Laura.
Cipriano G贸mez
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Hay quien asegura que para escribir una buena historia lo mejor es empezar por el final. Pero como yo no sé contar buenas historias – ahora, tras muchos años de esfuerzos, estoy seguro de ello – intentaré ir desgranando los hechos o acontecimientos que conforman la que ahora empiezo tal y como sucedieron, o cuanto menos, tal y como yo los viví entonces. Conocí a Laura en el primer año de carrera. Por aquella época yo venía de vuelta – probablemente en muchos menos sentidos de los que yo creía – de un largo y azaroso año buscando la libertad y no sé qué clase de bohemia, en una ciudad grande y cada vez más lejana de la que aún conservo algunos rincones alojados en la retina, el roce en la piel de una suave brisa nocturna plagada de efluvios de azahar y alguna que otra cicatriz en el alma. En todo caso, y como ya he dicho antes, venía de regreso, con la pueril y hasta pretenciosa idea, ahora también lo sé, de “sentar la cabeza”. Así que cuando me vi a mí mismo en la capital de la provincia en la que nací, dispuesto como he dicho a encauzar mi vida por derroteros más útiles y productivos que los recorridos hasta ese momento, no dejé de sentir un deje de melancolía y una sensación de madurez prematura y, sin duda, bastante impostada. Si hago memoria a través de las brumas del tiempo, me recuerdo todavía paseando entre la gente a dos palmos del suelo, absorto en mis graves pensamientos, con la chaqueta de pana que, según me confesara una conocida bastante entusiasta, me otorgaba cierto aire de intelectualidad y la barba a medio poblar por delatores matojos adolescentes. Porque en aquel tiempo, y durante mucho más tiempo después, yo quise ser escritor. De hecho, en aquel entonces, me sentía escritor o, dicho de otra manera, tenía la completa certeza de que llegaría a ser un gran escritor, o al menos un escritor lo suficientemente importante como para poder dedicar el resto de mi vida a la escritura, y eso a pesar de que mis deseos excedieran en mucho a las realizaciones prácticas que pudieran justificarlos. En fin, que era un autor sin apenas obra, o más llanamente, un escritor que escribía poco pero que soñaba mucho. Es muy probable que por todos esos motivos, y por el hecho objetivo de contar con un año más – diferencia que si bien puede parecer insignificante desde las perspectiva de los años, a determinadas edades se antoja prácticamente insalvable –, la sensación que me invadió al verme entre mis compañeros y compañeras el primer día del curso fuera de extrañeza. Desde mi atalaya, me veía a mí mismo como a un hombre joven pero con experiencia y, lo que era más importante, con altas aspiraciones, rodeado de niños y niñas de instituto, de esos que “salen” los fines de semana y viven con sus papás y mamás. Una turba adolescente que o bien optaba por alborotar de manera festiva o por afanarse en ocupar los primeros asientos, esos que les acercarían, sin lugar a dudas, a una mejor consideración por parte de sus nuevos profesores. Unas caras, las de unos y las de otros, desconocidas, pero en las que no era muy difícil descubrir el temor reverencial al verse entre los muros del recinto que representaba el más elevado escalón académico de la pequeña y beata ciudad en la que nacieran o a la que arribaran desde poblaciones mas pequeñas y beatas aún. Quizá fuera también por eso por lo que me fijé desde el primer momento en Laura. Para empezar, también parecía mayor que los demás – luego sabría que hasta mayor que yo –, pero por encima o además de eso, estaba su propia presencia, revestida no por la más que generalizada “ropa-de-primer-día-de-universidad”, sino enfundada en lo que después supe que era su “uniforme” habitual: unos vaqueros tan ceñidos como gastados, camiseta o camisa grande siempre por fuera, zapatillas de deporte y una cazadora que sólo cambiaba con los fríos por un abrigo de hombre que, a buen seguro, procedía de algún viejo ropero de su casa. Además, era más que evidente que contemplaba la escena con la misma indiferencia y distancia que yo, sólo que con una expresión mucho más 2
burlona en su sonrisa. Al final, cuando las aguas volvieron a su cauce y cada uno fue ocupando su lugar en el aula enorme en la que se nos recibió el primer día, pude comprobar sin sorpresa el trecho de más de cuatro filas de distancia que nos separaba a Laura y a mí del resto de la clase. De la charla inaugural que nos endilgó una catedrática con muchos años y más entusiasmo, no recuerdo absolutamente nada, lo único que recuerdo como si fuera ayer es que cuando la larga perorata terminó y el alboroto nervioso volvió a anegar el espacio del aula, Laura, que ocupaba un asiento justo delante del mío, se volvió y con una sonrisa franca aunque no exenta de ironía, me espetó: – Joder, qué mogollón, ¿no? Sonreí a mi vez y, no sin cierta turbación, solté algo así como: “Ya ves”. Fueron las primeras palabras que cruzamos en nuestras vidas. A la mañana siguiente y ya en el aula que íbamos a ocupar de forma definitiva, mucho más pequeña y ajada por la cotidianeidad que la del