MABEL THWAITES REY
LA AUTONOMÍA COMO BÚSQUEDA, EL ESTADO COMO CONTRADICCIÓN
© Prometeo Libros, 2004 Av. Corrientes 1916 (C1045AAO), Buenos Aires Tel.: (54-11) 4952-4486/8923 / Fax: (54-11) 4953-1165 e-mail: info@prometeolibros.com http.www.prometeolibros.com ISBN: 950-9217Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Prohibida su reproducción total o parcial Derechos reservados Diseño y diagramación: R&S
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN .......................................................................... 9 I- LA AUTONOMÍA COMO MITO Y COMO POSIBILIDAD ................................................................ 11 1- Neoliberalismo y protesta social .......................................... 13 2- Autonomía: un concepto de múltiples significados ........ 17 A- Algunas definiciones teóricas ..................................... 17 B- Posturas políticas e ideológicas ................................. 22 C- La autonomía “práctica” ............................................ 28 3- Potencialidad y límites de la autonomía ............................ 35 A- Razones de frustración ................................................ 35 a. No definición de tareas ......................................... 35 b. Ausencia de enlaces .............................................. 39 c. Falta de recursos .................................................... 43 d. Idealización de la autogestión ............................ 44 B- La autonomía mitificada ............................................. 47 a. La batalla por la horizontalidad ......................... 47 b. El sujeto de la emancipación ............................... 49 c. Más allá del altruismo evangélico y la “laborterapia” ........................................................ 50 d. La “delegación por confianza” ........................... 53 II- EL PODER POLÍTICO Y LA DIMENSIÓN ESTATAL ... 57 1- Elogio de la política ................................................................ 59 A. La política como terreno de disputa ......................... 61 B- ¿Anti-poder o impotencia? .......................................... 65 C- La autogestión anticipatoria ...................................... 68 2- El estado como contradicción ............................................... 72 A- La respuesta contradictoria del formato benefactor ............................................................................ 74 B- Un estado que es-no es-y puede ser .......................... 79 NOTAS 85 BIBLIOGRAFÍA ......................................................................... 109
A la memoria de dos imprescindibles: Rodolfo Shcoler y Emilio J. Corbière Las andanzas insospechadas de la primera versión de este ensayo, que circuló por internet, fueron el estímulo central para su publicación en papel. Surgido como puntapié inicial para una discusión mayor sobre autonomía en el ámbito del Departamento de Estudios Políticos del Centro Cultural de la Cooperación, el entusiasmo de Emilio Corbiere, que lo distribuyó de inmediato por ARGENPRESS, hizo que aquel borrador cobrara, casi, vida propia. Gracias a los comentarios y debates que suscitó, especialmente en los movimientos sociales, reelaboré esta versión considerablemente más larga. Trato aquí de incorporar las reflexiones más oportunas y sugestivas que recibí, así como las referencias bibliográficas que amplían el tema y pueden abrir caminos para otras reflexiones. Por eso en estas páginas están los ecos del apasionado debate que no se ha agotado, sobre las perspectivas de las luchas populares emancipatorias y el fantasma omnipresente del poder político encarnado –no sólo, pero nodalmente– en el estado. Para facilitar la lectura en distintos planos y no entorpecer el razonamiento argumental central, opté por mantener una exposición 7
de lectura más fluida en el cuerpo principal del texto e introducir datos adicionales y consideraciones aclaratorias en notas finales. La intención es contribuir con algunas ideas y referencias históricas y teóricas, al siempre provisorio análisis de una realidad que se juega a diario en las caídas y las esperanzas de los que luchan por un mundo mejor. De los muchos aportes recibidos quiero destacar algunos en particular. Luis Mattini inició la polémica, que se reflejó en un número de Cuadernos del Sur. Tanto a él como al colectivo editor de la revista les debo mi reconocimiento. Omar Acha y María Cecilia Cross hicieron señalamientos muy atinados a distintos borradores, incluido el que presenté y discutí, alentada por Ana Dinerstein, en la Conferencia Internacional de la asociación de latinoamericanistas británicos (SLAS), realizada en Leiden, Holanda. Felipe Jolly, con paciencia infinita, corrigió la versión en inglés. José Castillo, Hernán Ouviña y Miguel Mazzeo tuvieron la enorme generosidad de tomarse el trabajo de una lectura rigurosa y hacerme críticas, precisiones empíricas y aportes teóricos centrales para esta versión. A todos ellos va mi gratitud, con la esperanza de no defraudarlos con el resultado final, del cual, como se suele decir en estos casos, no son responsables.
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INTRODUCCIÓN
Autonomía es una palabra bella. Nombra la posibilidad de expresión sin condicionamientos, sin ataduras, sin restricciones, de actuar por voluntad propia y de pensar sin límites. Evoca el campo deseado de la libertad. Casi como su opuesto, la palabra estado se asocia a las fronteras, los obstáculos, los constreñimientos, las imposiciones, la opresión. Es el ámbito temido de la represión. Pero las prácticas concretas en las que se expresan autonomía y estado, libertad y coacción, presentan los matices, las sutilezas, las búsquedas y las contradicciones que conforman el material con que se construye la realidad, en su vital acontecer de materialidades y símbolos diversos. En este trabajo no intentamos hablar de las palabras, sino de las formas concretas en que aquellas encarnan. En los años recientes, al calor de las luchas globales y locales, se ha extendido mucho la idea de que la emancipación social no debe tener como eje central la conquista del poder del estado, sino partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen y arraigan de la sociedad para construir “otro mundo”. La autonomía social versus el poder del estado ha pasado a ser una dicotomía no solo presente en los debates políticos y académicos, sino que ha adquirido singular operatividad en las prácticas sociales y políticas históricamente situadas. 9
Las páginas que siguen surgen a partir de dos preocupaciones estrechamente relacionadas entre sí, y que enlazan autonomía y estado. La primera tiene que ver con las perspectivas de los nuevos movimientos populares en la Argentina, especialmente activos tras los sucesos de diciembre de 2001, y muy influidos por la búsqueda de autonomía. La segunda inquietud viene de más lejos y se refiere a la naturaleza del poder político y al papel de los estados nacionales, sobre todo los periféricos como el argentino, en un escenario mundial signado por la globalización y la preponderancia guerrerista de Estados Unidos. Aquí se intenta, a partir del prisma de la experiencia argentina, poner en cuestión las potencialidades y los límites que tiene la noción de autonomía para gestar y sostener acciones colectivas significativas, así como indagar sobre el papel contradictorio de los estados nacionales para y en la lucha política. Este afán de indagación no tiene, sin embargo, un sentido meramente descriptivo o abstracto. Incluye la pasión por aportar elementos para pensar y repensar los caminos emancipatorios En la primera parte se pasa revista a las distintas concepciones teórico-políticas de la categoría “autonomía” y a sus implicancias para la praxis social. En la segunda se analiza el lugar de la política y el papel contradictorio de los estados nacionales. En ambas está presente una discusión con ciertas visiones autonomistas y la reivindicación de una perspectiva gramsciana para analizar y empujar las posibilidades de superación política y social.
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I- LA AUTONOMÍA COMO MITO Y COMO POSIBILIDAD
1- NEOLIBERALISMO Y PROTESTA SOCIAL La larga hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y los noventa, además de sus desastrosos efectos sociales, ha impactado de manera decisiva en las prácticas concretas en torno del poder y, como no podía ser de otro modo, sobre la forma de concebirlo y la de enfrentarlo. La noción de poder, en su acepción mas corriente, remite a los formatos en que se expresa la capacidad de hacer o de imponer una voluntad sobre otra en las relaciones sociales. En términos políticos más acotados, el poder tiene que ver con las formas de autoridad y dominación que se inscriben en el estado y, como contracara, también con las prácticas populares que se proponen impugnarlo, contestarlo y construir alternativas al capitalismo “realmente existente”. A partir de la expansión de la “globalización” neoliberal, se puso fuertemente en cuestión al estado-nación, ya no sólo en cuanto a su tamaño o formato, sino a su funcionalidad con relación al mercado mundial. Y si esto es relevante para el conjunto de los estados nacionales, respecto a la periferia capitalista adquiere una dimensión crucial. Las políticas neoliberales, que corroyeron las bases económicas, sociales, políticas y 13
culturales de las débiles democracias latinoamericanas, tuvieron como eje la subordinación cada vez más profunda a la lógica de circulación y acumulación del capital a escala global (Borón, 2000). Esto implicó un acotamiento mayor de los márgenes de acción estatal para formular políticas públicas y, correlativamente, un resurgimiento, desordenado y contradictorio, de las prácticas sociales encaminadas a enfrentar o resolver los problemas planteados por la deserción estatal. En ese marco, en los años recientes ha empezado a revitalizarse una noción que tiene sus raíces en distintas tradiciones emancipatorias: la autonomía. Esto es, la idea de que la construcción política alternativa no debe tener como eje central la conquista del poder del estado, sino que debe partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen de y arraigan en la sociedad para construir “otro mundo” (Negri-Hardt, 2000, Holloway, 2001, Ceceña, 2002, Zibechi, 2003). Estas ideas no solo circulan en el campo del debate político y académico, sino que han logrado variada encarnadura en múltiples expresiones sociales contestatarias. Desde el crecimiento de los movimientos opuestos a la forma de globalización impuesta por el capital –que alcanzaron sus picos de expansión en los Foros Sociales Mundiales y en las movilizaciones contrarias a las cumbres capitalistas en Seatle, Génova y Davos–, hasta el surgimiento de experiencias populares alternativas en América latina, como el zapatismo, el movimiento indígena ecuatoriano y el de los Sin Tierra de Brasil, pasando por las luchas de los “piqueteros”, las asambleas populares y las fábricas recuperadas de Argentina, el abanico de instancias que cuestionan el capitalismo “realmente existente” y sus formas económicas y políticas es amplio. Pero no obstante reconocer la revitalización que a las luchas emancipadoras le aporta la noción de auto14
nomía de los sectores populares respecto al sistema político dominante (instituciones estatales, partidos políticos), no puede dejar de señalarse cierta coincidencia con el énfasis puesto por el neoliberalismo en su prédica anti-estatista y anti-política. Esto es lo que Joachim Hirsch (2001) ha llamado “el totalitarismo de la sociedad civil”. Más aún, desde la prédica y las prácticas neoliberales se ha hecho un culto de la sociedad, llegándose a pregonar las ventajas de la “participación” en los asuntos comunes, como forma de acotar la capacidad de acción del estado. No en vano una de las recetas principales del Banco Mundial en los años noventa, por ejemplo, ha sido el procurar la implicación de los sectores sociales involucrados en las políticas públicas, como una forma de sortear a las burocracias y de ahorrar recursos. La historia argentina reciente es ilustrativa de como cobran encarnadura tales modelos “teóricos” en situaciones “realmente existentes” y producen sus propias explosiones económicas, sociales y políticas. La crisis del modelo neoliberal instalado en 1976 por la dictadura militar y llevado a su máxima expresión durante la década de los noventa, estalló en la Argentina a fines de 2001. El proceso de reforma estructural encarado en gran parte de los países de América latina, y especialmente en la Argentina por el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), acentuó las desigualdades sociales y económicas de gran parte de la población de la región, aumentando a niveles sin precedentes la desocupación, la pobreza y la marginalidad social. En la Argentina, las consecuencias de la apertura económica indiscriminada –ligada a la sobrevaluación del peso–, la privatización de los servicios públicos y del sistema jubilatorio, y la descentralización de funciones básicas como la educación y la salud, implicaron un cambio radical en el mapa social del país. El remate se dio con el colapso del régimen de conver15
tibilidad, que desde 1991 había logrado una precaria estabilización de precios equiparando el peso al dólar. La salida caótica de este régimen ya agotado, impuesta por el FMI, los acreedores externos y la administración de George Bush, provocó una brutal devaluación y la caída en default de la deuda pública y llevó los índices de pobreza a superar, de modo inédito, el 50% de la población. Todo esto tuvo un impacto muy grande sobre las formas clásicas de concebir la lucha política y la protesta social que, a su vez, se engarza con los cambios operados a escala mundial (Thwaites Rey, 2003). El 2001 fue un año crucial, signado por una caótica gestación de la crisis. El 19 y 20 de diciembre, en jornadas históricas, miles de personas se lanzaron a las calles del país a protestar y provocaron la caída del gobierno de Fernando De la Rúa. La consigna prototípica de esta etapa, "que se vayan todos” (QSVT), logró expresar el rechazo absoluto, visceral y virtualmente unánime al impotente gobierno –surgido como de “centro-izquierda” y ubicado rápidamente a la derecha– y al modelo neoliberal. En el QSVT estaba contenida la demanda de que desapareciera toda la dirigencia (política, sobre todo, pero también sindical, judicial, económica, etcétera) que había llevado el país al desastre. Junto a una intensa activación de la participación popular en manifestaciones y acciones públicas de diverso tenor (desde los “cacerolazos”1 y los “escraches”2 de los sectores medios pauperizados, hasta las protestas de las organizaciones de desocupados “piqueteros”)3, en esta etapa cobraron nuevo impulso las experiencias de autogestión de las fábricas recuperadas por los trabajadores (embrionarias antes de 2001 y con un desarrollo creciente tras la agudización de la crisis) y de los movimientos piqueteros4 (cuyo origen se remonta a 1996), a las que se sumaron las novedo16
sas formas de auto-organización de los vecinos de los principales centros urbanos en “asambleas barriales” (a partir de diciembre de 2001).1 Si bien estas experiencias, que tuvieron su punto de mayor auge en 2002, fueron declinando de manera dispar, aún constituyen un núcleo insoslayable para pensar nuevas formas de articulación del poder popular y también para identificar sus posibles límites. En el contexto del pensamiento y las luchas antiglobalización en el nivel mundial, en la Argentina también se intensificaron los debates en torno a la posibilidad de producir cambios radicales a partir de la acción de los nuevos actores emergentes de la protesta social, especialmente tras las intensas jornadas de diciembre de 2001. Uno de los aspectos más significativos de estos movimientos es que han sido leídos –por sus protagonistas, por sus mentores o por diversos analistas– como portadores de una potencialidad autonómica sobre la que podría fundarse un nuevo proyecto social, contrapuesto o alejado de las estructuras estatales existentes. Esto nos impone efectuar una revisión conceptual de las distintas cuestiones teóricas y prácticas que se ligan a la idea de autonomía.
2- AUTONOMÍA: UN CONCEPTO DE MÚLTIPLES SIGNIFICADOS
A- Algunas definiciones teóricas En primer lugar, podemos distinguir varias perspectivas sobre el concepto: 1- Autonomía del trabajo frente al capital. Se refiere a la capacidad de los trabajadores para gestionar la producción, con independencia del poder de los capitalistas en el lugar de trabajo. Se vincula a la autogestión de los trabajadores y, en algunas perspectivas, a 17
la posibilidad de lograr un "comunismo alternativo", que por su propia expansión, logre forjar una forma productiva superadora del capitalismo.6 2- Autonomía en relación a las instancias de organización que puedan representar intereses colectivos (partidos políticos, sindicatos). Plantea la existencia de organizaciones de la sociedad que no se someten a la mediación de los partidos y operan de manera independiente para organizar sus propios intereses. Conlleva la noción de auto-organización. La posición mas radicalizada es la que rechaza cualquier forma de delegación y representación y reclama la participación individual directa en todo proceso de toma de decisiones que involucre lo colectivo. Apuesta, incluso, a bloquear la emergencia de liderazgos, acotando a la categoría de portavoces rotativos a quienes eventualmente hablan en nombre del colectivo.7 3- Autonomía con referencia al estado. Supone la organización de las clases oprimidas de modo independiente de las estructuras estatales dominantes, es decir, no subordinada a la dinámica impuesta por esas instituciones. En algunas versiones implica el rechazo a todo tipo de “contaminación” de las organizaciones populares por parte del estado burgués, para preservar su capacidad de lucha y autogobierno y su carácter disruptivo. En otras, supone el rechazo de plano a cualquier instancia de construcción estatal (sea transicional o definitiva) no capitalista. 4- Autonomía de las clases dominadas respecto de las dominantes. Se refiere a la no subordinación a las imposiciones sociales, económicas, políticas e ideológicas de éstas. Ganar autonomía, por ende, es ganar en la lucha por un sistema social distinto. Es no someterse pasivamente a las reglas de juego impuestas por los que dominan para su propio beneficio. Es pensar y actuar con criterio propio, es elegir estrategias autoreferenciadas, que partan de los propios intereses y 18
valoraciones. Esta postura está presente ya en el joven Gramsci, quien concebía a los Consejos de Fábrica como “las propias masas organizadas de forma autónoma”. Y es lo que los viejos autonomistas italianos llamaban “autovalorización”.8 Creemos que la posibilidad misma de este tipo de autonomía lleva aparejada toda una lucha “intelectual y moral”, como pensaba Gramsci, por vencer el proceso de fetichización que escinde el “hacer” del “pensar ese hacer”, para poder reproducirlo constantemente. Es preciso volver consciente la explotación, comprenderla, para imaginar un horizonte autónomo, que contemple los intereses mayoritarios y no los de quienes nos someten. Como señala Rauber, en un pasaje que recuerda las tesis de Sartre de 19549: “Ser sujeto de la transformación no es una condición propia de una clase o grupo social sólo a partir de su posición en la estructura social y su consiguiente interés objetivo en los cambios. Se requiere, además, del interés subjetivo, es decir, activo-consciente, de esas clases o grupos. Esto supone que cada uno de esos posibles sujetos reconozca, internalice esa su situación objetiva y que además quiera cambiarla a su favor”. (Rauber, 2000)10. La condición de explotado, dice la autora, no impulsa a quien la padece, necesariamente, a luchar por cambiarla. Para interesarse en modificar su situación de explotación es preciso que tome conciencia de ella, que indague quién y por qué lo explota, que rompa la naturalización a través de la cual el sistema hegemónico logra mantenerlo en su condición subordinada. Recién entonces, en ese proceso de comprensión de la realidad entran en la discusión el tipo de cambio que se reclama, sus condiciones de posibilidad y los medios para lograrlo. Es de este modo que comienzan a gestarse las bases para un pensamiento y una práctica autónomos. La autonomía no brota espontáneamente de las relaciones sociales, hay que gestarla en la lucha y, sobre 19
todo, en la comprensión del sentido de esa lucha. Así como la fetichización es un proceso constante, permanente, de ocultar la verdadera naturaleza de las relaciones sociales tras la fachada de la igualdad burguesa y los vínculos entre los hombres bajo el velo de la relación entre cosas (Holloway, 2002)11, la autonomía también es un proceso de “autonomización” permanente, de comprensión continuada del papel subalternizado que impone el sistema a las clases populares y de la necesidad de su reversión, que tiene sus marchas y contra-marchas, sus flujos y reflujos. Es, en suma, un proceso de lucha por la construcción de una nueva subjetividad no subordinada (Dinerstein, 2002). 5- Autonomía social e individual. Es la visión que propugna una recomposición radical de las formas de concebir y actuar en el presente, a partir de poner en tela de juicio todas las instituciones y significaciones, en vistas a construir la emancipación plena. Se destaca la posición de Cornelius Castoriadis (1986): “una sociedad autónoma es su actividad de autoinstitución explícita y lúcida, el hecho de que ella misma se da su ley sabiendo que lo hace (...) Si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben ponerse en tela de juicio. No se trata de hacer tabla rasa y menos de hacer tabla rasa de la noche a la mañana; se trata de comprender la solidaridad de todos los elementos de la vida social y de sacar la conclusión pertinente: en principio no hay nada que pueda excluirse de la actividad instituyente de una sociedad autónoma”12. Para él, un ser autónomo o una sociedad autónoma consiste en la aparición de un ser que cuestiona su propia ley de existencia, de sociedades que cuestionan su propia institución, su representación del mundo, sus significaciones imaginarias sociales (Castoriadis,1990). A partir de esa idea, ubica el contenido posible del proyecto revolucionario como la búsqueda 20
de una sociedad organizada y orientada hacia la autonomía de todos. Es decir, "crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad" (Castoriadis, 1990:137). Para el autor, el proyecto social de autonomía exige individuos autónomos, ya que la institución social es portada por ellos. Entiende a la autonomía individual como la participación igualitaria de todos en el poder, interpretando –a este último término–, en el sentido más amplio. Desde allí, postula la posibilidad de que los seres humanos se muevan y revolucionen su existencia social, sin mitos y utopías, por medio de significaciones lúcidas y transitorias. (Malacalza, 2000) Respecto de esto, afirma que, del mismo modo que no hay sociedad sin mito, existe un elemento de mito en todo proyecto de transformación social. Alerta contra esa presencia, puesto que siempre es traducción de tradiciones heterónomas, ajenas al principio de autonomía (Castoriadis, 1993. Vol. I: 178). Todo proyecto de autonomía conlleva de forma simultánea el intento de conquistar la libertad y la igualdad. En cuanto significaciones sociales y en su concreción, no puede haber libertad sin igualdad ni viceversa. Tampoco puede existir un límite externo al proyecto de autonomía, aunque la mayoría de las sociedades humanas tiendan a ocultarse a sí mismas que son las creadoras de sus límites. "Hay que afirmar vehementemente, contra los lugares comunes de cierta tradición liberal, que no hay antinomias, sino que hay implicación recíproca entre las exigencias de la libertad y de la igualdad” (Castoriadis, ibid: 141). Werner Bonefeld también adscribe a esta mirada radical. “El primer principio de la transformación revolucionaria es la democratización de la sociedad, es decir, la autodeterminación contra todas las formas del poder que condenan al Hombre a ser un mero recurso, restaurando del 21
mundo humano para el Hombre mismo. La democratización de la sociedad significa esencialmente la organización democrática del trabajo socialmente necesario (...) La autonomía social, en resumen, significa la autodeterminación social en y por medio de las formas organizacionales de resistencia que anticipan en su método de organización el propósito de la revolución: la emancipación humana“ (2003: 209)
