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Erreakzioa-Reacción surge en 1994 como un espacio para la realización de proyectos entre el arte y el feminismo. De su trabajo destacar la edición de diez fanzines (1994-2000) y la dirección para Arteleku de las jornadas Sólo para tus ojos; el factor feminista en relación a las ar-
tes visuales (1997); La repolitización del espacio sexual (2004), junto a
María José Belbel y Mutaciones del feminismo, junto a María José Belbel y Beatriz Preciado, Arteleku/Macba/Unia arteypensamiento (2005). En 2008 dirigen La feminidad problematizada para el centro cultural
Montehermoso, Vitoria-Gasteiz y ¡Aquí y ahora! Nuevas formas de acción feminista, El Gabinete Abstracto, sala Rekalde, Bilbao. Han participado en encuentros como IFU, Universidad Internacional de Mujeres,
Hannover, en el año 2000 y en las Jornadas Feministas Estatales de Granada celebradas en 2009. En 2011 realizan el proyecto expositivo
Edición Múltiple para Bizbak, EHU/UPV. Su trabajo se ha mostrado en museos como el Louisiana Museum of Modern Art, Humlebaek, Di-
namarca y han colaborado en proyectos como Grassroots Feminism, sobre archivos transnacionales, recursos y comunidades feministas.
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ERREAKZIOA-REACCIÓN
Edición y coordinación editoral: Erreakzioa-Reacción (Estibaliz Sádaba y Azucena Vieites) Editora invitada: María José Belbel Bullejos Diseño: Estibaliz Sádaba Impresión: Imprenta Luna Tirada: 500 ejemplares Edición 1ª: junio 2012 Deposito Legal: BI-1036/2012 ISBN: 978-84-695-3746-6 El Copyright de los textos, las traducciones y las imágenes pertenece a las autoras y el del texto de Eve Kosofsky Sedgwick a Duke University Press. Agradecimientos: Agustín Pérez Rubio, Helena López Camacho, Gabriel Villota Toyos y Lourdes Merino. Este fanzine ha sido editado por Erreakzioa-Reacción con motivo de la propuesta Erreakzioa-Reacción. Imágenes de un proyecto entre el arte y el feminismo en MUSAC, Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, del 23 de junio de 2012 al 6 de enero de 2013. This fanzine has been edited by Erreakzioa-Reacción on the occasion of Erreakzioa-Reacción Images of a Project between Art and Feminism at MUSAC, Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León from June 23, 2012 to January 6, 2013.
Índice
6-13 De amables complicidades intergeneracionales. Mónica Mayer 14-18 Nina Nijsten 19-27 Web social y úteros de alquiler. Notas sobre la división sexual del trabajo en los circuitos integrados. María Ptqk 28-32 Lorea Alfaro 35-39
Feminismo crítico y políticas queer en la obra de Eve Kosofsky Sedgwick y Wendy Brown. María José Belbel Bullejos (editora invitada) 40-60 Melanie Klein y la diferencia que supone el afecto Eve Kosofsky Sedgwick 61-75 Sufrir las paradojas de los derechos Wendy Brown
Desde que Erreakzioa-Reacción surgió en 1994 hasta el año 2000 nos dedicamos de modo específico a la tarea de realizar publicaciones, diez en total, en un formato zine. Como ya hemos comentado en numerosas ocasiones esta ha sido una de las propuestas más representativas y que mejor ha definido nuestro trabajo en relación a la necesidades concretas de una época, la de la segunda mitad de los noventa. Así, se trataba de generar un espacio para la elaboración de proyectos en torno a la práctica artística, la teoría y el activismo feminista, desde una voluntad de incidir en los contextos de recepción y producción propios, de establecer genealogías y producir tejido social; éramos conscientes de que no existía una tradición feminista consolidada en nuestro entorno con respecto a la crítica y la práctica artística, algo que en los últimos tiempos ha venido cambiando, podemos observar que hay ahora una mayor pluralidad, complejidad y problematización de las propuestas, los discursos y los debates; un panorama muy distinto de aquel con el que nosotras nos encontramos en nuestros inicios, hace ya casi veinte años. Los temas abordados en estas publicaciones han sido diversos: el género, la sexualidad, los medios de comunicación, el antimilitarismo y la insumisión, la violencia contra las mujeres, el feminismo poscolonial, la pornografía y la pospornografía, la música o cuestiones de transgénero y transexualidad. Hemos querido mostrar a través de estos fanzines otras iniciativas similares, el trabajo de artistas y traducciones que hemos considerado relevantes e inéditas en castellano. Retomando el espíritu de aquellos primeros años y en el marco de una propuesta de Erreakzioa-Reacción para el proyecto Vitrinas de MUSAC, Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, hemos querido hacer un nuevo número. Para ello contamos con las colaboraciones “Web social y úteros de alquiler. Notas sobre la división sexual del trabajo en los circuitos