diez y ocho yngenios de fabricar azúcar con treinta y cinco o quarenta negros cada uno, equipados de las ofizinas precisas y correspondientes utencilios para su lavor, como Vuestra Señoría ha visto en los tráncitos que en algunos de ellos ha [h]echo durante su visita de la Ysla, faltos únicamente de los negros que se requieren para lo que tienen trabajado, por cuya falta producen tan solamente de veinte a veinte y dos mil arrobas de azúcar anualmente, quando pudieran acender sus cosechas a setenta mil si sus dueños lograran doblar la fuerza de operarios. Onze yngenios más yacen en estas cercanías que por tener de doze a quinze peones cada uno y ocupar la fábrica de azúcar mayor número, se dedican a hazer mieles o melao: que si les duplicasen las fuerzas de negros darían de ocho a diez mil arrobas de azúcar anualmente, con cuyas dos partidas aseguraba la

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ysla cargar los barcos de la Real Compañía y los registros de España, que se irían aumentando en esta carrera a proporción que la ysla fuera floreciendo. El fomento de esta fuerza es impracticable en el pre sente estado de la ysla, no por falta de provisiones para introducir negros, que Vuestra Señoría en virtud de reales órdenes ha franqueado quantas se le han presentado, sí por la deficiencia y necesidad de dinero y frutos que tienen los hazendados, pues es notorio que el que más se avanza después de defalcados los presisos gastos de su familia y hazienda es a la compra de uno o dos negros en dinero al contado o en frutos sobrantes, cuya pequeña mexora sólo es considerable para el reemplazo del peón que muere o embexese. En esta sencible cituasión solo Su Majestad puede consolarla hasiendo a esta ciudad la gracia de remitirle, mil quinientos negros de su cuenta en tres años consequtivos a razón de quinientos negros en cada uno por que a disposición de Vuestra Señoría se vendan a los precios acostumbrados entre los hazendados de arraigo presisamente fiados, por un año, el qual cumplido y no pagado deverá de redituar un dos y medio porciento hasta su efectiva paga: y estendiéndose la real liberalidad de Su Majestad a revelar los frutos de esta ysla que sacaren para España de los reales derechos pertenecientes a Su Majestad por tiempo de veinte años. Concidera este Ayuntamento esta gracia y merced como la única que puede, según el estado de la ysla, con eficasia, hazerla revivir en los preciosos frutos de azúcar, tavaco, cacao y añil, cuyos estimables ramos se atraerán el comercio de España lográndose por este medio lo que no se ha podido con sumas grandes de dinero que se han gastado en familias de ysleños para poblar la ysla, como se deve. La abundancia de frutos de un país entre las muchas ventajas que trae a su soberano no es la de menos considerazión. La de fácil modo de poblar, así se esperimenta entre los

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estrangeros que por este medio forman con la mayor azelerazión en cuatro días una rica colonia. Prueba de esta reflección es la ysla de Santa Cruz y otras de esta América que abrá pocos años sólo eran conocidas de los pilotos por el estudio de sus cartas y oi sin otro más auxilio que el de proveer su soberano de los negros que necesitan sus havitantes en la misma conformidad que lleva propuesto este Ayuntamiento a Vuestra Señoría; contribuye con los derechos correspondientes a doze navíos que salen cargados de azúcar anualmente de un puño de tierra estéril como lo es Santa Cruz y San Thomas, a vista de esto, ¿qué no podemos prometer con iguales auxilios de la ysla que con propiedad puede llamarse la fecunda madre del azúcar, tavaco y añil? Así la estiman los estrangeros, no es de admirar la condición tanto. En esta atención: A Vuestra Señoría suplica esta Ciudad, conceptuando esta fiel representación como único y eficas remedio para el fomento y restablecimiento de la ysla en su antigua lavor de azúcar y demás frutos propuestos y arreglada a lo que Vuestra Señoría tiene visto y esperimentado en la inspección y visita que ha practicado en ella se sirva corroborarle poniéndola a los reales pies de Su Majestad con lo más que Vuestra Señoría tuviese por conveniente al fomento de estos decaídos paízes. Antonio Dávila Coca y Landeche Phelipe Guridi Joseph de Guridi y Concha Antonio Caro de Oviedo Domingo de la Rocha Bastidas Agustín Girón Nicolás de Heredia

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Manuel de Heredia Por ciudad: Esteban López de Vrtiaga, escrivano real, público y de cavildo.

Quejas por falta de brazos de la población campesina fueron comunes en el período colonial tardío Ya en la última etapa de la época colonial, los hacendados de la parte española de Santo Domingo pidieron a las autoridades metropolitanas se les concediese créditos y exenciones de impuestos para la introducción de esclavos negros a fin de suplir con mano de obra apropiada la transformación de sus haciendas. Esta era la manera de favorecer el fomento de plantaciones de productos tropicales, al estilo de las existentes en las colonias francesas e inglesas del Caribe. Concretamente, este fue un reclamo reiterado del Ayuntamiento de Santo Domingo desde 1767. Este argumento aparece en casi todas las intervenciones del Ayuntamiento donde trata del fomento de la colonia, así como en peticiones individuales de propietarios de la isla, muchos de los cuales estaban vinculados a esta corporación. Es el caso de la Junta de Fomento mandada formar en 1769 mediante Real Cédula, donde además del Gobernador, la Real Audiencia y la Real Hacienda, fue consultado el Cabildo de esta ciudad, y cuyas conclusiones fueron remitidas a la metrópoli en 1772. Allí se proponía constituir haciendas de añil, café, tabaco, cacao, azúcar y otros productos tropicales. La idea de volver a convertir a Santo Domingo en una colonia de plantación estuvo presente en un grupo de propietarios esclavistas, que vieron en ello la oportunidad de dar un salto que los acercaría a la riqueza, entonces mitificada, de los primeros tiempos coloniales.

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Para ello, sin embargo, no eran suficientes las medidas hasta entonces emprendidas por la metrópoli. Las pequeñas aportaciones de población canaria, muchos de cuyos integrantes no tenían vocación agrícola, y de otra parte, los aportes en esclavos del asiento, los procedentes de la actividad corsaria o los escapados de la colonia francesa que recibía la parte española, resultaban mínimos con relación a las necesidades de una economía de plantación. En general, sobre esta base se formó la querella de la «escasez de mano de obra», las quejas sobre la «falta de brazos» expresadas por diferentes hacendados, independientemente de que fuera o no real esta necesidad. Los factores mencionados siempre son la corta población de la colonia, la pobreza general por la falta de comercio y la esperanza de transformar con la mano de obra esclava los campos vírgenes de la isla en grandes plantaciones. Ya en 1769 el Cabildo daba cuenta de la necesidad de población esclava para servir en las haciendas, al margen de la población de negros libres que existía en la isla, los cuales desde la gobernación de Manuel Azlor (1760-1771) comenzaron a ser perseguidos y obligados a trabajar en las cercanías de las poblaciones. En una carta fechada el 29 de octubre de 1769, la citada corporación edilicia expresaba su punto de vista respecto a los vividores en los campos: No tenemos que querellarnos de la desidia y pereza de los naturales, ni pretendemos escusarla, ni las abonamos, pero lo cierto es que aunque a todos los vagantes y nuevos aplicados se obligase al trabajo, como éstos son en corto número, sería también corto el adelantamiento.

Con esto último los miembros del cabildo santodominguense daban a entender la inutilidad de los esfuerzos hechos por los gobiernos de la colonia. De acuerdo con el criterio expuesto por el Ayuntamiento, las persecuciones llevadas a cabo por

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Azlor, continuadas luego en los gobiernos de José Solano y Bote (1771-1778) y de don Isidro Peralta y Rojas (1778-1785), quien las reglamentaría por medio de una Ordenanza, no iban a significar un paso de avance en la transformación de los cultivos. Para ellos lo que iba a marcar la diferencia dependía de la introducción masiva de esclavos. Pero el citado Cabildo modificará poco más adelante su actitud respecto a los pobladores de la ruralía. La otra cara de aquel reclamo lo constituye el proyecto (o utopía) de los hacendados agrícolas de convertir a la parte española de la isla en una colonia de plantación a semejanza de la colonia francesa del oeste. Una expresión privilegiada de ese proyecto se halla en la conocida obra Idea del valor de la isla Española, del hacendado y racionero criollo Antonio Sánchez Valverde, quien asumió el papel de portavoz de los intereses de los propietarios fundamentando sus reclamos de esclavos y comercio para el fomento de la colonia. Aunque dicha obra fue aprobada por el Consejo de Indias y se publicó en 1785 en Madrid, sus propuestas fueron apenas tomadas en cuenta por las autoridades metropolitanas. Para este autor, la causa por la que la parte española de la isla era menos poderosa económicamente que su vecina colonia francesa radicaba, principalmente, en la diferencia de potencia que significaba la población esclava, de más de 400,000 en esta última frente a unos 12,000 en la primera. Llama la atención, no obstante, el hecho de que doce años después de las conclusiones de la Junta de Fomento, los hacendados estuvieran dispuestos a aceptar las persecuciones de los negros libres, como se deduce de las respuestas de algunos miembros del cabildo de Santo Domingo a la información hecha por el oidor Emparán para elaborar el Proyecto de Código Negro de 1784. Tal cambio de actitud podría estar asociado al convencimiento de que la Corona no estaba dispuesta o en condiciones de obtemperar a sus demandas de créditos y exenciones para la

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introducción de esclavos. Es así como los mismos propietarios de la isla se replantearon el problema de la reforma rural con vistas a reducir a un sistema de cuasiesclavitud a la población dispersa de negros y mulatos libres. Por eso, al lado de la querella por la falta de brazos, desarrollaron toda una mitología de la indolencia de los habitantes rurales de origen africano, con la que estigmatizaron a la población campesina no inserta en la economía comercial de la colonia.

Gobernador Solano y Bote fue proclive a la expansión del comercio de tabaco con España Entre 1771 y 1776 la colonia española de Santo Domingo vivió un período de auge en sus exportaciones de tabaco hacia la metrópoli. El origen de este flujo estuvo en la autorización Real para hacer tales exportaciones, la que llegó con el envío del situado en 1765 de los primeros 25,000 pesos destinados a la compra de la hoja. Desde el punto de vista metropolitano esta decisión obedecía a un doble propósito: la de realizar en Santo Domingo «un proporcionado experimento» con los tabacos de la isla y, lo segundo, tener un respaldo para el suministro de la hoja para las reales fábricas de Sevilla, en lugar de depender del tabaco de las colonias inglesas de Norteamérica. Considerando la importancia que tomaba el cultivo de la hoja aromática en la colonia española, los gobernadores venían solicitando desde años atrás que se permitiera el comercio de su producto con la metrópoli. La ocasión para esta solicitud se presentó con la prolongación del dominio británico sobre el puerto de La Habana en 1762-63, que interrumpió momentáneamente el flujo de la hoja cubana para suplir las necesidades metropolitanas; lo que de alguna manera reconvino a las autoridades españolas a tratar el asunto, dando por resultado la mencionada autorización de 1765.

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Tardó bastante más tiempo el inicio de este comercio debido a que no se mandaron a tiempo desde España las instrucciones para la formación de la factoría y el orden que debía seguirse en este negocio. Los envíos de tabaco desde Santo Domingo comenzaron en 1771 y no dejaron de crecer a grandes pasos. Le siguieron préstamos para la compra de esclavos y otros beneficios y ayudas para los productores. Llegaban muy buenos informes desde las reales fábricas de Sevilla sobre la calidad de la hoja dominicana, la que se consideraba de igual calidad que las mejores del partido de La Habana, aunque siempre se hacían reparos en relación al mejor tratamiento de la hoja para que se recibiera en óptimo estado en la península. Comenzaba así una época de bonanza para el comercio legal del tabaco dominicano. En la cresta de este movimiento expansivo, el gobernador don José Solano y Bote escribe entusiasmado una proposición que por sí misma es una muestra de la magnitud y la valoración que para él tenía dicho comercio. Se trata del establecimiento de una factoría en Santo Domingo que respondiera a las necesidades del estanco oficial para el comercio del tabaco, cuyas proporciones futuras describe en los siguientes términos: [...] viendo que los tavacos de esta Isla precisan ya el concepto de tan buenos como los más excelentes de la de Cuba algunos, y los demás el de buenos para cigarros, y con lo que va aumentando mucho la siembra, y vendrá a ser un ramo de consideración muy en brebe; me ha parecido informar a Vuestra Excelencia que podrá proponer se destine a esta casa de gobierno y Audiencia a factoría de tavacos y el casi arruinado Palacio del Almirante proprio del Exmo. Señor Duque de Veragua, hermano de Vuestra Excelencia, a casa de aquéllos oficios, reedificándose de quenta de la Real Hacienda y con el requisito que Vuestra

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Excelencia tuviese a bien prevenirme. Su composición o avilitación costará a lo menos doce a quince mil pesos[...].

Dicha proposición se encuentra en una carta que dirigiera dicho gobernador a don Pedro Fitz-James Stuart y Colón, marqués de San Leonardo, fechada en Santo Domingo el 26 de enero de 1774. Sin embargo, el panorama auspicioso que entonces veía el gobernador Solano no iba a durar mucho tiempo. Aparecieron dificultades, allá y aquí, que impidieron muy pronto el desarrollo de esta nueva industria. En primer lugar, la orden dada en 1775 de limitación de las siembras, para reducir la cosecha a unas 12 mil arrobas de la hoja, que prolongaba en cierto modo las concepciones monopolistas hasta entonces predominantes en la península; a ello se agregaron, en 1776, las protestas de los cosecheros dominicanos que pedían igual tratamiento para su producto que el tabaco cubano en términos de precios. Lo que se agravó más tarde, en 1782, cuando se empezó a pagar la mitad del valor en papel moneda. A partir de 1779, año en que termina el mandato del gobernador Solano, los cosecheros de tabaco se encuentran sin estímulos para continuar sus siembras, y el tabaco vuelve a entrar en la órbita del contrabando hacia la colonia francesa del oeste. Ya para entonces, la propuesta de formar una gran factoría de tabacos que ocupara el espléndido edificio de la Real Audiencia, no era más que una fantasía del gobernador Solano, quien sin duda había contribuido –como el que más– a incorporar la industria del tabaco de Santo Domingo a la economía legal del imperio español.

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Inquietud rural y persecución de «vagos» precedieron el proyecto de código negro Un año antes de que se enviara a la parte oriental de la isla Española la Real Orden del 23 de septiembre de 1783 que mandaba formar un código para «el gobierno moral, político y económico de los negros de aquella isla», el gobernador de ella, don Isidro de Peralta y Rojas, había escrito a don José de Gálvez –Ministro de Indias de S. M.– sobre las disposiciones que había tomado para enfrentar lo que él denominaba «la peste de gente ociosa» que azotaba la colonia española. En su carta fechada en Santo Domingo el 10 de septiembre de 1782, dicho gobernador se refería no sólo a los desertores y otros matriculados de la tropa, «sino también de los bagos y malentrete­nidos en este districto», término genérico con que hacía alusión a la multitud de negros libres que vivían dispersos en los montes y valles despoblados de la parte española de la isla, aislados o casi aislados del contacto e intercambio con los centros urbanos y haciendas rurales de los colonos españoles y criollos. A fin de poner coto a esta situación que estimaba perjudicial para la tranquilidad de la colonia, el gobernador Peralta y Rojas, de común acuerdo con el oidor decano de la Real Audiencia de Santo Domingo, don Luis de Chávez y Mendoza, formó un reglamento de once capítulos, enviándolo luego a todas las justicias de los pueblos del interior. Dicho reglamento se confeccionó de acuerdo a los capítulos de la «Real Ordenanza de Bagos de esos dominios» (de España) del 7 de mayo de 1775, que estaba dirigida a contener los brotes de bandolerismo en la península. No obstante, el reglamento confeccionado a partir de dicha Ordenanza de Santo Domingo, implicaba una política distinta a la aplicada hasta entonces por la Corona española en los

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reinos americanos, particularmente en casos similares al que se aplicaba dicho reglamento. En efecto, desde el siglo xvii el procedimiento más socorrido en tales casos había sido el de reducir a pueblos los tales negros y mulatos libres que vivían dispersos. Así se mandó al Virrey de Perú y a la Audiencia de Panamá por sendas reales cédulas fechadas en Madrid del 10 de abril de 1609 y del 26 de marzo de 1638, respectivamente. Por ejemplo, en la última de estas cédulas, el Rey mandaba puntualmente: En quanto a lo que decís de los negros, mulatos, zambos y mestizos, hombres y mujeres libres que andan[...] sin oír misa ni confesar ni bautizar los hijos que les nacen y siendo ocasión de hurtos, robos y otras inquietudes, os ordeno y encargo mucho que con tanta atención como el caso pide [...], dispongáis lo más conveniente para quietar esa gente y que se reduzca a religión y vida política.

