Por Sebastián Russo // Fotografía Agustín Arzac
Es verano. Recorro el suroeste bonaerense. Lo recorro con un plan que se desdibuja y reconfigura sobre la marcha. Escribiendo sobre mataderos, y a partir de una foto que un conocido me envía (“para vos, que te interesan estas cosas”, dice), me decido a salir en tren tras la obra de Salamone. El viaje duró una semana, y a los pocos meses regresé. He aquí algunas de las notas tomadas, transcriptas y reescritas. Apenas un esbozo de las interrogaciones experienciales que el viajar, conversar, mirar y escribir generan, lejos del encierro patologizante del investigador-académico. 10 de enero. Viajando a Carhue, y viendo el desierto conquistado por Roca por la ventanilla del ómnibus, pienso que la primera pequeña (gran) diferencia en 130 años, son los alambrados. Los que sistematizan, cuadriculan el paisaje, con colores distintos según lo cultivado. El alambre (lo único real, diría Urondo), o sea, la propiedad. En 130 años los que cambiaron fueron los “dueños de la tierra”, y con ellos claro un criterio de productividad.
Paramos en Espastillar, pueblo fundado en 1910. Hoy, escenario de una historia de amor. Él, el piola del pueblo, ella, la bella. Se miraron tímida pero intensamente esperando el colectivo en Pigüé. Y ya en viaje, él se quedó hablando con el colectivero, y ella sentada, mirando el paisaje desértico. En Espastillar, un pueblo de 3 manzanas, ella baja. Él, saluda ampulosamente al colectivero, y baja también. El resto, seguimos a Carhué.
NOT D E TTAP A PA A NOT AADE
Hotel Cristal, Carhué. Hora de siesta. Me digo, tirado en la cama con vista a una pequeña pileta de aguas salitrosas provenientes del lago Epecuén, de indagar, para un futuro texto –que tal vez es este mismo que estoy escribiendo-, los inicios de los mataderos en la Argentina (en la transcripción había escrito “indicios”, y resulta interesante el furcio: el matadero como huella, signo, síntoma) Ver así, en sus inicios, su vínculo (indicial) con la modernidad técnica. En tanto que, y como tímida y “ya dicha” hipótesis que impulsó este viaje, “El matadero”, el cuento, sería (paradójicamente) tanto una descripción crítica de las formas bárbaras, como de las primeras maquinarias de sistemático matar de la civilidad argentina.
Noche. Comiendo en el Cabalino. Único lugar abierto en Carhue un martes a la noche. El matadero, todo matadero, es lo borrado, el afuera del adentro (diría Rodolfo Alonso en Faena la película de Humberto Ríos, pero también Agamben, aunque menos poéticamente). Sin embargo Salamone le hacía a los mataderos, pero tambien a los cementerios, pórticos llamativos, grandilocuentes, visibles, imponentes, agraciados, provocativos, que hacen tajos en paisajes aséticos, medidos. Tajos, en la actual concepción velada, aterrorizada y culpógena de la muerte. Esta tarde estuve en el matadero de Villa Epecuén. Casi una atracción turística, entre otras cosas, por las
“expresionisto-alemanescas” fotos de Esteban Pastorino. Y que por su estructura y el contexto en el que está, no creo haya otro igual. Una presencia apabullante, silenciosa. Se erige más allá de su función original, para representar, pareciera, a “los” mataderos, incluso metafóricamente a aquellas máquinas de matar que no solo aniquilaron animales. Este, parece ser la expresión perfecta de un tiempo que ya no es, pero que se mantiene allí expectante, condicionando nuestras existencias, como espectro trágico de nuestra relación con la muerte, con las muertes, con el matar. Carhué vive a espaldas del matadero (que no es lo mismo que decir, vive de
espaldas a… aunque también), que parece ser su fantasma, su sombra. Escribo, esperando la comida, viendo el Festival de Jesús María dominado por el neo folklore estilo Los Nocheros, y el matadero es el fondo, el telón oculto, olvidado, borrado, el fantasma: presencia insistente.
