NOTA DE TAPA
BORGES
Y YO EL 14 DE JUNIO SE CUMPLEN 25 AÑOS DE SU MUERTE. DIEZ ESCRITORES ARGENTINOS NOS CUENTAN LA RELACIÓN CON SU COLEGA MÁS CÉLEBRE. PRODUCCIÓN: MELISA MIRANDA CASTRO Y DANIELA ROSSI
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BORGES Y YO
UN AMIGO QUE SE EXTRAÑA Por María Esther Vázquez Directora de la Fundación Victoria Ocampo y autora de “Los nombres de la muerte” y “La memoria de los días”, entre otras obras.
a enriquecedora y entrañable amistad que mantuvimos con Borges a lo largo de casi 25 años comenzó en los sesenta, cuando fui a trabajar a la vieja Biblioteca Nacional de la calle México, al lado de su despacho. En esa época ya conocía parte de su obra y sabía que estaba frente a un escritor muy culto y original en el manejo estricto de la palabra. Recuerdo una frase de Bioy Casares: “En una hora de oír a Borges se aprende más que en un año de facultad”. Borges había leído y memorizado –su memoria era prodigiosa– miles de versos, de tramas, de novelas, de ensayos, de sistemas filosóficos, de hechos históricos, de personajes… Creo, en fin, que había aprendido casi todo de las literaturas en ocho lenguas, incluyendo latín y las germánicas medievales, que manejaba. El filósofo Víctor Massuh lo definió: “Borges vive en estado de literatura”, sinónimo de estado de felicidad. Fue un gran caminador, a los sesenta y cuatro años podía recorrer siete u ocho kilómetros por las noches de Buenos Aires al sur. Yo era joven y acompañarlo significaba diversión, alegría y aprendizaje; a veces tarareaba tangos viejísimos, desafinando de manera atroz; otras, hablaba de su juventud turbulenta e yrigoyenesca y todo mechado con recuerdos literarios. Una vez le comenté que había muerto una señora paqueta muy conocida; la necrología hablaba maravillas de ella. “Pero no, no, si era una pobre infeliz –me dijo–. Fijate, una tarde, en lo de Adolfito, estaba sentada a mi lado, y en un abrir y cerrar la puerta de la cocina, oímos un fragmento de la transmisión radial de un partido de fútbol. Ante su fastidio, la convencí de que el fútbol
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no era un deporte sino una obra de teatro futurista y cuando gritaban gol terminaba un acto y empezaba otro. Se lo creyó. ¡Una imbécil!”. En un restaurante de Hamburgo quiso comer una tortilla a la española. Minuciosamente le explicó al mozo, en un alemán digno de Goethe, cómo se hacía. El hombre tomó nota y después de un largo rato le trajo una omelette a la francesa y una papa hervida. Tristemente, Borges comentó: “Esta es la versión alemana de la tortilla a la española”. Borges, querido amigo, a 25 años de su muerte lo seguimos extrañando.
EL HOMBRE QUE NO SE TOMABA EN SERIO Por Juan Martini Autor de la trilogía “Cine”, “La máquina de escribir” y “Puerto Apache”, entre otras obras.
Borges llegó a Barcelona en abril de 1980 después de recibir en Madrid el Premio Cervantes correspondiente a 1979. Pocos meses más adelante lo recibiría Juan Carlos Onetti que acababa de publicar “Dejemos hablar al viento”, la novela en la que se incendia Santa María. Borges llegó con Kodama y la editorial Bruguera los hospedó en el hotel Princesa Sofía (después Reina Sofía): una suite con dos dormitorios, rosas para María y la edición de la Prosa Completa en dos tomos que acababa de salir. Se les había alquilado para sus traslados y paseos un Mercedes con chofer y Borges debía dar una conferencia en un ciclo organizado por la editorial en el que también participaban Onetti, Arreola, Semprún, Calvino, Soriano, Valverde (traductor del Ulises), Alberti, Sciascia y otros. Borges no quiso descansar. Subió apenas unos minutos y bajó enseguida para tomar un té. Sus primeras palabras entonces fueron: “¡Qué linda edición. Y que buena tipografía, bien legible!”. A veces era difícil saber cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía con sentido del humor o con ironía. Pero antes, a la salida del aeropuerto, ni bien nos acomodamos en el asiento trasero del auto, Borges en el medio, María a la derecha y yo a la izquierda, con las dos manos apoyadas en lo alto de su bastón, dijo: “É arrivato il fascista Borges”. No fui capaz de decir una sola palabra.
