Siete días en el Mayab

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—VIAJES—

SIETE DÍAS EN EL MAYAB

SIN TELEVISIÓN, SIN RUIDO, SIN INTERNET. DE PRONTO, TODO SE TRATA DEL SILENCIO, DEL AGUA, DE UN COLOR. ESTA CRÓNICA ESTÁ HECHA DE RECUERDOS GESTADOS EN PEQUEÑAS PORCIONES DE LA SELVA YUCATECA, DONDE EL LUJO ALCANZA SU MÁXIMA EXPRESIÓN.

—Texto y fotos: Mónica Isabel Pérez

Las lagunas rosas ubicadas en el puerto Las Coloradas —en la costa oriente de Yucatán—, conforman un paisaje que suele describirse como «fuera de este mundo». El color se debe a la alta concentración de sal y a los microorganismos y artemias que habitan sus aguas calmas.

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DÍA 1

Entrada de la hacienda Tamchen. Cuenta con dos suites y dos villas independientes. Tiene jardines amplios, un par de piscinas y un área para meditar.

Todo es verde alrededor. No importa hacia donde mire. Doy un sorbo de café y giro en 360 grados. Vuelvo a comprobarlo: verde. Verde en cada rincón. Estoy esperando el amanecer, sola, en la cima de una pequeña pirámide. La escalé no sé cómo, entre sueños, con los ojos casi cerrados luchando por mantenerse abiertos. Subí con ayuda de una linterna que rompía la oscuridad profunda, que desentonaba con el silencio. Con la mano derecha, temblorosa, fui alumbrando mi camino. Qué tal si había una serpiente o una araña o un fantasma… Pero no, nada de eso aparecía y entonces subir los escalones comenzó a ser un proceso que, cada momento, me resultaba más ágil y natural. Al llegar a la parte más alta, una sorpresa: entre los árboles que han crecido en la cima, una mesa, y sobre la mesa una jarra de café, y a un lado de la jarra una taza, mi taza, para disfrutar el siempre energético primer sorbo del café del día. El aroma del grano tostado mezclado con canela, el vapor uniéndose al denso y perfumado aire de la selva. Todo a mi alrededor es verde y perfecto. Pienso en cómo aparecieron la mesa y el café en ese extraño rincón, y pronto la forma en la que eso sucedió se me revela. La ha subido Jairo, un joven que trabaja en la hacienda Itzincab. Es muy joven y parlanchín. Me cuenta que sus abuelos trabajaron en esta misma hacienda en otros tiempos, cuando la industria henequenera W W W . AT H E S T Y L E G U I D E . C O M

era el fuerte de Yucatán. Los árboles de limoncillo que adornan la entrada, me cuenta, tienen más de cien años viviendo ahí. Jairo conoce los árboles y las aves y, mientras la luz del día llega, me cuenta las historias y las leyendas que conoce. La charla ligera y respetuosa de Jairo, sigue. Habla y habla, pero de pronto se detiene: «ya va a empezar», me dice, y luego de colocar un pequeño colchón en el piso terroso de la pirámide, me dice que estará abajo por si lo necesito. Ha llegado la hora del amanecer. * El sol comienza a salir por el oriente, a lo lejos. Cuesta verlo porque, ahora se nota, es un día nublado. Por fortuna, el amanecer no es una experiencia exclusiva para la vista. Puede sentirse, desde lo alto de esta antigua construcción maya, con el olfato, gracias al aroma de las flores que abren; y puede sentirse, también, con el oído, al escucharse el despertar de todos los habitantes de la selva. Hay graznidos, chirridos, hay el sonido de las plantas que chocan por el movimiento de la brisa ligera y el de los animales que comienzan su jornada. Puede sentirse en la piel, porque el calor del sol siempre nos llega. Estoy en la cima de una pirámide y estoy sola y no, porque todo esto está aquí conmigo.