11 de enero. En la estación de ómnibus de Carhué, ex estación de trenes. Ella no estaba. Jacqueline, la mesera que ayer por la
el Matadero, pero nunca vino. Pero sí otra, y también amable, aunque no tan bella, y que acaba de irse caminando bajo (como se camina por acá, y más con estos calores, y este sol, y a las dos de la tarde) Cambio de rumbo, pensé. Aunque quise escribir “cambio de turno”. Pero también: de repente, ahí vuelve. Hoy estuve en las ruinas de Villa Epecuén. “Ciudad fantasma”, dicta el tópico. Ciudad de/con fantasmas. Habría que leer “Las Ruinas” de (Georg) Simmel, en algún asiento art decó, tal vez ideado por Salamone, pensé, con vista a la laguna, que en algunas zonas se indistingue aun de lo que fue la Villa. Desidia, dijo la compañera de Jacqueline. Desidia, dicen, por mala decisiones. Una de ellas, la más importante, la decisiva, no tomar precauciones ante la subida histórica (recurrente) del lago Epecuén, el último del sistema de lagunas encadenadas. Y luego, no avisar a tiempo. “Hay muchas cosas que no pudieron sacarse, fue todo en un día, a la mañana empezó la salida de la gente, y ya a la tarde era todo agua”, me dice la de informes turísticos, detrás de una ventanita, con un escote generoso que no oculta sino todo lo contrario, minifalda, y
que no sabe mucho más que eso, que –me dice- lo sacó de Internet. Dice además que de chica iba ahí, de adolescente. Y ahora, a veces va y se baña en lo que era una pileta. Y pienso, como quien recorre plazas o lugares en los que jugó y (visto desde el presente) fue feliz. La diferencia es que Epecuén hoy es un escenario desvastado, tétrico. Sería como volver a la plaza de la infancia luego de un tornado, un incendio, una bomba atómica ¿Cómo volver a jugar allí? De lo que era la pileta municipal, hoy apenas asoma una especie de tobogán de agua de hormigón armado, donde había hoy posada una especie de garza. Carhué fue fundada en la hechura de la zanja de Alsina. Ese alucinado proyecto de 1876, de una fosa de 400 km de largo para dificultar la salida de los malones de tierras cristianas. Estoy, así, en medio de la frontera, parado en la propia frontera, la que dividía “civilizacion” de “barbarie” (al volver a Buenos Aires, consigo el libro de notas que Alfred Ebelot -el ingeniero francés que Alsina contrató para estos y otros menesteres- escribía para una revista francesa, y leo “lo que yo debía excavar era el límite visible entre la civilización y la barbarie; misión que si bien no dejaba de halagar mi amor propio, me hizo fatigar muchos caballos”). Hay en un boulevard un busto de Alsina, con la nariz (del busto) salida. Incluso este es el partido de Alsina, y Carhué misma se llamó Alsina. Y en la plaza principal, bajo la mirada de la torre salamónica, dos monumentos. Uno, una suerte de monolito en el que se homenajea al soldado desconocido de la conquista del
desierto. Otro, a pocos metros de distancia, dedicado a Sarmiento. Íconos de un tiempo fundacional. Frontera, en la que estoy, que en algún momento no lo fue, al menos nominalmente. Antes era territorio mapuche (que habían dominado a otras tribus, viniendo desde Chile: mierda que se movía esta gente, pienso, movimientos espaciales impensables desde un hoy, digo, sin nuestras tecnologías, como mínimo, el tren). Luego desierto, luego frontera, y luego territorio argentino (alambrado, sociedad rural, etc.) con Roca y su no andar con chiquitajes como su antecesor en el Ministerio de Guerra. Muere Alsina y asume Roca: de la zanja al Remington, dos técnicas, dos políticas, en principio, de guerra. Me pregunto en qué sentido lo fronterizo de estas tierras perdura. De que lado de la frontera está Carhué hoy, o frontera entre qué y qué es. Zona de frontera. Al igual que Miguel Briante llamo al matadero. El matadero es un limite, escribió. Y pienso en los pórticos que Salamone le hizo a mataderos, pero también cementerios, ensalsando su condición limítrofe. Las puertas, dice Rodolfo Alonso, las del matadero, separan el adentro del afuera. Un adentro que sería la no-ciudad, la no-civilidad. Pero a su vez, y en este ultimo sentido el matadero es “el limite”, la muerte sistematizada (tanto por lo de muerte –el limite por excelencia- como por lo de sistematizada –Adorno y el limite del proyecto ilustrado. Auschwitz: el matadero nazi; tal como se expresa en La Sangre de las bestias, el film de Georges Franju del 49, en el que se basó Ríos para hacer Faena en el 60-)
