DES CONECTADOS A sólo una hora del vértigo urbano CUATRO HISTORIAS UNIDAS POR UN DESTINO COMÚN: EL DELTA DEL TIGRE, SU PARAÍSO PERSONAL. PERSONAS QUE BUSCAN HUIR DEL RITMO DE LA GRAN CIUDAD PARA VIVIR Y TRABAJAR MANO A MANO CON LA NATURALEZA. Por MELISA MIRANDA CASTRO Fotos: IGNACIO ARNEDO
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n Tigre el ritmo es otro. No importa que sea el horario pico de la mañana, esa franja en la que en la ciudad los bocinazos aturden, el embotellamiento arde y la gente viaja en los colectivos confundida en un mar de brazos, bolsos y piernas. En Tigre el ritmo se aletarga aunque sea la hora más transitada. En época de clases, en la lancha de las 9 salen todas las maestras, que comparten el transporte con los alumnos que suben con guardapolvo blanco y que van a la escuela que está en una de las islas. Ahí, los asientos de madera sirven como la prolongación de la sala de profesores o del patio del colegio, donde todos se encuentran y socializan. Es común ver también entre los pasajeros un hombre de traje negro con un maletín en la mano, seguramente la rareza de su oficina, que cuenta con la ventaja de poder excusar su faltazo por culpa de la Sudestada o de la marea alta que lo dejó aislado. Se ven pocos turistas durante la semana, distinto de
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“Con la isla ocurre un sentimiento que es absoluto: o amás la isla o no la soportás. Es un lugar muy salvaje. La naturaleza acá manda, lo mismo que los silencios que angustian a mucha gente”. (Silvia Sergi, fotógrafa)
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Las áreas en mayor peligro en la Argentina son: el Pastizal Pampeano (sólo el 1% protegido), el Chaco húmedo (3,26%) y el Mar Argentino (menos del 1%). La Argentina cuenta con 435 Áreas Protegidas (AP), que se traducen en 21.515.053 hectáreas. De ellas, 3.656.300 corresponden a la jurisdicción federal y 17.858.700 a la provincial. en la actualidad
“Hoy sólo tengo 70 colmenas, porque en 1995 hubo una gran fumigación por el dengue y de las 300 colmenas que tenía me quedaron sólo 15”. (Marta Mattone, apicultora)
lo que pasa el fin de semana o en el verano cuando los locales son invadidos por los domingueros que buscan como ellos desconectarse y liberarse del estrés. Pero sólo por un ratito. En la vida isleña la cotidianeidad no tiene que ver con correr todo el día aturdido por las presiones que impone la ciudad, sino con una interacción permanente con la naturaleza. La rutina es salir a remar, hacer deportes acuáticos, caminar las islas, mantener el jardín y cortar el pasto o arreglar algo que se haya roto en la casa. Gracias a la búsqueda incesante de tranquilidad, en los últimos diez años, Tigre adquirió nuevos habitantes que huyeron del cemento en busca de una mejor calidad de vida, lejos del consumo compulsivo, la urgencia y el caos imperante en la urbe. Se enamoraron del lugar e hicieron de él su nueva casa. Son los que jamás volverían a vivir en la gran ciudad.
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COTIDIANEIDAD ISLEÑA Una vez que la lancha deja el puerto y se encausa en su recorrido, el ruido del motor es el único sonido que se impone al del paisaje, aunque para los isleños y los isleros (diferencia entre los nacidos en las islas y los nuevos pobladores) no es una molestia. Más bien, lo reconocen como parte irremplazable del folclore del Delta y la única manera de no perderse el medio que los lleva a tierra firme. “Este lugar tiene códigos propios, muy distintos a la ciudad; si no tenés conflictos con esos códigos, te adaptás perfectamente a la vida del Delta. Si pretendés salir al muelle y que te pase un colectivo, olvidáte. Hay que cambiar la rutina, cuando vas a hacer las compras tenés que tratar de traer la mayor cantidad de cosas posibles, porque lo que te olvidaste significa esperar un día o tres horas más”, explica Ma-
r Cocchi, autodenominado “islero”. rio Él vive en “La Real”, en lo que hasta el É ‘‘75 fue la fábrica de la sidra. Es fotógrafo e hizo su carrera en Noticias Argentinas y Clarín. En 2001, unos meses antes de lla renuncia a la presidencia de Fernando De la Rúa, fue despedido del diario y con D eesa indemnización buscó comprarse una ccasa. Mirando junto a su pareja inmobiliarrias de Tigre descubrió que por el precio que podía comprarse un PH en Matadeq rros, conseguían esta propiedad con una hectárea de terreno. h Una vez que compraron el lugar, se dieU rron cuenta de las posibilidades turísticas que tiene la zona. Y armaron un safari q ffotográfico, caminatas y expedición en ccanoas. Además, tienen algunas cabañas que alquilan y un pequeño barcito para q llos huéspedes. Cocchi pasa sus días en ssu casa de las orillas del Río Carapachay, ccuidando el parque, arreglando cosas domésticas y atendiendo a los turistas que m sse hospedan en las cabañas. Una vez por ssemana vuelve al continente para cubrir ffotográficamente la página de turf en el hipódromo de San Isidro para diario Popular. Mario no es el único fotógrafo abducido por los encantos de la isla, Silvia Sergi también sucumbió y cambió su casa de microcentro por una en el Delta, más o menos por la misma época. Hace diez años que está instalada ahí, vive con sus hijos, uno de 14 y otro de 8, que van al colegio local en una de las islas. Ella, trabaja desde su casa, retrata la vida isleña y cuando lo necesita viaja a Buenos Aires al laboratorio. “Con la isla ocurre un sentimiento que es absoluto: o amás la isla o no la soportás. Es un lugar muy salvaje. La naturaleza acá manda, lo mismo que los silencios que angustian a mucha gente. Acá es vivir fuera de la sociedad de consumo, entonces, no son muchos los que quieren eso. La gente lo que extraña es no poder ir al kiosco o ver vidrieras, pero lo recreativo de acá es muy lindo porque es salir a remar, hacer actividades con la naturaleza”, reflexiona Silvia. LA NATURALEZA GOBIERNA En el Delta, la naturaleza es ama y señora y hay que estar muy atento a las señales que envía. Por ejemplo, para saber hasta donde va a subir la marea (que depende del viento) basta con mirar los nidos del caracol en los troncos o escuchar a las ga-
