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Conclusiones
Un recorrido por algunas de las celebraciones del carnaval en la región andina del Perú arroja constantes en tradiciones que se han desarrollado a través de un territorio tan extenso, las cuales dan algunas ideas sobre el significado que esta fiesta ha tenido y sigue teniendo dentro del ciclo festivo, productivo y, también, vital de los pueblos andinos.
El carnaval, en su versión original europea, es resultado de la adaptación de una serie de fiestas del ciclo romano propias del tiempo crítico del invierno, caracterizadas por la inversión de roles, como las Saturnalia o Saturnales, y después las Matronalia, y fiestas de purificación, como las Lupercalia, y que eran además fiestas para velar por la fertilidad y seguridad de los campos, los animales y las personas. El cristianismo adaptó esta secuencia de fiestas a su propio mensaje de redención, estableciendo una temporada de relajamiento de las normas sociales y morales, a la que sucedería un tiempo de ayuno y penitencia, establecido este en los 40 días que siguen a la última luna nueva del año (juliano), es decir, el tiempo de Cuaresma.
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Bajo esta premisa, el complejo festivo del carnaval se mezcló con las tradiciones de otros pueblos europeos y se convirtió, en la Alta Edad Media, en una fiesta de carácter popular, no dependiente de institución alguna, cuyo carácter era el de la transgresión de las normas sancionadas, antes del tiempo de recogimiento de la Cuaresma y la Semana Santa. Con la secularización y el crecimiento urbano, la mascarada pasó a ser una exhibición de comparsas organizadas, vehículo para la presentación pública de los sectores pudientes, que de este modo desplazaron parcialmente la celebración popular. Es en este tiempo que la España de la Reconquista
recupera para sí las tradiciones carnavalescas italianas y algunas versiones locales de sus reinos menores, y las difunde en el continente americano, repitiendo la operación de sustitución de cultos que la Iglesia había realizado sobre el ciclo festivo romano, solo que esta vez sería sobre las tradiciones de los pueblos nativos y afrodescendientes, que le imprimirían su sello particular en las múltiples versiones del carnaval que se han desplegado en América Latina.
El carnaval rural andino es una versión original de esta fiesta, dedicada en cambio a la celebración de las fuerzas generadoras de la fertilidad y la propiciación de las especies, las cuales se considera que existen como parte de una geografía viviente. Al convertirse en una fiesta que reúne a todos los integrantes de la sociedad local, conduce a la reproducción de su estructura y premisas básicas, sobre criterios de reciprocidad y a través de las redes del parentesco y el paisanaje, reforzando además el vínculo entre el grupo humano y el paisaje o espacio geográfico en el que la sociedad local está emplazada.
Los orígenes del carnaval andino deben de datar, en términos generales, de los tiempos de la cristianización, y fueron resultado, en estas tierras, de una política de sincretismo que intentó ajustar una serie de tradiciones precristianas a los principios de una religión monoteísta. En Europa, esta política de la Iglesia católica había dado por resultado que una fiesta de carácter profano como el carnaval fuera parte del calendario cristiano, como el otro lado de la vida organizada según los principios de la religión instituida. La secularización de la sociedad europea trascendió en parte esta connotación dual profana/sagrada del carnaval original, y puso en cambio mayor énfasis en su carácter lúdico, el del juego y la mascarada. Este carácter lúdico también es común a numerosas celebraciones de las más diversas culturas y civilizaciones.
En el mundo andino, la dimensión lúdica del carnaval está inscrita en los términos indígenas puqllay y anata, que definían actividades de celebración que acompañaban el tiempo del puquy, de abundancia, durante la mayor intensidad de las lluvias, que permite la reproducción de la vida. La importancia de este elemento ambiental y estacional no puede minimizarse en un medio caracterizado durante la mayor parte del año por su aridez y bajas temperaturas, que periódicamente amenazan con hacer casi insostenible la reproducción de la vida en el área rural. Por ello, no
solo se celebra la llegada de las lluvias, sino que se hacen ofrendas a los agentes que, en las nociones originales andinas, son los que permiten la abundancia de precipitaciones y la protección de los cultivos y el ganado. Estos son la Pachamama, antigua deidad panandina, y los cerros patronos de los pueblos: apus, wamanis, jirkas y achachilas, entidades concretas y particulares de sus propias geografías.
Las actividades rituales consisten en ofrendas, definidas con los conceptos de t'inka, ofrenda con hojas de coca y licor, o el similar de ch’alla, de asperjar con licor y decorar con plantas y flores de las alturas, que se supone son dones de los seres míticos que habitan en ellas, como ocurre con Mamaporoto en Tambobamba. Un aspecto al que no se suele dar mucho énfasis —en buena medida porque no aparece acompañado por un discurso verbalizado— es a la relación que en este tiempo se establece entre las poblaciones —usualmente emplazadas en zonas de altitud media o baja— y las alturas, donde residen estos seres míticos y de donde provienen las plantas y flores usadas en las ofrendas como símbolo de floración. En el Carnaval de Tambogán y Utao aparece como una personificación del espíritu de los cerros en clave burlesca, lo que —no es ocioso observarlo— es propio de las celebraciones de Año Nuevo en regiones como la sierra central, por ejemplo en el caso de los curcuches en Huarochirí.