12 de enero del 2012 Guamini Estoy sentado frente al Matadero Municipal (asi reza en la entrada, con letras Art decó, similares al de Va Epecuen, en color celeste siendo cremita toda la otra estructura –colores actuales, claro, con el
tiempo y el abandono mediante-) Y sentado frente al matadero salamónico de Guamini, desayunando unos mates (“listos” Taragüi), me pregunto hasta qué año habrá funcionado, qué animales se carneaban, qué tipo de sub-productos se realizaban. Cuál era el lugar del matadero dentro de la cadena productiva del pueblo. Y digo cadena y además de hablar ya de un paradigma, el técnico productivista, que tiene a la cadena de montaje como dispositivo fundamental, el sistema de rieles y guinches del matadero es precisamente una cadena de montaje en poco diferenciada a la automotriz, por decir. Y me pregunto ¿cuándo surge ésta técnica en la argentina, cómo llega al país? ¿cuándo y cómo es incorporada al matadero? Siendo que los mataderos fueron parte de una política de Estado, en la que se expresaba una modernidad técnica (sanitaria, económica) que al menos en Buenos Aires, se implementa mucho antes que en algunas capitales de Europa. Tal recuerdo haber leído en un librito de bolsillo publicado por la BN, titulado Escenas del matadero, con la foto del matadero de Epecuén en la tapa. Preguntas que parecen obvias, pero que solo (me) emergen aquí, frente al “objeto de estudio”, al tercer o cuarto mate, y no antes. La escritura y el cuerpo, pienso. Escribir (viajar –agrego-) para pensar, dice Fermín Rodriguez en una entrevista, acerca de su Un desierto para la nación (libro sobre las escrituras del “desierto”, del “vacío”, que llevo bajo el brazo en este periplo) ¿Y qué significarán los círculos aplanados que constituye la torre de este matadero? ¿Habrá en Salamone una simbología oculta, o son decisiones formales, de estéticas epocales? Y se repite, y no solo en los mataderos, la presencia de una torre, en las municipalidades en el centro, en los mataderos al costado (al menos en estos dos) Siempre alta, “buscando el cielo”, alejándose de la tierra. Monumentalismo mesiánico, diría alguien –por caso yo- fácilmente.
LUEGO
DESIERTO LUEGO
FRONTERA LUEGO
te rri to rio
ARGEN ENTINO
Al rato.
spacio un espac
vacío
ABANDONADO
y en el que parecen oirse
aun
LOS RUIDOS
álicos metálic y mugid gidos
Acabo de entrar (y salir) del matadero. Sigo tenso. Adentro incluso me alteraron sobremanera unas palomas que repentinamente revolotearon rompiendo un nervioso silencio. Está bastante más conservado que el de Epecuén. Aún están las roldanas, los distintos compartimentos y algunos elementos del matadero. Y para mi asombro, en un espacio vacío y abandonado en el que parecen oírse aún los ruidos metálicos y mugidos, y claro, la sangre inundandolo todo (un sistema de canaletas da cuenta de ello), hay una suerte de mesa de sacrificio. En el centro de la sala principal, y enfatizando su lugar protagónico por el semicirculo de la estructura una mesa de material. Yo que hablo de la desritualizacion de la muerte, en espacios dominados por la tecnificacion, me encuentro con esta mesa sacrificial. En el “comedor familiar” de la terminal de omnibus de Guaminí. Algunas apostillas de una mañana en este pueblo, fundado por un tal Coronel Freire, “héroe de la campaña del desierto”: Preguntando en la terminal de ómnibus cómo llegar a