Llego al aeropuerto de Mérida y me recibe una intensa ola de calor. Estamos a una temperatura de 37 grados centígrados, que para mí se sienten como si fueran cien. Una camioneta de la agencia Catherwood Travels ya me espera en la puerta con agua, toallas húmedas y refrescantes con olor a menta y algunos refrigerios para el camino. Haremos unos 45 minutos a mi primer destino, que es la hacienda Itzincab donde, dicen, hay una pirámide entre los jardines. Ahí me reuniré con cuatro mujeres a las que nunca he visto antes, pero que serán mis compañeras de viaje durante los próximos días. Siento nervios. «Después de este día no tendrán acceso a internet, así que aprovechen hoy para conectarse», nos dice Angélica Espinosa, directora de viajes de Catherwood. Lo dice con voz suave y con una sonrisa, en calma, como sino nos estuviera diciendo «después de este día se desconectarán del mundo». —¡Pero si somos periodistas!, argumentamos todas, ¡no podemos desconectarnos! «No habrá señal en los sitios a los que vamos, no llega». Inútil intentar cualquier cosa, «no habrá señal» es la única respuesta. Así que nos reunimos las cinco en un rincón de la gran hacienda Itzincab. Están en nuestras manos su vegetación exuberante, sus tres piscinas de agua fresca, sus 14 habitaciones, su pirámide… pero por unos minutos, que se convierten en horas, no podemos evitar aferrarnos a nuestro mundo conocido, aunque sea a través del teléfono y la computadora. La señal es deficiente, lenta, con alcance en un radio tan pequeño que obliga a amontonarse y a torcerse, a vivir una incomodidad innecesaria en un sitio donde el espacio abierto sobra. Desesperadas e impotentes por el constante ataque de los mosquitos y encorvadas, cada una ante su pantalla, tratamos de resolver con prisa todos los asuntos pendientes. Escribimos, no sin alarma, un «no voy a tener internet en una semana» a todos nuestros contactos.

Arriba: La piscina de Tamchen vista desde «la habitación de la abuela». Abajo: Vista de las ruinas de Oxkintok. Esta ciudad se mantuvo viva del periodo Clásico al Posclásico de la cultura maya.

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Detalles del área de cocina y comedor de la hacienda Tamchen. En la página anterior: Hamacas de colores adornan la entrada de la suite principal de Tamchen, llamada «La casa del patrón», ubicada donde antes estuvo el cuarto de máquinas.

DÍA 2 Despierto a las 5:00 de la mañana para cumplir con la lista de actividades que me ha sugerido la agencia. «Ver el amanecer desde la pirámide», dice. Y yo obedezco. No hay nada más. No hay un recorrido por la ciudad, no hay que ir a museos ni hacer entrevistas ni nada. Hay que ver el amanecer. ¿Cuál será el punto de esto?, pienso mientras dejo la enorme habitación que me asignaron en la hacienda. Una hora y media más tarde lo comprendo. Mis compañeras no consiguieron levantarse. Lo lamenté primero, porque la soledad siempre inquieta, pero lo agradecí después, porque una vez que el miedo pasa, la calma llega. Las veo de nuevo a la hora del desayuno, que se sirve a las 8:30 en punto. A partir de hoy, todas las comidas se servirán en horarios estrictos, aunque no lo parezca. Se desayuna a las 8:30, se come a las 14:00, se cena a las 20:30. Todo lo que se sirve se prepara de manera casera por las mujeres de las comunidades aledañas. No hay artificios, no hay menús complicados. Se sirven huevos con chaya y frijol, frutas frescas, jugos y garnachitas de maíz. Todo es simple y delicioso. Durante el desayuno somos invitadas a conocer los talleres artesanales que se encuentran en el poblado aledaño, que en realidad W W W . AT H E S T Y L E G U I D E . C O M

está a sólo unos pasos de la hacienda. Aceptamos y ahí conocemos a maravillosas mujeres que realizan textiles, jabones, bolsas y ornamentos hechos de cuernos de toro. Luego volvemos a aferrarnos a unos últimos minutos de internet y dejamos Itzincab para ir a la hacienda Tamchen, una construcción del siglo xvii que tiene cuatro habitaciones decoradas con un gusto excepcional. ** «Tú te quedarás en la habitación de la abuela», me dice Abril, encargada de la colección de haciendas privadas de Catherwood. La llaman así porque es la habitación que, en sus más recientes vacaciones en Yucatán, el chef René Redzepi —responsable de Noma, uno de los mejores restaurantes del mundo— eligió para su madre. Gran decisión. El cuarto tiene dos piscinas privadas a la mano y una vista privilegiada a la cocina y al comedor. Esta hacienda, mucho más pequeña que Itzincab, tiene acentos más contemporáneos, evidentes en el mobiliario y algunos ornamentos. Es un espacio acogedor al que, además de Redzepi —de quienes todos se expresan cariñosamente—, personajes como el cineasta estadounidense Darren Aronofsky, recurren en busca de inspiración. A THE STYLE GUIDE


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DÍA 5

Los jardines de la hacienda Cuzumal tienen una clara inspiración del sureste asiático. Pasear entre ellos puede hacer que el viajero recuerde paisajes vistos en Camboya o Vietnam.

