DOCE MÁS UNO

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DOCE MÁS UNO por Omara Igualdú

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a Vania de San Juan de Luz

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Índice

1_Diana ..............................................................9 2_Mai ................................................................17 3_Décimas de la lectura ...................................23 4_San Juan de Luz ..........................................27 5_A mis 56. Soneto .........................................31 6_Haiku de la muerte .......................................35 7_Las voces .....................................................39 8_El niño dormido ............................................45 9_Como cada mañana .....................................51 10_Tesis ...........................................................55 11_El amor en los tiempos del facebook .........61 12_Alba ............................................................67 Maldito día ........................................................71

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1_Diana

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Diana Irene. 06:30 horas. La radio la despertó con detalles de la muerte de la princesa en un túnel de París. La vida de la familia real británica le tenía sin cuidado, y a pesar de eso no podía evitar, al pensar en ella, que se le erizase el vello de la nuca. Una vez vencido el sueño, consiguió arrastrarse con los ojos casi cerrados hasta la ducha. Después, la sucesión habitual de actos: vestirse, secarse el pelo, prepararse un café, coger bolso, casco, llaves, bajar a la calle, montar la moto. Era el primer día de trabajo después de las vacaciones de verano, hacía calor, y tuvo que hacer varios desplazamientos durante la mañana. Todos en moto, tragando ruido y suciedad. Regresando por fin a casa (terminaba a las tres) pensó que le pediría a Eduardo que se llevase la moto por la tarde, y así quedarse con el coche para la actividad que tenía prevista: compra de alimentos para volver la nevera a sus niveles normales. Se había terminado la vida desordenada y relajada de agosto, la rutina era necesaria para hacer funcionar lo que era una máquina bastante bien sincronizada. A las 15:20 salía del ascensor en su piso y abría la puerta de su vivienda con el casco en la mano. Eduardo ya estaba allí y había comido sin esperarla, pues tenía una reunión bastante pronto y no quería llegar tarde. La comida, como cada día, era algo sencillo que había dejado preparado la señora que desde hacía quince años venía todas las mañanas a casa, siguiendo indicaciones escritas en la pizarrita pegada a la nevera: pescado rebozado acompañado de arroz blanco. Empezó inmediatamente a comer y a las 15:55 ya estaba sentada en el sofá con los pies en alto relajándose de un día ajetreado. Hablaron un poco, y a las 16:10 Eduardo, tras servirle un café, cogió el casco, el maletín y las llaves y se despidió hasta la noche con un beso. Los minutos siguientes prometían ser los mejores del día: la casa para ella sola, la modorra en el sofá, el murmullo de la tele a la que prestaba atención a ratos, el placer de hojear el periódico sin leerlo. Sus dos hijos, de vacaciones, pasaban esos días fuera de la ciudad, el pequeño con sus primos, el mayor con su novia. La cocina por recoger podía esperar, nadie había para mirarla con censura. Se dejó llevar por la sensación de placentero abandono a la pereza y el sueño la venció. El teléfono la despertó a las 17:00. Confusa y sin saber qué hora era contestó.

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- Buenas tardes, ¿el señor Eduardo Clavería? - Si, pero en este momento no está, ¿de parte de quién? - Mire, mi nombre es Vicente, es que tengo el maletín del señor Clavería, lo he encontrado tirado en la ronda. - ¿Cómo? - Pues eso, tirado en el suelo, lo que no sé es cómo se le puede haber caído. - Vaya, no sé qué decirle. Mi marido ha ido en moto al trabajo y es posible, la verdad es que es bastante distraído. Muchas gracias por llamar, dígame cómo lo podemos recuperar. Apuntó la dirección que Vicente le indicó, recogió un poco la cocina (no soportaba la idea de irse sin hacerlo) y salió de casa apresurada a buscar el coche. Antes llamó a Eduardo para comunicarle la aparición de su maletín pero no contestó en su oficina de la Universidad. Empezó a pensar, como siempre, en lo desastroso que era, en que igual no se había ni percatado todavía de haber perdido el maletín o en que estaría pensando que se lo había dejado en casa. Esas distracciones crónicas de su pareja, esa manera que tenía de no ser consciente de lo que sucedía a su alrededor era uno de los factores que le producían una irritación permanente. Esos agentes irritadores de seguro eran compensados con otros de efecto balsámico, de lo contrario no se entendería una resistencia tan larga, veintidós años ya. Todo eso pensaba mientras caminaba hacia el garaje, subía al coche, arrancaba el motor y se disponía a cruzar la ciudad en dirección a una calle que sólo vagamente sabía dónde estaba. Encendió la radio y Diana seguía omnipresente en las noticias. Detalles, especulaciones, morbo. El tráfico no era excesivo, los colegios aún no empezaban y eso daba un respiro. Tardó menos de lo esperado en llegar, y después de sólo un par de vueltas incluso encontró sitio en una zona azul. Puso dinero en el parquímetro, volvió al coche a poner el indicativo, y con el periódico dónde había apuntado la dirección en la mano buscó el portal y tocó el timbre correspondiente. Eran las 17:45. Eduardo. La mañana había sido agobiante, cuatro gestiones en distintos puntos de la ciudad le ocuparon muchas horas por culpa del coche. El aire acondicionado compensaba, pero tardó mucho más de lo previsto y no le dio tiempo de pasar por la facultad como era su intención. Pensando en esto llegó al garaje a las 14:55. La radio no dejaba de hablar de la princesa muerta. Sentía ganas de bajar del coche para dejar de oírla y al mismo tiempo una fascinación inexplicable lo mantenía atento a las palabras.

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Pensó que tenía que comer pronto si quería tener un tiempo propio antes de la reunión de las cinco. Se habían de organizar el curso, los grupos, el calendario, y la distribución de temas entre los profesores, y todo ello necesitaba una preparación que no había podido hacer por la mañana. Antes de entrar al portal empezó a buscar las llaves en los bolsillos, al no encontrarlas pensó en volver al coche pero antes sacudió el maletín y el ruido metálico le indicó que sí, allí estaban. Recogió el periódico del buzón (la princesa llenaba la portada) y tomó el ascensor. Al entrar a casa la encontró, como esperaba, vacía. En silencio, ordenada y con la luz de tarde apenas comenzando a tocar el borde de la alfombra. Aspiró satisfecho con la sensación de haber vuelto a la normalidad del curso, a las reconfortantes rutinas cotidianas. Encontró en la cocina el pescado rebozado y una cazuela de arroz blanco humeante. Decidió no esperar a Irene pues quería ganar tiempo, así que se cortó un tomate en rodajas, se sirvió el plato acompañado de un vaso de agua y empezó a comer mientras leía las noticias. Más y más de lo mismo. Estaba terminando el melón que se había puesto de postre cuando el ruido de la cerradura le anunció la llegada de su mujer que, como era del todo previsible, asomó la cara y el casco con un ¿hola? que saludaba e interrogaba a la vez. Primer día de rutina otoñal, y la desagradable sensación de no poder abandonarse a una corta siesta en el sofá por tener la mente ocupada en las muchas cosas que quería hacer antes de las cinco. A las 16:10, a poco más de una hora de haber llegado, volvía a salir de su casa. La moto resultaba un contraste agradable con el agobio del coche. Se encaminó hacia la ronda, era su ruta habitual a la ciudad universitaria. El tráfico era tranquilo y se permitió ir relajado y abstraído pensando en sus cosas. Cogía la rampa de acceso al túnel las 16:18. Al finalizar el descenso una furgoneta más grande de lo que parecía en el espejo se le acercó en exceso, por un momento se tambaleó y rozó ligeramente el bordillo de protección, sin llegar a perder el equilibrio. A las 16:30 ya estaba aparcando la moto frente a la facultad. Fue en el momento de subir la moto al caballete que notó que no llevaba su maletín. Estaba seguro de haberlo puesto a sus pies pero no estaba. Dudó un rato, pensó que estaría en el coche, o en casa. Cuando cogía el móvil para llamar a Irene y pedirle que lo comprobase comprendió donde estaba: lo había perdido a la entrada del túnel, cuando había estado a punto de caer. Fastidiado volvió a encender la moto para deshacer el camino.