Saliqueló, donde hay otro matadero de Salamone, y ante la palabra mágica (Salamone) no solo cambió la predisposición de quien me atendía con cierto desdén, sino que aparecieron datos, contactos. Se ve que hay un tipo que quiere llevar la terminal de omnibus al matadero, y la que me lo dijo tiene una carpeta con información, artículos, que me va a fotocopiar, con la que intenta detener esta propuesta comercial, ya que dice esto modificará y destruirá la obra del adorado arquitecto. La otra señora, que se había quedado en silencio escuchando, me habla sobre el director del Museo: “Él sabe todo”. Me dijo de ir a buscarlo a la casa: “tres cuadras
para allá, una casa de dos pisos”. Con él ya había quedado en encontrarme a las 14.30 en el Museo. Su teléfono me lo pasó el de la Dirección de Turismo, que intempestivamente disca y me pasa con él (en una actitud que me hizo recordar a mi padre, actitud que siempre detesté, pero que me ha dado algún que otro beneficio: uno de mis primeros cargos docentes, en una universidad privada –donde las cosas frecuentemente suceden de este modo- lo conseguí así) Me pregunta, “desde qué perspectiva te interesa la obra de Salamone”, a lo que no sé bien qué responder, y atisbo un “bueno, soy sociólogo, así que…”. Recibo un “ah, qué interesante” de su parte, sin interés por suerte en profundizar demasiado y por el momento al respecto. Esta misma señora me sugirió ir a la Municipalidad, quienes “deberían” (dice) darme un auto para poder ir a Saliqueló. Cambió mi suerte pensé, adquiriendo mi rol (de sociologo salamonófilo) un inesperado prestigio, del que supuse (mal) poder seguir valiéndome. Fui a la Municipalidad con un renovado ímpetu, y solo me ofrecieron un lugar en una combi que iba a Casbas, dejándome en el cruce, a 50 km de Saliqueló, a la 1 y media de la tarde. Agradecí, saqué unas fotos de unos murales que una legisladora que estaba allí oyendo me sugirió fotografiar, corriéndome unos carteles que lo tapaban, y me retiré.
13 de enero. 23hs. Terminal de omnibus de Pigüé, otra vez, esta vez yendo a Pringles. Entro a su salón comedor, menos acogedor que el de Guaminí, con aires modernizados. Tal modernización, la de ciertos bares, “modernos”, parece contraponerse al tradicionalismo anti-efectivista de los bares viejos. Los primeros son
eminentemente un comercio -de ahí que intenten estar a la moda, y “modernizarse”-, los otros son un ámbito de sociabilidad, una herencia no solo económica, sino familiar, cultural, social, de ahí sus deleitables resistencias al cambio.
15 de enero. Pringles Me despierto, me como todo lo que me traen a la mesa del desayuno para amortizar el valor del hotel, más alto de lo que podía gastar e imaginar (el único con disponibilidad a las 2 de la mañana de Pringles, me justifico) Y al hablar con el conserje, la mala nueva: nada me lleva a Saldungaray, ni a Sierra de la Ventana. O sea, al camino de vuelta a Pigüé donde para el domingo ya tengo pasaje pago de tren. “A lo sumo te pueden dejar en el cruce, a unos 20 kilómetros de Saldungaray”. Raudo voy para la terminal evaluando incluso la posibilidad de directamente volver a Pigüé, bajo la curiosa máxima internalizada de que un conserje de hotel rara vez se equivoca. Bueno, tal rareza acaeció: en la terminal me dicen que no me preocupe, que hay dos viajes diarios a Sierra, y además, que el matadero de Pringles, quedaba muy cerca de ahí. Con el ánimo mejorado, salgo, y le pregunto a uno que iba en bicicleta si pasaba bien para el matadero. Y no solo me dice “no, para el otro lado” (frase decepcionante, pero a la vez salvadora, con el sol pegando fuerte), sino que me dice que de hecho él es el sereno, que se llama Frutos, y que si quiero puedo pasar después de la siesta y lo abre para mí. Y que además, tiene para mostrarme unas fotos de la inundación de Villa Epecuén, en donde lo contrataron para rescatar objetos de las casas inundadas. Me contará luego que el que lo contrata es un tipo que compró un hotel en Villa Epecuén ya inundado, a dos chauchas, y que lue-