DÍA 3 Cada que una de nosotras observa su teléfono o usa su computadora, las demás preguntan «¿hay señal?». La respuesta, excepto por un par de ocasiones en las que apareció un débil rastro de internet, siempre es «no». Tampoco tenemos televisión. Y no hay radio. El agua caliente no se usa. Todo lo que nos vendieron como lujo el siglo pasado, hoy —dependiendo del contexto— puede ya no representar nada. Tenemos una lista de Spotify disponible en un celular, que nos ha servido para amenizar el tiempo que pasamos alrededor de la mesa. La mezcla de canciones es bastante ecléctica, pero sirve para aderezar el rato en que Juanita nos enseña a preparar quesadillas mayas, con chaya y queso bola. La clase es breve y sirve de preámbulo para la comida. Se ha dispuesto un banquete: chochinita pibil. La mejor que todas las personas en la mesa instalada en el jardín hemos probado hasta el momento. Las tortillas calientes, hechas a mano, son suaves y deliciosas. Comemos, de pronto tarareamos o comentamos una canción. Las cinco comenzamos a ser menos desconocidas. Pese a que el espacio es pequeño y a que hay momentos de reunión, la soledad continúa siendo posible. Mientras una lee, la otra escribe, una duerme en alguna hamaca, la otra nada en la piscina adornada con lirios. Todo está perfectamente planeado para que el tiempo de inmersión en uno mismo sea el que debe ser. Las horas son largas y en mi pensamiento comienzan a aparecer preguntas infantiles que ya había olvidado: ¿por qué cantan así los pájaros? ¿por qué el cielo es azul? ¿por qué de pronto todo es tan bonito? W W W . AT H E S T Y L E G U I D E . C O M

DÍA 4 La charla del desayuno gira en torno al pay de aguacate que nos dieron en la cena la noche anterior. A la sensación compartida del lento paso del tiempo, se une otra: la de que todo es perfecto. Hasta el trino de los pájaros lo es, como ha probado el artista Bernie Krause, quien luego de grabar más de cinco mil horas de sonidos de animales demostró que todos ellos respetan un orden tan cuidadoso y estricto como el de una orquesta sinfónica (su trabajo, ahora, puede verse y escucharse en la exposición La gran orquesta animal montada en la Fondation Cartier pour l’art contemporain, en París). Salimos temprano hacia Umán, donde Angélica y Don Beto —gran conocedor de Yucatán y su historia— nos guían por las calles del poblado, por su mercado y su iglesia. Comemos mariscos en Las Conchitas, una parada obligada para quienes deben cruzar Umán para llegar a su destino y ahí, la paz que habíamos comenzado a ganar, se ve amenazada cuando los «beep, beeep» de los celulares nos avisan que estamos en una zona con internet. De inmediato, las pantallas nos absorben a todas. Es inevitable. Eso sí, hay vergüenza. Después de media semana sin conexión, dejar de ver lo maravilloso que es todo para concentrarse en un confuso mar de información, da un poco de pena. Se escuchan, intercalados entre los «beeeps», muchos «perdón, es rápido», «una disculpa». Para cuando llegamos a la hacienda Tixnuc, el internet se ha ido y la lluvia ha llegado. Suenan fuertes relámpagos y el agua empieza a apropiarse de todo. Esa noche, todas dormimos más temprano que de costumbre.

