La camanchaca

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LA CAMANCHACA

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La Camanchaca Laboratorio de escritura creativa, 2016 Colegio Arturo Toro Amor Autoras: Astrid Jiménez Casandra Cáceres Luisa Pino Coordina: Monserrat Ovalle Editorial Opalina Cartonera 2016 Diseño y diagramación a cargo de Laboratorio de escritura creativa Diseño de Portada: Laboratorio de escritura creativa Impreso en Valparaíso por Editorial Opalina Cartonera Primera edición Colección Autopoiesis Noviembre 2016

Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa de la Editorial

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LA CAMANCHACA

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Un día le pregunté a mi madre por mis abuelos, a quienes nunca conocí. Ella me contó esta historia sobre un pueblo lejano y perdido, en donde vivió su infancia. Busqué aquel lugar en mapas, pero jamás lo encontré. Insistí en saber sobre él, pero ella me dijo que no quería saber nada más de aquel pueblo maldito en donde perdió a sus padres, y me advirtió que nunca fuera tras su búsqueda… porque cuando baja la camanchaca es capaz de comerse a pueblos enteros.

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CINCO DE LA TARDE Eran las cinco de la tarde, lo vi por la orientación del sol. Ese fue el último momento en que la vi, el último momento en el que tuve contacto con alguien más aparte de mí misma Nuestro pueblo es pequeño, es un oasis en medio del desierto, muchos de los que aquí habitan fueron personas que llegaron casi deshidratadas pensando que morirían y por miedo a no sobrevivir se quedaron. Sólo los habitantes más viejos llegaron a este lugar con intenciones de colonizar, mis padres son parte de esa gente, esos primeros colonos que construyeron la ciudad que sólo vivía en su mente. Se las ingeniaron para poder plantar construyendo terrazas en los cerros, para que así la poca humedad que caía en la noche lograra regar de algún modo las plantaciones. Se establecieron con unas carpas al principio, pero de a poco fueron armando casas cada vez más sólidas, haciendo posible la configuración de nuestra ciudad actual. No tenemos muchos problemas aparte del intenso calor, al cual la gente de aquí ya se acostumbró. A pesar de estar lejos de la ciudad contamos con la tecnología básica para sobrevivir, tenemos refrigeradores, cocinas, estufas, radios y de vez en cuando se pueden ver autos paseando por el pueblo. No nos ha sido difícil acomodarnos aquí. El único problema que nos aqueja es la camanchaca, esta especie de niebla densa que baja en las mañanas y se mantiene por días, eso generalmente pasa en invierno, durante esos días toda la producción del pueblo se detiene, pues la niebla es tan espesa que no deja ver adonde te diriges y sueles perderte. En ocasiones ha pasado que la camanchaca baja mientras aún hay personas en el pueblo, quienes no se dan cuenta hasta que ya se encuentran inmersos en ella. Por esto mismo es que algunos vecinos se juntaron para pintar flechas en el suelo y así, si en algún caso volvía a bajar la camanchaca mientras la gente seguía en el pueblo, pudieran dirigirse a su hogar siguiendo las flechas. Todos creyeron en esta iniciativa, pero no dio resultado pues la niebla cubría tus pies haciendo imposible la visibilidad. 7