día anterior; cuando todo el mundo fue ubicándose según sus preferencias o intenciones o simplemente según sus posibilidades, Laura y yo adoptamos como nuestras dos bancas contiguas de la última fila. Y digo nuestras porque en un sitio donde nadie estaba obligado a sentarse dos veces en el mismo lugar, y salvo enemistades más o menos virulentas surgidas por los roces de la convivencia cuando no por motivos más oscuros, nadie, al menos en lo que duró ese primer curso, cambió de sitio. Es más, en los raros casos en los que esa norma sufrió excepciones, éstas fueron acompañadas de los comentarios que suelen propalar tan extraordinarias conductas. Cosas de la naturaleza humana que dicen que es de costumbres. En definitiva, que aun ocupando un espacio más restringido y a pesar de la experiencia del día anterior, Laura y yo seguíamos constituyendo la isla de la parte de atrás. Visto en perspectiva, creo sinceramente que los dos nos sentíamos a gusto representando el papel de “outsiders” en medio de la progresiva seriedad académica que iba adueñándose de los modos y maneras del resto de nuestros condiscípulos. Así dimos comienzo a una rutina mediante la cual nos fuimos convirtiendo en algo así como compañeros de clase – “colegas de clase” era la expresión que se utilizaba en aquel tiempo –, categoría que se manifestaba, entre otras cosas, por el hecho de sentarnos juntos, compartir bromas y salir, también juntos, a cumplir el ritual del cigarrillo entre una sesión y la siguiente, tal vez amparados por el hecho de que a ambos nos gustaba el tabaco negro, “como a los camioneros” solía decir ella, reservando el rubio, al menos en su caso, para los porros. Todo eso sin olvidar el necesario intercambio de apuntes que tenía lugar cada vez que alguno de los dos decidía que aquella mañana tenía algo mejor que hacer que aguantar, en dosis de una hora, largas exposiciones sobre temas tan sesudos como poco interesantes, cosa que, por otra parte, sucedía con bastante frecuencia. Quiero recordar que incluso elaboramos – debería decir mejor elaboré, porque la mente de Laura nunca fue muy dada a esos excesos organizativos –, un calendario no sé si semanal o quincenal en el que nos repartíamos los periodos de obligada asistencia, lo que permitía gozar al otro de amplios espacios de libertad y que, como era de esperar, estuvo plagado mientras duró de múltiples incumplimientos por ambas partes. Sin embargo, cuando sonaba el último timbre y salíamos por la puerta de la Escuela Universitaria, nuestras vidas seguían sus propios caminos, como esos viajantes de comercio que sólo se conocen porque coinciden en algún tramo de sus respectivas rutas. Por mi parte, llenaba la mía con lecturas, bastante desordenadas, es cierto, pero que podían prolongarse hasta las horas más intempestivas, acompañadas de obstinados intentos de escribir que, o bien abortaban de forma natural o acababan viendo la luz 3
lastrados por el sombrío destino de las criaturas deformes, y todo ello adornado por un seguimiento bastante fiel de la exigua y poco deslumbrante programación de actos ofertada por las entidades públicas y privadas encargadas de engrandecer la vida cultural de la ciudad. En esos casos, lo más normal es que fuera acompañado de mi grupo más reducido e íntimo: Paco López, al igual que yo prometedor escritor en ciernes; Gema, hermana del anterior y con intereses bastante más difusos y Julio, a la sazón novio de Gema y eminente experto de primer año en los vericuetos de la psicología humana. Con ellos – sobre todo con Paco, pues a la pareja de enamorados solían tenerlos ocupados otros menesteres – hacía alguna que otra aparición por una tertulia literaria organizada por estudiantes y que celebraba sus reuniones los jueves de semanas alternas en la única cafetería de la ciudad que reunía los requisitos mínimos de contar con mesas de mármol y ventanales con visillos. Todo eso, amen de reuniones en pisos de estudiantes, trasiego de litronas y obligados recogimientos cuando se acercaba la época de exámenes. En lo que se refiere a Laura, no tenía más noticia de su vida privada que lo que se aparecía a la vista y un reducido cúmulo de informaciones surgidas al calor de las conversaciones triviales que manteníamos en los espacios muertos del horario lectivo, datos que, a decir verdad, en aquel momento tampoco es que me importaran mucho. En todo caso, puedo decir, sin temor a equivocarme, que era grande, sólida y rubia; casi tan alta como yo pero mucho menos desgarbada y que tenía una de esas caras sanas y algo ruborosas que tanto abundan por aquellas tierras. En cuanto a lo que dejaba traslucir en nuestras breves charlas, seguía viviendo con sus padres aunque, por sus alusiones al tema, las relaciones familiares no eran lo suyo; había llegado a la carrera tras un par de repeticiones en el bachillerato – de ahí su diferencia de edad con los demás – motivadas no por el hecho de que fuera mala estudiante, sino por la sencilla razón de que el tema no le interesaba demasiado: – A mí lo que de verdad me gusta es vivir, ¿sabes? – decía. Además, y eso lo dejó claro desde el primer