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A las 16:50 repetía la maniobra de acceso cuando se dio cuenta que algo sucedía allá abajo. La policía había cortado un carril y los que accedían al túnel lo hacían muy despacio y por un espacio reducido. Las luces intermitentes de una ambulancia se combinaban con las del coche policial. Una muchacha sentada en el suelo, con el casco en la mano, consolada por una mujer uniformada. Un cuerpo cubierto en el suelo. Una moto azul tirada. No se veía el maletín. Entró en el túnel como pudo y salió de la ronda en la siguiente rampa. Paró la moto, se bajó y empezó a temblar. Estaba seguro de que su despiste, su maletín perdido, había provocado el accidente. Aquella chica, aquel cuerpo. Las imágenes le volvían una y otra vez. Dejó la moto, ni pensar en volver a montarse. Estaba muy cerca de casa y decidió ir allí, seguro que le buscarían, no se veía capaz de volver al lugar del accidente. La mano le temblaba al meter la llave. Entró, Irene no estaba. Eran las 17:08 cuando se derrumbó en el sofá, pálido, con la mente acelerada, sin saber qué hacer. Vicente. Los recados terminados, todo en orden, pensando en sus cosas, decide ir a casa por la ronda, son las cuatro y veinte cuando pasada la rampa de acceso ve algo oscuro tirado, un maletín, mira por el retrovisor, no viene nadie, detiene brevemente la moto y sin bajarse lo recoge. Una vez en casa lo abre: papeles, una agenda, algún sobre por abrir: Sr. Eduardo Clavería M. Departamento de Ciencias Universidad Central Busca el nombre en el listín, Eduardo Clavería Montero, marca el número. Son las cinco en punto de la tarde. Jonás. Su madre le había contado muchas veces que su nombre venía de una película de los setenta que había visto estando embarazada. El Jonás de cine había de tener veinticinco años en el año 2000, él sólo veintidós, pero la metáfora de la ballena seguía siendo válida. Así que Jonás, que en el año 2000 tendrá veintidós años, había cargado con esa gracia desde su nacimiento y le había cogido cariño. No sabía si por ahora había estado a la altura de las expectativas de la progresía de su madre, pero siempre habían tenido una relación especial. Se levantó tarde, apurando el placer adolescente de dormir en exceso, eran sus últimos días de vacaciones. Vagó por la casa solitaria, se duchó, se vistió, y a las 15:00 salía por la puerta. Estaba especialmente

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orgulloso de su pequeña moto, azul y reluciente. Había trabajado gran parte del verano para ahorrar lo que le faltaba. En pocos días se le iba a hacer indispensable para ir a clase, la facultad no tenía buena combinación desde casa y ganaría tiempo. Paró la moto junto a una cabina y llamó a Helena. Aunque eran las 15:15 aún no habían comido y quedaron para un kebab en su local favorito. Se sentaron después a la sombra en la placita de delante. La conversación inevitablemente llevaba a los próximos días, a la incertidumbre de cómo sería ese primer año en la universidad, en sus diferentes opciones. Al temor que los entristecía de que esa nueva vida los separase para siempre y al mismo tiempo al deseo de los dos de no separarse nunca. El que era el tema del día, la princesa muerta, no les ocupó muchos minutos, ensimismados como estaban en sus propias cuitas. Decidieron ir a ver la facultad, como si colonizando juntos ese territorio se conjurase la posibilidad del olvido. Se sentía contento esa tarde, Helena se pegaba a su espalda, agarrándose fuerte en las curvas. Decidido a probar lo que creía el itinerario más corto optó por entrar a la ronda. Inició el descenso con precaución, el intermitente en marcha, frenando suavemente, los brazos de Helena en la cintura, el carril derecho despejado en el espejo, aceleró, sólo vio la masa amarilla cuando la tuvo encima y nada pudo hacer para evitarla. El reloj se le paró en las 16:25. noviembre 2008

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2_Mai

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Mai En mi infancia en una familia viajera, los parientes habituales estaban lejos. Los veíamos muy de tarde en tarde. Esa familia extensa era substituida por el círculo de amistades, casi todos también alejados de sus lugares de origen. Mai formaba parte de ese círculo, y fue una de las más cercanas amigas de mi madre. De los años en que la conocí en Centroamérica tengo un recuerdo algo borroso, aunque algunos detalles sí tengo grabados. Su imagen la llevo indisolublemente ligada a la de su perro Pinky. Para Mai y su marido era mucho más que una mascota, tal vez hasta más que el hijo que nunca tuvieron. Era un perro de aguas cántabro que habían traído de España, del que no se separaban nunca. De tan limpio que iba parecía hasta haber perdido sus instintos perrunos. Tenía un extraño comportamiento más cercano al de un solterón maniático que al de un animal de compañía. Mai, que entonces debía tener poco más de cuarenta años, era una señora muy puesta y especial. Capaz de arreglarse muy formal cuando la ocasión lo demandaba, de cotidiano vestía ligeros vestidos muy sueltos e informales, sorprendentes en una época en que casi se consideraba inmoral que una señora saliese sin faja a la calle. Eran sin embargo más que apropiados para resistir aquel clima tropical. Esa vestimenta acompañaba a la perfección su tez, siempre bronceada. Sin ser guapa su rostro era agradable y de aspecto saludable. Aspecto que contradecía abiertamente su interno convencimiento de estar permanentemente incubando graves enfermedades. Su tiempo, y el de mi madre, se llenaba con actividades sociales de todo tipo, que ella organizaba con eficacia militar. La frase que asocio con ella es, invariablemente, Helena, ¿de qué tiempo disponemos?

