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PEDRO MARTÍNEZ MONTÁVEZ

hizo por entonces: «Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy día, integrar para reinar en América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera a dividirnos con los mismos fines». ¿No viene a decir lo mismo que el texto de Sir Percy Cox con el que abrí esta exposición? Sí, porque el Maxreq árabe islámico tiene también «las venas abiertas». ¿Tendrán que seguir estando sometidos a esa especie de maldición implacable que denunció el grandísimo poeta sirio Nizar Qabbani: «Ningún árabe es superior a otro árabe excepto en la desgracia»?

Pedro Martínez Montávez (Jódar), arabista, es Catedrático Emérito de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue su primer Rector democráticamente elegido, en 978. Tras obtener su licenciatura en Filología Semítica y en Historia y su doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, Martínez Montávez fue entre 958 y 962 director del Centro Cultural Hispánico (actual Instituto Cervantes) de El Cairo y, al mismo tiempo, director de la Sección de Español en la Facultad de Lenguas de la universidad cairota. Tras regresar a España, impartió clase en la Universidad Complutense de Madrid y, ya como catedrático, en la Universidad de Sevilla y, a partir de 97, en la Universidad Autónoma de Madrid. Además de su dilatada actividad docente, la aportación intelectual de Martínez Montávez en forma de ensayos, libros y artículos es inmensa, aportación a la que hay que añadir la de haber sido traductor de los principales autores árabes contemporáneos, en particular de poetas. Sus más recientes artículos de opinión pueden encontrase en la edición digital de El Mundo.

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Santiago Alba Rico

La perversión aritmética Hay misteriosas proporciones estadísticas que, arbitrarias o no, iluminan conexiones dolorosas y hasta acusatorias. ¿Qué relación hay entre el uso de pesticidas sintéticos y la disminución de las colonias de abejas en EE.UU.? ¿Entre el nivel de estudios y la longevidad? ¿Entre el aumento de la obesidad occidental y el adelgazamiento del hielo polar? El 5 de febrero del año 2003, un mes antes de que las primeras bombas cayeran sobre Bagdad y (re)comenzara con ellas el cómputo de cadáveres, millones de personas en todo el mundo salieron a la calle a clamar su humanidad contra la invasión. No había muerto aún nadie y las plazas bullían ya de voces:  millón en Madrid, otro en Barcelona, otro en Londres y otro en Roma, cientos de miles en Nueva York, en Berlín, en Tokio, en Valencia, en París. Un año después, en el primer aniversario de la invasión, habían muerto en Iraq al menos 0000 civiles —según un cálculo de Amnistía Internacional— y solo 70 000 personas se manifestaron en Madrid, 50 000 en Barcelona, un poco más en Roma, 25000 en Londres, 0 000 en Nueva York y París. Dos años después, en el segundo aniversario de la invasión, habían muerto al menos 00 000 iraquíes y, en virtud de esta enigmática relación proporcional, se manifestaron 45000 personas en Londres, 2 000 en Roma, 3000 en Barcelona. Tres años después, cuatro


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años después, cinco años después, a medida que el número de víctimas ha ido aumentando —a 600000, a 700 000, a 800000— el número de manifestantes en todo el mundo no ha dejado de disminuir. Hoy la cifra de muertos iraquíes ha superado el millón, tantos como madrileños vivos se reunieron en febrero del 2003 para tratar de impedir la invasión. Unos y otros han desaparecido. Dolorosa y hasta acusatoria conexión: se diría que la misma violencia que ha matado a un millón de iraquíes en cinco años ha descontado un millón de europeos de las calles de Madrid, Londres y París; cada muerto se ha llevado de la mano a un vivo; cada cadáver en Bagdad y Faluya ha dejado un hueco en Barcelona y Berlín. ¿Qué relación hay entre la multiplicación de los muertos y la desmovilización de los vivos? ¿Entre el aumento cuantitativo de las víctimas y la degradación cualitativa de los mirones? ¿Entre un niño menos y una indiferencia más? La conclusión de un extraterrestre podría ser esta: los europeos se manifestaron a gritos en el año 2003 porque EE.UU. todavía no habían matado a nadie en Iraq; ahora que han matado ya a un millón, se han quedado tranquilos. Cuando maten a un millón más, se sentirán contentos. Y cuando maten a tres millones, volverán a salir a la calle, ahora a aplaudir la Ocupación. Poco importa si esta conexión es manifiestamente absurda; lo que importa es que nos conecte (a algo, a alguien, en alguna parte); lo que importa es que nos obligue a preguntarnos por el poder de las grandes cifras. Según la organización estadounidense Opinion Research Business, en febrero de 2008 habrían muerto, como consecuencia de la ocupación, 033239 iraquíes —y solo los últimos nueve, tan concretos, son como un hachazo en la conciencia. Desde que somos niños,

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nuestros padres, nuestros profesores, nuestros gobiernos nos insisten en que la violencia es inútil, en que la violencia no sirve para nada, en que la violencia no reporta jamás ningún beneficio. Es cierto para las violencias pequeñas. El sentido común no acepta de buen grado que se viole a un niño, se apalee a una mujer o se acuchille a un anciano. Pero se pasa del escándalo a la resignación, cuando no a la fascinación, si se trata de 500 000 niños, 500000 mujeres y 500000 ancianos. Como las grandes deudas, las grandes violencias se suprimen a sí mismas, justifican su existencia a partir de sus propias condiciones de posibilidad, se legitiman en la acción misma de su despliegue: la propia cifra muestra la autoridad del criminal al mismo tiempo que la insignificancia de su víctima. El que mata a un millón de personas vale un millón de veces más que el que muere una sola vez en medio de esa gravilla a la que suma su cuerpo y que, por su propio exceso, solo admite un registro estadístico. El gesto mismo de suprimir un conjunto ilumina la irrelevancia —y reemplazabilidad— de los individuos que forman parte de él. Por muy banal que nos parezca, es necesario insistir en la contradicción esencial entre numerar y nombrar. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos dice en la obscuridad: «Han matado a Pedro». Puede que luego descubramos con alivio que el mensajero se ha equivocado de dirección y que no conocemos a la víctima, pero este «han matado a Pedro» desencadena en nosotros, antes de cualquier reflexión, una sacudida de horror, un dolor penetrante muy abajo y muy en el centro, en los aledaños de nuestro propio nombre. Es que nos impresiona que un desconocido se llame Pedro. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos revela: «Han matado


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a Ahmed». Esto ya nos impresiona un poco menos porque Ahmed es precisamente un nombre desconocido o, si se quiere, el nombre de lo desconocido. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos anuncia: «Han matado a cinco». Esto nos impresiona aún menos, pues «cinco» no es más que una manera de representarnos los dedos de una mano. En esta escala descendente, sin embargo, todavía podemos recibir una noticia que nos impresione aún menos, una información que nos rodea sin tocarnos, que nos deja siempre fuera, que no podemos coger ni con un nombre ni con una mano. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz temblorosa nos informa: «Han matado a un millón». ¡Un millón! Son tantos que nos hacen reír; son tantos que ya nos parecen pocos. Por encima de ciertas cifras, cuando se nos acaban los dedos (o el árbol genealógico o las letras del alfabeto) el número es solo un vicio y no podemos parar de contar. Es el salto mental a la infinitud, ese desprendimiento místico de las cosas que encontramos por igual, bajo la forma de una perversión aritmética, en la voluntad económica de acumulación y en la voluntad deportiva del récord (cuya unión subjetiva, por cierto, resume con mucha exactitud el motor psicológico del capitalismo). Nombrar tiene los límites del mundo; contar solo los del número. El donjuanismo, por ejemplo, no es la pasión gozosa por las mujeres sino la manía agotadora de contarlas; la codicia no es la pasión acumulativa de adquirir riquezas sino la tentación imperativa de contar monedas; el militarismo, por su parte, no es la pasión criminal de matar enemigos sino el gusto morboso de contar los muertos. Lo que tienen en común estas tres perversiones aritméticas —el donjuanismo, la avaricia, el belicismo— es el desprecio místico por los otros y eso