Atendiendo quizás a este criterio de la Corona y del Consejo de Indias, los jueces del más alto tribunal de la Española se inclinaron por adoptar tibiamente el reglamento mandado guardar por el Gobernador. Aún más: llegaron hasta criticar sus disposiciones considerándolas «oprecivas de la livertad de estos naturales». Sin embargo, no se decidieron a resistirlas,­ mediante un recurso de fuerza, como tenía facultad para hacerlo dicha Real Audiencia. La fría acogida que recibieron los capítulos sobre persecución de vagos por parte de los oidores, dio motivo a la queja expresada por el Gobernador al ministro Gálvez, pues según menciona en la citada carta, las justicias ordinarias por causa de la Real Audiencia «solo han condenado dos bagos» desde que comenzó­a aplicarse el reglamento. Se quejaba además de la falta de correspondencia con sus esfuerzos, ya que los miembros de ese tribunal no parecían tomar en cuenta que

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muchos de los reos habían sido traídos a esta capital desde lejanos parajes «[...] vencidas mil dificultades de aspereza de caminos, desproporción de cárzeles y recursos para su segura conducción». Peralta y Rojas trató de justificar la medida frente al Ministro de Su Majestad indicando los buenos resultados de la misma: «[...] ha surtido el saludable efecto de tener acopiada en las tres cabezas de partidos alguna gente baldía que vivía del contrabando, del robo y rapiña[...]». Subrayó en su argumentación que «convenía purgar de la Ysla» toda esa gente ociosa, señalando lo apropiado de que engrosaran los navíos de una escuadra de guerra española que se hallaba surta en la costa noroeste de la colonia, cuyo comandante general había solicitado desertores y otros vagos al gobernador Peralta y Rojas. No sabemos por cuanto tiempo se aplicaron los capítulos sobre persecución de «vagos» dados en 1782 y que en poco tiempo lograron la captura de «alguna gente baldía». Esta «gente baldía» eran precisamente los negros y mulatos libres a que se refieren numerosos informes y testimonios de la época; gente que es tildada de vaga debido a su modo de vida silvestre y disperso. Es probable que la Real Cédula de 1789 sobre el buen gobierno de los negros dejara sin efecto aquellas medidas, pero también sabemos cómo fue resistida esta última cédula hasta impedir su observación. De todos modos, la medida del Gobernador y la oposición de la Audiencia constituyen un precedente de la orden real que mandó formar un proyecto de Código Negro en 1783. Y más allá de esto, la persecución así iniciada de la «gente baldía» debió convertirse en un ingrediente importante de la creciente agitación rural en los campos dominicanos a finales del siglo xviii.

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Instrucciones ordenaron persecución de vagos en la parte española de la isla de Santo Domingo Aunque en América eran conocidas desde el siglo xvi disposiciones gubernativas contra los vagabundos y ociosos, las «ynstrucciones» dadas en la colonia española de Santo Domingo en el año 1782 –ajustadas a lo estipulado por la Ordenanza sobre Vagos de 1775 para los reinos de España– significaban un giro especial en la normativa de Indias, por cuanto incluían entre los «vagos» no solo a desertores de la tropa y a individuos de «mal vivir» –como era la costumbre–, sino también a grupos sociales de negros y mulatos libres que habitaban los campos despoblados de la parte española de la isla. Estos últimos desarrollaron durante el siglo xviii un modo de vida basado en una economía natural, recolectora y cazadora, acompañada de una precaria agricultura de conucos y botados. De esta manera la mencionada instrucción vino a agravar el clima de intranquilidad de los miles de campesinos que vivían dispersos en las extensas zonas baldías del interior de la colonia española de Santo Domingo. Y resultó así porque ellos –además de sus familias, basadas sólo en uniones consensuales no reconocidas por la legislación vigente– eran en primer término los afectados por las medidas que el gobernador mandaba observar en toda la parte española de la isla. El documento que contiene dichas «ynstrucciones», al cual ya nos referimos, se conserva en el Archivo General de Indias, y permanece inédito. A continuación transcribimos los once capítulos del mismo: Ynstrucción a que deverán arreglarse las justicias en el recogimiento de bagos ociosos y malentretenidos que existan en sus respectivas juridiscciones. Art. 1ro. Los alcaldes ordinarios de cada pueblo comenzarán a practicar la leba o recogimiento de los bagamundos

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el día después que recivieren la orden de este superior gobierno tomando los ynformes secretos de personas fidedignas en aquel día y formalizando sus deposiciones judiciales al inmediato con el escrivano de cavildo y en su defecto con dos testigos de asistencia. Art. 2do. Serán reputados por bagos todos aquellos a quienes no se conociere oficio, aplicación a algún exercicio honesto de que puedan mantenerse sin distinción de naturales o forasteros, blancos, negros o mulatos, todos los que precedido el ynforme secreto, serán detenidos en la cárzel con la mayor custodia procurando las justicias de seguridad y la menor opresión que sea compatible con ella. Art. 3ro. Verificado el arresto, o detención, se procederá a extender las declaraciones con citación del Síndico Procurador donde lo huviere y en su defecto con la del regidor más antiguo y hecho el examen de dos o tres testigos se tomará su confessión al arrestado y concederán tres días para exepcionarse y justificar sus exepciones, los quales pasados se determinará definitivamente declarándolos bagos o absolviéndolos, según resultase de la sumaria. Art. 4to. Las excepciones deverán contraherse a cierta ocupacíón o exercicio señalando el maestro en cuia casa trabajan, dueño o cultivador de la Estancia, yngenio, o labranza, a quien ayudaren en su labor y beneficio; menor edad de doze años, justificada por el aspecto y prudente ynspección de su rostro, estatura, o achaque, que evidente y manifiestamente lo inhaviliten para servir en los navíos de S. M. Art. 5to. Providenciada la sentencia declaratoria de bago, se executará sin embargo de apelación o recurso, notificándose

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al ynteresado, a su padre, amo, o maestro, y al Procurador Síndico o rexidor en la forma prevenida y siendo absolutoria, se hará también la notificación a los mismos y dará testimonio al Procurador Síndico, o rexidor para que pueda reclamar a favor del público agravio de dicha Sentencia si lo huviere, pero también en este caso se excecutará la sentencia, sin embargo, de cualquier apelación poniéndole en livertad. Art. 6to. La edad de dose hasta sinquenta (años) será la que deba regularse más o menos al prudente arvitrio de las justicias, según estimaren apto al bago para servir en los distintos exercicios de los navíos de S. M. Art. 7mo. Dada la definitiva a todos los bagos de cada districto con certificaciones de su condena a servir a S. M. en su Real Armada a disposición del Exmo. Sr. Comandante General don Josef Solano, sin que dicha condena en los bagos y ociosos sea reputada por infamante, ni obste, a los que concluido su servicio se restituyeren a los pueblos de sus domicilios con las correspondientes lizencias, para que puedan allí obtener los oficios de rrepública y demás [h]onoríficos, se conducirán con la suficiente escolta y entregarán en la cárzel a las justicias de la cabeza de partido en donde esperarán las órdenes de este govierno, para la remisión a su destino, y los gastos moderados que se hicieren en dicha conducción desde el pueblo de su domicilio hasta el de la cabeza de partido, incluyendo en ellos un real diario, que se les dará su manutención en los días que estuvieren arrestados, se sacarán de qualquier multa que hayan echado las justicias o haya proporción de echar en aquellos días, y por defecto de este arvitrio del fondo de propios y por vltimo haciéndose repartimiento a los vezinos, manejándose en todo con la cuenta y razón que corresponda.

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Art. 8vo. De ninguna manera sean incluidos en la leba los casados que vivieren con sus mugeres, pues si tuvieren algunos vicios, deverán ser procesados en la forma ordinaria. Art. 9no. Las justicias de Samaná y Sabana de Mar, Higüey y Seybo y San Carlos embiarán a esta capital como a cabeza de partido sus recogidos, y declarados por bagos, y lo mismo executará el comandante de las armas de Bany, a quien –por no haver justicia ordinaria de inmediata residencia– se le da la comisión por este govierno; y las justicias de los Llanos, Bayaguana, Monte Plata, Cotuy, Vega, Monte Christi y Puerto Plata, remitirán a Santiago; y los pueblos de la vanda del Sur: Azua, San Juan, Neyba, Bánica, Caobas y San Rafael, reconocerán por cabeza de partido a la villa de Hincha, a cuias justicias se les remitirán los bagos por las de los pueblos que ban mencionados, desde cuias cabezas de partido todos los gastos que se hicieren en la conducción de destinados, hasta su efectiva entrega será de cuenta de la Real Hazienda, como gastos de reclutas. Art. 10mo. Concluidos los autos de leba se remitirán por compulsa a la Real Audiencia con fee negativa de no quedar otros, a fin de que se examine en la Sala el procedimiento de la justicia, si han guardado en él la forma substancial o si han faltado, en cuio vltimo caso siendo con malicia, sufrirán dichas justicias malas resultas de su pasión y depravada malicia y serán condenados a la indemnisación de gastos, daños y perjuicios. Art. 11mo. Por el temor y sospecha de que sean desertores de los navíos de S. M. serán comprehendidos en esta leba todos los que huvieren venido sin pasaporte ni lizencia a los pueblos desde el mes de marzo próximo sin distinción de españoles europeos o americanos y sin diferencia de negros o blancos.

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Santo Domingo, diez y ocho de junio de mil setecientos ochenta y dos. Ysidro de Peralta y Roxas = Luis de Chaves = Francisco Rendón Sarmiento, secretario de Cámara y Gobierno.

Informe del siglo xviii pedía reglamentar explotación de los bosques en la isla La relación sobre la parte española de la isla de Santo Domingo y los medios para su fomento redactada por el oidor Pedro Catani, decano de la Audiencia de Santo Domingo, fechada el 15 de noviembre de 1788 y dirigida al Ministro de Su Majestad, don Antonio Porlier, contiene un resumen de los principales problemas agrarios que confrontaba la colonia. Empieza refiriendo la despoblación de la misma como el marco en que se desenvuelven limitadas, cuando no precarias, explotaciones económicas. Distinguen siete actividades económicas en las que se ocupa su población: las haciendas de ganado o hatos, que constituían la principal riqueza; algunos ingenios de azúcar; algunos trapiches para fabricar aguardiente de caña; pocas haciendas de cacao; el cultivo de tabaco; la explotación de la caoba; todas estas actividades en manos de propietarios grandes y medianos del país. Por último, el cultivo de frutos del país, al que se dedicaban los sectores más pobres. Pese a que el informe considera, en general, que la colonia no estaba rindiendo todo el beneficio económico que de ella se podía esperar, llama la atención la preocupación manifiesta del autor sobre la indiscriminada explotación de los bosques, especialmente de la caoba. Esta era la principal novedad del informe. Importa destacar que la visión de Catani sobre el problema tiene como sustrato el pensamiento económico de la

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época. La doctrina fisiocrática planteaba que los recursos ofrecidos por la naturaleza constituían la base de las riquezas que la agricultura procuraba a la sociedad, de manera que el orden en la explotación de tales recursos debía jugar un papel relevante en el futuro desarrollo de las riquezas de un país. Antes de hacer sus señalamientos críticos, Catani pondera los elementos que hacían apetecible al comercio metropolitano y extranjero este árbol maderable: La cahova, fruto precioso que la naturaleza ha dado a este continente, es abundante. Su bondad, calidad, longitud y latitud de los palos lo hacen estimado y apreciado de las naciones.

Hacía apenas dos años que, mediante Real Cédula del 11 de abril de 1786, la corona había autorizado la libre extracción de la caoba en la colonia para favorecer su fomento. En su informe, el oidor de Santo Domingo resalta cómo las consecuencias de esta medida estaban acarreando graves inconvenientes para la economía de la isla al afectar al real erario y provocar la ruina de los bosques. Entre las causas citaba tanto el comercio clandestino como el afán de enriquecimiento de los propietarios que disfrutaban de concesiones para su explotación: «Han abuzado los naturales hasta ahora de esta gracia, de tal modo que los medios que se valen caminan a la destrucción de este fruto». Apoyaban su juicio en los siguientes argumentos: Se ha concedido de algunos años a esta parte, un número conciderable de cortes que a toda fuerza se trabaja en desmontar los abundantes montes de esta especie que se hallan inmediatos a los ríos y costas del mar. Su extracción se hace no sólo por los medios lícitos del comercio, por los barcos españoles, sino también por los

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del contravando, así por éstos, como por los extrangeros, que concurren a la costa ha cargar de maderas prontas y listas para transportarlas[...]. De esto nacen muchos inconvenientes. El perjuicio de los derechos correspondientes al Real Erario en la extracción clandestina; el perjuicio a los mismos extractores y vendedores aun por los medios lícitos, porque la abundancia del fruto disminuye su estimación y valor. El deceo de ganar dinero les induce ha cortar toda especie de palo que faltándoles aquellas dimensiones de longitud y latitud que les da su principal estimación, no sólo pierden su vtilidad y su trabajo, sino que hacen perder el buen concepto que se merece su excelente especie. Otro inconveniente de más bulto: La multitud de los cortes es destructiva de este vegetable. A pocos años no se hallará palo útil en las inmediaciones de los ríos y del mar [...]. Un palo cortado de esta naturaleza para ponerse en estado de perfección necesita un siglo para reproducirse.

Razones de peso, muy atendibles a juicio de su autor, quien pedía que se reglamentara la actividad de los cortes para impedir la destrucción de esta riqueza: Estos inconvenientes –concluía– sólo pueden evitarse poniendo el govierno su atención en reducir los cortes a cierto número y paraje y no permitiendo a sus propios dueños la total destrucción de ellos, sino un limitado uzo para su beneficio y provecho.

No obstante la gravedad de esta preocupación –la cual debió ser compartida por las principales autoridades de la Audiencia, entonces encargadas del gobierno interino de la colonia–, el informe fue recibido fríamente en la corte. Hasta el punto que se ordenó acumularlo al expediente sobre fomento de la Isla Española, que pendía en el Consejo, sin otra observación

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que la frase «no añade nada» con relación al estado de la colonia. Antes de cumplirse un siglo desde la redacción de este informe pidiendo la limitación de los cortes de caoba, Pedro Francisco Bonó describía la situación existente en 1876: «[...] la caoba, agotada en los puntos de fácil embarque[...], es de pocas dimensiones [...]» y calificaba la extracción de maderas como «industria que no debería llamarse productiva, sólo destructiva[...]».

Reformismo esclavista borbónico: un esfuerzo tardío La reforma del régimen «político, económico y moral» de la población negra, esclava y libre, en los dominios españoles de América fue la última de las reformas de mayor trascendencia intentada durante el siglo xviii por la Corona española. Por lo menos tres grandes intentos terminaron en las gavetas de los ministerios y del Consejo de Indias. El primero fue ordenado por Carlos III mediante decreto del 9 de mayo de 1776, que mandaba formar un nuevo Código General a una Junta de Leyes, integrada por seis prominentes juristas, entre los que se hallaban don Antonio Porlier, futuro ministro de Estado y del Consejo de Indias, y don Joseph Pablo Agüero, quien había sido fiscal de la Real Audiencia de Santo Domingo y entonces servía en el Consejo de Indias. Este primer proyecto avanzó muy despacio y finalmente fue abandonado tras los grandes acontecimientos antiesclavistas que cerraron aquella centuria. Mientras se preparaba aquel Código General, se creyó oportuno adoptar alguna normativa provisional. De ahí que el ministro del Rey don Joseph de Gálvez solicitara a las autoridades de Santo Domingo la formación de un Código Negro «para el gobierno económico, político y moral» de los negros,

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a la manera del Código francés (existente desde finales del siglo xvii). La Real Orden del 23 de diciembre de 1783 estaba dirigida al gobernador, don Isidro de Peralta y Rojas, pero el jurista encargado de su cumplimiento fue el vasco Agustín Ignacio Emparán, como lo mostró en su día el profesor Malagón Barceló. Este constituye el segundo intento de reglamentación general de la predicha población negra de hispanoamérica. Como señala la historiadora Rosario Sevilla, el Proyecto de Código Negro fue aprobado por la Corona, aunque nunca se promulgó. Si bien no precisa las causas de esta suspensión, la historiadora española las atribuye a la oposición de las familias poderosas de Santo Domingo, argumento que parece poco convincente para muchos investigadores. Un tercer intento del reformismo esclavista fue el que se plasmó en la «Real Cédula sobre educación, trato y ocupaciones de los esclavos en todos sus dominios de Indias e islas Filipinas», conocida como «Instrucción sobre esclavos de 1789». La redacción de este instrumento estuvo a cargo del ministro don Antonio Porlier, quien estuviera trabajando en la Junta de Leyes nombrada por Carlos III. No obstante lo resumido y poco novedoso de esta Instrucción, por cuanto se recogían muchos elementos dispersos de la normativa entonces vigente, algunos de sus capítulos provocaron reacciones vigorosas de los principales cabildos hispanoamericanos los cuales solicitaron la suspensión de la misma, ante la amenaza de una sublevación general de los esclavos. Las protestas desde Caracas, La Habana, Luisiana, Santo Domingo y Tocaima (en el Nuevo Reino de Granada, hoy Colombia) son mencionadas en la Resolución del Consejo de Indias del 17 de marzo de 1789, que manda «suspender los efectos de la Instrucción de 1789». No deja de llamar la atención a cualquiera que se acerque con detenimiento al punto, el hecho de que, durante casi tres siglos, los negros y las negras arrancados del África no contaron en su forzado destino con una legislación general que reglamentara su explotación y protegiera a esta población

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de los abusos y atropellos a que estaban expuestos; ya fuese ajustada a la condición de esclavos con que inicialmente eran traídos a servir en estas tierras americanas, ya a la condición de manumisos o libertos que alcanzaron muchos de ellos y ellas posteriormente –en virtud de haber comprado su libertad, o por los servicios hechos a sus amos o a la Corona–. Incluso el aspecto que recoge la Recopilación de Leyes de 1681, sobre el tratamiento que debían recibir los negros sublevados en Panamá en la última parte del siglo xvi, tomada de las reales cédulas que se dieron entonces, se refiere más a la parte punitiva del comportamiento de los esclavos y no a la reglamentación de su vida y costumbres. Esto último se dejó siempre a los gobiernos locales, aun cuando debían contar con la aprobación real para su observación. En general, durante todo ese tiempo el régimen legal de la esclavitud en América se remitía a las leyes de Castilla, que a su vez conducen en este punto específico a la legislación medieval de las Siete Partidas. Y estas últimas ciertamente ya tenían poco que ver con la esclavitud tal y como se conoció en los reinos americanos del imperio español entre los siglos xvi y xix. Uno se pregunta a qué se debe este vacío legislativo, sobre todo pensando en la extraordinaria vocación de la burocracia metropolitana hacia la reglamentación de todo tipo de actividad económica y política: ¿Qué pasó ahí? ¿Acaso fue la dificultad de conciliar unas leyes esclavistas con los principios de las Siete Partidas que reconocen explícitamente la condición libre de todo ser humano? Podrían hacerse muchas conjeturas al respecto. Pero lo cierto es que si lo comparamos con el temprano movimiento que significaron las Leyes de Burgos (1512) y las Leyes Nuevas (1542) con que se instituyó el régimen de subordinación de los pueblos indígenas a la Corona castellana –independientemente de si se cumplieron o no tales leyes–, el intento legislativo que procuraba la constitución de un código negro español se nos presenta como un esfuerzo tardío.

