El último encuentro “Tenemos que recobrar la compasión, propagar el amor, y protestar contra todo lo que consolide que el ser humano tenga más miedo a los otros hombres que a otras especies o la naturaleza.” Javier Urra Portillo: Violencia. Memoria amarga
Aquel año tenía ganas de ver a mis compañeras de colegio, hacía más de 20 años que no las había visto a todas juntas y me apetecía saber que había sido de sus vidas. En todo este tiempo, había tenido contacto con alguna de ellas por teléfono, pero nunca habíamos coincidido en ningún acontecimiento importante de nuestras vidas. Begoña nos había llamado a todas, con las que había conseguido contactar de una u otra forma y nos había convocado al encuentro: la reunión sería en una ciudad céntrica a la que pudiéramos acudir sin problemas y por fin había llegado el fin de semana en el que nos íbamos a encontrar en Madrid. Estaba un poco nerviosa y en el tren iba pensando qué les contaría de mi vida: Yo no me había casado y me iba bien en mi trabajo, había conseguido acabar la carrera de Psicología y trabajaba en un centro para menores de la Comunidad Autónoma. Había tenido varias relaciones y algunas de ellas no me apetecía recordarlas; pero sabía, como buena psicóloga, que estaba preparando el encuentro para que todo pareciera perfecto: en realidad me encontraba sola y aunque independiente echaba de menos el cariño y la complicidad, que había compartido con alguna de mis parejas. “Me acordaba en ese momento de Luis, y de cómo lo había conocido una tarde ojeando libros en una librería, me había sonreído y me había cautivado con su sonrisa. Volvimos a encontrarnos otros días, mirando escaparates por el barrio e incluso tomando café en el bar de Pepe. Aquella tarde que me abordó yo estaba especialmente triste: Manuel, un chaval del centro había ingresado en el hospital por una agresión con navaja y me fastidiaba que lo que habíamos trabajado para evitar que siguiera agrediendo a sus compañeros, no hubiera servido de nada: todo el esfuerzo de meses se había ido al traste y me encontraba cansada y furiosa. Luis se acercó con un café con leche en la mano y me dijo: “Te invito, parece que hoy estas más pensativa de lo normal”. Me sorprendió la normalidad con que me trataba y pensé que quizá yo era muy rara y que las relaciones humanas no tienen que ir precedidas siempre de una presentación “formal”. Sonreí y me dejé llevar por la conversación agradable que me alejaba de mis problemas y de Manuel. Pasamos la tarde frente a un café y cuando nos despedimos me di cuenta de que no sabía nada de él. La semana transcurrió como siempre de caso en caso y de problema en problema y el viernes cuando salí del centro para comer y pasar un fin de semana de descanso y libros, recibí una llamada de Luis invitándome a cenar. No recordaba que le hubiese dado mi teléfono, pero era evidente que lo sabía. Le dije que sí y me fui a casa. Pasé la tarde pensando lo que iba a ponerme y me arreglé con demasiado esmero. Mi reloj vital me avisaba de que algo estaba pasando en mi interior. Llamé a mi hermana y le comenté que no cenaba sola y como siempre me dio toda clase de recomendaciones sobre los hombres y me recordó que si no tenía pareja era por que no quería, bueno y todo aquello que dicen las hermanas a una solterona con todo el cariño y el cansancio de una relación de pareja larga y con niños. Seguimos viéndonos de vez en cuando, siempre por sorpresa y cuando más necesitaba el apoyo de algún amigo. La verdad es que enseguida nos hicimos inseparables, y pasamos del café a la cama sin ni tan siquiera pensarlo.”