momento, no le gustaba su nombre. Siempre decía que le recordaba a la tonta protagonista de una empalagosa serie que todos tuvimos que tragarnos en familiar armonía cuando éramos niños, con sus pecas, sus largas trenzas y su sonrisa bobalicona. Aquello fue sin duda el origen de nuestra afición posterior a cambiarnos los nombres. Un juego de reglas bastante simples en el que yo le cambiaba el suyo, tan denostado, por otros que me parecían más acordes con las distintas facetas de su personalidad, fueran éstas reales o inventadas, y ella, en reciprocidad, me bautizaba con otros que irremisiblemente sonaban a telenovela sudamericana. La primera vez que estuvimos juntos fuera de los muros de la Escuela Universitaria fue una tarde fría y desabrida del mes de enero. Habíamos quedado para redactar uno de esos “trabajos” tan en boga en la universidad de entonces. A esas alturas ya era habitual que nuestro equipo para ese y otros asuntos relacionados con las distintas asignaturas, estuviera reducido a dos personas, con el esporádico añadido de Blas, otro alumno algo pasado en años que simultaneaba trabajos eventuales con los estudios y al que, en más de una ocasión, sacamos de un apuro en lo que a obligaciones estudiantiles se trataba. En resumen, que tras un par de horas de laboriosa actividad, hicimos el acostumbrado receso para el café. Como era de esperar con aquellos fríos, la cafetería de la escuela estaba llena a rebosar, en acostumbrado contraste con la imagen semidesértica que ofrecían las aulas por las que pasamos hasta llegar a ella, de forma que ante la disyuntiva de abrirnos paso a codazos entre la multitud vociferante o retornar a la aburrida tarea sin el consuelo del café caliente en la barriga, creo que fui yo el que propuso: – Y si lo tomamos por ahí. 4
Lo que aconteció en las horas que siguieron y que se prolongaron hasta bastante más allá de la media noche, fue uno de esos interludios en los que la vida se consagra al rito de reinventarse a sí misma. Tomamos café, vagamos por una ciudad barrida por un viento helado, compartimos un canuto en un banco resguardado del parque, volvimos a vagabundear y acabamos tomando “chatos” de vino peleón en una de las tascas del barrio antiguo. Pero, sobre todo, hablamos. Al principio de las mismas trivialidades de todos los días, sin embargo, poco a poco, casi sin darnos cuenta o tal vez siendo completamente conscientes de ello, empezamos a ahondar y a contarnos nuestras vidas de una forma a ratos simple y llana y en otros momentos rayana con la euforia, a la que seguramente contribuyó no poco el efecto combinado del “chocolate” y el vino barato. Laura habló de inseguridades, de lo jodido que resultaba ser una tía “en una ciudad de mierda como ésta”, de ganas de coger el tren y largarse “a algún sitio así como Madrid, donde nadie te conoce” y también de miedo, de miedo al fracaso o del miedo más concreto a que alguien, cualquier día, pudiera reventarle la vida para siempre. Por mi parte y creo que por primera vez, le hablé de mis aspiraciones literarias, cuestión que, por otra parte, no le causó mayor sorpresa; pero también de debilidad, de desamparo y de falsedad, de lo falso que me parecía todo: el mundo, los seres que lo habitan y yo mismo, estudiando una carrera sólo para obtener en el futuro una fuente segura de ingresos en vez de correr como debiera en pos de mis sueños. Nadie miró el reloj, pero cuando ya habíamos bebido más de lo suficiente y la paciencia del tabernero daba señales inequívocas de hallarse más cerca de sus límites de lo que era recomendable, salimos a la calle. Entonces, contraviniendo de forma cariñosa pero tajante mis caballerosas intenciones de llevarla a casa, me pasó una mano por el pelo, me dijo adiós y me dejó solo, contemplando como se alejaba por las callejas vacías de una noche de entresemana. Lo cursi, lo falsamente literario, sería decir que desde ese día fuimos inseparables. En realidad no fue así, entre otras cosas porque nunca fue nuestra intención. Ha pasado mucho tiempo, pero estoy seguro de que si en algún momento hubiéramos sentido la necesidad de definir lo que había entre nosotros, lo más probable es que habríamos dicho que eramos simplemente “colegas”, lo cual, al menos en nuestro caso, implicaba el absoluto convencimiento de que podíamos contar el uno con el otro, sin que para ello fuera menester soportar el engorro de vivir adosados. Lo nuestro era quedar cuando nos apetecía, o buscarnos por los sitios habituales – “como Oliveira y La Maga”, me gustaba pensar a mí – o aparecer ella por mi piso, un habitáculo de noventa metros cuadrados que yo compartía por entonces con tres energúmenos de familia pudiente y pueblerina cuya mayor preocupación eran las fiestas universitarias y lo que en su jerga llamaban “nenas”. Entonces el tiempo era nuestro, y lo llenábamos de vagabundeos, de largas horas sentados sobre la hierba en el rincón del parque, fumando la grifa que Laura se encargaba de “ligar”, y de liar, puesto que yo, a pesar de toda mi bohemia, nunca había pasado de dar algunas caladas sueltas a aquellos porros que siempre viajaban