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¿Tal vez se trató de una concesión de los soberanos a las oligarquías coloniales a través de sus cabildos? Parecería que fue así, a juzgar por las ordenanzas municipales, únicas que reglamentaban de manera global la vida cotidiana de negros y negras, fueran personas esclavas o libres. ¿O fue a causa de la diversidad de etnias de procedencia o de los trabajos distintos que realizaban, que no se llevó a cabo tal obra legislativa, como alegaron los propietarios esclavistas a finales del siglo xviii? No lo creemos. Más cierto fue que al final del siglo xviii, el temor a una extensión del ejemplo revolucionario que dio la población negra de la colonia francesa de Saint Domingue levantada en 1791 contra sus amos, se sumó a las numerosas objeciones de los esclavistas, disuadiendo al soberano español de realizar dicha reforma en sus reinos americanos. Debemos señalar, para terminar, que de todos los intentos reformistas de la esclavitud en la época borbónica, hubo una medida que después de tomada se mantuvo sin alteración en los reinos españoles. Se trata de la Real cédula del 4 de noviembre de 1784 que puso fin al «carimbo» o marca con hierro candente que se hacía desde tiempo inmemorial en la piel de los esclavos, como señal de haber pagado los impuestos reales y así tener el reconocimiento «de buena entrada». La cédula real indicaba que existían. [...] otros medios, de que usarán los ministros de Real hacienda para impedir la introducción fraudulenta de los esclavos, sin valerse del violento de la marca, como opuesto a la humanidad[...].

Dicha cédula, además, mandaba sacar de las Cajas Reales «las marcas llamadas de carimbar, y se remitan al Ministerio de Indias de mi cargo para inutilizarlas y que nunca pueda usarse de ellas». A juicio del profesor Lucena Salmoral, «la prohibición del carimbo fue la única reforma efectiva hecha por Carlos III en favor de los negros».

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El proyecto de código negro expresa consenso sobre fomento de la colonia de Santo Domingo El Código Negro Carolino de 1784 fue el proyecto más ambicioso hecho en la parte española de la isla de Santo Domingo para el gobierno de la población negra esclava o libre. Tenía dos precedentes cercanos: la ordenanza formada en 1768 por el Ayuntamiento (que se apoyaba en otras del siglo xvi del mismo municipio) y la instrucción para recogida de vagos dada por el gobernador Peralta y Rojas en 1782. Tanto la una como la otra fueron acogidas con poca simpatía por los jueces de la Real Audiencia. En 1768 el fiscal del alto tribunal de la isla, había reaccionado escandalizado ante el proyecto de ordenanza sobre negros que preparara el Cabildo, puesto que allí se proponía –a juicio del fiscal– como ejemplo y modelo a seguir a las leyes francesas sobre negros; su veredicto, como señala Malagón Barceló, llevó a que la Audiencia desaprobara la nueva ordenanza y mandara observar las anteriores del siglo xvi. Por su parte, también el Gobernador de Santo Domingo se quejó ante el Rey y el Consejo de Indias de la poca colaboración que recibía de parte del mismo tribunal superior en la persecución de vagos que había emprendido por toda la isla, para conseguir el sosiego y tranquilidad públicas. En poco tiempo, sin embargo, se iba a producir un giro sorprendente en la actitud de estos ministros. De hecho, uno de sus togados será encargado, por orden real, de formar un código para el régimen económico, moral y político de los negros. No menos sorprendente fue el breve plazo en que se realizó dicha encomienda. La real orden tenía fecha del 23 de diciembre de 1783 y, como llama la atención Malagón Barceló: El 14 de diciembre de 1784, antes de que se cumpliera el año de la Real Orden de S. M. [...] y sólo ocho meses

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después de recibir el encargo, lo entrega el oidor decano, D. Agustín Emparán y Orbe.

Ambos hechos merecen una breve explicación. El cambio de ministros de la Audiencia de Santo Domingo fue un factor favorable para que se produjera un acercamiento a los criterios sostenidos por el Gobernador y el Ayuntamiento de la ciudad. En efecto, en los años anteriores a 1784 habían llegado a la isla nuevos ministros, entre los que se encontraban: Luis de Chávez y Mendoza, oidor decano en 1781, Ramón Jover, Manuel Brabo, Pedro Catani y el propio Agustín Emparán. Además, el primer Regente de la Audiencia de Santo Domingo, Andrés de Pueyo y Urríes, fue sustituido en el cargo por el ilustrado Francisco Javier Gamboa en mayo de 1784. Los nuevos ministros se mostraron más proclives a las ideas reformistas metropolitanas y menos dados a las disensiones con el gobernador. Por otro lado, el primer trabajo que realizara a su llegada en 1779 el oidor Agustín Emparán fue la preparación de un informe sobre la agricultura de la parte española de la isla, el cual fue ordenado el mismo año mediante Real Cédula. Copia de ese memorial estuvo en poder del profesor Malagón Barceló y en base a él llegó a afirmar que Emparán, quien redactó más tarde el Proyecto de Código Negro Carolino, «conocía la Isla y sus problemas». Pero más que cualquier otra razón, lo que explica el giro de la Audiencia y la rapidez con que se cumplió el encargo de formar el proyecto de código de que venimos hablando, está en el hecho de que para esas fechas en la colonia española de Santo Domingo ya existía un sólido consenso en los sectores dominantes locales (incluida la burocracia) acerca de los medios para conseguir el efectivo fomento de la colonia. Dicho consenso es el responsable de que Emparán pudiera despachar su comisión en el breve término de ocho meses, aunque también lo es de algunos sesgos que aparecen en el mismo proyecto.

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Uno de estos deslizamientos se advierte en la misma estructura del documento. El Código se halla dividido en tres partes, «que respondiendo al título que le da la orden de 1783, cada una (de las partes, R. G.) está destinada a uno de los tres aspectos que señala la citada disposición: moral, político y económico». No obstante, más adelante, explica el propio Malagón Barceló en su estudio: La segunda parte está dedicada al gobierno económico y político, rompiendo así la división tripartita (moral, económica y política) que quiso dar en un principio al Código, pues en la parte tercera continúan las normas políticas y económicas.

Más allá de ser simple efecto de una cierta premura con que el oidor Emparán acometió su tarea, dando así lugar a una dislocación en el orden de los capítulos y leyes que forman las diversas partes, es posible que ese aparente desconcierto responda a algunos criterios suplementarios aportados por el oidor. Hasta parece que dicha ruptura está de acuerdo con los grandes componentes del consenso aludido, como intentaremos describir en las líneas que siguen. El consenso en los sectores dominantes de la colonia hace referencia a la necesidad de una reforma rural en la parte española de la isla. Dicha reforma era entendida como el medio más idóneo de convertir en brazos útiles para la producción de riquezas comercializables a la presunta multitud de negros y negras, libres o esclavos, que se entendía vivían dentro de un sistema de relajamiento en sus costumbres y aplicación al trabajo; esto hacía que se convirtieran en un peligro potencial para la seguridad de la colonia, peligro que la reforma conjuraba. Aunque este era el componente principal de tal consenso, el mismo se extendía a la responsabilidad de los hacendados, quienes compartirían junto con el Estado los esfuerzos y los riesgos de la aplicación de

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la reforma. Este compromiso eludía las anteriores proposiciones sobre créditos y exenciones fiscales otorgados graciosamente por la Corona, a fin de incrementar el número de esclavos, y se enderezaba más bien a reforzar el sistema esclavista imperante, utilizando la mano de obra de los negros libres y de los esclavos explotados bajo el sistema de rentas o jornales. De este consenso es representativo la obra de Sánchez Valverde, Idea del valor de la Isla Española, publicada en 1785. De ahí provienen los criterios suplementarios del oidor Agustín Emparán: «felicidad, utilidad y seguridad». Figura ternaria que actualiza y complementa la división tripartita «moral, económica y política» contenida en la Real Orden: Siendo, pues, –escribe el oidor Emparán– la felicidad, utilidad y seguridad del Estado (consideradas) bajo sus principales y respectivas miras, las partes que constituyen su buen Gobierno, serán también el norte de nuestras Leyes en cuanto puedan contribuir a su importante logro.

Esta declaración nos explica el cambio de plan que advirtió el profesor Malagón Barceló; pero el contenido de dicho plan nos remite al sólido consenso de los sectores dominantes que tenía por fundamento.

Campesinos y proyecto de Código Negro Carolino Un aspecto poco tratado del proyecto del Código Negro de 1784, se refiere a la demanda de los sectores dominantes de la colonia española de Santo Domingo sobre la reglamentación de la vida de los habitantes libres en los campos. Se ha prestado mucho más atención a otras demandas de los mismos sectores acerca del régimen esclavista y el fomento de las haciendas; a la relación de este proyecto con el

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Código Negro francés, publicado un siglo antes, y, asociado a ello, las expectativas de fomento económico alentadas por las corrientes liberales que propugnaban en la metrópoli por el libre comercio, tras el fracaso de las compañías de comercio privilegiado. Estas expectativas parecían fundamentar esperanzas de obtener créditos para la instalación o ampliación de empresas de exportación y para la introducción masiva de esclavos, que la corona española no estaba en capacidad de satisfacer. Siguiendo estas pistas, sin embargo, se ha puesto énfasis sobremanera en la preocupación por la falta de esclavos y los deseos de fomento, lo que sin duda quitó el sueño a más de un propietario en aquellos años. Más una preocupación no menor expresada a lo largo de las opiniones recogidas en las «diligencias» para la confección del citado proyecto de código está dada por el régimen de vida de los campesinos, tema recurrente en las comunicaciones enviadas al oidor decano Agustín Emparán, encargado de la redacción del mismo. Incluso, podría argumentarse que el principal problema que exponen a la consideración de los oidores las personas consultadas, no es tanto el de los esclavos como el de la plebe extendida por los campos. La plebe estaba constituida por el conjunto de las clases populares: esclavos y esclavas de campo, domésticos o jornaleros, así como los libertos que habitaban mayoritariamente en los campos, quienes representaban un modo de vida campesino alternativo al que podrían imaginar las clases dominantes de las ciudades. Compartía, además, la plebe otro elemento y es que sus sujetos tenían una misma condición racial: eran negros y mulatos. Para entonces, la población de la parte española de la isla era predominantemente mulata y negra; un informe de oidor Pedro Catani del año 1778, describía la distribución racial de la población de la siguiente forma: [...]«Su populación se compone de las seis partes; las cinco de negros y mulatos libres y esclavos, siendo los demás blancos españoles y criollos».

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La particularidad de los campos la daba la concentración en ellos de la población liberta. Los esclavos se habían reducido a poco más de un 10% de la población si tomamos las proporciones que propone Sánchez Valverde al calcular un número de 14,000 esclavos dentro de un total de 120,000 habitantes. De este total, más de la mitad habitaba en zonas rurales. De esa manera, la situación de los campos definía un problema grave sobre el cual los hacendados más importantes querían llamar la atención de las autoridades. Antonio Mañón, uno de los hacendados consultados, abogaba porque «se les prohiba a los esclavos la facultad de liberarse, sin el consentimiento de sus señores», y que se prohibiese «darles las fiestas de dos cruces, permitiéndoles que trabajen para sí». Esto último era un medio que tenían los esclavos para conseguir los ahorros que les permitía pagar su peculio o precio y convertirse en libertos. Asimismo, pedía que se prohibiera «que los [negros] libres anden por los campos sin la [licencia] del señor presidente», como además «prohibirles a los amos de las haciendas, el que arrienden sus terrenos a negros libres». Todas estas prohibiciones encaminadas a impedir el crecimiento de la población liberta de los campos, eran justificadas por los hacendados en la supuesta inclinación de los dichos manumisos al vicio y la ociosidad una vez que se hallaban en libertad. Pero quien mejor resume la situación que tratan de conjurar los hacendados es el coronel Joaquín García en su comunicación del 16 de marzo de 1784. Decía en ella: [...] Son infinitos los negros y pardos que habitan en los campos en chozas dispersas, y sin más patrimonio que el que ellos o sus ascendientes trajeron de Guinea, y están contentos y bien hallados sólo porque son libres; no trabajan, si no es cuando tienen hambre y la matan a costa del vecino más cercano que tenga víveres o animales que hurtarle; con la misma industria y caudal le pagan al dueño

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de la tierra que les permitió fundarse los cuatro o cinco pesos que estipularon de arrendamiento.

Y concluía en esta guisa: Concibo la necesidad de que el Código y Reglamento abracen todas las clases que proceden de negros, dandoles su respectivo lugar en las leyes de él pues si solamente se determinase sobre los esclavos, quedaría (a mi entender) toda la dificultad en pie.

Con lo cual señalaba cuán importante era para los grandes propietarios de la colonia la cuestión de estos pobladores libertos de la campiña.

Revés de la Instrucción de 1789 alertaba sobre papel político de la población negra Tuvo una suerte muy singular la legislación general que pretendía reglamentar la vida de la población negra en las colonias americanas pertenecientes al imperio español, cuando era ya muy difícil revertir a un mismo cauce modalidades distintas de sociedades esclavistas acomodadas a relaciones de subordinación específicas en cada región. Tampoco por la novedad de preocuparse la burocracia metropolitana por asuntos que les eran tan marginales como la alimentación o el vestido regular de los esclavos o esclavas, o aun de los negros y negras libres. En todo caso las pragmáticas o leyes generales del reino se encargaban de prohibirles vestidos lujosos, como impropios de su condición servil. Ni es el caso que se haya permitido –ya a fines del siglo xviii– la libre importación de esclavos y la trata incluso a los españoles, cosa en la que anteriores monarcas no habían consentido. Para ello pudo simplemente legislarse sobre las condiciones en que se debía realizar tal comercio de se-

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res humanos. No es nada de eso lo que le da un sello particular a dicha legislación. Más bien su singularidad radica en que tal normativa, que se reveló impotente en las tierras americanas, apuntaba a un talón de Aquiles del imperio hispano. En su estudio sobre la esclavitud quiteña en el contexto del reformismo borbónico, el historiador Manuel Lucena Salmoral hace referencia a algunas implicaciones generales del fracaso de dicha legislación: [...] en todo caso –explica– lo ocurrido con la Instrucción de 1789 (sobre «educación, trato y ocupación de los esclavos», R. G.) pone en tela de juicio cuanto se ha escrito sobre el despotismo ilustrado de la Corona española, que no era capaz de sostener siquiera las cédulas que daba y hasta imprimía. No podía actuar unilateralmente, rompiendo la alianza existente entra la Corona y la minoría criolla dominante, porque era lo único que sostenía la dependencia de las colonias[...]. La Instrucción de 1789 no fue revocada, ni suspendida; sólo suspendida en sus «efectos» y recomendada en su «espíritu». Un triste fin para el reformismo borbónico esclavista.

En cierto modo la burocracia española se halló paralizada ante las presiones procedentes de los colonos americanos, la aprobación real que adornaba la legislación provisional (la Instrucción de 1789 tenía ese carácter) y los acontecimientos que llegaban a noticia de la Corte desde diversos puntos, pero en particular de la isla Española, sobre los «brigantes», negros levantados en 1791 contra sus amos en la parte occidental de dicha isla, ocupada desde mediados del siglo xvii por los franceses. Esa parálisis de los directores de la política metropolitana se traducía en el miedo de las clases dominantes en los territorios americanos. Alberto Flores Galindo ha descrito la ciudad de Lima, cabeza del virreinato peruano, como una ciudad sitiada a finales del siglo xviii por el miedo a una rebelión negra. Los

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amos construían en Lima suntuosas residencias protegidas por rejas, verdaderas joyas de orfebrería, como para disimular el temor que abrigaban. La «plebe», en la que se juntaban y entremezclaban todos los tipos de la población negra que la legislación se esforzaba en distinguir y mantener separadas, no iba a permanecer tranquila ante las noticias sobre disturbios que corrían por toda América. Era pues necesario, a los ojos de los colonos (peninsulares y criollos) y de la burocracia, no innovar ni dar pretexto a movimientos sospechosos. Ambos grupos coincidieron en postergar los cambios legislativos. También para estos grupos dominantes fue más claro que la población negra iba a cumplir un papel en los cambios políticos y sociales que comenzaban a producirse en el conteniente. Papel que los mantuvo expectantes desde finales del siglo xviii.

Aristocracia y plebe en Santo Domingo del siglo xviii Conforme crecían las expectativas de los propietarios de esclavos de la parte española de Santo Domingo de dar sustancia económica a su posición social, avivadas como estaban por la esperanza de fomento de la colonia, gracias a los vientos reformistas que llegaban de la España de Carlos III, también se reactivaron viejos sueños de grandeza, que anidaban en la memoria de sus familias principales. Esas familias conformaban una suerte de patriciado o aristocracia criolla contrapuesta a los plebeyos que componían la masa popular, al estilo de la antigua república romana. Aquellas primeras se distinguían por su abolengo y, por supuesto, por sus servicios al engrandecimiento de su patria o república. Tales ilustres representantes se creían además con derechos exclusivos a las funciones y cargos de la república, sobre todo, a los del cabildo secular de la ciudad capital, que venían desempeñando de generación en generación desde los primeros tiempos coloniales.

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Espoleados por los logros del modelo de plantación de la colonia francesa al occidente de la isla, los esclavistas de Santo Domingo pensaron que sus haciendas, reformadas y dotadas de nuevos esclavos, podían convertirse en la base de una nueva prosperidad de la colonia española. Tenían a su favor la antigua tradición de los grandes ingenios azucareros del siglo xvi, algunos de cuyos vestigios todavía eran visibles e imponentes. Los mismos que por el año de 1762 habían inspirado los versos –un tanto irónicos– de Luis Joseph Peguero: Sierto que muy buenos fueron tanto ingenio afamado y solamente an quedado la señal donde estubieron: y si aquellos que los bieron bieran estos de oy en día, que a fuerza el que más molía, por sus ochosientos panes, más negros, que negros bianes, siertamente que riría.