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Se hizo un silencio breve. Y entonces María Kodama me explicó que ese había sido el título del diario comunista italiano “L’Unitá”, unos días atrás, cuando Borges llegó para recibir un premio. Y Borges repitió: “É arrivato il fascista Borges”. Estaba molesto, herido, y avergonzado. Después del té salimos del hotel para dar un paseo corto por la Diagonal. En la puerta había un grupo de argentinos y catalanes que lo esperaban. Uno de ellos se le acercó, le dio un libro y le dijo: “Borges, soy un escritor argentino”. Borges se detuvo, giró la cabeza y le contestó: “¡Qué casualidad. Yo también!”. La ceguera de Borges producía efectos inesperados: a veces uno se olvidaba que era ciego; a veces no se podía dejar de pensar que lo era. Pero siempre daba la impresión de que no le importaba nada, ser ciego, e incluso –en ocasiones– que se sentía cómodo siéndolo, como si ser ciego fuese otro don que lo libraba de algo indeseable. En algunas oportunidades la tentación era pensar que, consciente de la grandeza de su obra, y ciego, sin ver, hablaba para la historia: no miraba a nadie, la mirada parecía elevada hacia un punto ligeramente por encima de su interlocutor o del público, al frente, y aferrado al bastón o con los brazos apoyados en una mesa, hablaba. Borges no dejaba de hablar. Citaba todo el tiempo poetas conocidos y desconocidos, relataba leyendas, se detenía –siempre se detenía– en etimologías y apellidos. Jamás se demoraba en asuntos personales y sólo era decididamente irónico para hablar de algunos libros o autores. Por otro lado, no era del todo cierto que se jactaba de lo que había leído y no de lo que había escrito. Sabía que su obra era tan original y trascendente que no necesitaba jactarse de ella ni escuchar opiniones o elogios. En este punto Borges no necesitaba consuelo. Sí, es más que probable, en la región más despoblada de su ser: la de los sentimientos. Todas las veces que lo vi, todo el tiempo que compartimos en esos días, tuve un miedo infinito de que me reprochara algo imperdonable: yo me había olvidado de incluir “Evaristo Carriego” (1930) en la primera edición de su prosa completa que acababa de publicar Bruguera. No sé cómo, pero me olvidé de ese libro liminar que, en “Las misas herejes”, su tercer capítulo, dice: “Todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él,
no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir”. Pero no me lo reprochó. Porque no se dio cuenta o porque su discreción se lo impidió. Nadie, por otro lado, nunca, allá o acá, me señaló la ausencia. Y sólo respiré con alivio cuando lo incluí en la segunda edición. En cualquier caso, Borges no se tomaba demasiado en serio y podía permitirse entonces gestos benovelentes o ironías también para consigo mismo: Existe una tradición nórdica -decía- que consiste en no darle el Premio Nobel a Borges. Fragmento del libro aun inédito “El cronista accidental”.
DEL ROCK A LA LITERATURA Por Fabián Casas Autor de “Ensayos bonsái”, “Los Lemmings”, entre otras obras.