B- Posturas políticas e ideológicas En segundo lugar, en un plano teórico distinto hay que distinguir, a su vez: 1- La autogestión y el auto-gobierno popular como horizonte de organización social superadora del capitalismo, como forma de expresión del socialismo al que se aspira llegar como meta, una vez alcanzado el poder del estado. Se contrapone a las nociones de “socialismo de estado”, y pone énfasis en la idea de asociaciones libres de trabajadores que se articulan en un espacio común. Esta noción aparece en muchos análisis que piensan la forma que debería adoptar el socialismo (Lucien Sève, Jaques Texier, Catherine Samany) o la estructura social autogestiva heredera de cierta mirada anarquista (Michel Albert).13 Texier (s/f), por ejemplo, afirma que “El socialismo (o el comunismo) no anula las relaciones políticas, a pesar de que es verdad que transforma profundamente la cuestión del poder. La radicalización de la democracia es decir, etimológicamente, poder del demos, de la multitud. Lo que hay que abolir es, tanto la monopolización del poder como la heteronomía del pseudo-ciudadano. La democracia, autogobierno de las mujeres y de los hombres, es todavía una forma de poder que implica la autonomía de los trabajadoresciudadanos: que se dotan a si mismos de las normas que se imponen universalmente”. 14 Samary, por su parte, señala que “El derecho al empleo y a la gestión del trabajo debe ser una obligación cons22
titucional para cualquier sociedad socialista, un derecho del ser humano dentro de una nueva carta universal (y no debe ser el resultado aleatorio de los mecanismos de mercado y de la propiedad privada. (...) El derecho de gestión de los medios de producción es un derecho de la persona asociado a su derecho al trabajo, un derecho político, de ciudadanotrabajador (sea cual sea el estatuto jurídico de la empresa en la que trabaja). No debe depender de la disposición de un capital-monetario (salvo en el caso de una empresa individual, evidentemente). La autogestión socialista (en tanto que derecho universal de los ciudadanos-trabajadores) es contradictoria con la lógica del accionariado popular.” (Samary, 1999) 2- La ampliación de formas autonómicas como anticipatorias del socialismo, como formas de construcción “ya desde ahora” de relaciones anti-capitalistas en el seno mismo del capitalismo, pero que solo podrán florecer plenamente cuando se de un paso decisivo al socialismo, a partir de la conquista o la asunción del poder político. Esta podría identificarse como la línea “gramsciana” –que suscribimos–, y remite a la recuperación de las experiencias de auto-organización obrera y popular, como parte de la construcción del “espíritu de escisión” necesario para concretar la ruptura con el capitalismo, pero sin renunciar a la construcción de formas políticas alternativas (organización de “nuevo tipo” como “intelectual colectivo”). 3- La ruptura completa y presente de las formas de organización social capitalista, sean de producción o políticas: propiedad privada y democracia burguesa. Es decir, se descarta completamente la conquista del estado, por considerarlo irreductible y por entender que la lucha por el poder del estado, en sí misma, es una forma de reproducir tal poder. Se postula el contra-poder (Negri)15 o el anti-poder (Holloway)16. Se glorifica la potencia autonómica de las masas populares y se concibe que el cambio radical se hará por 23
fuera, autónomamente de las estructuras del estado (Ceceña17, Zibechi18, Bonefeld19). Aquí se engloban las posturas tributarias del anarquismo20, el marxismo libertario21 y el “consejismo”22, en sus variantes de autonomismo23, situacionismo24, “marxismo abierto”25, zapatismo26, etcétera. Estas perspectivas parten de un planteo radical en torno a desterrar el papel de los estados nacionales como ejes articuladores de las prácticas necesarias para derrocar al capitalismo. Más aún, algunas corrientes cuestionan la noción misma de trabajo27, no sólo como ha sido concebida por el orden burgués, sino como la pensó el marxismo. La conclusión a la que llegan, a partir de un análisis crítico que destaca tanto los cambios en la “realidad material” de las clases oprimidas (pérdida de centralidad de la clase obrera industrial y su transformación) como el descrédito en el que han caído las representaciones tradicionales –partidos políticos y sindicatos– es que la alternativa anti-capitalista debe tener una dimensión global (que no es exactamente lo mismo que “internacional”), acorde con la globalidad del capital y las formas de dominación imperial, y debe mantenerse ajena al estado, a los partidos, a los sindicatos y otras organizaciones sociales.29 Esto, a su vez, tiene un fuerte impacto sobre las formas de construcción de los movimientos que puedan encarnar las prácticas capaces de superar el capitalismo.En muchos casos, se postula la resistencia como método y fin en sí mismo de la lucha por transformar la realidad.30 Desde una perspectiva crítica de estas posturas, Rodríguez Araujo señala que la exaltación del autonomismo tiene una profunda raigambre anarquista. Diferenciando a marxistas de anarquistas, este autor señala que estos pensaban que “el poder político debe ser sustituido por la organización de las fuerzas productivas y el servicio económico, sin gobierno alguno. Y aquí interesa destacar en el discurso anarquista la presencia de la 24
idea de que los seres humanos, incluso los consagrados trabajadores como sujetos históricos de la revolución socialista, sean capaces de renovarse radicalmente o de llegar a ser como los han imaginado sin ninguna base de realidad: personas confiables, no mezquinas ni codiciosas y capaces de organizarse en comunidades autogestionarias y libres siempre y cuando no exista el gobierno, el poder político, el estado. Esta situación no ha ocurrido, ni siquiera en las comunidades zapatistas en Chiapas o en las comunidades Amish y Menonitas de Estados Unidos, Canadá y México, donde reconocen líderes y jerarquías a pesar de sus supuesta horizontalidad” (Rodríguez Araujo, 2002a). Sostiene que las posiciones de lo que denomina “izquierda social” suelen ser antipartidos, antigobiernos y contrarias a la globalización neoliberal. “La izquierda social, a diferencia de la nueva izquierda de los años setenta del siglo pasado, no se refiere (en general) al socialismo, suele rechazar el marxismo y sus categorías analíticas sobresalientes, y se acerca más a las posiciones anarquistas que a otras de la larga historia de la izquierda”. (Rodríguez Araujo, 2002a) 31 Epstein observa –lo que podría ser aplicado a varios movimientos de autogestión en la Argentina– que muchos activistas del movimiento antiglobalización no ven a la clase obrera como una fuerza central del cambio social. ”Los activistas del movimiento asocian anarquismo con la protesta indignada y militante, con una democracia de base y sin dirigentes, y con una visión de comunidades laxas y de pequeña escala. Los activistas que se identifican con el anarquismo son por lo general anticapitalistas; y entre ellos algunos se reconocerían también como socialistas (presumiblemente de la variante libertaria), y otros no. El anarquismo tiene la contradictoria ventaja de ser más bien vago en términos de prescripciones sobre una sociedad mejor, y también de una cierta vaguedad intelectual que deja abierta la posibilidad de incorporar tanto a la protesta marxista contra la explotación de clases como 25
a la indignación liberal contra la violación de los derechos individuales.” (Epstein. 2001) Con una perspectiva emparentada con la de la autora canadiense puede leerse la posición de Callinicos (2003), quien señala que “La debilidad fundamental de los movimientos es que han fallado realmente en movilizar la fuerza de la clase trabajadora organizada. Porque como la explotación capitalista consiste en el trabajo de los trabajadores, ellos tienen el poder colectivo para paralizarlo y aún más llevarlo hasta un fin. Más allá, sólo hemos tenido destellos de lo que esto podría ser, con la presencia de los contingentes de sindicatos en las grandes protestas anticapitalistas y anti-guerra, y en las huelgas y en las protestas en los lugares de trabajo que se manifestaron frente a la invasión de Irak. Una razón por la que el movimiento necesita socialistas organizados es para ligar el amplio movimiento contra el neo-liberalismo con las batallas diarias de trabajadores contra su explotación. Cuando estas dos luchas se fusionen en un solo asalto contra el sistema, nosotros no diremos solo, 'Otro mundo es posible'. Nosotros lo haremos realidad”. Fernández Buey (2000) aporta otra mirada, al abogar por un diálogo enriquecedor –que para él ya de por sí está en las calles, en los movimientos sociales– entre las tradiciones marxista y anarquista, que se haga cargo de los aportes y fallas de cada una de ellas. Entiende que hay que pensar en una política cultural alternativa para el presente, que debería tener una agenda propia, autónoma, no determinada por la imposición de las modas culturales ni por el politicismo electoralista de los partidos políticos. Así, señala que “importa poco el que, al empezar, unos hablen de conquista de la hegemonía cultural y otros de aspiración a la cultura libertaria omnicomprensiva. Lo que de verdad importa es ponerse de acuerdo sobre qué puede ser ahora una cultura alternativa de los que están socialmente en peor situación, una cultura autónoma que dé respuesta al modelo llamado 26
"neoliberal" y a lo que se llama habitualmente "pensamiento único". Por desgracia, la tradición politicista de unos y la tradición activista de otros no deja mucho tiempo todavía ni siquiera para pensar en lo que debería ser la agenda de una cultura ateneísta alternativa”. Mattini (2003b) critica fuertemente la división entre “izquierda social” (que estaría ligada a las luchas económicas o reivindicativas) y la “izquierda política” (los partidos). Refiriéndose a la experiencia argentina sostiene que “en esta época de desindustrialización, de dispersión social de la explotación capitalista, de entrada inestable de nuevos explotados y expulsión de otros, de una sociedad en donde el proletariado tiende a parecerse más a aquel que dio origen a la palabra, el romano, que al industrial de Marx, de tendencia a la disolución político, económica y jurídica de los estados nacionales, esas fuerzas dejaron de ser constituidas y, por el contrario, en el conjunto de las naciones se están conformando fuerzas constituyentes de nuevas relaciones sociales pos industriales de la que no sabemos nada todavía”. Como hipótesis, Mattini aventura que “tenemos derecho a imaginar que la recreación de la civilización, la emancipación de los explotados ya no vendrá por la vía de los estados nacionales, sino, tal vez, por la redefinición comunal. De modo que las categorías se nos vienen abajo. Y la realidad nos da en la cara cuando, contra todas las previsiones, las acciones más radicalizadas, verdaderamente radicalizadas (y no verbalistas o gestuales) se producen con un grado de espontaneidad que espanta a los dignos leninistas. De hecho ninguna de las marchas y demostraciones que organizaron las fuerzas todavía constituidas, con sus "vanguardias", sean estas sindicales o de izquierda a la cabeza, fueron más radicales que las que surgieron espontáneamente”. Podríamos concluir, sin embargo, que la nueva esperanza en cierto espontaneísmo rabioso, de impulso a la acción confrontativa de núcleos de excluidos, no ha logrado, por el momento, mucho más que renovar 27
el espíritu libertario, que refrescar los aires enrarecidos durante décadas de pensamiento único. Pero aún se ha avanzado bastante poco en la construcción de caminos capaces de configurar alternativas consistentes para disputar la dominación del sistema.
C- La autonomía “práctica” En tercer lugar, desde otro costado teórico que consideramos fundamental es preciso analizar qué quiere decir la autonomía32 en términos concretos de organización y gestión de los asuntos comunes. En este punto, se imponen las definiciones en torno a: 1. Quién es el “sujeto” real o potencialmente autónomo: ¿el individuo, la clase, el grupo social, la organización, la multitud, la comunidad, el pueblo, las masas, la sociedad? ¿Cómo se practica y extiende la autonomía? ¿Cómo se define y conforma su subjetividad33? ¿Qué se entiende por subjetividad34 y subjetivación35? 2. Cuál es el alcance de la autonomía, en qué “escala” se concibe su ejercicio: ¿la asociación voluntaria para un fin específico, la fábrica, la escuela, el barrio, la comunidad territorial, el municipio, la agrupación política, la nación, el planeta? En su caso ¿cómo se replicarían las prácticas autonómicas en colectivos sociales múltiples y complejos? 3. Cómo se expresa la autonomía, es decir, cuáles son las reglas de juego para la participación individual y colectiva en la toma de decisiones: ¿horizontalidad, asamblea, delegación, representación?. 4. Cuál es la forma democrática36 de existencia de un colectivo autónomo. El ideal perfecto de democracia directa, en el que todos participan, plenos de voluntad y conciencia, de las decisiones sobre asuntos colectivos –la historia lo enseña–, parecería sólo practicable en comunidades muy pequeñas y sencillas, 28
cuya agenda de cuestiones comunes tiene un formato limitado.37 También podría ser viable en ámbitos acotados, como un lugar de trabajo, una escuela, una organización social, una comunidad territorial, etcétera.38 Sin embargo, también aquí se ponen en juego otras cuestiones que merecen una reflexión particular. a. ¿Qué características y tamaño39 debe tener el espacio asambleario donde todos puedan realmente emitir su opinión razonada y escuchar y evaluar los argumentos de los demás, para alcanzar la mejor decisión posible?40 ¿Es necesario que estén y participen todos para que una decisión sea legítima? ¿Basta con que estén notificados? ¿Quién está habilitado, entonces, para definir el momento y el lugar de reunión? ¿El que no va, delega la representación o preserva su capacidad de decisión? ¿Hay un deber de participar en las decisiones y acciones colectivas o es un derecho que se ejerce o no? ¿Las personas deben influir en las decisiones en proporción a cómo son afectadas por ellas? ¿Qué es lo que legitima una decisión tomada en un ámbito asambleario: el espacio mismo definido como abierto o el número de participantes, o una combinación de los dos? ¿Y quién y cómo decide esto? b. ¿Qué recursos intelectuales y de información deben poseer los miembros de ese colectivo que toma decisiones para estar en igualdad real de condiciones, a la hora de decidir? Si la opinión de todos sobre todo es equivalente, ¿existe el derecho a argumentar una propuesta en función de saberes específicos sobre la cuestión en juego? ¿Quienes están directamente afectados por una cuestión, deberían o no tener mayor incidencia en la decisión final? En este punto, Albert hace una aporte interesante, al sostener que la autogestión es que todos tengan una influencia en la toma de decisiones proporcional al grado en que les afectan las consecuencias de esa decisión. Dice que “el objetivo de auto-gestión es que cada 29
participante tenga una influencia sobre las decisiones en la proporción en que les afectan. Para conseguir eso, cada participante debe tener fácil acceso al análisis relevante de los resultados esperados y debe tener un conocimiento general y una confianza intelectual suficientes para entender ese análisis y llegar a sus conclusiones en función de ello. La organización de la sociedad debería asegurar que las fuentes de los análisis estén libres de intereses y prejuicios. Entonces, cada persona o grupo involucrado en una decisión debe tener los medios organizativos para conocer y expresar sus deseos, así como los medios para valorarlos de forma sensata”. (Albert, 2000?)41 Acordamos con esta disposición a la búsqueda de un espacio autonómico real, en el sentido de permitir que cada uno tenga la posibilidad efectiva de tomar parte de aquello que lo involucra. Pero el problema está, precisamente, en cómo se conforma, se construye, se avanza hacia una sociedad en la que todos sus miembros tengan capacidades reales de involucramiento equivalente, en términos de disposición de información y capacidad de discernimiento equiparable en algún punto. c. En muchas perspectivas autogestivas de tipo asambleario u horizontal hay un “enamoramiento” muy grande de la forma misma, sin tener en cuenta estas dos cuestiones y una tercera: la vocación real, la voluntad de participación activa y plena de los miembros del colectivo potencialmente habilitado para tomar una decisión que lo afecte. Aquí es preciso tener en cuenta que, más allá de su intención de separar el poder entre quienes deciden y quienes obedecen, los mecanismos de delegación y representación, en las sociedades modernas, también conllevan formas de resolver la organización de las múltiples y complejas tareas que aquellas demandan. La participación activa depende de una pluralidad de circunstancias.
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En primer lugar, el implicarse personalmente en aquello que tiene algún interés social depende de percepciones y valoraciones subjetivas. Alentar el compromiso y gestar posibilidades concretas de involucramiento en los asuntos comunes corresponden, en todo caso, al territorio de la lucha ideológica y política, pues raramente emergen de una conciencia abstracta ni, menos aún, de la experiencia individual directa. En toda acción individual dirigida a lo colectivo pesan una serie de cuestiones que implican costos y beneficios. Es indudable que la no delegación, y la participación directa en la toma de decisiones y en la implementación de las acciones tiene el beneficio de la posibilidad de hacer valer las opiniones e intereses propios y, aunque sean total o parcialmente desechados, a lo que se emprenda se le otorgará legitimidad por haber sido partícipe de la decisión colectiva. También en el ejercicio del control directo de lo actuado se acotan las posibilidades de torcer o malversar lo decidido por parte de los ejecutores. Pero la participación común también tiene costos en términos personales. Porque implica que hay que dedicarle tiempo a la acción colectiva, restado a otras actividades. Como dice Cernotto (1998), en una sociedad enajenada como la capitalista, donde la gente tiene que destinar la mayor parte de su tiempo a ganarse la vida y a atender como pueda a su familia, mas que falta de voluntad, lo que suele haber es falta material de tiempo para emplearlo en acciones colectivas. Más aún, esa misma sociedad compleja nos atraviesa en órdenes muy variados que requerirían nuestro involucramiento decisional activo: como trabajadores, en nuestro ámbito laboral y sindical, como padres, en la escuela de nuestros hijos, como estudiantes, en nuestras instituciones, como vecinos, en los problemas barriales, como usuarios de servicios, en los vaivenes de cada uno de ellos, etcétera, etcétera. Y esto es extensi31
vo, también, a los colectivos territoriales que, en apariencia, tienen la potencialidad de resolver todos los aspectos de su vida en la misma comunidad. Aún en estos sus participantes estarán atravesados por diversas singularidades convocantes y serán forzados a elegir a cual de esas múltiples acciones posibles le destinan sus energías. En segundo lugar, la participación en asuntos comunes, por sí misma, no dice nada acerca del contenido ético-político de la acción. Se puede participar por motivos y para acciones de lo mas diversas e, incluso, antagónicas. La cuestión en juego aquí, entonces, se define en torno a las prácticas emancipatorias, que suponen una voluntad de cambio que trasciende la mera gestión de lo que “está y es”, como es y está dado por la realidad presente. d. Esto nos lleva a hacer una digresión pertinente respecto de un aspecto interesante: la participación está profundamente ligada a la categoría de autonomía, pero no deben confundirse como idénticas. En las últimas décadas ha venido creciendo desde la sociedad civil una propensión a una mayor participación, sea en el reclamo de derechos sociales concretos, como de injerencia en la formulación, ejecución y control de las políticas públicas. Se han desarrollado, en distintos ámbitos y lugares, prácticas participativas de diversa relevancia y significación, cuya entidad, en términos de experiencia de lucha y aprendizaje autonómico, puede ser destacada. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el neoliberalismo también ha puesto especial énfasis, por ejemplo, en la promoción de la participación de los beneficiarios de los programas sociales. Pero con propósitos muy claros: abaratar los costos de las políticas públicas mediante el trabajo comunitario no rentado o mal remunerado y el forzar la competencia entre comunidades pobres para lograr subsidios escasos. 32
Como destaca Restrepo (2003): “El conjunto de la estrategia (neoliberal) busca desactivar el potencial radical de las ansias de participación social y popular, mediante el quiebre de la externalidad entre el mercado y el Estado con los sectores populares (…) La oferta de participación neoliberal debilita la autonomía y la organización social de las comunidades atendidas (…)”. En las políticas públicas de tipo “social” de los años noventa en América latina se fue incorporando, de manera paulatina y creciente, la cuestión de la participación de los beneficiarios y sus organizaciones en los planes sociales, sobre todo a instancias de los organismos de financiamiento internacional como el Banco Mundial o el BID. Estos comenzaron a poner como condición para el otorgamiento de financiación en planes sociales la participación de los destinatarios. Ello también ha tenido un fuerte impacto en la aceleración de la creación de organizaciones no gubernamentales (ONG) –el llamado “tercer sector”–, alentadas bajo el supuesto de que la sociedad civil es un espacio libre de las pugnas políticas y el clientelismo. Se entronizó así un discurso que hizo de este tipo de organización societal el non plus ultra de la eficiencia asignativa y retribución equitativa, en contraste con la ineficiencia y corrupción estatales. Se construyó una visión de las ONGs como “buenas por naturaleza”, en contraposición a los partidos y gobiernos, promotores de apatía y falta de compromiso. A esta bondad intrínseca se le agregó la potencialidad de promover la participación y la profundización democrática (Serrano Oñate, 2002). Tras estos postulados se esconde la pretensión de despolitizar las demandas y protestas sociales, en el sentido de redireccionarlas del reclamo al Estado a la auto-responsabilización, moralmente plausible, por el destino propio. Como complemento, la difusión de la figura del “voluntariado” social aparece como la vía 33
moderna de la beneficencia o caridad cristiana. Como la meta fundamental es ahorrar en gasto público directo (destinando menos recursos a metas sociales) e indirecto (por la vía de la desburocratización), detrás de las figura del voluntariado o de las asociaciones civiles está el afán de suplantar la provisión de bienes universales entendidos como derechos, por la donación caritativa (y discrecional) y la auto-procuración de los bienes y servicios básicos para la subsistencia. Por eso, más allá del discurso de participación societal contrario al Estado y anti-político, a veces más explícito y otras velado por una fraseología “políticamente correcta”, las prácticas concretas se suelen alejar bastante de los objetivos declamados. La realidad de las ONGs es bastante más compleja y su ubicación en el contexto de las relaciones sociales, políticas y económicas resulta muy controvertida. Porque al mismo tiempo que se fue avanzando en el discurso “pro participación”, se lo hizo en el sentido de debilitar a las organizaciones gremiales tradicionales de representación de intereses, junto a la ausencia de los instrumentos efectivos para que el involucramiento participativo pudiera ser tangible y operara de manera efectiva sobre la realidad. Si la participación comprende una gama que va desde consultarle a alguien si está de acuerdo con lo que se va a hacer, y hacerlo de todas maneras, pasando por la participación en la gestión de programas, hasta llegar a la autogestión de los interesados en la definición, implementación y control de sus proyectos, lo que ha primado, cuanto más, es la primera variante, que asegura el control social de los involucrados. (Manzanal, 2004) Como plantea Serrano Oñate “aunque la realidad nunca es de un solo color, el panorama actual, nos guste o no, se asemeja más al de las ONG adaptándose al sistema como ejecutoras de políticas compensatorias o supletorias del estado que al de ONG luchando por la transformación 34
del orden local o mundial, junto a los pueblos o a las sectores oprimidos de la sociedad”. (2002: 67) En un estudio de Arellano y Petras (1994) se advierte que la reestructuración del Estado, combinada con las ONGs como ejecutoras de la “ayuda al desarrollo” de organismos de crédito multilaterales (como el Banco Mundial o el BID) y otras organizaciones internacionales públicas y privadas, contribuyeron a debilitar más que a fortalecer a las organizaciones de base. Puede concluirse entonces que el afán de la participación social por fuera de las instancias estatales no conduce por sí solo ni a la autonomía ni al reforzamiento de la sociedad civil vis a vis el estado. Por el contrario, puede debilitar la capacidad de los sectores populares para obtener recursos imprescindibles para su subsistencia y desarrollo. Por eso debemos advertir que la potencialidad autonómica de la participación implica una lucha “intelectual y moral” trascendente, una batalla que se da en prácticas concretas, pero iluminadas por un sentido de trascendencia cuya ausencia puede colocar a la acción colectiva en el derrotero de la gestión de lo realmente existente, y para hacerlo persistir tal cual está.
