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Un viaje al cusco Estaba harto de la ciudad y llevaba dos semanas en ese estado lamentable de disfrazarme como hombre para luego salir, salir y así los demás reconocieran a uno de los suyos. En un arrebato de sinceridad e impulsividad supe que quería viajar y el destino fue Cusco. No lo pensé dos veces. Legué el mismo día en que el gigante San Cristóbal se dirigía a su propia iglesia tras haber estado un tiempo en la Catedral del Cusco junto a otras figuras y sabe Dios que conversaciones secretas tuvieron entre ellos durante las noches. Fue una casualidad estar ese día, de esas casualidades que la vida, la suerte y la ignorancia te ofrecen. Pero San Cristóbal no estaba solo. No iba a cobrar vida por magia chamánica y correr por las calles estrechas como un animal salvaje huyendo de los hombres. Aunque, no voy a negarlo, por momentos deseé que sucediera. Sus fieles lo llevarían en un acto de amor y fe sorteando las calles hacinadas de gente y cables eléctricos para que el santo volviera a su hogar. Lo fieles que vi, hombres fuertes y devotos, llevaban preparándose todo el año anterior en cuerpo y alma. Ellos cargarían al santo en peso y esperaban la señal para dar vida a la estatua desde el primer aliento. A la cabeza de la procesión jóvenes impacientes de todas las edades llevarían una mesa sobre sus hombros para que San Cristóbal reposara y se distrajera viendo las viejas casas, durante su recorrido, mientras los adultos recuperaran aliento por unos minutos suficientes. También estaban las viudas, hermanas, hijas y madres que rezaban o cantaban salmos que sé muy bien olvidé hace años. Salmos para dar valor a los hombres. Escuché la señal del jefe, un hombre alto, blanco y barbudo como los primeros españoles que llegaron a Latinoamérica. La procesión había comenzado.
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