ace muchos años, en mi adolescencia, yo iba a la Galería del Este porque ahí estaba un local de la marca de ropa Little Stone que en ese entonces hacía furor. Vendían camisas floreadas, enteritos de jean y el logo de la marca era la lengua de Mick Jagger. En una de esas incursiones de testosterona pasé por la librería que aún hoy está en la galería y vi a Borges. Me quedé tieso. Estaba sentado, vestido con un traje claro, y una mujer le pasaba un vaso con agua. Yo, iniciado por mi maestro de séptimo grado, ya había leído alguno de sus libros, pero creo que en ese entonces me interesaba más el rock que la literatura. Sin embargo, me impactó verlo. Me dio la im-
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presión de que se movía en otro tiempo, y que aunque la efervescencia que prometía el local de Little Stone apenas podía rozarlo, había algo vital en ese honorable anciano. Fue como si su presencia física desmontara toda la retórica con la que me lo habían presentado a lo largo de los años. Borges fue el escritor nacional. Su cara apareció en todos lados y durante la escuela primaria y secundaria nos enseñaron un Borges prototípico: su pasión por los tigres, su odio a los espejos, los poemas de la “Fundación mítica de Buenos Aires”, los que terminaban en rima y hablaban de los objetos y su teología ajedrecística. A ese Borges epidérmico le íbamos a sumar, más adelante, el de la precisión matemática, el metafísico fantástico, el fabulador que, gracias a una prodigiosa inteligencia, lograba relatos y ensayos que estaban por encima de la corrupción del tiempo. El reaccionario, el corruptor de los menores que intentaban iniciarse en la literatura y que tendrían que optar por su escritura clásica y erudita o la prosa salvaje de Roberto Arlt. Todas definiciones y antagonismos que no sirven para nada. Que no permiten una lectura productiva de la obra de Borges ni de la de Arlt. En 1953 los hermanos Viñas –lo más parecido, en nuestra literatura, a los hermanos Castro– dieron comienzo al ciclo de la revista “Contorno” y lanzaron la operación de encumbramiento de Roberto Arlt. Claro que, tratándose de nuestra cultura, no fue una lectura positiva sino que se trató de pura negatividad. La cosa era matar a Borges para imponer a Arlt. A partir de ahí fueron creciendo las críticas contra el escritor ciego y se llegó a publicar un libro que suele andar aún por las librerías, “Contra Borges”. No sé si existe otro escritor argentino que se haya hecho acreedor de un libro totalmente en su contra. Llegado a este punto, podríamos jugar con un esquema borgeano: si hoy desaparecieran todos los libros de Borges y todos los libros que lo celebran, aún podríamos notar su presencia por la crítica contraria que propició. La obra del marido de María Kodama produciría el efecto similar al que, explican los científicos, deja un agujero negro, que es invisible a la vista pero que según los cálculos matemáticos está ahí o tendría que estar ahí por la inmensa presión que provoca en la materia astral. Fragmento de Breves apuntes de autoayuda que publicará Santiago Arcos Editor en junio de 2011.
INGLÉS ANTIGUO Y EL ESCARABAJO DE ORO Por Liliana Heker Autora de “Los que vieron la zarza” y “Zona de clivaje”, entre otras obras.
o, en la confitería Iguazú, esperando mi turno para usar el teléfono público. Delante de mí, dándome el perfil, un hombre viejo que, con toda la calma del mundo, tanteaba el disco del teléfono para marcar cada número. Lo miré con impaciencia y el corazón me dio un salto: el viejo era Borges. Para entender bien mi estado hace falta saber que yo tenía diecinueve años y que Borges aún no se había convertido en la figura pública que fue después. Todavía era una especie de escritor privado cuya cara y cuyos esplendores verbales una podía creer que conocía en exclusividad. No pudo (en apariencia) comunicarse y se fue hasta el fondo de la confitería, a pedir el teléfono del mostrador.
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Yo ocupé su lugar e hice mi llamado. Cuando terminé (ya había dos o tres personas detrás de mí) miré hacia el mostrador: Borges seguía hablando por teléfono. No me resigné a perderlo una vez que lo tenía tan cerca. Me puse de nuevo en la cola y esperé hasta que Borges terminó de hablar y vino por el pasillo. “Usted es Borges”, naturalmente le dije cuando pasó al lado mío. Él pareció de verdad sorprendido de que lo conociera. Me preguntó cómo me llamaba y qué hacía. Le dije mi nombre y que escribía cuentos; le dije que teníamos una revista, “El escarabajo de oro”, que solíamos mandarle a la Biblioteca Nacional. “Bueno, yo hace once años que no leo”, me dijo Borges. “Ahora estamos estudiando el inglés antiguo con un grupo de muchachas, todas menores de veinticinco años. Y fíjese que el inglés antiguo se parece mucho al idioma de los vikingos”. Y ahí nomás (parados los dos en el pasillo de la Iguazú) se puso a contarme ciertos paralelismos o coincidencias que había descubierto entre el inglés antiguo y el idioma de los vikingos. O supongo que fue eso lo que me dijo: yo lo sentía como una música, o como una fiesta que me estaba personalmente destinada.