3- POTENCIALIDAD Y LÍMITES DE LA AUTONOMÍA A- Razones de frustración Más allá de la voluntad de sus actores, hay varias razones que pueden frustrar las experiencias de participación autogestiva desarrolladas en el seno de la sociedad civil:
a. No definición de tareas La reacción anti-jerárquica y anti-liderazgos puede impedir seriamente la definición clara de tareas y, o 35
se termina reemplazando esta ausencia organizativa explícita con la emergencia de caudillismos espontáneos que resuelven lo que hay que hacer y/o lo ejecutan, o todo se diluye en discusiones inorgánicas e improductivas. Por otra parte, la insistencia en el consenso total que suelen plantear las posturas más “duras” en términos de las relaciones autonómicas, por ejemplo, amén de ser en sí mismo algo problemático, sólo tendría alguna chance de practicarse cuando se trata de un número de personas participantes relativamente pequeño y sobre un tema no urgente. Cuando la cantidad de involucrados es más amplia, la completa unanimidad raramente es posible (y ni siquiera puede decirse que sea deseable). De ello se sigue que es absurdo sostener el derecho de una minoría a obstruir constantemente a la mayoría, por miedo a una posible tiranía de la mayoría; o imaginar que tales problemas desaparecerán si se evita la conformación de “estructuras.” Ninguna sociedad –ni grupo asociativo– puede evitar contar en alguna medida con la buena voluntad y el sentido común de sus integrantes. Los eventuales abusos que pudieran cometer los designados para realizar tareas pueden ser conjurados mediante formas de participación autogestiva, pero hay que asumir alguna forma de organización. Tampoco se puede prescindir, si se pretende un mínimo grado de eficacia, de la división de tareas, ni de la existencia de algunos “núcleos activos” que impulsen con su compromiso la acción del conjunto. Acordamos con Epstein (2001), cuando señala que “Los movimientos necesitan líderes. La ideología antiliderazgo no puede eliminar a los conductores, pero puede llevar a un movimiento a negar que tiene conductores, dificultando así el control democrático sobre aquellos que asumen roles de conducción y conspirando también contra la formación de vehículos de reclutamiento de
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nuevos líderes cuando los existentes están demasiado cansados como para continuar”. En esta línea es pertinente el planteo del Grupo Latina (2002): “No hay algo que se pueda llamar grupo ‘sin estructura’, sino simplemente diferentes tipos de estructuras. Un grupo no estructurado acaba generalmente siendo dominado por una camarilla que posea alguna estructura efectiva. Los miembros no organizados no tienen modo de controlar a esta elite, especialmente cuando su ideología anti-autoritaria les impide admitir que existe”. Criticando las posturas de anarquistas y consejistas, sostiene que al no reconocer el dominio de la mayoría como un respaldo suficiente cuando no se puede obtener la unanimidad, a menudo ellos caen en la incapacidad “de llegar a decisiones prácticas si no es siguiendo a líderes de hecho que están especializados en manipular a la gente para llevarla a la unanimidad (aunque sólo sea por su capacidad para aguantar reuniones interminables hasta que toda la oposición se ha aburrido y se ha ido a casa). Al rechazar quisquillosamente los consejos obreros o cualquier otra cosa con alguna mancha de coerción, generalmente se acaban contentando con proyectos mucho menos radicales que compartan un mínimo denominador común”. Por otra parte, esto se entronca con un viejo tema: la vanguardia. Si por ésta se entiende al grupo autoerigido como conductor y portador de verdades esenciales y que, como tal, solo pretende imponer sus decisiones iluminadas e inapelables al conjunto seguidor, es indudable que resulta rechazable, siempre y en todo tiempo y lugar. Esto quiere decir que no sólo es recusable la imagen de los viejos partidos de izquierda, que se conciben a sí mismos como intérpretes fidedignos y puros de lo que es conveniente hacer y pensar, sino a otras formas más actuales y, al parecer más sutiles, de vanguardismo. Pregonar el autonomismo como verdad absoluta y nuevo credo implica la existencia de algún portador de esa verdad, que no es autoevidente 37
en el accionar de los sujetos (ni individuales ni colectivos), sino que es explicada y revelada por quienes están en disposición intelectual de formularla y de empujar para que las prácticas concretas se apeguen a aquello considerado como afirmante de la “autonomía”. Sin embargo, hay otra forma de concebir la existencia de un núcleo de avanzada:42 es la que lo refiere al grupo más activo, más dispuesto a asumir responsabilidades, a comprometerse en la organización colectiva, a trascender lo inmediato y a ejecutar acciones para el conjunto. Así entendido, va de suyo que su presencia es imprescindible para el avance de cualquier proyecto. La experiencia histórica macro y micro social enseña que sin organización y sin el compromiso de un soporte mínimo para sostener la labor de un colectivo (cualquiera sea su tamaño), los impulsos para la acción se terminan diluyendo. Es en este sentido que puede decirse que sin “vanguardia”, sin el grupo que mira y avanza más allá, que piensa por donde seguir, que propone alternativas, que puede servir de ejemplo, que se compromete a fondo con la tarea común, es difícil que se articule una acción colectiva relevante. Pero aquí vale, de nuevo, una salvedad. Es “vanguardia”, en el “buen sentido” propuesto, sólo aquel núcleo que logra encarnar y articular la necesidad y la aspiración del colectivo al que se refiere. Es el que puede aportar una interpretación para la acción que se revele a la altura de las circunstancias que la configuran, que marca los caminos que el conjunto está en condiciones de transitar, que está, en suma, un paso más adelante para mirar los obstáculos e imaginar las salidas. No puede estar, si es que se pretende al servicio del conjunto, tan por delante o por encima de las aspiraciones y posibilidades de la mayoría que plantee caminos tal vez deseables como metas, pero imposibles de seguir con los pasos del hombre común. Y este es el peligro que acecha a cier38
tas posturas tan éticamente abnegadas, tan preñadas de una moral superior que se supone ontológicamente presente en los sectores populares, que terminan sin poder expresar la complejísima realidad en la que están inmersos.
b. Ausencia de enlaces La ausencia o insuficiencia de instancias que enlacen de manera consistente las luchas parciales y les den sentido de unidad relevante, trascendente, que permita constatar algún grado de acumulación del esfuerzo colectivo realizado. Esas instancias, sean en el nivel local, nacional o internacional, sólo pueden ser construidas en base a denominadores comunes basados en la confianza y la buena fe. Sin confianza, no hay formas de delegación y coordinación posibles. Esta reflexión vale especialmente a la hora de conformar organizaciones políticas capaces de aunar la más amplia apertura a la expresión autónoma y activa del conjunto de sus miembros, como a las gestiones efectivas desde las estructuras de poder. Porque sin sentido de pertenencia a un colectivo –por compartir ideales y proyectos– y confianza básica en la integridad y buena fe de sus miembros, no hay posibilidad de acción colectiva relevante alguna. La autonomía no puede equivaler a atomización desorganizada ni a primacía de la pulsión individual, por más libertaria que sea. La autonomía no tiene porqué renunciar a encontrar puntos de síntesis que, aunque provisorios, vivos, cambiantes, deben permitir la acción, avanzar, crear; debe evitar la parálisis de la discusión eterna o el regodeo en los matices abstractos. De lo contrario, lo que triunfa siempre es el statu quo de un sistema de dominación injusto y crecientemente aberrante, que se nutre de la división de los oprimidos. 39
Al respecto, podemos tomar lo que plantea Epstein con relación a la lucha antiglobalización: “Hay razones para temer que el movimiento antiglobalización resulte incapaz de ampliarse de la manera que esto requeriría. Una nube de mosquitos es buena para hostigar, para perturbar el desenvolvimiento plácido del poder y hacerse de ese modo visible. Pero probablemente hay límites para el número de personas que estén dispuestas a adoptar el papel del mosquito. Un movimiento capaz de transformar estructuras de poder tendrá que involucrar alianzas, muchas de las cuales probablemente necesitarían de formas más estables y duraderas de organización que las que existen hoy en el movimiento antiglobalización”. Como refiere la autora, la ausencia de esas estructuras es, precisamente, una de las razones para la reticencia de mucha gente a participar. Y agrega que “si bien el movimiento antiglobalización ha desarrollado buenas relaciones con muchos activistas sindicales, es difícil imaginarse una alianza firme entre el movimiento sindical y el movimiento antiglobalización sin estructuras más consistentes de toma de decisiones y de rendición de cuentas de las responsabilidades que las que hoy existen”43 (Epstein, 2001). Pero la cuestión es más compleja aún, a la hora de coordinar y avanzar en las luchas que se dan en planos internacionales. Se ha alabado mucho la conformación de “redes” que articulan las acciones y reivindicaciones de distintos movimientos sociales del planeta. Algunos se constituyen como organizaciones no gubernamentales transnacionales, que tienen una densidad y estructura muy grande, con muchos activistas y disponibilidad de recursos para actuar. Varios autores han alertado que, aunque las redes suelen ser horizontales y recíprocas, también exhiben asimetrías en su seno, lo que plantea serios problemas de representatividad y de un ejercicio real y pleno de la democracia interna. Uno de los problemas es que no siempre queda claro quién debe participar en la toma 40
de decisiones acerca del liderazgo y de las políticas. (Sikkink, 2003) Si bien muchas de las cuestiones principales que deben decidirse en redes se toman por consenso, la construcción misma de tal consenso constituye un dilema en sí. Aguiton (2002) advierte que, aunque se dejen de lado las estructuras jerárquicas tradicionales, el riesgo de las redes es que las organizaciones más grandes terminen por aplastar a las más pequeñas. Con ello se subraya que no hay panaceas organizativas que, por su mero nombre, consigan conjurar los múltiples peligros que acechan a las prácticas sociales. Con referencia a la experiencia asamblearia argentina, Adamovsky (2003) coincide al observar que “una de las asignaturas pendientes es la de la coordinación de los diferentes movimientos sociales, es decir, la de encontrar la manera de dotar a las redes que venimos tejiendo de una solidez y capacidad de articulación mayores (...) También los piqueteros y el movimiento de fábricas recuperadas ensayan formas de coordinación. Pero en general siguen siendo demasiado vulnerables y poco efectivas”. Como explicación, arriesga que los movimientos sociales han tenido que luchar permanentemente contra las manipulaciones de los partidos de izquierda, pero reconoce como una limitación propia la incapacidad de encontrar estructuras de coordinación más efectivas. La observación más aguda de este militante asambleario es, sin embargo, la siguiente: “Otra debilidad, quizás más importante, es que estamos perdiendo nuestros canales de contacto con la realidad del común de la gente. Existe el peligro de que terminemos viviendo en nuestra propia burbuja de activismo radical, si no cambiamos rápidamente de dirección y dejamos de ocuparnos de temas y de hablar con palabras que sólo se refieren a nosotros mismos. Hacer política radical no consiste en pelearse para ver quién es más bolchevique, sino en saber escuchar y escucharse, y avanzar
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siempre al paso del movimiento del conjunto de la sociedad (o al menos de porciones significativas de ella)”44. En el movimiento piquetero también aparecieron conflictos intensos a la hora de definir estrategias para la acción en común. Es ilustrativo de esta tensión un comunicado anunciando la desvinculación del MTD de Solano45 de una de las coordinadoras de los distintos grupos piqueteros, la llamada Aníbal Verón: “En aras de la unidad no podemos entregar nuestra autonomía. En este caso, nos retiramos porque no aceptamos prácticas que reproducen lógicas del sistema, la coordinadora hoy tiene dirigentes y representantes mediáticos que no los elegimos y que se van transformando en una dirección política. Asumimos los planes de lucha nacidos desde la necesidad y de la convicción de todos los compañeros. Rechazamos las acciones como formas de protesta folclóricas o mediáticas. Decidimos consolidar organizaciones territoriales en lugar de privilegiar la creación de superestructuras. Seguimos reivindicando la construcción horizontal, autónoma, que busca las decisiones a partir del consenso. Creemos en la coordinación y la articulación de las experiencias de luchas diversas, radicalmente opuestas a cualquier forma de dominación o prácticas centralizadas (...) No nos proponemos ser los organizadores de la lucha. Queremos integrarnos en la lucha. No es nuestra la estrategia de un organismo que se haga cargo de la protesta. Queremos protestar. Una panadería, un taller de talabartería, un área de salud, la educación popular, son para nosotros lugares donde el cambio social se va creando. Junto con el pan, con las sandalias, con la promoción de la vida, se habrán de transformar las condiciones subjetivas que nos atan a un sistema que nos esclaviza (...) Firmemente tomamos partido por la construcción de la horizontalidad, entendida como una relación social, no simplemente como un criterio organizativo. Reivindicamos la autonomía como una práctica concreta, en la que el interés, las necesidades y el compromiso de los compañeros definen los cursos de acción”46. 42
En estas palabras queda reflejada con total claridad la disputa concreta que se plantea a la hora de poner en práctica ideales autonómicos, que parecen estar bastante por encima de las posibilidades promedio de los colectivos sociales a los que se convoca a la acción “de nuevo tipo”.
c. Falta de recursos La imposibilidad de darle continuidad a las acciones por falta de recursos materiales47 y organizativos básicos para proseguir en los términos que se propusieron. Muchas experiencias autogestivas se frustran cuando son superadas sus capacidades de acción por la magnitud de las tareas que se proponen, o por la dimensión de los poderes que deben enfrentar para llevarlas a cabo. Esto quiere decir que su fracaso no siempre es atribuible al desgaste de la participación democrática sino, amén de a la falta de coordinación política de acciones y reivindicaciones, a la carencia de recursos para implementar las decisiones tomadas.48 Entre estos recursos está la imprescindible capacitación para llevar a la práctica tareas complejas. No por querer democratizar, por más sinceramente que se lo pretenda, se logrará efectuar una real transferencia de saberes y capacidades que, inicialmente, no están parejamente distribuidos.49 Por más sistema igualador que se ambicione implementar, el proceso de aprendizaje que involucra el pasar de la voluntad de participar, de hacer, de crear para el colectivo del que se forma parte, a la capacidad concreta y específica de hacerlo, implica un trecho transicional cuya duración dependerá de una serie variable de circunstancias. En todos los casos, será preciso diseñar una forma de transferir conocimientos hacia quienes no los poseen, y va de suyo que hay una gran cantidad de ellos que requieren especializaciones y acreditaciones forma43
les que demandan largos y esforzados períodos de adquisición. Otros, en cambio, pueden estar al alcance de la mayoría si la organización se pone como objetivo alcanzarlos. Pero la cuestión es aún mas compleja, porque no se trata sólo de apuntar a repartir equitativamente tareas agradables y desagradables, para que nadie tenga que cargar con lo más feo. En primer lugar, porque la definición misma de lo que es “agradable” o no de hacer, amén de algunos parámetros objetivos, también depende de valoraciones subjetivas. Hay actividades para cuya realización se involucran vocaciones y largos períodos de estudio o adiestramiento, que no todos están en condiciones de hacer o no tienen el deseo de embarcarse en ello. Otras ocupaciones, más sencillas o tediosas, incluso pueden proporcionar satisfacción a quien las realiza. La cuestión siempre reside en determinar las condiciones bajo las cuales puedan acotarse al mínimo los aspectos rutinarios, riesgosos y desagradables y en definir las formas de compensación material y simbólica adecuada para cada tipo de actividad. Y, fundamentalmente, en que se limite la posibilidad de que en la división y ejecución de tareas diversas se someta o subordine a algunos en beneficio de otros.
d. Idealización de la autogestión La autogestión de los trabajadores (que se expresa en el amplio movimiento de fábricas recuperadas y en los emprendimientos productivos de las organizaciones piqueteras, por ejemplo) ofrece la oportunidad de profundizar una experiencia de superación de las relaciones jerárquicas de explotación. Pero no hay que olvidar, con relación al caso argentino, que estas prácticas autogestivas crecieron como consecuencia de una crisis profunda que determinó el descomunal creci44
miento del desempleo y el abandono de la producción por parte de muchos capitalistas individuales de sectores no dinámicos de la economía que no pudieron, no supieron o no quisieron competir (Martinez y Vocos, 2002). El horizonte, sin embargo, no puede ser sólo ganar áreas marginales de producción, ni suponer que la base económica quedará reducida a la producción de subsistencia. Ésta puede servir como refugio y aprendizaje de organización, pero es muy aventurado pensar que puedan conformar las bases materiales para la superación de las reglas mismas del capitalismo. De lo contrario, se corre el riesgo de postular un camino hacia estructuras pre-capitalistas, que apunten a satisfacer consumos mínimos y elementales de la población, como refugio para sobrevivir. Y ello podrá tener un eco poético de altruismo exacerbado, pero no parece un fundamento firme para una organización social inclusiva, pero desarrollada y compleja, que supere verdaderamente al capitalismo como forma de reproducción social y de satisfacción de necesidades materiales y simbólicas. Por otra parte, en un contexto dominado por las relaciones económicas, sociales y políticas capitalistas, los intentos de organización alternativa de la producción siempre enfrentarán el acecho de los determinantes de la estructura dominante. Las discusiones en torno a como lograr productividad sin explotación o autoexplotación, o cómo distribuir cargas y beneficios de manera equitativa, estarán presentes más allá de la forma que adopte el emprendimiento: cooperativa o control obrero. Lo mismo puede decirse de la relación con el mercado, porque mientras sus reglas generales sigan primando, los emprendimientos “de nuevo tipo” se toparán con los límites que aquél impone, no sólo con respecto a lo que se comercia (circulación de mercancías) sino a como se organiza la producción misma. 45
Adamovsky observa muy bien que, en parte como reacción contra la política estatista de la vieja izquierda, que en su afán por "tomar el poder" termina creando partidos a veces más autoritarios que el propio estado capitalista, hay sectores del movimiento social argentino que desarrollan una línea de autonomismo un poco ingenua. “En alguna jornada de reflexión escuché a un asambleísta, por ejemplo, decir que la autonomía pasa por crear microemprendimientos productivos, y desligarnos totalmente del estado en una especie de "sociedad paralela". Sin duda esto es importante, pero no creo que la emancipación pase sólo por aprender a fabricar nuestros propios dulces en conserva, ni simplemente por crear formas de defensa contra los ataques del estado.” Adamovsky apunta acertadamente que, ya en el siglo XIX, los socialistas fourieristas e icarianos se dedicaron a fundar cientos de comunidades paralelas (los llamados "falansterios"), que se autosustentaban en todos los terrenos (producción, educación, leyes propias, etc.). Recuerda que muchas de estas comunidades llegaron a agrupar a varios cientos de personas, incluso miles, y algunas duraron tanto como 70 u 80 años, “pero invariablemente terminaron disolviéndose, no por la represión estatal, sino bajo la presión del capitalismo: los hijos o nietos de sus fundadores simplemente prefirieron irse al mundo exterior”. Por eso advierte que el capitalismo del siglo XXI impone todavía muchas más restricciones y presiones que el de hace 150 años y que, por eso, la estrategia de la "sociedad paralela" (por lo menos así entendida), es hoy inviable. Coincidimos con su planteo cuando destaca que “es fundamental comprender que la verdadera autonomía se pelea todo a lo largo de la sociedad (incluyendo el estado). Aclaro de nuevo aquí, para que no haya malentendidos: creo que la construcción de autonomía, lo que algunos llaman ‘contrapoder’, tiene que ser el horizonte fundamental de nuestra táctica política. Pero para cambiar el mundo te46
nemos que encontrar la forma de desapoderar el estado, y reemplazarlo por otra forma de relación social. Las asambleas de barrio, las fábricas autogestionadas, los microemprendimientos no capitalistas son fundamentales. Pero una sociedad nueva no se sostiene sólo con eso”.
B- La autonomía mitificada En ciertas perspectivas, radicalizar la democracia se emparenta con una suerte de construcción de mitos en torno a la participación autónoma, autogestiva u horizontal. Así, se inventan seres maravillosos que se involucran en cada cosa que les compete y, de allí, se miden las conductas de todos los demás. Frente a esta tentación, tienen razón los zapatistas, cuando dicen que todos “somos revolucionarios porque somos personas comunes”. El problema es que tampoco en esta perspectiva termina de quedar claro el modo en que la práctica común consigue hacerse consciente de su papel revolucionario, en primer lugar, y después logra impactar de forma efectiva sobre la realidad social que se pretende cambiar de modo radical.
a. La batalla por la horizontalidad Aún si se intentan construir, de manera consciente, los ideales anti-capitalistas en las prácticas cotidianas, existen problemas muy básicos que condicionan desde su origen la posibilidad misma de materializarlos. Hay muchas experiencias concretas alentadas por los ideales libertarios de autonomía, horizontalidad y democracia directa. Es plausible y alentador que haya grupos que decidan asumir en sus acciones presentes tales principios e ideales. Pero la cuestión subsistente sigue siendo su extensión, replicabilidad y, por ende, viabilidad, como opción política y no como
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elección individual o colectiva en pequeña escala o aislada. Cuando el nucleamiento piquetero más ligado a los principios autonomistas, el MTD de Solano, por ejemplo, plantea la necesidad de hacer “un esfuerzo por dejar de lado los condicionamientos que nos impone la verticalidad, el sentido jerárquico y del poder en el que nacimos y nos desenvolvemos”, da en la tecla con un punto central para cualquier organización que pretenda, no sólo ser autónoma de otras determinaciones de poder, sino construir relaciones sociales de nuevo tipo. También concordamos con su idea de concebir a la horizontalidad “como una búsqueda, como un proceso de constitución de nuevas relaciones sociales, que destruya los valores del capitalismo y sean generadoras de una nueva subjetividad. Por eso tenemos que decir que estamos aun lejos de llegar a una horizontalidad plena y la vemos más como un desafió en la lucha de cada día”. Sin embargo, la forma en que se libra esa batalla desde un asentamiento territorial de desocupados, desde una comunidad indígena, desde un agrupamiento urbano de tipo asambleario, o desde una fábrica recuperada por los trabajadores, no son las únicas en las cuales es imperativo plantearse el camino hacia una transformación completa, ni tampoco son fácilmente replicables. Porque la complejidad social involucra diferentes niveles y estructuras que demandan múltiples formas de acción y exigen distintas alternativas. Mazzeo (2004) observa, atinadamente, que “en nuestro país, y en el resto de América Latina, la fuerza de trabajo es difícil de ubicar en términos de clase rígidos”. El desarrollo capitalista periférico no ha redundado en la homogeneización de la fuerza de trabajo sino, por el contrario, contribuyó a delinear una estructura social altamente segmentada. Por eso en la actualidad, más que de un proceso de reducción o disolución de la clase obrera, lo que se hace visible es el crecimiento 48
de un tipo de heterogeneidad que la debilita y limita sus potencialidades.
b. El sujeto de la emancipación Pero hay que resaltar que el mundo del trabajo “clásico”, aún degradado por la desocupación y la precarización, sigue siendo un espacio decisivo de socialización en la sociedad capitalista. Y la relación capital-trabajo, si bien ha variado de formatos, no ha perdido su potencial conflictivo central. Ello no significa desconocer que “la tesis de la centralidad obrera terminó favoreciendo en muchos casos a las interpretaciones de tipo estructuralista que veían a las conductas y a las prácticas sociales como determinadas unilateralmente por la posición que los sujetos ocupaban en el terreno de la producción. Estas concepciones, sumadas a las que sostenían la noción de externalidad de la política en relación a la clase obrera hicieron que la izquierda terminara compartiendo nociones axiales de la cultura política dominante”. (Mazzeo, 2004) Es cierto, entonces, que las nuevas condiciones en que se expresa la relación capital-trabajo exigen formas renovadas y originales de intervención política, capaces de dar cuenta de la diversidad y del carácter plural de los nuevos sujetos (de la clase). Sin embargo, creemos que todavía continúa en cabeza de los trabajadores (obreros y empleados) insertos en las distintas variantes de actividades regidas por la lógica de reproducción capitalista (y más allá de las nunca saldadas discusiones en torno a si están en la esfera de la producción o la circulación de bienes y servicios), la capacidad de librar batallas decisivas, vinculadas a los nudos centrales de disputa en el capitalismo “realmente existente”. Poniendo entre paréntesis la antigua disputa por descubrir el “núcleo duro” del sujeto capaz de enfrentar la dominación capitalista, lo que parece más rele49
vante es luchar por construir, en todos los terrenos posibles, los canales apropiados para permitir la participación efectiva y consciente de todos los sectores sociales oprimidos por las formas de dominación capitalista, cuando tal participación es necesaria, cuando es imperativa. Porque la experiencia enseña que son muchas las personas que quieren participar en las grandes decisiones (de su lugar de trabajo, de su gremio, de su barrio, de su ciudad, de su país), en aquello que define cuestiones importantes que pueden afectarlas en su vida cotidiana o en sus perspectivas futuras. Cuanto más cercano y directo es el asunto que le incumbe a una persona, mayor suele ser su propensión a involucrarse de algún modo y a reclamar activamente su derecho a decidir.50 Esto se puede ver claramente en los momentos de crisis, o en los francamente insurreccionales, como pasó en la Argentina desde diciembre de 2001 hasta los primeros meses de 2002, cuando enormes cantidades de personas salieron a las calles a ejercer con su cuerpo su potestad decisional.