Pese a la pobreza generalizada de la colonia, la vitalidad de la renovada ideología de la clase dominante se hizo sentir a través de las reparaciones de muchas casas que antes permanecían arruinadas en la vieja ciudad de Santo Domingo. Asimismo numerosas iniciativas de su Cabildo para reformar el régimen de los esclavos y demás negros libres, a fin de obligarlos al trabajo productivo en las plantaciones, que se tornó fundamento del discurso sobre la utilidad tanto privada como pública de la segunda mitad del siglo xviii. El nuevo discurso de los hacendados de la parte española había surgido también en contraposición a una reforma de la propiedad mandada observar por la Real Instrucción de 1754, a la cual resistieron a veces porfiadamente, hasta que el Rey la dejó suspendida, cediendo en favor de las propuestas de una Junta de Fomento

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que mandó formar en 1769 y se reunió en 1772. Esta circunstancia explica en parte el empeño puesto por los patricios en retomar y mantener la iniciativa reformista en la colonia. Aún más: la persistencia de la pobreza había conducido a una suerte de permisividad y benevolencia hacia las clases inferiores, que compartían con sus superiores en algunos espacios las actividades comunes del contrabando y hasta la sobrevivencia. Una de las funciones del nuevo discurso era subrayar las diferencias, «separar» claramente, marcando las distancias sociales entre aristocracia y plebe. Para ello debía apartarse de la ideología «criolla» de los hateros, y construir un nuevo discurso criollo. Contra lo que Peguero, desde su hato de Baní, había denominado «la llanesa natural de la isla Española», refiriéndose al acercamiento social visible en las zonas rurales, el nuevo discurso se hacía eco de las protestas con respecto a la relajación de costumbres de las clases populares, condenando sus modos de vida, los cuales consideraba ruinosos para el progreso de la colonia. Quizás la mejor expresión de este nuevo proyecto se encuentra en la afamada obra de Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, publicada en 1785, en la cual propugna por una remozada y próspera economía esclavista. Ya en 1768 el cabildo de la ciudad de Santo Domingo se había referido a las negativas repercusiones de la vieja ideología de los hateros criollos, y pedía una profunda rectificación: Ha enseñado la experiencia que el dar libertad a algunos esclavos, que entendemos ser obra piadosa, resulta, por lo contrario, pecaminosa, reprensible y de perniciosas consecuencias; no sólo ya contra la vindicta pública, sino también contra los mismos beneficiados, pues libres de el freno de la esclavitud, sin respeto que los contenga, y con los negros influjos de su mala naturaleza, se convierten en rameras unas, en ladrones, ebrios y tahures otros, y todos en haraganes y polilla de la República. Por lo que igual-

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mente prohibimos que los señores y patrones de dichos esclavos puedan, por su propia autoridad, otorgar tales libertades, sin que primero ocurran a la venia y permiso del Superior Gobierno [...]. («Capítulos de Ordenanzas dirigidas a establecer las más proporcionadas providencias así para ocurrir a la deserción de los negros esclavos, como para la sujeción y asistencia de éstos»).

El capítulo citado sugiere, entre otras cosas, una divergencia fundamental que aparece entre los patricios criollos, por demás «blancos y cristianos viejos», inclinados al progreso, y los negros esclavos, a quienes la piedad mal entendida de los primeros permite alcanzar la libertad. Al convertirse en negros libres, quedan también bajo «los negros influjos de su mala naturaleza» que los induce al vicio y contribuye al atraso material de la sociedad. A esto quedaba reducido el papel de la plebe: era la «polilla de la República». La expresión denota ya una manera de estigmatizar a las clases populares, y especialmente a los negros libres que conformaban la mayoría de la población. Pero no se limitó a ello, sino que al mismo tiempo se llevaron a cabo persecuciones que desde el gobierno de Manuel Azlor, iniciado en 1759, fueron más frecuentes, sembrando el desasosiego y el miedo entre los habitantes dispersos de la campiña. En resumen, hasta finales del siglo xviii la ideología reformista había tenido tres efectos: a) consolidar las fronteras sociales que distinguían aristocracia y plebe, haciéndolas infranqueables; b) debilitar o desplazar la ideología criolla hatera del rango dominante; c) crear un ambiente de inquietud rural, a través del apoyo a las persecuciones contra los negros libres, acusados de vagancia y otros delitos.

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financiera y § IV. Crisispapel moneda

La primera emisión de papel moneda ocurrió en la isla de Santo Domingo en el año 1782 El «funesto sistema», como denominan los liberales españoles de principios del siglo xix a la emisión de papel moneda, se introdujo por primera vez en la isla de Santo Domingo en 1782 autorizado por la Corona. Su uso será un expediente continuo a lo largo del siglo xix. Pero al principio no fue visto como intrínsecamente negativo por las autoridades de la isla, sino como un remedio para enfrentar las penurias monetarias exacerbadas por la concurrencia del aumento de los gastos, la sangría monetaria al exterior, la estrechez del situado y finalmente la falta total de éste a causa de la guerra entre España e Inglaterra. En España la interrupción del tráfico regular con sus colonias americanas provocada por la guerra llevó a la emisión de «vales reales» o papeletas que debían ser recogidas inmediatamente terminaran las hostilidades. Eso fue en el año 1780 bajo el reinado de Carlos III, y sólo dos años más tarde se daba el visto bueno a la proposición del gobernador de Santo Domingo, el brigadier don Isidro Peralta y Rojas, para que emitiera con calidad provisoria moneda provincial de papel. Entonces no era normal que se emitiera moneda de papel de curso forzoso. Las monedas corrientes debían guardar una estrecha relación entre su valor nominal y su valor real y esto era controlado por las Casas de moneda de los diferentes Estados que los fabricaban. Sin embargo, fueron frecuentes las ~ 113 ~

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adulteraciones tanto en el peso como en la ley de la moneda, siendo un problema constante de la Real Hacienda de la isla la pérdida que significaba la recepción de esta moneda, que sin embargo mantenía vivo cierto flujo comercial. Pero, si el sistema monetario de Santo Domingo era peculiar desde mucho tiempo antes por correr aquí la moneda de vellón, como moneda provincial, junto a los diferentes cuños de Europa y América, la situación resultaba agravada por la cantidad de moneda adulterada que corría. En 1773 se calculaba que en la isla había en existencia medios de pago por un valor nominal de 452,500 pesos en moneda cortada de oro y plata, en tan mal estado que su valor real estaría por debajo de esa suma en unos 135,000 pesos. Añadíase a ello un déficit de 24,000 pesos en moneda de vellón que era extraída de la isla para utilizarla en la fabricación de «cobre» en colonias extranjeras. En mayo de 1779, el gobernador representaba al Rey que la Real Hacienda estaba haciendo frente a gastos crecientes especiales en relación a la factoría de tabaco que sólo tenía asignados 25,000 pesos, mientras la compra de las cantidades señaladas por Real Orden alcanzaban sumas superiores a los 50,000 pesos. Decía en su carta: [...] que los gastos exceden a los caudales recibidos en ochenta y cuatro mil quinientos cinco pesos, cinco reales y veinte y nueve maravedis, tomados en calidad de valimientos de otros ramos.

Al estallar en aquel año la guerra contra Inglaterrra, las cajas reales de Santo Domingo se hallaban completamente exhaustas. Para evitar el colapso de las actividades mercantiles de la ciudad e isla, así como resolver el acuciante problema de una prolongada cesación de pagos que sufrirían el batallón de la plaza y la burocracia, el gobernador debió proponer el sistema de papel moneda como una medida de excepción, con el acuerdo de la Real Hacienda de la colonia.

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Con la introducción del papel moneda se plantearon soluciones y nuevos problemas. Entre 1782 y 1783 se autorizaron dos emisiones de 300,000 pesos en moneda de papel; también por Real Orden fueron mandadas recoger a partir del año 1784, aunque no fue hasta el año 1790 cuando por fin dejó de circular el papel moneda de manera significativa. A mediados de este último año se mantenían en existencia más de medio millón de pesos en moneda de papel a cargo del oidor Melchor de Foncerrada quien recibió comisión del Rey para su recolección. Los problemas se derivaban en parte de las propias características del papel moneda: el rápido deterioro del papel, la facilidad de falsificarlo, hacían a esta moneda susceptible de fraudes mayores de los que se cometían con la de metal. Más importante fue el fenómeno inflacionario que acarreó su introducción, que redujo el poder de compra de las rentas eclesiales, los salarios reales de las milicias y la baja burocracia así como de los artesanos y jornaleros de la ciudad. Las soluciones están en orden a que no fue preciso suspender los pagos de salarios en la isla, ni que tampoco se interrumpieran las actividades comerciales. La Real Hacienda colonial emitía giros a los comerciantes que eran cobrables en La Habana. Adicionalmente el hecho de que los diezmos, bajo administración de la Real Hacienda, y los censos se pagaran en moneda de papel, ofrecían ventajas tanto al erario como a los propietarios. Ambos se beneficiaban de recursos que de otro modo sólo hubiera recibido el estado eclesiástico. El sistema ofrecía también ventajas a los comerciantes que traían mercancías para vender a precios inflados y luego tenían acceso a la moneda dura a través de los giros que entregaba la Real Hacienda de Santo Domingo contra las cajas de La Habana. Todos estos mecanismos accionados desde la Real Hacienda de la parte española de la isla, significaron un cambio importante en su funcionamiento, pues ampliaron su radio de acción, normalmente circunscrito a tareas fiscales, hasta abarcar

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mecanismos de crédito interno, transferencia de recursos de un sector a otro y giros en moneda fuerte contra otra plaza (La Habana), que pudieron ser utilizados para potenciar el comercio y la acumulación de los sectores productivos internos.

Papel moneda que circuló en Santo Domingo provocó quejas que llegaron hasta la corte Tras la implantación del papel moneda en la parte española de la isla de Santo Domingo en 1782, las quejas contra el mismo no cesaron de expresarse. Los primeros quejosos fueron los miembros del cabildo catedralicio, quienes desde años atrás venían reclamando un aumento de sus congruas, alegando que resultaban insuficientes a las obligaciones de su investidura, dada la carestía y los subidos precios de los mantenimientos en la colonia. De modo que el papel moneda con que empezaron desde entonces a recibir sus asignaciones acrecentó las penurias para las que pedían remedio. Así lo consignó la Contaduría General en un informe dirigido al Consejo de Indias, fechado en Madrid a 18 de septiembre de 1788, donde exponían su opinión acerca de varias instancias elevadas a dicho Consejo por el Deán y el Cabildo de la catedral dominicana: [...] si los individuos del cavildo de que se trata cuando percibían su haber en moneda efectiva parecían la necesidad que supone[...], ya que se deja discurrir quánta mayor habrá sido la que han experimientado desde el año 1782 desde cuyo tiempo hasta el de la fecha de su última instancia, parece se les ha pagado aquél por las Caxas Reales en papel.

A ello se agregan, para continuar dentro del estamento eclesiástico, los perjuicios que recibían las obras pías de la ciudad por estar cobrando en papeletas los réditos que tenían asignados por

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vía de censos. Hasta el propio arzobispo, fray Fernando Portillo y Torres, se vio precisado a solicitar al Rey que se relevara a las rentas de esa mitra del pago de la pensión que recibía su antecesor don Isidoro Rodríguez Lorenzo, pues se hallaba muy disminuido su caudal a causa del papel moneda; aunque esta petición no tuvo curso en la metrópoli por haber fallecido en ese tiempo el mencionado antecesor suyo. Los intereses comerciales privados comenzaron a manifestase con más retraso, lo que se explica porque en parte eran sus beneficiarios. Todo el tiempo se manejaron con un doble sistema, de moneda de papel y metálica, haciendo los pagos de las rentas eclesiásticas y del erario público en la moneda de papel que no pocas veces adquirían por debajo de su valor nominal, ya sea al cambio por metal o por la venta a precios inflados. Incluso los primeros en manifestarse son los comerciantes extranjeros que sintieron el perjuicio de la tardanza en hacer efectivo el pago de sus giros en La Habana. El 12 de abril de 1788 don Juan Ramón Torres, comerciante de Cádiz, reclamó el pago de 22,300 pesos resultantes de los 34,300 que su factor Emeterio Villaseca había depositado en las Cajas Reales de Santo Domingo para cobrar libramientos en la Habana, de los que sólo pudo obtener 12,000 pesos en dos pagos de 6,000 cada uno. Demanda que pasó al Consejo de Indias. A principios del año siguiente, el 25 de enero, el Ayuntamiento elevaba una petición al Rey para que se recogieran las papeletas, aduciendo su poca durabilidad, el mal estado en que se hallaba el papel, en el que apenas podía leerse su valor nominal, entre otros defectos e inconveniencias. Lo más relevante fue la denuncia que hacía esta corporación sobre la existencia de una cantidad indeterminada de papeletas falsas en circulación. Y, como prueba, envió muestras de las papeletas a la corte. Otro reclamo, esta vez procedente de los militares, fue hecho el 29 de junio de 1790 por don Ramón de Castro, comandante del Batallón Fijo de la Plaza y teniente del Rey, quien

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a nombre del Cuerpo pidió que se reintegrasen a sus fondos 2,060 pesos en papeletas que dieron a las Cajas Reales a título de préstamo. Petición que se hacía en el momento en que el oidor don Melchor de Foncerrada, ejecutaba la comisión para recolección de la moneda de papel cambiándola por moneda metálica. Tal recolección había sido ordenada repetidas veces desde el 1784 tras la finalización de las hostilidades entre España e Inglaterra, pero fue sistemáticamente postergada por las autoridades de la colonia. La Real Orden de 21 de octubre de 1789 fue terminante al respecto. En alguna manera la ampliación de las quejas y reclamos contra la Real Hacienda en Santo Domingo, cerraba el ciclo del primer papel moneda emitido en la isla. Más las investigaciones que se realizaron al efecto, señalaban que había dejado una secuela importante en materia de fraudes y desorden administrativo.

El impacto del papel moneda alcanzó actividades rurales Aunque las quejas contra el papel moneda que llegaron a oídos de la Corona procedían principalmente de sectores ubicados en las ciudades, como describimos en un artículo anterior, los efectos de esta moneda alcanzaron también a las zonas rurales. Es difícil precisar el impacto del papel moneda en el mundo rural. En buena medida ello se debe a la variedad que éste ofrece y no sólo a un relativo aislamiento con respecto a las ciudades. Pero también porque las noticias disponibles vienen dadas de manera indirecta y fragmentaria a través de los documentos. Hubo al menos tres vías por las que penetró dicho papel a las campiñas: a) a través de la factoría de tabacos; b) a través de la contribución de «la pesa»; c) por medio del comercio fronterizo.

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Veamos algunos ejemplos: El caso del tabaco debió ser el más significativo, pues su cultivo había sido fomentado por la política colonial de los borbones tendente a incorporar renglones productivos hasta entonces desarrollados al margen del control estatal. Las Ordenanzas y el reglamento para la instalación de una factoría de tabacos en la parte española de la isla fueron aprobados en 1763, pero su funcionamiento no se verificó hasta 1769. Los envíos de tabaco se iniciaron en 1770 y apenas tres años después comenzaron las quejas por los bajos precios a que se pagaba la hoja, los atrasos que sufrían en la llegada de los fondos asignados en las cajas reales de México, y la insuficiencia de éstos para comprar la cosecha de los productores. Pese a los tímidos aumentos en el precio del tabaco autorizados en 1773, el desánimo aumentó entre los cosecheros cuando en 1775 se ordenó reducir las siembras en la colonia. El retroceso de la producción pudo ser paliado con el permiso otorgado a los productores para introducir las «sobras» de sus cosechas en la parte francesa a partir de 1778. Es en este contexto, cuatro años más tarde, que entra en escena el papel moneda. Con él se pagaba la mitad del valor de los tabacos que se enviaban a las reales fábricas de Sevilla. Pero este mecanismo deprimía los precios reales del producto, por la rápida depreciación del papel moneda. La reacción de los cosecheros llegó hasta el punto de que algunos prefirieron –o se vieron obligados– dejar el cultivo. El oidor Pedro Catani lo expuso de la siguiente manera en un informe enviado al Ministro de Ultramar el 15 de noviembre de 1788: El tavaco es otro fruto de buena calidad y utilidad para Su Majestad y sus cosecheros, las siembras y cosechas pueden aumentarse si los cosecheros se aplican con más actividad a sus cultivos: pero es necesario para animarlos pagarles en

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dinero o plata efectiva el fruto, pues pagándoles la mitad como se hace en papeletas por falta de aquélla, para reducirlas a plata efectiva pierden la mitad o más de un tercio de su valor: esto les desanima y abandonan su cultivo, para aplicarse a otro trabajo que les rinda más utilidad.

Por otra parte, «la pesa», o el ganado con que debían contribuir los hateros de las zonas cercanas a la capital para el abasto de carnes, fue otro mecanismo por el cual circuló el papel moneda en el campo. Aparecen así algunos hateros medianos y pequeños en los libros del Archivo Real de Bayaguana con testamentos o inventarios de bienes donde figura una partida de estas papeletas. Tal es el caso de Antonio Vásquez, muerto en 1785, entre cuyos bienes, inventariados por haber muerto abintestado, se incluyen «91 papeletas de un peso» en la relación de sus bienes además de ganados, tierras y dos esclavos, entre otros. Finalmente, la tercera modalidad de introducción del papel moneda en el ámbito rural fue el comercio fronterizo con la colonia francesa. Al respecto las noticias son ambiguas, pues en una encuesta realizada en 1790 por el oidor Foncerrada, encargado de la recolección del papel moneda, se refiere que los comerciantes del Guarico tenían unos 100,000 pesos en papeletas; dinero que sería presumiblemente empleado en las compras de ganado. Sin embargo, en la misma encuesta constan otras informaciones refiriendo que dicha moneda de papel apenas se usó en las transacciones por la frontera, lo que deja abierta la interrogante sobre si los comerciantes del Guarico no utilizaron testaferros para aprovecharse del cambio de papeletas por moneda dura como hicieron otros comerciantes españoles. Pero también cabe la posibilidad de que su intento decambiarlas por ganado se hubiera visto frustrado por la resistencia de los dominicanos a aceptar papeletas de manos de franceses en pago de sus productos.