Después de hablarme sin interrupción unos diez minutos (no hubo nada que yo pudiera aportar a la charla, ni falta que hacía), Borges me dio la mano, dijo: “Bueno, he tenido mucho gusto en conocerla”, y se fue por el pasillo del bar hacia la puerta. Yo también me iba yendo por ese pasillo. De pronto Borges dio media vuelta y vino hacia mí. “¿Usted es Liliana?”, me dijo, como si fuéramos viejos conocidos que desde hace tiempo no se ven. Le dije que sí. “Pero mire lo que son las casualidades —me dijo—. Recién yo estaba hablando por teléfono con una amiga con quien estamos haciendo un trabajo sobre Edgar Allan Poe y justo viene usted a contarme de gente que saca una revista que tiene el nombre de un cuento de Poe. Fíjese, la realidad es como círculos”. Y después de este regreso, sólo para regalarle a una adolescente un recuerdo como un diamante, Borges volvió a darme la mano, “He tenido mucho gusto en conocerla”, otra vez me dijo, y se fue, lo más campante, por el pasillo. Texto publicado en “Las hermanas de Shakespeare”, editorial Alfaguara.
VER Y VOLVER A LEER
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Por Martín Kohan Autor de “Cuentas pendientes”, “Ciencias morales” y “Los cautivos”, entre otras obras.
rriba de tres veces no lo traté. Y todas bajo una disposición más bien cholula: alguna noche lo fui a ver (a ver, más que a escuchar) en una conferencia que daba sobre Macedonio Fernández; una tarde formé fila en un pasillo de la Feria del Libro para que me dibujara su autógrafo en la página inicial de mi ejemplar de “El Aleph”. Al verlo mi sensación fue siempre la de ya haberlo visto, incluso en la primera ocasión. Eso
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indica que era famoso, porque con Vilas y con Bochini me pasó o me pasaría lo mismo. Borges era una figura conocida, acaso más que un escritor leído, y podía, llegado el caso, funcionar inclusive como un ícono. Por eso, al verlo, siempre parecía que uno volvía a verlo: no había primera vez. La experiencia de leerlo es exactamente la inversa; lo que prueba que la literatura está en los libros y no en los escritores. De todos los libros puede decirse y se dice que, cuando son buenos, admiten sucesivas lecturas y relecturas y siempre amplían y renuevan sus
sentidos. Eso mismo pasa, pero en niveles superlativos, con “El sur”, “El Aleph”, “Emma Zunz”, “La intrusa”, con “Pierre Menard”, “Funes el memorioso”, “El fin”, etcétera. ¿Habrá forma de repetir su lectura, es decir de volver a leerlos sin admirarse como sólo pasa cuando se lee por primera vez? Con esos textos de Borges todas las veces tienen la potencia de las primeras veces. Y si acaso, hacia el final, Borges se repitió, fue porque nadie más que él podía desactivar esa máquina perfecta de una literatura irrepetible.
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BORGES Y YO
IMPRESO EN LOS GENES Por Oliverio Coelho Autor de “Los invertebrables”, “Borneo” y “Promesas naturales”, entre otras obras.
anto mi madre como mi padre tenían el tomo verde de las obras completas de Borges que publicó Emecé en la década del ’70. Borges, para mí, siempre fue ese volumen misterioso y duplicado. Cuando visitaba a mi padre, notaba que releía ese tomo durante sus insomnios, como si buscara respuestas a un enigma. Era su Biblia. Entre bocanadas de humo afirmaba que Borges era el único escritor argentino del siglo XX que valía la pena leer –mucho después me encargué de presentarle a Arlt–. El libro estaba junto a la cama, entre vasos y ceniceros, siempre a mano, e imantaba un universo de cosas
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pasadas y tangos añejos –Arolas, sobre todo–. Cuando volvía a lo de mi madre, me encontraba con la otra cara de ese mismo tomo: en perfecto estado, sin polvo, erguido en la biblioteca como un pilar. Después de obtener mis primeros rudimentos de lectura y agotar la colección “Robin Hood” y los “Elige tu propia aventura”, no me demoré en extraer del estante ese libro de los libros que transformaba a mis padres en una pareja inexplicablemente separada. ¿Qué podía distanciarlos si adoraban, a la par, ese mismo tratado de tapas verdes? Pese a las dificultades de lectura, perseveré, hasta que de pronto –no recuerdo cuándo, quizá coincidió con mi iniciación en la escritura– supe en qué consistía esa esencia borgeana que veneraban mis padres, más allá de las posiciones políticas del Borges público. Borges, tomo único, edición Emecé, siempre conservó el aura de un libro sagrado y lo veo como parte de una genealogía de amores familiares. La relectura de Borges fue y es para mí un modo de volver a un idioma revelado en la infancia. Al lugar en el cual descansa el origen de la literatura.
