SOciedad • Por Melisa Miranda Castro - fotos: gustavo pascaner
la hora de los relojes de antes En Buenos Aires quedan unas 120 máquinas públicas. Tres relojeros dedicados a piezas monumentales cuentan los avatares del oficio: mantenerlos en funcionamiento y reconstruir verdaderas reliquias del pasado.
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a compulsión por mirar a cada rato la hora. El pensar que, por ejemplo, la mañana se pasó en un abrir y cerrar de ojos, o que la clase de historia parece durar días en lugar de dos horas, el apuro por no llegar tarde al trabajo, el retraso del tránsito que complica la agenda, son cuestiones que parecen males de la vida moderna; sin embargo, el tiempo es algo que preocupó a la humanidad desde el comienzo de la civilización. Midiendo el sol, calculando las sombras, con arena, agua, de todas las maneras posibles, el hombre se las ingenió para darle un orden a su vida. En 1326 se le empezó a dar un poco de entidad a los relojes con la construcción del primero, basado en principios de mecánica. Después llegaron los de péndulo, de bolsillo, de torre, de pulsera, todos con un único propósito que era establecer con exactitud el paso del tiempo. A partir de 1647, Huyfhensa dividió el tiempo en 60 minutos y 60 segundos y hasta ahora nos
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regimos por esos parámetros. Gracias a esa división se pudo acordar un horario para concretar una reunión, establecer un tiempo laboral y productivo, pautar el tiempo para dormir o comer y ordenar la vida de otra manera. HORA LOCAL. En la génesis de la Argentina, como pasó en otros países de América, los relojes urbanos tuvieron gran relevancia. Como todas las colonias latinoamericanas, acá regían las leyes de las Indias, que preveían que en las reales audiencias tenía que existir un reloj de acceso público, para que sea el orientador de la hora en los poblados. Y el que principalmente cumplió esa función fue el del Cabildo, el primero en tener la hora oficial, a pesar de que varias iglesias también tenían relojes en sus fachadas. “Los relojes urbanos son vistos desde la vía pública. Cumplían una función concreta para el manejo de la hora pública, pero con el correr del tiempo, el desarro-
Alejandro Sfeir y Jorge Campos se encargan del mantenimiento de los relojes del banco Central, la Casa Rosada y el Ministerio del Interior, entre otros.
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llo del reloj personal y hoy con el celular y otros dispositivos que dan la hora, perdieron un poco su función y muchos entraron en decadencia al estar sin mantenimiento. El Gobierno porteño tiene un organismo que se encarga de los relojes que están dentro de las instituciones municipales y dentro del edificio, pero no de los grandes relojes, porque eso significa la presencia de grandes especialistas y no hay muchos, además requiere otro presupuesto”, explica el arquitecto Néstor Zaquim, de la Dirección de Patrimonio e Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. Cuando Buenos Aires empezó a crecer como ciudad los relojes urbanos eran fundamentales porque la gente ponía en hora su reloj de acuerdo a ellos. En ese entonces no existía el servicio telefónico con la hora oficial, ni la radio ni ningún otro dispositivo. El reloj del Cabildo, más tarde el de la Legislatura y el de la Municipalidad eran
los que se tomaban como referencia de seriedad y puntualidad. “En los primeros tiempos, la fachada de un edificio se pensaba con un reloj porque era una tradición que venía de Europa con el academicismo neoclásico; pero esto dejó de pasar con el racionalismo. El reloj, aparte de la función que cumplía en la orientación de los ciudadanos, era parte del diseño de la fachada, formaba parte de la arquitectura”, explica Zaquim. De la mano de la tecnología y con la irrupción de la corriente racionalista, en la década de 1930 empezaron a desaparecer del frente de los edificios. “Hoy, pensar en un reloj público no tiene mucho sentido. En Buenos Aires deben quedar unos 120 relojes y sólo alrededor de un 75 por ciento funciona”, asegura el arquitecto. RELOJEROS. De esas más de 100 máquinas, sólo algunos están dentro del ám-