A la semana siguiente la camanchaca volvió, pero ocurrió algo inesperado. La gente que se hallaba en el centro del pueblo siendo sorprendida por esta niebla, nunca más volvió a ser vista. La camanchaca se los llevó. Desde este entonces hay vecinos conectados a la radio 24/7, pendientes del pronóstico del tiempo por si en algún caso llegan a anticipar la neblina, entonces avisan por el alto parlante, ubicado en el centro del pueblo para que todos permanezcan en sus casas. Mi madre era una de estas personas, se mantenía todos los días conectada, no se despegaba nunca, sólo cuando dormía, pues había toque de queda a las 21:00hrs. Mucha gente comenzó a vivir más tranquila con esta reforma, pues generalmente las camanchacas duraban dos o tres días, a lo sumo. Pero aun así se escuchaban diferentes mitos sobre esta extraña niebla, como que aparecían caras o que producía visiones. Lo único cierto para todo el mundo era que si te internabas en la neblina nunca más serías encontrada. Un día 3 de agosto de 1970, se pronosticó una densa neblina. Mi padre fue el primero en salir, iba a avisar a la gente que vivía más lejos del centro para que se encerraran en sus hogares, luego salió mi madre a avisar por alto parlante para que la gente se resguardara. Yo sentía un extraño pesar en mi corazón, pero mi madre dijo “Cierra la puerta y, sea lo que sea que escuches, no la abras. Tu padre y yo andamos con llave”. Me dio un beso en la mejilla y luego se fue, dejándome sola. Yo trataba de mantenerme tranquila pero aun así tenía un presentimiento que no me lo permitía. Cerré la puerta e intenté ordenar un poco, mi madre siempre me retaba por eso. Ella no solía tardar mucho en esta diligencia y mi padre no tendría que demorar tampoco, pues eran pocos los vecinos que vivían lejos del centro. Al terminar de ordenar, ninguno de los dos había llegado así que me quedé en la sala de nuestra casa, de pronto escuché que alguien forcejeaba la puerta. Me acerqué con lentitud sosteniendo un cuchillo como única arma de defensa, cuando me dirigí a abrir la cortina, mi madre entró apresurada. Aún se podía ver el cielo despejado afuera, pero era posible ver a la camanchaca acercarse lentamente. Le dije “Pase mamá que ya viene, seguro mi

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padre no ha de demorar mucho”. Ella me miró intensamente y me contestó “Una de las vecinas ha tenido un problema y debo ir a ayudarla”. Me quedé con una expresión de temor, mi padre aún no llegaba y mi madre estaría afuera, nunca había pasado una camanchaca sola. Ella me tomó de los hombros y me dijo “Tranquila, hay suficiente comida en la cocina para un mes. No te preocupes, estas cosas no suelen durar más de una semana”, pero en sus ojos pude ver que sentía el mismo temor que yo. De pronto me abrazó y me dijo adiós. Eran las cinco de la tarde, lo vi por la orientación del sol, ese fue el último momento en que la vi, el último momento en el que tuve contacto con alguien más aparte de mí misma.

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LAS MANECILLAS YA NO AVANZAN Al cerrar detrás de sí la puerta que débilmente rechinaba, Roberto respiró hondo el aire frío del pueblo y se encaminó hacia el almacén de Francisca. Su mano izquierda sostenía una bolsa de género, la otra sostenía la pequeña mano de su sobrina. La niña apenas se veía con el metro de bufanda roja que tenía enrollado en el cuello y el abrigo con algo de polvo adherido. Pero eran muestras evidentes de cuanto Roberto se preocupaba por ella. “¡Buenas tardes tía!” dijo Camila con ánimo cuando entró al almacén. Sus mejillas rojas a causa de su correteo, enternecieron los ojos de Francisca que estaba sacando envases de comida de una caja medio deshecha. Francisca partió a buscar las porciones de queso que Roberto le había ordenado, mientras Camila buscaba con la mirada si había algo rico para comer. “Vuelvo en un momento y le traigo la sal” dijo Francisca apresurada. Encima de un estante se encontraba la radio. Debido a tantas cosas que ocurrieron en el pueblo, siempre estaba encendida las 24 horas del día. De repente, se escuchó la advertencia que todo el pueblo siempre temió oír, y en el mismo acto Francisca salió disparada, como si ya supiera lo que tenía que hacer. A Camila le bastó con observar la enorme avalancha de niebla que se acercaba de cara al pueblo para entender lo que estaba ocurriendo. Los tres sintieron el frío trepando por sus espaldas. Muchas horas habían pasado desde que Francisca había cerrado todas las puertas y ventanas, hasta que la camanchaca los dejara libres para volver a sus hogares. Las ventanas estaban bien cubiertas para que la humedad no traspasara el material. Entre los dos adultos buscaban temas de conversación para mantenerse activos. Todos mantenían la calma, no era la primera vez que tenían que quedarse durante un cierto período encerrados a causa de la niebla. Cuando llegó la hora de la 11