Quiso la suerte que bastantes años después su marido fuese destinado a la ciudad donde yo estudiaba. De esa época tengo mejor y más fiable memoria. Cuando llegaron al país alquilaron un apartamento en la planta superior de lo que había sido una vivienda unifamiliar. Se accedía a través de una estrecha escalera tras cruzar una puerta cuya cerradura accionaban desde arriba con un ingenioso mecanismo de cables y poleas. Llegando al rellano superior encontrabas un acogedor piso decorado con los mismos objetos y muebles que yo ya conocía de la etapa anterior: todo de diseño nórdico de los años sesenta. Pinky ya no existía y había sido sustituido por un salchicha muy bonito, de nombre Lolo. También en este caso su pulcritud era extrema, hasta el

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punto de que lo sacaban a pasear con zapatos para que no se ensuciase las patitas. Quizás para compensar los sinsabores de su vida demasiado humanizada, el chucho había desarrollado un hábito alcohólico en base a beberse los restos de los aperitivos que quedaban en la mesa baja del salón cuando los invitados a las cenas pasaban al comedor. De esas cenas asistí a muchas, siempre acompañada por mi amiga y compañera de piso de esos tiempos. Mai me decía que a los efectos de sus cenas nosotras contábamos como un matrimonio más. Si consideramos que en esos años Mai, en ausencia de la mía, me hacía de madre, y que la relación acabó extendiéndose a los padres de mi amiga, a lo que más se parecía todo el arreglo era al de una familia convencional. Del carácter de Mai se podría hablar mucho. Era decidida y decisoria, en su casa lo controlaba todo, desde el dinero hasta la manera de vestir, tanto de ella como de su marido. Era generosa y dedicada a sus amistades, y tenía un enorme cariño por mis padres que expresaba dedicándome buena parte de sus energías. De un episodio en concreto tengo un recuerdo entrañable. Mi padre había anunciado visita a la ciudad por motivos de trabajo, ocasión de alegría para mí y también, cómo no, para Mai y su marido, que tenían muchas ganas de verle. No recuerdo ahora porqué, pero el día que llegaba su vuelo Mai no disponía de coche. Está claro que mi amiga y yo tampoco, así que nos conseguimos prestado el viejo coche de su padre para ir al aeropuerto. Salimos con el tiempo más que suficiente, organizadas por Mai y sus previsores cálculos. En aquellos tiempos el camino no era especialmente expedito y era un trayecto que se hacía bastante largo. A medio camino el coche decidió dejar de funcionar, y fuimos rescatadas por un buen samaritano que se acercó a ayudarnos. No sé muy bien en qué consistiría la avería, pero con una hábil manipulación con un simple destornillador consiguió que volviese a arrancar enseguida. En ese punto Mai entró en un estado de nervios considerable, ofreciéndole a aquel buen hombre el precio que estuviese dispuesto a pedir por comprarle aquel mágico destornillador, convencida de que el coche se volvería a parar. No entraba en sus cálculos que los planes tuviesen imprevistos y pensaba que, con dinero, podría engañar a la mala suerte. Mi memoria no ha guardado registro de si la transacción comercial finalmente se produjo, pero sí de la cara de asombro de aquel hombre ante el súbito revalúo de su humilde herramienta.

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Era gran aficionada a la lectura, de gran cultura humanista, muy entendida en asuntos de lengua y de literatura. También amante y conocedora de la buena mesa. Su recuerdo forma parte de mi infancia y mi juventud. Por cosas del azar estuvo presente en mi boda y cuando acabé la carrera, y siguió en contacto con mi amiga y su familia aún después de irme yo del país. Hacía algún tiempo que no sabía de ella cuando me enteré, hace unos años, de su fallecimiento. Además de recordarla con cariño, siempre he intentado seguir una enseñanza suya: En castellano, frases cortas. No siempre lo consigo. enero 2009

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3_DĂŠcimas de la lectura

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Siempre he oído decir que así fue como aprendí a leer.

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Décimas de la lectura Está la niña en la cama, enferma tras un gran susto. La madre, por darle gusto, para que se ponga sana, le ofrece, de buena gana, leerle el cuento del gato. "No mamá, que yo hace rato que ese cuento lo he leído." "¡Pero si aún no has aprendido a leer ni un garabato!" "Si mamá, ya sé leer." Y se pone, de corrido, a leer el contenido del cuento en un dos por tres. "Eso seguro que es porqué tu hermana ha pasado, lo ha leído y tú has pensado que me ibas a engañar. A ver, vamos a probar con esto, más complicado." Coge la niña el escrito, lo lee tranquila y segura. La madre, admirada, duda de lo que a ella le han dicho. Según las monjas, han visto que en las horas de colegio, y a causa de su silencio, parece que la pequeña, por mucho que se le enseña, sigue igual que en el comienzo. febrero 2009

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4_San Juan de Luz

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San Juan de Luz El momento histórico es difícil. Hace meses que los rumores y la inestabilidad amenazan al país. El dinero baja de valor a cada hora que pasa. Hay problemas de abastecimiento, no se encuentra lo más esencial en los comercios. Una larga huelga de transportistas ha sido factor decisivo. Los rumores de movimientos militares se multiplican y todos se preparan para lo peor sin creérselo del todo. Así y todo, la vida sigue su curso. En un pequeño piso en la calle San Juan de Luz viven cuatro amigas. Son muy jóvenes, apenas han entrado en sus veinte. Laura. Pálida y angelical, larga melena dorada. Huérfana de padre desde muy niña, ha dejado la casa de su madre. Ha venido al piso con buenos recursos propios, a iniciar una vida independiente. Acostumbrada a vivir rodeada de atenciones y servicios, es la princesa del grupo. Vania. Alta, tez blanca, pelo corto, carácter indomable. Hija de un inmigrante croata que sólo cree en el esfuerzo, el trabajo, el tesón. Ese padre chapado a la antigua, delante del que nunca, ni muchos años después, se atrevió a fumar, la ha decidido a irse de casa. Ni ella se da cuenta de que ha heredado de él sus mejores rasgos. Es la que, con su iniciativa, consigue que el piso esté ordenado. Paula. Melena lacia y morena, grandes ojos oscuros. Primogénita de tres hermanas, se le exige ser ejemplo para las pequeñas. Perfeccionista, de atormentadas relaciones con todos, con todas y con todo. Fabrica pequeñas artesanías para ayudarse, se hace su ropa y se reinventa a sí misma continuamente. María, la extranjera. Como Paula es morena y de ojos oscuros. Más de una vez les han preguntado si son hermanas. Sus estudios le han hecho quedarse en el país cuando sus padres se trasladaron unos meses antes. Al no tener la familia cerca se agrega a la de Vania, y allí va los domingos a compartir la deliciosa comida de su madre. Vivir en el piso es su gran aventura, la ilusión de la independencia. Aún así obedece, sin cuestionarlas, las instrucciones y precauciones con que fue aleccionada al quedarse sola. La vida en el piso es divertida. Se combinan estudios, reuniones de amigos, amores, desamores, tristezas y alegrías. Se comparte casi todo y las discusiones no suelen llegar a mayores. La falta de algunas cosas se desestima como algo sin importancia. Si no hay carne se

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comen huevos y si no hay huevos se va al bar a comer lo que den. El único suministro por el que se hace cola es el tabaco, obsesión adictiva en esa pequeña comunidad. Se están cimentando unos vínculos afectivos que durarán lo que les queda de vida. Ese martes, nada más levantarse, notan que es un día especial. Oyen los aviones que pasan sobre el edificio y alguna detonación. Hay emisoras de radio que sólo dan música militar, en otras hay noticias, más preocupantes a cada minuto que pasa. Una emisora aún no intervenida emite las últimas palabras del presidente. Muchos años después seguirán siendo incapaces de oírlas sin sentir una intensa emoción. Vania, disciplinada, sale en dirección a un lugar de encuentro siguiendo quién sabe qué instrucciones. No sólo no llega, sino que de camino se encuentra con una conocida a la que trae refugiada. Hay toque de queda y no da tiempo de ir a ningún otro sitio. Las cinco muchachas permanecen en el piso casi todo el día. Sólo salen a buscar provisiones, cuando la autoridad militar suspende unas horas el encierro. Los comercios, milagrosamente, se llenan de mercancía, pero el tabaco aún escasea. Son jornadas largas, intensas, de miedo, incertidumbre, angustia. Preocupación por los amigos y conocidos de los que no hay noticias. Pasados esos primeros días, poco a poco, vuelven a cierta normalidad, a las clases, a las actividades cotidianas. Y empiezan a comprender la enormidad y el horror de lo que ha sucedido, y, peor aún, de lo que vendrá. Después, nada volvió a ser igual. febrero 2009