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no tiene final, no acaba nunca, siempre quiere sumar un cero más. No se puede ir más allá del nombre; no se puede salir nunca del número, por el que rodamos pendiente abajo, sin encontrar satisfacción, de una cifra a otra mayor, en pequeños guarismos interminables siempre inferiores al infinito. La paradoja de la «guerra humanitaria» —dicho sea de paso— es que ha inyectado el número en las venas del pacifismo, y ahora somos los buenos, los sensibles, los humanos, los que pedimos dosis cada vez mayores. «Nosotros no contamos a los muertos», declaraba el general Franks tras los primeros bombardeos de Afganistán en el año 200. No es que despreciase tanto a sus víctimas que no se molestase en contarlas; tampoco es que se jactase de que fuesen incontables; es que el «humanitarismo» de la misión obligaba a matar cuerpos y al mismo tiempo a ocultar su número. En otros tiempos, cuando la guerra era tan noble y romántica como ahora lo es el vegetarianismo, el soldado podía exhibir con orgullo las muescas marcadas en la culata de su fusil, y contarlas una y otra vez con el mismo embeleso con el que el enamorado cuenta los lunares en la espalda de su amada. Hoy, afortunadamente, ya no se pueden reivindicar el lebensraum o la raza, pero este progreso innegable, que no impide seguir matando, reprime en cambio la exhibición deportiva de los botines de guerra. La Historia de Tito Livio está llena de cifras increíbles de enemigos muertos a manos del ejército romano; hoy el recuento lo hacen organizaciones médicas y observatorios humanitarios contra el pudor culpable de los informes oficiales. La perversión aritmética del militarismo debe embridar su acucia contable y ocultar los cadáveres, lo que induce del otro lado —del de la verdad y la defensa de las víctimas— la exigencia de un


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recuento y, enseguida, la inevitable complacencia en la formidable capacidad asesina del ocupante. Mientras que los que matan son contenidos en su pasión aritmética por el «humanitarismo» políticamente correcto, los buenos, los sensibles, los humanos, acabamos cediendo, contra los asesinos, a la tentación vertiginosa de los números propia del militarismo. El testigo extraterrestre de nuestras protestas en Occidente tendría quizás razón: los que aún salimos a la calle para clamar contra la guerra demandamos en realidad un muerto más, mil muertos más, cien mil muertos más; queremos cifras más altas que poder reprochar al imperialismo; nos complacemos en arrancar al criminal una verdad que ha arrancado del mundo a un millón de iraquíes. No nos basta ya un millón. Un millón son pocos. Un millón es una cifra pequeña, siempre por debajo de la maldad infinita del enemigo. Queremos otro y otro y otro, para desnudar su radical ignominia y reforzar nuestras razones contra él, sin comprender que —paradoja dentro de la paradoja— nuestro militarismo contable, a medida que asciende la escala de los números, atenúa sin querer la existencia de las víctimas y amortigua, por lo tanto, la fuerza de nuestra denuncia. La destrucción de Iraq destruye implacablemente también el espíritu de los buenos, los sensibles, los humanos: ya que no podemos derrotarlo, nos alegramos de que el imperialismo sea tan inhumano, y esta alegría, con su expresión contable siempre insatisfecha, acaba por imprimir al pacifismo occidental, a poco que nos descuidemos, el mismo desprecio místico por el otro que caracteriza al donjuanismo, a la codicia y al belicismo.

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El nombre o la vida Hay que huir, sí, de las cifras espectaculares lo mismo que de las imágenes espectaculares. El nombre es el ancla con que los cuerpos a la deriva se enganchan a la realidad. El número los desengancha de nuevo. Podemos afirmar simultáneamente los nombres de Ahmed y de Reduan, pero no podemos sumarlos sin negar lo más propio de cada uno de ellos: precisamente su nombre propio. El paso del nombre propio al nombre común, que es la condición del socialismo, es la condición también de toda contabilidad y, por eso mismo, de toda manipulación colectiva, para el bien y para el mal. Desde el comienzo de la invasión, EE.UU. ha matado en Iraq a un millón. Un millón, ¿de qué? ¿De hombres? No, pues no se mata tan fácilmente, no mueren de esa manera, en nidadas o a puñados, sino los animales inferiores, los insectos notablemente, moscas u hormigas, que pueden exterminarse de un pisotón. ¿De hayyis? Así es como el ingenio despectivo de los marines llama a los iraquíes, apelativo de una especie paralela caracterizada por sus extraños hábitos religiosos. ¿De perros o conejos? Quizás, a juzgar por la contratación por parte del Pentágono —informa en septiembre del 2007 el National Defense Magazine— de cazadores que incorporen la experiencia de las sabanas de África al entrenamiento de los soldados ocupantes. El paso del nombre propio al nombre común o, más exactamente, el uso del nombre propio como nombre común, a modo de operador clasificatorio, ha constituido siempre uno de los expedientes espontáneos del racismo: el colonialismo europeo dividió cómodamente el mundo árabe en «Fátimas» y «Mohamades» para no tener que reconocer ninguna individualidad


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a los nativos y confirmar así —pues respondían a la llamada— que en realidad no la tenían. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta y una voz anuncia: «Han matado a una Fátima», y la imaginamos —a la «fátima»— sin mucho entusiasmo, perseguida quizás por los tejados, colándose por una grieta de la cocina, arrinconada finalmente en una despensa. Y si la voz nos dijera: «Han matado a un millón de Fátimas», la sensación que nos acometería de inmediato es la de que, en efecto, había demasiadas. El paso de lo representable a lo contable se acomete también en Iraq a través de la homonimia criminalizadora. El nombre propio se convierte —a tal punto ha llegado la destrucción— en el signo individual de un pecado colectivo, en una mancha común de nacimiento que hay que borrar tachando el cuerpo que lo porta. En junio de 2006, en pleno paroxismo de los escuadrones de la muerte —cobertura sectaria de la guerra contra la resistencia—, cuando las calles de Bagdad amanecían cubiertas de cadáveres torturados, la sombra estremecedora de una «cacería de nombres» venía a replicar y prolongar el nihilismo de las grandes cifras. Una mañana —escribe el periodista Nir Rosen— se encontraron 4 cuerpos, todos con sus carnet de identidad en el bolsillo, todos llamados Omar. Omar es un nombre sunní. En Bagdad, en estos días, nadie corre más peligro que lo hombres llamados Omar. Otro día un grupo de cuerpos aparece con las manos plegadas sobre el vientre, la mano derecha sobre la izquierda, postura típica de la oración sunní. Es un mensaje. En estos días mucho sunníes están adquiriendo papeles falsos con nombres neutrales. Las milicias sunníes se toman la revancha, paran los autobuses y piden los

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carnés de identidad a los pasajeros. Los que pertenecen a la religión chií son ejecutados .

La guerra contra los hombres es inseparable de la guerra contra los nombres: hacer desaparecer los cuerpos y hacer desaparecer, al mismo tiempo, las letras de Omar, de Ozman, de Abu Bakr, de Aicha y —del otro lado— de Husein, de Abdul Zahara, de Fátima, de Zohra. De pronto, en medio de la noche, llaman a la puerta, y Omar oye una voz temblorosa que le anuncia desde el zaguán: «Han matado tu nombre». El desprecio aritmético desde el aire va acompañado en Iraq de esta presión brutal a ras de tierra cuyo efecto desconfigurador es el más radicalmente concebible: la autonegación. Es difícil imaginar una violencia más eficaz que esta que obliga a un ser humano a arrancarse su propio nombre como si fuese un tumor maligno o un parásito mortal, a quitárselo de encima como quien se sacude un animal de presa o el fuego que ha prendido en la ropa. La destrucción de Iraq apunta a la raíz misma de la identidad, al lazo mismo donde se anudan la individualidad y la historia: los iraquíes ya no quieren llamarse por sus nombres, ya no quieren su propio nombre. La Ocupación los ha parado en la calle y les ha puesto un cuchillo en el cuello: el nombre o la vida. Pero sin nombre sólo queda precisamente la sombra llamada carne —la cosa más vulnerable del mundo— que cualquiera puede derribar sin escándalo y sin peligro.

En: <http://bostonreview.net/BR3.6/rosen.php>. Niser Rosen es un periodista nacido en Nueva York y que ha trabajado en Iraq sobre el terreno durante más de un año. En castellano, puede leerse la entrevista que le hizo Eric Ruder publicada por IraqSolidaridad: <http://www.nodo50. org/iraq/2006/docs/ocup_2-2-06.html>. 


