La hija de Artemisa

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La hija de Artemisa

2013

La hija de Artemisa

La luna siempre había tenido un efecto poderoso en mí. Desde la época en que me salieron mis primeros dientes, me asomaba por la ventana de mi dormitorio para contemplar su rostro pálido. En ocasiones me imaginaba que me sonreía y escuchaba mis problemas. Crecí sola bajo el cuidado de mi padre y de alguna manera acudía a la presencia lunar cuando necesitaba un poco de intuición femenina. Sin embargo, la luna no siempre tenía un rostro amable conmigo, una noche en la que luego de un berrinche había hecho trizas una de las esculturas de mi padre, pude ver cómo endurecía sus facciones y su faz se teñía de unas coléricas sombras rojizas.

No fue hasta que cumplí 16 años, edad en que toda jovencita del pueblo estaba destinada a casarse, que mi padre me confesó el secreto de mi nacimiento. Él siempre había deseado tener una hija pero era estéril, por lo que ofreció su trabajo de esculturas de todo un año al templo de Artemisa y la diosa se apiadó de él. A la mañana siguiente de su ofrenda, mi padre escuchó un zumbido que precedió a un golpe seco en la puerta. Salió intrigado y vio una flecha dorada incrustada en el marco y un pequeño canasto adornado con figuras de ciervos. Dentro había una bebita que sostenía entre manos un arco de madera. Ahora que sabía la verdad, mi padre me aseguró que quería darme la oportunidad de elegir mi destino y acto seguido me


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entregó un nuevo arco, elaborado por él a escala de aquél pequeño que recibí en mis primeros días de vida. Desde entonces emprendí un viaje hasta llegar a la isla de Delos, para encontrar respuesta a porqué mi madre me había abandonado. Al llegar a la isla, mi instinto me empujó a perderme entre los bosques que se extendían sobre las imponentes montañas. Toda la frustración que sentí de niña de no poder contar mis asuntos privados a una madre, pensando que la mía había muerto dándome a luz, hizo que se acumulara dentro de mí una rabia que mantenía mis sentidos en alerta máxima. Tomé una de las flechas del carcaj que llevaba a la espalda y apunté a una manzana roja que apenas conseguía distinguir como un punto en medio del verdor donde me encontraba. Luego, un zumbido cortó el aire y la flecha se incrustó en el fruto. Sin poder creérmelo, volví a apuntar a otros objetivos más lejanos aún y todas las flechas dieron en el blanco. Corrí hacia las cuevas para encontrar descanso y orden a mis pensamientos. Con unas hojas secas construí un lecho y cerré los ojos. No quería volver a ver a contemplar la luna, me sentía traicionada y abandonada. Ya estaba a punto de quedarme dormida cuando una cierva de cola blanca entró a la cueva. Se me acercó con una mirada de ternura en sus ojos pardos y descansó su cuerpo en mi regazo. Pude acariciar su pelaje y notar cómo me calmaba la ansiedad el contacto con su cuerpo tibio. A la mañana siguiente, la cierva seguía a mi lado y me acompañó en mi camino hacia la montaña Metis, donde se encontraba el oráculo. La travesía duró algunos días, durante los cuales algunos conejos y perdices de las montañas se cruzaban en mi camino, casi a propósito. Para vencer al hambre me vi obligada a usar las flechas y cazarlos limpiamente. También me di cuenta de que el brillo de plata de la luna iluminaba los troncos de los eucaliptos y hayas dejando entrever inscripciones antiquísimas en su corteza. Recorría con los dedos las formas de estas inscripciones y venían a mi mente


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lecciones de vida y extractos de historias de los dioses que no terminaba de entender. Cuando por fin arribamos a Metis, la montaña más alta de la isla de Delos, la cierva dio media vuelta y de un salto corrió a internarse nuevamente entre los árboles. En vano traté de buscarla. La voz gangosa de la mujer sentada en una piel de pitón me hizo volver en mí y me pidió que me acercara. Era muy anciana, llevaba los ojos cubiertos por una venda añil y tenía a su lado un bastón de madera decorado con serpientes talladas. Deslizó sus manos arrugadas por mi rostro y mi perfil. Enseguida me saludó como la hija de Artemisa y me dijo que era muy parecida a mi madre. Con un dejo de rencor le dije que ella no era mi madre porque nunca había tomado contacto conmigo. A lo que la pitonisa respondió que si bien los dioses no pueden presentarse en su forma divina con sus hijos mortales por mandato de Zeus, ellos dejaban señales en el mundo que sólo podían ser percibidas si se tenía el corazón y la mente alineados. Examinó mis palmas de la mano y me dijo que había heredado valiosos dones de la diosa por contacto directo con ella. Respondí atónita que no era posible y entonces recordé la cierva que me había acompañado en mi viaje. Observé fijamente a la mujer y ella asintió con la cabeza, adivinando mis pensamientos. Me despedí de la pitonisa y emprendí el camino de vuelta. Estaba decidida a aprender lo más posible de mi madre y llegar a


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descifrar los conocimientos que habĂ­a dejado dispersos en la naturaleza para mĂ­. Por: Mildzy Mujica Humala


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