c. Más allá del altruismo evangélico y la “laborterapia” Por eso es indudable que hay que combatir con fuerza el sustituismo extremo de los formatos clásicos de representación –que acotan al mínimo o, incluso, anulan, la potestad decisoria de las mayorías– y procurar la apertura de ámbitos genuinos de participación popular, donde se decida aquello que verdaderamente cuenta, en terrenos que superan las definiciones de “social”, “político”, “cultural”, “gremial”, etcétera.51 En tal sentido, la autonomía puede concebirse como el poder de decidir y ejecutar políticas (Cieza, 2002), ya que lo que siempre está en juego es la definición del sentido de la vida en común. 50
Pero hay que distinguir las situaciones en las que no hay delegación que valga, como son los picos de crisis, de movilización intensa o insurreccionales, de las etapas en que hay que gestionar lo cotidiano. Es difícil perpetuar los momentos catárticos de la crisis, donde el impulso de la acción participativa no se delega, porque al estadío máximo de tensión le sigue siempre el tiempo de reflujo, en el cual se decanta el núcleo activo “movilizador y movilizado” y aparecen las formas de delegación. Por eso es improbable que, llamando al reunionismo activista y desilusionándose luego de la escasez de convocatoria, o apelando a un grado de conciencia de larga maduración se resuelva la compleja cuestión de la acción colectiva.52 Más probable es que la cuestión clave pase, en cambio, por librar la “batalla intelectual y moral” para superar las barreras que impone el sistema dominante y, a su vez, imaginar, impulsar y poner en práctica canales específicos que permitan expresar las opiniones y elecciones en torno a los asuntos relevantes y aportar verdaderamente a la construcción de lo decisivo. Se trata, en suma, de recrear el espacio de la “polis” como ámbito de decisión de todo aquello que importa, y de romper con la falaz división entre lo económico-privado y lo político-público. Haciendo un balance de la experiencia de las asambleas barriales, Ouviña (2004) aporta una reflexión interesante: “La lucha por la defensa y expansión de 'espacios públicos no estatales' se fue convirtiendo en motor activador de la dinámica vecinal. Esto ha estado vinculado a la gestación de una nueva subjetividad, constituyente de relaciones que reestablecen un sentido comunitario y desprivatizador en la propia vida cotidiana en ese territorio en disputa que es el barrio. En este sentido, se han logrado generar proyectos materiales que intentan afianzar la autonomía del colectivo barrial con respecto a la lógica capitalista, potenciando la capacidad humana del hacer. Las revi51
talizadas comisiones de trabajo y economía solidaria apuestan a desoir –no sin dificultades y tentaciones– las 'loas' mercantiles y estatalistas que pugnan por desarticular o domesticar los embriones de autogestión asamblearia, plasmados en emprendimientos productivos, de distribución y consumo de diferente envergadura”. Esta experiencia es, leída en términos de las formas anticipatorias gramscianas, de una riqueza incuestionable. Porque subraya el profundo espíritu gregario y de acción colectiva que anida en amplios segmentos de la población. Pero también es preciso considerar que la gran mayoría de las personas –atribuladas por el padecimiento cotidiano de ganarse la vida– no suele participar en forma genérica, es decir, por el solo interés de "participar", sino a través de canales y situaciones concretas, cuando entiende que su involucramiento activo cobra algún sentido. A partir de estas realidades definidas es que se abre la posibilidad de expresión y contribución democrática para la elaboración de las estrategias de resolución de los problemas comunes. Para que esta posibilidad no se frustre es preciso generar, con hechos, el convencimiento de que las acciones encaminadas a modificar la realidad son el resultado de la propia participación junto a la de otros y no, en el mejor de los casos, la consecuencia de una "interpretación" por parte de la dirigencia.53 Y también que la participación apunta a modificar realidades que trasciendan la inmediatez del ámbito en el que se actúa. De lo contrario, las acciones pueden quedar atadas a la no despreciable –en tanto ética– labor de las organizaciones no gubernamentales y los diversos tipos de voluntariados sociales, pero poco aportarán a los cambios fundamentales que el impulso autonómico propicia. Porque no se trata sólo de “participar”, a la manera de deber moral impuesto por la solidaridad con el igual o con el más débil (rasgo, por ejemplo, de la cari52
dad del buen cristiano54), o de laborterapia para ocupar el tiempo libre o ensayar nuevas formas de afectividad y lazos sociales, aunque estas modalidades no tengan, en sí mismas, nada de censurable. Lo que parece adquirir un sentido más trascendente, sin embargo, es la participación, el involucramiento activo en tanto disputa por la definición y la ejecución de acciones clave para el conjunto social del que se forma parte.
d. La delegación por confianza Por otro lado, la participación no puede excluir el concepto básico de confianza, que incluye también algún grado de delegación55 en distintos niveles y acciones. Esto vale tanto a la hora de conformar organizaciones “políticas” capaces de aunar la más amplia apertura a la expresión autónoma y activa del conjunto de sus miembros, como a las gestiones efectivas desde las estructuras de poder. Sin sentido de pertenencia a un colectivo –por compartir ideales, metas, perspectivas, intereses o proyectos– y confianza básica en la integridad y buena fe de sus miembros, no hay posibilidad de acción colectiva relevante alguna. Porque ninguna sociedad –ni grupo asociativo- puede evitar contar en alguna medida con la buena voluntad y un sentido en común de sus integrantes. El hecho es que los abusos que pudieran llegar a cometer los designados para la realización de determinadas tareas pueden conjurarse con mecanismos de control definidos y, además, son menos posibles bajo las formas de participación autogestiva plena y generalizada que bajo cualquier otra forma de organización de tipo representativo-jerárquica.56 Pero el desafío mayor es lograr constituirlos y hacerlos perdurar como forma alternativa de relación social (y política), y no como mera ilusión militante de un grupo que se encierra sobre sí
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mismo al no poder replicar, en seres de carne y hueso, su convocatoria libertaria moralmente superior. Aquí resulta especialmente relevante –y esperanzadora– la observación de Ouviña (2004): “Numerosos vecinos que quizás no participan más, físicamente, de la asamblea de su barrio, mantienen todavía una vinculación permanente con ella a través de variadas redes de intercambio y apoyo que exceden en demasía a la propia reunión semanal. A tal punto esto es así que en varias ocasiones, ocurre que el arraigo territorial de la asamblea es inversamente proporcional a la cantidad de miembros que la componen”. La “delegación por confianza” es también un concepto práctico cuya dimensión teórica aún no ha sido suficientemente explorada. Un punto central a dilucidar, siempre en situaciones concretas, es en qué medida la delegación es una actitud de reconocimiento a la labor de otros en beneficio común, que se suple con formas activas de solidaridad cuando ésta es pertinente, o es un mero desentendimiento de las responsabilidades propias en la gestión que involucra al colectivo. La experiencia argentina es rica para abordar en detalle esta cuestión. Por ejemplo, en el caso de los movimientos piqueteros, está muy presente la necesidad de la participación concreta en cortes y movilizaciones para obtener los subsidios y recursos pretendidos por todos, especialmente en el momento en que esa actividad movilizadora apunta a la obtención de lo reclamado. En este sentido, sólo sería admisible la “delegación” por parte de quienes tienen motivos atendibles (ancianos, enfermos, mujeres solas con muchos hijos, etcétera) para no participar en las acciones colectivas. También es comprensible que la organización distribuya las ventajas que obtiene entre quienes, pudiendo hacerlo, se implicaron en su consecución. Aquí hay que considerar, además, que el origen de los piqueteros se remite al imperativo de interpelar en for54
ma activa al estado para que provea los recursos mínimos de subsistencia, expropiados por la propia política económica gubernamental y en ausencia de políticas que brinden una verdadera cobertura universal. Otra discusión pendiente, sin embargo, es hasta qué punto la participación piquetera, tal como se la conoce en la mayoría de las agrupaciones existentes, puede eludir la reproducción de las lógicas clientelares que acompañan históricamente las prácticas políticas predominantes entre los sectores populares, impulsadas por los aparatos partidarios burgueses. La autonomía, equivalente a la facultad de decidir sin condicionamientos externos de ningún tipo, es un territorio a conquistar más que una cualidad natural a dejar fluir. Se gana en el proceso de lucha y en el debate ideológico que le otorga sentido. En el caso de las fábricas recuperadas, el origen de la acción colectiva es la necesidad de preservar una fuente de trabajo amenazada, lo que afecta en forma directa al conjunto de personas involucradas. Aquí se hace palpable que la participación de los interesados es imprescindible. El problema, más profundo y complejo, se plantea a la hora de definir tareas y responsabilidades para poner en marcha el tipo de actividad de que se trata, lo que involucra, en muchos casos, conocimientos especializados de no tan sencillo traspaso. El surgimiento de estas experiencias se liga a la debacle productiva que el modelo neoliberal provocó en la Argentina. También su supervivencia parece estar atada a las posibilidades de interpelar al estado y a otras organizaciones sociales para procurarse recursos legales y materiales que permitan la continuidad de la experiencia. Las asambleas barriales son, en cambio, el caso más puro de acción en común encaminada a producir cambios que, se los reconozca así o no, involucran la dimensión de la representatividad y la política. Son una 55
forma de construcción de un vehículo apto para canalizar demandas y anhelos sociales, alternativo al formato tradicional –y desgastado– de los partidos políticos. Su irrupción en la escena pública no en vano coincidió con un momento de agudísima crisis de la representación política tradicional (diciembre de 2001) y de devastación económica inédita en el país, con masas de hambrientos hurgando la basura en busca de alimento. Por eso una parte significativa de los asambleístas autoconvocados alguna vez formaron parte o simpatizaron con partidos o agrupaciones políticas de los cuales se alejaron, pero anhelando volver a integrar un colectivo capaz de actuar en el terreno de la praxis social. Y otra porción pertenece al tipo de personas sensibles frente al sufrimiento ajeno y que se plantean la acción voluntaria y solidaria como opción de vida. Lo que nos deja abierto un interrogante: las asambleas ¿podrían encuadrarse como una suerte de nuevo voluntariado social o como un proto-partido de nuevo tipo? ¿O aportarán, acaso, a la construcción de un “espacio público no estatal”?
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II- EL PODER POLÍTICO Y LA DIMENSIÓN ESTATAL
1- ELOGIO DE LA POLÍTICA A esta altura del análisis consideramos que es esencial recuperar el nombre de POLÍTICA como referencia a los asuntos comunes de la polis, del colectivo capaz de definir sus reglas de interacción. Cualquier forma de organización de la vida en común, que establezca reglas para tomar decisiones que afecten a todos es, por definición, POLÍTICA. Está claro que no es sólo respecto al poder del estado capitalista que se define el concepto de política, como ya señalaban Gramsci, Poulantzas y Foucault y subrayan acertadamente en este punto Holloway, Bonefeld y Ceceña, entre otros. Pero también estamos convencidos de que la categoría estado-nación aún conserva una centralidad muy difícil de soslayar para pensar la acción colectiva, porque no obstante todos los cambios introducidos por el avance de la globalización en el funcionamiento del capitalismo global, las determinaciones estatales nacionales son aún imprescindibles para el funcionamiento del capitalismo57. No puede ser entonces que, por decreto de nuestra decisión intelectual –e incluso de la radicalidad de las prácticas autonómicas–, se logre eludir la referencia al estado como instancia clave de la lucha política 59
actual.58 Es improbable que su poder y dominación disminuyan por el hecho que decidamos darle la espalda e ignorar sus determinaciones. La disputa por el poder está inscripta en la lógica misma del orden social, desde los griegos para acá (Borón, 2001, Meiksins Wood, 2000). Como señala Restrepo (2003) “La lucha política es el campo de la construcción de un orden deseado, de sus principios, reglas, orientaciones y actores. El estado fue el principal referente de esta pugna política y es todavía un referente importante en la lucha por la construcción de las principales variables del orden social, en cada plataforma y práctica que se reclama defensora de intereses sociales o populares. De una u otra manera, todas las prácticas de participación y las experiencias políticas populares y democráticas interpelan al estado. Bien porque el estado ofrece oportunidades de participación a ciudadanos y comunidades; o porque sectores populares logran convenios con el estado sobre asuntos de interés mutuo; o porque la lucha por el reconocimiento y la promoción de intereses se vuelca sobre las instituciones y programas estatales para coparlos; o porque la gestión comunitaria (cuando alcanza altos grados de empoderamiento social) adquiere una connotación cuasiestatal, es decir, de regulación y provisión de servicios sociales a las comunidades”. La cuestión, en todo caso, es de qué modo se puede disputar/desafiar/contestar e, incluso, disolver el poder estatal, y que en esa batalla no se diluyan las metas y los principios propios. Esta es, sin dudas, una tarea ardua y azarosa, pero imprescindible e ineludible. Por eso coincidimos con Texier (s/f) cuando propone conservar “el hermoso nombre de política, que evoca la urbe, para designar todas las actividades a las que los hombres se deberán librar para autoadministrar la producción y la vida social. Ellas comportarán la confrontación y la lucha de ideas, para hacer triunfar tal o cual orientación. Habrá pluralidad, luchas, elección y responsabilidad de los elegidos: habrá, pues, política”. 60
A- La política como terreno de disputa Una cosa es criticar en profundidad la manera en que la disputa por el poder logra degradar y aniquilar la posibilidad de construir una sociedad alternativa, que diluya las condiciones mismas que hacen factible el poder como imperativo de un grupo sobre otros. O alertar contra las formas de replicar en la propia práctica emancipatoria el esquema de poder que se desea combatir. Pero otra muy distinta es pretender ignorar la dimensión “política”, en el sentido profundo de la disputa por crear o mantener una organización social acorde con intereses y valoraciones específicos. Sobre todo, cuando para gestar “un mundo en el que quepan muchos mundos”, según la hermosa frase del zapatismo, hace falta, por empezar, vencer la resistencia de quienes gozan de las ventajas del mundo tal cual es hoy y convencer, para que se sumen, a quienes se beneficiarían con un cambio radical. Porque aun si se suscribe la idea de que las determinaciones objetivas de la organización social van mucho más allá de los deseos y percepciones de sus beneficiarios directos, esas estructuras no se defienden por sí mismas, sino que encarnan en actores, en sujetos concretos, atravesados por múltiples determinaciones. La comprensión de la dimensión estructural, esto es, aquella que trasciende a los sujetos que la soportan, es un ejercicio teórico fundamental que sirve para entender el marco de la lucha política. Pero no puede eliminar la existencia de sujetos con percepciones, valoraciones, intereses, deseos y demandas que son los que efectivamente operan sobre la realidad, la construyen y la deconstruyen en función de los enfrentamientos a los que se ven sometidos y a los intercambios que efectúan en redes solidarias o de confrontación. Inversamente, la articulación de subjetividades capaces de confrontar con el sistema dominante supone un ar61
duo trabajo de lucha ideológica, de construcción de perspectivas alternativas en cuanto a las formas de relación social, que resulten capaces de dar la disputa hegemónica sustantiva. En este punto viene a cuento la postura de Holloway, que introduce una definición central en su esquema analítico: “El concepto de fetichismo se refiere a la explosión de poder dentro de nosotras y de nosotros, no como algo que se distingue de la separación entre el hacer y lo hecho (como sucede con los conceptos de “ideología” y “hegemonía”), sino como algo esencial a dicha separación. Ésta no sólo separa a los capitalistas de las trabajadoras y los trabajadores, sino que explota en nuestro interior, dando forma a cada aspecto de lo que hacemos y pensamos, transformando cada aliento de nuestras vidas en un momento de la lucha de clases. El por qué de la revolución no se ha producido no es un problema de ellos sino el problema de un nosotros fragmentado”. (2002: 92/93) Precisamente por esa “explosión de poder” dentro de nosotros mismos es que hace falta encontrar elementos de la realidad que permitan hacerla consciente. Los conceptos de ideología y hegemonía, que tan rápidamente descarta Holloway, son aportes centrales de Marx, Engels, Lenin y Gramsci (y de muchos de quienes los siguieron), no para comprender como operan mecanismos “externos” a la dominación, sino para encontrar los caminos para la lucha contra el capitalismo como sistema económico, social y político opresor, su derrota y superación. No es un “error” hablar de ideología. Para superar la forma de dominación que “explota dentro de nosotros” hace falta comprenderla, hacerla consciente, porque no brota espontáneamente del malestar cotidiano de vivir en una sociedad injusta. De odiar cada mañana el sonido del despertador que nos obliga a ponernos de pie y salir a trabajar en lo que no nos gusta, o de la manera que no nos satisface, o por un pago insuficiente para nues62
tras necesidades o aspiraciones, no fluye automáticamente la comprensión de las causas que convierten a nuestro hacer en un hacer subordinado e insatisfactorio. Salvo que creamos que el comunismo llegará un día, por obra de una revolución espontánea producida en cada uno de nosotros por “soltarnos las riendas” del yugo capitalista, la lucha ideológica –la larga batalla “intelectual y moral”– será imprescindible. Porque es en el terreno de la “lectura” de nuestra condición material que se da la disputa fundamental contra el capitalismo. No basta sentirse molesto con las cosas como están: hay que entender por qué y pensar el cómo se hará para superarlo. Gritar con rabia, decir NO, oponerse, resistir, bien puede ser un inicio. Pero un inicio insuficiente, porque se trata de indagar sobre la causa de nuestro grito y, más aún, la forma en que este grito junto al de otros se transforme en superador, no meramente histérico. Es decir, la vivencia subjetiva de un orden explotador debe hacerse comprensible y articularse profunda y duraderamente con la de otros para llegar a ser relevante. Que el fetichismo de la mercancía tenga efectos, como dice Holloway, también sobre los capitalistas59, no significa que las consecuencias sobre su acción sean idénticas a las de los no capitalistas. Siempre habrá burgueses que, ideológicamente, estén en contra del sistema social del que son beneficiarios directos o indirectos, como habrá poseedores de fuerza de trabajo como su único bien a los que les sea muy difícil entender, percibir e, incluso, vivenciar su propia condición de explotación o subordinación. De hecho, ésta es más la regla que la excepción y lo que hace de la lucha ideológica un pilar irrefutable. Otra es la discusión, en todo caso, acerca de los caminos para que la opresión se haga consciente en los oprimidos y se convierta en un arma efectiva en contra de su misma existencia. 63
Por otra parte, también es necesario hacerse cargo de una dimensión más profunda del poder, sobre la que en general se da menos cuenta en los debates recientes. La intrincada dimensión que involucra lo que podríamos denominar “pulsiones de poder”, no sólo no se diluye con la “toma del poder político” el día de la revolución, como soñaba cierto marxismo, sino que tampoco es factible que quede automáticamente acotada al abrazar ideales autonómicos o libertarios. Estos ideales, en todo caso, pueden servir para hacer consciente el peligro que entraña la existencia más o menos expresa del deseo de imponer la propia voluntad, pero no eliminarán por sí mismos, por su mera enunciación, la dimensión del poder que se pretende acotar. También habrá que ver como se produce ese pasaje del impulso rebelde contra lo existente, a la práctica libertaria, asociativa y consciente, capaz de derogar toda dimensión de poder conocido. Lo que parece más probable es que siempre hará falta estar en “estado de alerta” para lidiar con esas pulsiones de poder –ya Foulcault aportó mucho al respecto– que llevan a querer imponer la voluntad o las ideas propias, algo presente, de un modo u otro, en todo colectivo hasta ahora conocido en la historia de la humanidad. La cuestión clave no reside, entonces, en negar su existencia, o en proponer fórmulas encantadoras pero casi mágicas, sino en resolver como se enfrentan las múltiples dimensiones del poder para que no surjan, de un modo u otro, y provoquen perjuicios. Holloway dice que “Lo que está en discusión no es quien ejerce el poder sino cómo crear un mundo basado en el mutuo reconocimiento de la dignidad humana, en la construcción de relaciones sociales que no sean relaciones de poder” (2002: 36). En orden a lo que venimos considerando, esta afirmación suscita interrogantes sustantivos. En primer lugar, ¿quiénes serán y de dónde saldrán las personas capaces de construir ese respeto 64
mutuo hacia la dignidad humana? En segundo lugar, el poder que pervierte es un producto social, de modo que para eliminar el poder como lo entiende Holloway, hay que transformar una sociedad que, en sí misma, no tiene una cualidad mejor a la del poder (político) que se erige sobre ella. Salvo que se crea que todo lo que surge de “la sociedad” es bueno, por definición, y sólo es pervertido por las prácticas impuestas desde “afuera” por el estado (poder).60 Creemos que evitar que en la lucha por concretar los ideales emancipatorios nos convirtamos en aquello que aborrecemos es fundamental. Pero no es una fatalidad que así sea.61 Y no es diciendo que vamos a “eliminar” el poder por simple mandato de nuestra voluntad como resolveremos toda la multiplicidad de cuestiones que entraña. Porque, además, ese decreto de nuestra voluntad, si es relevante, debe ser colectivo y donde hay un colectivo hay necesidad de asumir las interacciones y las disputas que pueden conllevar manifestaciones no deseadas de poder. Si no se pautan reglas y mecanismos claros para resolver conflictos, estos terminarán resolviéndose de algún modo, pero sin garantía alguna de respeto por la voluntad de todos.