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«Papeleta mató a menú [...]» Las dificultades creadas por la guerra en el Caribe iniciada en 1779 entre España e Inglaterra, hicieron que en los años siguientes se volvieran a ausentar de Santo Domingo los navíos del comercio libre, que para entonces comenzaban a frecuentar nuestros puertos. Se alejaron otra vez los tiempos del envío regular del dinero procedente de las Cajas Reales de México para el pago de los funcionarios del gobierno y la tropa, comúnmente llamado «situado». Sin este auxilio económico era imposible para las Cajas Reales de Santo Domingo hacer frente a los gastos de una plaza que seguía siendo cabeza del distrito de la Audiencia de Santo Domingo. Para evitar las protestas de la tropa y la parálisis del comercio interno, el gobernador de Santo Domingo, don Isidro de Peralta y Rojas, no encontró otro remedio que la emisión de moneda de papel, la cual fue autorizada al año siguiente por la Metrópoli en la cantidad de cien mil pesos, lo que se repitió año tras año, dando lugar a numerosos fraudes con el papel moneda. Aunque el historiador nacional, José Gabriel García, es el primero que hace referencia a este hecho, en su opinión, la circulación de papel no tuvo efectos duraderos: Y no fue motivo sino para detener un tanto el incremento de la colonia, la falta en 1781, a causa de la guerra, de los situados que anualmente se recibían de Méjico, pues aunque este trastorno puso a las autoridades en la necesidad de apelar a una emisión de papel moneda, [...] este conflicto no tuvo por fortuna una larga duración, porque como los situados faltaron muy poco tiempo, el desprestigiado agente de cambio pudo ser retirado de la riqueza pública, condenada por el común en todas partes a pagar los grandes errores de los economistas y la impericia o mala fe de los gobernantes.

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Sin embargo, son numerosos los testimonios y expedientes de quejas y reclamos en torno al papel moneda durante el período 1782-1790. Fue en este último año cuando finalmente se llevó a cabo la recogida de dicho papel moneda, por el oidor Melchor Joseph de Foncerrada, quien informó al Ministro Porlier de la existencia de más de medio millón de pesos en moneda de papel en las Cajas Reales de Santo Domingo. Esta fue la primera experiencia dominicana con las papeletas. Desde aquel año 1782 hasta 1791 –año en que se completó la recolección iniciada en 1790– las clases populares se enfrentaron a la moneda de papel que sustituía al metálico de la circulación, especialmente en las operaciones al menudeo (las había de 1 peso= 8 reales, de 4 ó 2 reales y 1 real, además de cuartos de real). De forma intermitente las vicisitudes del país llevaron a utilizar el recurso de las papeletas a lo largo del siglo xix. Primero durante la reincorporación al imperio español entre 1809-1821, el llamado período de la «España Boba». Tras la independencia de 1844 hubo necesidad de papel moneda para hacer frente a los gastos generados por la guerra contra Haití, a lo que se añadió la especulación de los gobiernos a través de los medios fiduciarios. Después de la segunda reincorporación a España (1861-1865) el problema de la conversión del papel moneda a metálica siguió en pie. La moneda de calderilla resultó insuficiente para sustituir el papel moneda de la extinguida República al intercambio impuesto por las autoridades coloniales. Restaurada la República, el relativo caos monetario que tuvo lugar no fue obstáculo para que resurgiera la necesidad de un retorno al patrón oro, el cual se encontró en el peso oro americano, que el vulgo denominó «morocota» –la onza española– desde principios de siglo, y que circulara escasamente en nuestro país. No terminaron aquí las penurias monetarias, puesto que nuevamente el expediente del papel moneda iba a ser usado durante la dictadura lilisista (al que también el pueblo bautizó con el sobrenombre de «camellas»).

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Fue sin duda fruto de su larga experiencia como se formó la voz de la sabiduría popular dominicana que encabeza estas líneas: «Papeleta mató a menú[...]» se remonta a la experiencia que dio comienzo en el siglo xviii y principios del xix; y la parte con que a veces se acompaña esta expresión: «[...] morocota acabó con to’», tiene también interesantes resonancias de la sabiduría popular.

Fuente: AGI, Santo Domingo, 1007.

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Publicaciones del Archivo General de la Naci贸n

Fuente: AGI, Santo Domingo, 1007.

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§ V. Hato y campesinado Sillas de montar criollas fueron preferidas en el siglo xviii Un interesante documento dirigido al Capitán General de la isla, don Isidro de Peralta y Roxas, nos muestra hasta que punto se había desarrollado una de las industrias artesanales criollas en el siglo xviii. Nos referimos a un informe de inspección que hiciera Ginés Vázquez, comandante de Voluntarios de Caballería de la colonia, en el cual da algunos detalles interesantes sobre la construcción de las monturas para jinetes y sus ventajas frente a las importadas de la metrópoli, en función de su adecuación a las condiciones climáticas del país. Para el comandante Vázquez estaban muy claras las ventajas de las sillas de montar criollas frente a las españolas, las razones que arguye al respecto, remiten al costo, que a su entender sería más económico comprándolas en el país, a las reparaciones que puedan precisarse, ya que si se trataba de materiales y técnicas desarrolladas localmente no tendrían problemas dichos arreglos; también otras razones se refieren al cuidado del caballo, el cual puede hacer un mejor trabajo con una montura ligera y fresca apropiada al clima caluroso y húmedo, así como a la comodidad del jinete y su facilidad para el manejo, todo lo cual «enseña la experiencia» y resulta «adaptada finalmente al clima del país». Con tales sillas criollas, concluye Vázquez, los equinos estarían «menos expuestos a inutilizarse». Emilio Rodríguez Demorizi, en su Enciclopedia dominicana del caballo (C.T., 1960), menciona que en el país predominó la ~ 125 ~

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silla española y luego la silla inglesa, pero no nos precisa que esa silla española en el siglo xviii incluía también la silla criolla de construcción totalmente diferente, tanto por los materiales como por las características del producto y su adecuación a las necesidades del medio tropical. De ahí el interés de las noticias que aporta el mentado informe. Tal documento plantea que esta industria estaría en condiciones de suplir de sillas de montar a la caballería de la colonia, lo que supone una producción regular y la existencia de un grupo importante de oficiales nativos capaces dedicados a su confección. De hecho, al referirse a los botines que deben igualmente usar los miembros del cuerpo de caballería, su informe señala que no puede asegurar las mismas ventajas en el producto criollo, porque «ni hay maestros buenos, ni cueros a propósito». Copiamos a continuación algunos párrafos del informe de inspección citado, relativos al tema: Señor Presidente, Governador y Capitán General: El comandante de Voluntarios de Caballería de esta Ysla en virtud de el reconocimiento de Ynspección que he hecho en la revista que acabo de practicar, de la tropa, armamento y montura de su cuerpo, halla que todo lo relativo a sillas, bridas y su rrendage, se debe reemplazar, por estar generalmente las que existen, no sólo inútiles, sino perjudiciales. Su mal estado, es causa de matarse los caballos y de atraso al soldado, de cuya propiedad son. Cree el comandante no ser preciso esforzar este pensa miento, porque la penetración de Vuestra Señoría conoce tanto la necesidad como la importancia de el reparo de unas sillas que tienen once años de servicio y cuya construcción por no acomodarse al vso de el país, es de mui corta resistencia. Sobre este particular, [he] oído el informe de algunos oficiales de el Cuerpo [de Caballería]. Juzgo, lo primero, que la montura y rrendage, será de menos costo al Rey, hecha en la Ysla, que haciéndola venir de España, añadiendo

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al costo de la fábrica el de transporte por mar y tierra hasta los destinos respectivos. Veinte pesos fuertes, poco más o menos, hallo, según los informes que tengo, serán bastantes para costear cada silla, con su competente correage, brida y rocado. Lo segundo, las que bienen de España son de mucho mayor peso que las de el país, y por necesaria consequencia más molestas para el soldado y más incómodas para el caballo. Lo tercero, la construcción de las sillas de España es quasi irreparable quando se maltratan, porque los talabarteros de un país donde no se hace uso de ellas, no atinan con su composición y el soldado en la necesidad de usar de ella, se incomoda con la comprehensión fija de que su caballo se le mata. Los bastos que guarnecen interiormente la silla, con el calor y el sudor de el caballo se pudren en poco tiempo, de que sigue la inutilidad y su recomposición, aun quando aquí se pudiese verificar, costaría quasi otro tanto como vale la silla. El calor y clima de el país, es un motibo contínuo de la ruina de las sillas, cuyo uso por la misma razón, es sumamente incómodo a los caballos, no sólo porque los mata, sino porque los sofoca. Por último, las sillas criollas, que sólo consisten en fuste mui ligero y consistente forrado de cuero con sus cogines, y faldones para la comodidad del ginete, cuya construcción enseña la experiencia, quanto dura defendidas del sudor de el caballo, con el vso de una simple esterilla de junco, o enea de mui poco costo, acostumbrado el caballo desde que se doma a su ligereza y desembarazo, y el ginete a su fácil manejo, adaptada finalmente al clima del país, que exige, por ser mui caliente, el poco peso de todo el aderezo, son por consiguiente de mucho mejor servicio de fácil recomposición y menos expuestos los caballos a inutilizarse [...]. Santo Domingo, 9 de septiembre de 1784 años. Ginés Bázquez.

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Diversos factores agudizaron crisis del hato en el siglo xviii Zonas tradicionalmente dominadas por el hato ganadero se vieron inmersas en una crisis prolongada a finales del siglo xviii. Esta crisis se saldó en diversas regiones en un reforzamiento de las tendencias que configuraban una economía campesina de autosubsistencia. Las causas de esta crisis son múltiples, pero en general están referidas al agotamiento de la capacidad de los hatos para responder a la demanda creciente de sus productos (carnes y cueros) por parte de la población tanto de la parte oriental como de la parte occidental de la isla. Varios factores agudizaron esta crisis en la segunda mitad del siglo xviii. Entre ellos debemos contar la presencia de los ejércitos de España y Francia en la isla Española, en los momentos en que ambas coronas formaban una alianza en contra de la monarquía inglesa, con la cual se hallaban en guerra en el Caribe. Pero lo importante a señalar aquí es que ambos ejércitos (los de España y Francia) se abastecieron de carnes en la parte Española de la isla, lo que significaba una demanda adicional a la ordinaria demanda de la colonia francesa de la parte occidental y, por supuesto, de la propia colonia española. Otro factor se refiere a las epidemias o enfermedades bovinas que mencionan Sánchez Valverde y Moreau de Saint Mery, las cuales diezmaban el ganado, ya que las mismas, en las condiciones de explotación extractiva del hato, donde el ganado apenas recibía algún cuidado, se convertían en terribles plagas. Además, los dueños de ganado estaban interesados en mantener un flujo permanente hacia la colonia francesa, para lo cual debían asegurar el abasto a las carnicerías, puesto que allí lograban convertir a mejores precios sus productos en pie. La declinación de la cabaña ganadera hacía más crítica la deficiencia del abasto de carnes, convirtiéndose en cíclicas las situaciones de desabastecimiento de este producto en las

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principales ciudades, especialmente en Santo Domingo y Santiago. La crisis del hato se hizo sentir tan fuerte en las décadas séptima y octava del siglo xviii, que en zonas tradicionalmente ganaderas como en la región oriental de la isla, se confrontaban serios problemas para abastecer de carnes a la ciudad capital, su mercado más importante. Así lo refieren diversos informes del año 1782 sobre algunas parroquias y ayudas de parroquias, cuyas rentas no alcanzaban a cubrir lo estipulado por el sínodo. En una información ordenada por la Real Hacienda sobre las rentas de las diferentes parroquias de la isla, el Ayuntamiento de Monte Plata señalaba en 1782 que los criadores de allí se empobrecían: Que las crianzas de ganado se hayan mui atrazadas a causa de lo mucho que se saca para abasto de la capital y de no tener los criadores otro advitrio para mantener sus familias de todo lo necesario que es echar mano del poco ganado que tienen para remediar sus necesidades.

Como contrapartida, advertía a continuación dicha corporación: «pero que la lavor en el campo sí se [h]a fomentado a proporción de las pocas fuerzas de los vecinos». Algo similar habían informado los párrocos de Monte Plata y Boyá sobre la crianza y la labor en los campos. Del mismo modo hablaba el párroco de Bayaguana, Ambrosio Caraballo: «que la crianza de ganados le parece que estará aniquilada, según las vozes (que) oye a muchos de los criadores de su feligresía». Al mismo tiempo refería sobre las labores del campo: «que es muy poco el aumento porque no hay quien se dedique (sino) sólo a trabajar lo necesario para el sustento de sus familias». Y aún el Ayuntamiento de Bayaguana se refería a otras calamidades que empeoraron la crisis:

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las crianzas de ganado bacuno y cerdos se hallan atrazadas a causa de las crezidas pezas para abasto de la capital; y que la tormenta de el año passado de setecientos y ochenta anhegó y mató mucha parte de ellas y otras se han remontado a partes donde sus dueños no tienen noticia de ellas, y de los pocos lugares que tienen los vezinos para travajar en sus lavores de campo por las muchas fatigas que padezen con guardias, viajes y correos.

Campesinado en zonas hateras se desarrolló con la crisis del hato ganadero a finales del siglo xviii Los principales centros de la economía hatera sufrieron cambios en diferentes tiempos y lugares que expresaron tendencias nuevas en la estructura social del país. Tales cambios estaban asociados al aumento demográfico experimentado a lo largo del siglo xviii, pero sobre todo a la incapacidad de absorción de una mano de obra creciente por parte de la estructura económica del hato. Esto planteaba en lo inmediato problemas no tan sólo económicos, sino también sociales y culturales. Y es por ello que los informes de algunos párrocos de las zonas hateras nos traen noticias de interés en este sentido. La ocupación temporal que el hato proporcionaba no permitía más que una reproducción precaria de la vida de las personas, incompatible a veces con las mínimas necesidades culturales de convivencia social, como podía ser la participación en cultos y fiestas religiosas que estaban a la base de las solidaridades sociales populares. Todo ello fue parte de una crisis del hato ganadero que se expresó de manera sorda en el Este del país a través de la consolidación de sectores campesinos de autosubsistencia, frente a la alternativa de volver a la economía de plantación; esta última promovida por las autoridades reformistas y los emergentes propietarios esclavistas de finales del siglo xviii.

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En Monte Plata y Boyá, informa el párroco Pedro de Villafaña en octubre de 1782: Que no hay ningún hato perteneciente a vecinos de esta parroquia, porque los que se encuentran son de sugetos vecinos de la ciudad de Santo Domingo. Que entre estos feligreses sólo se hallan unas pobres crianzas de ganado. Que también moran entre los términos de esta feligresía varias familias, que no consta de dónde son feligreses ni en qué lei viven.[...] Que las fundaciones de la feligresía de Boyá todas se hallan situadas dentro de media legua distantes de la población donde se halla la parroquia. Que tampoco hai hatos [...]. Que las referidas habitaciones unas tienen 4, otras 6 y hasta 10 personas y que le parece no ser bastantes a mantener parroquia ni halluda de ella, por su mucha miseria, pues para mantener el culto en la que existe es con toda limitación.

El mismo presbítero Villafaña nos da noticias de las nuevas tendencias que advertía: Hai aumento de algunos bojíos en los campos fuera del pueblo donde está la parroquia, pero que fixamente no sabe quánta [gente]. Y que en quanto a cultura, según oye las vozes del pueblo se persuade a que las crianzas de ganados mas bien se han esterilizado que fomentado en todo el último quinquenio y que la labor en el campo luce porque los más vecinos se dedican a ella no obstante la poca utilidad que logran de sus frutos, por no haver venta de ellos en esta población, pues todos siembran lo necesario para el sustento de sus familias.

En estas breves observaciones, se encuentran descritos los principales elementos de la crisis del hato ganadero y la corriente que sirvió de contrapeso a la misma, como fue la

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formación de un campesinado principalmente orientado a la autosubsistencia. Si bien no expresa una ruptura radical con el hato ganadero, sí puede afirmarse que desde entonces la imagen del mismo comenzó a percibirse como algo ajeno al modelo de vida campesina que ya se consolidaba en el imaginario social, más allá de las precarias crianzas que pudieran mantener dichos pobladores rurales o de las monterías que pudieran aprovecharse. La formación de un campesinado orientado a la autosubsistencia, fue uno de los principales efectos de la crisis del hato ganadero en las zonas que habían gozado de predominio hatero. Con ello apareció, así mismo, la contraposición social entre latifundismo y campesinado. En ese sentido, el tipo de propiedad hatera, tanto por el absentismo de sus dueños como por la extensión de las propiedades, comenzó a ser percibido por los pobladores rurales como algo ajeno y contrapuesto a la vida asociada al tipo de cultivo campesino de autosubsistencia.