bito estatal, otros pertenecen a edificios de empresas y consorcios privados, que no siempre les dan prioridad a la hora de hacer un mantenimiento edilicio. Lo que sufren los relojes, lo sufren los relojeros. Hace diez años, Alberto Selvaggi fue nombrado Patrimonio Vivo de la Ciudad de Buenos Aires. “Desde ese día no me consultaron para nada. El fin de la distinción era que tenía que ser el decano en esa rama. No hay una tradición de que los relojes le gusten a la gente. A nadie le interesa. Hay relojes públicos de los que he ido diez veces a ofrecerme para asesorar, dar diagnóstico, no por trabajo, porque no sería ético. Digo que si los relojes de torre gustaran funcionarían”, dice con un dejo de desilusión el relojero del reloj de la Legislatura porteña y de la Iglesia San Salvador (actualmente silenciado por una demanda de un solo vecino). Selvaggi se fascinó por estas máquinas
desde muy chico; la primera vez que vio uno fue cuando su papá lo llevó a la Torre de los Ingleses. A los 15 quería dejar el secundario y dedicarse a la relojería. Entonces, convenció a su papá para que lo inscribiera en el Colegio Nacional de Relojería, pero a los meses cerró. Así que fue de taller en taller aprendiendo la profesión y hoy es uno de los referentes más importantes del país. Otros dos relojeros que sufrieron los avatares de la desatención de los relojes son Alejandro Sfeir y Jorge Campos, que se asociaron en Serviclock, desde donde hacen nuevos relojes, pero también se encargan del mantenimiento de los que están en torres o antiguos. Una vez a la semana recorren el microcentro porteño para darles cuerda y hacer el mantenimiento de los relojes históricos, como el del Banco Central, la Casa Rosada, el Ministerio del Interior, entre otros. Es un trabajo que se
hace a mano y tiene que ser constante porque estas máquinas son tan sensibles que la temperatura y el clima afectan su funcionamiento. Por este oficio, han trepado torres, subido hasta 11 pisos por escalera varias veces al día y cargado pesados engranajes para restaurar las más antiguas piezas del país y también de Chile, Uruguay, Paraguay y hasta Guatemala. “Son reliquias, porque reproducirlos hoy sería casi imposible. Son dinosaurios porque muchos están abandonados, enterrados, debajo de la mugre, perdidos y hay que rescatarlos, ponerlos a andar, exhibirlos y que queden para la posteridad”, asegura Alejandro Sfeir. Selvaggi también pasó por lo mismo en sus comienzos. Recuerda las veces que entró pateando heces de palomas y trabajó en medio de ese polvillo tóxico. “A los 40 años fui a Inglaterra a estudiar y vi que en las iglesias había una caja con barbijo para
visitar el reloj y era porque la caca de paloma es peligrosísima, transmite muchas enfermedades pulmonares. Antes de eso, yo subía y pateaba adentro de una polvareda increíble. Ahora ya no busco trabajo, es muy sacrificado subir todas esas escaleras y hay montones de cosas que son muy peligrosas. No tengo ganas a mi edad de agarrarme alguna enfermedad”, señala Selvaggi. Sfeir y Campos empezaron en el oficio a los 15 años, en ese entonces había dos escuelas en el país, la Escuela Suiza de Relojería y la Escuela Universal; cada uno egresó de una diferente pero el destino los unió muchos años después. El trabajo se puso difícil durante muchos años y recién a partir del 2000 pudieron reflotar el flujo laboral. “Venimos de una época de abandono de los espacios públicos, de las iglesias. Antes de este gobierno había un abandono generalizado. A nosotros
Siemens: Es considerado un reloj errante. Estaba
El de los Moros o Autómatas: se encuentra en Rivadavia 1739, frente a la Plaza de los Dos Congresos, en el edificio que fue diseñado por el arquitecto italiano Atilio Locatti. El reloj que corona el inmueble se copió de una torre de Venecia y lo construyó en 1926 la firma Fratelli Miroglio de Torino. En el edificio actualmente funciona la Auditoría General de la Nación. Sobre el cuadrante (de 2,5 metros de diámetro) posee dos esculturas en bronce y fundición de hierro de tres metros y medio de altura que representan a dos campaneros autómatas que señalan la hora al golpear con un martillo una campana que ocupa el centro del conjunto, donado por el Duque de Aosta. El reloj se reparó en 2000 y en 2004 se hizo la restauración del cuadrante, la campana y los autómatas.