Los cultivos, cuya simiente ha sido puesta en las semanas y los meses previos a este tiempo, empiezan a brotar. Los de más rápido crecimiento pueden dar lugar a las primeras cosechas, según la geografía particular de cada región y localidad. Este suele ser el tiempo de la primera cosecha de las habas y el maíz.
El carnaval también ha sido tiempo de marcación de ganado, en particular de ovinos, que resulta ser el referente directo de esta fiesta en un alto número de casos. Aunque las fechas de marcación están dispuestas a lo largo del año, siguiendo el santoral católico y la especie de ganado que se va a marcar, como el 24 de junio y el 25 de julio, este ha sido al parecer un tiempo original de marcación o señalamiento del ganado en el área andina, y sigue siéndolo en diversas regiones, como Pasco, que es eminentemente ganadera, cuya celebración presenta rasgos propios de las fiestas de carnaval, como el juego con agua y harina y la decoración con mistura y serpentinas. Es también el caso de Tambobamba (Apurímac) y de Santiago de Pupuja (altiplano puneño), donde la marcación de ovejas forma
parte del ciclo del carnaval. En regiones donde la actividad ganadera está muy reducida, como Marco (Junín) y Santiago de Chocorvos (Huancavelica), el baile del carnaval mantiene rasgos de sus orígenes ganaderos. Las comparsas del Carnaval de Marco son la representación de las antiguas danzas de marcación, al estar compuestas por una pareja de patrones y el cuerpo de pastores y pastoras. La comparsa del Carnaval de Santiago de Chocorvos también presenta algunos rasgos de la marcación, como el uso de la esquila (cencerro) como instrumento musical y de lámparas de querosene que, según los testimonios, se utilizaban para evitar que los grupos de pastores se perdieran, ya que podían guiarse, respectivamente, por el sonido y por la luz. La impronta ganadera está presente en otro aspecto aún más notorio, que es la ejecución musical. Los instrumentos de la familia de los cuernos han presidido los rituales y bailes de marcación en diversos pueblos andinos, ya se trate de la corna, la waqla o el waqrapuku, hechos con cuernos de vacunos que les dan forma curva, y que marcan el momento de mayor goce en la danza del carnaval marqueño; o del cuerno recto de grandes proporciones, como el llongor de Huancavelica y Ayacucho, y el waraqo hecho de latón en Santiago de Chocorvos, en el sur de Huancavelica, cuyo uso se ha potenciado mucho en su actual versión del carnaval.
En el carnaval rural se reproducen, en cambio, muchos de los principios de la sociedad y la cosmovisión de los pueblos subalternos, y se convierte en un vehículo de reproducción de la sociedad que lo practica. Por eso, los conceptos que se asocian al carnaval rural andino son los de puqllay/anata (juego) y tinku (encuentro). Los bailes, las canciones y los juegos —desde los juegos inclusivos, como el lanzarse agua u otros elementos, hasta las competencias de agilidad y fuerza— son formas festivas de relación entre los miembros de una comunidad. Los puqllay o juegos tienen un carácter integrador, pues en ellos han de participar todos los presentes. Los tinkus, en la medida en que se presentan como competiciones de agilidad, fuerza y resistencia, son por su parte versiones de antiguos ritos de paso para los jóvenes, cuyo éxito puede significar su paso a la edad adulta, en este caso el ser considerado elegible por una posible pareja. La música, la canción, la vestimenta de fiesta, la participación en los conjuntos de baile, cuyo brío las hace especialmente atractivas para este sector poblacional, también van por ese objetivo.
La danza del carnaval, en la que el zapateo es importante, como es propio de las danzas andinas, aparece ya descrita en algunas crónicas coloniales, en las cuales se hacía mención a la «superstición» nativa de que un baile brioso y levantando los pies en la medida de lo posible redundaba en una mayor fertilidad. El que estos bailes acompañen una fiesta de fertilidad indica que han sido originalmente bailes rituales, y que, justamente, su carácter más alegre y desenvuelto —más «profano», en una palabra— no significa que no tengan una connotación religiosa. Al contrario, la comunión con los elementos y la búsqueda de la propiciación hablan de una relación vitalista con el entorno con el cual la población se identifica y del cual se siente parte.