once, se percataron de que la camanchaca no los dejaría libres al menos por un día. Después de comer lo que había preparado Francisca, arreglaron las sábanas y los cojines para poder dormir. Al acostarse, los tres soñaron con ver una mañana despejada. No fue para nada grata la sorpresa que los hizo despertar. El primero que lo oyó fue Roberto, que salió de las sábanas a investigar de dónde había provenido el estruendo. Un auto había chocado cerca de la entrada del almacén, dejando destrozos y una abertura que permitía a la camanchaca ingresar. Roberto y Francisca corrieron, trajeron de todo para poder reparar los daños, aunque poco sabían que hacer en realidad. ¿Quién estaba manejando a ciegas? A pesar de que Roberto salió para ver si el chofer se encontraba en buen estado, ningún rastro se vio de este. Después de esto Roberto y Francisca se tomaron turnos para mantenerse despiertos y vigilar por si alguien aparecía. Existía la posibilidad de que alguien quisiera entrar a la fuerza. Nunca faltan las personas que recurren a medidas extremas para poder asaltar un lugar. Dos días pasaron y la camanchaca seguía asfixiando al pueblo. La curiosidad invadía a Camila por momentos, exploraba por el almacén y los cuartos para encontrarse con alguna novedad. Al interior de un mueble de la cocina, encontró un pequeño queque envuelto que le devolvió el júbilo. Pidiendo permiso se lo comió satisfecha, pero su repentina alegría al devorárselo se convirtió en una extraña picazón en la garganta que la hizo toser constantemente. Le gritó a su tío para que la ayudara, solo él sabía qué hacer cuando Camila comía un alimento con nueces. No había otra forma. Todo en Camila estaba empeorando, su respiración, su temperatura, su tos, sus mareos, todo. Una reacción alérgica no se podía curar, así como así. “No hay tiempo para echarse la culpa, Francisca. Tenemos que salir y buscar ayuda o algo” le decía Roberto alterado. Poco tiempo después Roberto ya estaba caminando

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por las calles, con linterna en mano para guiarse un poco. Había vecinos que sabían algo de medicina y se dispuso a gritar por ayuda, pero no halló ningún alma viva en el pueblo. Francisca, quién se quedó cuidando a Camila, la dejó recostada en la cama de su cuarto del segundo piso. Empapó un paño en agua fría y sacó una compresa del refrigerador para la niña. No sabía si era real o parte de su imaginación, pero sintió que escuchaba pasos lentos en el primer piso. No importaba cuantas veces bajara a revisar, no se encontraba con nada. La cuarta vez que bajó, se armó de valor y buscó por todos los rincones, hasta que un sonido fuerte en su oído y un dolor desgarrador en su nuca dejaron su cuerpo inconsciente. La impotencia en el pecho de Roberto no le dejó respirar con facilidad, al darse cuenta que con cualquier paso que diera, ninguno le llevaría de vuelta al almacén. La niebla se tornó más densa y su ceguera aumentó. A gritos y pasos firmes trató de avanzar, convenciéndose de que no estaba perdido. Las manecillas del reloj del almacén ya no giraban, el tiempo también la abandonó. Camila estaba medio dormida, con la cara hinchada y la respiración pesada, pensando que la figura negra que estaba sentada al borde de la cama, era su tío que la estaba protegiendo.

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EL ÚLTIMO TROZO Faltaba poco para que dieran las tres de la tarde. Joaquín había terminado de limpiar los ventanales, los asientos de madera barnizada y el altar. Gracias a la ayuda de una de sus vecinas, alcanzó a decorar la iglesia para la boda que se realizaría. Todo estaba cubierto por el padre de la novia, así que no había problema. Ya eran las tres en punto cuando tocaron la puerta. El sonido se oyó fuerte y claro hasta el último espacio de la iglesia. “Adelante, puede pasar”. Las manos delgadas de una mujer empujaron la puerta entreabierta de la iglesia y sus ojos se encontraron con la cálida sonrisa de bienvenida que el joven le entregaba. Transitó por el camino entremedio de las sillas que llevaban un ramillete de flores en cada brazo y a su lado tenían velas encendidas, eso le daba un aspecto menos lúgubre al lugar. Se sentó al lado de Joaquín, a la luz de los colores del único mosaico que había en la iglesia. “Buenos días ¿El sacerdote aún no ha llegado?” preguntó Matilde. “No, dijo que vendría para cuando la boda empezara”. Él no quería que su padre llegara en ese momento, no quería que lo viera conversando con ella y que luego llegara a una malinterpretación como siempre lo hacía. Resultaba un poco asfixiante para él que le dijera todo lo que no tenía que hacer, aún siendo ya un adulto. Fue ayer a la misma hora cuando se conocieron por primera vez, ella estaba sentada con la cabeza gacha y la mirada puesta en sus manos, como si estuviera asimilando algo. No le era un rostro para nada conocido, a pesar de ser un pueblo pequeño. Desde ahí no pararon de conversar. “Pienso que eres el que más se preocupa por el cuidado de esta iglesia, incluso más que el mismo sacerdote. Él sólo se preocupa por aparentar ¿No lo crees?”