Crisis social provocó resurgimiento sociedad hatera como imagen contrapuesta al modelo de plantación a principios del siglo xix Entrada la segunda mitad del siglo xviii, los sectores más poderosos de la colonia española de Santo Domingo emularon sin mucho éxito el modelo económico vigente en la colonia francesa de Saint Domingue y trataron de aplicarlo, a tono con las medidas reformistas provenientes de la metrópoli, como medio de alcanzar la prosperidad y enriquecimiento. El énfasis agrícola asociado a dicho modelo se vio en aquellos años reforzado por la política de fomento impulsada por los borbones, especialmente Carlos III, y sobre todo por la crisis del hato ganadero en la parte española de la isla hacia

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finales del siglo xviii. Lo último permitió que las esperanzas de fomento y progreso se concentraran en la recuperación idealizada de la antigua riqueza azucarera, esta vez siguiendo el esquema implantado por los franceses del oeste de la isla, que también se empezaba a desarrollar en la vecina colonia de Cuba. De hecho, tal modelo significaba especialmente la introducción de numerosos esclavos y esclavas procedentes de África y su explotación intensiva en las haciendas y plantaciones para la producción de riquezas exportables a la metrópoli, otras provincias americanas y naciones extranjeras, en virtud del libre comercio. No pocos esfuerzos se hicieron en esta dirección, provocando el resurgimiento azucarero de aquellos años finales del siglo xviii. Sin embargo, con la sublevación general de los esclavos ocurrida en la parte francesa de la isla en 1791 y la generalización posterior de la agitación social en toda la isla, así como la cesión en 1795 de la colonia española a Francia y el significativo dislocamiento del sector social dominante que emigró hacia otras colonias españolas, surgieron circunstancias inéditas de carácter social y político. No obstante, durante la gobernación francesa de la antigua parte española se alentó dicho modelo de explotación esclavista, por más que lucía anacrónico e intolerable incluso para la población libre más pobre (que debió temer, por ejemplo, ante la medida de hacer a los haitianos esclavos en la frontera, como plantearon los gobernantes franceses). Todavía después de la reincorporación a España de su antigua posesión insular en Santo Domingo, sobrevino un replanteamiento de la entonces vieja aspiración oligárquica, que resultaba, sin embargo, a todas luces inapropiada en las nuevas circunstancias creadas por la Revolución Haitiana y la crisis política y social en la parte española. Es en este contexto que se renueva la imagen de la sociedad hatera y conuquera, como imagen idealizada y contrapuesta a

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la sociedad esclavista de plantación a que aspiraban los sectores dominantes. Si hasta fines del siglo xviii los sectores dominantes se habían pronunciado en favor de un proyecto de sociedad basado en la explotación esclavista, para lo cual se había reconstruido la imagen del esplendor económico y social de La Española en el siglo xvi con tintes míticos; al comenzar el siglo xix surgió, al lado de ésta, otra idealización contrapuesta, la cual, prescindiendo de aquella grandeza pasada, planteaba la convivencia de todas las clases y razas en el modelo rural hegemonizado por el hato ganadero. Este último planteamiento recuperaba el modelo de vida de los hatos, sitios y rancherías, cuyo declinar, en cuanto opción económico-social, se había iniciado justo con la crisis del hato en las últimas décadas del siglo xviii. Las nuevas circunstancias, empero, devolvían una nueva vitalidad a tal esquema; la pretendida igualdad social que promoviera dicho modelo es un componente nuevo de sustentación ideológica para la recomposición de la dominación social de los señores de haciendas ganaderas. Muestra del cambio de visión que acabamos de plantear se encuentra en una propuesta hecha por José Francisco Heredia ante el Ilustre Ayuntamiento de la ciudad de Santo Domingo en el año 1812. Bajo el título de «Proyecto para la tranquilidad y felicidad de la Patria», presente criterios totalmente diferentes a los que prevalecieran en aquel Concejo hasta el momento: [...] como nuestra corta populación se halla dispersa a grandes distancias y la mayor parte solamente ocupada en el pastoreo y mucha en la vida salvage de cazadores, exige este objeto la formación de nuevas poblaciones; la reparación de las antiguas arruinadas; la enseñanza de los métodos de mejor cultura y del uso de las máquinas e instrumentos que la facilitan, uno de los quales es el ganado doméstico, de que apenas se saca entre nosotros más pro-

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vecho que el de su carne; y en una palabra infinidad de menudencias, que aun me parecen despreciables, forman el fundamento de la verdadera felicidad y prosperidad de los pueblos, la qual no consiste en producir mucho azúcar y café a fuerza del sudor de millares de esclavos, sino en tener asegurada la subsistencia con su propio trabajo y vivir en paz y buena policía civil y religiosa.

Pedía al Ayuntamiento un papel activo en lo que él mismo llamaba «transformación milagrosa» de la patria criolla. Un país en ruinas –como era entonces la colonia española de Santo Domingo– tras varias guerras, la última contra los franceses en 1809. Demandaba, por tanto, un nuevo realismo a los sectores dominantes locales. Heredia, sabiendo que no era posible llevar adelante aquel viejo proyecto oligárquico esclavista, recupera una tradición anterior, la del mundo rural de la sociedad hatera-conuquera, con su rudeza y dispersión, aunque resignificándola: se trata de asegurar la subsistencia con el trabajo individual y vivir cada uno en paz de acuerdo a las buenas costumbres, tanto civiles como religiosas. Lo último remite a la configuración del mito de la igualdad de todos en la sociedad colonial, cosa que fue motivo de exaltación a partir de dicho momento y a través de la reivindicación del mundo rural. No obstante Heredia se hace eco de la situación social de los campos, habitada por gente dispersa, planteando como soluciones la introducción de métodos nuevos para la agricultura y la crianza. La resignificación de la sociedad rural existente opera a través de la crítica que plantea como alternativa la transformación paulatina y no abrupta del mundo rural. El trasfondo de esta propuesta es el fomento de la pequeña y mediana propiedad campesinas para el logro de la paz, la cual se convirtió en una reivindicación popular en dicho siglo xix. No sabemos qué suerte corrió después de presentado en aquel

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año 1812 el proyecto del regidor Heredia. Podemos decir, en base a otros documentos, que su propuesta no fue adoptada por el Cabildo de Santo Domingo.

Crisis del hato incrementó abigeato en la zona fronteriza En el último cuarto del siglo xviii la crisis de la economía hatera se hizo sentir de manera general en la parte española de la isla de Santo Domingo. Al parecer la situación revistió mayor gravedad en la región noroccidental de esta parte española de la isla, fronteriza con el principal núcleo económico de la colonia francesa que era la ciudad del Cabo. Ya para esas fechas ambas colonias sostenían un importante y lucrativo comercio. Dicha región se había convertido a lo largo del siglo xviii en una de las principales zonas ganaderas del país, y donde mayor volumen de reses se comercializaba con la colonia vecina, especialmente para el abasto de carnes, tan crucial para la población de la parte francesa que apenas las producía. Siendo éste el principal mercado para la producción de los hatos de la parte española y al propio tiempo para el abastecimiento de esclavos, así como de otras mercancías y géneros, tal comercio dio lugar a una situación peculiar que Rubén Silié ha caracterizado –en su pionero estudio sobre la economía y la población dominicanas del siglo xviii–, como una especie de «subcolonia» en el plano económico de la colonia francesa del oeste. No obstante, la estrategia política de establecer una «frontera ganadera» en la colonia española fue favorecida por la política de los borbones, que se reflejó en los «pactos de familia», además de que a nivel interno fue una vía para neutralizar las apetencias de conquista de los vecinos franceses y, al mismo tiempo, una forma eficaz de detener sus «avances» territoriales. En efecto, no fueron permitidas las estancias agrícolas ni

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las explotaciones de maderas en esta zona, para lo cual no faltaron solicitudes en la segunda mitad de dicha centuria. Con la decadencia de la producción hatera se vio afectado el abasto de carnes de la colonia francesa, el cual se convirtió en una permanente fuente de conflictos entre ambas colonias. Una carta del gobernador de Santo Domingo, fechada en 1779, da cuenta de varios informes a propósito de las condiciones críticas de los hatos, recibidos de los inspectores de la frontera norte o la «raya» como también se la llamaba. La mentada carta, entre otros informes, se encuentra en el importante conjunto de documentos publicados por el Patronato de la Ciudad Colonial de Santo Domingo, en particular el tomo IV de la Colección César Herrera, bajo el título: «Tratado de límites con franceses. 1772» (Santo Domingo, 1995), p. 61 y ss. En esa oportunidad el gobernador Isidro de Peralta y Rojas hacía notar a los representantes de la corona francesa en la colonia vecina que las dificultades confrontadas por los hateros de la colonia española impedían cumplir con los términos del convenio o «Tratado definitivo de Policía sobre abasto de carnes», firmado recientemente entre ambos gobiernos. Dicho instrumento estipulaba la «saca» de nueve mil reses al año, lo que al momento entendía el gobernador español era imposible de asumir. Por esta razón había dispuesto la limitación de la extracción de ganado con destino a las posesiones francesas. Disposición que sería resistida por los colonos franceses y especialmente por los dueños y arrendadores de carnicerías cuyos intereses se veían afectados de forma inmediata. La forma más socorrida de resistir a los recortes oficiales en la extracción de ganados era la de estimular el comercio clandestino, que en parte se nutría del abigeato, lo que repercutía agudizando la crisis. Así explicaba el gobernador español sus razones: Tengo a la vista –escribe el Gobernador Peralta y Rojas– la decadencia a que han llegado los hatos, y las escazeses de carne que padecen los pueblos de mi mando, con cuyo

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conocimiento doy las lizencias que puedo dar para proveer las colonias de V. E. sin escasear nada de quanto puedo franquear, y quiciera tener muchos más ganados que dar, pero yo no puedo remediar el que éstos hayan llegado a tan corto número, quanto es casi total su ruina, porque apenas producirán al año treinta mil reses entre machos y hembras; y si yndistintamente se cortan se acabó la raza. Si se pasan a esas colonias, se comerán éstas hasta el principal y los españoles no tendrán qué comer, fallecerán de hambre, quedando extinguidos sus hatos, mientras los franceses fomentarán los suyos como sucede en el día.

Sobresale el hecho de que al referirse a la declinación de la cabaña bovina en la zona fronteriza el gobernador de la colonia española hablaba de la «ruina de ganados» que afecta al «territorio bajo su mando», con lo que se hacía cargo de la situación existente en otras regiones. Prueba de esta ruina de ganados es la que me ha hecho presente el ynspector de fronteras don Andrés de Heredia, de no hauer podido tener cumplimiento una lisencia que dio por pronta providencia [...] del número de doscientas reses que no pudieron acopiar en la raya o frontera norte».

El gobernador conocía de las crisis periódicas en el suministro de reses debido múltiples contingencias, como podían ser las sequías relativamente frecuentes o las enfermedades del ganado, más o menos endémicas, o también las dificultades de perseguir el ganado cuando este se internaba en montes impenetrables. Sin embargo, esta vez, parecía reconocer una limitación más importante que ponía en duda la capacidad de la colonia para mantener un flujo creciente de ganados hacia la colonia francesa. Por lo cual el propio gobernador Peralta y Rojas se atrevió a proponer que él mismo –de pedirlo las au-

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toridades francesas– escribiría «a los señores governadores de Caracas y Cumaná para que permitan la saca de carnes secas y saladas, que faciliten el completo alimento al numeroso gentío de esa Colonia [francesa], por no poder sufragarla sola» la colonia española de Santo Domingo. No obstante el agotamiento que mostraba la economía hatera en la zona fronteriza, la crisis no dio paso a una clara tendencia a la campesinización como estaba ocurriendo en otras regiones tradicionalmente dominadas por el hato ganadero. Los signos visibles de la crisis parecen asociarse más con el comportamiento delictivo de ciertos grupos sociales, especialmente los que dieron sustento a un importante comercio clandestino, que ya era preexistente a la crisis pero que se vieron reforzados por ella como medio de sobrevivir. Más importante, desde el punto de vista social, fue la profunda articulación de la vida rural en torno al hato, que junto a la abundancia relativa del ganado alzado, no permitieron una clara decantación de las tendencias hacia la agricultura de subsistencia como alternativa relevante. De ahí se derivaron modalidades diferenciadas en la constitución de un campesinado libre de origen negro y mulato. Más bien la campesinización de la población criolla negra y mulata en esta zona fronteriza se dará por otras vías un tanto ambiguas, que sin descartar completamente la agricultura orientada al autoconsumo, de pequeños y aun pequeñísimos conucos, a veces ocultos, expresarán la pertinaz dependencia del ganado, aun sea montaraz, a través de la consolidación de grupos de cazadores-recolectores, maroteros y monteros, a los cuales no hay que confundir con los «bucaneros» de procedencia europea que proliferaron en el siglo xvii en las partes de la Isla Española devastadas y abandonadas por las autoridades coloniales.

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y violencia § VI. Campesinos en la sociedad colonial

El «Comegente» atacaba personas y propiedades cerca de las poblaciones Entre los años de 1790 y 1793 la población de las ciudades y haciendas aledañas de la parte española de la isla estuvo pendiente de las noticias sobre un peligrosos criminal que parecía azotar impunemente en las cercanías de los poblados. Durante más de tres años la vida cotidiana de ciudades y villas se vio alterada por la presencia de este personaje. Tanto el gobierno como los municipios dieron bandos para que las esclavas y esclavos no se enviaran solos por los caminos interiores de la colonia, con lo que se procuraba impedir que fueran atacados; asimismo, se fijaron días en que las lavanderas acudieran a los ríos a cumplir con sus faenas domésticas, entre otras medidas que buscaban mantener vigiladas las actividades que realizaban hombres y mujeres en los campos circunvecinos. Los Ayuntamientos también armaron cuadrillas de «buscadores» para atraparlo, mientras varios hacendados ofrecieron premios a quien lo trajera vivo o muerto. Fuentes contemporáneas hablan de más de dos mil personas con armas y perros atravesando los montes y bosques tras las pistas del delincuente, aunque infructuosamente. El «Comegente», nombre popular que se dio a este criminal, o «Negro incógnito» para las autoridades, se disipaba y escurría a la más tenaz de las persecuciones. Poco a poco este personaje fue adquiriendo en el mundo popular una suerte de aire misterioso o mágico, el cual remite ~ 141 ~

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al campo de la cultura, de lo simbólico, a cuyas consecuencias tendremos ocasión de referirnos más adelante. Para hacernos una idea de las proporciones que alcanzó este fenómeno, bastará recoger el testimonio del Arzobispo de Santo Domingo en su visita a la ciudad de Santiago, quien refiere cómo los hombres «no se atrevían a caminar solos ni de noche» y haber visto a las mujeres pedir «con gritos, sollozos y lágrimas» en la iglesia. En la misma ciudad de Santiago, incluso, se llegó al extremo de haberse reunido el Cabildo de ella para solicitar formalmente al dicho Arzobispo «que mandara hacer solemne rogativa para que Dios les cogiera y entregara preso al Negro», a lo que tuvo que oponerse el prelado. El inicio de las fechorías atribuidas al «Comegente» se ubica hacia el mes de marzo de 1790. El final de las mismas, entre mayo y junio de 1793. En el lapso comprendido entre estas dos fechas el «Comegente» actuó en una amplia zona que comprende las regiones más pobladas de la colonia española. Las jurisdicciones de las parroquias de Santiago, La Vega y Cotuí, parecen haber sido las más afectadas, pero las muertes se extendieron hasta las haciendas cercanas a la ciudad de Santo Domingo. La acción del «Comegente» estaba ligada al campo. Este era su escenario y escondite. Pero no se trata del campo en la forma que era visto desde la ciudad, como localización de las haciendas y esclavos que producen riqueza para el amo, sino más bien el campo disperso y anónimo de millares de negros y mulatos libres internados en los montes que llevaban una vida silvestre de autosubsistencia. Entre ellos, y al abrigo de los bosques y bejucales impenetrables, se suponía vivía este personaje. Pertenecía a ese mundo rural alternativo que había crecido sin contar con la sujeción a la ciudad; sujeción que era, en la ideología colonial, el prerrequisito de su existencia. Tanto Sánchez Valverde como Moreau de Saint-Mery señalan cómo la zona mencionada arriba de la colonia española abundaba en pobladores dispersos. Especialmente para Santo Domingo, Santiago, La Vega y Cotuí, era muy importante el

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número de estos pobladores. Sánchez Valverde habla de «un número considerable de pobres que solamente tienen sus casuchas en el campo y los corrales de sus cerdos[...]» al referirse a algunos vividores entre los ríos Ámina y Macorís en los alrededores de Cotuí. Y agrega que: «entre las Poblaciones de la Vega y Cotuí pueden y deben contarse, quando menos, tres mil personas de esta calidad, las quales son en realidad muy útiles por su exercicio de crianza, aunque con la misma capa se encubren muchos holgazanes que debieran perseguir las Justicias». Esta población dispersa y la visión negativa sobre ella –acentuada con la revolución haitiana– fueron características predominantes a finales del siglo xviii en la parte española de la isla. Son dos elementos muy importantes a tomar en cuenta en el estudio de la geografía del «Comegente». Por otra parte, hay que fijarse en las víctimas y su número. En términos cuantitativos resulta que en los tres años y pico que duró el fenómeno, se cometieron al menos 29 homicidios y 27 heridas, un total de 56 acciones. El número debió ser aún mayor, pues en esta cifra sólo hemos tomado en cuenta la relación atribuida al padre Amézquita, quien si bien registró hasta fines de 1792 las muertes imputadas al «Comegente» (sin incluir las correspondientes a los cinco primeros meses del año 1793), no parece haber hecho lo mismo con todas les heridas y golpizas, sino que de éstas sólo recogió las que se produjeron en las proximidades de La Vega donde residía, como puede apreciarse en los listados incluídos al final de su relación y que presentamos en los cuadros 1 y 2. Las víctimas suelen ser mujeres, aunque hay un número importante de hombres, sobre todo entre los heridos. Podría parecer que el «Comegente» actuaba de manera indiscriminada, con preferencia de las personas más débiles (ancianos, mujeres, niños), como sugieren los relatos de la época; pero desde otro ángulo pertinente, puede observarse una característica que reviste mayor interés. Muchas de las víctimas, espe-

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cialmente las que no llevan nombres, son esclavos y esclavas. Desde este punto de vista se puede interpretar esta acción como un ataque a la propiedad. Lo que además empata con las otras fechorías atribuidas a este personaje que causaba «la destrucción de labranzas y muertes de todas especies de animales». También explica que los hacendados se hayan reunido y puesto premio a su cabeza. De otro lado, los que aparecen con nombres y apellidos, o sencillamente con sus apodos, parecen haber sido personas del entorno de las villas y ciudades, cuando no, vinculadas a las haciendas que eran su presencia o prolongación en el campo. No es posible precisar este último dato a partir de la información actual, aunque es seguro que el hecho de aparecer con sus nombres descarta que se tratara de uno de aquellos pobladores dispersos y anónimos que caben en la categoría de campesinos arcaicos. Estas características sobre la geografía y las víctimas del «Comegente» nos hacen pensar que más allá de los crímenes horrendos que se imputan a este personaje, éste simbolizaba, en alguna manera, la contraposición entre la autonomía rural de los campesinos arcaicos y la dominación de la ciudad. Esto de una doble manera: Al inspirar temor, inseguridad, desasosiego, miedo en los habitantes de villas y ciudades (incluidas sus jurisdicciones), el «Comegente», como fenómeno, afirmaba la autonomía de los primeros. A la inversa, en él se concentraba el desprecio y la negativa de la ciudad y su orden a aceptar las formas alternativas de vida rural, formas que la ciudad no podía comprender sino en el marco exclusivo de la barbarie y los vicios que conceptuaba inherentes a tales pobladores.