en círculo; también formaban parte de nuestro territorio las tascas del casco histórico, las del vaso de vino a cinco duros y con tapa, la de la primera noche, ese universo mágico de mesas y sillas plegables con listones de madera y barriles añejos empotrados en la pared en el que ella me inició y a cuyo influjo no he podido escapar jamás. Aunque, bien pensado, ahora no sabría decir muy bien cómo nos daba para todo aquello, porque lo habitual era que los dos anduviéramos “tiesos”, yo sobreviviendo con la exigua beca que debía estirar durante todo un año, y ella dependiendo del dinero, tampoco muy abundante, que le suministraban sus padres. Sin embargo nunca nos faltó y si lo hizo siempre supimos como suplirlo. Pero lo más importante no era todo eso, lo importante, lo que estaba por 5
encima de todo, era hablar. Sostener eternas conversaciones sobre cualquier cosa o sobre todas a la vez. Aún recuerdo el inesperado placer de charlar y charlar, notando como con ella las palabras fluían dócilmente, sin yugos, sin trabas; mirándonos a los ojos con llaneza, con una confianza desenfadada como sólo después de muchos años estériles he vuelto a encontrar en otra persona. También fue Laura la segunda persona – de la primera prefiero no hablar ahora – que tuvo libre acceso a mi “obra literaria”. Al menos a mi obra superviviente, consistente a esas alturas en una abigarrada mezcolanza de poemas mal escritos, relatos sombríos y reflexiones sin rumbo fijo. He de confesar que, en realidad, nunca esperaba, por ya sabido, su veredicto, que siempre venía a ser algo así como: “No sé tío, esto debe ser bueno... a mí me gusta. Lo que pasa es que yo no entiendo”. Sin embargo, era hermoso verla pasar las páginas mecanografiadas con esa expresión suya entre concentrada y angustiosa, como si lo que estaba haciendo en ese momento fuera lo único que merecía la pena hacer en el mundo, aun a sabiendas de que leer, lo que se dice leer, Laura apenas habría leído dos o tres libros en su vida, y éstos por insoslayable obligación académica. Al fin y al cabo: – Lo que nunca entiendo de los libros y de los escritores – como le oí decir tantas veces – es esa manía de encerrar entre papeles las cosas de la vida. Yo prefiero verlas en vivo y en directo. Por lo general, yo callaba y sonreía, pero otras veces, más por jugar que por otra cosa, le refutaba sus puntos de vista y entonces ya teníamos discusión para toda la tarde. Durante todo ese tiempo pude llegar a conocer a algunos de sus amigos y ella, en justa reciprocidad, a algunos de los míos. Sin embargo, esas incursiones en la otra parte de nuestras respectivas vidas nunca llegaron a fructificar. Para mí, poco amigo de chanzas y alborotos, aquel grupo tumultuoso, siempre dispuesto a rivalizar en bromas estentóreas y en excesos alcohólicos, no podía sino provocarme un rechazo instintivo. Imagino que de una forma similar, aunque de signo contrario, el elenco de poetas, pintores, psicólogos, filólogos y críticos de toda laya que constituían el grueso de la tribu con la que yo solía relacionarme, con su irrefrenable verborrea y sus miradas condescendientes, no podían provocar en Laura nada más que serios problemas gastrointestinales conducentes, en todos los casos, al vómito. Bueno, en todos los casos menos en el de Marcos, el de Filología, aunque, en honor a la verdad, nunca conocí a una mujer que, de una manera o de otra, no llegara a interesarse por Marcos; lo cual ya era bastante insufrible como para que ahora, precisamente Laura, entrara a formar parte del, ya de por sí, multitudinario coro de admiradoras y admiradores. De esta forma, y excepciones aparte, pronto se dedujo que, salvo encuentros inesperados e inevitables, lo mejor, la única vía transitable, era seguir yendo por nuestra cuenta. De lo que sí tuve siempre cumplida información, aunque la mayoría de las veces sólo de forma diferida, fue de todo lo relacionado con los novios de Laura. Rara vez he vuelto a conocer a nadie que fuera capaz de acumular con tan poco criterio y, sobre todo en tan poco tiempo, un rosario semejante de relaciones sentimentales. Alguno hubo que no le duró mas de dos semanas, para ser sustituido sin mayor embarazo, pero con un entusiasmo similar, a la semana siguiente. De todos tuve noticia, aunque a algunos no llegara siquiera a verles la cara. Sin embargo, era como si por alguna extraña razón, ella sintiera la necesidad de que todos y cada uno contaran con mi bendición o, al menos, con mi aquiescencia. Después, cuando todo acababa, los síntomas tampoco solían diferir mucho, reduciéndose a un par de días sin aparecer por clase, tras los que Laura volvía a la vida algo ojerosa y demacrada. Entonces había que hacer un alarde de ingenio y 6