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Los medios justifican los fines Las cifras altas se justifican a sí mismas; las cifras altas se autofecundan sin descanso; las cifras altas rentan siempre intereses más altos. Violar a un niño es inaceptable; violar a 500000 se puede intentar comprender: alguna razón habrá. Apalear a una mujer es un delito; apalear a 500 000 es una acción loable que se recompensa entregando al agresor un país entero, los recursos de una nación, el PIB de todo un continente. Para poder matar a un hombre impune y provechosamente hay que acumular —y eventualmente utilizar— medios y poder suficientes para matar a cien, a cien mil, a un millón. Nos inclinamos respetuosa y admirativamente ante ese poder, cuya disciplina y contención agradecemos, pero cuya manifestación mortal exigimos como condición de nuestra indulgencia. Ese es, en realidad, el sentido oculto de los llamados «efecto colaterales», sin los cuales —paradójicamente— ninguna acción imperialista encontraría jamás apoyo o justificación. La única manera de dar legitimidad a un asesinato es asesinar, junto al blanco expresamente señalado, a todos los vecinos del edificio, a todos los habitantes de la ciudad, y quedarse, no solo con la cartera del muerto, sino con todas las tierras y todas las riquezas del país. De esta manera, los asesinos tienen que resignarse a hacerse ricos y dominar el mundo si quieren que los perdonemos —y hasta les aplaudamos— por hacerse ricos y dominar el mundo. En marzo del 2006, Democracy Now entrevistaba al general Bernard Trainor, de la Marina estadounidense, a quien Juan González pedía que confirmara «si existía una decisión en la voluntad del general Franks de permitir daño colateral o víctimas civiles, pero que la regla era que si las muertes previstas pasaban de 30 civiles, se

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requería la aprobación del propio secretario Rumsfeld». La tranquilidad mansueta de la respuesta resulta tanto más estremecedora por cuanto que procede de un militar crítico con la invasión. Sí, Juan. Usted sabe, esto realmente no es inusual. Cuando usted define una lista de blancos, tiene que dar prioridades y asignarles valores. Y usted tiene que sopesar ese valor del blanco contra otras circunstancias, que incluyen daño colateral en términos de daño estructural y de pérdidas de vidas humanas, y usted entonces toma una decisión en cualquier métrica que desee utilizar, y en estos casos está establecido utilizar la métrica de 30 víctimas civiles para los blancos de muy alto valor, y entonces usted la aplica a su juicio en un momento específico 2.

La asunción premeditada y rutinaria de las víctimas civiles en nombre de lo que el ultraliberal Hayek llamaba «el cálculo de vidas» señala sin duda —por no hablar de la moral— el carácter antijurídico e ilegal de los bombardeos sobre Iraq, contrarios a todos los acuerdos y convenios internacionales firmados desde 927. Conforme a la regla enunciada por el general Trainor, Sadam Husein fue perseguido desde el aire a partir del primer día de la invasión por aviones que descargaban sus bombas sobre las casas y los restaurantes de Bagdad donde supuestamente se encontraba escondido; y paradójicamente el presidente iraquí fue el único que sobrevivió y el único también al que se concedió la gracia de un juicio —injusto, ridículo y atroz— antes de ejecutarlo. Pero la asunción premeditada y rutinaria 2 En inglés: <http://www.democracynow.org/2006/3/7/michael_gordon_and_general_bernard_trainor>; en castellano: <http://www.rebelion. org/noticia.php?id=28883>.


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de las víctimas civiles, que suspende de hecho todos los principios del derecho, señala también el carácter propagandístico, legitimador, del bombardeo, y esto hasta el punto de poder afirmar que las operaciones aéreas que han destruido y destruyen Iraq no se ejecutan a pesar de sus «efectos colaterales» —en nombre de objetivos superiores— sino porque sin ellos todos los objetivos aparecerían, como realmente lo son, inferiores e ilegítimos. La violación de la ley se justifica por su propia y aparatosa ejecución, por los excesos aparentemente secundarios de un poder total que se reprime a sí mismo, por la exhibición mortal de medios excedentarios al cumplimiento de la misión oficial. No es que las víctimas civiles constituyan el «efecto colateral» inevitable de la supresión de Sadam Husein (o de Ahmed Yasin en Palestina, o de tantos otros asesinados por EE.UU. e Israel); es que la supresión de Sadam Husein sólo nos parece justa, legítima, digna de una recompensa, porque mata al mismo tiempo innumerables víctimas civiles. Es la acumulación de muertos inocentes alrededor la que ilumina retrospectivamente la maldad del «blanco» y la necesidad racional de la intervención. ¿Cien? ¿Mil? ¿Un millón? Cuanto mayor es el número más parece reprimirse EE.UU.; cuanto mayor es el número más inclinados nos sentimos a buscar y encontrar una razón honorable. Los medios, sí, justifican todos los fines. No importa si es el petróleo de Iraq lo que busca EE.UU., con tal de que mande 60000 soldados, lance 28000 toneladas de bombas y mate a 000000 de personas para conseguirlo.

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La tentación de los cuerpos El efecto colateral de los «efectos colaterales» es un plus simbólico de «autoridad», si se quiere, metafísica. Las cifras altas, que borran la identidad irreemplazable de las víctimas, justificando así su superfluidad, realzan la necesidad ontológica del verdugo. Un millón de muertos no se pueden hacer a mano; en su propio exceso impersonal resplandecen deslumbrantes esas «condiciones de posibilidad» —tecnológicas y económicas— ante las que inclinamos, como ante el cielo de Kant pero al revés, nuestra aterida finitud. Cada vez que estalla, la cólera de Dios incendia las estrellas. Antes de toda cristalización ideológica y de toda formulación política, la «autoridad» y «legitimidad» de Ben Laden, verdadero replicante de Bush, se basa en el acto fundacional de un derecho sobrenatural, porque procede, no del Corán, no, sino de un apocalipsis tecnológico: la destrucción de las Torres Gemelas: demasiado espectacular y demasiados muertos como para que no nos inspire respeto. No es extraño que inmediatamente y de una forma espontánea se impusieran entre el público y entre los periodistas esquemas de interpretación —y de reacción— de naturaleza religiosa o metafísica, según un modelo fácilmente explotable por ambos contendientes que, a medida que multiplica las víctimas, va debilitando las resistencias jurídicas y racionales de la población. Entre Al-Qaeda y EE.UU. —a costa de Afganistán, de Iraq y del resto del mundo— se ha desencadenado una pugna de «autoridad» metafísica, al margen de la legalidad y la moral, regida por la lógica del potlach y el récord mundial, la cual obliga a sobrepujar sin descanso el número de muertos; una carrera siniestra de acumulación legitimadora que exige, de un


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lado y del otro, como medio de autojustificación, la superación permanente de los niveles, propios y ajenos, de destrucción. Paradójicamente —o quizás no— es la dimensión tecnológica de la destrucción, conductora de una potencia impersonal sin precedentes y proa de un poder económico apabullante, la que facilita, intensifica y normaliza el retorno de la «autoridad» metafísica como fuente de legitimidad y filiación. En este sentido, el bombardeo aéreo, fundación religiosa del crédito político de Ben Laden, da una ventaja inestimable al imperialismo estadounidense (y al israelí), que imitan a Dios ininterrumpidamente en Afganistán, Iraq y Palestina. Frente a la autoridad metafísica de la destrucción tecnológica, con sus «efectos colaterales» legitimadores, existe siempre la tentación y el peligro de reintroducir los cuerpos, esa máquina antigua, superada, escondida, sobre la que construyeron la vieja moral nuestros antepasados y que —biodegradable y sin posible sustitución en el mercado— constituye para los occidentales una fuente al mismo tiempo de fascinación y de vergüenza. Los soldados estadounidenses, acostumbrados a matar desde lejos y desde el aire, sueñan por las noches —nos cuenta Slavoj Zizek— que atacan con sus propias manos, de cerca y a cuchillo, a esos iraquíes que raramente ven: la liberación del trauma del contacto es más traumática que el contacto mismo. Pero eso es precisamente lo que no deben hacer. Como comprobamos todos los días, los bombardeos nos resultan no solo tolerables sino incluso hermosos; siempre pedimos más, siempre queremos más, y no nos dañan ni la vista ni el alma. Lo que tuvo un efecto radicalmente deslegitimador para EE.UU., lo que su gobierno trató de ocultar o relativizar por todos los medios, fueron las torturas de Abu Ghraib denunciadas a principios del año 2004 y