Palacio de la Legislatura porteña: su manten-
Torre de los Ingleses: es uno de los pocos
Agujas con historia Cabildo: fue el primero en marcar la hora oficial y es uno de los relojes errantes de la ciudad. Fue pedido a Cádiz en 1761, pero recién se instaló en 1765 cuando se terminó la construcción de la torre. El original desapareció y el que lo reemplazó, en 1789, tampoco es el que está hoy en el edificio. “No se sabe si el original fue a una iglesia pero se le perdió el rastro. Se lo reemplazó por un reloj de origen inglés, que funcionó hasta 1879, cuando se demolió la torre, y fue trasladado a la iglesia de San Ignacio”, cuenta el arquitecto Néstor Zaquim. El reloj que ahora está en el Cabildo fue restaurado en 2001/2002 por Serviclock. “Con los disturbios que estallaron en la Plaza tras la crisis, en televisión salió un hombre que se colgó de las agujas y las arrancó para llevárselas como trofeo. Al otro día llamaron para ir a repararlo”, agrega.
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originalmente en la Avenida de Mayo 869, se instaló en 1930 y funcionó hasta 1944 cuando la presidencia de Pablo Ramírez declaró la guerra a Alemania y todas las empresas de ese país pasaron a manos del Estado. El gobierno se lo entregó a la CGT y en 1951, cuando se inauguró el edifico Alea, en Bouchard 722, donde funcionó el diario Democracia, fue llevado a un búnker subterráneo para proteger a las autoridades en caso de bombardeo. En el ’55 cayó en el abandono. En 1992, el relojero Alberto Selvaggi pidió que se lo repare y el Estado se lo restituyó a Siemens, que se encargó de restaurarlo. Hoy se encuentra en Bolívar y Diagonal Sur, y cuenta con dos figuras de bronce que hacen tañir la campana de casi tres toneladas.
imiento está a cargo de Alberto Selvaggi, aunque en este momento el edificio está en obra. En una época llegó a haber ochenta relojes diferentes ubicados en oficinas y pasillos o salones que estaban sincronizados por un sistema eléctrico con el reloj de la torre. Hoy, después de la remodelación, sólo quedan 32. La torre mide 97 metros y tiene uno de 4 cuadrantes visibles desde gran distancia. Dentro de ellos se encuentra el reloj patrón que mueve la marcha del mismo y de los secundarios distribuidos por todo el edificio. Su mecanismo pone en funcionamiento 5 campanas, independientes de las del Carrillón, llamadas La Porteña, La Argentina, La Santa María, La Bemol, La Niña y La Pinta. En 2011 el edificio completo fue declarado Monumento Histórico Nacional.
que está en funcionamiento. La torre se construyó para conmemorar el centenario de la Revolución de Mayo y fue hecha por británicos. La altura de la torre es de 75,50m y tiene ocho pisos. A los 35m se encuentra un reloj puesto en funcionamiento en 1910 por los relojeros argentinos Rodolfo Kopp y Nicanor Insúa, con cuatro cuadrantes de 44dm de diámetro cada uno de los cuales estaba realizado en opalina inglesa, pero hoy varias están reemplazadas debido a atentados sufridos durante la guerra de Malvinas. Funciona a péndulo y pesas. Sobre los cuadrantes hay cinco campanas de bronce, cuyo tañir en los cuartos de hora imita al de la Abadía de Westminster. La campana mayor pesa cerca de siete toneladas.