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“Opino lo mismo que tú, pero esto lo hago porque es mi deber” le respondió. Se la pasaron el resto de las horas que le quedaban hablando de sus vidas, sus pensamientos y el pueblo, sonriéndose constantemente el uno al otro. Cinco en punto, era hora de irse. Se despidieron en la puerta, pero cuando él la abrió, no pudo ver nada más allá aparte de la sólida niebla que estaba frente a ellos. Cerró la puerta como por instinto y se quedó angustiado mirando a un punto fijo. La mujer lo miró y le dijo “¿Sabe qué? Creo que debería encender su radio más seguido, señor”. Para Matilde era la segunda vez que se quedaba encerrada por esta razón, en cambio Joaquín había perdido la cuenta. No se sentían incómodos, ambos se animaban entre ellos y a su vez estaban atentos a la radio y miraban por las ventanas para ver si la camanchaca ya se había ido. Sorprendentemente llegó la noche y no tenían nada para comer, ni mucho que beber. “No se preocupe señor” le dijo la joven “Los seres humanos pueden pasar hasta tres semanas sin comer y tres días sin beber”. Al despertar, Joaquín se sentía un poco débil, en la noche ellos acordaron dormir en las sillas con el mantel de la mesa que estaba en el altar. Pero ella no estaba, la buscó y no la encontró. Extrañado se preguntó por qué se habría ido. Nuevamente, se recostó en su lugar. Cuando despertó otra vez, Matilde estaba a su lado sonriéndole con una bolsa en sus manos. “¿Dónde estabas? ¿Acaso saliste?”, ella negó con la cabeza y le dijo que había conseguido comida para él. “Lo encontré en un cuarto que antes estaba cerrado”. Él recordó que su papá no le dejaba entrar a ese cuarto y que siempre estuvo con llave, de seguro que después de esto se enojaría. Otro día y sucedió lo mismo, esta vez se había despertado con mareos. Fue a buscarla en ese cuarto, pero estaba cerrado. No podía mantenerse más en pie. Durmió, despertó en un rato y ella estaba a su lado otra vez, ofreciéndole un vaso de agua. Al beberla, la sintió tan asquerosa que casi la escupe. Matilde seguía dándole cada día más 16


comida y agua, que a veces él llegaba a vomitar. Durante las tardes, ella le decía de lo buena persona que era él y que todo mejoraría pronto. Cada vez que anochecía, ella dejaba que Joaquín descansara su cabeza en sus piernas para que durmiera, y cada vez que amanecía, despertaba peor que el día anterior. Otro día y de vuelta al mismo asunto, pero en esta ocasión la vio salir y entrar por la puerta de la iglesia. “¿Por qué saliste?” preguntó y le contestó asustada “Estoy haciendo lo posible para que vivas Joaquín, tienes que vivir, tienes que salir”. Se acostumbró al extraño sabor de la comida, apenas escuchaba las frases que ella le decía, pero logró retener en su memoria algunas de ellas. “Cuando salgas de acá, quiero que le digas la verdad a todos, que tu padre es un mal sacerdote, y también quiero que vivas sin estar amarrado a este pueblo. Mereces más que esto”. Aún sin haberle hablado de eso, ella lo sabía todo. Una mañana sin la joven presente, con las pocas fuerzas que le quedaban Joaquín, se dirigió al cuarto, pero estaba cerrado. Comenzó a sospechar que quizá, en ningún momento Matilde había entrado allí. El hedor a carne putrefacta que salía de la puerta lo hizo retroceder, al mismo tiempo que vio aparecer impetuosamente la figura de la joven frente a él, como si hubiese atravesado el material… “¿Desde hace cuánto tiempo que estás aquí?” le preguntó mirando su cara tan serena. “¡Desde que nos quedamos encerrados! ¿Qué clase de pregunta es esa?” “Sabes a lo que me refiero, por favor…” volvió a insistir mirándola a los ojos. Matilde sentía dolor y rabia, como cualquier ser humano, incluso en ese instante. “No lo sé, fue un día antes de que me