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recogidas en fotografías que daban testimonio de esta tentación antigua de los cuerpos anidada en la civilización (mientras alimentaban, también, una cierta percepción «turística», perversa y nihilista, de la Ocupación). Era el gran fracaso —y el exutorio— de una sociedad que se reconoce en el vuelo de los aviones y en la velocidad digital, en la circulación del capital financiero y en las prótesis de silicona, en la omnipotencia de la medicina y en la palingenesia del mercado, y que ahora tenía que reconocer en voz alta: tenemos cuerpo y matamos con él. La respuesta de los misteriosos grupos salafíes que comenzaban a penetrar el campo abonado por la Ocupación se produjo intencionadamente en el mismo terreno desautorizado, menos por venganza que para prolongar esta conmoción. Las horribles decapitaciones en directo de rehenes occidentales servidas por todas las cadenas de televisión y todos los portales de internet desplazaban el combate —siempre en perjuicio de Iraq y del resto del mundo— de la «pugna de autoridades», tecnológicamente bíblica, a la pura desacralización de la barbarie. El mensaje —intencionado o no— iba dirigido a los occidentales: tenéis cuerpo y podemos quitároslo. E iba dirigido también a los musulmanes: tienen cuerpo y podemos matárselo. La legítima resistencia contra la Ocupación, y la Ocupación misma, comenzaba a quedar oculta bajo este diálogo mortal entre pares negros, entre iguales siniestros. Para poder destruir Iraq con legitimidad es necesario precisamente destruirla salvajemente, aparatosamente, entre la metafísica y la barbarie. La destrucción de Iraq es la destrucción en todas partes de alternativas éticas y políticas. La vertiginosa impersonalidad de las cifras altas funda una dimensión metafísica amoral, por encima de los cuerpos, que solo puede ser combatida


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de manera inmoral reintroduciendo bárbaramente los cuerpos. De lo que se trata es de que nadie se acuerde, de que no quede nadie que se acuerde de introducir —ni en Iraq ni en ninguna otra parte— un poco de racionalidad y de moral.

Escuelas y mercados La destrucción de Iraq anuncia al mundo con voz rotunda este mensaje: solo la violencia es útil, solo la violencia reporta beneficios. Se dirá que EE.UU. no ha conseguido vencer a los iraquíes, pero está por demostrar que su verdadero propósito no sea sencillamente derrotarlos; es decir romper el espinazo a una sociedad que había resistido, con dignidad acorazada, casi 3 años de criminal bloqueo. Un millón de muertos y cinco millones de desplazados, con la desarticulación integral concomitante, dan toda la medida de un éxito perfectamente compatible con la pérdida de 4000 hombres y algunos reveses militares y geoestratégicos sobre el terreno. A principios de abril del año 2003, el sargento Sprague, abriéndose camino hacia Bagdad como hacia la luna, en medio de los cadáveres de los extraterrestres derribados en las cunetas, se quejaba de que «esta gente carece de lo más elemental». Después de «tragarse» todo el desierto desde Basora, decía, «todavía no he visto ni un centro comercial ni un restaurante donde comerme una hamburguesa», mientras que en su pueblecito de Virginia —contraste civilizado— «tenemos nuestro McDonalds a un extremo del pueblo y nuestro Hardee’s en el otro». En octubre del mismo año, como respuesta a

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las plegarias del sargento Sprague, se celebró en Londres una conferencia internacional a la que acudieron 45 multinacionales, entre ellas McDonalds, atraídas por el título de la convocatoria: «Hacer negocios en Iraq: cómo relanzar el sector privado». A pesar del «clima poco favorable para la inversión» —fruto del caos y la pobreza—, hoy pueden encontrarse algunos de estos productos culturalmente superiores en la Zona Verde de Bagdad y, por supuesto, en las bases estadounidenses de la ciudad. En noviembre de 2007, David Smith, periodista de The Guardian, cenó en el comedor principal de Camp Striker, «una amplia tienda de campaña que ofrecía una selección de ensaladas, platos fuertes y postres, todo ello servido por trabajadores extranjeros, muchos de ellos procedentes del subcontinente indio». Al día siguiente, desayunó en Camp Liberty, una de las bases principales, en cuya «área moral» ofrecen sus servicios Burger King, Cinnabon, Popeye’s Chicken & Biscuits y Seattle’s Best Coffee, en una atmósfera descrita por el periodista inglés como «una especie de simulacro prefabricado de EE.UU. que reúne en el desierto Disney World con Platoon» 3. Allí pueden encontrarse también servicios de arreglos y bordados, barbería, belleza, electrónica, tiendas de regalos, joyerías, tecnología Magic Island, tiendas de alfombras, de fotografías e incluso un concesionario de automóviles. La violencia mantiene abiertas estas rendijas morales que prefiguran el risueño capitalismo que sueña para Iraq el sargento Sprague y cuya superioridad manifiesta se impone, naturalmente, allí donde un millón de personas han dejado de existir. La misma violencia que abre centros comerciales en la Zona Verde cierra las escuelas fuera de ella. Cua3

En: <http://www.guardian.co.uk/world/2007/nov//iraq.usa>.


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tro millones de niños huérfanos iraquíes, armados de dientes, buscan comida en la basura (Ahmed Safar, de siete años, duerme con sus hermanos a la intemperie y merodea en los semáforos pidiendo limosna: «A veces cuando insisto me pegan»). Miles de niños iraquíes, abandonados en las calles, se drogan con pegamento o disolventes químicos, cuando no con cocaína y marihuana, hoy fácilmente accesibles por gentileza de la Ocupación (Sami Rubaie, de 2 años, vive en las calles de Bagdad y para poder pagarse el pegamento tiene que prostituirse: «me echo a llorar cada vez que un hombre tiene relaciones sexuales conmigo y me suelen golpear porque lloro») 4. Todos los meses, 25000 niños iraquíes huyen de sus casas y 750000 están viviendo ya en campos de refugiados (Diana, de nueve años, mueve convulsivamente la cabeza, en una maniaca negación involuntaria, desde los bombardeos sobre al-Qaim) 5. Solo en el año 2007, 350 niños fueron detenidos por las autoridades militares (Zaynab, de 2 años, encerrada en Abu Ghraib, llama a su hermano de noche gritando: «¡Me han desnudado y echado agua encima!») 6. Solo en el año 2005, 22000 niños iraquíes murieron antes de cumplir cinco años y uno de cada tres niños sufre desnutrición aguda. Todo esto, en cualquier caso, no es tan malo como parece; también tiene sus ventajas; es el precio que hay que pagar para destruir el futuro mental 4 Las historias de Ahmed Safar y Sami Rubaie, junto con otras no menos ignominiosas, pueden leerse en el informe de IRIN de enero de 2007 «La infancia en Iraq: drogas, prostitución y mendicidad», en <http://www. nodo50.org/iraq/2007/docs/econ_5-02-07_ninyos.html>. 5 La historia de la pequeña Diana, junto con otras más terribles aún, puede leerse en I. A. Jamás, Crónicas de Iraq, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 2006. 6 Esta y otras historias igualmente espeluznantes pueden leerse en <http://www.nodo50.org/iraq/2004-2005/docs/represion_8-08-05.html>.

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de Iraq: UNICEF calcula que en el año 2006, a causa del terror de la Ocupación, 760 000 niños iraquíes fueron privados de la educación primaria y otros 220 000 vieron interrumpidos sus estudios en 2007. Al menos el 30% de los niños iraquíes no asiste ya a la escuela. Pero dejemos que un nombre ancle en la realidad todos estos números excesivos. Se llama —o se llamaba— Samir Ibrahim y escribía estas líneas en febrero de 2007: Tengo  años y soy hijo único. Soy estudiante en la Escuela Primaria Mansur de Bagdad. Últimamente me he sentido muy solo en mi clase. Esta semana fui el único estudiante ya que mis compañeros, por diferentes razones, no vinieron a la escuela. Desde el mes de septiembre pasado, tres de mis compañeros han sido secuestrados y otros dos asesinados. Uno murió junto a su familia en su casa y el otro fue víctima de la explosión de una bomba hace un mes. Los demás han huido junto a sus familias hacia Jordania y Siria o sus familias les han prohibido venir a la escuela por miedo a que algo pueda sucederles. Vivo muy cerca de la escuela. Puedo caminar y llegar en dos minutos. Mi madre me lleva y me recoge todos los días. Ella reza todo el camino hacia la escuela y me dice que no tenga miedo. Me dice que al menos estoy estudiando y que un día voy a ser un hombre importante y dejaré Iraq para siempre. Todos los días le pasa algo a algún niño de mi escuela y al día siguiente todas las aulas se quedan vacías y permanecen así por lo menos una semana. Las familias y los profesores tienen miedo y desesperación. Muchos de nuestros profesores han dejado la escuela. He oído que algunos han viajado al extranjero y otros han dejado de trabajar por razones de seguridad aconsejados por sus familiares. Los extraño a todos. Echo de menos los días en que solíamos correr por la escuela y regresar a casa por nuestra cuenta, sin preocuparnos por la violencia.