go le hace un juicio al Estado por la misma inundación, y lo gana. Y que unos años después se supone que se suicida por una deuda, pero que nadie cree que se haya suicidado, y que por algún lado debe andar… Redirijo la caminata, con la certeza de que el acontecimiento (su lógica, inducida por la acción claro) lo cambia todo, ánimos, rumbos, vidas. Y de repente recuerdo que César Aira (autor de La liebre, de Ema la cautiva, y referente de la posmodernidad literario argenta) es de por acá. Luego de almorzar voy hacia al Matadero. Hoy es una dependencia del ministerio de producción de la provincia. Me atiende un funcionario joven, que ante la palabra mágica me deja pasar para que tome unas fotos En lo que sería el playón principal, con el sistemas de ganchos y poleas casi intacto, le pregunto a una piba joven sobre la historia del matadero, y me dice que es hija de un tal Rondán, que trabajó allí hasta que se cerró. Me dice que quienes me pueden decir algo sobre las épocas primeras del matadero son un tal Doriche que vive enfrente, y Bustamante, que tiene un kiosco enfrente del Sanatorio Pringles. Según me dice la hija de Rondán, que habla con una orgullosa sonrisa en su boca, el matadero cierra en el 85, al abrir un frigorífico. Pero hay un grupo de carniceros (liderados por los hermanos Fernández) que intentaron y seguirían intentando abrirlo de nuevo. Sobretodo por una cuestión de costos, ya que el matadero era municipal, y el frigorífico es privado, haciendo más caro el kilo faenado. Su padre, me dice, de unos 80 años, hoy tiene muchos dolores por el duro trabajo en el matadero. Aunque es evidente que para su padre (que trabajó unos 40 años en el matadero) fue muy importante trabajar allí. Y pienso, lo difícil que habrá sido el cierre. El de los matarifes, es uno de esos oficios que gene-
ran un fuerte sentido de pertenencia, como los trabajadores del tren. Matar juntos, surcar la provincia de Buenos Aires juntos (como la cofradía de ferroviarios que hoy por hoy surcando estas tierras hacen andar el tren de Constitución a Bahía Blanca) Dos máquinas (el matadero, el tren) que además de configurar un país, de carnes y extensiones, son matrices modélicas de la modernidad, y con ella, de la lucha entre los hombres y la técnica, en tiempos donde la máquina era puro futuro, y que a pesar de Auschwitz y Adorno, lo sigue siendo en el imaginario dominante. Por otro lado (o el mismo) dos países: de un nacionalismo fundado en la política de la “Argentina granero del mundo”, a la des-nacionalizacion privatista des-industrializadora, que empieza con la dictadura y tendrá en el menemato su trágico esplendor.
16hs Plaza de Pringles, apuntes de las charlas con Doriche y Bustamante La pasión de Doriche por su oficio, y el orgullo por su gran habilidad carneadora son poco imaginables en un mundo hiper-maquinizado como el actual. Me habla (sentado, corpulento, incapacitado de pararse, con el matadero de fondo -vive enfrente, siempre vivió ahí-) y recuerdo una película sobre un matadero francés contemporáneo, donde se decía que el trabajo a ellos, trabajadores del matadero, les gustaba, pero ahora sus tareas se habían reducido a un pequeño movimiento automático, repetitivo y eso era lo que más los afectaba. Sintiéndose prescindibles, intercambiables, donde nada los distingue, ni los vuelve singulares. Algo del orden de la identidad se pierde en la maquinación, y tal singularidad es fundamental en todo oficio. Doriche es (fue) el gran carneador, con un
...La década infame comenzaba a extinguirse, y empezaba a gestarse silenciosamente un nuevo tiempo histórico, el de un otro (el mismo y eterno) retorno cual “espectro que recorre las pampas”, el de las multitudes, el de la “chusma”, o lo que es lo mismo, el de un “nuevo (segundo) tirano”...