Autora: María José Ortiz Yagüe
El último encuentro Me perdía en mis pensamientos cuando ya estaba llegando a la estación de Chamartín, pensaba que me gustaban más aquellos viajes en tren que hacían del viaje un paseo por el tiempo, que estos que son como un cómodo descanso en tu tiempo. Era sábado por la tarde y no había quedado con mis compañeras hasta la cena; me instalé en el hotel y me fui a pasear por el Madrid de mi juventud, me recorrí todos los rincones de la Plaza Mayor y entré a todas las tiendas que me recordaban los días que allí había pasado. Entré en una tienda de ropa muy elegante y me compré un traje de chaqueta para la cena. Era la hora de ir al hotel y vestirse para el acontecimiento que me había llevado a la capital. Habíamos quedado en un restaurante al lado de los cines Goya y llegué muy pronto, en el comedor había alguna de mis compañeras que no reconocí, pero me acerqué al bar y allí vi a Marisa, nos saludamos, ella también me reconoció y hablamos de nuestras vidas. Marisa era una niña conflictiva a la que siempre se le echaba la culpa de todo lo que pasaba: las monjas como ella decía le tenían manía; yo era un poco menor que ella y siempre la recuerdo con su uniforme de cuadros y con el pelo pelirrojo corto y revuelto; ahora era un mujer madura muy alta y guapa y según me había contado, casada con uno de los empresarios más ricos de su localidad. No tenía hijos y nos pasamos hablando de las ventajas de no tenerlos durante toda la cena. Saludamos a todas las demás compañeras y nos miramos unas a otras pasándonos revista física y mentalmente. Cenamos en absoluta cordialidad, después de la cena hablamos con quienes más afinidad teníamos. En el colegio yo era una niña bastante menuda, que siempre estaba enferma, por eso quizá todas me tenían especial simpatía y no recuerdo que ninguna de ellas me odiara. Intenté seguir hablando con Marisa que se había quedado apartada en una zona del salón dónde tomábamos café, y la abordé con naturalidad. Estaba un poco recelosa, e intentó que la dejara sola arguyendo que eran las de siempre, que no se sentía a gusto y que no tenía que haber venido a la fiesta. Hice ademán de levantarme, ella me retuvo cogiéndome de la mano y pidiéndome que me sentara. Estuvimos un buen rato calladas, intentando salvar la situación. Después de la segunda copa cuando ya me levantaba para despedirme, Marisa saltándosele las lágrimas empezó a hablar de su vida, de su matrimonio, de la amargura que cada noche pasaba en la cama con su marido; al principio no la entendía, farfullaba, decía cosas sin sentido y se pasaba de una cosa a otra sin relación alguna. Traté de calmarla, le dije que saliéramos de allí y hablaríamos tranquilamente. Me despedí de mis amigas y pedí un taxi: nos acercamos a mi hotel, pero como había hecho otras veces le dije que si lo prefería podíamos pasear, todavía era pronto, hacía una noche preciosa de primavera. Bajamos del taxi, paseamos hasta la plaza Mayor, allí nos sentamos en un banco. Marisa empezó a contarme de forma más calmada el relato de su vida: Vivía en una ciudad de provincias y desde que se había ido del colegio, había tenido muchos novietes. Siempre había sido ella la que los había dejado; había tenido algún altercado con la policía por hacer alguna locura con la moto y con sus amigos, pero siempre cosas sin importancia. Se había relacionado con gente peligrosa e incluso había pasado droga en alguna ocasión, ahora era una mujer respetable y era lo que todo el mundo a su alrededor quería que fuera. Se había casado con Antonio por despecho y porque él siempre la había querido; al principio la relación era normal, eran jóvenes y lo tenían todo, el padre de Antonio tenía una empresa de Calzado en su localidad, les iba muy bien económicamente.