B- ¿Anti-poder o impotencia? Holloway plantea, como forma de resolver la compleja cuestión del poder, la noción de anti-poder. Esto significa que el poder sobre los otros pueda disolverse por decisión de una voluntad autónoma (¿de quién, quiénes?)62 que se niegue a reproducir lo existente63. La cuestión parece más compleja que la solución que propone. ¿Cómo se hace para construir una sociedad de no-poder en medio de una en la cual el poder real no sólo existe sino que nos oprime utilizando todos
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sus recursos? La solución que parece darnos Holloway (y también Negri, Bonefeld, Ceceña y otros) es “ignorar” el poder, darle la espalda. Comprender lo que significa la lucha por el poder y los enormes peligros que conlleva es un punto de partida muy agudo y oportuno para pensar en nuevas formas de articulación política democráticas, participativas y horizontales. Es central alertar sobre el peligro de subalternizar y degradar las luchas por la meta de conquistar el poder político del estado. Pero eso no resuelve el problema crucial: ¿cómo se hace concreto y efectivo el enfrentamiento a un poder tan “poderoso”? Lo opuesto al poder no es necesariamente el anti-poder: puede ser la impotencia. Y el grito del oprimido que no logra ser potente puede ser mas frustrante aún. La potencia del grito rebelde, en todo caso, está en la toma de conciencia, que no es individual, sino colectiva. Pero, ¿cómo se pasa del rechazo individual, del grito agobiado de cada uno, de ese arrojar contra la pared el reloj despertador que conmina al yugo de un trabajo tedioso, a una acción concreta y común, capaz de expresar la potencia disruptora de ese rechazo a un sistema opresivo? ¿En qué instancia cada explotado comprende – internaliza en su subjetividad– que su grito expresa el fastidio por la existencia de un poder-hacer (crear) que es social y un poder-sobre (dominar) que lo aplasta y aniquila? ¿De qué manera un grito, un rechazo, se enlaza con el de otros de una manera socialmente útil, es decir, con efectos relevantes para el conjunto? Dice Holloway: “En la actualidad, el descontento social tiende a expresarse de manera mucho más confusa: por medio de la participación en organizaciones no gubernamentales, en campañas en torno a temas específicos, por medio de las preocupaciones individuales o colectivas de los maestros, los médicos o de otras trabajadoras o trabajadores que procuran hacer las cosas de una manera que no objetive a las personas, o del desarrollo de toda clase de 66
proyectos comunitarios autónomos, incluso de rebeliones masivas y prolongadas, como, por ejemplo, la que tiene lugar en Chiapas. Existe una inmensa área de actividad dirigida a transformar el mundo que no tiene al estado como centro y que no apunta a ganar posiciones de poder (...) Rara vez es revolucionaria en el sentido de que tenga como objetivo explícito la revolución. Sin embargo, la proyección de una otredad radical es a menudo una componente importante de la actividad involucrada. Incluye lo que a veces se denomina “autonomía”, pero es mucho más amplia de lo que usualmente el término mismo indica (...) Esta es el área confusa en la que repercute el llamado zapatista, el área en la que crece el anti-poder. Esta es un área en la que las antiguas distinciones entre reforma, revolución y anarquismo ya no parecen relevantes, simplemente porque la pregunta acerca de quién controla el estado no ocupa el centro de la atención. Existe una pérdida de perspectiva revolucionaria no porque las personas no anhelen un tipo de sociedad diferente, sino porque la antigua perspectiva probó ser un espejismo. El desafío propuesto por los zapatistas es el de salvar a la revolución del colapso de la ilusión del estado y del colapso de la ilusión del poder””. (p.42) En este enfoque hay un problema. En primer lugar, la hegemonía neoliberal respecto a la crisis del estado ha traído como correlato una desesperanza notoria en relación a la actividad política, en lo que ésta tiene de transformadora (sea reformista o revolucionaria o, incluso, anarquista). Éste ha sido un triunfo claro del neoliberalismo. La pérdida de confianza en la acción política no ha provocado un despertar libertario sino que ha producido el fortalecimiento del polo del capital durante décadas. No en vano son los propios beneficiarios de la estructura capitalista los que han venido bregando por acotar los márgenes del estado en cuanto articulador de otros intereses sociales distintos a los dominantes. Precisamente la retracción del estado respecto a la provisión de bienes y servicios y 67
de su papel –aún formal– de garante del ejercicio de los derechos, está en la base de la profunda desconfianza de los sectores populares en el estado (lo que es muy bueno como efecto desmitificador) y en la política en tanto vehículo de cambio (lo que es malo, porque trae desmovilización). Los movimientos sociales, entonces, vinieron a ocupar el lugar que dejaron vacante el estado y los partidos para resolver problemas concretos. Pero en la medida en que esta independencia respecto del estado no esté provocada por un genuino afán de autonomía consciente y activa sino por la mera ausencia de respuestas públicas, no puede concluirse tan ligera y terminantemente que, como la gente/pueblo/ciudadanos/sectores populares/clases subalternas no interpelan directamente al estado, la estrategia emancipatoria hoy pasa –o debe pasar– por ignorar el poder del estado. Más aún, si bien muchos movimientos sociales o, mejor, político-sociales, no se proponen hacer una “ocupación” del aparato estatal en el sentido clásico, ello no significa que una gran parte de ellos, sino la mayoría, no tenga al estado como referente indiscutido de su acción. Los piqueteros argentinos son un buen ejemplo de esto, ya que su actividad principal se concentra en conseguir subsidios estatales para sobrevivir en la prolongada situación de desocupación. Pero también el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, los movimientos indígenas de Ecuador y Bolivia e, incluso, las comunidades zapatistas son ejemplos de formas de interpelación al estado.
C- La autogestión anticipatoria Las formas autogestivas y autoorganizativas pueden servir para anticipar la experiencia de relaciones alternativas a las dominantes, para construir opciones materialmente distintas a las capitalistas, basadas en el intercambio entre iguales.64 También es in68
dudable que ninguna emancipación será materialmente posible si no se comienzan a desplegar en la realidad presente los elementos que permitan preconfigurar las formas superadoras del capitalismo “realmente existente” y a partir de detectar los “núcleos de buen sentido” en el seno mismo de esas formas a superar. La búsqueda de autonomía es un componente vital para la lucha emancipatoria. Pero debemos recordar con Gramsci que las formas no-capitalistas nunca podrán ser completas ni suficientes hasta que no se alcance un horizonte general de superación del capitalismo como sistema económico y social global (Thwaites Rey, 1994). Más aún, la construcción “ya desde ahora” de formas de relación colectiva (sociales y políticas) y de reproducción material que supongan “salirse” de las reglas del capitalismo, no puede implicar una táctica de ataque “molecular”, de retirada voluntaria y de espaldas al poder real del capitalismo dominante material y culturalmente. En este punto se nos plantea la mayor disidencia con la perspectiva que asume como estrategia radical eludir completamente la dimensión real del poder estatal y de la forma de producción capitalista, a la hora de definir una estrategia de cambio. Las referencias de Hardt-Negri65 y Holloway a la “fuga” del sistema – con reminiscencias marcusianas–, incluso por la vía del suicidio, la emigración, la indisciplina, como acto de resistencia revolucionario, es útil para ilustrar el sentido de malestar del orden burgués, pero muy improbablemente sirva de referencia para la fundación de una sociedad distinta. Puede concederse que el malestar que se expresa en “los bordes” (los distintos, los ignorados, los reprimidos, los expulsados) plantea un potencial de disrupción imprescindible para cualquier cambio profundo. Pero es difícil ver allí el germen auténtico de una sociedad mejor. Lo inorgánico, la salida anárquica y solitaria, aunque sea de a muchos, 69
aunque exprese el nombre colectivo de “multitud”, remite necesariamente a la actitud individual. Y el problema sigue estando en la difícil construcción de las instancias colectivas en donde se procesen acuerdos y se resuelvan diferencias sin anularlas. En donde la subjetivación se procese en un encuentro común para transformar las relaciones en las que los sujetos están involucrados y condicionados. Podemos acordar en que la enorme tarea de “cambiar el mundo” es poco factible que se realice totalmente a partir de la “toma del poder político” del estado nacional. El entrelazamiento complejo de los poderes “reales” que se han entretejido mucho más densamente durante la etapa de la “globalización” capitalista, ha acotado enormemente el ya constitutivamente limitado margen de autonomía de los estados nacionales. En eso es difícil estar en desacuerdo con toda la vasta literatura que da cuenta de la nueva etapa por la que está atravesando el capitalismo. Sin embargo, hay que tomar con mucha cautela la defenestración del poder estatal para pasar a ensalzar las potencialidades disruptoras, por ejemplo, de la gestión de lo local, vis a vis lo global. Porque aunque se acepte la premisa de que el estado-nación tiene límites para enfrentar el poder imperial que se expresa de modo global, no se advierte de qué modo la dimensión local encontraría mas fuerza para oponerse a tamaña dimensión de la dominación. Salvo que se suponga una suerte de escape “molecular”, casi insensible o invisible para el poder global. Tanto si se decide no remitirse al poder estatal por considerarlo impotente frente al poder imperial global, como hacen Negri-Hardt,66 o porque se piensa que toda acción encarada con referencia al poder estatal degrada a quien la intenta, como piensa Holloway67, los márgenes de acción no se amplían mucho más por eso. Nuestra (y aquí habría que pensar quiénes somos 70
“nosotros”) deserción de la lucha por el poder del estado, de todos modos, no elimina su existencia, su potencia concentrada, su complejidad y su múltiple contradictoriedad. En una de las críticas que Meiskins Wood (2003) le hace acertadamente a las tesis de Imperio, de Negri y Hardt, plantea que lejos de diluirse en la categoría difusa de “imperio”, el poder del capitalismo imperialista todavía necesita “realizarse” a través de los estados nacionales. La autora sostiene que el poder imperial de Estados Unidos no depende sólo de su propio estado doméstico, sino del sistema de múltiples estados como un todo. Esto significa que cada uno de estos espacios políticos territorialmente acotados es una arena de lucha y potencial contra-poder. Aunque se acepte que las batallas en el corazón del imperio tienen los mayores efectos, esto no significa que cada estado del cual depende el capital global no sea un blanco importante para sus fuerzas opositoras y para la solidaridad internacional. Las protestas contra la Organización Mundial del Comercio o las cumbres del G7 pueden cambiar el clima político, pero no pueden sustituir a la oposición política organizada contra el capital que se expresa en los estados nacionales. Organizar las luchas políticas puede parecer más difícil de alcanzar que el tipo de oposición simbólica que ni siquiera se proclama como un contra-poder. Pero negar la pertinencia o viabilidad de articular este tipo de luchas nacionales –como hacen NegriHardt– parece una conclusión muy pesimista, y la idea de enfrentar a un poder que no ofrece blancos visibles ni una chance concreta de disputa, “cambiando nuestros corazones”, parece más endeble aún. Por eso entendemos que sigue pendiente la tarea de construir formas de organización necesariamente “políticas” (en el sentido de estar referidas a un espacio de definición de la convivencia común en socie71
dad) que permitan acumular las fuerzas necesarias para cambiar el mundo, que se constituyan en herramientas de organización de las acciones encaminas a lograrlo. Que partan, claro que sí, de la autonomía de sus integrantes, que no substituyan, que permitan la libre expresión y afirmación de las distintas voluntades, que articulen intereses complejos, que respeten tiempos, perspectivas y diferencias diversas y, a la vez, logren armonizar disidencias y encuentren los puntos de unidad que permitan avanzar hacia las metas colectivamente propuestas, sin aniquilar las diferencias. Este tipo de organización nos remite a la manera gramsciana de entender al "intelectual colectivo”, al “príncipe moderno”, que de forma a la confrontación entendida en su dimensión “social” con la lucha “política” referida a la definición de valores y objetivos, y amalgame la riqueza de la diversidad social en puntos en común, que referencien respecto a la polis. Más allá de lo históricamente epocal, y necesariamente superado, de la categoría “partido” inscripta en los escritos de Gramsci, vale la pena rescatar su sentido profundo de encontrar la forma de construir colectivamente un espacio que incluya las múltiples demandas de los sectores populares (o “clases subalternas”, al decir del italiano). Sean “redes”, articulaciones provisorias y consensuales, o estructuras flexibles y renovables de modo permanente, la organización política que priorice lo común resulta indispensable para emprender la enorme tarea de “cambiar el mundo”, para que en él quepan todos los mundos con que sueñan los zapatistas, y nosotros con ellos.
2- EL ESTADO COMO CONTRADICCIÓN En este punto es ineludible abordar la problemática del estado-nación, partiendo de algunos supuestos 72
básicos. En primer lugar, creemos que, a pesar de todos los cambios registrados en el sistema capitalista a escala global, los estados nacionales aún cumplen funciones que no es fácil soslayar si se pretende encarar una lucha consistente en contra de la dominación sistémica. Aquí es interesante el planteo de Hirsch (1999), quien, tras reconocer los límites que la etapa de “globalización” le plantea al accionar de los estados contemporáneos, recuerda que las condiciones democráticas sólo pueden desarrollarse en el marco nacional-estatal. 68 En segundo lugar, si pretendemos formular una crítica anclada en la historia y no puramente teórica, hay que asumir que existe una diferencia sustantiva en el hecho de cuestionar a la forma de “Estado benefactor” en el momento de su auge –y para pensar en superarla por una ampliación socialista de la esfera pública–, que enfrentarse a los estados nacionales, sobre todo los de América latina, arrasados por las políticas neoliberales. En este punto, la práctica ha mostrado que, cuanto peor, se está muy lejos de producir una reacción revolucionaria y, en cambio, es mucho peor para los sectores populares, tanto en términos materiales como de posibilidades de rearme político e ideológico. En tercer lugar, es necesario diferenciar el “poder del estado” de los “aparatos” en los cuales encarna. Partimos de concebir al estado como expresivo del poder social dominante, pero, a la vez, entendemos que como el estado es garante –no neutral– de una relación social contradictoria y conflictiva, las formas en que se materializa esta relación de poder en los aparatos está constantemente atravesada por las luchas sociales fundamentales. En cuarto lugar, para comprender la dinámica de las instituciones estatales y para ubicar el contexto de las luchas populares frente a y en el estado no hay que olvidar, precisamente, la dimensión contradictoria 73
sustantiva que lo atraviesa. Porque las instituciones que pueden ser interpretadas como un logro popular al mismo tiempo devienen legitimadoras del sistema capitalista. Entonces, ¿se trata de desecharlas por legitimadoras o de aceptarlas por tener el carácter de "conquista"? La respuesta acertada no parece estar en ninguno de los dos términos, sino en la complejidad que su interrelación supone. Por eso el desafío mayor es asumir esa contradicción y operar sobre ella.
A- La respuesta contradictoria del formato benefactor Más allá de toda crítica necesaria, si entendemos que las instituciones benefactoras se materializaron como consecuencia de una respuesta del capital a las luchas de los trabajadores –como dicen Negri, Holloway y el Open Marxism: al “poder” del trabajo–, no podemos dejar de elucidar la importantísima contradicción implícita en tales instituciones. Si por un lado tienen el efecto “fetichizador” (aparecer como lo que no son) de hacer materialmente aceptable la dominación del capital, y de ahí construir el andamiaje ideológico que amalgama a la sociedad capitalista y la legitima, no lo es menos que, en términos de los niveles y calidad de vida populares, constituyen logros significativos, conquistas acumuladas por cientos de luchas, a los que sería absurdo renunciar. Y esta es la principal contradicción que opera a la hora de enfrentarse críticamente a los procesos de reestructuración estatal: la misma conquista que beneficia se convierte en la base de la legitimación del capital. Esta contradicción es, precisamente, la fuente de las mayores confusiones teóricas y prácticas respecto a la forma estado y es la que torna muy compleja la batalla por su desfetichización y superación por una forma de organización social alternativa. 74
Holloway señala correctamente que “el hecho de que (el estado) existe como un forma particular o rigidificada de las relaciones sociales significa, sin embargo, que la relación entre el estado y la reproducción del capitalismo es compleja: no puede suponerse, a la manera funcionalista, ni que todo lo que el estado hace será necesariamente en beneficio del capital, ni que el estado puede lograr lo que es necesario para asegurar la reproducción de la sociedad capitalista. La relación entre el estado y la reproducción de las relaciones sociales capitalistas es del tipo de ensayo y error”. (2002: 143/144) Este punto es central. Si el estado es una forma de una relación social contradictoria, sus acciones y su morfología misma dan cuenta de esa contradictoriedad. Por ende, también expresa el impacto de las intensas batallas de los trabajadores por mejores condiciones de subsistencia. Hay que tener presente que el estado es una forma y también un lugar-momento de la lucha de clases y, sin olvidar la naturaleza esencial que lo define como capitalista –es decir, reproducir a la sociedad qua capitalista–, es preciso rescatar el sentido de aquellas cristalizaciones que fueron producto de luchas históricas y, a partir de allí, profundizar la confrontación por cambiar la base de las relaciones sociales de explotación. No tiene sentido decir que hay que "defender" al estado capitalista, ni denostarlo por serlo, en abstracto y general, y más allá de toda compleja articulación de intereses contradictorios materializada en su seno. Se trata, más bien, de rescatar aquello que, definido en términos de lo colectivo, refiere a la dimensión de lo “público”, lo que necesariamente debe remitir a los intereses mayoritarios y confrontar con la lógica desigualadora y excluyente del capital. Y aquí cabe dar una vuelta de tuerca más para complejizar la contradictoriedad de la que se viene hablando. Se ha dicho que las instituciones de bienestar 75
significaron la respuesta estatal a la activación de las clases populares por hacer que sus demandas se incluyeran en la agenda pública, es decir, fueran consideradas como cuestiones socialmente relevantes, susceptibles de respuesta estatal. Ahora bien, esta resolución constituye una "sutura", un intento de solución que congela –al institucionalizarlo– el problema planteado por el sector social que encaró la lucha por resolverlo, y lo hace en el sentido que el estado le dio a la cuestión69. Entonces, deja de ser "problema" para convertirse en institución pública y, de ahí en más, deja de ser una cuestión pública a nivel de la sociedad civil para pasar a gobernarse con la lógica de lo estatal y adquirir su peculiar dinámica. El mapa de las instituciones estatales refleja, en cada caso histórico, los "nudos de sutura” de las áreas que las contradicciones subyacentes han rasgado en su superficie. Es decir, la morfología estatal está signada por la necesidad de responder a las crisis y cuestiones que se plantean desde la sociedad, con sus contradicciones, fraccionamientos y superposiciones70. Es en este sentido que puede analizarse la crisis de las instituciones benefactoras que, creadas originalmente para dar cuenta de determinadas problemáticas sociales, se trastocan para atender otros fines sin cambiar su apariencia exterior. Aparecen así como cáscaras vacías que, no obstante, retienen el "nombre" de lo que alguna vez fueron. Lejos de constituirse en "sutura", porque ya no logran ni garantizar la acumulación ni legitimar la dominación, dejan abierta la herida original –la "cuestión" que pretendieron resolver–, pero que ya tampoco es la misma: se ha infectado. El capital, entonces, ofrece su solución, que puede resultar racional en los términos de su propia lógica: amputar, eliminar la institución y, con ella, el problema que le dio origen, que deja entonces de ser una "cues-
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tión socialmente problematizada" que merece ser incluida en la agenda pública. Si se insiste en que el estado es más que la mera expresión de la lógica del capital, no debe olvidarse que en el aparato estatal se materializan las complejas relaciones de fuerzas que especifican a la relación social capitalista entendida como un todo. Entonces, no puede resultar indiferente para los trabajadores, por ser capitalista, cualquier institución estatal. No es lo mismo tener leyes laborales protectoras que flexibilización total. No es lo mismo contar con prestaciones de seguridad social garantizadas legalmente, que dejarlas libradas a las fuerzas del mercado. Todos los logros históricos de los trabajadores merecen y deben ser defendidos. Pero no referidos a un mítico Estado Benefactor que nunca superó las fronteras capitalistas y como tal entró en crisis, sino a aquella dimensión de "problema social" que debe ser "suturado", resuelto, a favor de los intereses mayoritarios. En esta línea, coincidimos con Roux (1998) cuando plantea que “la superación del capital como vínculo de dominio-subordinación y la construcción de un nuevo tipo de relaciones basadas en la libertad y en el reconocimiento recíproco entre personas, pasa entonces no por la desaparición de la política y del Estado, pero tampoco por su reproducción –con otro nombre y otros protagonistas– tal y como hoy nos los representamos. Pasa más bien por la recuperación de la política y el Estado como dimensiones humanas: por la superación de aquel tipo de relación social que, enajenando la vida, corporalidad, trabajo y voluntad de los seres humanos, resulta también en la confiscación de la política, en la transferencia del poder de autodeterminación de los hombres en un poder vivido como ajeno y en la política y el gobierno como actividades especializadas y monopolio de unos cuantos”. Pero aquí reaparecen algunas preguntas: ¿cuál es el lugar de lo público, de la gestión de lo colectivo, de 77
la decisión democrática de lo cotidiano? ¿Cómo es posible recrear la noción del "auto-gobierno" popular con la complejidad de un mundo crecientemente globalizado? La globalización de los mercados financieros, facilitada por la tecnología de las comunicaciones, permite escindir hasta límites insospechados al capitalista como agente económico territorialmente situado del capital como fuerza monetaria que circula velozmente y sin restricciones. Así, el horizonte de inversiones para los dueños del capital ya no tiene las mismas fronteras precisas de antaño y puede mudarse con la velocidad que permiten las teclas de una computadora. Esta volatilidad del capital es uno de los aspectos que le plantea más problemas a los estados nacionales, que se ven compelidos a capturar una porción del capital que circula para hacerlo productivo y, con ello, reproductor del orden social territorial. Pero los estados, como la actual crisis mundial lo está testificando, suelen resultar impotentes para controlar los flujos financieros y monetarios que determinan sus economías, así como los flujos de información mediática, y de ahí la crisis de su propio papel institucional y el debate en torno a que funciones le caben –o conserva– el estado nacional en un mundo globalizado. Más aún, el papel que juegan organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la definición de las políticas económicas y sociales de los países endeudados pone seriamente en cuestión la capacidad de los estados para diseñar estrategias autónomas. Sin embargo, si mantenemos nuestra afirmación de que economía y política son aspectos indisolubles de una realidad única, no habrá decursos económicos inexorables por encima de las relaciones de fuerza sociales y políticas que les dan sustento. En ese plano, el campo de la política todavía conserva límites territoriales, en el sentido de dar forma a comunidades en 78
las cuales se toman decisiones –mediante algún mecanismo de participación social–, que afectan a sus habitantes. Porque aunque la relación capital-trabajo tiene una dimensión global, no puede eludirse la importancia de cómo se expresa en cada ámbito estatal acotado, donde influyen múltiples factores sociales y políticos.