ocurrencias, o bien de sabiduría en la dosificación de derivados del vino, para hacerla sonreír de nuevo. Pero al día siguiente, como por ensalmo, Laura volvía a ser la de siempre, eso sí, jurando por lo más sagrado que nunca más, sólo para que a los pocos días se entregara de nuevo al juego del amor con tanta alegría y desparpajo como dolor y tristeza mostrará la semana anterior. A pesar de lo dicho y en contra de lo que algunas mentes retorcidas pudieran pensar o decir, Laura y yo sólo nos acostamos juntos en una ocasión. Fue una noche lluviosa del mes de abril. Debía ser fin de semana, porque los energúmenos con los que vivía habían dejado las fiestas y las nenas para volver, aunque sólo fuera temporalmente, al pueblo, al amoroso regazo materno y al dulce recato de la novia formal. Así que, empapados y algo bebidos, subimos a mi piso a secarnos y a tomar algo caliente. A pesar de ser cada vez más consciente de que el tiempo todo lo diluye, hay fragmentos de aquella noche que conservo grabados en el rincón del cerebro donde dicen que albergamos los recuerdos imborrables: su cuerpo de mujer grande tendido sobre el colchón que me servía de cama, el blanco casi traslúcido de su piel, el sabor a tabaco negro de su boca y una marea creciente de caricias enredadas, apresuradas y urgentes las mías y mucho más sabias y acompasadas las suyas. Todo envuelto en una escena que tenía más de onírica que de real y en la que parecía verme a mí mismo a cierta distancia, como si hendido en dos, fuera al mismo tiempo protagonista y espectador de lo que estaba ocurriendo. Sensación aquella que no dejó de acompañarme hasta que, al día siguiente y mientras nos desayunábamos con cerveza en un bar cercano, Laura puso una mano sobre la mía y, mirándome a los ojos, me dijo: – Sabes que esto no va a volver a pasar, ¿verdad?. Yo sólo asentí. La primera vez que oí hablar de un tal Nico fue una tarde de finales de febrero ya en el segundo año de carrera. Yo estaba en mi cuarto leyendo e intentando escribir. Fuera, el viento seco y frío que bajaba de las peñas más altas imponía la ley de un invierno que se resistía a morir. En mitad de una frase que, como tantas otras, se obstinaba en no llegar a cuajar nunca, se oyó el sonido estridente del portero automático: – Baja, tengo una cosa que contarte – su voz sonaba excitada a pesar de las distorsiones de los vericuetos electrónicos. – No, sube tú. Estoy terminando algo – contesté sin demasiada convicción. – No, no puede ser. Baja tú, te espero. Pero no vayas a tardar que hace frío. A los cinco minutos ya estaba yo atravesando la puerta del edificio. Me la encontré radiante y ni siquiera el leve lagrimeo provocado por el viento podía velar el brillo de las grandes ocasiones en sus ojos. Casi sin mediar palabra me cogió del brazo y, medio a empellones, me condujo hasta una cafetería en la que de vez en cuando tomábamos algo. Allí, por fin, me lo contó todo. Lo había conocido el fin de semana pasado en una fiesta que daba una amiga en su casa y desde el primer momento se quedó prendada de él, “colgada” creo que fue la palabra exacta: – Es un tío cojonudo. Simpático, amable y guapísimo. “Demasiao”. Además, creo que le gusto. Al principio pensé que ya había asistido a esa conversación con demasiada frecuencia como para tomármela demasiado en serio, pero algo había en sus gestos, en su forma de hablar, algo que tenía que ver con ese brillo en sus ojos que, en vez de apagarse, se hacia cada vez más intenso, más relampagueante. – Bueno, y ese tío tan “demasiao”, ¿a qué se dedica, además de a impresionarte? – pregunté en la primera ocasión en la que me dejó meter baza. 7
Dudó un poco. Luego dijo: – Es policía nacional, pero no como los de antes. Salió de la academia hace un par de años y acaban de destinarlo aquí. – ¡Venga ya! ¿Qué me estás contando, que te has enrollado con un madero, con un pasma? Tú estás loca, tía. – No vayas a empezar con tus estupideces. Además tú también tienes militarotes en tu familia y yo no ando restregándotelo por la cara – me espetó con más indignación de la que venía a cuento. Me di cuenta enseguida de que se estaba saliendo de madre y traté de calmarla. Con más buena voluntad que convicción, le fui soltando la retahíla que me pareció más conveniente para que se tranquilizara un poco. Algo así como que si ella era feliz yo no iba a ser quien se lo estropeara, que en este tipo de cosas lo único importante es lo que uno siente, que la felicidad, cuando se presenta así de improviso, hay que agarrarla al vuelo para que no se nos escape y no sé cuántos lugares comunes y estupideces por el estilo. Al final ella me cortó: – De verdad, sé lo que piensas... y lo entiendo, pero esta vez es distinto. Esta vez creo que estoy enamorada hasta las trancas. Te lo juro. – No jures en falso que eso está muy feo en una señorita como tú. Luego me incorporé y la besé en la mejilla pero sin poder evitar que un sabor agrio me llenara la boca, un sabor que me acompañó ya durante toda la tarde. Al final, bastante antes de lo habitual, pretexté una obligación ineludible y me volví a casa. Por la noche, bajo las mantas, aquel regusto acre empezó a transmutarse en algo más concreto, en una sensación ambivalente, la certeza de que aquella tarde había cometido una equivocación, pero también la absoluta perplejidad de no saber si por exceso o por defecto. A partir de ese día, Nico se convirtió en uno de los temas centrales de nuestros ratos de charla. Un tema que, por otra parte, no dejaba nunca de