¿LA SOMBRA TERRIBLE? Guillermo Martínez Autor de “Crímenes imperceptibles” y “La muerte lenta de Luciana B”, entre otros.
A diferencia de otros escritores nunca sentí que Borges fuera una influencia fatídica, algo que debiéramos sacudirnos de encima (el viejo del mar que estrangula con sus piernas a la literatura argentina, el escritor que hay que matar), porque leí su obra en intervalos separados y entre muchos otros autores, que fueron y son el antídoto. Sí lo consideré siempre un gran maestro de lecturas. Y un ejemplo de valor intelectual, y de la mejor clase de orgullo, para despreciar a los popes literarios de su época y resistir con su propia literatura, su propio programa, todos los ataques que recibió en su vida, incluido el silencio, o la directa desaprobación –¡hasta la edad de sesenta y tantos años, con casi toda su obra escrita!– de aquellos que, como Américo Castro, de nuestra academia, sólo se resignaron a que existía cuando le dieron en el extranjero el premio Formentor. Es indudable que Borges es una de las cumbres más altas, no sólo en la Argentina, sino de la literatura del siglo XX, pero representa
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uno entre los modos de pensar y concebir la literatura, que de ningún modo es el único. Hay otras literaturas, otros autores, que no se tocan con la estética borgeana y que también son imprescindibles. Y temas enteros que quedan afuera. Basta pensar en la dimensión del sexo (que Borges apenas rozó, y siempre con horror, en “Emma Zunz”, en “La secta del Ave Fénix” y en “El Aleph”). Libros como “Lolita”, de Nabokov, “La muerte en Venecia”, de Thomas Mann, “La seducción”, de Gombrowicz, o “El juguete rabioso”, de Roberto Arlt, están en las antípodas de lo borgeano, pero son igualmente imprescindibles. Queda también afuera toda la literatura de indagación psicológica, que Borges despreciaba bastante. Y la literatura tocada por lo político. Me parecen tan dignos de compasión los que se privan voluntariamente de leerlo porque su literatura les resulta “fría” o “demasiado racional” como los que aseguran en éxtasis que no pueden leer otra cosa que no sea Borges, como si hubieran probado el manjar supremo y sus paladares delicados ya no encontraran otro alimento posible.
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UNA PRESENCIA PROFUNDA Por Ricardo Forster Autor de “Mesianismo, nihilismo y redención” y “Walter Benjamin y el problema del mal”, entre otras obras.
i relación con Jorge Luis Borges es la de quien se encontró hace muchísimos años con un cuento suyo y lo conmovió. Ese primer acercamiento después me llevaría a escribir sobre él, leerlo una y otra vez, discutir con él. Llegar a sentir que, sin dudas, es un eslabón definitivo de la literatura argentina. Recuerdo un primer contacto con su obra durante mi adolescencia; probablemente fue alguno de los cuentos que integra “El Aleph”. No me llegó como una propuesta
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desde el colegio sino desde mi casa, mi familia, en donde era un autor corriente. Siempre fui un lector voraz, y él estaba allí, en la espera. No llegué demasiado pronto a su obra, pero sí en una oportunidad en que lo pude ver con intensidad. Fue también un escritor que tuve presente en momentos muy importantes de mi vida. Sus múltiples facetas: la de escritor, su relación con el lenguaje, con la biblioteca, el país, la memoria, la política, su laberinto de la escritura. Un largo recorrido que decidí abordar en “Los esplendores de un amor correspondido”, un ensayo de más de cien páginas que lo tiene como
núcleo y será parte de “La muerte del héroe”, mi próximo libro. Está tan adentro de mi reflexión que es difícil separarlo en trozos. Aunque siempre me sentí muy convocado por el Borges narrador. Su obra narrativa es extraordinaria, lo mismo que sus ensayos; sobre todo los primeros, que más me atraen, de su libro “Discusión”. La tensión que genera estar frente a alguien que ha dejado una marca tan profunda es lo que marca mi relación con Borges. Tenemos que pensarlo, discutirlo, ver hasta dónde su peso recrea la literatura argentina, ver todo lo que abarca que puede asfixiar por tanta presencia.