integrados” de María Ptqk, investigadora y productora cultural independiente o “De amables complicidades intergeneracionales” de Mónica Mayer, investigadora, artista y crítica de arte de México. Contamos además con colaboraciones visuales de las artistas Lorea Alfaro y Nina Nijsten en cuyos trabajos la imagen, la representación, la práctica artística genera o expande los discursos feministas. Por último, María José Belbel Bullejos, editora invitada, que ha colaborado en otras ocasiones con nosotras, nos introduce en la obra de autoras fundamentales, a través de la traducción de los textos: “Melanie Klein y la diferencia que supone el afecto” de Eve Kosofsky Sedgwick y “Sufrir las paradojas de los derechos” de Wendy Brown. Después de estas breves líneas solo nos queda manifestar nuestro profundo agradecimiento por cada una de estas colaboraciones. También nuestra gratitud a todas las personas que han hecho posible desde MUSAC que este nuevo número pueda tomar forma. Erreakzioa es un proyecto entre el arte y el feminismo y ahí es desde donde queremos seguir contribuyendo a generar un espacio de trabajo feminista que sea útil, que sirva.
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De amables complicidades intergeneracionales Mónica Mayer
Historia # 1 11 de mayo de 2012. La tarde era cálida y bochornosa, amenazaba con llover. El Zócalo, que es la plaza principal en el Centro Histórico de la ciudad de México todavía estaba tres cuartas partes invadida por el escenario del multitudinario concierto que Paul McCartney había ofrecido ahí la noche anterior. El caos humano era el de siempre, pero un poco más concentrado: vendedorxs ambulantes, turistas, danzantes, estudiantes, policías, compradorxs se apresuraban a terminar el día. El ruido era ensordecedor, como cuando los pájaros se preparan para dormir. Eran las cinco de la tarde en punto. A lo lejos se escuchaba un rumor. Un grupo de mujeres de diversas edades –entre 6 y 80 años– avanzaba por la calle de Moneda. La mayoría vestía delantales con la leyenda NO A LAS MATERNIDADES SECUESTRADAS impresa en el pecho. Todas se veían seriamente embarazadas y cargaban pequeñas pancartas. Repartían volantes. Reían. A su paso se hizo el silencio y las miradas se volcaron sobre ellas, incluyendo las de los policías que reportaban sorprendidos “avanza un grupo de féminas, son cerca de 60, pero no parecen peligrosas”. Sus voces se fueron acercando. “Una maternidad secuestrada es:” decía solemnemente la que iba al frente a manera de letanía y el coro respondía con frases como: “Embarazarme por no saber que existen los anticonceptivos”, “No ver a mis hijxs porque tengo que trabajar 12 horas”, “Que las mujeres pobres seguimos muriéndonos por complicaciones en el embarazo”, “Que las adolescentes embarazadas abandonemos la escuela”, “Que me quiten a mis hijos por ser lesbiana”, “Que me digan que soy egoísta porque no quiero ser madre”, “Que me metan a la cárcel por un aborto espontáneo”, “Que
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desaparezcan a mi hijo o hija y ninguna autoridad me pueda dar respuesta”. Al llegar a la explanada se extendió una larguísima jerga sobre el piso y empezó una peculiar pasarela en la que cada mujer –y algunos hombres– desfilaban exigiendo sus propias demandas. Algunas hacían performances. Al micrófono, dos mujeres ampliaban las ideas, invitando al público a reflexionar sobre el complejo tema de la maternidad. Varias repartían información de organizaciones feministas y de diversidad sexual. Al terminar la “jergarela”, las mujeres levantaron la tela para trapear sobre la que habían desfilado para darle uso de manta en manifestación y se pudo leer la leyenda NO A LAS MATERNIDADES SECUESTRADAS, frase que corearon enérgicamente. Para terminar, en un acto simbólico, se desprendieron de las maternidades impuestas quitándose los mandiles y las panzas, regresando por donde habían venido, pero ahora unidas por una misma consigna. ¿Qué tiene que ver la descripción de esta performance con las jóvenes artistas feministas mexicanas? ¿Porqué te estoy contando de lo que sucedió en La protesta del día después (sí, como la píldora), el evento en el que un grupo de artistas y activistas de diversas generaciones planteamos que celebrábamos el día de la madre el 10 de mayo (que en nuestro país es enorme, con todo su comercialismo y solidificación de ideas patriarcales), pero a partir del día siguiente empezábamos una campaña que debía durar los otros 364 días del año para desmontar los conceptos de maternidad que siguen oprimiendo a las mujeres e impiden que toda maternidad sea voluntaria y gozosa? Pues nada más y nada menos que se trata del evento más reciente en la ya larga y deliciosa complicidad entre las artistas que empezamos a asumirnos como feministas