Autora: María José Ortiz Yagüe
El último encuentro Los hijos aunque Antonio los deseaba no llegaban, Antonio empezó a alejarse de ella, dejándola en casa demasiadas veces. Salía siempre por temas de trabajo y nunca el fin de semana, en casa no bebía; pero de tarde en tarde venía borracho y le obligaba a meterse en la cama sin más para hacer el amor, sin ningún tipo de explicación y con no demasiada delicadeza, le decía palabras soeces, la llamaba puta y que lo que podía hacer era aprender a comportarse en la cama. Al principio ella pensó que aquellas agresiones eran debidas a la bebida y si lograba que no bebiera, podría perdonarlo. La situación era cada día más violenta, lo que al principio eran agresiones verbales se estaba convirtiendo en pequeñas torturas cotidianas, sobre todo por la forma de mirarle y echarle la culpa de todo. Marisa no trabajaba pero entendía, que con la aportación económica de su padre a la fábrica de su suegro en un momento delicado de la empresa, había sido más que suficiente para no sentirse mantenida. Toda aquella seguridad que la había hecho fuerte durante su niñez y adolescencia ahora se volvía contra ella; no entendía como sin más su marido, un pobre infeliz, era capaz de denigrarla de esa manera y lo más importante no sabía a quien recurrir, porque sus familias habían hecho una especie de pacto económico del que no sabía como salir. Su padre había muerto el año anterior y su madre se había sumido en una depresión, dejando los temas económicos en manos de sus consuegros y de su hija. No quería volver a ver así a su marido pero tenía que solucionar los problemas de su matrimonio de forma coherente. No se sentía una mujer maltratada como las que salían cada día en los periódicos, pero lo que si se sentía era incapaz de resolver la situación. Mientras, yo estaba allí sin decir nada, pensando que los hombres y mujeres somos iguales en todos los lugares del mundo y que el abuso al débil o al indefenso es igual en todas las culturas y capas sociales; el interrogante que cada día me hacía en mi trabajo en el que la violencia gratuita se perpetraba con más saña contra el que tenemos más cerca, me hacía pensar en la maldad del hombre y en lo fácil que sería ser feliz dando amor. Estábamos muy cansadas y le pedí a Marisa que subiera a mi habitación a descansar y al día siguiente con más claridad hablaríamos de cómo solucionar por lo menos su soledad, Marisa dijo que no y se fue a su hotel en un taxi. Al día siguiente quedamos a desayunar tarde en mi hotel, porque las dos nos íbamos después a nuestros lugares de origen. No pude dormir en toda la noche e intenté recordar todo lo que me había contado Marisa y escribirlo como hacía con mis pacientes después de una dura sesión de terapia. Tenía muy claro que no podía meterme en su vida sin más y que era ella la que tenía que tomar las decisiones, pero había decidido ayudar a mi amiga con lo único que sabía le haría volver a ser feliz: necesitaba devolverle su autoestima, y encarar la situación de frente, buscando el origen del problema. Yo soy de la opinión de que antes de denunciar una situación hay que intentar arreglarla y así se lo conté en el desayuno a Marisa. Le di la dirección de mi despacho y le anime a visitarme cuando quisiera como amiga y como psicóloga. Ella me escuchó tranquila, pero se notaba que no se creía mis consejos, me dijo que me llamaría para contarme lo que había decidido, nos despedimos y quedamos en vernos sin demasiado convencimiento.
Autora: María José Ortiz Yagüe
El último encuentro El tren salía a media mañana y debía darme prisa si no quería perderlo, había intentado cambiar el billete para la tarde pero había sido imposible. Me encontraba sentada en el vagón y no pude evitar relacionar mi encuentro con Marisa con todo lo que me había venido a la cabeza de mi relación con Luis. Es extraño como la mente intuye mucho antes de que pase, lo que después acontece sin más. “Cuando Luis y yo llevábamos unos meses saliendo decidimos que deberíamos vivir juntos, como soy muy rara con mis cosa y a Luis no le importaba, se instaló en casa. Le cedí un parte de mi armario, un espacio en el baño y básicamente lo demás siguió como siempre. Ya he dicho que mi fascinación por Luis vino sobre todo por su forma de mirarme y de hablar, hablábamos sin parar, pero siempre de mi trabajo, de mi familia, de mis aficiones; él contaba lo justo, no tenía padres y prácticamente no se veía con sus hermanos, no sabía que me reservaba una sorpresa que iba a cambiar mi vida para siempre. De vez en cuando, Luis desaparecía durante dos o tres días y me llamaba diciéndome que volvería pronto y que me quería; la excusa de estas ausencias siempre las achacaba a su trabajo y cuando llamaba a mi hermana y le contaba que Luis se había ido otra vez, ella opinaba que Luis era demasiado guapo y demasiado raro, y que tuviera cuidado con él. Un día encontré un sobre grande junto a sus cosas, llevaba mi nombre y no