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conocieras” le tomó las manos sudadas. “Necesitaba aferrarme a alguien, porque estaba tan sola. Por eso estoy aquí contigo”. Tomó su brazo con ambas manos y lo llevó hacia la puerta “Reza Joaquín, yo sé que todavía hay un dios que puede hacer un milagro por ti”. Estando dormido podía seguir escuchando su voz, siempre dulce y suave. Se sentía con menos dolor en la espalda, sus brazos y piernas estaban descansadas y su cabeza estaba hundida en algo abundante, cómodo y blando. Se sentó en la camilla algo desconcertado, veía luces rojas y parpadeantes. Al lado suyo y dentro de unos furgones había otras personas en su mismo estado y otras peores que el suyo. Le preguntó a uno de los tantos hombres con uniforme verde que es lo que había pasado, pero este sólo le dio una mirada de rareza. Tardó en darse cuenta de que había un sabor salado y amargo en su lengua, como el hierro. Miró sus manos y estas estaban manchadas en sangre, su boca y su ropa también lo estaban. Con mucha pesadumbre y horror, escupió en su mano el último trozo de esperanza y sacrificio que había quedado del cuerpo de Matilde.

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EL DÍA DE MI BODA Era el día mas especial de mi vida, tras varios meses de espera al fin me iba a casar. Mi vestido era blanco como la nieve, con un escote de corazón. Mi maquillaje, suave como una pluma. Y mi peinado, como una flor en primavera. Ya sólo faltaba llegar a la iglesia, mi padre me llevaría al altar el día más especial de mi vida. El auto estaba rodeado de globos blancos, era simplemente hermoso. Ya a las tres de la tarde estaba todo listo y decidimos partir, todo era realmente hermoso, veía todo de una manera maravillosa. Simplemente todo era perfecto. Sin embargo, al pasar por la calle San Martín todo empezó a desmoronarse, empezó a aparecer una terrible niebla que empezó a opacar mi visión. -Debemos detenernos, no veo absolutamente nada. Ya no podemos avanzar- dijo mi padre en un tono grave. -No, debo llegar. Luis me está esperando- le respondí con firmeza. Media hora después ya no sabíamos por dónde íbamos, las calles se habían convertido en un laberinto. No quería llorar, pero mi frustración era muy grande. Esto era imposible y por si fuera poco mi padre me sacaba de quicio con su paz. Se encontraba tan tranquilo en el asiento del conductor, no le importaba en absoluto mi boda. Nunca le había agradado Luis. Una, dos, tres, cuatro horas pasaron y no encontrábamos el camino. Estaba llegando a mi límite, sólo moví con rapidez a mi padre y apreté el acelerador. Chocamos. No, no, no, esto no podía ser peor. Ya no sabía qué hacer y me eché a llorar desconsolada, encerrada en mi propia desgracia. Me giré a ver a mi padre, ya no podía más, mis lágrimas sólo salían. Había matado a mi padre. Ni siquiera lo pensé y, en un abismo de desesperación, lo saqué del vehículo y lo arrastre como

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por inercia, sólo pensaba en que tenía que esconderlo. Yo no era una asesina, sólo había sido un accidente. Pasaron los días, y con mi terrible depresión logré enterrar a mi padre, no sé dónde, la neblina no me dejaba ver nada. Le arranqué mechones de pelo y me los puse en el escote de corazón, para tener siempre presente que él se encontraba ahí, conmigo. Comencé a escuchar sonidos de pasos a mí alrededor, sentía que se levantaba la tierra, pero me tranquilizaba creyendo que eran alucinaciones de mi culpabilidad, algo que simplemente no podía controlar. Mi vestido ya se encontraba todo desgastado, mi maquillaje corrido, no podía ver mi rostro, pero tampoco quería hacerlo, mi peinado que antes era una hermosa flor se había convertido en un nido de pájaros.