en los setentas –cuando éramos jóvenes– y las que lo están haciendo por primera vez en el este milenio. Historia # 2. En septiembre de 2009 abrí el Taller de arte y género (TAG) al cual se integraron artistas, historiadoras del arte, investigadoras y curadoras. Muchas de ellas eran estudiantes o estaban recién egresadas de la universidad, pero otras eran profesionales de larga trayectoria. El plantearnos como un grupo interdisciplinario, pero también intergeneracional resultó muy enriquecedor. Además de compartir lecturas, acercarnos a prácticas feministas setenteras como el “pequeño grupo”, hablar de nuestras obras, de la vida y reírnos mucho, fuimos creando un lugar de encuentro para la discusión y producción que por el momento no existe en las instituciones artísticas o académicas en las que circulamos. Uno de los primero eventos fue una presentación del libro Las muertes chiquitas de la artista española Mireia Sallarès que entrevistó a mexicanas sobre sexualidad y la violencia. Con este material realizó un video, una serie fotográfica, mesas redondas y el libro. Como en ese momento había turnos matutino y vespertino en el TAG, cada uno interactuó de diferente manera con la autora. El primero entrevistó a Mireia a partir de los sentidos, realizando sabrosos platillos para representar los temas que más les habían llamado la atención de
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la publicación. El segundo se constituyó como el grupo Las Gallina Girls, jugando con los nombres de los grupos de arte feminista The Guerrilla Girls y Polvo de Gallina Negra. Ellas plantearon que el proyecto de Sallarès se había inclinado demasiado hacia la violencia y quisieron acercarla más al erotismo, para lo cual en vez de hacerle una limpia para protegerla de los malos espíritus le harían una “sucia”. Eventualmente este grupo se constituyó en Las sucias y han seguido trabajando con nuevas integrantes que no son del taller, haciendo stickers y carteles feministas, participando en marchas y manifestaciones y lanzando su ya muy famosa convocatoria a registrar las apariciones de La Virgen de las Panochas que pueden consultar en http://lascuciassomos.blogspot.mx/. En ese momento las integrantes de Las Sucias eran Lyliana Chávez, Georgina Santos, Nelly César, Adriana Raggi, Sachiko Uzeta, Mine Ante y Xochi Lechuga. Otro proyecto que surgió del grupo fue la exposición Mapas de resistencia, curada por Fabiola Aguilar para el Museo de Mujeres Artistas Mexicanas (MUMA) a partir de las obras de las participantes en el TAG, entre ellas Adriana Calatayud, Valeria Marruenda y Liz Misterio. La exposición puede verse en http://museodemujeres. com/matriz/expos/mapas/mapas.htm. El trabajo de Las Sucias en la exposición incluye materiales usados en sus performances. Estos misteriosos mensajes venían adentro de los huevos usados en el ritual, que terminaba cuando tronaban el cascarón sobre la cabeza de lxs participantes para que pudieran sacarlos casi como si fueran los mensajes en una galleta china. Las Sucias sin duda tomaron elementos del arte feminista setentero Mexicano, como el humor y el uso de elementos de la cultura popular que eran tradicionales en grupos como Polvo de Gallina Negra y Tlacuilas y Retrateras, pero también empezaron a aportar nuevas visiones, como el énfasis en el placer y la energía con la que intervienen el espacio público. Dada la falta de información sobre las mujeres artistas que existe en México, uno de los ejes del trabajo del TAG fue investigar sobre colegas de otras generaciones. Un primer proyecto fue Polates y Aeroweiss: un ejercicio de acercamiento a la obra de Pola Weiss, la pionera del videoarte en México, que en aquel mayo de 2010 en que se llevó a cabo el evento cumplía 20 años de muerta. La manera de acercarnos al trabajo de Pola fue que cada integrante del TAG hizo un “autovideato” (como llamaba Weiss a sus piezas autobiográficas) y se proyectaron sobre el cuerpo desnudo de un bailarín haciendo referencia directa al trabajo interactivo de la artista con la danza, el video y la performance. En 2011 el TAG participó en la exposición Mujeres ¿y qué más? Reactivando el archivo Ana Victoria Jiménez, un proyecto realizado conjuntamente con la historiadora del arte Karen Cordero y sus