pude evitar abrirlo. Dentro había varias fotos mías y otras de un chaval de unos ocho o diez años, mi dirección y teléfono apuntado en una servilleta de un bar. Además había varios billetes de tren y la dirección de una casa de un pueblo cercano. Cuando Luis vino esa noche, intenté que me contara como me había conocido y porque me había abordado en la cafetería aquella tarde. No me dio ninguna explicación coherente y las excusas solo sirvieron para ponerme más nerviosa. Deje pasar un tiempo y el siguiente día que Luis desapareció de improviso, decidí coger una foto suya y dirigirme a la dirección del pueblo que había encontrado en el sobre. Cuando llegué pregunté por él, enseñando la foto a varias personas, algunas de ellas me dijeron que lo conocían, pero que hacía tiempo que no lo habían visto por allí. Busqué la casa a la que pertenecía la dirección que había encontrado en el sobre y cuando la encontré llamé, salió a abrir la puerta una mujer mayor; le enseñé la foto de Luis y reconoció enseguida a su yerno. Le dije quién era y a que venía, me hizo pasar y me contó lo que nunca hubiese supuesto: Luis había matado a su mujer hacía 8 años, ahora su suegra creía que estaba en la cárcel y no quería volver a verlo nunca más. Me enseñó las fotos de su nieto, el niño era un bebé cuando sucedió. Luis no había aceptado sentirse desplazado por él y empezó a comportarse de forma extraña. Nunca había sido un hombre violento, pero aquella tarde fatídica, había dado un empujón a su mujer y ésta había caído por la escalera de su casa dándose en la cabeza y muriendo en el acto. La policía había venido en seguida, porque él mismo los había llamado. Desquiciado por el dolor y el llanto del bebé había intentado desesperadamente despertar a Elena sin conseguirlo. Nunca más había visto a su yerno y el niño había crecido sin sus padres pensando que habían sufrido un accidente. Ahora entendía algunas cosas, mi dirección como psicóloga en el sobre, las fotos de su hijo y mías, el secretismo de su trabajo y de su vida, la tristeza en sus ojos. Me fui sin saber qué decir y qué hacer, tenía miedo. Luis había estado en la cárcel, había matado a su mujer, no sabía nada de su vida y en cambio compartía la mía. Cuando llegué a casa, Luis ya estaba allí y había encontrado el sobre abierto sobre la mesa, estaba esperándome, yo tenía miedo de su reacción; las maletas estaban hechas y sin más me dijo, que le había ayudado a superar el problema afectivo, que me Autora: María José Ortiz Yagüe
El último encuentro quería, pero que no podía vivir con alguien que conocía su vida anterior y se despidió. No tuve el valor de retenerlo, el miedo se apoderó de mí y venció al amor que le tenía. La historia de Luis se había acabado y no supe más de él.” En el trayecto del tren los recuerdos se habían mezclado con la realidad, me había quedado adormilada y la figura de Luis se había mezclado con la de Marisa, una angustia cercana al miedo se había apoderado otra vez de mi. Cuando llegué a casa, deshice las maletas, comí un poco, me acomodé en el sofá, pensé qué podía hacer por Marisa, la llamaría al día siguiente desde el despacho y acordaría con ella las sesiones de terapia, para lograr solucionar el problema de su maltrato. Avanzada ya la tarde puse la televisión y con el mando estuve recorriendo las distintas cadenas y su programación: me detuve en uno de estos programas que sustituyen al Periódico el Caso, que sólo dan noticias de muertes violentas y asesinatos; miré detenidamente a la pantalla, no me lo podía creer, allí estaba Marisa en una foto con su sonrisa y atractivo de siempre, la nota era escueta: su marido de vuelta de un viaje la había asesinado en la cocina de su casa con un cuchillo. Nadie sabía cómo había podido pasar, eran una pareja ejemplar, la conmoción en el pueblo era tanta que todos los vecinos salían diciendo lo buena y alegre que era Marisa y todo lo que había hecho su padre, cuando ayudó a que la fábrica no se fuese del pueblo, dando trabajo a muchos hombres y mujeres. Yo estaba desolada, sólo hacía unas horas que había estado con ella. La televisión hablaba de la víctima número 42, las cifras dejaban al descubierto tanta falta de amor, tanta desdicha que por un momento pensé que sería mejor no haber nacido. Han pasado ya varios meses y ahora puedo pensar con más claridad: después de ese encuentro ya no he vuelto a ir a ninguno de los que ha convocado Begoña. He leído miles de veces lo que me contó Marisa y en su momento hice acopio de toda la información que encontré publicada en la prensa; siempre he creído que no me contó todo lo que estaba pasando en realidad, y que la situación era mucho más grave de lo que ella creía. Ahora trabajo en resolver los casos de los jóvenes que se encuentran más solos y desesperados, en un intento de liberarme de la culpa de no haber podido ayudar a Marisa y poder entender así la razón de tanto desamor, de tanta violencia.
Autora: María José Ortiz Yagüe