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BORGES Y YO
GRACIAS A BORGES Por Ana María Shua Autora de “Los amores de Laurita”, “El peso de la tentación” y “Como una buena madre”, entre otras obras.
n 1962 el profesor Bazán enseñaba Lengua en el Instituto donde nos preparábamos para el examen de ingreso al Nacional Buenos Aires. Mis compañeros se quejaban de los temas que proponía para lo que entonces se llamaba “composiciones”. Recuerdo uno que provocó muchas protestas: “Los caballos de fuego corren hacia el mar”. Para mí, eso era fácil. En cambio, títulos como “Las vacaciones” o “El primer día de clase”, me dejaban perpleja. Mis relaciones con la realidad eran difíci-
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les, forzadas. Por eso, para escribir sobre “Un día de playa”, decidí copiar un cuento que había leído: hice que la escena se inmovilizara de pronto, detenida en el tiempo, la sombra de un moscardón clavada sobre la arena. El profesor Bazán me concedió una nota altísima, que reservaba para casos extremos. Pensé, riéndome por dentro, que no se había dado cuenta de mi plagio. Ahora creo que sospechó, tal vez con sorpresa, que yo había leído “El milagro secreto”, de Borges. A los once años no sabía ni me interesaba quién era Borges. (La absoluta pasión por las obras combinada con una enérgica y sana indiferencia hacia los autores me duró algunos años. “El lazarillo de Tormes” fue uno de mis libros preferidos, sólo por ser anónimo). En cambio, había encontrado en la biblioteca de mi tía Eugenia, un libro encuadernado en rojo que me deparaba felicidad y pesadillas. Era la Antología del cuento extraño, que muchos años después supe compilada por Rodolfo Walsh. Allí estaba Jaromir Hladík, enfrentando inmóvil al pelotón de fusilamiento, detenida en el aire la bala que venía a matarlo, mientras él cumplía con su último deseo: terminar su libro.
UN MAESTRO Y SUS CONTRADICCIONES Por Alejandro Apo Autor de “Y el fútbol contó un cuento” y “Con todo mi afecto”, entre otros.
Siempre agradezco que en mi casa mis padres hayan generado un clima de inquietud cultural constante. Durante el día cada hermano elegía un cuento, que después de la cena se leía en voz alta y se discutía. Borges, como Bradbury, Cortázar o Abelardo Castillo, estaba allí. Yo era un pibe cuando tuve ese primer contacto, muy chico, y fue algo que me marcó. El mundo creativo que creó me parece fascinante, realizado con la maestría de un hombre que está entre los maestros de la literatura. Hay escritores y también maestros de escritura, y él pertenece al segundo. Hay un cuento por el que tengo una debilidad, que disfruto de contar y no me importa repetir: “El muerto”, publicado en “El Aleph”0, es para mí el cuento perfecto. Toda aquella magia que desprenden sus obras se con-
traponen a su personalidad. En cuanto a sus opiniones, destila mucho desprecio. Fue alguien descalificador con respecto a las personas que no pensaban como él. En ese sentido, me parece muy elemental y cerrado. Tenía una formación reaccionaria y una visión de los problemas de la gente muy obtusa. Fue un hombre imposible. Irónico. Con respecto a la política, por caso, él decía que el peronismo había sido muy agresivo con él, cuando él también lo había sido de la misma manera. Por otro lado desconoció, en un sentido, a Julio Cortázar cuando se sabe –por lo que piensa de Casa Tomada- que lo admira. Sin embargo, lo ningunea cuando dice no haber escuchado hablar de él, cuando fue traducido y reconocido en todo el mundo.
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