provocar sentimientos encontrados en ambos. Laura parecía flotar cada vez más alejada del mundo real, y yo sentía como me iba hundiendo sin remisión en una ciénaga de dudas, remordimientos y falsedades. De esa forma llegué a tener puntual información de los avances de la relación, de la erudición de Nico en todas las facetas de la música de moda en aquella época, de las deliciosas escapadas de fin de semana con cenas en restaurantes, copas en locales de moda, mucho chocolate y amorosas pernoctaciones en hoteles de las más diversas ciudades. Y así hasta que un día, ya fuera porque ella se estuviera explayando más de lo normal o porque mis contumaces esfuerzos por disimular mi desasosiego fueran menos persuasivos que de costumbre, el caso es que al final ocurrió lo que yo llevaba tanto tiempo temiendo. De pronto, Laura dejó de hablar y mirándome con fijeza preguntó: – A ti no te caerá mal Nico, ¿verdad? Intenté escapar con un mínimo de estilo. – Anda ya, lo que pasa es que estoy celoso. Pero no. La suerte estaba echada. – Claro, mira que soy tonta. Yo hablo y hablo como si tú lo conocieras y claro... Tienes que conocerlo, verás como así cambias de opinión. Bien saben todos los dioses del cielo y de la tierra que hice todo lo posible por evitarlo, pero al final el esperado encuentro tuvo lugar. Quedamos en un bar de mi barrio. Acodado en la barra los vi pasar primero a bordo de un reluciente Volkswagen rojo y, luego de aparcar, entrar por la puerta cogidos de la cintura. – Así que este es tu amigo el poeta – dijo él alargando la mano. Se la estreché con 8
un “encantado” que hasta a mí me sonó a falso. Fiel a sus inicios, y como era de esperar, la noche fue de mal en peor. Tras un par de cañas aquel idiota se empeñó en que fuéramos a cenar a un restaurante chino – era la época en que ir a un chino se había convertido en el nivel más alto de la sofisticación, al menos en aquella capital provinciana –, eso sí, dejándolo claro: – No te preocupes, poeta, pago yo. Como no podía ser menos, Nico nos hizo una demostración sobre cómo usar los palillos, además eligió el menú, pidió licor de lagarto tras el postre y a la hora de pagar mantuvo a rajatabla la palabra empeñada, sin prestar la más mínima atención a mis, cada vez más desesperanzadas, negativas. – Al fin y al cabo vosotros sois estudiantes y los estudiantes, ya se sabe, siempre sin un duro en el bolsillo – sentenció. Al salir fuimos en busca del coche y, aunque yo inventé todas las excusas posibles para largarme, pronto estuvo claro que aquel tipo no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, había tomado las riendas de la situación y no iba a soltarlas así como así; además aquel encuentro había que mojarlo y a mojarlo fuimos a un disco-pub que habían abierto recientemente – lo de los disco-pubs era otro invento de aquellos tiempos, para los no iniciados venía a ser algo a mitad de camino entre un bar de copas y una discoteca, pero sin llegar a ninguna de las dos cosas –. Allí tuve que seguir aguantando su chulesca perorata, sólo que ahora a gritos para hacerse oír por encima del fragor de la música. Parrafadas dirigidas a mí en exclusiva – Laura se limitaba a sonreír y mover la cabeza en señal de asentimiento sin parecer darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no tenía nada que ver con aquella conversación – que si le acababa de cambiar el equipo de música al “carro”, que si para ser policía hoy en día había que “tenerlos muy bien puestos”: – Sobre todo con la cantidad de hijos de puta que andan sueltos por ahí – creo que dijo. Y añadió: – Pero de todas formas yo se lo tengo dicho a la Nona, – deduje que “la Nona” debía ser Laura porque ella sonrió al escuchar el apelativo – hay que dejarse de pajaritos en la cabeza y buscarse un curro que dé “pelas”. Al fin y al cabo, la pasta es lo que mueve el mundo, tío. ¿O no? No sé si es que bebí demasiado deprisa o simplemente que el alcohol casa mal con la mala leche, pero el caso fue que al tercer “cubata” empecé a sentir la lengua pastosa y al cuarto ya andaba enfrascado en una discusión cada vez más enconada con el capullo del madero, disputa que sin duda alguna habría llegado a mayores si no hubiera sido porque, en una de esas y al girar la cabeza, me encontré de lleno con los ojos de Laura casi al borde de las lágrimas. La borrachera, y con ella la mala leche, se me vino a los pies con la misma celeridad con la que el ardor de la vergüenza se me encaramaba a la cara. Sin saber muy bien que hacer, solté sobre la barra el vaso que aún sostenía y que, a buen seguro, apretaba con más fuerza de la necesaria, balbucí un “lo siento” que nadie oyó y apresuradamente, sin tan siquiera despedirme, salí a la calle y al frío de la noche. Al día siguiente era sábado lo que, en cierta manera, me daba una tregua, así que lo pasé casi entero en la cama, entre las fatigas de la resaca y el torbellino de la rabia y los remordimientos. El lunes llegó pero Laura no. La esperé en vano durante toda la mañana, asomándome a la cafetería entre clase y clase, y luego en el piso, tentado muchas veces de bajar a la cabina para llamarla y desistiendo otras tantas de hacerlo. Cuando el martes por fin apareció, mi primera sensación de alivio fue cercenada en seco por la dureza de su mirada y acabó de desmoronarse por completo cuando la vi alejarse y 9