B- Un estado que es -no es- y puede ser La conquista de la autonomía de las mayorías para plasmar sus intereses materiales y simbólicos en acciones generales que, de este modo, refieren a lo estatal, es un proceso complejo y de resultado incierto. Sin embargo, frente al creciente poder de las instancias supranacionales en las cuestiones nacionales, no parecen quedar muchas otras alternativas que articular las luchas locales y nacionales con las mundiales. La unidad internacional ya no será, entonces, una mera utopía del pasado sino una necesidad impuesta por el presente, aunque para que pueda plasmarse haga falta, todavía, otorgar nuevos sentidos a las luchas nacionales, que refieren, también, a la dimensión estatal. El refugio en lo local puede servir para recobrar fuerzas o para consolarse de la desventura de una globalidad férrea y cada vez más enajenante. Pero hasta ahora no ha logrado pasar mucho más de allí. Empecinarse en atar lo local con lo global sorteando la dimensión nacional podrá ser útil a las prácticas contestatarias, al entrenamiento en la radicalidad y en la disputa concreta contra las imposiciones del capital global. No parece, sin embargo, suficiente para organizar la complejidad del combate a un enemigo tan poderosamente arraigado en su pretensión –y existencia– universal. Es por eso que hay que tener presente que el estado es represión, pero también, parafraseando a Holloway, 79
es-no-es-y-puede-ser protección de los mas débiles, por lo que su desempeño, repetimos hasta el hartazgo, no puede dejarnos indiferentes. No da lo mismo que haya recursos destinados a la salud, la educación, la atención alimentaria que que no los haya. Dejarlos librados a la sociedad no es “autonomismo” libertario sino la desimplicación que quieren las clases poseedoras. Los ricos siempre han anhelado “menos estado”, desembolsar menos “expensas comunes” e invertir lo mínimo en legitimar su lugar dominante en la estructura social. Entonces, esta dimensión contradictoria del estado es la que debe ser recuperada. Luchar en y contra el estado, al mismo tiempo, es luchar por clausurar sus instancias represivas y ampliar lo que tienen de socialidad colectiva. Claro, dirá Holloway, esto es imposible porque el estado es una forma de las relaciones sociales. Pero entonces el camino nos depara una encerrona en los propios términos que él lo plantea. Si el estado es monolíticamente una forma definida estamos cayendo en la eseidad que destruye la dimensión contradictoria que él advierte en las relaciones sociales y que permite pensar el cambio, la ruptura con el presente. Siguiendo el razonamiento podemos decir que, como toda forma, el estado es y no-es. Desgarrar aquello que no-es, apropiarlo, arrebatarlo para los intereses populares debe ser parte de la lucha, no puede quedar afuera. Porque lejos de evitar, como dice Holloway, ser atrapados por la lógica del poder, darle la espalda significa consagrar su reificación como eseidad inconmovible. Ser conscientes de lo que implica el estado no puede equivaler a decretar una estrategia de desprecio e improbable autonomización. Porque no queremos estado, pero le exigimos asistencia y nos quedamos contentos cuando decimos que se la “arrancamos” a esa sucia nebulosa cargada de represión... y de recursos. Pero para arrancar algo, primero debe existir. No es 80
diciendo “como no me gusta el estado, le doy la espalda, pero le pido cosas que exijo que estén en cantidad y calidad suficiente”. ¿Y quién las proveerá? ¿De dónde y de qué manera se extraerán los recursos y se dispondrán las acciones necesarias para otorgar lo que se exige? Los ejemplos cotidianos son múltiples y diversos. El movimiento piquetero argentino se organiza y corta rutas para “arrancarle” al estado subsidios. Esto involucra la existencia de un sistema tributario y de toda una maquinaria para recaudar el dinero que será entregado, de un sistema de administración para el reparto, de trabajadores sociales encargados de identificar y asistir situaciones de necesidad. En otro plano, hay maestros y médicos para cubrir demandas básicas de las sociedad. Que estas sean prestadas bien o mal, de modo suficiente o escaso, con ideoneidad o diletantismo, no es en absoluto indiferente. Es un problema a resolver, que no se resume fácilmente en la vieja dicotomía entre reforma (pensemos en los medios) y revolución (concentrémonos en el fin). Asumir el “reformismo” equivale a aceptar que nada podrá ser cambiado de modo radical y, por lo tanto, lo deseable se confunde con lo posible. Su test más claro reside en negarse a avanzar en una transformación cuando ésta es objetivamente factible de plasmar. Una estrategia reformista, en tal sentido, es la que en el punto en que es preciso y posible profundizar los cambios, elige detenerse. Esto es, privilegia el medio y se aterroriza ante la eventual consecución del fin. Pero otra cosa muy distinta es creer que la postura revolucionaria es la que proclama la revolución o la emancipación como receta idéntica a sí misma, en todo tiempo y lugar, y reniega de provocar los cambios que las circunstancias permiten empujar para mejorar las condiciones de vida populares, por temor a que esas mejoras adormezcan la conciencia y la predisposición de lucha de los beneficiarios.71 81
¿Por qué no empujar, como dice Wallerstein (2003) hacia la ampliación de los espacios públicos, hacia la desmercantilización de cada vez más segmentos de la vida social? ¿Por qué no conquistar una participación mas plena, real, efectiva de los sectores populares en la definición y gestión de los asuntos comunes? ¿Por qué no arrancar el poder de decidir y de controlar? ¿Porque así seremos inevitablemente cooptados, diluidos, domesticados? ¿Porque devendremos reformistas y perderemos el rumbo de la revolución? ¿Porque pensamos que sólo serán posibles los cambios cuanto peor sean las condiciones sociales, cuando la dignidad sea más potente que la necesidad inmediata?72 Aunque fuera así, ¿dónde queda la dimensión contradictoria subyacente en toda práctica social o estatal? Precisamente se trata de animarnos a cabalgar sobre la contradicción, a domarla, si es preciso. Negarla, en cambio, nos puede recluir en un inoperante principismo ético, autónomo, sí, pero como sinónimo de aislamiento y no de superación. Creemos que no puede ser desdeñado que el involucramiento de la sociedad civil y de sus organizaciones autónomas en las cuestiones públicas esté asegurado por un respaldo institucional, efectivizado en la disponibilidad concreta de recursos. Como observa Wallerstein, “las poblaciones del mundo viven en el presente, y sus necesidades inmediatas deben ser atendidas. Cualquier movimiento que las descuide seguramente perderá el apoyo pasivo generalizado que es esencial para su éxito a largo plazo. Pero remediar un sistema defectuoso no puede ser el motivo y la justificación para la acción defensiva; más bien, el propósito debe ser prevenir que los efectos negativos empeoren en el corto plazo. Esto es muy diferente psicológica y políticamente” (2003: 184) Insistimos: el estado no es una instancia mediadora neutral, sino el garante de una relación social desigual –capitalista– cuyo objetivo es, justamente, pre82
servarla. No obstante esta restricción constitutiva incontrastable que aleja cualquier falsa ilusión instrumentalista –es decir, "usar" libre y arbitrariamente el aparato estatal como si fuera una cosa inanimada operada por su dueño–, es posible y necesario forzar el comportamiento real de las instituciones estatales para que se adapten a ese "como si" de neutralidad que aparece en su definición (burguesa) formal (Thwaites Rey y López, 2003). Claro que esto no es algo sencillo y entraña peligros intrínsecos. Porque la ficción del interés general se enfrenta cotidianamente a la cooptación de las instituciones estatales por intereses específicos, que plasman, se materializan, en las propias instituciones y que van asegurando la pervivencia del sistema. El objetivo irrenunciable debe ser la eliminación de todas las estructuras opresivas que, encarnadas en el estado, afianzan la dominación y hacer surgir, en su lugar, formas de gestión de los asuntos comunes que sean consecuentes con la eliminación de toda forma de explotación y opresión.73 En el camino, en el mientras tanto productivo de una nueva configuración social, puede empujarse al estado a actuar "como si", verdaderamente, fuera una instancia de articulación social. Esto es, forzar de manera consciente la contradicción íncita del estado, provocar su acción en favor de los mas débiles, operar sobre sus formas materiales de existencia sin perder de vista nunca el peligro de ser cooptados, de ser adaptados, de ser subsumidos. Pero este peligro no puede hacer abandonar la lucha en el seno del estado mismo, en el núcleo de sus instituciones. De hecho, como dijimos más arriba, el neoliberalismo impulsó entusiastamente la emergencia de “organizaciones no gubernamentales” –en nombre de desarrollar el llamado “capital social”– y promovió la “participación” para desembarazarse de las tareas que antes encaraba el
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estado. Es una forma de “ahorro fiscal” muy recomendada por el Banco Mundial. Es cierto, y vale, que la autonomía se refiere al carácter de la propia organización emancipatoria, pero no parece sensato ni políticamente astuto darse el lujo de “regalar” todo el territorio estatal a la minoría en cuyo beneficio existe como instancia opresiva. Allí hay recursos imprescindibles para resolver cuestiones vitales y, en última instancia, para fortalecer la lucha popular. Por eso no se pueden despreciar ni los recursos de, ni la acción desde, el estado. En ese "como si" tiene que conformarse un espacio para una gestión alternativa y un camino para empujar en el sentido del autogobierno popular, de la irrupción irreverente de "lo plebeyo" en la escena pública, de la utopía indeclinable del socialismo. Debemos caminar permanentemente en esa tortuosa contradicción de luchar contra el estado para eliminarlo como instancia de desigualdad y opresión, a la vez que se lucha por ganar territorios en el estado, que sirvan para avanzar en las conquistas populares. Se trata de rasgar, rasguñar, arrancar del estado mismo, y no sólo de la sociedad, las formas anticipatorias de nuevas relaciones sociales igualitarias y emancipatorias.
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NOTAS
Manifestaciones espontáneas de vecinos golpeando cacerolas y otros utensilios domésticos. En muchos se hicieron movilizaciones por las calles y en otros, la protesta se hizo desde las puertas, balcones y ventanas de las casas. 2 Fueron creados hacia finales de los noventa por las agrupaciones de hijos de desaparecidos (HIJOS), movimientos de derechos humanos y agrupaciones políticas, para denunciar la presencia de ex-represores en los vecindarios. Se trata de movilizaciones frente a las casas de personajes repudiados, que se extendieron en diciembre de 2001 hacia políticos y funcionarios de diversa procedencia. 3 Hay unas 120 fábricas recuperadas, que ocupan a unos 10.000 trabajadores y que cubren una variada gama de ramas industriales. Operan bajo distintas modalidades de gestión. Dentro de ese espectro se perfilaron de inmediato dos tendencias en la disputa por la orientación general del movimiento. Por un lado, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER), y el posteriormente escindido Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas (MNFR). En ellos se agrupan la mayoría de las empresas ocupadas bajo formas cooperativas y tienen una fuerte influencia de la Iglesia, a través de la Pastoral Social, de miembros del Partido Justicialista (PJ) y de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Por el otro, las empresas impulsoras de la Gestión Obrera Directa (GOD), con eje en la textil Brukman de la Capital Federal, la cerámica Zanón de la provincia de Neuquén y la minera reestatizada de Santa Cruz Río Turbio. Apuestan a la gestión bajo control obrero, pero en torno a ellas también llegó a nuclearse un grupo de empresas autogestionadas bajo formas cooperativas, apoyadas por los movimientos de trabajadores desocupados, algunas asambleas populares y partidos de izquierda. 1
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Las principales organizaciones piqueteras son: *Federación de Tierra y Vivienda (FTV), ligada a la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), *Corriente Clasista y Combativa (CCC), ligada al Partido Comunista Revolucionario (PCR/PTP), *Bloque Piquetero, integrado por el *Polo Obrero (perteneciente al Partido Obrero), el *Movimiento Territorial de Liberación (MTL), que a su vez tiene una parte mayoritaria vinculada al Partido Comunista y otra que se escindió, pero que utiliza el mismo nombre, y el *CUBA (vinculado al Partido de la Liberación y a otros grupos). A su vez, el Bloque Piquetero integra un agrupamiento mayor, el ANT con el *Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados (MIJD, escisión de la CCC), el *Movimiento Sin Trabajo “Teresa vive” (MST, ligado al partido de igual sigla), y la *Agrupación 29 de Mayo, entre otros grupos. Por fuera de estos agrupamientos están: el *Frente de Trabajadores Combativos (ligado a varios partidos trotskistas como el MAS), *Movimiento Teresa Rodríguez (MTR) y *Barrios de Pie (escisión de la FTV que respalda Patria Libre). Dentro del llamado *Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (MTDs), se agrupan MTDs con desarrollo territorial en zona sur del Gran Buenos Aires y algunos grupos en Capital, La Plata y en Río Negro. Inicialmente, gran parte de ellos conformaron la llamada Coordinadora Aníbal Verón, pero luego sufrieron escisiones. Siguen en la Coordinadora los MTD de Lanús, Almirante Brown, José C. Paz, Ezeiza, La Cañada, La Plata, Berisso, los MTD capitalinos de San Telmo, Lugano, Barracas y Constitución y el MTD de Chipoletti, Río Negro. A su vez, prosiguen con el nombre Aníbal Verón, pero abandonaron la Coordinadora, dos grupos. Uno es el que nuclea a los MTD de Solano, Guernica y Allen (Neuquén), que tienen las posturas más ideológicamente autonomistas. El otro es el MTD de Florencio Varela, que sostiene posiciones más próximas al Gobierno de Néstor Kirchner. También están la *Unión de Trabajadores Desocupados (UTD) de General Mosconi, Salta, que es un grupo pionero en las posiciones autónomas y el *Movimiento de Unidad Popular (MUP), socialistas libertarios con gran desarrollo en La Plata. Como grupos más pequeños existen: el *Frente 20 de Diciembre, el *MTD Resistir y Vencer, el *MTD Solano Vive, el *MTD de La Matanza, y la *Coordinadora de Trabajadores Desocupados (CTD), que responde a Quebracho y tiene actividad en La Plata y en algunos lugares de la zona sur del Gran Buenos Aires (Mazzeo, 2004). 5 Según una investigación del Centro de Estudios Nueva Mayoría, en marzo 2002 existían en todo el país 272 asambleas. De ellas 112 estaban en la Capital Federal (41% del total), destacándose con una mayor cantidad los distritos de clase media y media alta. Tal es el caso 4
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de Belgrano y Palermo (9 cada una), Almagro (7), Caballito y Flores (6 en cada caso). En cambio, en los distritos de nivel bajo, el fenómeno era mucho más débil. Un par de activistas barriales señalaban, a fines de 2002, que “Las asambleas nacieron y se desarrollaron en un contexto de falta de legitimidad política muy fuerte, de hecho fueron el espacio que la sociedad, sobre todo la clase media, creó debido a la crisis de representación de los partidos políticos y los sindicatos. Sin embargo, las asambleas no son una opción a la hora de votar...” (Castagnino y Gómez, 2002) 6 Por ejemplo, los anarcosindicalistas aspiraban a crear, incluso dentro del capitalismo, "asociaciones libres de productores libres" que se implicaran en la lucha militante y se prepararan para asumir la organización de la producción sobre bases democráticas. 7 Este suele ser un planteo compatible, a lo sumo, con organizaciones pequeñas, donde funciona fácilmente la relación cara a cara. Algunas organizaciones piqueteras, como los MTD de Solano, tienen esta posición. Pero incluso en el seno de los movimientos más defensores de la autonomía se han revelado problemas y se ha planteado la ineficacia de los agrupamientos que se niegan a darse estructuras organizativas más claras (lo que no quiere decir separadas, jerárquicas o rígidas). Se puede consultar, en este sentido, el trabajo de Guillermo Cieza (2002). 8 Ver especialmente el libro de Antonio Negri (1979) DOMINIO Y SABOTAJE, Editorial El Viejo Topo, Barcelona. También en EL TRABAJO DE DIONISOS (2003), de Negri y Hardt, se recupera este concepto: “el trabajo vivo no sólo rechaza su abstracción en el proceso de valorización capitalista y de producción de plusvalor, sino que a su vez plantea un esquema alternativo de valorización, la autovalorización del trabajo”. 9 En MATERIALISMO Y REVOLUCIÓN, Sartre expresa que, por ejemplo, “no basta ser oprimido para creerse revolucionario”. 10 “O sea, la noción de sujeto no remite a la identificación de quiénes son, sino que alude, sobre todo, a la existencia de una conciencia concreta de la necesidad de cambiar, a la existencia de una voluntad de cambiar y a la capacidad para lograr construir esos cambios (dialéctica de querer y poder)”. 11 (Rauber, 2000) 12 Holloway diferencia el “fetichismo duro” del “fetichismo-comoproceso”. El primero, que critica, comprende el fetichismo como un hecho establecido, como una característica estable o reforzada de la sociedad capitalista. En cambio el segundo, que él propone como alternativa, entiende a la fetichización como una lucha continua, como algo siempre en discusión. Esto tiene implicancias teóricas y
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prácticas muy importantes. Para Holloway, “si el fetichismo fuera un hecho acabado, si el capitalismo estuviera caracterizado por la objetivación total del sujeto, entonces no habría manera en la que nosotros, como personas comunes, pudiéramos criticarlo. El hecho de que criticamos señala la naturaleza contradictoria del fetichismo (y por tanto nuestra propia naturaleza contradictoria) y proporciona evidencia de la existencia presente del anti-fetichismo (en el sentido de que la crítica se dirige contra él) “ (Holloway, 2002) 13 Sigue Castoriadis: “De manera que si una nueva sociedad debe surgir de la revolución, sólo podrá constituirse apoyándose en el poder de los organismos autónomos de la población, poder extendido a todas las esferas de la actividad colectiva, no sólo a la "política" en el sentido estrecho del término, sino también a la producción y a la economía, a la vida cotidiana, etcétera. Se trata pues de autogobierno y autogestión (en aquella época yo las llamaba gestión obrera y gestión colectiva) que se basan en la autoorganización de las colectividades en cuestión. Pero, ¿autogestión y autogobierno de qué? ¿se trataría de que los presos autoadministraran las cárceles o los obreros las cadenas de armado? ¿tendría la autoorganización como objeto la decoración de las fábricas? La autorganización y la autogestión sólo tienen sentido si atacan las condiciones instituidas de la heteronomía. Marx veía en la técnica algo positivo y otros ven en ella un medio neutro que puede ser puesto al servicio de cualquier fin. Sabemos que esto no es así, que la técnica contemporánea es parte integrante de la institución heterónoma de la sociedad, así como lo es el sistema educativo, etcétera. De suerte que si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben ponerse en tela de juicio. No se trata de hacer tabla rasa y menos de hacer tabla rasa de la noche a la mañana; se trata de comprender la solidaridad de todos los elementos de la vida social y de sacar la conclusión pertinente: en principio no hay nada que pueda excluirse de la actividad instituyente de una sociedad autónoma”. 14 La economía participativa (Parecon, en inglés) es el nombre de un tipo de economía propuesta como alternativa deseable al capitalismo. Los exponentes de esta perspectiva son Michael Albert, Robin Hahnel y Brian Dominick. Los valores que intenta conseguir son: equidad, solidaridad, diversidad y auto-gestión participativa. Las formas institucionales para conseguir estos objetivos incluyen la democracia directa, los complejos de trabajo equilibrados, la remuneración acorde al esfuerzo y sacrificio, y la planificación participativa. 15 Al iniciar su ensayo “Democracia, Socialismo, Autogestión”, Texier (s/f) dice: “Podemos situar el problema que nos ocupa de la siguiente forma: estando de acuerdo en que la sociedad alternativa al capitalismo se
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llama socialismo o comunismo, ¿qué rol debe jugar la democracia de una parte y la autogestión de otra? O bien para radicalizar nuestro interrogante: ¿el socialismo o el comunismo son concebibles sin democracia y sin autogestión? Sin duda, se nos podría objetar que el socialismo o el comunismo no están en verdad a la orden del día. A lo cual podríamos responder dos cosas: de una parte que esto puede no ser más que una apariencia, y que la necesidad de una alternativa al capitalismo se impone cada vez más en muchos espíritus; por otra parte, la cuestión del orden del día no es independiente de la claridad de las ideas en que podamos avanzar en materia de alternativa. De donde se deduce la necesidad de confrontar nuestras concepciones, teniendo en cuenta las lecciones de la experiencia y las de la teoría”. 16 Negri y Hardt (2002) sostienen, apoyándose en Spinoza, que la democracia absoluta (ilimitada e inconmensurable) es imposible de realizar por intermedio de las instituciones imperiales. La democracia revolucionaria no se corresponde más con el concepto de nación (al contrario, se define cada vez más por el combate contra la nación), ni tampoco con el concepto de pueblo. En cambio, postulan el concepto de contra-poder, que implica tres elementos: resistencia, insurrección y poder constituyente. Su contexto no es el estado-nación sino los confines ilimitados del Imperio. 17 Las tesis principales del trabajo de Holloway pueden resumirse en: 1- Hay que cambiar el mundo. 2- Debemos partir de nuestro grito negativo, nuestro rechazo, nuestro NO a como son las cosas en el mundo en el que vivimos. Es el principio de la dignidad. 3- Nuestro desacuerdo surge de la propia experiencia, pero ésta varía. 4- Para comprender que el mundo está equivocado y luchar por cambiarlo no hace falta tener una idea acabada de como debe ser el mundo que queremos construir. 5- Tampoco hace falta la promesa de un final feliz. 6- Para cambiar el mundo no hay que luchar por el poder. 7- El poder no debe ser el objetivo de la lucha, porque la lucha por el poder degrada. 8- No debe, por ende, construirse un partido de los oprimidos encaminado a tomar el poder opresor para derrocarlo. 9No se trata de luchar por el contra-poder, sino el anti-poder y la antipolítica, que niegan al poder y a la política. Holloway dice: “La dignidad es la auto-afirmación de los reprimidos y de lo reprimido, la afirmación del poder-hacer en toda su multiplicidad y en toda su unidad. El movimiento de dignidad incluye una enorme diversidad de luchas contra la opresión, muchas de las cuales (o la mayoría) ni siquiera parecen luchas; pero esto no implica un enfoque de micro-políticas, simplemente porque esta riqueza caótica de luchas en una sola lucha por emancipar el poderhacer, por liberar el hacer humano del capital. Más que una política es una anti-política simplemente porque se mueve contra y más allá de la fragmen-
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tación del hacer que el término “política” implica, con su connotación de orientación hacia el Estado y de distinción entre lo público y lo privado” (2002: 305). 18 “El problema del poder es central para el zapatismo, lo mismo que para los otros movimientos revolucionarios, sólo que se asume de manera muy distinta. Para crear un mundo nuevo no se requiere la `toma del poder` sino la abolición de las relaciones de poder; no el uso de la fuerza sino el de la democracia. El poder comunitario se construye, no se impone (...) La construcción de un mundo nuevo no se alcanza conquistando una meta (la toma del poder). El discurso zapatista no contempla metas sino horizontes, no busca realizar el gran acontecimiento, La Revolución, sino vivir un proceso permanente de creación del mundo nuevo practicando la democracia como cultura del respeto a la otredad (...) El zapatismo no espera nada del estado, tampoco de sus representaciones alternativas. Los zapatistas apuestan todo al pueblo, a la sociedad civil, a los excluidos, a los perseguidos, a los rebeldes. Sueñan con el mundo en el que caven todos los mundos y construyen cotidiana y pacientemente, con el concurso de todos, sin proyectos predeterminados, con la voluntad de los más. La utopía en el zapatismo no es un horizonte lejano sino la motivación de la práctica cotidiana. La revolución no se concibe como el sacrificio presente para llegar un día a alcanzar la meta trazada sino como un destejer madejas para ir simultáneamente tejiendo y dando cuerpo a eso que se entiende como el mundo nuevo”. (Ceceña, 2001) 19 Dice Zibechi que “...la estrategia menos revolucionaria es la de cambiar el mundo desde el poder; porque la disposición de fuerzas necesarias para la toma del poder es la negación del cambio que queremos, supone eternizar dirigentes en las alturas, exacerba la contradicción entre dirigentes y dirigidos, en vez de diluirla. Esta es una nueva ley de hierro de las revoluciones, avalada por todo un siglo de experiencias nefastas. Si algo demuestra el siglo XX es que es posible derrotar, incluso militarmente, a los opresores. Sólo se trata de persistir y esperar el momento. Pero el siglo pasado pone de relieve la imposibilidad de avanzar desde el poder hacia una sociedad nueva. El Estado no sirve para transformar el mundo. El papel que le atribuimos debe ser revisado”. (Zibechi, 2003a: 202) 20 Para Bonefeld “...el capitalismo no puede ser superado por un cambio en el comando sino sólo por la abolición del acto de comandar. En lugar de tomar el poder se trata de la abolición del poder, no después sino durante la revolución misma (...) El proyecto de la emancipación humana y el de la toma del poder político son mutuamente excluyentes: el Estado no puede ser utilizado con el propósito de la emancipación humana (...) la dictadura del proletariado significa la auto-organización democrática de la sociedad en y por medio de la negación del Estado”. (2003:194/5) 21 Veamos algunos ejemplos de esta postura:
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“En la medida en que la autonomía propone la autoorganización, rechaza las mediaciones exteriores (tipo partido de turno intentando dirigir a los «inmaduros» movimientos sociales). La gente es lo suficientemente lista para saber qué es lo que quiere y como lo quiere. Coherentemente con lo dicho, la autonomía opta por la toma de decisiones de forma asamblearia, por la democracia directa como forma posibilitadora (aun con sus limitaciones) de garantizar el respeto a la diversidad, frenar la jerarquización, el autoritarismo, la pérdida de independencia y autonomía en las luchas,... Lo que busca en definitiva la autonomía es que los seres humanos sean capaces de definir sus proyectos de vida, que sean ellos quienes gestionen y decidan, de la forma más democrática posible, cada uno de los aspectos que atraviesan nuestra cotidianeidad: desde el trabajo a la sexualidad, desde el ocio a la alimentación, etc.” (Lucha Autónoma, Madrid, s/f, tomado de www.lahaine.org) “La verdadera autogestión es la gestión directa (no mediada por ningún liderazgo separado) de la producción, distribución y comunicación social por los trabajadores y sus comunidades (...) El mundo sólo puede ser puesto de nuevo sobre sus pies por la actividad colectiva consciente de aquellos que construyen una teoría acerca de por qué está patas arriba”. (Núcleos de Izquierda Radical Autónoma, 1975). 22 “Dentro del movimiento libertario también aparecen líneas y corrientes que tratan de hacer frente a los aspectos más sectarios y dogmáticos del pensamiento anarquista y de tender puentes entre las diversas familias teóricas del socialismo: en Francia, Daniel Guerin lo intenta ya desde finales de los años 40 a través de su propuesta de un marxismo libertario, en el que trata de sintetizar la potencia del marxismo como herramienta de análisis con las prácticas organizativas libertarias, basadas en la autogestión y el antiautoritarismo. Esta línea de reflexión, coincidente en muchos puntos con el consejismo del holandés Anton Pannokoek, dará lugar a lo largo de las décadas siguientes a una serie de pequeños grupos y publicaciones que contribuirán en gran medida a la renovación del pensamiento anarquista y que ejercerán una importante influencia en el mayo francés (...) Este magma efervescente que comienza a bullir en la posguerra por debajo de la izquierda `oficial´ representada por los partidos socialista y comunista dará lugar a lo largo de las dos décadas siguientes a un denso cuerpo de ideas, reflexiones y prácticas en continuo conflicto y debate que se englobará en Europa bajo la etiqueta genérica de izquierdismo, en referencia a la `enfermedad infantil´ tan denostada por Lenin. Dentro de este magma, tendrán un importante papel tanto la Revolución China y el maoísmo, cuya fascinación se extenderá por Europa bajo la forma de una de la corrientes más mesiánicas del izquierdismo, como los procesos de descolonización y las `guerras de liberación´ del Tercer Mundo ”. (Verdaguer, 1999)
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Antón Pannekoek (1873-1960) es considerado el padre de esta corriente, dentro de la que también puede incluirse las primeras reflexiones políticas de Karl Korsch y Georg Lukacs, así como los textos de Paul Mattick. Al respecto, pueden consultarse las siguientes fuentes: Pannekoek, Antón LOS CONSEJOS OBREROS, Editorial Proyección, Buenos Aires, 1976. ANTÓN PANNEKOEK Y LOS CONSEJOS OBREROS, Antología a cargo de Serge Bricianer, Editorial Schapire, Buenos Aires, 1969. VV.AA. CONSEJOS OBREROS Y DEMOCRACIA SOCIALISTA, Cuadernos de Pasado y Presente Nº 33, Córdoba, 1972. De acuerdo a Pannekoek (1969), “las viejas formas de organización, sindicatos y partidos políticos, y la nueva forma de los consejos pertenecen a diferentes fases de la evolución social y tienen funciones muy diferentes. El objeto de las primeras era fortalecer la situación de la clase obrera dentro del sistema capitalista, y están relacionadas con el período de expansión de dicho sistema. La segunda tiene como fin la creación de un poder obrero, la abolición del capitalismo y de la división de clases de la sociedad; está relacionada al período del capitalismo agonizante. Dentro de un sistema ascendente y próspero, la organización en consejos es imposible, ya que los obreros sólo se preocupan por mejorar sus condiciones de existencia, lo que permite la acción política y sindical. En un capitalismo decadente, presa de las crisis, este último tipo de acción es vano y el atarse a él no puede hacer otra cosa que no sea frenar el desarrollo de la lucha autónoma de las masas y de su autoactividad. En épocas de tensión y de rebelión creciente, cuando los movimientos de huelga estallan en países enteros y golpean la base del poder capitalista, o bien cuando después de una guerra o de una catástrofe política la autoridad del gobierno se desvanece y las masas pasan a la acción, las viejas formas de organización dejan su lugar a las nuevas formas de autoactividad de las masas”. Es muy oportuna la observación de Rooke: “Los marxistas contemporáneos no deben ´fetichizar´ la experiencia de los consejos en un modelo atemporal para el cambio revolucionario, ni deben aceptar de manera acrítica los prejuicios antipartidarios o las posiciones ultraconsejistas, hechos que pueden relegar a los revolucionarios a una posición de voyeurismo intelectual (...) La cuestión es más bien aprender de qué manera la experiencia de los consejos apuntó más allá de la corriente principal del pensamiento sustitucionista de la ortodoxia marxista durante todo un período histórico, cómo planteó la posibilidad de unir teoría y práctica en un nivel más alto que el que tenía hasta ese momento”. (Rooke, 2003:1137) 24 Originado en la década de los sesenta en Italia, el autonomismo tiene como sus principales exponentes a Antonio Negri, Mario Tronti y Paolo Virno, entre otros. Para una reseña histórica, véase el recorrido que hace el propio Negri en la entrevista autobiográfica publicada 23
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bajo el nombre Del obrero masa al obrero social. entrevista sobre el obrerismo, Editorial Anagrama, Barcelona, 1980; o el texto colectivo –escrito por Antonio Negri y otros compañeros de cárcel pertenecientes al Movimiento Autonomía Obrera– llamado ¿Te acuerdas de la revolución? Propuesta para una interpretación del movimiento italiano de los sesenta, en CRISIS DE LA POLÍTICA, Editorial El cielo por asalto, Buenos Aires, 2003. También el artículo El laboratorio italiano, escrito por Michael Hardt, puede servir para esto. 25 En un ensayo en el que da cuenta de la historia de la corriente situacionista, cuyo máximo exponente fue Guy Debord y su conocida obra La sociedad del espectáculo (también fue muy importante la obra de Vaneihem Tratado del buen vivir para uso de futuras generaciones), Carlos Verdaguer (1999) recuerda la creación de la Internacional Situacionista en julio de 1957, bajo el concepto de “construcción de situaciones”. En su texto fundante se sostiene que, para lograr un cambio liberador, hay que oponer concretamente, en toda ocasión, a los reflejos del modo de vida capitalista, otros modos de vida deseables; destruir, a través de medios hiperpolíticos, la idea burguesa de felicidad. Se trata de borrar los límites entre vida cotidiana y arte a través de la creación de ambientes momentáneos que pongan de manifiesto las cualidades pasionales de la existencia, revelando de esa forma la alienación y la miseria de la vida de pasividad, de no intervención, de mero espectáculo, que impone el `viejo mundo´. Para Verdaguer, “el discurso político situacionista, a pesar de sus cimientos marxistas, no estaba vertebrado en torno al determinismo histórico sino a la pasión y la voluntad. La revolución que propugnaban no estaba regida por la promesa de que la historia acabaría inevitablemente por ponerse de parte de los oprimidos, sino de que eso sólo ocurriría si cada persona tomaba las riendas de su propio destino, arremetiendo contra todos aquellos que se autoerigieran en sus salvadores. Sus demoledores análisis y propuestas no eran profecías, sino invitaciones apasionadas a tomar al pie de la letra la promesa de libertad contenida en el mito del progreso y a no dejarse engañar por las estrategias que ofrecía el viejo mundo para conseguirlo. No se ofrecían como la vanguardia final, sino como el fin de todas las vanguardias. No querían construir una nueva ideología, sino proponer herramientas para la crítica de todas las ideologías”. Cabe recordar que la Internacional Situacionista (que nunca llegó a contar con más de una docena de miembros) se auto-disolvió producto de sus propias contradicciones internas, plagadas de discusiones teóricas y políticas. 26 Por lo menos desde mediados de los ochenta y durante toda la década de los noventa se consolidó un conjunto de ideas renovadoras, reunidas en la corriente que se dio en llamar “marxismo abierto”
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(Open Marxism), cuyos exponentes destacados, además de Holloway, son Werner Bonefeld, Richard Gunn, Kosmas Psychopedis, Peter Burham, Harry Cleaver y otros. Durante una larga década editaron la revista Common Sense, volúmenes colectivos bajo el título Open Marxism y diversos libros y artículos con interesantes aportes a la renovación teórica. John Holloway, uno de sus principales referentes, distingue entre el “marxismo cerrado”, dentro del cual se encuentran “todas aquellas corrientes de la tradición marxista que ven al desarrollo social como un camino predeterminado” (...) y “tienen en común una visión teleológica, funcionalista, determinista, del desarrollo histórico que impone límites a las posibilidades del futuro”; y el “marxismo abierto”, “que refiere al riguroso reconocimiento de la apertura de las categorías mismas, que están abiertas simplemente porque son concepciones de procesos abiertos” (...) “Si las categorías del análisis marxista son entendidas como categorías abiertas en este sentido, como conceptualizaciones de un mundo abierto, entonces cualquier noción de necesidad histórica o de ‘leyes del desarrollo económico’ simplemente se disuelven; y lo que nos quedan son las tendencias y los ritmos de la lucha”. (Holloway,1996). 27 El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hizo su aparición pública el 1º de enero de 1994, el mismo día en que entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio (NAFTA) en México. Su dinámica de construcción implica un alejamiento respecto de las formas tradicionales de hacer política: a diferencia de los partidos y movimientos de izquierda clásicos, no propugnan la “toma del poder”, ni pretenden arrogarse el título de vanguardia. Tampoco ansían devenir un grupo corporativo, que peticiona demandas meramente particulares. 28 Es interesante la postura del grupo alemán Krisis, contenida en su Manifiesto contra el trabajo, de junio de 1999. 29 El activista argentino Ezequiel Adamovsky (2003) plantea que con el término "autonomía" se hace referencia “al esfuerzo por ampliar la capacidad de autodeterminarse y por crear espacios en donde podamos vivir de acuerdo a nuestras propias reglas. En términos prácticos, esto significa un cambio en la estrategia política, que ya no está exclusivamente centrada en la "toma del poder", sino en el desarrollo de un "contrapoder". El origen de estas ideas/prácticas es variado. En el plano de las ideas, han tenido gran impacto la experiencia de los zapatistas, y autores como Antonio Negri y John Holloway, entre otros. Diferentes publicaciones y colectivos de acción y/o de pensamiento crítico han contribuido a la circulación de estos saberes; entre otros, Nuevo Proyecto Histórico, Colectivo Situaciones, El Rodaballo, Autodeterminación y Libertad, Intergalactika, Socialismo Libertario, las Rondas de Pensamiento Autónomo, los rosarinos de Grado Cero, etc., junto
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con una cantidad de intelectuales "solitarios". Pero fundamentalmente, las características de esta nueva cultura nacen de la práctica, y de los fracasos del pasado”. Documento ¿Qué quedó del Que Se Vayan Todos?. 30 Al respecto, Negri sostiene que “el acontecimiento teórico-cultural, que revalidará de nuevo ante los ojos de los contemporáneos la capacidad del pensamiento crítico para reinventarse a sí mismo es, tras la definitiva liquidación del movimiento socialista, la inteligencia de proponer un modelo organizativo que sepa responder a las urgencias de la postmodernidad, es decir, del nuevo proletariado inmaterial y cooperativo, lo cual apunta a la potencia de destruir las formas de dominio colocando en su lugar las asociaciones libres del cerebro colectivo”. (Negri, 2003) 31 “El contrapoder no es mucho más que el conjunto de resistencias a la hegemonía del capital. Es decir: una multiplicidad tal de prácticas que no es pensable en su unidad (y, a la vez, una transversalidad capaz de hacer producir resonancias –de claves e hipótesis–, entre diferentes experiencias de resistencia. La fórmula ´resistir es crear´ da cuenta de la paradoja del contrapoder: de un lado la resistencia aparece como un momento segundo, reactivo y defensivo. Sin embargo, ´resistir es crear´: la resistencia es lo que crea, lo que produce. La resistencia es, por tanto, primera, autoafirmativa y, sobre todo, no depende de aquello a lo que resiste”. (Colectivo Situaciones, 2003) 32 Rodríguez Araujo observa acertadamente que “los anarquistas tenían coincidencias con los socialistas. También aspiraban al socialismo, pero a diferencia de los marxistas, que subrayaban la importancia de los obreros industriales, los anarquistas se referían como sujeto de cambio social a los mismos trabajadores, a los pequeños propietarios (rurales y urbanos), al lumpenproletariat y a otros sectores o clases sociales, sin tomar en cuenta sus contradicciones, su heterogeneidad”. (Rodríguez Araujo, 2002a) Por eso, apunta que “no es casual que buena parte de esta izquierda social tenga cercanía a las posiciones anarquistas del pasado. Muchos de quienes componen esta izquierda social son lumpen-proletariat, pequeñoburgueses desposeídos y desesperados y campesinos pobres, y como bien señalaban Novack y Frankel, éstos eran los sectores sociales entre lo cuales Bakunin buscaba la base social para su movimiento revolucionario". (Rodríguez Araujo, 2002b) 33 Held sostiene que la autonomía “connota la capacidad de los seres humanos de razonar conscientemente, de ser reflexivos y autoderterminantes. Implica cierta habilidad para deliberar, juzgar, escoger y actuar entre los distintos cursos de acción, posibles en la vida privada al igual que en la pública” (Held, 1992: 325). 34 Refiriéndose a los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001, Lewkowicz critica tanto a las teorías reaccionarias como a las revolu-
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cionarias, pues a su entender “resultan incapaces de pensar en su novedad las nuevas estrategias de subjetivación” expresadas en esos días. Ello se debe, para él, a que “el sujeto de esa subjetivación no es el pueblo, las masas, los sectores medios o las clases, sino la gente. Sorpresivamente, la gente produjo una estrategia de subjetivación (...) La gente produjo un modo de subjetivación. Y por eso mismo, dejó de ser gente. Me parece que insistir con las nociones de pueblo, masa o sectores medios entorpece la lectura de los acontecimientos. El punto de partida ya no es el pueblo o las clases, sino la gente. Siendo así, será necesario pensar cuáles son los procedimientos activos que se inventa la gente” (2002: 130). Es interesante traer a consideración este enfoque, que incorpora la dudosa y despolitizante categoría de “gente” desde una perspectiva “situacionista”. 35 Lewkowicz señala que “En medio de un lacanismo medio badiouista, o de un badiouismo medio lacaniano –ahí la continuidad filosófica es mortal– , a veces se escucha hablar de la política como cuestión subjetiva. La política pensada en esta línea es la dimensión de la subjetividad pura, o una experiencia en la cual la subjetividad se afirma como pura subjetividad. En ese sentido, la política constituye un terreno privilegiado pues el carácter colectivo de la subjetivación le proporciona a la subjetividad su propio sostén. No la provee de un soporte en la objetividad de las cosas sino que el carácter colectivo de la subjetividad compartida o compuesta. Lamentablemente, también puede funcionar al revés: si es compartida, puede ser recuperada de modo alienado como pura objetividad” (2002: 118). 36 Ferrara (2003) reinterpreta las posiciones de Badiou (1999) y del situacionismo para analizar la práctica de los piqueteros argentinos. 37 Para ver los distintos modelos de democracia puede consultarse el texto clásico de David Held (1992), cuya primera edición en inglés es de 1987. 38 Held dice que “La democracia directa requiere la igualdad relativa de todos los participantes, cuya condición clave es una diferenciación económica y social mínima. Consecuentemente, ejemplos de esa forma de ´gobierno´ pueden encontrarse entre las aristocracias de las ciudades-estado de la Italia medieval, entre ciertos municipios de los Estados Unidos y entre grupos profesionales muy selectos, por ejemplo, los profesores universitarios. Sin embargo, el tamaño, la complejidad y la total diversidad de las sociedades modernas hacen que la democracia directa sea simplemente inapropiada como modelo general de regulación y control político” (1992: 182). 39 Respecto a la experiencia asamblearia argentina, Castagnino y Gómez (2002) señalan: “Cada asamblea se organiza como quiere, no hay ninguna regla, hay algunas más organizadas que otras. Varias ocuparon lugares abandonados, otras siguen en la calle. Tampoco hay representantes
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fijos. En algunas se constituyeron comisiones, al estilo de los partidos políticos: de juventud, de cultura, de prensa, etcétera, que producen informes y propuestas que luego se votan en el plenario. En varios casos, las comisiones llegaron a ser mucho más dinámicas e importantes que la propia asamblea. La asamblea es una organización bastante particular, no hay ningún "jefe". Lo que sí hay es gente que tiene más predicamento o actividad que otra. Tiene un grado de heterogeneidad y de horizontalidad que no se da en los partidos políticos”. 40 “Debido a su reducido tamaño, la horizontalidad en las asambleas no es un gran problema, en el sentido de que no es imposible, por la cantidad de miembros, que todos puedan expresarse. Por supuesto, es muy difícil que hablen todos sobre un tema en particular pero las asambleas fueron siempre democráticas, al estilo griego: siempre se rotaron los oradores y los moderadores, se hacen listas de oradores y hay cierta cantidad de minutos para que cada uno diga lo que piensa, pero con elasticidad. El sistema de oratoria fue cambiando y depende de cada asamblea, pero en general se pone un equipo de sonido en la esquina, uno se anota y dice sobre qué tema quiere hablar, se votan propuestas. En definitiva, la gente pide la palabra y habla, hay quienes hablan bien y quienes no; quienes quieren opinar y quienes aportan información. Hay algunos que tienen un discurso más político, otro más social, otro más barrial. Por supuesto, cada uno puede hablar sobre el tema que le plazca; sin embargo, en general, se suele determinar el tiempo para un tema específico, considerado de importancia por todos, y que sólo se anoten los que quieran hablar de este tema; después hablarán todos los demás. La discusión se interrumpe demasiado si todo el mundo habla de lo que quiere y cuando quiere.” (Castagnino y Gómez, 2002) 41 El teórico alemán Max Weber no creía que la democracia directa fuera imposible en todas las circunstancias, pero pensaba que sólo podía funcionar si se daban las siguientes condiciones: 1) limitación local, 2) limitación en el número de participantes, 3) poca diferenciación en la posición social de los participantes. Además presupone 4) tareas relativamente simples y estables y, a pesar de ello, 5) una no escasa instrucción y práctica en la determinación objetiva de los medios y fines apropiados. (Economía y Sociedad, 1984) 42 Albert introduce un tema relevante: la información y la decisión. “La información relevante para las decisiones tiene dos orígenes: 1) El conocimiento del carácter de la decisión, su contexto y sus implicaciones más probables, y 2) El conocimiento de cómo se siente cada persona sobre esas implicaciones y concretamente cómo valoran las diferentes opciones. El primer tipo de conocimiento es a menudo muy especializado (..) Pero el segundo tipo de información relevante está siempre diversificado, puesto que cada uno de nosotros somos individualmente los mayores expertos sobre
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nuestras propias valoraciones (...) Así pues, siempre que las conclusiones del conocimiento especializado sobre las implicaciones puedan ser diseminadas suficientemente de forma que todos los participantes puedan valorar la situación y llegar a formarse su propia opinión con tiempo para expresarla en la decisión, cada persona implicada debería tener un impacto proporcional a los efectos que tendrá tal decisión en ellas. Cuando eso sea imposible por alguna razón, entonces puede que tengamos que funcionar temporalmente según otras normas que cedan la autoridad por algún tiempo, aunque en formas que no subviertan el objetivo previo en general. Por supuesto, es la desviación de lo deseable la que tiene la obligación de probar su necesidad, y la implicación de distribuir el conocimiento para permitir la auto-gestión es evidente”. (Albert, 2000?) 43 En una intervención sobre vanguardias políticas y artísticas, Tarcus plantea algunos interrogantes muy oportunos: “¿Está agotado cualquier concepto de vanguardia? Sin extremarla en una concepción sustituista, ¿no es necesaria, hasta inevitable, algún tipo de avanzada política o artística, un sector que aventura, avanza, explora, utopiza, arriesga más allá de lo que se atreve el conjunto social? ¿No es, en definitiva, productivo históricamente aquel sector capaz de mantener una práctica y un programa a contrapelo del orden hegemónico, buscando establecer algún tipo de continuidad con entre las luchas del pasado y las del futuro?” (2003: 22). 44 Pensando en la realidad de los países desarrollados del norte, sostiene que “una alianza entre el movimiento antiglobalización y las organizaciones de color, y los sindicatos, requeriría grandes cambios políticos dentro de estos últimos. Pero también exigiría probablemente cierta relajación de los principios antiburocráticos y antijerárquicos de parte de los activistas del movimiento antiglobalización”. (Epstein, 2001) 45 En otro documento, Adamovsky (2003a) observa que “existen dos enemigos de la autonomía y la horizontalidad: los grandes números y las grandes distancias. Es muy difícil mantener una dinámica asamblearia efectiva si participan cientos de personas, o si éstas no viven lo suficientemente cerca como para reunirse regularmente. Siempre que ese es el caso, surge alguien que propone jerarquizar y centralizar la conducción del movimiento, es decir, abandonar la horizontalidad para ganar en efectividad. Para solucionar este dilema, los movimientos sociales horizontales están desarrollándose en todo el mundo en estructuras de coordinación y organización en red. Una red es una trama de vínculos voluntarios y laxos entre personas u organizaciones autónomas. (...) Una red habitualmente se establece cuando los grupos participantes (o "nodos") encuentran que tienen algún interés en común, y que pueden intercambiar información o recursos, y actuar coordinadamente. Los nodos pueden debatir a la distancia, y llegar a consensos que les permitan tomar decisiones unificadas. Pero esto