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alumnas de la Universidad Iberoamericana en torno a este importante archivo que en esos días se integraba a la biblioteca Francisco Xavier Clavijero en el mismo plantel. Editora y fotógrafa, Ana Victoria ha participado en el movimiento feminista durante varias décadas, documentando cientos de eventos del movimiento y conservando los recortes de prensa, carteles, volantes y libros que los acompañaban. En el TAG analizamos los carteles del archivo y se formaron grupos para realizar obras, algunas de proceso. Las Sucias presentaron La que come y canta, la voz levanta cuya documentación también encuentran en el MUMA en http://museodemujeres.com/matriz/expos/mujeres/mujeres.htm. Al estudiar un cartel de la Unión Nacional de Mujeres del archivo AVJ, a la colectiva –en ese momento integrado por Lyliana Chávez, Georgina Santos y Sherel Hernández– les sorprendieron las demandas porque parecía que no cuestionaban el papel de la mujer y eran demasiado elementales: felicidad para nuestros hijos, la democracia, paz y amistad en el mundo. Al estudiar el contexto en el que aparece el cartel, descubrieron que en ese momento las mujeres estaban promoviendo los derechos universales de los niños y las niñas, se vivía la Guerra Fría y México, que llevaba varias décadas gobernado por el mismo partido, empezaba a cansarse. Al preguntarse cuales serían las demandas relevantes hoy en día para las mujeres, en lugar de quedarse en sus propios puntos de vista, Las Sucias decidieron organizar una comida a la que invitaron a sus mamás para escucharlas y tratar de llegar a demandas conjuntas. Si de por sí la relación entre madres e hijas muchas veces es difícil, en el caso de las jóvenes que se han rebelado al dedicarse al arte o al vivir su sexualidad como quieren lo es más, por lo que su planteamiento era muy valiente. A partir de estas demandas Las Sucias hicieron su propio cartel. La pieza –que fue todo un éxito– también hacía referencia directa a The International Dinner Party, la performance de Suzanne Lacy paralela a la inauguración de la célebre pieza The Dinner Party de Judy Chicago en la que convocó a las feministas del mundo a organizar cenas/homenaje a mujeres de su propia comunidad –una de las cuales se llevó a cabo en México y quedó documentada en el archivo AVJ.
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Historia # 3 A principios de 2012 se desintegró el TAG y surgió el Taller de activismo y arte feminista (TAAF). Formé el grupo porque desde 2010 estoy trabajando un proyecto sobre arte y archivos. En 2011 presenté realicé la Visita al Archivo Olivier Debroise: entre la ficción y el documento (http://archivoolivierdebroise. blogspot.mx/) en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) y este año me estoy centrando en la Visita al Archivo Ana Victoria Jiménez que consiste en hacer arte para manifestaciones a partir de su archivo. Este proyecto desde un principio está concebido como una colaboración intergeneracional y lo encuentras en http://pintomiraya.com/redes/la-bitacora.html. Lo planteé así porque después de andar siguiendo a Las Sucias para documentar sus primeras incursiones en manifestaciones, empecé a ver que realmente había una generación fuerte de artistas feministas jóvenes ávidas de trabajar en este sentido y había que aprovechar esta oportunidad de colaborar. Su energía, creatividad y entusiasmo son invaluables. Nuestra primera acción fue La protesta del día después que describo
al principio de este texto. Lo que no les dije es que la pieza no empezó en el Zócalo. Después de platicar entre nosotras sobre los aspectos que más nos afectaban de la maternidad, cada una de las integrantes del TAAF (entre las que, naturalmente hay Sucias) organizamos una serie de cenas con mujeres que compartieran esas misas inquietudes. Si, muy a la manera de Suzanne Lacy, pero también a la manera de Las Sucias. Yo, por ejemplo, reuní artistas, activistas, a quienes están documentando el movimiento de las mujeres con imágenes (como Ina Riaskov y Rotmi Enciso (Producciones y Milagros, Agrupación Feminista http://produccionesymilagros.blogspot.mx/2007_03_01_ archive.html) o con sus investigaciones. Otras reunieron a jóvenes ajenas al feminismo que han sido sus alumnas, a señoras que viven cerca de sus casas o a colegas que sin ser madres les ha tocado cuidar hermanos menores o padres por el hecho de ser mujeres. Así, desde el ámbito de lo privado, de la conversación íntima, empezamos a ampliar la discusión hacia el espacio público a través del grupo de Facebook Una maternidad secuestrada es y el hashtag #UnaMaternidadSecuestradaEs en twitter. Las respuestas no se dejaron esperar en ambos espacios, enriqueciendo, complejizando y permitiéndonos problematizar algo que parece tan sencillo: la maternidad. De ahí salió todo el contenido de La protesta del día después. Este texto quizá está un poco revuelto, pero así es el proceso de trabajo en tiempos del feminismo del Siglo XXI. Aquí ya no se trata de artistas jóvenes influenciadas por sus respetables mayores, sino de influencias que van y vienen. Somos mujeres con ganas de trabajar juntas y potencializar nuestras ideas en miras a construir una realidad menos violenta, más gozosa. Hoy Las Sucias –tan jóvenes ellas– también son mis maestras.