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Esta semana le pedí a mi madre quedarme en casa también ya que era el único niño en la clase, pero ella insistió en que fuera a la escuela. Estoy asustado, pero debo obedecer a mi madre. Éramos 2 estudiantes y hoy soy el único en el aula 7.

Los otros veinte, ¿dónde están? Unos muertos, otros heridos, otros exiliados, otros abandonados en la calle y otros sencillamente aterrorizados. En diciembre de 2006, Haifa Walid, que vive (o vivía) en el populoso barrio bagdadí de Adamiya, amurallado hoy y étnicamente desinfectado, explicaba por su parte por qué no iba ya a la escuela: «Prefiero ser analfabeta a morir»: Tengo diez años pero hace tres que no asisto al colegio; me siento aterrada por las matanzas que se suceden en Iraq. Muchos de mis amigos han sido secuestrados o asesinados. Desde que cumplí los cinco años he asistido a la Escuela de Enseñanza Primaria y Secundaria. Allí he hecho muchos amigos, pero desde el año pasado muchos de ellos han huido de Iraq con sus padres o han dejado el colegio porque sus familias tienen miedo por ellos debido al aumento de los secuestros y asesinatos de niños y profesores. Sueño con irme de Iraq pero es tan solo un sueño porque mis padres son demasiado pobres para poder hacerlo. Algunas veces creo que me voy a volver loca de la angustia que tengo en la cabeza y las presiones que me llegan por todos lados, especialmente de mi madre, que insiste en que tengo que ir al colegio para llegar a ser alguien importante. Dentro de mí sé que lo único que deseo es mantenerme lejos de toda esa violencia. La vida es muy dura y la educación va de mal en peor. En inglés: <http://electroniciraq.net/news/2868.shtml>; en castellano: <http://www.rebelion.org/noticia.php?id=4604>. 7

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Los profesores están todo el tiempo aterrados y muchos de ellos han dejado el colegio tras recibir amenazas, lo que nos hace tener más miedo aún. Quiero quedarme en mi casa porque de alguna manera me siento más a salvo. Prefiero ser analfabeta a morir o ver cómo matan a un amigo frente a mí o que puedan secuestrarme y enviar mis orejas a mi familia como le sucedió a uno de mis mejores amigos hace tres meses 8.

Los dos niños, Haifa y Samir, se refieren al terror de los maestros, que abandonan las escuelas, o incluso el país, para tratar de evitar la suerte que ya han corrido tantos compañeros suyos. El 9 de mayo de 2007, un grupo armado desconocido asaltó la escuela primaria de al-Jalis, en Baquba, ató al maestro Yaafar al-Anbaqi y a su mujer, también maestra, y los asesinó de un tiro en la cabeza delante de sus alumnos. En las mismas fechas, otros ataques a centros escolares despoblaron las aulas de la región. Antes, en enero, en Bagdad, la escuela de niñas de al-Julud había sufrido una agresión semejante. Desde el principio de la invasión estadounidense, los atentados contra docentes se han multiplicado: en el año 2006 eran al menos 3 los maestros asesinados en todo Iraq desde el inicio de la ocupación. La violencia premeditada, directa o indirectamente imputable a las fuerzas ocupantes, recorre toda la escala del sistema educativo iraquí. El 6 de enero de 2007 dos explosiones causaron 65 muertos en la Universidad al-Mustansiriya de Bagdad, la mayor parte estudiantes y profesores, y produjo 40 heridos. Tampoco es un he8 En inglés: <http://www.irinnews.org/report.asp?ReportD=5697&S electRegion=Middle_East&SelectCountry=IRAQ>; en castellano: <http:// www.rebelion.org/noticia.php?id=44742>.


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cho aislado. La Campaña Estatal contra la Ocupación y por la Soberanía de Iraq (CEOSI) recoge en su página web el nombre de todos los profesores universitarios asesinados desde el comienzo de la invasión: son ya casi 300 en todas las zonas y todas las universidades del país 9. Médicos, ingenieros, físicos, lingüistas, calígrafos, filósofos, historiadores, agrónomos: todas las disciplinas y todos los saberes, condición inmaterial de la supervivencia material de una sociedad y una cultura, han sido privados de los soportes vivos de su transmisión; es decir, de los hombres y mujeres individuales que custodiaban en sus cabezas ese patrimonio nacional. Quizás nos impresione poco que el primero de la lista se llame Abbaás al-Attar. Pero, ¿y si se llamase Fernando Savater o Umberto Eco? ¿Y si hubiesen asesinado 300 veces, bajo distintos nombres, a Noam Chomsky? En los años noventa, el asesinato de todos los candidatos de la Unión Patriótica en Colombia fue justamente calificado de «politicidio»; nadie le dio demasiada importancia porque sus víctimas eran de izquierdas. En Iraq se está produciendo un verdadero «logocidio» y «memoricidio» y se le da aún menos importancia porque sus víctimas tienen nombres raros y sus verdugos son estadounidenses. ¿Ha calculado nuestra afición a calcular cuántas posibilidades tiene un niño iraquí que comienza la escuela primaria de sobrevivir hasta la universidad? No ya de aprobar los exámenes sino de conservar la vida; no ya de suspender el curso sino de perder el cuerpo; no ya de pasar de grado sino de cambiar sencillamente de talla. 9 La lista completa de docentes asesinados en Iraq puede —y debe— leerse en: <http://www.nodo50.org/iraq/#Iniciativas_y_campa%Fas_en_ curso>.

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Un guerrillero del ELN colombiano aseguraba que en su país se está más seguro en la selva que en un sindicato o en un partido político. En Iraq se está sin duda más seguro en una unidad de la resistencia (por no hablar de un escuadrón asesino de Al-Qaeda o del Ejército del Mahdi) que en una escuela o en una universidad. Nos marean dulcemente las cifras altas: los niños huérfanos, los violados, los asesinados, los que dejan los estudios, los que huyen de una escuela incendiada; los maestros degollados, los médicos tiroteados, los científicos amenazados, asesinados, expulsados del país. ¿Pero se puede calcular lo que los alumnos y profesores muertos o exiliados o escondidos se llevan consigo? ¿Lo que ya no pueden dar ni a Iraq ni al mundo, ni tampoco a sí mismos? Fourier, el socialista utópico, calculó a principios del siglo XIX que, bajo un sistema libre de explotación, surgirían 00000 poetas como Homero y 00000 científicos como Newton por generación. Al revés, bajo un régimen de «logocidio» generalizado, ¿es posible calcular las pérdidas? ¿El número altísimo de las obras malogradas? ¿De las ideas abortadas? ¿De las imágenes y recuerdos interrumpidos? Hagamos un intento en cifras bajas: 288456 tablas de multiplicar no aprendidas, 7 894 872 de fechas olvidadas; 2 986 234 de nombres perdidos; 490752 de buenos ejemplos desaparecidos; 53 897 de cuadros no pintados y 25 987 436 de imágenes hermosas no miradas; 73827 de poemas no escritos y 3 954 23 de libros no leídos; 45908789 de canciones no escuchadas. Y sobre todo —sobre todo—  896 456 233 billones de pensamientos razonables arrebatados y 4 985 246 89 billones de sentimientos normalmente sanos robados para siempre; y sustituidos —pensamientos y sentimientos— por el número correspondiente de dolores ciegos y vísceras sin luz.


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Una noticia del 5 de febrero de 2008 («El -S también dañó las mentes de los niños») recoge los resultados de un estudio de la revista Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine que demuestra que los escolares neoyorquinos directamente expuestos a los ataques contra las Torres Gemelas «tienen más probabilidades de padecer problemas de conducta» 0. En Iraq, ¿será el Islam, la cultura árabe, los nombres raros que les ponen sus padres, lo que vuelve a los niños eventualmente locos, agresivos y fanáticos?