“Este lugar tiene códigos propios, muy distintos a la ciudad; si no tenés conflictos con esos códigos, te adaptás perfectamente a la vida del Delta. Si pretendés salir al muelle y que te pase un colectivo, olvidate”. (Mario Cocchi, empresario turístico)
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llaretas anunciando agua. Silvia recuerda la primera vez que vivió una marea. Justo cuando faltaba un escalón para que entre a su casa, se cortó la luz y ella y sus hijos comenzaron a subir todos los muebles. Finalmente, no pasó nada, al otro día la marea bajó y todo volvió a su normalidad, aunque con mucho más barro y cosas que dejó el río. Rosa Cruz, vecina de Silvia, vive sobre el río Capitán, y también tiene anécdotas de las mareas. Ella nació en el Delta y vivió toda su vida ahí. Ahora, está jubilada y decidió terminar el secundario, por eso se queda durante la semana en la ciudad de Tigre porque no le coinciden los horarios de la lancha. Rosa recuerda un día en que la marea empezó a subir mientras ella y su esposo estaban trabajando como caseros en un club de la zona. Estaba cocinando matambres, y tuvieron que mudarse a las casas de fin de semana que cuidaban. Cuando el agua llegaba a una, subían los muebles y se pasaban a la de al lado. Recién en la cuarta pudo terminar de cocinar sus matambres. Como buena isleña, Rosa conoce todos los secretos y mañas de la zona. En el muelle “Yo y tú” crió a sus hijas, que vivieron con ella hasta que terminaron el secundario y tuvieron que ir a Buenos Aires a continuar sus estudios. Ella trabajó toda su vida en el Museo Sarmiento y muchas veces le tocaba cocinar. Un día, la lancha almacén ya había pasado y se habían olvidado de comprar comida, en la heladera sólo quedaban dos huevos, un ajo, una cebolla y un poco de harina. Entonces, salió a buscar ingredientes de la flora local para cocinar, siguiendo las recetas de su madre. “Tomé camino abajo por el costado del arroyo Reyes, porque mi mamá hacía unos ravioles riquísimos con un yuyo llamado cerraja. Junté un poco, lo lavé, lo herví e hice una tarta. Todos me decían ‘¡nos vas a envenenar!’, pero quedó bárbaro”, relata. A partir de ahí surgió la idea junto a una compañera del museo, de armar un libro con recetas isleñas. Fueron preguntándole a la gente por los platos autóctonos que preparaban como chupín de bagre, nutrias o bocadillos de glicina, así lograron juntar 100. El libro todavía no fue publicado, pero cuando salga será a beneficio de alguna fundación. LA SEÑORA DE LAS ABEJAS Marta Mattone nació en Floresta pero a los 21 se instaló en Tres Bocas. Cuando se
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“Mi mamá hacía unos ravioles riquísimos co con un yuyo llamado cerraja. Junté un poco, e hice una tarta. Todos me decían ‘¡nos vas a envenenar!’, pero quedó bárbaro”. (Rosa Cruz, ama de casa)
mudó no tenía vecinos, sólo las abejas del colmenar que su padre había construido. Desde 1996, cuando murió su padre, quedó ella sola a cargo de todo. En el ‘84 las cosas eran distintas en Tres Bocas, que hoy tiene restaurantes y proveedurías. En esa época Marta tuvo un accidente cuando trabajaba con la jalea y manipulaba permanganato de potasio, y la sustancia y la miel caliente se le cayeron en la cara. No tenía auto ni lancha, su marido tuvo que correr a hablar por teléfono público para conseguir algún transporte, les prestaron una lancha y llegaron al Instituto del Quemado, pero Marta se había quedado sin piel en toda la cara. Los médicos no le daban ninguna esperanza, pero su padre le preparó agua con propóleo y con eso se lavaba las heridas. A los 20 días su piel se había regenerado totalmente y ahora no le quedan rastros de aquel incidente. A diferencia de entonces, ahora la ida y vuelta de la isla es mucho más fácil, el marido de Marta trabaja en Saavedra y viaja todos los días. La apicultora tam-
bién se traslada bastante al continente, ya que lunes, miércoles y viernes va al gimnasio en San Fernando. El resto de los días trabaja sola en su colmenar, sólo contrata alguna persona que la ayude cuando es época de cosecha (en diciembre y a mitad de año). “Hoy sólo tengo 70 colmenas, porque en 1995 hubo una gran fumigación por el dengue y de las 300 colmenas que tenía me quedaron sólo 15”, narra Marta, que también tuvo grandes pérdidas con la inundación del 89, ya que el agua llegó a la altura de los primeros cajones. En pocos años, el Delta cambió mucho y acrecentó su población, que acepta adaptarse a los caprichos de la naturaleza. Hoy, los pobladores originales se sienten un poco invadidos, porque el boom inmobiliario avanza, así como el turismo que todos los fines de semana explota quebrando lo que todos valoran: la paz de la zona. Claro, que luego viene el lunes, y entonces ellos vuelven a respirar entre mate y mate el silencio y la tranquilidad que nada sin apuro entre riachos. O