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Web social y úteros de alquiler. Notas sobre la división sexual del trabajo en los circuitos integrados María Ptqk
“No se puede ser ecofeminista y ciberqueer al mismo tiempo.” Oído en un congreso de mujeres.
Máquinas situadas Por lo general, las miradas feministas a la tecnología están marcadas por la polarización. En un extremo del discurso, las posturas de tradición más tecnófoba señalan la dimensión opresiva de las innovaciones técnicas, mostrándolas como un instrumento histórico de dominación de las vidas, los cuerpos, la sexualidad y las funciones reproductivas de las mujeres. Esta postura arrastra ciertas inercias esencialistas que ahondan en la identificación entre el cuerpo de las mujeres y el entorno natural -una idea típicamente patriarcal- pero es también la que se ha encargado de analizar el sesgo machista y eurocéntrico del conocimiento científico, y de recuperar, conservar y dignificar los saberes de las mujeres sobre sus propios cuerpos y sobre la naturaleza; saberes informales y colectivos que hoy forman parte de nuestra memoria común. En el otro extremo se encuentran las interpretaciones entusiastas de la tecnología, cuyo exponente más significativo sería aquello que se llamó ciberfeminismo1, el movimiento artístico nacido en la década de los noventa que declinó para el activismo de género las palabras-clave de la primera ola de la cultura digital: comunicación de guerrilla, DIY, apropiacionismo, colectividad, conocimiento libre, horizontalidad, creación de redes, etc. Como todas las corrientes vinculadas con los new media, el ciberfeminismo fue marcadamente anglosajón y salvo excepciones2 inspirado por un tecno-determinismo casi religioso. La tendencia general fue celebrar la tecnología aislándola de su contexto, sin prestar atención
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Revista “Wired”, marzo de 2011. “1 millón de trabajadores. 90 millones de iPhones. 17 suicidios. De aquí vienen tus gadgets. ¿Debería importarte?”