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Fecha

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-

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-

-

14/8/1791

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-

-

No.

1 2

3

4

5

6

7 8 9 10

11

12

13 14

La Vega Estancia Nueva, Santiago Genimillo Los Limones

San Luis Los Corozos San Luis

La Vega

Angostura, Stgo.

Jam(a)o

Cenoví, Cotuí

Santiago Jábaba, Moca

Lugar

Santiago Hernández Pedro Santiago de Mena

“hija de Tomás García”

“una morena”

Rudecinda Remigio “una morena” “una mujer preñada” Francisca de la Antigua

“una mulatica”

“Negra preñada”

“un negrito”

“una negrita”

“una morena” “una muchacha”

Nombre o descripción

M M

F

F

F F F F

F

F

M

F

Sexo F F

libre libre

libre

esclava

libre esclava libre libre

esclava

¿libre?

esclavo

esclava

Condición esclava ¿libre?

Cuadro 1: muertos por el negro incógnito

-

-

dueño: D. Agustín de Moya

dueño: Victoriano Sánchez (“tres estocadas”) -

dueño: D. Agustín de Moya

-

dueño: Victoriano Sánchez

Dueña: Vda. García Dueño: Casimiro Concepción

Observación

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30/8/1792 7/10/1792

23

24 25 26

27

28 29

Río Seco Santiago

El Algarrobo

Manga Larga Manga Larga Santiago

Jam(a)o

Los Limones Los Limones Palmar Palmar Palmar Las Cabullas La Vega La Vega

Doña Isabel Estévez “una mulata”

Manuel Álvarez

Leonor Sánchez Florencia Pascual Espínola Bernarda Mariana Gil Eugenio Concepción “Tío Gabriel” Apolonia Ramos “un hijo de Antonio Gabino” Marcos Pérez Rita “una mujer” F F

M

libre esclava

libre

libre libre esclava

libre

M M F F

libre libre libre libre libre libre libre libre

F F M F F M M F (“quemado”) Hija del anterior, 8 años Dueño: Manuel Sánchez (“alanzado por los lomos”) (“8 machetazos”) dueña: Juana Muñoz

-

hija del anterior 80 años de edad -

Fuente: relación del padre Amezquita: «El negro incógnito o el comegente» en Emilio Rodríguez Demorizi, Tradiciones y eventos dominicanos, Santo Domingo, Julio D. Postigo e hijos editores, 1969.

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15 16 17 18 19 20 21 22

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No. 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17

Lugar Jimayaco Las Guásumas Los Corozos, Moca -

Nombre o descripción “un hombre” “el negro Domingo” “un negro” Juana Castillo “una hija” de la anterior “la Pallano” “una muchacha” Gregorio Pallano “una muchacha” Brígida “la hija de Ferreira” Vicente González Bonilla “un Bocanegra” “un Filoteo” Pedro Pérez María de Jesús

Sexo M M M F F F F M F F F M M M M M F

Cuadro 2: heridos y contusos Observación ¿esclavo? ¿esclavo? “mujer de Baltasar Remigio” “esclava de Juana Francisca” “la hija de Luis” -

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Cenoví, Cotuí Cenoví, Cotuí -

Juan de Banderas Leonor Restituyo Gregorio Hernández Manuel Concepción Don Ventura López Andrea de Salas Antonio Gabín Marcos Guillermo Juan López “un Enea”

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Fuente: relación del padre Amezquita: «El negro incógnito o el comegente» en Emilio Rodríguez Demorizi, Tradiciones y eventos dominicanos, Santo Domingo, Julio D. Postigo e hijos editores, 1969.

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Para capturar al «Comegente» comisionó la Real Audiencia a uno de sus oidores Hacia el 1793 las autoridades de la colonia española de Santo Domingo advertían que el peligro que representaba el «Comegente» sobrepasaba los límites de la intranquilidad rural. Donde quiera vecinos o milicias, que eran requeridos para enviar a la frontera debido a los acontecimientos revolucionarios de la parte francesa, estaban ocupados en la búsqueda de aquél y no querían abandonar las villas y ciudades hasta no dejar mejor resguardadas sus propias familias, que temían encontrarse desamparadas. Mientras tanto los ministros de la Audiencia, el gobernador Joaquín García y el Arzobispo, por su parte, miraban con impaciencia el giro de los acontecimientos en la parte francesa que preveían catastrófico para la colonia española. Para ellos, el incremento del robo de ganado por los insurrectos en la zona de la frontera y la incapacidad para diluirlos por parte de las fuerzas negras rebeldes leales a España dirigidas por Jean François, entre otros, eran indicios de un peligro mayor que temían no poder contener. De ahí que hayan solicitado al Rey el envío de más tropas que pudieran al menos controlar los esclavos rebeldes convertidos en un improvisado ejército que creían penetraría por los montes y otros sitios de la parte española extendiendo la agitación social y el desorden a toda la isla. En ese contexto es que las muertes de varios esclavos en las cercanías de Santo Domingo, puso un nuevo ingrediente a la situación de desasosiego que venía arrastrando la población de ciudades y villas de la parte española desde hacía más de tres años. Una Junta de Hacendados había solicitado formalmente al gobierno la captura del negro incógnito y formó, para contribuir a ello, su propia cuadrilla de buscadores. En breve la Real Audiencia de la isla tomó cartas en el asunto y mediante auto de abril de 1793 nombró una comisión bajo el mando de uno de sus ministros, con amplios poderes, acompañado de

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unos 200 hombres entre tropas y milicias para poner fin a un estado de cosas que de prolongarse tendría graves consecuencias sobre la parte española, hasta entonces en calma: Los excesos que se cometían en las inmediaciones de esta capital, la noticia de que un negro sanguinario, que en otros parages de la Ysla havía perpetrado atrocidades, se hallaban en esta jurisdicción, y que otros cimarrones la infestaban, y últimamente las muertes de tres negros y viejos acaecidas en un sitio llamado la Furnia, distante una legua de esta ciudad, determinó al Real Acuerdo, a que saliese uno de sus ministros con escribano, auxilio de tropa y otras gentes con comisión en forma para el examen comprobación de aquel delito, inquisición, persecución y apreensión de sus authores, cómplices y otros delinquentes, con amplias facultades para todas las demás providencias que estimase convenientes al logro de tan saludables fines, y de la tranquilidad pública, que se hallaba perturbada.

La Audiencia de Santo Domingo nombró para ejecutar esta comisión a don Pedro Catani, oidor decano de este tribunal, y ciertamente la elección no pudo ser más acertada. Catani no sólo contaba en su haber la mediación que cumplió en el Nuevo Reino de Granada, en ocasión de otra rebelión rural, la llamada «revuelta de los comuneros», sino que además, era un gran conocedor de los problemas agrarios del país, como lo revela el informe que redactó en 1788 sobre el fomento de la colonia. El inicio de las operaciones en abril de 1793 no fue muy distinto de las demás persecuciones. Por todas partes la falta de pistas o indicios seguros parecían sumergirla en el desconcierto: Procedí –escribe el oidor Catani– a la formación del sumario y comprobación del cuerpo del delito, del que no fue posible averiguar sus autores, porque ni tuvo testigo de

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vista, ni quién diese noticias del caso, ni indicio de persona determinada.

Además había enviado dos grupos de lanceros a revisar los montes y parajes de los alrededores para que apresaran cualquier persona sospechosa, los cuales también regresaron sin nada: «Bueltos los lanceros al día siguiente de las diligencias encargadas sin haver encontrado persona alguna en aquellos montes, ni otra sospecha en los parages visitados». Con estos resultados, Catani ideó un plan para ampliar el radio de acción de su gente poniendo varios centros de acción para distintas compañías de milicias que tenían rondas determinadas. El punto desde donde salían para hacer tales rondas eran las haciendas, adonde además se concentraban los apresados. El oidor pasaría revista a estos presos para depurarlos y remitirlos a la capital. Durante 31 días que duró la comisión, el oidor decano de Santo Domingo estuvo interrogando a pobladores de la campiña que se hacían sospechosos sólo por vivir en parajes ocultos y en el interior de los montes. De éstos solo a 24 se les hizo expedientes para enviarlos a la cárcel, pero después de regresar a la capital quedaron operando las rondas volantes para atrapar «sospechosos». Así llegaron a la capital cientos de presos en varias semanas después de la comisión de Catani. Tras esta batida por los campos desapareció el «Comegente». El propio oidor Catani explica este hecho: Veinte y quatro reos remití a disposición de la Real Audiencia con sus sumarios correspondientes entre vagos, ladrones, cimarrones, fugitivos de cárceles y otros delinquentes, sin muchos que después de mi regreso y por órdenes y disposiciones mías, se han arrestado y remitido, y entre ellos un Luis Ferrer, como yo lo tenía meditado, a quienes estoy formando procesos y pueden ser reos de gravísimos delitos. [..] Con estas providencias desapareció el negro sangui-

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nario, que el vulgo llamó Comegente, no porque huviese tal como aquél apreendía, sino porque eran muchos los comegente, que executaban sus maldades con el salvoconducto de que las atribuían a uno, que no existía, de que tiene algunas pruebas esta Real Audiencia.

Los campesinos arcaicos, monteros y conuqueros, internados en parajes impenetrables, caían en la clasificación de «vagos y malentretenidos». Desde los años de la Junta de Fomento de la isla en 1772, se había solicitado la reducción a pueblos de estos vividores de la campiña para convertirlos en súbditos «útiles» al público y la monarquía. Este era el problema real cuyo enfrentamiento se había venido postergando y ahora estallaba bajo la singularidad del «Comegente». La autonomía de la vida de millares de campesinos arcaicos dispersos en las zonas rurales exigía de una respuesta. La relación entre campesinos precaristas, con sistemas de producción de autosubsistencia, frente a propietarios de grandes extensiones, aparece aquí en su forma quizás más primitiva. En términos más amplios se trata de la relación campo-ciudad. Tales relaciones se replantearán en el marco de la república a lo largo del siglo xix, pero desde la irrupción del «Comegente» la lucha social de estos campesinos arcaicos se introdujo en la historia de las formas de resistencia campesina y de los movimientos sociales de nuestro país.

«Hay tres clases de gentes en la campaña [...]» En el informe que presentara en mayo de 1793 el oidor Pedro Catani, comisionado por la Audiencia de Santo Domingo para la captura del llamado «Negro Incógnito» o «Comegente», éste volvió sobre el tema de los vividores libres de la campiña. Estaba persuadido este juez de que en las zonas rurales de la parte española de la isla se estaba asistiendo a

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un estallido de criminalidad social, lo que confirmaba los temores acerca de la peligrosidad que encerraba la situación de los campos. Se planteaba así, con nueva fuerza, la cuestión de la dispersión rural, fenómeno característico de la colonia española durante el siglo xviii. El problema no era nuevo y, en efecto, había sido expuesto a la corona por las autoridades y los principales hacendados en varias oportunidades, sin que se aplicara ninguna de las propuestas de solución que se hicieron. Cabe mencionar dos ocasiones sobresalientes: la primera, a propósito de la Junta de fomento mandada a formar por el Rey mediante Real Cédula de octubre de 1769, cuyas conclusiones se remitieron a la corona en el año 1772 por el gobernador Joseph Solano. La segunda, para la confección del proyecto de Código Negro que la corona encargara a la Audiencia por otra Real Cédula de diciembre de 1783. En ambas ocasiones las respuestas desde la metrópoli fueron limitadas o posponían las soluciones; evadían la cuestión principal, que se refería a la necesidad de una reforma rural que abarcara a los campesinos arcaicos, cuyo número se consideraba excesivo y su presencia creciente, como una amenaza del orden colonial. El informe que presentara el oidor Catani, remitido por la Audiencia al ministro de Ultramar, contenía nuevos argumentos para llamar la atención sobre este problema. Su informe presenta un cuadro analítico de la situación social de las zonas rurales, para luego proponer los remedios adecuados: Hay tres clases de gentes en la campaña, unos esclavos, destinados a servir a los yngenios y haciendas de sus dueños; otros esclavos ganadores o jornaleros, que pagan un tanto diario a sus amos; y otros negros libres, que se ubican en el parage que les parece, trabaxando por sí, o por otro como les acomoda.

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A continuación señala que ni los esclavos de haciendas e ingenios ni los ganadores o jornaleros ofrecían ningún peligro a la tranquilidad pública: «su menos trasgresión es castigada, y si huyen son solicitados por sus amos». Le interesaba subrayar sobre todo el punto de los negros libres, que componían el grupo social de los campesinos arcaicos: Los negros libres son los peores [...]; aquellos no tienen sugeción; se sitúan por lo común dentro de los montes; viven a su antojo con toda libertad y independencia; van quasi desnudos y son la causa y origen de todos los daños que se comenten y puedan ocurrir en la Ysla. Estos negros son la mayor parte vagos, malentretenidos, amancebados, ebrios y ladrones, de modo que podrá calcularse un diez por ciento que no esté comprendido en estos vicios, y que sean verdaderamente aplicados. Estos son los que auxilian, abrigan y fomentan el hurto y la cimarronería; si los esclavos roban a sus amos, encuentran en ellos un receptador; si huyen, en buena correspondencia, los ocultan y amparan, y dan cuantas noticias adquieren de suerte que hacen dificilísima su apreensión, contribuyendo a esto lo espeso y dilatado y enmarañado de los bosques y montes, de que son sumamente prácticos.

Los argumentos de Catani revelan no sólo la visión de la sociedad esclavista sobre estos negros libres, sino que además nos permite entender hasta qué punto el fenómeno de la dispersión rural fue un medio de resistencia que aquéllos opusieron a esa sociedad esclavista, una vez que se hallaban en libertad. Prefirieron una vida silvestre a emplearse en las haciendas como jornaleros. Cuando desaparecía la relación directa de dominación, los antiguos esclavos buscaban por todos los medios cumplimentar el derecho adquirido de la libertad, cosa que no podían hacer permaneciendo en el seno de la sociedad esclavista. Allí tendría que seguir las reglas de una rigurosa subordinación que

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prácticamente no establecía diferencias entre libres y esclavos. Pero aunque no conocían más derecho que el recién adquirido, sabían por la experiencia de sus antepasados que los montes constituían para ellos un espacio de libertad. Mas este aspecto no era visible para la sociedad esclavista, que no veía en esta dispersión rural otra cosa que la manifestación de los vicios inherentes que les imputaba. Por eso Catani encuentra que: La holgazanería y ociosidad es el origen y fomento de todos los males; de ella nacen los robos, la ebriedad, el amancebamiento, las iras, las venganzas, las muertes, la irreligión y quanto género de maldad pueda imaginarse.

A fin de evitar estos daños y convertir «esta clase de gentes útiles a sí y al público», propuso adoptar un plan de reducciones que los convirtiera en una especie de siervos de la gleba: Debería formarse un padrón de todos ellos y del lugar de su residencia, no permitiéndoles ubicarse en lo más interior de los montes, sino en parages circunvecinos a los caminos reales y principales veredas, y obligarles a trabaxar lo proporcionado a sus fuerzas [...]. Cada cuatro o seis meses podría hacérseles una visita por las justicias, o un comisionado, y el que no tubiese trabaxado el terreno señalado con examen de puntos, destinarle a presidio, y después fuera de la Ysla. Vn mal inveterado necesita de un violento remedio.

Y continuaba con una serie de reglamentaciones que limitaban su movimiento. En realidad, se trataba de una solución que tenía como premisa el sistema esclavista. Por esta razón, la situación de los campesinos arcaicos no tendría resolución dentro de la colonia. Sólo con la ruptura de las relaciones coloniales tuvo esta población la oportunidad de integrarse a la

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vida social global. Pero el estigma que la ideología esclavista colonial hizo recaer sobre ella permanecerá por mucho más tiempo.