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pregunta por el interés de las potencias coloniales en el Próximo Oriente. Las respuestas, desnudas y secas, son las siguientes: La situación estratégica de la nación árabe, situada entre los continentes asiático, europeo y africano, favorece la extensión de la influencia colonialista sobre los países vecinos de la nación árabe y su ocupación militar. Su ubicación en las grandes rutas internacionales y su importancia desde el punto de vista del transporte empujó a las potencias coloniales a disputarse su control. La importancia de la nación árabe aumentó después de la Primera y Segunda Guerra mundiales como consecuencia del descubrimiento del petróleo y otros recursos minerales y de la importancia del Canal de Suez. La posición estratégica de la nación árabe se verá reforzada cuando se alcance la unidad de la nación árabe y se garantice su independencia en favor de su pueblo, haciendo fracasar los planes colonialistas en la zona .

Aprender a admirar al fuerte En Bagdad, entre las calles ar-Rachid y al-Mustasiriya se encuentra el mercado de los libros de alMutanabi. Allí, en un Iraq ya un poco en blanco y negro, empañado por la sombra del bloqueo, compré en enero del año 2002 un libro mal encuadernado: era el manual de la asignatura de Historia utilizado en las escuelas iraquíes en el nivel equivalente a nuestro Primero de Bachillerato. En el capítulo correspondiente a la Primera Guerra del Golfo, el texto plantea algunas cuestiones encaminadas a explicar los motivos de las sucesivas intervenciones imperialistas de que ha sido víctima Iraq en particular y el mundo árabe en general. La primera trata de razonar la desproporción entre los enormes recursos económicos de la región y su bajísimo desarrollo industrial, atribuyéndola al control colonial y a la política de endeudamiento y estímulo al consumo de las naciones árabes dependientes. La segunda se

La verdad es a menudo aburrida, sobre todo si la impone un gobierno autoritario, y podemos imaginar y comprender el bostezo de los adolescentes iraquíes obligados a aprender las razones exactas por las que se les estaba matando y por las que, un año más tarde, se les comenzaría a matar a una escala aún mayor. Hoy los niños iraquíes supervivientes, los que no han dejado ya la vida o la escuela, los Samir de 6 años que siguen yendo a clase, cuando llega —si llega— el profesor, ¿qué aprenden en la hora de Historia? En julio de 2003, pocos meses después de la invasión, el virrey estadounidense de Iraq, Paul Bremer, abolió por decreto el curríSHAMS AD-DIN, A., At-Tarih 2001-2002, Bagdad, Editorial as-Shams. Traducido del árabe por el autor de este trabajo. 

0

El Mundo, 5 de febrero de 2008.

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culo escolar nacional y nombró un equipo mixto para elaborar un nuevo currículo, con la prevista intervención de agencias internacionales y empresas privadas 2. Cinco años después sabemos poco del contenido de este currículo, pero cabe pensar que la interpretación de las intervenciones imperialistas en Iraq se parecerá menos a la del texto más arriba citado que a las de los medios de comunicación y manuales de EE.UU. Para iluminar la diferencia y atisbar la hechura del programa, quizás valga la pena comparar la sequedad del libro de historia de las escuelas de Sadam Husein con la emocionante versión hollywoodiana de la Primera Guerra del Golfo que en el mismo año 2002 —mientras yo paseaba por el mercado de al-Mutanabi— aprendían los estudiantes del equivalente de nuestro Cuarto de la ESO (5 años) en la Escuela Estadounidense de Madrid: Iraq agarra Kuwait. El mayor contratiempo en el camino del mundo hacia la libertad y la decencia provino del siempre conflictivo Oriente Próximo. Repentinamente, el 2 de agosto de 990, el depravado dictador de Iraq, Sadam Husein, envió su ejército contra su vecino Kuwait. En pocos días se anexionó todo Kuwait a Iraq. El presidente Bush envió inmediatamente sus fuerzas a Arabia Saudí para defender a este país, vecino de Kuwait, a punto de convertirse en la siguiente víctima de Sadam. […] El presidente Bush temió que si a Saddam se le permitía seguir adelante con la anexión de su vecino, podría hacer peligrar las esperanzas de paz para el mundo y estimular a otras naciones a seguir el mismo camino con sus vecinos. Además, con Kuwait en sus bolsillos, Saddam se apoderaba del 20% de las reservas de peVELLOSO, A., La educación en Iraq bajo la Ocupación, <http://www. nodo50.org/csca/agenda05/iraq/velloso_8-04-05.html>. 2

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tróleo del mundo. Si se apoderaba también de Arabia Saudí podría controlar aproximadamente el 50 %. Y el petróleo es la sangre de la industria y del comercio. […] Durante 38 días los aliados machacaron a los iraquíes con misiles rocket, bombas smart guiadas de un modo tan preciso que podían entrar por las chimeneas, y con toda clase de bombas convencionales. Fue el ataque aéreo más masivo de la historia. Luego los aliados desencadenaron su ataque por tierra. Barriendo Iraq con tanques, artillería y helicópteros atravesaron las líneas iraquíes atrincheradas en Kuwait y les cortaron la retirada. Luego se volvieron para aniquilarlas 3.

Huelgan los comentarios. La autolegitimación bravucona de los grandes medios de destrucción (¡el ataque aéreo más masivo de la historia!), que induce la ilusión de que los iraquíes se rindieron de admiración y no de dolor, se inscribe en este duelo personal muy cinematográfico que enfrenta el Bien y el Mal —el valiente Bush (no George) y el depravado Sadam (no Husein)— en una batalla donde la humanidad se jugaba la «decencia», la «paz» y la «libertad» del mundo. ¿Será esto lo que enseñan, lo que quieren enseñar, a los niños iraquíes antes de matarlos? En todo caso, la acción directa sigue siendo la más pedagógica: el 5 de marzo de 2007 una misteriosa bomba —una más— destrozó el mercado de libros de al-Mutanabi, haciendo saltar por los aires a 28 personas (editores y vendedores de libros) y 56 456 827 palabras, entre ellas —24897 veces— el nombre colectivo de Iraq. 3 BOORSTIN, K. (ed.), A history of The United States, Prentice Hall, New Yersey, 996. Manual escolar del nivel educativo equivalente de Cuarto de la ESO. Traducido por Beatriz Morales Bastos.


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Los beneficios de la violencia La violencia es la cosa más útil del mundo. Si es lo suficientemente grande, ya lo hemos visto, no solo destroza los cuerpos; abate también todas las objeciones y prejuicios pacifistas. El manual escolar estadounidense muestra a los niños occidentales toda la belleza de «machacar» a los iraquíes con misiles rocket y bombas smart y de «barrer» la resistencia con «tanques, artillería y helicópteros». El «ataque más masivo de la historia» se justifica a sí mismo con todos sus resplandores, mientras que las trampas explosivas en las carreteras, tan primitivas y sombrías, no hacen tanto daño como para pensar que sirvan a un fin noble y democrático. Si los iraquíes abrigasen buenas intenciones, tendrían F-6. Las malas intenciones se arman siempre de cuchillos y pistolas, y las peores lanzan piedras. Pero la violencia es útil además porque actualiza el mundo y esto en dos sentidos: Obliga a empezar desde cero. La destrucción de Iraq es la destrucción de todos los depósitos materiales de la memoria: los cuerpos, sí, pero también las centrales eléctricas, las potabilizadoras, los hospitales, las bibliotecas, los museos, las escuelas, las universidades, incluso los archivos —denuncia Hamudi Jasem— de la televisión pública iraquí 4. No es que no quede nada que •

4 El número de junio de 2007 de la revista Minerva (Círculo de Bellas Artes, Madrid) recogió los testimonios de diferentes directores de cine de Oriente Próximo. Particularmente interesante es la intervención de Hamudi Jasem, ex presidente de la Unión de Cineastas Iraquíes y profesor de la Escuela de Cine de Bagdad. Es ahí donde revela la destrucción de todos los archivos audiovisuales de la televisión pública iraquí: «Si queremos rodar

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recordar. Es que no queda nada con qué recordar. En medio de las ruinas, sobreviven apenas esos hombres «iletrados y rudos» de los que hablaba Platón —restos y efectos de la catástrofe— que constituyen en realidad los mejores aliados de un capitalismo siempre constituyente que vive al día y no puede permitirse nada ya completamente hecho. La guerra fabrica por igual muertos y neoliberales. • Obliga a empezar desde cero todos los días. En su absorbente inmediatez, la violencia borra —va borrando— los procesos de producción de los acontecimientos, los andamios comunes instalados en el pasado e impide, por ello mismo, pensar. Impone la más tajante sincronía, los hechos brutos por encima de cualquier análisis. Los pueblos del mundo quieren justicia y acaban resignándose a la paz; quieren paz y acaban resignándose a la seguridad. Según una encuesta, 9 de cada 0 iraquíes, cuando se levantan de la cama, lo que más temen es no llegar vivos a la noche. El obscurecimiento moral, político y democrático que acompaña a todo régimen permanente de terror se traduce en una especie de naturalización de la violencia que solo beneficia a los violentos. Esta naturalización acusa particularmente a los occidentales, a los que la promueven por interés y a los que la aceptan por temor. Podemos acostumbrarnos a vivir en un país lluvioso y tener que salir siempre de casa con paraguas, pero no debemos acostumbrarnos a vivir una película sobre el Iraq de los últimos años tendremos que empezar de cero. Es una catástrofe».