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5_A mis 56. Soneto

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A mis 56. Soneto

Fuimos jóvenes, frescos y lozanos. Pasó el tiempo y aquellos, los de entonces, ya se han ido. Los dos somos mayores, sin tersura en la piel, sin vientres planos. Pero el tiempo ha dejado que aprendamos mucha más puntería con los roces, consiguiendo mi gozo y que tú goces, dominando las bocas y las manos. Hay que ver, no hace falta la hermosura para alcanzar la cima, beso a beso, paso a paso, despacio y sin premura. Ya ves cómo, queriendo y sin excesos, a este ritmo, con ganas, con ternura buena edad es la nuestra para el sexo junio 2009

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6_Haiku de la muerte

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haiku o haikú. (Voz japonesa, a través del ingl.). 1. m. Composición poética de origen japonés que consta de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. Real Academia Española © Todos los derechos reservados

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Haiku de la muerte

Algo sí que sé Sólo mueren los otros Nunca he muerto yo

junio 2009

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7_Las voces

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Las voces Mira, joven no soy, para que nos vamos a engañar. Hoy, precisamente, cumplo años, y no son pocos. No me gusta decir la edad, pero como sé que iréis corriendo a eso del google a buscarla, pues la digo, son ciento veintitrés. ¡Ala! ya lo he dicho, ¿estáis contentos? Tampoco es para tanto, que en mi gremio tengo colegas bastante más antiguos que aún están de muy buen ver. Es lo que he oído, porque desde aquí la verdad es que no veo ninguno… …¿Qué cómo es que la hablo, vuestra lengua? Hombre, no es que hable todas las lenguas del mundo, pero la vuestra… ¡casi que no vienen españoles, a verme! ¡A montones! Y de muchos otros lugares que también hablan parecido. Y yo aquí, quieta parada todo el día, voy escuchando todo lo que dicen las voces que pasan por mi cabeza y al final es que aprendes de todo. Así es, muchachos, domino bastantes lenguas, y también he aprendido a distinguir acentos y a blasfemar. Por lo que se ve, cuando ya sabes blasfemar, se puede decir que dominas un idioma. Bien, a lo que íbamos. Tengo una edad y las he visto de todos colores. Nací el 28 de octubre de 1886 aquí mismo, en esta islita donde me plantaron sin dejarme mover nunca más, ni para ir a mear. Suerte que nosotros, de eso, no tenemos necesidad. La verdad es que me trajeron a trozos desde la otra punta del mundo. Mi padre, que se llamaba Frederic, me fue haciendo por partes que después metió en una fragata y ¡ala! bien estibada, en más de doscientas cajas, llegué hasta aquí. Bueno, llegaron los pedazos, a mí me empezaron a montar más tarde. Pero he oído que antes habían enviado un brazo, como aperitivo, y que fue la admiración de la gente a causa de su tamaño. Y perdonad, que me voy por las ramas. Yo os quería explicar que, como soy tan y tan voluminosa... …no, por supuesto que no os voy a decir cuánto peso, eso sí que no se le pregunta a una señora. Y si me continuáis cortando no terminaré nunca de explicaros mi historia. La cosa es que soy enorme y para no hacerme tan pesada mi piel la hicieron de cobre. Finísimo, poco más de dos milímetros de espesor, y con una pátina verde que ya la quisieran muchos de esos tíos de bronce subidos en un caballo. Siempre he oído decir que el cobre con el que me hicieron venía de Noruega, pero a mí, la verdad, me habría hecho más ilusión pensar en lugares más exóticos, como el sur de África. Uno de aquellos países llenos de animales en libertad en la sabana, con

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cocodrilos, cebras, hipopótamos. Ya me estoy imaginando el viaje del mineral, cargado a espaldas de los nativos, embarcado en el Índico, pasando islas tropicales, enfilando el Mar Rojo, atravesando el Canal de Suez…que por cierto lo hizo un ingeniero amigo de mi padre, que se llamaba Ferdinand y era francés, como yo. ¡Ah! ¿No os lo había dicho? Pues sí, soy francesa, y bien orgullosa que estoy. Y pensar que lo soy y nunca he estado en Francia… …pues claro que me da pena, pero qué se le va a hacer, ¡es lo que hay!, de aquí no me puedo mover. Mi padre, que también era francés, tenía otro amigo ingeniero, que le ayudó a hacerme el esqueleto. Muy bueno. Gustave, se llamaba. Hizo una torre, allí en París, que se ve que es tan famosa como yo, ya ves. Y total, no es más que una torre, no tiene ni cabeza, ni pies, ni esta cara tan bonita que mira me que hacen fotos y más fotos. Lo siento, se me vuelve a ir el tema. La cosa es que aquí, donde yo estoy, tengo los ojos dirigidos a la costa baja de Brooklyn. Sinceramente, poco interés tiene. Todo el día pasando coches, arriba y abajo, y poca cosa más. Pero yo, y esto es una confidencia, hace tiempo que conseguí mirar a izquierda y a derecha (y nadie lo nota). Así que me he dado cuenta de muchas más cosas de las que podéis pensar. Y entre eso y las voces que oigo dentro de la cabeza os puedo asegurar que estoy al día de todo. Yendo por orden, lo primero de lo que me enteré es de que llegué tarde. Me explico: tenía que haber nacido el 4 de julio de 1876, que es cuando la gente de aquí celebraba su centenario. Pero ya se sabe, cuando no es una cosa es otra, y que si el dinero, que si la política, la cosa es que no llegué hasta diez años más tarde. Ya veis, nada más empezar y quedando mal, qué se le va a hacer. Así y todo mi inauguración fue muy sonada, un acto que aún recuerdan los libros, con el presidente y todo, y la gente admirada viéndome tan bonita, tan joven, tan altiva con este gesto del brazo aguantando la antorcha, que mira que tengo ganas de bajarlo, pero no, así me quedo y ojalá que por muchos años. Más allá de ese comienzo un poco indigno, la verdad es que estoy orgullosa de mi papel. Aquí de pie, voy dando la bienvenida a todos los que llegan al puerto de Nueva York en barcos que llegan de todo el mundo. Bueno, la verdad es que los últimos años no llega casi nadie en barco, los que pasan sólo llevan contenedores. Pero ¡Virgen Santa! si llegó a venir gente. Yo los veía pasar cada día. Hasta construyeron un edificio para catalogarlos, en la isla de aquí al lado. Los metían allí por si venían enfermos y los dejaban en cuarentena. Mirándolos a ellos es