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En la argentina, el oficio de relojero de máquinas monumentales cada vez tiene menos gente en el rubro.
nos fue bien porque hubo mucho gasto en obra pública y mucha obra de restauración. Eso nos permitió que los relojes se volvieran a tener en cuenta. Ahora estamos en un período de reconstrucción, pero los relojes no dejaban de representar lo que le pasaba al país. Enseguida quedaron parados, no había presupuesto, así que han sobrevivido a la desidia de los gobernantes de turno”, destaca Sfeir. Cuando los llamaron para colocar un reloj en Las Flores, preguntaron dónde había quedado el original: se lo habían entregado al relojero del pueblo y durante años había quedado tirado en un galpón de piso de tierra y el peso y el tiempo habían enterrado la mitad de la máquina. “El reloj pesaba 80 kilos y estaba enterrado a la mitad, con pala lo tuve que sacar y me lo llevé para restaurar”, cuenta Jorge Campos. Algo similar les pasó cuando se acercaron a la iglesia de San Ignacio con la intención de restaurar el reloj (ver Recuadro). “El guano tapaba las piezas y había alacranes. Los excrementos de paloma y murciélagos, huevos, cubrían todo. No sé cómo no nos enfermamos. Porque además estaba
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lleno de ratas. Subíamos por un andamio porque la escalera estaba toda podrida. Nosotros nos metíamos ahí tratando de convencer a la gente de que había que restaurar esos relojes, pero no era el momento. Habíamos caminado tanto buscando trabajo y eso era muy representativo de nuestra situación laboral. Hoy no lo haríamos, hoy mandamos a limpiar antes de meternos a lugares así, y el que nos contrata lo va a hacer porque tiene presupuesto. También creo que hubo una necesidad de la sociedad de recuperar”, dice Sfeir. RESTAURADOS. En este tiempo, pudieron restaurar relojes como el de la Basílica de Luján cuyos cuadrantes miden tres metros de diámetro y la máquina es también muy grande y pesada (las agujas miden más que una persona promedio parada y para trasladarlas al taller tuvieron que sacarlas por el techo de la camioneta porque no entraban); el reloj de los autómatas o moros que está en frente de la plaza Los Dos Congresos (tardaron meses en repararlo y tuvieron que subir y bajar 11 pisos por escalera diariamente), el del Banco
Central que es de 1890, el del Ministerio del Interior, que es una pieza única ya que fue el primero de los ferrocarriles argentinos, entre otros. El oficio de relojero de relojes monumentales cada vez tiene menos gente en el rubro. “Somos muy pocos los relojeros especialistas en torre y también es muy chico el mercado. Cuando empezamos en esto no había quién nos enseñara, salvo Alberto Selvaggi que nos dio muchísima información”, cuenta Campos. Entre las restauraciones que hicieron vieron de todo: ataduras con alambre, clavos en lugar de una espiga cónica, relojes que los mandan a reparar por albañiles o gente que pasa un presupuesto menor pero con una solución temporaria y la constructora opta por lo que le cueste más barato. “El problema es casi cultural, ahora se nota que el gobierno bajó el gasto público. En 2011 teníamos trabajo para 4 y con 7 meses de plazo de entrega. Ahora somos dos y nos llamás y en 15 días te entregamos un reloj”, explica Sfeir y Campos acota que “por suerte también hay muchas obras nuevas, aunque el porcentaje es bajo. Ha cambiado el sistema de construcción, antes se le ponía ornamentos a la fachada, ahora no le ponen persianas”. El mantenimiento y cuidado de los relojes es algo que preocupa al arquitecto Néstor Zaquim: “Hay que considerar que ellos también forman parte del patrimonio de Buenos Aires y son parte de la historia y la imagen urbana de la Ciudad. Los consorcios, así como mantienen la caldera podrían mantener también el reloj, pero mantienen lo que usan todos los días. En el exterior, las empresas que tienen relojes en las fachadas se encargan del cuidado de los relojes, lo incorporan como mobiliario de existencia cotidiana”.