Por ello, cabe preguntarse en qué medida la difusión del carnaval por el hemisferio occidental ha implicado una difusión de la impronta europea, y esta pregunta puede extenderse a la difusión del mensaje cristiano. Dado que es una fiesta implantada por el cristianismo, el carnaval andino mantiene la secuencia europea de fiesta de compadres – fiesta de comadres – carnaval – final del Miércoles de Ceniza, siguiendo las fechas establecidas cada año por la Iglesia católica, o en la organización de la fiesta mediante el sistema de «cargos», llámense «cargontes», mayordomos o alferados. El elemento cristiano más importante en esta fiesta es el símbolo omnipresente del cristianismo: la cruz. En efecto, en todos los casos analizados, la cruz está presente, ya sea emplazada en los antiguos sitios de culto, en referentes de la autoridad local, o como referente de de secciones de la población organizadas por barrios, hermandades o cofradías. A las cruces se les rinde devoción y se les dedican oraciones, pero, por otro lado, se les da un cuidado similar a los objetos de culto nativos, como la decoración con flores de las alturas o plantas de la primera cosecha. La distribución de las organizaciones alrededor de las cruces bien puede corresponder a criterios espaciales andinos, de la misma forma en que su adoración es la trasposición del culto a los sitios donde estas fueron emplazadas durante la cristianización.
Por último, otro aspecto que se considera originado en el carnaval español es el elemento agua, que, como hemos dicho más arriba, es uno de los aspectos clave del carnaval andino. El juego con agua es uno de los pocos en los que presenta coincidencias con los carnavales citadinos, pero el dispendio de este elemento en el universo andino tiene un carácter distinto, que lo aleja del mero juego. «Si no hay lluvia, no es carnaval.
Carnaval es con lluvia, sinónimo de agua, de barro» (entrevista a Rolindo Fabián Camarena, Marco). El agua con que se juega es el elemento vital que permite la reproducción de la vida; su llegada es celebrada en las danzas, en las que no suele importar que los participantes se empapen o incluso se manchen con el lodo resultante de las lluvias. En juegos como las batallas simuladas con harina y el uso de proyectiles como globos de agua y frutas, el resultado es que la víctima mancha su traje de fiesta, y es en esta condición que disfruta del baile con más alegría. Otra coincidencia con el carnaval urbano es el uso de serpentina, confeti y mistura (pétalos de flores).
Cada localidad y región tiene su propia versión del carnaval, caracterizada por tipos particulares de música, coreografía, vestimenta, juego, secuencia ritual y rememoración del pasado histórico, y es considerada por sus cultores como carta de identidad cultural. Si en Tambobamba (Cotabambas, Apurímac) el momento central del carnaval es el recojo de flores en la explanada de T’ikapampa, que se considera una experiencia por la que todo poblador tambobambino debe pasar, en el Carnaval de Tambogán y Utao (Huánuco) se hace rememoración de un levantamiento indígena ocurrido realmente en tiempos de carnaval, durante el proceso de Emancipación, y se pone en práctica la suspensión de la estructura política y una sustitución de los roles entre los varones y las mujeres, quienes asumen durante este tiempo el poder simbólico de aquellos, tal como las autoridades coloniales temían que pudiera suceder. La forma que adopta esta expresión en Santiago de Chocorvos (Huaytará, Huancavelica) es resultado de la interacción entre una sociedad local marcada por la emigración masiva y la cultura urbana, cuyo resultado ha sido la revitalización de esta fiesta, potenciando algunos de sus elementos más característicos, como la organización en comparsas de música, baile y canto y el uso del corno llamado waraqo, lo que hace de este carnaval la más importante expresión de identidad del distrito. El carácter del carnaval como expresión de identidad es aún más marcado en los otros dos casos. En el Carnaval de Santiago de Pupuja (Azángaro, Puno), celebración de la actividad agrícola y ganadera en una región que supervive dentro de una economía de subsistencia, actualmente precaria, ha cobrado gran importancia la representación de su danza como un género de baile, con una vestimenta, una coreografía y una ejecución musical claramente identificables, que confieren a esta expresión el papel de carta de presentación de las tradiciones del distrito en el rico y competitivo panorama puneño. En el caso de Marco (Jauja, Junín), la
danza del carnaval es una representación de la marcación de ovinos y ha pasado por un importante proceso de difusión a partir de la organización de las comparsas por los «barrios» —una forma de asociación tradicional alrededor de las cruces de capillas—, pero ha sido su paso por el festival folclórico el que la ha convertido en un género muy popular en la región, y a la vez muy codificado, representado ahora en pasacalles y escenarios, dentro de un marcado ambiente de competencia entre los barrios.
En todos estos casos, el carnaval es un género regional de baile y de música, y aunque puedan establecerse algunos criterios generales, no puede reducirse a una forma prototípica: cada carnaval es representante de su universo particular, lo que hace de este género de fiestas el que más variantes presenta a lo largo del área andina. Los rituales y las fiestas de corte católico presentan cierta uniformidad en sus caracteres a lo largo del territorio; no así el carnaval, que admite multitud de influencias y que ha adquirido una forma particular en cada localidad, y es uno de los géneros festivos más variados y ricos del ciclo andino. Esto es una muestra, por supuesto, del carácter adaptable de la civilización que se desarrolló en estas tierras a todo tipo de circunstancias, y de su culto a las fuerzas generadoras de la vida. Pero es también producto del carácter original del carnaval, nacido de la refundición del ciclo festivo romano con el mensaje cristiano, ante el cual reivindica el goce físico, con toda su carga subversiva, como una necesidad de la existencia humana.