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como descubrí que podía mirar a la izquierda. A veces me daban mucha pena, después de un viaje tan largo y no los dejaban llegar a su destino. Se tenían que pasar días y días encerrados en la isla. Recuerdo sus miradas detrás de las ventanas esperando salir de allí para empezar a trabajar. Parece que los necesitaban para levantar el país, y como que en su tierra pasaban mucha hambre, venían aquí y empezaban una vida nueva. Yo creo que pasaron millones por la isla. Ahora, se ve que ya no necesitan tanta gente y no los acogen igual. También he oído que muchos entran a escondidas pues parece que no los quieren. O tal vez sí que los quieren, pero los pobres se han de espabilar solitos. Cuando en la isla ya solo empezaron a llegar turistas, la vista hacia ese lado se empezó a hacer más aburrida. Así que me pasé unos años entretenida mirando a la derecha, donde construían un puente colgante muy grande que le llaman de Verrazano. Es mucho mayor que el de Brooklyn, que lo veo cuando miro a la izquierda, hacia Manhattan, pero ni la mitad de bonito. Es que yo, de Manhattan, todo lo encuentro bonito: los puentes, los edificios… …perdonad, se me hace un nudo en la garganta y me cuesta seguir. Cuando pienso en los edificios me viene todo a la cabeza y porque me cuesta llorar, que si no ahora mismo montaba el numerito. Es que yo, aquellas torres, la vi crecer. Y me diréis que sí, que como todos los edificios, pero no, es que eran especiales. Sobre todo porque eran dos, así, gemelas, ¡tan hermosas y altas! Cuando sucedió aquello es que no me lo podía creer, aquel humo, aquella desolación, y yo que no entendía nada. Me dejaron sola, nadie vino a decirme lo que había pasado. Cuando el humo se fue aclarando me di cuenta de que no estaban. Ninguna de las dos. Y nadie me decía nada. Aquí sola, sin poder moverme, la cabeza vacía, sin las voces, sin las lenguas, qué angustia, qué inquietud. Ni a mi peor enemigo le deseo yo algo así. Meses, me dejaron sola, y cuando finalmente volvieron sólo paseaban a mi alrededor, mirándome la cara, pero seguía con la cabeza vacía, vacía. No os podéis imaginar la soledad que he sentido con este silencio aquí dentro. Una pesadilla que ha durado casi ocho años. No hace ni cuatro meses que han vuelto, las voces, los turistas, las lenguas. Y poco a poco he conseguido enterarme de lo que sucedió, aquel horror impensable, aquel plan diabólico, que me podía haber tocado a mí también. Perdonadme, no quería acabar así la conversación, era tan agradable charlar con vosotros y mira que

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ponerme así. Pero es que aún me viene esa cosa cada vez que pienso en ello, lo siento, de verdad, no me lo tengáis en cuenta. …sí, claro, volved cuando queráis, de aquí no me muevo. octubre 2009

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8_El ni単o dormido

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El niño dormido Os lo podéis imaginar. Un Bambino Gesù napolitano, clásico, del siglo XIX. La regordeta pierna un poco levantada, la mano derecha con dos dedos preparados para dar la bendición. Su mirada parece perdonarnos todo, así, sin más. Tiene la piel rosadita, la boca pequeña y más parece un bien alimentado bebé de al menos seis meses que un precario recién nacido aterido de frío. Llega el momento, lo sacan de su caja en lo alto del armario donde duerme desde el día de la Candelaria. Así ha venido sucediendo en los últimos años, desde aquella Nochebuena en que las voces le sacaron del letargo: …sí, ya sé que queda fatal, es mucho más grande que las otras figuras, pero déjame, tiene valor sentimental. He crecido oyendo a mi madre hablar de él y ahora que es nuestro ¡no lo vamos a dejar en el armario! Mujer, si no te hubieses dejado al menos ahora tendrías la familia completa, y no ese niño suelto, que además así ha perdido valor, ya lo sabes. Si le hubieses dado a tu hermana el famoso colgante seguro que cedía y te daba a José y a María. Pues no, el colgante mi abuela me lo prometió desde que tengo memoria, así que es mío. Y bueno, qué más da, me importa un comino si vale más o menos, yo lo quiero aquí en el centro del belén, que además es bien bonito y mira, si parece que nos esté mirando. Pero si tú ni crees en la Navidad ni nada y siempre te quejas, ahora a qué viene esa afición, y además a ver si lo rompen los niños, que el mayor ya lo toca todo y la otra a la que nos descuidemos ya gatea y empieza a romper cosas. No, no lo tocarán, lo pondré aquí, en el centro, aquí no llegan, que toquen lo que quieren pero no al Bambino, no te preocupes que yo me cuido. Se ha pasado más de 50 años en una caja, a ver si no lo vamos a poder lucir ahora, y mira que es bonito… Así que llega el momento y, una vez acostumbrado a la luz, empieza a observar a sus compañeros de belén. Los pastorcillos frente al establo, la oca sobre el papel de plata, la mula, el buey... ¡vaya! este año al caganer le acompaña una caganera, nuevecita, recién comprada. Los

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reyes magos esperan en un rincón a empezar su avance. Estos sí que son los reyes de Oriente, ya los conoce del año pasado. Son de plástico, fabricados en Vietnam. Más oriental casi no se puede ser. A él le colocarán en medio, como siempre. No puede evitar sentirse superior, importante, el centro del universo. Nunca ha entendido porqué es más grande que todos. Siendo un bebé parece que tendría que ser al revés. Pero no, en este belén los cambios de escala son la norma, también la compañía de un vaquero de piernas arqueadas que hace tiempo perdió el caballo, de un vehículo espacial de piezas lego pilotado por un extraño y pequeño personaje de cabeza amarilla, o una señorita Barbie escasa de ropa que observa la escena desde una esquina. Para añadir confusión, los pequeños de la casa alteran las posiciones cada día en cuanto se levantan, y añaden o retiran participantes a su libre voluntad. Sin embargo a él se le respeta, es una norma estricta en esta familia. Sólo la madre puede tocarlo, lo hace con cuidado, sus manos son una caricia. Se entrega con placer a la manipulación mientras lo sitúan en su lugar preeminente. Y ahí están sus papás, en bastante buen estado y con la misma cara inexpresiva de siempre. Bueno, de siempre es un decir, pues hubo un tiempo en que sus papás fueron otros, napolitanos como él. Hace un esfuerzo y le vienen los recuerdos:

Siempre supo que de todos los regalos que Paco y Juana recibieron por su casamiento su figura y las de sus padres fueron el más preciado. Eran de una factura finísima, y siempre las cuidaron con cariño. Todos los años, a partir de Santa Lucía, José y María eran colocados con mimo en el centro del aparador. El día de Nochebuena, al volver de la Misa del Gallo, le sacaban de su envoltorio de seda y lo llevaban junto a ellos. Juana tenía especial devoción por su figura, y lo primero que hacía al desenvolverlo era darle un dulce beso de bienvenida. A Paco lo de la devoción no le iba ni le venía, pero siempre disfrutó de la escena: el resopón al llegar de la iglesia, los villancicos junto al fuego, los buenos deseos de felicidad. Siempre estaban en buena compañía de familiares y amigos, era la mejor velada del año. Pronto llegaron los niños, primero Alfonso, más tarde la niña, Helena. Para los pequeños las figuras eran sagradas, las veneraban por influencia materna y las respetaban también por el valor material que su padre siempre les aseguró que tenían. Así año tras año, nunca mermó la emoción de esa celebración entrañable. Pasaba el tiempo y cambiaban las costumbres pero el pesebre napolitano nunca faltó en la casa.