ocupar un asiento ostensiblemente apartado del mío. Me sentí despreciado y un poco despreciable y quizás por eso actué como lo hice. Nada más acabar la primera clase la cogí del brazo y, con bastantes malos modos, me la llevé casi sin cruzar palabra hasta un banco del parque. El mismo parque de tantas veces pero tan distinto ahora. Hubo gritos, insultos, reproches de esos que se lanzan buscando la fibra sensible del otro, allá donde sabíamos que nos podíamos hacer daño. Hasta ese momento habíamos tenido diferencias de opiniones, algún que otro encontronazo, pero nada que se pareciera a aquello y los dos nos dijimos cosas que – al menos en mi caso, de eso estoy seguro –, nunca nos quisimos decir: – ¿Qué te pasa, tío?, ¿que esta vez no eres el ombligo del mundo?, ¿eso es lo que te pasa? – me miraba con una expresión de odio que yo ni siquiera hubiera podido imaginar en ella – Siempre tú, verdad, tus gustos, tus paranoias y esas mierdas que escribes. Pues ahora me toca a mí, y eso al señorito le toca los cojones, ¿no? Y yo: – Vale, ¿y tú? Mírate y dime. ¿Qué es lo que te pone cachonda, el coche del madero, la porra del madero o que te tiene bien surtida de grifa? Todo se estaba yendo a la mierda pero ninguno de los dos hacíamos nada por evitarlo. Por eso cuando ella se marchó furiosa y con las lágrimas rodándole por la cara, supe, o mejor dicho ambos supimos, que algo se había roto, quizás para siempre y que aunque hiciéramos las paces, cosa que ocurrió un par de semanas después, estábamos corriendo el riesgo enorme de que nada volviera a ser como antes. En cierta medida el fin de curso vino a salvarnos, o al menos eso creí yo entonces. En lo que se refiere a las notas, las mías fueron bastante aceptables, ni brillantes ni completamente mediocres, al fin y al cabo la beca obligaba. Pero ella no. Si de primero salió renqueante, todo lo que le había venido ocurriendo desde finales de invierno surtió su efecto, haciendo que el desastre de los parciales de febrero sólo fuera el anticipo de la hecatombe total en los exámenes finales del mes de junio. Pero lo más terrible no fue el fracaso anunciado, sino la actitud de Laura. No era resignación ni impotencia, simplemente le traía sin cuidado, incluso algunas veces llegué a pensar que, en el fondo, la sarta de suspensos que cosechaba parecía provocarle una extraña sensación de alivio. En esas ocasiones hablaba de dejarlo todo con un desenfado abrumador: – De todas formas, más tarde o más temprano, a Nico lo van a trasladar y... Lo más que conseguí fue convencerla de que se presentara en septiembre a algunas asignaturas. Yo anduve todo el verano de aquí para allá, buscando algún trabajo ocasional que me permitiera moverme un poco y conocer algunos sitios con la única condición de que fueran más o menos equidistantes de la casa de mis padres y de la barahúnda turística. Al volver, ya era el flamante novio de una chica más tonta que guapa a la que – por alguna oscura razón que nunca he llegado a explicarme – estaba determinado a salvar de sus problemas con la carrera, de la tiranía de una madre arcaica y remilgada y hasta de sí misma. También había cambiado de piso, los energúmenos ya eran historia. Quizás por todo eso y porque Laura – según ella misma me contó la primera vez que quedamos para presentarle a Olga (Nico no vino) – sólo se había matriculado de algunas asignaturas pendientes de segundo a cuyas clases tampoco acudía; el caso es que fueron pasando primero las semanas y luego los meses y ninguno de los dos dábamos muchas señales de vida. Uno de esos días, al ir a comprar algo para cenar, me encontré con Rafa, uno de 10
sus tumultuosos amigos del barrio, y le pregunté por ella: – Ahí anda, aunque yo tampoco le veo mucho el pelo – me dijo. – Lo único que sé es que sigue con el madero ese. Cuando ya se iba, añadió: – Ese colega no es legal, tío. Dicen que anda metido en mogollones de chocolate y pastillas de esas nuevas y yo que sé más... Pero a Lauri no se le puede decir nada, no veas cómo se pone, ya la conoces, es capaz de mandarte a la mierda a las primeras de cambio. El corazón me dio un vuelco en el pecho y me prometí a mí mismo ir a buscarla a la primera ocasión, pero no lo hice. Muchas veces después creí hallar múltiples razones que justificaran lo que no podía ser más que una omisión por mi parte, pero nunca llegué a otra conclusión que no fuera aquella tan general y tan verdadera de que, en el fondo, nunca sabemos por qué hacemos o dejamos de hacer las cosas. Lo único cierto era que los días seguían pasando y a esos días se sumaron otros y ninguno de los dos hicimos nada por vernos. Aunque, para ser honestos, he de decir que yo sí la vi. O mejor dicho, los vi. Era de noche, un fin de semana, y yo iba dando una vuelta con Olga. Ella hablaba y yo fingía escuchar. Entonces vi el coche, el Volkswagen rojo al que había subido dos veces en una misma noche, y