«Comegente»: tradición, literatura e historia La historia del «Comegente», también llamado «Negro incógnito», ha sido descrita generalmente como la de un personaje extraño que cometió horrorosos crímenes a finales del siglo xviii o principios del xix. Asociado a las tradiciones orales dominicanas, se ha señalado como el probable origen del «cuco» en nuestro país, con que los adultos asustan a los niños en campos y ciudades. Ha sido objeto literario en la pluma de un destacado intelectual y político vegano: Casimiro de Moya. Hasta ahora las noticias sobre este fenómeno que se ubica en la primera mitad de la década de los años 90 del siglo xviii, eran muy limitadas. Los estudiosos han tenido que servirse casi exclusivamente de una relación procedente del siglo xviii, copiada a su vez por Francisco de la Mota hijo en 1867. El original se atribuye al presbítero Pablo Francisco de Amézquita, antepasado del anterior, quien habría anotado los hechos en un libro de memorias de la familia en que se registraban «curiosidades útiles y otras noticias», según nos refiere Guido Despradel y Batista en su Historia de la Concepción de La Vega. Otras versiones dan por hecho que el «Comegente» existió a principios del siglo xix llevando a cabo sus fechorías en los alrededores de San Francisco de Macorís, como señala Manuel Ubaldo Gómez en su Resumen de la historia de Santo Domingo. Casimiro Nemesio de Moya ofrece otras noticias en sus Episodios dominicanos al referirse a las versiones que lo ubican en el siglo xix. Pero este autor prefiere situar su narración a finales del siglo xviii, después de proponer que aquellas versiones surgieron probablemente de la confusión entre

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fechorías cometidas por dos individuos que existieron en épocas diferentes. En este punto coincide con otros historiadores modernos, quienes se han limitado a repetir los hechos de la relación atribuida al padre Amézquita. Dicha relación fue publicada por primera vez en 1881 por Pedro Bobea, en la edición del 30 de noviembre de El Esfuerzo, periódico vegano que él dirigía. Emilio Rodríguez Demorizi localizó la copia manuscrita hecha por Francisco de la Mota hijo y la publicó en El Observador de La Vega, en su edición del 25 de enero de 1942, luego se reprodujo en Clío, órgano de la Academia Dominicana de la Historia (no. 83, año 1949) y en su libro Tradiciones y cuentos dominicanos. Las fechas en que se sitúan los hechos aparecen corroboradas además por otros documentos de la época, entre los que se encuentran dos cartas del Arzobispo de Santo Domingo publicadas por Joaquín Marino Incháustegui en sus Documentos para estudio, marco de la época y problemas del Tratado de Basilea de 1795, en la parte española de Santo Domingo. Por otra parte, en su reconstrucción literaria Casimiro de Moya se aparta de la relación de Amézquita para ofrecernos una biografía del personaje. Lo más interesante es que lo considera un mulato dominicano, consiguiendo así superar la contradicción que se observa en aquella relación entre la descripción física de un mulato y la asimilación del personaje a una tribu antropófaga africana. Aunque en su relato de Moya finalmente explica la degeneración de éste hasta convertirse en el monstruo criminal que fue el «Comegente», mediante un viaje a Haití realizado poco antes de cometer sus primeras fechorías. El cambio tiene connotaciones interesantes respecto a la actitud de los intelectuales frente a Haití, aunque desde luego se trata de una reconstrucción literaria. El único estudio con que contamos sobre este fenómeno se debe al eminente penalista y criminalista español Constancio Bernaldo de Quirós; su «Pitaval dominicano: Comegente, el

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monstruo sádico», apareció en Cuadernos dominicanos de cultura en el año 1944 y ha permanecido solitario. Propuso allí una tipificación del personaje en relación a otros criminales de la historia mundial, entre los que se encontraba Jack «el destripador», para sólo mencionar uno de los más conocidos. En su estudio llamaba la atención sobre el alto número de víctimas que se atribuían al «Comegente», lo que dejaba como una incógnita a despejar. En su tipificación seguía las tesis de César Lombroso sobre los fundamentos biológicos del delito, según las cuales los caracteres psíquicos asociados a rasgos somáticos darían la personalidad del criminal; tesis que desde inicios de siglo influenciaban la criminología en los países latinos. En esta perspectiva lombrosiana su estudio subraya más las características individuales, psíquicas y físicas, que las sociales. Siendo esta última alternativa no sólo complementaria, sino una fecunda perspectiva que dicho autor había probado al estudiar el fenómeno del bandolerismo andaluz del siglo xix. Mas la escasa documentación disponible entonces excusa el que no haya abordado el tema desde un enfoque social, que habría llevado forzosamente el estudio al terreno especulativo. En cambio, hoy, con nuevos materiales rescatados de los archivos, podemos aproximarnos a este enfoque. Una intuición sobresaliente en este sentido se debe a Pedro Francisco Bonó quien, en una carta dirigida a Gregorio Luperón en 1895, caracterizaba certeramente al «Comegente» como «un fenómeno social horrible de fines del siglo pasado». Los documentos consultados en el Archivo General de Indias, entre los que se encuentra un expediente relativo a la persecución y captura del Negro incógnito, permiten apoyar con nuevos argumentos la intuición de Bonó. Por el momento, cabe señalar que tal fenómeno fue, al lado de los enfrentamientos que se desarrollaban en la frontera a consecuencia de la revolución haitiana, el más característico

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de la intranquilidad rural en el centro mĂĄs poblado de la parte espaĂąola de la isla. En tal sentido es una clave para entender los conflictos sociales a finales de la ĂŠpoca colonial.

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Procedencia de los artículos recopilados – «La primera emisión de papel moneda ocurrió en la isla de Santo Domingo en el año 1782», Suplemento Cultural de El Caribe (SCEC), 2-marzo-1991, p. 18. – «Papel moneda que circuló en Santo Domingo provocó quejas que llegaron hasta la Corte», SCEC, 23-marzo-1991, p. 18. – «El impacto del papel moneda alcanzó actividades rurales», SCEC, 12-abril-1991, p. 18. – «Autonomía de la vida rural fue una característica de evolución de sociedad dominicana en el siglo xviii», SCEC, 10-agosto-1991, p. 18. – «Campesinos y proyecto de Código Negro Carolino», SCEC, 17-agosto-1991, p. 18. – «Frontera ganadera y dispersión rural caracterizan siglo xviii dominicano», SCEC, 24-agosto-1991, p.18. – «La visión del mundo rural dominicano cambió mucho a través del siglo xviii», SCEC, 31-agosto-1991, p. 18. – «Informe del siglo xviii pedía reglamentar explotación de los bosques en la Isla», SCEC, 14-septiembre-1991, p. 18. – «Comegente: Tradición, literatura e historia», SCEC, 28-septiembre-1991, p. 18. – «El ‘Comegente’ atacaba personas y propiedades cerca de las poblaciones», SCEC, 5-octubre-1991, p. 18. – «Para capturar al ‘Comegente’ comisionó la Real Audiencia a uno de sus oidores», SCEC, 12-octubre-1991, p. 18.

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Procedencia de los artículos...

– «‘Hay tres clases de gentes en la campaña[...]’», SCEC, 23-noviembre-1991, p. 18. – «Agitación rural y rebelión esclava en el siglo xviii», SCEC, 30-noviembre-1999, p. 18. – «Libertos en la sociedad esclavista», SCEC, 30-noviembre-1991, p. 18. – «Esclavos reclamaron su libertad en los tribunales de justicia», SCEC, 14-diciembre-1991, p. 18. – «En torno a la composición de realengos se enfrentaron propuestas sobre fomento en parte española de la isla», SCEC, 20-febrero-1993, p. 18. – «Hacendados de Santo Domingo del siglo xviii se opusieron a composiciones de tierras», SCEC, 27-febrero-1993, p. 18. – «Propietarios de tierras carecían de títulos durante el siglo xviii en la isla Española», SCEC, 6-marzo-1993, p. 18. – «El fomento de la colonia sirvió de argumento contra la reforma de la propiedad de la tierra en el siglo xviii», SCEC, 27-marzo-1993, p. 18. – «Vida de los esclavos en el siglo xviii», SCEC, 3-abril-1993, p. 18. – «Motín de esclavos del año 1723 impidió fueran devueltos a la colonia francesa», SCEC, 10-abril-1993, p. 18. – «Memorial revela que en el año 1767 había 29 ingenios en cercanías de Santo Domingo», SCEC, 17-abril-1993, p. 18. – «Esclavos ‘ocultos’ fueron fuente de conflicto durante la colonia», SCEC, 1-mayo-1993, p. 18. – «Principal motivo de los esclavos franceses para huir a la parte española de la isla era lograr su libertad», SCEC, 8-mayo-1993, p. 18. – «Inquietud rural y persecución de ‘vagos’ precedieron el proyecto de Código Negro», SCEC, 29-junio-1996, p.9. – «Instrucciones ordenaron persecución de vagos en la parte española de la isla de Santo Domingo», SCEC, 6-julio-1996, p. 9. – «‘Papeleta mató a menú[...]’», SCEC, 3-agosto-1996, p. 4.

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De esclavos a campesinos

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– «Gobernador Solano y Bote fue proclive a la expansión del comercio de tabaco con España», SCEC, 10-agosto-1996, p. 4. – «Fracasaron los proyectos borbónicos en la parte española de Santo Domingo», SCEC, 21-septiembre-1996, p. 4. – «Reformismo esclavista borbónico: un esfuerzo tardío», SCEC, 28-septiembre-1996, p. 4. – «Revés de la Instrucción de 1789 alertaba sobre papel político de la población negra», SCEC, 2-noviembre-1996, p. 4. – «Crisis social provocó resurgimiento sociedad hatera contrapuesta al modelo de plantación del siglo xix», SCEC, 1-marzo-1997, p. 4. – «Sillas de montar criollas fueron preferidas en el siglo xviii», SCEC, 8-marzo-1997, p. 4. – «Campesinado en el Este se desarrolló con la crisis del hato ganadero a finales del siglo xviii», SCEC, 22-marzo-1997, p. 4. – «Diversos factores agudizaron crisis del hato en el siglo xviii», SCEC, 29-marzo-1997, p. 4. – «Crisis del hato incrementó hurto de ganado en la zona fronteriza», SCEC, 28-junio-1997, p. 4. – «Documentos detallan compra de terrenos en Santo Domingo para fundación de San Carlos», SCEC, 5-julio-1997, p. 15. – «Quejas por falta de brazos de población campesina fueron comunes en el período colonial», SCEC, 6-marzo-1999, p. 15. – «Haciendas de Santo Domingo estaban recargadas de hipotecas y gravámenes», SCEC,20-mar-1999, p. 15. – «Aristocracia y plebe en el siglo xviii», SCEC, 2-octubre-1999, p. 15.

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Índice onomástico A Tambar Djamgaroff, George 247 Acosta, Francisco de 63 Agüero, Joseph Pablo de 16, 54, 96 Alburquerque, Alcibíades 41 Alonzo --Rey 58 Álvarez, Manuel 146 Amézquita, Pablo Francisco de 146, 148, 156, 157 Antigua, Francisca de la 145 Antinoe Fiallo, José 13 Arráez de Mendoza, Juan 25 Asención, Antonio de la 35 Azlor, Manuel 42, 47, 51, 63, 75, 81, 82, 111

B Banderas, Juan de 148 Bázquez, Ginés 127 Bernal, Pedro 44 Bernaldo de Quirós, Constancio 157 Bernarda 146

Betancourt, Domingo 44 Betancourt, Joseph 26 Bobea, Pedro 157 Bonó, Pedro Francisco 11-12, 158 Boruco, Juan Baptista 52 Brabo, Manuel 101 Brígida 147

C Caballero, Gaspar 63 Campomanes 62 Carlos III 60, 62, 96-97, 99, 108, 113, 132 Caro de Oviedo, Antonio 79 Carrillo Moreno, Juan 30 Cassá, Roberto 11, 13 Castillo, Juana 147 Castillo, Manuel 44 Castillo, María del 44 Castillo, Rudecindo del 68 Castro, Ramón de 117 Catani, Pedro 93, 101, 104, 119, 150-155

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Índice onomástico

Chaves, Luis de 93 Chávez Mendoza, Luis de 86, 101 Coca y Landeche, Antonio Dávila 79 Concepción, Casimiro 145 Concepción, Eugenio 146 Concepción, Manuel 148 Concepción, Manuel de la 52 Constanzo Ramírez, Fernando 30 Contreras, Bernardino 68 Cortés, Francisco 56

D Deive, Carlos Esteban 56 Delmonte 62 Despradel Batista, Guido 156 Domingo 147

E Emparán, Agustín de 17, 82, 97, 101-104 Espínola, Pascual 146 Estévez, Isabel 146

Francisco Dionisio 24 Franco de Quero, Diego 25 François, Jean 149

G Gabín, Antonio 148 Gabino, Antonio 146 Gabriel García, José 121 Gálvez, José de 86, 87 Gamboa, Francisco Javier 101 García, Joaquín 105, 149 García, Tomás 145 Gil, Mariana 146 Girón, Agustín 79 González Payano, Manuel 25 González, Raymundo 13, 102, 107 González, Vicente 147 Guillermo, Marcos 148 Guridi, Nicolás 52 Guridi, Phelipe 79 Guridi y Concha, Joseph de 79 Gutiérrez Escudero, Antonio 52, 56

H F Fernández, Thereza 36 Ferrer, Luis 151 Ferrer, Miguel 52 Florencia 146 Flores Galindo, Alberto 28, 107 Foncerrada, Melchor Joseph de 118, 122 Francisca, Juana 147

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Henríquez Pimentel, Elena 25 Heredia, José Francisco 134, 135 Heredia, Manuel de 80 Heredia, Nicolás de 62, 79 Hernández, Gregorio 148 Hernández, Joseph 52 Hernández, Santiago 145 Herrera, César 60

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Herrera Calderón, Agustín de 32 Hinojosa, Ignacio de 63 Hoetink, Harry 38

I Incháustegui, Joaquín Marino 157 Isabel 26

J Jesús, María de 147 Jovellanos, Gaspar Melchor de 62 Jover, Ramón 101 Juan Joseph 26, 28 Juan Luis 60

K Klein, Herbert S. 38

L Labrose, Juan 35 La Pallano 147 Lásaro, Juan 52 Ledesma, Antonio de 60 Lira González, Andrés 43 Lombroso, César 158 López de Urtiaga, Esteban 80 López, Juan 148 López, Ventura 148 Lorenzo Daniel 35 Lucas 25 Lucena, Joseph 35 Luperón, Gregorio 158

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Luyando, Ruperto Vicente de 42, 43, 47, 48, 49, 51, 52, 56, 61, 62, 73 Luyando, Ruperto Visente 45 Luyando, Vicente Ruperto de 60

M Malagón Barceló, Javier 75, 97, 100, 102-103 Maldonado, Gerónimo 59-60 Mañón, Antonio 26, 27, 105 Martín, Domingo 52 Martínez de Abréu, Ignacio 44 Martínez, Manuel 68-69 Mejía, Manuel 68 Mena, Pedro Santiago de 145 Milián, Juan Martín 44 Moreau de Saint Mery, M. L. 128, 142 Moreno Fraginals, Manuel 27 Mota, Francisco de la 156-157 Moya, Agustín de 145 Moya, Casimiro Nemesio de 156-157 Muñoz, Juana 146

O Ots Capdequí, José María 41, 53, 55, 71

P Pallano, Gregorio 147 Peguero, Luis Joseph 109-110

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Índice onomástico

Peralta Rojas, Isidro de 19, 82, 86, 88, 93, 97, 113, 121, 125, 137 Pérez, Marcos 146 Pérez, Pedro 147 Pimentel, Gregorio 63-64 Pimentel, Luisa 52 Pimentel, Rodrigo 56, 58 Piñeyro, María 25 Polanco, Pedro 44 Porlier, Antonio 93, 96-97 Portillo y Torres, Fernando 22, 117 Pueyo Urríes, Andrés de 101

Q Quesada Torres, Gerónimo de 60 Quevedo, Juan de 36

R Ramos, Apolonia 146 Remigio, Baltasar 147 Remigio, Rudecinda 145 Rendón Sarmiento, Francisco 93 Restituyo, Leonor 148 Robles, Andrés de 56, 58 Rocha Bastidas, Domingo de la 79 Rocha Ferrer, Francisco de la 31 Rodríguez, Andrés 52 Rodríguez Demorizi, Emilio 125, 146, 148, 157 Rodríguez Fiallo, Juan 44

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Rodríguez, Genaro 11 Rodríguez Lorenzo, Isidoro 117 Rojas, Antonio de 72 Romano, Ruggiero 54 Rosario, María del 36 Rosas, Josef Ant. de 35 Rubio, Vicente 12 Ruíz Tejada, Manuel Ramón 41

S Salas, Andrea de 148 Salgado, María 44, 45 Sánchez, Leonor 146 Sánchez, Manuel 68, 146 Sánchez Valverde, Antonio 22, 82, 103, 105, 110, 128, 142 Sánchez Valverde, Miguel 63 Sánchez, Victoriano 145 Santana, Lorenzo 68 Santos, Esteban de los 56, 57 Santos, Estevan de los 57, 60 Sevilla Soler, María Rosario 97 Silié, Rubén 136 Solano, Josef 91 Solano, Joseph 16, 85, 153 Solano y Bote, José 82, 83, 84 Soria, Emelenciana de 36 Soria, Emenenciana de 52 Sosa, Diego de 45 Stuart y Colón, Pedro Fitz-James 84-85

T Tío Gabriel 146

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De esclavos a campesinos

Torres, Juan Ramón 117

U Ubaldo Gómez, Manuel 156 Ugarte, Marvía 12 Ureña, Juan Emeregildo de 63

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Villafaña, Pedro de 131 Villaseca, Emeterio 117 Vizcaíno, Lázaro 63

Y Yumi 35

Z V Valladares, Juan de 60 Vásquez, Antonio 120 Vázquez, Ginés 125 Vera, Juan de 56

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Zabala 62 Zevallos, Domingo Lorenzo de 64

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Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI

Vol. XII Vol. XIII

Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 18441846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850. Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. XIV

Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

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Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. L Vol. LI Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII Vol. LIX Vol. LX Vol. LXI Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Vol. LXV Vol. LXVI Vol. LXVII Vol. LXVIII

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Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y discursos. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y controversia histórica. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008. Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

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Vol. LXIX

Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Ángel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXV Obras, tomo I. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVI Obras, tomo II. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CVIII República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

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Vol. CIX

Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CX Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXI Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXII Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIII El exilio republicano español en la sociedad dominicana. (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIV Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXV Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVI Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVII Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXIX Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXX Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXI Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I. Octavio A. Acevedo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II. Octavio A. Acevedo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.). Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos, edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (19441948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I. Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II. Antonio Zaglul, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari Dramani-Issifou, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana. Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVII La caña da para todo. Arturo Martínez Moya, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXVIIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de independencia, 1849-1856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXL Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLI Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N., 2011.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

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Vol. CXLII

Memorias de Juanito: Historia vivida y recogida en las riberas del río Camú. Reynolds Pérez Stefan, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIII Más escritos dispersos. Tomo I. José Ramón López, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLIV Más escritos dispersos. Tomo II. José Ramón López, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLV Más escritos dispersos. Tomo III. José Ramón López, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVI Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011. Vol. CXLVII Rebelión de los capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2011.

Colección Juvenil Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII

Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007 Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009. Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps. (siglo xix). Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Cuadernos Populares Vol. 1 Vol. 2 Vol. 3

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La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009. Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó. Santo Domingo, D. N., 2010.

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Esta primera edición de De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial de Raymundo González, se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editora Búho, S. R. L. en el mes de diciembre de 2011 y consta de mil ejemplares.

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