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en un mundo donde llueven misiles todos los días, donde existen Abu Ghraib, Guantánamo, la Patriot Act, la Ley de Comisiones Militares, la tortura, los secuestros de la CIA, las cárceles secretas. En este contexto, hay algo no ya frívolo sino inmoral en la sumisión occidental a la actualidad de la violencia, que nos lleva a refugiarnos en la incomprensión o en la condena de cuanto acontece en Iraq, ese avispero de luchas fratricidas y sectarias donde la claridad cartesiana no podrá nunca penetrar. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que ha pasado? En medio de las ruinas, algunos iraquíes conservan la dignidad intelectual que falta en nuestros periódicos y en nuestros supermercados. Bajo el nombre de Leyla Anwar (noche de las flores o de las luces), una mujer extraordinaria, sensible e implacable, casi siempre cabreada, casi siempre desesperada, siempre acusatoria, siempre dolorosamente lírica, lleva ya algunos años redactando y difundiendo crónicas diarias desde el corazón negro de Bagdad. El 27 de diciembre del año 2007 publicó en su blog un texto titulado El show continua, tan sensato que resulta extravagante, tan simple que complica nuestra simpleza, tan comprensible que no podemos sentirnos inocentes. En él, Leyla explica en pocas palabras qué pasa y qué ha pasado en Iraq. Todos olvidan —dice— lo más evidente, aquello que se puede claramente percibir a condición de no haber estudiado sociología o de no dedicarse a la política. Creo que vale la pena citarlo por extenso: A saber:

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— en ausencia de un Estado representativo funcional, — tras el desmembramiento de todas las instituciones civiles y políticas, — tras cinco años de violencia condensada y concentrada que ha DESTRUIDO totalmente el país, — con un éxodo masivo y una tasa de mortalidad inmensa, — con una creciente, debilitadora y provocada pobreza, y una tasa de desempleo de alrededor de un 70 %, y alrededor de un 50 % de la población que no puede permitirse comprar alimentos, — con 00 000 iraquíes en las cárceles y un número incontrolable de desaparecidos, — con la total destrucción de todo el sistema de infraestructuras: destrucción DELIBERADA. — cuando no se dispone de servicios básicos como agua, electricidad y fuel, — cuando los hospitales no están operativos, cuando las universidades han sido saqueadas y cerradas, cuando la corrupción es contagiosamente rampante… Con todo lo anterior, no es posible, sencillamente, hablar de ESTADO FALLIDO, lo que tienen que decidirse a abordar es el problema verdadero: NO EXISTE UN ESTADO en un país que ya no tiene fronteras ni estructuras. No cabe duda de que esos 600000 estadounidenses y sus contratistas y escuadrones de la muerte no vinieron de vacaciones. Tenían una misión… Y esa misión era exactamente la que les acabo de enumerar anteriormente: DESTRUIRLO TODO. Así pues, cuando se han creado, provocado y agrupado todas las condiciones, se llega a una reacción socio-política obvia. Cuando el Estado se desintegra o se destruye salvajemente, la gente se vuelve hacia la religión y sus sectas, sus barrios o sus tribus. Es decir, se agarran a algún punto de referencia, de las anclas que mejor conocen


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y en las que pueden confiar. Se llama SUPERVIVENCIA. Y los iraquíes no están haciendo otra cosa que SOBREVIVIR 5.

En ausencia de un Estado, cuando se ha asesinado, expulsado o encarcelado a todos los que defienden un proyecto nacional soberano, ¿quiénes gobiernan Iraq? Violentas minorías organizadas, frente a una mayoría desorganizada que nutre gota a gota la legítima resistencia mientras trata de sobrevivir a ras de suelo. Cuando hablo de «violentas minorías organizadas» no estoy pensando en los grupúsculos de Al-Qaeda o en las distintas milicias ligadas a los partidos y al gobierno chií; estoy pensando también en ellos en la medida en que, por su funcionamiento interno y sus procedimientos de intervención, imitan a ésas otras más poderosas y más globales que administran el planeta y de las que el gobierno y el ejército de EE.UU. no son más que —respectivamente— su brazo político y su brazo armado. Es curioso que cuando hablamos de «violentas minorías organizadas» pensemos en la mafia calabresa y no en Monsanto; pensemos en la Yihad y no en la casa Coca-Cola; pensemos en los talibán y no en Exxon. ¿La violencia es inútil? ¿No sirve para nada? Si 6 empresas británicas se habían embolsado en los tres primeros años de Ocupación 594 millones de euros, solo en el año 2006 las compañías estadounidenses habían obtenido beneficios de hasta 25000 millones de dólares, más del doble que en 2004. A la cabeza de todas ellas se encuentra Kellogg Brown Root (KBR), subsidiaria de la 5 En inglés: <http://arabwomanblues.blogspot.com/2007/2/andshow-goes-on.html>; en castellano: <http://www.rebelion.org/noticia. php?id=640>.

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petrolera Halliburton, a la que se concedieron contratos por valor de 6000 millones de dólares. Las cifras altas producen bajas. Cada ciudadano estadounidense paga todos los años de su bolsillo 64 dólares a Halliburton para que mate a 033239 iraquíes. O si se prefiere: cada uno de los iraquíes muertos ha dejado en herencia 6000 dólares a Halliburton. No se puede matar a mucha gente —¡ay!— sin ganar dinero. La ausencia total de Estado —lo que Naomi Klein llama «capitalismo del desastre», lubricado en Iraq por la «Operación Adam Smith»— asegura el cumplimiento de esta proporción de hierro: a medida que disminuye el número de vivos, de sanos, de madres, de hermanos, de estudiantes, aumenta la cotización de cien empresas. La violencia no solo genera violencia. Hay algunos a los que la muerte de Ahmed y Talib y Waad y Raad y Siham y Hamda y Ramda y Hamza y Feisal, al contrario que a nosotros, no les deja indiferentes.

Espectáculo y terrorismo Pero si la violencia actualiza el mundo, la actualidad pura, a su vez, violenta la realidad. Por eso, no podemos hablar de «violentas minorías organizadas» sin hablar también de los medios de comunicación. Salvo contadas excepciones, casi siempre marginales, la prensa y la televisión han hecho y siguen haciendo con la mirada del lector-espectador lo mismo que las bombas con los cuerpos de los iraquíes. Nos encierran en el presente puro del re-comienzo cotidiano, del cero absoluto renovado en cada texto y en cada imagen, de la destrucción permanente de los procesos de producción de los


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acontecimientos, y ello a través de dos violencias, más o menos mecánicas, más o menos premeditadas, que pueden resumirse brevemente de la siguiente manera: La lógica del espectáculo, que desconecta ininterrumpidamente, con sus síntesis placenteras, todas las conexiones hacia atrás y hacia adelante, en el espacio y en el tiempo, en el orden de la historia y en el del pensamiento. Es lo que he llamado en otras ocasiones la hegemonía del gag como configuradora de la percepción: una sucesión de «unidades cerradas de satisfacción pura» que se reciben, como las bombas, al nivel del cuerpo y al margen de la razón y que demandan sobre todo una repetición. Hemos disfrutado —gag insuperable— con el derribo de las Torres Gemelas. Nos hemos divertido con los bombardeos de Bagdad. Nos ha encantado la destrucción de Faluya. Nos hemos emocionado —hasta que ya resultaban cansinas— con las bombas en los mercados y las explosiones en las mezquitas. Las fotografías de las torturas de Abu Ghraib han sido tan «visitadas» y por los mismos motivos, como la escena del cabezazo de Zidane. Y todos los medios, y todos los espectadores, cedieron a difundir y presenciar la ejecución de Sadam Husein en diciembre del año 2006, unas imágenes poco «realistas» (es decir, poco cinematográficas), grabadas por los propios linchadores, que dejaban a un lado, de una vez y para siempre, en su inmediata fascinación, todas las irregularidades que la habían precedido y todos los crímenes que la habían hecho posible. Reducida a una sucesión de gags, la Ocupación es la condición siempre olvidada de un placer muy puro —es decir, no mezclado