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EL HOSPITAL El hospital se siente muy silencioso desde que empezó la camanchaca, no diré tranquilo pues se siente inquietante. Nadie camina por los pasillos, nadie murmura en las habitaciones, nadie aprieta el botón de pánico por alguna urgencia, el único sonido que se escucha a través de todo el hospital son los malditos monitores cardíacos, los cuales extrañamente están coordinados, los monitores de todos los pacientes están en línea y replican el mismo ritmo, como si marcaran el sonido de un reloj imaginario. En verdad no es tan extraño pues todos los pacientes de este hospital se encuentran dormidos, y no me refiero a que estén en coma, sino que están simplemente dormidos. Lo que me parece raro es que antes de que todo sucediera, todos los pacientes tenían su propio ritmo cardíaco. Por ejemplo, Carl de la habitación 3 siempre tuvo latidos acelerados incluso cuando dormía, en cambio Rosita de la habitación 5 tenía latidos lentos, hasta su respiración y su carácter eran suaves y pausados, pero ahora ambos iban al mismo ritmo. Todo comenzó ese día, ese maldito 3 de agosto, todo el ajetreo normal de este hospital se detuvo por completo. Desde el momento en el que la camanchaca fue avisada, todos entraron en el hospital para refugiarse, incluso personas que no se encontraban enfermas, de a poco vimos cómo la neblina cubría todo el frontis del hospital junto con el pequeño patio que contiene nuestro dispensario. De vez en cuando llegaban personas del exterior perdidas, pero extrañamente eran personas que nunca habíamos visto en el pueblo, ninguno de nosotros, nadie las conocía y llegaban desorientadas. A veces eran dos personas, otras veces sólo una, pero siempre desconocidos.

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Así pasó el día, lento muy lento, como si estuviéramos sumergidos en una burbuja donde el tiempo estaba detenido, incluso los relojes se quedaron parados, y sólo la oscuridad nos avisaba que se hacía de noche. Era imposible saber lo que ocurría en el exterior pues cada vez que prendíamos la radio chicharreaba para luego dar paso a voces extrañas que sólo balbuceaban cosas sin sentido. Cuando llegó la noche ordenamos las camas y habilitamos espacios para que las pocas personas que habían logrado refugiarse y llegar al hospital pudiesen dormir. La noche pasó tranquila, sin nuevas apariciones. De pronto sentí pasos cerca de las habitaciones de los pacientes, pensé que tal vez uno de ellos se había levantado para ir al baño, me levanté para ayudar, pero en cuanto llegué al pasillo me di cuenta que todos se encontraban en sus camas durmiendo, pensé que tal vez era mi imaginación jugándome una mala pasada así que caminé de vuelta a mi habitación y en ese momento sentí cómo los monitores comenzaban a marcar un pulso acelerado, todos juntos, casi como si quisieran retratar el pánico que yo sentía en ese momento. Me quedé congelada, luego comencé a abrir las puertas de todas las habitaciones y cuando abrí la última el ritmo desaceleró, revisé a los tres pacientes en cama pero todos se encontraban bien, traté de calmarme, aún seguía asustada. Me fui a la cama pendiente de cualquier sonido extraño, pero luego de un tiempo acostada, me dormí. Al llegar la mañana sólo despertamos las enfermeras y los doctores, pensamos que las demás personas estaban muertas, pero no, sólo seguían dormidas, creímos que despertarían más tarde pero se quedaron en los mismos lugares. Cada uno de sus rostros mostraba una pasividad infinita como si ya no estuviesen con nosotros, aun así los monitores cardíacos seguían funcionando, lo que nos daba la certeza de que seguían vivos. Los refugiados tampoco se levantaron, resultaba extraño que sólo los funcionarios del hospital despertaran, pero no le dimos mucha importancia. Tal vez seguirían así hasta el otro día, muchas