a cuestiones como las condiciones de producción del sector de la electrónica de consumo o la correspondencia entre la revolución de las comunicaciones digitales y el neoliberalismo global. Hoy ambas posturas siguen pareciendo irreconciliables. Sin embargo, el andamiaje conceptual que acampañó al ciberfeminismo contenía ya una lectura de la tecnología que permitía quebrar esta aparente incompatibilidad. La obra de la bióloga y filósofa Donna Haraway sigue siendo posiblemente la contribución más visionaria y a la vez transversal sobre la tecnología. Haraway re-sitúa la tecnología en sus circunstancias para desenmascarla como proyecto político. En concreto, su propuesta del “conocimiento situado”3 sugiere que el sujeto que piensa nunca es un sujeto abstracto o a-histórico sino un sujeto insertado en un contexto económico, cultural o social, y que esta situación condiciona sus ámbitos de interés y sus observaciones. Desde Haraway, el conocimiento situado se ha convertido en la postura epistemológica característica del enfoque feminista de la ciencia que nos recuerda, a cada paso, que el saber objetivo no existe, que siempre se piensa con alguna intención y desde algún lugar. Desde esa posición situada, me gustaría fijarme en la forma en que se organizan los factores productivos en dos sectores muy concretos de la industria tecnológica: las redes sociales y las tecnologías reproductivas. Ambos son campos muy innovadores, no sólo en terminos técnicos sino también sociales pues contribuyen considerablemente a la transformación de los estilos de vida. Pero lo hacen apoyándose en un modelo de división del trabajo que perpetúa la devaluación de las actividades reproductivas y la explotación de las mujeres (o de los cuerpos-otros) en todas las fases de la cadena de producción. Del hogar a la matriz En 2008 tuvo lugar un hito en la historia de internet. Por primera vez, las webs de pornografía dejaron de ser las primeras destinatarias del tráfico en la red en beneficio de las emergentes redes sociales. En otras palabras, Facebook destronó al porno4. La llegada de la web social correspondió con el momento en el que la creación de riqueza empezaba a inclinarse del lado de lo relacional, un movimiento que ha sido repetidamente interpretado como una de las señas de identidad del capitalismo tardío. Las redes sociales, en tanto que modelo productivo de la economía inmaterial, se basan en la gestión de capitales intangibles. Y esta gestión se lleva a cabo mediante el recurso a capacidades que se parecen más a las que han utilizado siempre las mujeres en el espacio doméstico que a las que han servido al obrero en la fábrica industrial, capacidades más cercanas a la esfera reproductiva que a la productiva. Tradicionalmente, la organización política de las mujeres se
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ha basado en la creación de redes, y las actividades que les han correspondido en la división tradicional del trabajo han sido las relacionadas con los cuidados y el mantenimiento de la comunidad. Pues si eso es así, entonces no es del todo descabellado constatar que existe un paralelismo entre, por un lado, el ama de casa que mantiene habitable un espacio, la madre conversadora, la esposa que vela por el cuidado y la conservación de los lazos familiares, y por otro, la figura contemporánea del community manager, encargado de sostener y animar, a tiempo completo y mediante el despliegue de una multitud de tareas dispares, un entorno hiper-personal articulado en torno a redes de confianza. Tanto dentro como fuera de internet, lo que más se potencia hoy en la gestión de recursos humanos son las habilidades de orden afectivo y emocional (comunicación, escucha activa, empatía, etc.), la disponibilidad (en términos de flexibilidad de horarios y lugares de trabajo) y la aptitud para el multi-tasking. Y estas habilidades se aplican a tareas realizadas a tiempo completo o a tiempo flexible, en confusión con la vida privada y el tiempo de no-trabajo, y cada vez más dentro del espacio doméstico. Las actividades de los y las usuarias de redes sociales son actividades relacionales y comunitarias, propias de la economía de los cuidados que tienden a ser, como el trabajo en la familia y en el hogar, invisibilizadas y devaluadas. Desde este punto de vista, sí podemos afirmar con Sadie Plant que la red es un territorio femenino pero más bien en el sentido nada utópico de un espacio de feminización del trabajo5. En mayo de 2012, la red social Facebook salió a bolsa con un valor de 88.000 millones de dólares, marcando el record de valoración en un estreno bursátil. ¿Quién produce este valor? La comunidad de usuarias. ¿Quién lo capitaliza? La empresa Facebook. Es decir, si en el modelo industrial, la productividad del operario se sustentaba en el trabajo invisible e impagado de su esposa en el hogar, en la economía de la web social la rentabilidad gravita en torno al trabajo invisible e impagado de las y los usuarios. Pues bien, de acuerdo con los estudios sobre socialidad en entornos de network, mientras que el productor de contenidos propios -quién ostenta visibilidad- tiende a ser hombre, el conector, es decir la persona que conversa, reenvía y enlaza
Foto de Natalie Behring para “Inside The Digital Dump”, Foreign Policy, Mayo-Junio 2007