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con procesos mentales de ninguna clase— que nos alcanza en el mismo sitio donde a los iraquíes les alcanza el dolor: en las vísceras. Si a ellos no les deja pensar ni recordar el más horrendo sufrimiento, a nosotros no nos deja pensar ni recordar la más horrenda satisfacción. La (ideo)lógica del terrorismo, que excluye por tanto del horizonte de la atención todo lo que queda fuera del foco reducidísimo e inmediato de los atentados contra civiles y obliga a aceptar, como «línea editorial» y como fuente autorizada, la versión de los invasores. El periodismo, que debería analizar los hechos, obliga más bien a analizar las noticias, como hechos brutos secundarios que —como todos los hechos— suplantan u ocultan la realidad. La ilusión de una disminución de la violencia en Iraq en los últimos meses de 2007 y primeros de 2008 tiene que ver básicamente con una disminución de la violencia seleccionada por los medios de comunicación como «noticiable». A medida que han ido aumentando los muertos, año tras año, ha ido disminuyendo, sí, el número de manifestantes contra la guerra, pero ha ido disminuyendo también el número de noticias. Por ejemplo, durante 2003, el diario español El Mundo publicó informaciones que incluían 4789 referencias a Iraq; en 2004 solo 2904; en 2005 el número se redujo a  393 y en 2006 la cifra descendió hasta  22. Mucho peor que eso: a medida que la Ocupación se ha ido cobrando más vidas, a medida que ha ido haciendo más dura la existencia de los supervivientes, con menos frecuencia aparece nombrada como responsable de la situación iraquí. El diario español


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El País, por ejemplo, utilizó ese término (Ocupación) 399 veces en 2004, 302 veces en la sección de Internacional y 97 en la de Opinión. En 2007 el número de referencias a la Ocupación pasó a solo 3 en la sección de Internacional y 23 en la de Opinión. Si se mide el descenso proporcional en ambas secciones, se llega a la conclusión de que la Ocupación permanece, en todo caso, como una cuestión residual «opinable». Esta paulatina difuminación de la responsabilidad estadounidense se puso de manifiesto de una manera muy llamativa en marzo de 2007, al hilo de la llamada Conferencia de Bagdad para la seguridad, una reunión que todos los medios españoles presentaron como «un intento de frenar la violencia en Iraq». Curiosamente, ni El País ni el ABC ni El Mundo —éste a través de la Agencia EFE— hicieron ninguna mención en sus noticias a la fuente original de toda la violencia en Iraq: la invasión de EE.UU. El editorial de El País decía literalmente: Tras el planteamiento de cómo hacer la paz en Iraq, brota toda la problemática de la zona. El desarrollo de la industria nuclear iraní, que en Occidente se teme que sea solo una tapadera para hacerse con el arma atómica; el crecimiento de la influencia de Teherán, a través de la mayoría chií que gobierna en Bagdad, y contra la que EE.UU. y Arabia Saudí tratan de crear un frente suní de países limítrofes; la crisis palestina, uno de los motores de la acción terrorista de AlQaeda; y la propia división en la Administración del presidente Bush 6.

6

Editorial de El País del 2 de marzo de 2007.

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Entre los problemas de la zona, al parecer, no se encuentra la presencia militar estadounidense, que los periodistas han retirado ya nominalmente de Iraq para que pueda seguir acumulando materialmente sobre el terreno las cifras altas, de muertos y de ganancias, con que se construye la felicidad de los violentos. Si no hay Ocupación, quizás no es tan raro que las personas decentes salgan cada vez menos a la calle a clamar su humanidad contra ella.

Ocupación y resistencia Las muertes ocurren en Iraq, el obscurecimiento político y moral en todo el mundo. La Ley Internacional y Naciones Unidas son solo, sí, instrumentos que los poderosos emplean o ignoran a su capricho, a la medida de sus intereses. La Ley Internacional y Naciones Unidas producen ya únicamente desconfianza, risa o indignación. ¿Son acaso las culpables? ¿Habría mejor que prescindir de ellas, puesto que nadie las respeta? No. Es una ingenuidad pensar que pueden imponerse por sí mismas, en virtud de su fuerza universal vinculante, pero es que no las evocamos para eso. La Ley Internacional y Naciones Unidas no sirven para imponer la razón a los fuertes sino para que los débiles no la olviden; no conseguirán que el imperialismo se ajuste a derecho, pero sí que sus damnificados recuerden que ellos no luchan ni por capricho ni por interés; no las invocamos para que los verdugos se sometan sino para que las víctimas se sientan legitimadas en su lucha; no las citamos para convencer a los gobiernos sino para alimentar a los pueblos. El Derecho está pensado para los


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que no tienen ninguno, no para que se consuelen, no, sino para que se levanten en su nombre. La otra palabra que falta en los periódicos —junto a Ocupación— es Resistencia. Y no está mal acabar recordando lo que de la Ocupación y la Resistencia dicen algunos acuerdos internacionales que no están hechos para que EE.UU. los cumpla sino para que los iraquíes —y los otros pueblos y gobiernos de la tierra— les obliguen a cumplirlos. La XX Asamblea General de Naciones Unidas (965) declara «la legitimidad de la lucha por parte de los pueblos bajo opresión colonial, para ejercer su derecho a la autodeterminación y la independencia». Por lo demás, la Asamblea invita a «todos los Estados a proporcionar asistencia moral y material a los movimientos de liberación nacional en los territorios coloniales». La Asamblea General (en su Resolución 54 de 960) declara que: La sujeción de los pueblos a dominio extranjero, conquista y servidumbre constituye una negación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la Carta de Naciones Unidas y es un obstáculo para la promoción de la paz y de la cooperación mundial. Todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación; en virtud de ese derecho deben determinar su estatus político y perseguir libremente su desarrollo económico, social y cultural

La Convención de Ginebra, Protocolo Adicional I de 977 declara que «la lucha armada puede ser usada como último recurso para ejercer el derecho a la autodeterminación». Por muy altas que sean las cifras, más alta es la estatura de la justicia. Hoy su causa se decide en Iraq; y su derrota nos derribará a todos por igual, si dejamos que se produzca. ¿No podemos hacer mucho? Al me-

LAS REGLAS DEL CAOS

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nos sentir como propia —en los aledaños de nuestro nombre— la muerte de Omar y la vida angustiosa de Samir, y razonar como universal y legítima la lucha contra los invasores de su patria. El peligro de una «pugna metafísica de autoridades» solo puede ser combatido introduciendo contra ella, al mismo tiempo, los nombres propios y los derechos universales, para que los iraquíes que están luchando por todos al menos no se sientan solos, abandonados, locales, periféricos, y se contraigan en posiciones cada vez más cerradamente identitarias para poder sobrevivir. No se puede hacer retroceder a la Edad de Piedra a un país sin que los que dan el empujón, y los que lo permitimos, nos volvamos trogloditas. Por esa pendiente vamos; por esa pendiente nos despeñamos.

Santiago Alba Rico (Madrid) estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 984 y 99 fue guionista de tres programas de televisión española (el muy conocido La Bola de Cristal, entre ellos). Ha publicado artículos en numerosos periódicos y revistas y, entre sus obras, se cuentan los ensayos Dejar de pensar, Volver a pensar, Las reglas del caos (libro finalista del premio Anagrama 995), La ciudad intangible, El islam jacobino, Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos, Leer con niños y Capitalismo y nihilismo, así como dos antologías de sus guiones: Viva el Mal, viva el Capital y Viva la CIA, viva la economía. Es también autor de un relato para niños de título El mundo incompleto y ha colaborado en numerosas obras colectivas de análisis político (sobre el -S, sobre el -M, sobre Cuba, sobre Venezuela, etc.). Desde 988 vive en el mundo árabe. Ha traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y más recientemente al novelista iraquí Mohammed Jydair. En los últimos años colabora en numerosos medios, tanto digitales como en papel (la conocida web de información alternativa Rebelión, Archipiélago, Ladinamo, Diagonal, etc.).


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