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personas tienden a presentar síntomas extraños cuando llega la camanchaca. Al tercer día de llegada la camanchaca ningún paciente o refugiado despertó, incluso uno de los doctores y dos enfermeras tampoco despertaron poniendo mucho más miedo y confusión en las personas que sí pudimos despertar. Aún así continuamos con nuestras rutinas diarias, inyectamos medicamentos a los enfermos y revisamos a los refugiados, todavía no se presentaba ninguna baja, lo que era bueno. Sólo esperaba que este letargo no durase demasiado. Al otro día como ya era costumbre volvió a pasar lo mismo, los pacientes y refugiados seguían dormidos y la somnolencia tomo dos nuevas víctimas, los dos enfermeros. Más que pánico esta vez sentí intranquilidad, cómo íbamos a hacernos cargo de todos los pacientes y refugiados del hospital, sólo quedábamos seis personas: cuatro enfermeras y dos doctores. A pesar de ser casi imposible logramos hacernos cargo de todos los pacientes, los pocos que quedábamos nos fuimos a la cama agotados esperando que el día siguiente no cobrara más víctimas. Lamentablemente pasó lo inevitable. Cada vez éramos menos y en consecuencia, más trabajo teníamos. Así fueron pasando los días, bajando cada vez más la cantidad de doctores y enfermeras, hasta que sólo quedé yo. Nunca pensé que fuera la última persona en pie, me aterraba la idea de quedarme sola, pero aún así sucedió. Ya no atendía a los enfermos, pues con el paso de los días me di cuenta de que su condición no variaba, llegó la noche, me fui a acostar pensando en que mañana ya no despertaría pero de pronto llamaron estrepitosamente a la puerta principal del hospital. Eran dos personas, ambas necesitaban ayuda. Una tenía el brazo roto, mientras la otra se encontraba con un pie lastimado. Rápidamente entablillé el brazo del herido y curé al otro forastero, ninguno de los dos me parecía conocido, lo cual me producía intranquilidad, después de una larga noche vigilando a los nuevos refugiados, me fui a dormir pensando que mañana serían ellos quienes me acompañarían a resguardar a los pacientes.

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A la mañana siguiente me sorprendí de que los visitantes no despertaran, aun así no dejé que eso me afectara, ahora todo el hospital dormía, comencé a sentirme sola nuevamente, recorrí los pasillos con la esperanza de encontrar a alguien despierto, pero no fue así, la camanchaca seguía rodeando los terrenos del hospital desde afuera, como si nos vigilara. Llegó la noche y me fui a la cama esperando que por fin pudiera unirme a todos mis compañeros en su letargo. De repente vi a un hombre entrando por la ventana, me asusté, pensé que era un ladrón o algo parecido, pues su cara no se me hacía conocida. Me acerqué con cautela, pero en cuanto el hombre me vio, me abrazó. Pude sentir su desesperación, así que lo llevé al casino para que comiera algo, pues era evidente su estado de desnutrición. Él me conto que estuvo perdido por varios días y que había visto a este hospital salir de la nada. Me sentí segura de que alguien me estuviera acompañando, pero aún tenía miedo de la llegada de la mañana pues sabía que este hombre no despertaría. Lo acompañé a una habitación algo apartada pues las otras estaban ocupadas, el extraño hombre me miró y, casi como una profecía, me dijo “Tú nunca estarás sola”. Me fui a dormir pensando en sus palabras, a la mañana siguiente el hombre no se encontraba en su habitación, me llené de esperanza, pero esta se esfumó cuando lo descubrí dormido en el sillón de la sala de espera. En ese momento me inundó una terrible pena, jamás acabaría este bucle, nunca podría descansar. Me sentí apenada, recorrí con amargura los pasillos, hasta que llegó la noche y de nuevo, como una broma cruel, vi una sombra afuera de las puertas principales del hospital.

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Le pregunté a mi madre cómo había logrado sobrevivir, cómo había podido salir de ahí, si acaso habían más sobrevivientes de ese pueblo que nadie conocía. Pero ella nunca me respondió. Me contó que sobrevivió, pero no me contó cómo. Creo que tampoco quiero averiguarlo.

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EL AHORCADO Mi nombre es Julieta Carrera y esta es la historia de mi pueblo, mi historia. No se trata de un pueblo muy grande, vivo en la casona del alcalde. Mi madre Carmen Carrera es su amante, por lo que no puedo llevar el apellido de mi padre, si es que lo puedo considerar como tal. En este pueblo no hay nadie que recuerde cuántos años tiene, es más, en este pueblo no hay nadie que nazca o muera porque el tiempo está detenido. Desde aquí apreciamos un oscuro cielo que nos abraza de día y noche, su nombre es la camanchaca. No podemos salir de aquí, eso es lo que nos dicen los adultos a los más jóvenes, ellos tienen mucho miedo a ese oscuro cielo. Pero yo, yo le tengo respeto a la camanchaca. ¿Por qué temerle?, no había porque temer era sólo una niebla muy espesa. Pero nunca pensé que me llevaría más allá. De eso se trata mi historia, más bien su historia. Ese era un día muy especial, era 21 de septiembre, mi cumpleaños y también el cumpleaños de todos los que habitan el pueblo, si bien ya no sabíamos cuál era nuestra edad, sí conocíamos el concepto del cumpleaños y todos nos gustaba comer pasteles. Pues bien, en la casa del alcalde vivía con suma comodidad. Tenía todo el espacio que quería y lo que realmente más me gustaba era la biblioteca, nunca supe de donde salían los libros, si se supone que no podíamos salir de este pueblo. Era algo que no me podía explicar, pero a los adultos no le gustaba cuestionarse las cosas y a mí no me gustaban las discusiones así que las evitaba. La camanchaca como siempre se encontraba presente en mi vida, nunca se iba. La odiaba, la detestaba, no me dejaba ver más allá y por más que caminara entre ella siempre me devolvía a esta maldita casona. Era prisionera de esta maldita niebla que me sacaba de los nervios, y ya me estaba cansando. Si la insultaba, me ignoraba. No recibía mis golpes, no tenía con qué desahogarme, hasta que vi mi rayito de luz, un libro, era él quien me hablaba y me susurraba qué era lo que