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no implica que cada uno pierda o delegue su capacidad de decidir por sí mismo: la horizontalidad y la autonomía se mantienen”. 46 Según su propia definición “El Movimiento de Trabajadores de Desocupados de Solano, es un movimiento popular, reivindicativo social y político, integrado por mujeres y hombres trabajadores desocupados. En cada uno de los siete barrios que componen el movimiento se realizan asambleas semanales, siendo estos el ámbito de discusión y decisión por excelencia. Nuestra lucha es por TRABAJO, DIGNIDAD Y CAMBIO SOCIAL. Nuestros principios y acuerdos organizativos son: LA AUTONOMÍA, DEMOCRACIA DIRECTA Y HORIZONTALIDAD. Por eso decimos que en el movimiento no tenemos dirigentes, secretario general o cargos algunos que privilegien a ningún compañero por sobre otro”. 47 El comunicado fue emitido el 25 de septiembre del 2003. 48 En un estudio sobre las ONG, Revilla Blanco observa que “todas las organizaciones necesitan para llevar a cabo sus acciones tener recursos que pueden extraer de los que participan en las organización (incluyendo el resultado de sus actividades), de otros ciudadanos que aunque no participan en la organización contribuyen con cantidades de dinero o de trabajo, de las administraciones públicas, de organizaciones internacionales y supranacionales y de entidades privadas” (2002: 36) 49 En un encuentro realizado en agosto de 2003 en Montevideo, Uruguay, el economista Daniel Olesker analizó la situación de los emprendimientos productivos alternativos en ese país, y que puede hacerse extensiva a los de Argentina. Destacó cinco fortalezas de las unidades recuperadas: la voluntad de los trabajadores de conservar el empleo y de emprender un largo camino de esfuerzos; su conocimiento del proceso productivo, ya que suelen ser los obreros manuales los que emprenden este camino; la inexistencia de un afán de lucro, más allá de la propia supervivencia y de la obtención de ganancias para reponer equipos; el frecuente legado tecnológico dejado por las empresas cerradas y, por último, la solidaridad del movimiento obrero y cooperativo, sin la cual no habrían podido ponerse en marcha. En cuanto a las debilidades, apuntó otras cinco: la falta de financiamiento, que redunda en la carencia de capital de giro, sobre todo en los tramos iniciales de la recuperación productiva; la estructura tributaria del país, que hace imposible que sean declaradas de interés nacional; las condiciones de oligopolio que imponen las grandes empresas y dificultan a las autogestionadas el acceso a los mercados; la legislación imperante que requiere de largos trámites que conspiran contra la puesta en marcha del proyecto; y las dificultades de los nuevos cooperativistas para gestionar y administrar la empre-
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sa, ya que deben atender multitud de tareas en las que no tienen experiencia. (citado por Zibecchi, 2003b). 50 Son muy ilustrativas, en este sentido, las palabras de un militante de un MTD, Oscar, sobre la apatía que observa en muchos de sus compañeros: "Tal vez sea más fácil trabajar cuatro horas y cobrar 150 pesos, que empezar a pensar en entrar a un proyecto productivo, que exige iniciativa y responsabilidad. Por ahí pasa el miedo, a lo mejor". Y respecto a que discutir las cosas colectivamente tampoco es una solución automática, otro militante, el “Vasco”, dijo: "A veces en las asambleas hay unos silencios que son de lo más comunicativos. Los compañeros no quieren hablar y el ambiente se pone más cerrado que culo de muñeca de porcelana. Así como otras veces las asambleas son entusiastas, participativas, y votamos reverendas cagadas". En Dilemas y novedades en los MTD. El día después de los subsidios, 1/6/2004, aparecido en http://www.lavaca.org/actualidad/actualidad690.shtml. 51 En este punto, discrepamos con la postura de un grupo activo en el movimiento asambleario argentino, los rosarinos de “gradocero”, que en un documento afirman: “La ‘singularidad’ de la asamblea quizá sea, justamente, que es un espacio de ‘autoorganización abstracta’, que no surge a partir de una tarea específica. Nunca se sabe del todo que rumbo puede ir tomando una asamblea, si su próxima actividad será una compra comunitaria, un escrache, una encuesta o la participación en una marcha. La asamblea puede funcionar como el espacio donde uno va para encontrarse con otros y generar espacios de ‘autoorganización específica’ (por ejemplo, las comisiones de trabajo) surgidos, estos sí, a partir de una actividad concreta”. Tomado del sitio de internet: http://www.argentina.indymedia.org/news. 52 Es relevante, en tal sentido, la postura de Adamovsky: “Sabemos lo que no queremos: no queremos que la democracia se reduzca a elegir candidatos cada cuatro años como quien elige un cepillo de dientes en el supermercado. No queremos la partidocracia ni el parlamentarismo actuales. No queremos líderes iluminados, ni ‘representantes’ que nos quiten nuestra capacidad de decidir por nosotros mismos. No queremos delegar poder en un compañero, para que con el tiempo ese compañero lo acumule y se transforme en otro mandón más. No queremos burocracias sindicales, ni los partidos jerárquicos y autoritarios de la vieja izquierda. Cuando nos encontramos en las calles y descubrimos las formas de funcionamiento asamblearias y de coordinación en red, nos aferramos a ellas como a un pequeño tesoro. Las defendimos todo este tiempo con uñas y dientes contra los que querían arrebatárnoslas o vaciarlas de contenido. Y está muy bien que lo hayamos hecho, y que lo sigamos haciendo, porque es la base sin la cual nunca avanzaremos en el camino de la emancipación. Pero es impor-
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tante que sepamos que con eso solo no alcanza. Nos falta pensar y experimentar formas efectivas y realistas de gestión de lo social a gran escala. Nos falta encontrar la forma de vincularnos a la política estatal, e incluso a la electoral, sin que ellas nos terminen absorbiendo. Creo que ésta es la pregunta del millón, no sólo en Argentina, sino en muchos otros países, donde la protesta social y el activismo están más vivos que nunca (como en Italia, Francia o España, e incluso EEUU y Canadá), y sin embargo, en el plano de la alta política, parece que no pasara nada. Vamos por el buen camino, y desde el 19 y 20 (diciembre 2001) hemos caminado un largo trecho; pero quizás haya que reconocer que estamos mucho más atrás de lo que pensábamos, y que nos falta mucho por inventar. Un anticapitalismo efectivo no puede quedarse en la denuncia permanente, o en la mera crítica testimonial: es necesario que desarrollemos alternativas posibles, que tengan sentido para las personas comunes (y no sólo para nosotros los activistas) sin por ello perder su radicalidad.”. (Adamovsky, 2003) 53 Es interesante el planteo del MTD de Solano respecto a la horizontalidad. Ellos sostienen que ésta se refiere a una forma de hacer y actuar colectivamente, de conjunto, socialmente. Por eso señalan lo fundamental que es pensarse formando parte de un colectivo. Dicen: “Para ello, uno de los desafíos es avanzar en la superación de la condición de individuo como nos la ha impuesto el capitalismo. Es decir el condicionamiento a desenvolvernos como entes aislados y por sí mismos, auto centrados, egoístas, en suma individualistas. Condición indispensable para el afianzamiento del poder dominante. Por lo tanto asumimos la horizontalidad como una relación social entre desiguales, que se constituye colectivamente en función del conjunto, superando la centralidad del poder”. Pero aquí vale la advertencia del referente del movimiento social, Guillermo Cieza (2003): “combinar adecuadamente decisiones tomadas democráticamente con asignación horizontal de responsabilidades garantizando una ejecución coherente (en tiempo y forma), representa un problema, la cuestión de la democracia horizontal”. 54 Refiriéndose a la experiencia de la Coordinadora de Organizaciones Populares (COPA), Cieza (2003) señala que “esta es una experiencia muy nueva, que tiene menos de un año, pero que nos permitió comprobar que efectivamente hay una reivindicación común de la autonomía asentada en seis pilares básicos: lucha, autogestión, democracia, formación, solidaridad y horizontalidad. Esos principios organizativos no sólo son acuerdos, son vivencias en cada movimiento. Por lo que cualquier integrante de un movimiento autónomo a lo mejor no puede explicar satisfactoriamente un concepto, pero seguro está convencido (con ese convencimiento que sólo da la práctica y su revisión) de que sin lucha no se hacen valer derechos ni se puede cambiar nada, de que siempre tenemos que tratar de sostener por
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nosotros mismos las actividades del movimiento y los proyectos productivos o comunitarios, de que las decisiones se toman entre todos y en las asambleas, de que hay que capacitarse para opinar con fundamento, de que toda nuestro trabajo tiene el sentido solidario de hacer entre todos para que todos podamos salir adelante, de que no tenemos jefes, sino compañeros a los que se les delegan responsabilidades”. 55 Dicho sea de paso, esta es, precisamente, la propuesta de militante con la cual concluyen Negri y Hardt (2002) su libro IMPERIO: “Existe una antigua historia que puede servirnos para ilustrar la vida futura de la militancia comunista: la de San Francisco de Asís. Consideremos su obra. Para denunciar la pobreza de la multitud, adoptó esa condición común y en ella descubrió el poder ontológico de una nueva sociedad” 56 Aguitton (2002) plantea que las nuevas formas de articulación de la lucha mundial se caracterizan por el funcionamiento en redes y el consenso, y son proclives a una forma de delegación que supone que quienes conocen mejor una problemática, porque les es propia, sea a quienes se les “deleguen” ciertas tareas o que conduzcan las definiciones centrales atinentes a aquella. 57 Al respecto, Samary destaca un problema central: “¿A través de qué mecanismo democrático se puede proceder a la elección? ¿Quién debe decidir y a qué nivel? Se sabe bien que hoy no hay respuesta única (y estable) a esta cuestión que exige un examen concreto. Se puede avanzar un principio de ‘subsidiaridad’ democrática (partir del escalón local y delegar el poder de decisión al escalón superior en todos los casos en que esto parezca más eficaz). Se puede también retener en una primera aproximación, que aquellos y aquellas que son los más concernidos por una elección dada deben poder beneficiarse de un procedimiento privilegiado (derecho de veto). Muchos debates (desde la famosa ‘paradoja de Condorcet’) han subrayado la dificultad de hacer aparecer un criterio y un mecanismo democráticos que permitan pasar de la expresión individual de las opciones a un ‘optimum social’. Una de las cuestiones previas sería saber qué se entiende por esto: se sabe que el optimum llamado de Pareto implica que ningún individuo se sienta humillado por una elección (aunque sea preferido por millares de otros individuos...). Amayrta Sen, y bastantes otros con él, han señalado la pobreza de una definición del optimum y de las aproximaciones basadas sobre un tal ‘individualismo metodológico’. La ampliación de los horizontes (en los procedimientos de decisión por búsqueda de consenso en muchas cuestiones); las prioridades de formación (para reducir los efectos de la delegación del poder y permitir una mejor conducción de las elecciones); la reducción de las diferencias de riqueza y de formación y más ampliamente el acceso de todos a los medios de información y de existencia de base (para no convertir en formal la igualdad de oportunidades y de derechos
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fundamentales)...todos son elementos que han sido subrayados como exigencias éticas, colectivas, puntos de apoyo sólidos de una democracia económica”. 58 En una crítica al libro Imperio, de Negri y Hardt, Meiksins Wood observa que It's certainly true that nation states are having to respond to the demands of global capital. And it's certainly true that certain social, legal and administrative principles have become internationalized in order to facilitate the movements of capital across national boundaries. It's also true that there are certain international organizations that do the work of global capital. If that's what people mean when they talk about the "internationalization" of the state, I have no objection. But let's face it: The main instruments of global governance are still, above all, nation states. So we need to be very clear about the continuing and critical importance of territorial states to the capitalist system. Even if we weren't living in a world of uneven development, it's hard—in fact impossible—to imagine anything remotely like a global organization of the finely tuned order that capital needs” (2003). 59 Claudio Albertani (2004), criticando las tesis de Negri -aunque desde una posición autonomista- señala que “Los Estados-nación siguen ahí; son nuestros enemigos y también son nuestros interlocutores. No podemos bajar la guardia: tenemos que presionarlos, hostigarlos, acosarlos. En ocasiones habremos de negociar y lo haremos con autonomía”. 60 Holloway sostiene que ”el antagonismo entre la creatividad y su negación es el conflicto entre trabajo y capital, pero este conflicto (como Marx dejó en claro) no se da entre dos fuerzas externas sino que es un conflicto interno entre el hacer (la creatividad humana) y el hacer alienado. De este modo, el antagonismo social no es en primer lugar un conflicto entre dos grupos de personas: es un conflicto entre la humanidad y su negación, entre la trascendencia de los límites (creación) y la imposición de límites (definición)" (2002:214). También los anarquistas tenían una posición similar. Sostenían que la anarquía beneficiaría incluso a aquellos que dicen beneficiarse por el capitalismo y sus relaciones autoritarias. Piotr Kropotkin ya decía que, tanto los que mandan como los que son mandados, son estropeados por la autoridad; ambos, explotadores y explotados son estropeados por la explotación. Es así porque en cualquier relación jerárquica el que domina, al igual que el que es dominado, paga un precio. El precio pagado por 'la gloria de mandar' es verdaderamente pesado. “Cada tirano se resiente de sus obligaciones. Él está condenado a arrastrar el peso muerto del durmiente potencial creativo de sus subordinados por el camino de su excursión jerárquica" . 61 Es interesante, en este punto, la crítica que formula a Holloway Octavio Rodríguez Araujo: “Si ´lo que está en discusión en la transfor-
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mación revolucionaria del mundo no es de quién es el poder sino la existencia misma del poder´, ¿por qué no usamos la misma lógica para la sociedad? ¿Por qué no decimos también que lo que está en discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es sólo quiénes conforman la sociedad sino la sociedad misma? La sociedad no es una abstracción, está compuesta por personas concretas con sus cualidades y con sus defectos; con unas enajenaciones o con otras; con sus influencias, asumidas conscientemente o no; con sus ambiciones, libres o enajenadas; con sus deseos, válidos o no para ellas y para otras personas; etcétera. Si la sociedad determina de alguna manera a los individuos, ¿éstos no determinan también a la sociedad? Cada ámbito social, incluso comunitario, tiene sus códigos y establece jerarquías, y con estos códigos y jerarquías se entienden y conviven, como se entienden con una lengua específica. Pero los códigos de unos pueden no ser compatibles con los de otros, de la misma manera que el idioma de unos no es comprensible para otros (y sirve, dicho sea de paso, para discriminar al otro). Pareciera que es un problema de autoconciencia y que se asumiera ésta como si todo el mundo estuviera sicoanalizado o, para no meter una disciplina discutible para muchos, como si todo mundo estuviera en sus cabales y no fuera capaz de matar o robar por comida, agua o simplemente por defenderse de otros”. Rodriguez Araujo (2002c). 62 Las afirmaciones de Holloway “el objetivo de obtener el poder involucra inevitablemente una instrumentalización de la lucha” (2002:35) y “Una vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está perdida” (2002:36) son problemáticas. El mismo afirma que las cosas no “son” de manera inmutable, sino que, a la vez, expresan su negación. Entonces, si no hay “eseidades”, si no hay identidades, ¿por qué en este caso la lucha por el poder ES siempre vehículo para la instrumentalización? Si siempre estamos en contradicción entre lo que es y no es, si esta es la esencia para pensar en el cambio, ¿por qué, entonces, el objetivo de derrotar al poder es inalterablemente una vía segura a la instrumentalización de toda lucha? 63 Rodriguez Araujo (2002c) apunta: “¿De qué personas está hablando el autor? ¿De las que vemos en la calle avasallando a otras? ¿De las que regatean en los mercados, incluso a los indios que venden con grandes dificultades sus artesanías? ¿De las que tratan de ganar la delantera en un crucero de calles o que no respetan la fila para abordar un autobús? ¿De qué personas y de dónde habla Holloway? Las preguntas anteriores son a título de ejemplo, pero podría llenar cuartillas sobre personas, de todas las clases sociales y del mundo étnico, incluso del ámbito zapatista en Chiapas, que no toman o, en algún momento, no han tomado en cuenta la dignidad de las personas, ni siquiera en la vida cotidiana. Lo que John está suponiendo es que unas personas, no enajenadas por las relaciones de producción y de
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consumo del capitalismo, que no son influenciadas por la televisión, la radio, la escuela ni la familia, ni por tradiciones y usos y costumbres, crearán una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad. ¿Y de dónde saldrán esas personas? Es más, ¿dónde están? Quisiéramos conocer ese mundo ideal de personas buenas, honestas, altruistas, solidarias, sin ambiciones personales, desprendidas, bondadosas que crearán esa sociedad o, acaso, ¿serán esas personas comunes y corrientes, con mezquindades y egoísmos, competitivas y gandallas, las que crearán esa sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad?” 64 Esta postura tiene reminiscencias de lo planteado por Castoriadis ya en 1957, cuando decía que “La lucha del proletariado por el socialismo no es simplemente una lucha contra enemigos externos –los capitalistas y los burócratas–; es igualmente, e incluso más, una lucha del proletariado contra sí mismo, una lucha de la conciencia, de la solidaridad, de pasión creadora, de la iniciativa, contra la oscuridad, la mistificación, la apatía, el desaliento, el individualismo que la vida en la sociedad capitalista suscita renovadamente en el corazón de los obreros. La burocracia no ha caído del cielo ni ha sido pura y simplemente ‘impuesta’ al proletariado por el funcionamiento abstracto de la economía capitalista. También ha surgido de la actividad propia del proletariado, de los problemas que ha encontrado en el camino de su organización, del hecho de que en una etapa determinada de su historia sólo haya podido resolver esos problemas ‘delegando’ las funciones de dirección en una categoría específica de dirigentes”. Sin embargo, en este planteo de Castoriadis está implícita la necesidad de una profunda batalla ideológica, de confrontación de ideas, de esclarecimiento, que deberá ser encarada desde alguna forma colectiva capaz de disputar la visión dominante que, en palabras de Holloway “estalla adentro nuestro”. 65 Refiriéndose a la experiencia de las “fábricas recuperadas”, Mattini (2003) observa que “el aspecto más vital en la mayoría de estos emprendimientos es subjetivo. Un campo de prácticas sociales con contenidos potencialmente muy radicales en una forma productiva en apariencias ‘reformista’. En primer lugar la asimilación corporal del ‘se puede’; se pasa sobre el gran fetiche de ‘el poder’ para asumir el ‘poder hacer’ a pesar del ‘Poder’. Asimismo se registra un gran cambio en un aspecto poco tratado en todo enfoque sobre el trabajo: la tendencia, por la vía práctica, a cuestionar la jerarquización laboral, una de las consecuencias de la división del trabajo, como una de las ataduras subjetivas de la dominación. No se trata de desconocer las mayores o menores complejidades, las tareas que necesitan mayores o menores talentos, conocimientos o habilidades –incluso hasta reconocer razonables diferencias de ingresos– sino su desjerarquización social. Asumir que en un colectivo productivo desde el punto de vista social
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todos somos iguales. Este aspecto es una verdadera revolución, es de una radicalidad insospechada y sólo por ello vale la apuesta con todos los riesgos que conlleva. También aquí es donde las experiencias autónomas se tocan con el asambleísmo, porque ponen en la picota el mito central del Estado Moderno: la representación”. (Mattini, 2003) 66 De acuerdo a Michael Hardt (El laboratorio italiano, en Global en Español Nº 0, Buenos Aires, diciembre 2003), el éxodo puede ser entendido “como una extensión del concepto de ‘rechazo al trabajo’ a todo el conjunto de las relaciones sociales capitalistas, como una estrategia generalizada de rechazo o defección. La estructura del comando social lucha no con una oposición directa sino a través de la posibilidad de una línea de fuga. El éxodo es así concebido como una alternativa a las formas dialécticas de la política, donde demasiado frecuentemente los dos antagonismos bloqueados en la contradicción acaban por asimilarse el uno en el otro, como reflejos en un juego de espejos. La dialéctica política se construye por negaciones, el éxodo opera, más bien, a través de la separación. El Estado caerá, entonces, no gracias a un ataque masivo a su corazón, sino mediante un abandono de masas desde sus articulaciones, que vaciará sus capacidades de soporte. Es importante, sin embargo, que esta política basada en la separación constituye, simultáneamente, una nueva sociedad, una nueva república. Deberíamos concebir este éxodo, por lo tanto, como una retirada activa o una partida fundante, que repulsa el actual orden social y construye una alternativa”. 67 Para ellos, “la tragedia de la insurrección moderna es que la guerra civil nacional se transforma inevitablemente a su vez en guerra internacional, o más precisamente en guerra defensiva contra la burguesía internacional coaligada. Una guerra civil estrictamente nacional es prácticamente imposible a partir del momento que una victoria nacional desemboca en una nueva guerra internacional permanente (...) Con el declive de la soberanía nacional y el pasaje al Imperio, las condiciones que permitirían la insurrección moderna desaparecen, de tal forma que incluso hasta parece imposible pensar en términos de insurrección (...) En el seno de una sociedad moderna la insurrección sigue siendo una guerra de los dominados contra los dominadores, pero ahora esta sociedad tiende a ser la sociedad global ilimitada, la sociedad imperial como totalidad” (Negri-Hardt, 2002: 164) 68 En sus Doce tesis sobre el anti-poder, el Colectivo Situaciones (2001) expresa “Una política que está orientada hacia el estado reproduce inevitablemente dentro de sí misma el mismo proceso de separación [que el capitalismo genera], separando a los dirigentes de los dirigidos, separando la actividad política seria de la actividad personal frívola” (...) “Una política orientada hacia el estado, lejos de conseguir una cambio radical de la sociedad, conduce a la subordinación progresiva de la oposición a la lógica del capitalismo”
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Esto, a su vez, plantea otros problemas: “Toda política nacional se encuentra, en lo referente a la nación y el estado nacional, ante un dilema fundamental. No es fácil resolverlo. Se trata más bien de desarrollar una política democrática en el plano nacional-estatal y trascender al mismo tiempo ese marco. Esto significa que una política nacional debe ser a la vez internacionalista. Movimientos sociales y organizaciones políticas requieren de una base nacional. Pero son verdaderamente democráticos sólo cuando logran desarrollar conexiones internacionales de cooperación, que contrarrestan los mecanismos nacionales-estatales de dominación y opresión, es decir, creando estructuras políticas que sean a la vez democráticas y realmente transnacionales”. 70 Particularmente útiles son aquí los trabajos de Oscar Oszlak y Guillermo O"Donnell de comienzos de los 80. 71 Así, O'Donnell dice que "la arquitectura institucional del Estado y sus decisiones (y no decisiones), son por una parte expresión de su complicidad estructural y, por la otra, el resultado contradictorio y sustantivamente irracional de la modalidad, también contradictoria y sustantivamente irracional, de existencia y reproducción de la sociedad" (1984: 222). 72 Ya Rosa Luxemburgo, en su famoso folleto de debate con Edouard Bernstein, ¿REFORMA O REVOLUCIÓN?, afirmaba que “la reforma social y la revolución social forman un todo inseparable”, por lo que no habría, en principio, oposición entre ambas luchas. Sin embargo, la fundadora del Grupo Espartaco se encargaba de aclarar que si el camino ha de ser la lucha por la reforma, la revolución será el fin. 73 Al respecto, resulta pertinente la crítica que Guillermo Almeyra le formula al Subcomandante Marcos, quien en ocasión del surgimiento de las Juntas de Buen Gobierno manifestó que “los zapatistas optamos por ser pobres”. De acuerdo a Almeyra (2003) “Los indígenas que eligieron el zapatismo no eligieron la pobreza, que no es una virtud. El voto de pobreza pueden hacerlo algunos religiosos o algunos revolucionarios, pero no los campesinos ni los trabajadores, que quieren satisfacer sus necesidades, las cuales crecen con su cultura y su conocimiento de lo que podrían necesitar”. 74 Nicos Poulantzas (1980) explicitó así este dilema: “Cómo emprender una transformación radical del Estado articulando la ampliación y la profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades (que fueron también una conquista de las masas populares) con el despliegue de las formas de democracia directa de base y el enjambre de los focos autogestionarios: aquí está el problema esencial de una vía democrática al socialismo y de un socialismo democrático”. Erik Olin Wright (1983), por su parte, ha expresado al respecto que “Para que un gobierno de izquierda adopte una postura generalmente no represiva respecto de los 69
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movimientos sociales e inicie incluso una erosión, por pequeña que sea, de la estructura burocrática del Estado capitalista, son necesarias dos precondiciones: primera, es esencial que la izquierda se haga con el control del gobierno sobre la base de una clase obrera movilizada que cuente con fuertes capacidades organizativas autónomas; segundo, es importante que la hegemonía ideológica de la burguesía sea seriamente debilitada con anterioridad a una victoria electoral de izquierda. Estás dos condiciones están dialécticamente ligadas”.
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