talento inigualable entre sus compañeros (al menos, en sus palabras, pero inclusive exagerando, habla de una época donde eso era aun posible) Doriche es hoy apenas “pintoresco”, imposible de ser tomado en serio para la tecnocracia productivista, mas que como un exótico hombre del pasado. Pero en Doriche hay un gesto fundamental, extirpado de la lógica maquínica: el de la pasión, el de la camaradería, el del compromiso y respeto por su tarea. Estuve frente a un tipo que mató a centenares de animales. “Si habré matado chanchos…” Cuando comenzó a narrar sus heroicidades cárnicas, excitado en su propio relato, de su capacidad de matar, me inquietó. Al rato llama a su mujer, me la presenta, y le pide que me traiga un libro, donde está el testimonio de él, y el de Bustamante, el más viejo de los faenadores del matadero de Pringles. El libro se llama “El matadero municipal”, y es de Gustavo Abejdid, un abogado al que luego voy a buscar a su casa, me atiende y me dice que el libro lo pagó la municipalidad quedándose con todos los ejemplares, por lo que no tiene ninguno para darme. Le paso mi dirección, me dice que me lo enviará. Cosa que creí no ocurriría, hasta que luego de dos meses de este viaje, ocurrió. Llego al kiosco de Bustamante. Se asoma por la ventanita, no entiende bien lo que le digo, aunque cuando logra descifrar las palabras matadero y Salamone, me dice, pasá pibe, y me abre la puerta. Un distinguido hombre de noventa y pico de años, bigote finito, vestido con viejas ropas limpias, elegante, como si se lo viera de cuerpo entero por detrás de la ventanita diminuta del kiosco. Y que entre otras cosas, me dice: que en el 31 entró a trabajar en Los corrales, el matadero anterior al de Salamone, donde se carneaba descalzo y sin guinches (y se me aparece, como un fantasma que esperaba ser invocado, el escenario mataderil echeverriano), y en el que a las medias reseses había que levantarlas desde el suelo a los camiones: esos esfuerzos hicieron
que mediados de los 50 tuviera que dejar de trabajar por problemas en la espalda. Me dice también que donde hoy se lee “La vieja esquina”, su padre tenía la carnicería donde de chico él empezó a trabajar, enfrente de la Municipalidad, que vió construir, y dice haber visto, por esos años, a Salamone pasar por ahí. Antes de irme, me cuenta que el 23 de diciembre del 38 (la memoria de Bustamente es prodigiosa) fue el día de la inauguración del matadero. Y que ese día el hijo del intendente de Pringles, agarrando una palanca y moviéndola, pregunta “y esto para qué sirve”, al momento que hace escapar a la vaca que se carnearían como parte de los festejos, tirando varias mesas, en un escándalo generalizado. Cómo no decir, que allí sentado, con Bustamante apasionado en su relato, se me aparece Matasiete, cuchillo entre los dientes, tomando “el toro por las astas”, el que en su soltarse había cortado con la soga una cabeza. Ochenta años después, y ante el surgir de una nueva maquinaria (de matar), una misma escena parece anticipar (confirmar) lo de reflujo, retorno (eterno) que El Matadero tendrá en nuestra historia. Pero aquí en una trama de poder que es el envés de la descripta y denunciada por Echeverría. Evidenciando que no solo la federación rosista tenía como foco barbárico al matadero (y sobretodo, que no solo la barbarie se encontraba en la denominada “Barbarie”) La década infame comenzaba a extinguirse, y empezaba a gestarse silenciosamente un nuevo tiempo histórico, el de un otro (el mismo y eterno) retorno cual “espectro que recorre las pampas”, el de las multitudes, el de la “chusma”, o lo que es lo mismo, el de un “nuevo (segundo) tirano”. El armado de series históricas, y las (de)nominaciones, sabemos, como arma/ herramienta dilecta de la política. Salgo del quiosco, con el cuerpo cargado de historias, de experiencias que me interpelan, que se entremezclan en tanto relatos, y en su mismo ser tierra que pisamos, pa-
labras, imágenes espectrales desde las que pensamos, balbuceamos, y desde las que nos lanzamos a escribir otras nuevas palabras, como estas. Cuerpos los nuestros estupefactos ante la sangre sobre la que podemos escribir, pero jamás ni siquiera oler. Sigo viaje, volveré por algunos de estos parajes, y el rechinar vacío de esas máquinas que hoy ya casi no suenan me acompaña, y obliga. Escrituras estas al fin, como intentos voluntariosos y experienciales de re-construir (una vez más) una historia, la de un país, la mía, la de los espectros que (me) acosan, y que se intentan infructuosamente conjurar, a través de esas otras palabras, las ordenadas con la sistematización de una máquina no menos sorda, la académica.