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debía hacer. Lo escuchaba, era hermoso, tenía ideas impresionantes, me enseñó a utilizar los objetos de manera que no correspondía y es que acaso ustedes saben lo bien que se puede clavar un cuchillo en el cuello de un animal, la dulce sensación de la carne cortada, y el vivo color del rojo en medio de esa inmensa oscuridad. Era un soplo de aire en esa asfixiante ciudad. Pero todo era culpa de ella, de la camanchaca. Su culpa, por su maldita culpa me castigaron. Nadie entendía, sólo eran unos cuantos pollos, además los iban a matar de todas maneras, me castigaron y en el día de mi cumpleaños. Pero ya me vengaría. Tenía un plan, el libro me lo reveló, ya solo faltaba hacerlo. Mataría a todas las vacas del pueblo. Se quedarían todos sin comida. Mi plan iba saliendo a la perfección, ya sólo faltaba una, pero esa maldita camanchaca decidió hacerse más espesa, aumentando mi odio y la rabia contenida. Yo era una persona muy pacífica, era muy difícil hacerme enojar, pero ella era muy malvada, se burlaba de mi vista borrosa. Pero logré divisarla, ahí estaba la vaca, gorda como ella sola, emitía sonidos muy extraños, pero igual la apuñalé. Y de pronto escuché el grito de una mujer, había apuñalado a mi madre. No sé qué hacía ahí en el césped frío junto a mi padre. El tonto tenía los ojos muy abiertos, y no paraba de mirarme acusativo. De todas formas, no me sentí culpable, era su culpa, de la camanchaca, ella me había nublado la vista. Era su culpa, toda suya. A la mañana siguiente me levanté de mi cama, y había un gran ruido afuera de mi casa, mi padre lideraba ese gran murmullo. Todos golpeaban muy fuerte mi puerta y ya me estaban fastidiando. Me llevé una sorpresa cuando vi que venían por mí, mi padre quería colgarme. ¡Qué persona más deshonesta! ¡Eran unos desubicados! ¡Qué se creían! Sin embargo, no me negué. Todo era culpa de esa odiosa camanchaca, su culpa, y la gente del pueblo, insensatos todos, me colgaron como a un animal en la vitrina del carnicero. Como detestaba morir frente a esa maldita niebla, como si fuera poco cada mañana despertaba ahogada y cada mañana volvía a morir. Cinco minutos, eso bastaba para ahogarme

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con la soga en el cuello. Mientras me miraban los pollos, las vacas y mi madre. O acaso no recuerdan que les dije que nadie moría este pueblo. Nadie. El tiempo estaba detenido. Mi madre lloraba cada vez que yo moría, la muy tonta se creía María Magdalena. Pero esa injusticia no se iba a quedar así. Volveré para vengarme, lo juro.

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Índice

Cinco de la tarde..………..7 Las manecillas ya no avanzan………..11 El último trozo.……….15 El día de mi boda………..19 El hospital………..21 El ahorcado………..27

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La camanchaca del Laboratorio de escritura creativa, 2016 Colegio Arturo Toro Amor se terminó de imprimir en el mes de noviembre del 2016 en los talleres de editorial Opalina Cartonera www.opalinacartonera.blogspot.com

Colección Autopoiesis Tiraje según demanda

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Los libros de la editorial Opalina Cartonera son objetos de arte completamente artesanales – fabricados con nuestras patas delanteras –todos hechos con dedicación, delicadeza y amor.

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