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Aquella Navidad, la del 38, el ambiente era más triste. Faltaban muchos, y pesaba especialmente la ausencia de Alfonso, en el frente desde hacía varios meses. De la mañana siguiente sólo recuerda el timbre que despertó a todos, los pasos de Juana hacia la puerta, el grito de dolor indescriptible, el desmayo. Cuando al pasar unos días lo volvieron a su caja nunca pensó que se pasaría allí tantos años.

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Como cada mañana Como cada mañana, el Sr. M se despierta segundos antes de las 6:30, cuando ha de sonar el despertador. Lo apaga antes de que el timbre despierte a nadie más, se levanta y sigue los movimientos, tantas veces repetidos, de la higiene matinal. Una vez vestido prepara la mesa de la cocina para el desayuno de la familia, toma un café con galletas, lava cuidadosamente la taza y el plato y sale. Como cada mañana, exactamente a las 7:15. Tres minutos después sube al 76, da los buenos días al conductor y se sienta a disfrutar del breve trayecto. Al llegar a su parada compra La Vanguardia en el quiosco y, como cada mañana, exactamente a las 7:38 gira la llave en la cerradura de la sucursal, desconecta las alarmas, enciende las luces y entra en su despacho a esperar, leyendo el diario, a que lleguen sus compañeros y la hora de abrir. Es un viernes de bastante trabajo y las horas se le pasan rápido. Cuando quiere darse cuenta ya es la hora de cerrar y proceder con el ritual del mediodía, que le lleva a ser el último en salir. Se mete la llave en el bolsillo, como siempre, y deshace el camino de la mañana para subir nuevamente en el 76 que le llevará a casa. Como es viernes sabe que habrá pescado para comer, frito como a él le gusta, ni demasiado crujiente ni demasiado blando. En el punto exacto. Esa certeza le abre el apetito y termina de hojear el periódico mientras se acerca su parada. Nada más bajar del autobús ya nota que todo es extraño. El paso a su calle está cerrado por cintas de la policía. Hay ambulancias, bomberos, humo, vecinos intentando ver lo que pasa por encima de los hombros de los fotógrafos, personas con chalecos rotulados en la espalda: MÉDICO, ENFERMERO, PSICÓLOGO… El corazón le empieza a latir muy rápido y la voz apenas le sale cuando intenta decir que vive allí, en el 22, en el tercer piso. Cuando los que parecen estar a cargo del caos oyen estos datos lo miran con cara de lástima, de horror, de no saber qué decirle. Los de los chalecos se acercan, le toman la mano, le pasan el brazo por la espalda, le hablan suave, pero él no entiende lo que dicen. ∞ Como cada mañana, el señor M se despierta segundos antes de las 6:30. Se pasa las manos por el pelo y la barba en un intento de peinarse. Sale de su habitáculo, donde cabe el colchón y todo lo que necesita, no sin antes asegurarse de que la cajita sigue en su lugar. No la abre pero la guarda con el máximo cuidado. Da unos pasos hasta los arbustos del rincón. Sabe que allí puede hacer sus necesidades sin que

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molesten más que las de los perros que en poco menos de una hora empezarán a bajar a hacer el paseo matinal acompañados por sus amos con cara de sueño. Se lava un poco la cara y la boca en la fuente y vuelve al carretón. Lo empieza a empujar con esfuerzo. Empieza el primer recorrido del día, sale del jardín y enfila Balmes abajo, hasta la Diagonal. Allí le espera la chica de la prensa gratuita, que le entrega su diario. Para entre Rambla y Paseo de Gracia, justo bajo una farola. Se pone las gafas y lee todos y cada uno de las noticias y anuncios del día. El mundo es bien raro, no lo entiende demasiado, pero siente la necesidad de saber lo que ha sucedido. El diario es su única fuente de información pues el resto del día no habla con nadie, ni escucha las conversaciones de los demás. Y procura no recordar. Sólo se dedica a sus recorridos, siempre parecidos. Diagonal abajo, llegada a la calle Girona, parada, búsqueda de algo para comer. Tiene una ruta establecida de contenedores que siempre le dan buen resultado. Alguna vez viene una señora que le regala un bocadillo, pero él nunca lo pide. Pasa las horas recorriendo la calle, empujando el gran carro, ordenando su contenido, que va perfeccionando con nuevos tesoros hallados entre las basuras. Cuando el sol empieza a bajar inicia el recorrido más dificultoso, Diagonal arriba, Balmes arriba. El peso del carro lo hace muy difícil pero él tiene todo el tiempo del mundo para parar y descansar tantas veces como haga falta. ∞ Como cada mañana, los agentes 3982 y 4509 acuden a la primera llamada del día. Unos vecinos han descubierto el cadáver de un vagabundo dentro de un carretón, en un pequeño parque cerca de la calle Balmes. Se acercan y ejecutan lo que manda el protocolo: cubrir el cuerpo, llamar a los servicios sanitarios y al juez, esperar a que lleguen, mantener el orden entre los curiosos. Buscan entre las pertenencias del difunto alguna cosa que lo identifique. Sólo ven ropa vieja, un colchón, edredones, trastos. Al fondo de todo, escondida, descubren una pequeña caja donde está la respuesta: una libreta de ahorros en la que la última actualización tiene diez años; un recorte de periódico cuidadosamente doblado; una foto. En ella una mujer sonríe a la cámara sentada en un sofá. A su lado una niña de unos seis o siete años y dos niños gemelos en su falda. Detrás, una ventana en la que se puede adivinar, si se mira la imagen con detenimiento, el reflejo de un hombre joven, con traje y corbata, que hace la foto sujetando la cámara con las dos manos.

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Tesis Martes, ocho y media de la mañana. Marcela conduce el coche relajada. Va a pasar dos días al pueblo, a la casa que le ha ofrecido su amiga Marta. La tesis está impresa, encuadernada, y enviada a los miembros del tribunal. Necesita un lugar sin interferencias donde preparar el examen del jueves, y la casa es el lugar ideal: aislado, sin teléfono. Se había propuesto preparar la presentación en el largo vuelo trasatlántico del sábado, pero el cansancio pudo con ella y no fue capaz ni de encender el ordenador. Los últimos días antes de viajar habían sido de locos, los preparativos se sumaron a los muchos problemas en el trabajo, a la intendencia doméstica que había que organizar para su ausencia y a su manía de querer comprar regalos para todos. Ya en Barcelona era más difícil aún encontrar el tiempo y el aislamiento. No había parado de recibir llamadas e invitaciones, imposible concentrarse en la pantalla. Así que la oferta de Marta la recibió como caída del cielo: la casa para ella sola, y el coche a su disposición. El gps le ha guiado sin un solo titubeo, y el reloj aún no marca las diez cuando toma el desvío a la carretera secundaria que le lleva a su destino. Tras una curva aparece el pueblo a su derecha, hermoso, pequeño. Está situado en lo más alto de un montículo separado de la carretera por un barranco. Accede por una estrecha calle después de un cerrado giro a la derecha, y tras cruzar un puente llega a la Plaza Mayor. Maniobrando un poco, Marcela gira nuevamente a la derecha y toma la vía principal, que discurre por la carena, paralela a la carretera, a modo de espina dorsal. Avanza y observa las calles estrechas que a lado y lado bajan en pendiente: las de la derecha hacia el barranco y las de la izquierda a los campos situados al sur. Comprueba la exactitud de la descripción que le ha hecho Marta tantas veces. Es un lugar especial, tranquilo y silencioso. Demasiado silencioso, piensa, su oído urbano desconoce esa sensación y le resulta perturbadora. A punto de girar el último recodo se da cuenta de que no se ha cruzado con nadie desde que llegó: ni un alma en la calle. Sabe que en el pueblo viven menos de cien personas de forma permanente, y que sólo el fin de semana se aumenta un poco el censo, pero así y todo le llama la atención. Y le empieza un runrún de inquietud que quiere instalarse en su pecho. De momento se ocupa en aparcar procurando no impedir el paso a los vecinos, y baja del coche. Abre la puerta de la casa y penetra en un interior oscuro y fresco. Sube al piso superior, donde entra el sol y la temperatura es más cálida. Es la mejor época para venir, las temperaturas son suaves y el campo se ilumina con los colores del