-que es menos visible- tiende a ser mujer6. Y es precisamente en esa labor de interacción (comentarios, links, retuits, “me gusta”, etc.) donde más rentabilidad económica se genera, pues es la interacción y no la producción de contenidos lo que dispara los índices de tráfico en la red. Es decir, en las redes sociales todas y todos trabajamos gratis, pero las mujeres lo hacemos más y con menor visibilidad7. Si nos fijamos en la electrónica de consumo -que es el sector industrial en que se asienta el mercado de la hipersocialidad- la división del trabajo también responde a un modelo ancestral de división del trabajo. En los dos extremos de la cadena, el rango más bajo lo ocupan mujeres, ya sea como trabajadoras poco cualificadas en fábricas de montaje en cadena o como encargadas de recuperar los metales preciosos de los desechos electrónicos abandonados en los vertederos planetarios de Asia y África, con altos índices de toxicidad8. En el diseño de producto, la programación, la gestión o la ingeniería, las mujeres siguen siendo minoría, reciben por el mismo trabajo sueldos más bajos que sus compañeros y se enfrentan a multitud de obstáculos derivados de la todavía extrema masculinización de ese tipo de actividades. Si a esto añadimos que aún son, en todos los niveles, las principales proveedoras de las tareas de cuidado podemos concluir que, en términos de emancipación feminista, no hay nada nuevo tampoco por aquí. Maternidades distribuidas Las tecnologías reproductivas están ampliando los límites de lo posible. La inseminación artificial, la fecundación in vitro, la proliferación de los bancos de semen y óvulos, la posibilidad de congelar embriones durante meses o años después de haber sido fecundados... son avances que expanden los conceptos de maternidad y paternidad y transforman los modelos de familia. Pero también están abriendo un nuevo mercado, muy rentable, que opera con el modelo de negocio característico de la economía globalizada. Los siguientes datos provienen de la web de Tammuz International Surrogacy, una empresa israelí especializada en servicios integrales de maternidad subrogada, un fenómeno más conocido bajo la expresión de “vientres de alquiler”9. Tammuz ofrece a su clientela, compuesta sobre todo por parejas heterosexuales y parejas de hombres gays, un seguimiento completo del proceso de subrogación, que incluye la selección de donantes, el tratamiento de estimulación del ciclo ovárico, la inseminación del embrión, la implantación en el vientre de la madre subrogada y finalmente la entrega del bebé.
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“Smart Mom” (1999-2009), proyecto del colectivo ciberfeminista subRosa
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Los clientes pueden elegir entre tres modalidades. En el llamado “Plan-Este” todo el proceso se realiza en India, con óvulos locales. Una vez fecundado, el embrión se implanta en el útero de una mujer india que permanecerá durante nueve meses en una “clínica especial” (en realidad, residencias en la que las madres subrogadas se encierran durante el embarazo para ocultarlo). El “Plan-Oeste” es idéntico pero en los Estados Unidos: la donante de óvulos es norteamericana, el vientre de alquiler también. La diferencia respecto al plan anterior es que es cuesta aproximadamente el doble porque tanto los óvulos como los úteros tienen un coste mayor en los Estados Unidos que en países como la India. En concreto, los óvulos de mujeres blancas tienen siempre un precio más elevado porque son los más demandados, ya que la mayoría de los clientes son de raza blanca y desean que su descendencia también lo sea; como en cualquier negocio, aquí también prima la ley de la oferta y la demada. El tercer plan, el “Plan Oeste-Este” o “Sudáfrica-Este”, combina los dos servicios más demandados de los otros planes: el bajo coste del embarazo en India con el uso de óvulos de mujer blanca. El embrión se fecunda en los Estados Unidos o Sudáfrica y se transfiere a la India para su gestación. El coste de esta tercera modalidad también es intermedio. Como en todas las industrias de implantación global, aquí también los factores productivos se deslocalizan a países en los que las materias primas y la fuerza de trabajo son más baratos, con la diferencia de que, en este caso, las materias primas son óvulos, semen y embriones, y la fuerza de trabajo proviene de las mujeres que venden su capacidad reproductiva. En la organización de estos recursos se combinan varias tecnologías: tecnologías de comunicación para dirigir el proceso a distancia; tecnologías de procesamiento de información para la evaluación continua y la gestión de datos personales y bases de bio-datos; y tecnologías biomédicas para la estimulación del ciclo ovárico, la selección de óvulos, la conservación en frío de fluidos corporales, la inseminación in vitro y la implantación, así como técnicas básicas de ginecología y obstetricia. La maternidad subrogada es una implementación tecnológica de la capacidad reproductiva, que desplaza el eje natural-artificial en una dirección que nos acerca a las figuraciones cyborg de Donna Haraway. Cuando Haraway
afirma que “la frontera entre mito y herramienta, entre instrumento y concepto (...) es permeable; más aun, mito y herramienta se constituyen mutuamente”10, lo hace precisamente para señalar que lo natural no es aquello que queda fuera de la tecnología, sino aquello que es naturalizado a través de ella11. La tecnología de la maternidad subrogada es, desde este punto de vista, una tecnología de naturalización. Pero a la vez, como todas las tecnologías reproductivas, es también una tecnología de cercamiento12 en el sentido de que incorpora a la esfera del libre mercado recursos que hasta ahora quedaban fuera de las relaciones comerciales -como los óvulos, el semen, los embriones o los úteros fecundables- y lo hace replicando modelos de organización productiva de marcado caracter sexista y colonial.