a ellos dos bajando de él casi al unísono. Por un momento no supe qué hacer. Estuve por levantar la mano y saludar, por hacerme presente al menos, pero casi de inmediato la visión de una ridícula reunión de parejas, de la conversación forzada, de ese estar sin estar a gusto, desfiló ante mí como una película pasada a gran velocidad y la perspectiva se me hizo demasiado pesada, demasiado agotadora, demasiado falsa. De forma que, con un gesto que procuré lo menos brusco posible, conduje a mi novia, que seguía hablando, hacia la bocacalle que oportunamente se abría a nuestra derecha. Después nada. Era una mañana de esas que se pueden contar con los dedos de una mano en las escurridizas primaveras de aquellas tierras. El sol brillaba alto, pero todavía era un sol benigno, acariciante, y de los montes cercanos bajaba un brisa tenue que refrescaba lo justo. En esos días, raros por inusuales, todo parece renacer allí, todo lo que ha permanecido latente o en lenta germinación desde las postrimerías del invierno, en un instante y sin previo aviso, aparece desplegando sus mejores galas, quizás a sabiendas de que, como todo en la vida, su esplendor tiene los días contados. Cada vez que a lo largo de los años he vuelto a contemplar días como aquel, he acabado pensando que alguna rara inteligencia natural avisa a todo lo vivo de que cuando más madura y radiante parece su belleza, más cerca se encuentra el momento en que, también de improviso, un verano seco e inclemente vendrá a agostar lo que ahora es un derroche de vitalidad. Quizás por eso todo, las plantas y sus flores, los pájaros y el resto de animales y hasta las personas que se cruzan por la calle, todos dan la impresión de celebrar algo. Entre ellos yo y en aquella mañana, por un doble motivo. Porque además de primavera, yo estrenaba libertad. La causa principal radicaba en que, de forma menos traumática de la esperada, había conseguido por fin liberarme de la triple tarea de novio, padre y profesor particular. Oficios los tres ya de por sí arduos, pero que combinados y focalizados en una sola persona, se habían convertido en algo tan agobiante que me había ido separando, ahora lo sabía, de todo cuanto podía darle a la vida un sabor apetecible. Así que, con la firme promesa de entregar mi cuerpo a las llamas del abismo si alguna vez se me volvía a ocurrir la magnífica idea de “salvar” a algo o a alguien, me eché a la calle. 11
Es probable que fuera por la recuperación gozosa del hábito de vagar sin rumbo, o por la sensación de reingreso en el mundo de los vivos, o simplemente porque el sol brillaba y una tonificante brisa me rozaba la cara; pero la cuestión es que, sin ser plenamente consciente de ello, me puse a pensar en Laura, en los viejos tiempos y en lo estúpido e injustificado de nuestro distanciamiento. Como si fuera lo más natural del mundo – de hecho aquella mañana lo era – busqué una cabina y marqué el número de su casa. La voz de su madre sonó más allá de los hilos telefónicos y, con la alegría de sentirme reincorporado a un mundo más cercano y familiar, pregunté por ella. Un grito ahogado y ronco se escuchó al otro lado, seguido de un silencio ominoso, exasperante. Cuando la madre de Laura colgó, sólo acerté a oír el inicio de la explosión del llanto. El día y sus celebraciones se hicieron añicos ante mis ojos y algo que debía ser el corazón se me atoró en mitad de la garganta. Pensé en volver a llamar pero no tuve valor o fuerzas, o cualquier otra cosa que me hubiera hecho falta para hacerlo. Me quedé un tiempo parado, mirando sin ver el aparato que tenía en frente. Luego, con manos torpes y temblorosas, rebusqué en mi bolsa de tela hasta dar con la libretita donde tenía apuntados los números de la gente conocida y no paré hasta encontrar el que Rafa me diera la última vez que nos vimos. Coloqué otra moneda en la ranura y marqué. Durante unos segundos que me parecieron una eternidad, escuché la señal de llamada una y otra vez, y sólo cuando la desesperación amenazaba con asfixiarme, la voz de Rafa surgió como si viniera de la nada. Sin mediar palabra, le hice la pregunta que llevaba atormentándome desde ya no sabía cuánto tiempo y escuché la respuesta que más hubiera podido temer: – ¡Ah!, pero... ¿tú no lo sabías? Con la voz entrecortada, Rafa me contó. Habló de la luz de unos faros, del Volkswagen rojo a toda velocidad en medio de la noche, de la carretera de Granada, de una curva y un terraplén, de las marcas de un largo frenazo en el asfalto, de cómo los encontraron al día siguiente aunque, según parece, murieron en el acto. – Una puta mierda, tío. Pero lo peor es que, por lo que anda diciendo la peña, ese hijo de puta venía hasta el culo de porquería. Y, ¿sabes lo que va a pasar?, pues no va a pasar nada porque, al fin y al cabo, el tío era un madero. Por lo que se ve, hasta han hablado con los padres de Laura para que no remuevan el asunto y... Creo recordar que le di las gracias. Luego solté lentamente el auricular y rompí a llorar como no lo hacía desde que era un niño. Puente Mayorga, mayo de 2.010.
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