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otoño. El día es espléndido. Piensa que por la noche refrescará y comprueba que hay suficiente leña junto a la estufa. Sin perder mucho tiempo abre el ordenador, lo enchufa y se prepara para trabajar. Antes decide prepararse algo, le apetece mucho un café. La cafetera es igual que la de Barcelona, tiene el depósito lleno de agua, así que sólo ha de introducir la cápsula, pulsar el botón y esperar un par de minutos para conseguir una aromática taza. Busca en la despensa y encuentra un paquete de galletas para acompañarla. Con ese combustible se pone a trabajar y se concentra a tal punto que le pasan cuatro horas sin darse cuenta. Son más de las dos y empieza a tener hambre. Decide ir a comer al bar. Marta le ha asegurado que hacen platos caseros que no están nada mal. Es, junto con la panadería, toda la oferta comercial del lugar. Coge las llaves y algo de dinero, sale de la casa y enfila la calle principal hacia la Plaza Mayor, donde gira a la izquierda, deshaciendo a pie el camino que ha hecho en coche unas horas antes. De nuevo no se cruza con nadie, y no oye ningún ruido. La soledad y el silencio le instalan definitivamente la inquietud justo encima del estómago. Acelera sus pasos para llegar pronto al bar esperando encontrar a alguien. Lo encuentra cerrado, sin ningún anuncio que indique el motivo o la hora de apertura. Da un par de golpes en la puerta por si están dentro. Nada. Empieza a pensar que parece un pueblo abandonado si no fuese porque las calles están barridas, los coches no tienen polvo depositado y las plantas en los balcones están verdes y cuidadas. Decide acercarse a la panadería, que está un poco más arriba por la calle principal, llegando a la iglesia. Si el bar está cerrado al menos comprará un poco de pan y ya encontrará una lata de atún en casa para acompañarlo. Ha visto que la despensa está bastante surtida, así que hambre no pasará. La soledad le sigue acompañando todo el camino. Piensa que la panadería no puede estar cerrada pues le han dicho que sirve a varios pueblos de la comarca. Acelera nuevamente y cuando llega casi sin aliento se encuentra con lo mismo: cerrada a cal y canto. Golpea la puerta, pulsa el timbre y espera. Empieza a sentir miedo, no entiende qué puede estar sucediendo. Al no recibir respuesta opta por llamar con la voz cada vez más alta y nerviosa, ¿hola? ¡¿hola?! ¿hay alguien? ¿me oye alguien? Silencio. Corre hasta la iglesia que también está cerrada, y más allá hasta la pequeña explanada donde se sitúa un depósito de agua de hormigón. Allí, junto a una de las columnas que lo sustentan, encuentra una

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escalera de mano tirada, como si algún operario la hubiese olvidado tras hacer alguna reparación. Grita, corre de nuevo hacia la casa y por el camino va golpeando en las puertas y pulsando los timbres. Nada. A estas alturas toda clase de películas le pasan por la cabeza, recuerda historias truculentas de rencillas o asesinatos sucedidas en remotos pueblos y no sabe ya qué pensar. Corre de vuelta a la casa y de camino toma la decisión de recoger sus cosas y volver ya mismo a Barcelona. La presentación está casi lista y la puede terminar mañana en casa de María, ya se espabilará para buscar el aislamiento necesario. No quiere pasar más tiempo en ese lugar. Al llegar a la casa sube corriendo las escaleras, recoge el ordenador y la bolsa que no había abierto siquiera y se dispone a partir, ya comerá algo por el camino. La carrera y las escaleras le han dejado sin aliento, tiene la garganta seca. Antes de bajar a la calle abre el grifo, deja correr el agua y cuando empieza a salir fresca se sirve un gran vaso que se bebe de un tirón. Ese fue el peor y último error de su vida. marzo 2010

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El amor en los tiempos del facebook Espera a estar entre los últimos pasajeros en abordar el avión. Lo prefiere así. La azafata le saluda con una sonrisa forzada. Avanza por el pasillo y alcanza su lugar. Ventanilla, como siempre. El asiento contiguo está ocupado por una mujer de edad parecida a la suya, que le da las buenas tardes y se levanta para dejarle pasar. Se cierran las puertas, y empieza el movimiento hasta alcanzar la posición de despegue. Se prepara mentalmente para el largo vuelo como es habitual en ella: paciencia, y la mente abierta a sus pensamientos. Apenas la voz del sobrecargo está dándoles la bienvenida a bordo, en nombre del capitán y de toda la tripulación, cuando su vecina la empieza a interrogar: “¿Va Ud. de vacaciones a Barcelona?” “Pues no, vivo allí” “Pero su acento…” “Es que soy chilena. Pero llevo allí más de treinta años” “¿Ah sí? ¿Y por qué se fue Ud. para allá?” “Me casé con un catalán” “Ah, ha venido a visitar a la familia” “No…cada año vengo un par de meses, a la sucursal chilena de mi empresa” “Y con su marido, ¿dónde se conocieron?” La azafata pasa repartiendo los auriculares y la salva del interrogatorio. Rompe el plástico y se los coloca en las orejas, dando por terminada la conversación. Elige un canal de música y cierra los ojos. Y, cómo no, la primera canción en sonar le lleva a aquel recuerdo: la suave voz brasileña de Astrud Gilberto susurrando Tristeza não tem fim, felicidade sim: Sube por las escalerillas con los tres amigos que van a compartir el primer tramo de viaje. La experiencia de viajar en avión con sus compañeros de facultad la tiene en un estado de excitación notable, es la primera vez que viaja sin la compañía de sus padres y se siente una mujer que puede con todo. Esas primeras horas de vuelo todo son risas, bromas y un cierto guirigay al que colabora con el atrevimiento que le da la protección del grupo. Tras la escala en Rio de Janeiro, donde ellos se han quedado a disfrutar del carnaval, ella se queda sola y vuelve a su habitual timidez. Sólo entonces se fija en aquel chico guapísimo, que muerto de la risa le pregunta “¿dónde has dejado a esos escandalosos?”