Tixnuc es, o al menos sus cuatro habitaciones lo son, la hacienda más moderna de las más recientes restauraciones hechas por Catherwood. Si uno no saliera del cuarto, podría suponer que está en una suite de cualquier gran ciudad. Son los exteriores los que recuerdan que muchos años se han visto pasar entre sus muros. Las horas pasan cada vez más lento. Uno empieza a preguntarse si los días siempre han sido así de largos o, en todo caso, cuándo dejaron de mostrar su verdadera duración. Se siente como, a fuerza de aislamiento, la mente se despeja y se limpia. La lluvia no deja de caer. El ambiente adquiere debido a ella un aire nostálgico. Es el quinto día de siete. La despedida se siente cerca. Cuando el cielo parece despejarse, hacemos camino a Oxkintok, una zona arqueológica poco explorada por el turismo. Por sus edificaciones nos guía el arqueólogo Alfonso Morales, quien nos cuenta cómo era este sitio cuando, en lugar de ruinas, era una ciudad viva. Al volver a Tixnuc nos preparamos para nuestra cuarta mudanza. Iremos a la Hacienda Cuzumal. *** Parece que estamos en Camboya o en Vietnam. La restauración de Cuzumal incluyó una fascinante influencia asiática. Hay más lirios, carrizales, las villas que rodean la piscina tienen enormes puertas corredizas de madera, al estilo japonés. Siento que he estado sumergida en una especie de retiro espiritual encubierto. Que me enviaron ahí para que me preguntara todo sobre mi vida, para que pensara en todo lo divino que nos rodea. La sensación, de nuevo, es compartida. Lo confesamos las cinco, mientras miramos el anochecer sentadas en una acogedora sala exterior en donde compartimos una botella de vino tinto de la otra punta del país: Ensenada. Al terminar la cena, ponen un proyector, una computadora y unos cuantos dvds a nuestra disposición. Elegimos ver Paris, je t’aime. Pareciera que estamos entrando a un proceso de readaptación urbana, un entrenamiento para que la ciudad no nos duela tanto. Detalles de la hacienda Tamchen. Arriba, la cocina de la hacienda. Abajo, piscina de baja profundidad ubicada en la planta baja de «la habitación de la abuela».

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DÍA 6 Dos de las chicas se despiden del grupo. Para ellas es hora de ir a casa. Las tres restantes haremos camino al Cuyo, una playa cercana. Dejar Cuzumal es muy difícil. Tenemos que despedirnos de Abril, de Bernardo, de Toni, de Gonzalo, de Rubí y de sus platillos deliciosos que tan cariñosamente nos alimentaron… Es curioso cómo uno puede hacer muy fácil una casa lejos de la suya.

En la página anterior: 1. Un panucho tradicional preparado a mano por las cocineras de la hacienda. 2. Exterior de la casa del Cuyo. Al interior cuenta con todos los servicios y la decoración de lujo que caracteriza a Catherwood. En esta página: Vista de la tranquila playa de El Cuyo, un par de horas previas a la puesta del sol.

**** El camino al Cuyo está lleno de maravillas. Para disfrutarlo decidimos ir sin atajos, de modo que el trayecto dura casi cuatro horas. Cada minuto vale la pena. Cerca de nuestro destino vemos a miles de flamencos anidando en la reserva de Río Lagartos y también vemos las fascinantes aguas rosas de la charca salinera de Las Coloradas, que obtiene su color gracias a un alga microscópica. El paisaje parece pertenecer a otro planeta. La propiedad de Catherwood en este pequeño poblado que se encuentra a mitad de camino entre Mérida y Cancún es una casona que por fuera parece estar en ruinas, pero que por dentro ofrece una gran comodidad. Dejo la maleta y camino hacia el mar, que está a sólo unos pasos sobre la calle: el sol cae y los delfines saltan.

Para hospedarse en alguna de las haciendas privadas de Catherwood es necesario alquilar la propiedad completa. Incluyen comidas y experiencias seleccionadas. Algunas están disponibles para realizar eventos. La información está en catherwoodtravels.com

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DÍA 7 Qué bueno que no hay señal, porque amanece y la playa invita a ser explorada. El séptimo día vamos a Casa Morph, una estancia y escuela de deportes acuáticos donde nos recibe David Furchtgott, un hombre amante del kiteboarding que, con su risa fácil, nos convence para subirnos a un paddle board. También damos un paseo en lancha y vemos al mar cambiar de color turquesa a azul profundo. Pasan, por debajo nuestro, familias de mantarrayas. Esa noche, antesala del aeropuerto a la mañana siguiente, hablamos sin parar. Las conclusiones del viaje son contundentes: el nuevo lujo es alejarse de ruido, disfrutar el silencio y de la soledad. El lujo también es transformarse, crear lazos. Vivir «experiencias» exige aprender de ellas. El lujo también debe permitir el aburrimiento, porque como explica el filósofo Byung-Chul Han en su libro La sociedad del cansancio, sólo cuando nos aburrimos comenzamos a crear. El lujo es hoy algo que hace 20 años no imaginábamos. Es admirar al mundo y ver que no hay ningún lugar del que realmente nos vayamos si dejamos que todas las maravillas que vemos vivan en nuestro interior. A

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