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Esa primera frase da pie a una conversación que dura todo el vuelo. Ella viaja a Barcelona donde está destinado su padre, a pasar sus vacaciones de verano. Él vuelve de un viaje a Sudamérica relacionado con una producción para la televisión. Cuando se separan en el aeropuerto, él le pide que se vuelvan a ver, que le dé su número. No se atreve, no quiere ni pensar en la cara de su padre si atiende el teléfono y un hombre pregunta por ella. Le pide a él el suyo y promete llamarle, sin duda volverán a verse. Ya en casa toda su valentía desaparece, vuelve a ser la niña miedosa. Está segura de que no le permitirán quedar con él. Lleva treintaisiete años arrepentida de esa cobardía. “Señora, ¿tomará pollo o pasta? ¿y de beber?” Mientras desenvuelve los paquetitos de la cenita, esa mujer vuelve a atacar y consigue sacarle información que no querría compartir. Que está separada, que tiene dos hijos, que trabaja con productos financieros, que…pero ¡qué pesada! Es incapaz de corresponderle con alguna pregunta educada y no sabe ya qué hacer para dejarla callada y volver a pensar en sus cosas. Finalmente, recogen las bandejas y aprovecha para levantarse al lavabo y estirar un poco las piernas. De regreso al asiento, y sin darle oportunidad de reacción, se coloca nuevamente la música en las orejas e intenta relajarse. Al poco, las luces de la cabina se apagan y hace un intento de dormir. No lo consigue. Está en la consulta del pediatra, con su hijo de dos años, esperando ser atendida. Coge una ¡Hola! de la mesilla para pasar el rato. Hojeándola llega a una foto que la deja de piedra, el corazón le empieza a latir con tanta fuerza que parece que quiera salírsele por el cuello. Las manos le tiemblan y cuando la enfermera les llama, disimuladamente arranca la hoja y la mete en el bolsillo del abrigo. Horas después, sola en la cocina, la recupera y puede por fin leer el pie de foto. El joven actor (…) que participará en la próxima película del director novel (… ) Mira la foto fascinada. Han pasado seis años y está más guapo si cabe. La misma mirada azul, la misma expresión distante. No había sabido más de él, y creía haberlo olvidado. En su segundo viaje a Barcelona conoció a su pareja, y tras un corto noviazgo dificultado por la distancia decidieron casarse y establecerse aquí. No puede decir que no es feliz, todo les va bien, tienen un hijo

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precioso y esperan otro. No les falta de nada. Pero nunca le late de esa forma el corazón. Los años siguientes vuelve a encontrarlo esporádicamente en películas, en las revistas. Hace papeles no excesivamente protagónicos. Tiene una carrera modesta pero estable. Su papel más destacado es en una serie de televisión que le permite disfrutar de su compañía todos los jueves a la misma hora unos cuantos meses. Cuánto lo echa de menos tras la emisión del último capítulo. Por fin duerme unas horas, y cuando abre los ojos se siente descansada, a pesar de la postura. Comprueba que faltan sólo un par de horas para la llegada, y que la vecina duerme. Se lo toma con calma y vuelve a sus pensamientos. Está contenta con su vida. El trabajo le gusta. Le quedan unos años de actividad que le permitirán asegurarse una vejez tranquila. Los viajes anuales le mantienen en contacto con los amigos de siempre y sus hijos están bien. Está sola, pero sabe que aún es deseable para muchos hombres. Pero ninguno le ha hecho salir el corazón por la boca hasta que, navegando, se encontró con él en facebook, en la lista de amigos de una amiga de un amigo. Lleva días pensando qué hacer. ¿Agregar como amigo? ¿No agregar? ¿Se acordará de mí? ¿Me aceptará? Se ha prometido decidirlo nada más llegar a Barcelona. Enciende la luz de lectura y saca el libro que le han regalado. El amor en los tiempos del cólera. Antes de empezarlo, lee la reseña de la contraportada: dos enamorados juveniles que se separan y viven largas vidas antes de reencontrarse, quinientas páginas después, en la vejez. No puede evitar un ataque de risa y se da cuenta de que su decisión está tomada. marzo 2010

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Alba La chica es menuda, de pelo corto. Va vestida con vaqueros y camiseta. Se acomoda en el asiento de ventanilla del tren, que aún no inicia el movimiento. A su lado se sienta el muchacho. Le pasa el teléfono y la mira levantando las cejas, interrogante. - Vale, llamo – dice ella, tomando el teléfono. La mano le tiembla. Marca con dificultad. (Ti, ti, ti, ti, ti, ti, ti, ti, ti...Piiiiiii, piiiiiii, piiiii...) - ¡Ave María Purísima! - Sin pecado concebida - dice, con un hilito de voz - ¿Sor Inés? - ¡Diga!, ¡DIGA!, ¿quién es? ¡Hable más alto, no le oigo! - Hermana, sor Inés, que soy yo, Alb…Cándida, la hermana Cándida. - Cándida, hija, ¡qué alegría! Por fin sabemos de ti, ¿qué pasa? ¿tu padre está…? - Está bien, mi papá está bien, ya se ha recuperado, pero es que… - Gracias a Dios, cómo me alegro, pero ¿llegas mañana? Ay hija, te echo tanto de menos, en el obrador no veas el lío, la de pedidos atrasados, ya no sé ni lo que me hago, ¿vienes en tren, no? ¿A qué hora llegas? - No, mañana no, es que… - Ay hija, no hables tan bajito, pero qué te pasa, ¿qué dices, que no vienes? ¿Coges el del jueves? Pero si va peor, que no va directo, bueno tú sabrás, ay qué ganas tengo de que estés ya por aquí… - No hermana, el jueves no, es que no vuelvo, es que no puedo volver, es que yo… - Pero no dices que ya está bien tu papá, ay hija ¡no me asustes! ¿Qué ha pasado? ¿Estás enferma? - Ay hermana, no sé ni cómo decirle, es que me da vergüenza, es que yo llegué y estaba ahí en mi casa, me estaba esperando, aquello no era verdad, me había esperado…ay hermana, no sé qué decir… - Mira Cándida, me estás poniendo nerviosa. A ver si te aclaras, qué es eso que te pasa, hija, no será tan grave que no me lo puedas contar. A ver tranquilízate y dime qué pasa. - Ay hermana, que no vuelvo, que lo dejo, que me voy con él. - ¿Él? ¿Qué él? Pero ¡qué dices!, pero tú no sabes lo que hablas desdichada, que te condenas, ahora mismo te paso a la reverenda, espera no cuelgues… -No sor Inés, a la madre no, por favor, no, no puedo, no me la pase, que me da mucha vergüenza…

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-Espera, no cuelgues que te paso, pero habrase visto, qué dice esta chica, pero si ha profesado, ay Virgen Santísima, perdónala, espera ahora te…. (Piiiiiiiiiiiiii….)

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Maldito dĂ­a

Martes ayer, hoy es jueves y este miĂŠrcoles maldito lo matamos lo borramos para que nunca haya sido para que sea mentira amiga mĂ­a del alma lo que a ti te ha sucedido

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Omara Igualdú Nacida en 1952. Este es su primer intento literario.

Las ilustraciones Todas las ilustraciones son de la autora y han sido realizadas con brushes en un iPhone 3G y en un iPhone 4, excepto la de Maldito día, que está hecha a bolígrafo y lápices de colores, y fotografiada e intervenida en un iPhone4.

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© María Luisa Aguado Martínez ISBN 978-1-4477-1491-0 en Barcelona, mayo de 2011

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