Imágenes del documental “Google_baby” (Zippi Brand Frank, 2009)
Conclusiones El cruce entre feminismo y cibernética, como el planteado por la bióloga y filósofa de la ciencia Donna Haraway, nos dice que nuestros cuerpos son un compilado de códigos, una estructura de datos que puede ser subvertida, intervenida, hackeada. Pero siguiendo con esa misma lógica se hace visible que esos mismos cuerpos, a su vez, se conectan con una estructura de datos mayor, de escala planetaria, por la que circulan flujos de información, seres vivos, materias primas y mercancías, distribuidos en todos los puntos del sistema y monitorizados a distancia. Esta estructura de datos, diseñada y gobernada también como un organismo cibernético, es al mismo tiempo un proyecto colonial y un proyecto de género. Los binomios cultura/naturaleza, máquina/ cuerpo, mecánico/orgánico, hombre/mujer no pueden ser analizadas al márgen de otro binomio fundamental, directamente conectado con la historia de la ciencia y con la historia del capitalismo: el binomio humano/salvaje. Historicamente el “salvaje” ha tenido muchos significados: no tener alma, estar emparentado con el demonio, etc. pero hay un significado que ha mantenido hasta hoy y que preside el modelo de desarrollo económico nacido con la modernidad. Por encima de todo, ser salvaje quiere decir ser un recurso disponible. Lo que une al salvaje con la mujer y la naturaleza es que, en la organización capitalista todos ellos se consideran recursos susceptibles
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de ser explotados. Su explotación indiscriminada, invisible y barata es consustancial al funcionamiento de la máquina. Esto es especialmente visible en los casos en los que, mediante las innovaciones tecnológicas, se perpetúan bajo una apariencia nueva modelos muy viejos de explotación de la fuerza de trabajo. Es lo que ocurre en las redes sociales, donde los y las usuarias sienten que la actividad que realizan de forma gratuita es consustancial a su condición de internauta, de la misma manera que las tareas impagadas de la madre y el ama de casa se han presentado tradicionalmente como consustanciales a la identidad de mujer. Pero es aún más evidente en las tecnologías reproductivas, donde la fuerza de trabajo y las materias primas con las que se comercia están directamente incorporadas a los cuerpos; cuerpos cuya posición en la estructura productiva no es en todos los casos la misma: la estudiante europea que vende sus óvulos no es igual que la mujer india que alquila su útero, ni esta es igual que la profesional norteamericana que adquiere esperma congelado para hacerse inseminar. El feminismo se ha esforzado por poner de manifiesto la dimensión narrativa de la ciencia, por demostrar que “hacer ciencia” es también poner en circulación ciertos mitos, relatos, cosmovisiones, ideas sobre el mundo. En consecuencia, puesto que la tecnología es un instrumento de producción de discurso, la estrategia feminista no puede consistir solamente en resistir per se al avance de las innovaciones técnicas, sino en analizar las transformaciones que se ponen en marcha a través de ella. Transformaciones que, la mayoría de las veces, tienen al mismo tiempo consecuencias emancipadoras y de dominación y necesitan ser analizadas a la vez desde el paradigma tecnoqueer y desde las reivindicaciones ecofeministas, desde la celebración del potencial liberador de las tecnologías y desde la denuncia de los patrones ultra-capitalistas y explotadores en que se asientan. Cada una de estas posturas, por su lado, no puede dar respuesta a las complejidades del horizonte tecnológico pero los caminos que comunican entre ellas no están trazados, hay que inventarlos.
Notas: 1. Para un recorrido general sobre la historia del ciberfeminismo, con textos y materiales de referencia, se pueden consultar los archivos de Mujeres en Red (http://www.nodo50.org/mujeresred/cyberfeminismo.html) y e-Mujeres.net (http://emujeres.net/ciberfeminismo). 2. Wilding, Faith y Critical Art Ensemble, “Notas sobre la condición política del ciberfeminismo” publicado en Mujeres en Red: http://www.mujeresenred.net. 3. Haraway, Donna, “Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza”, Cátedra, Madrid, 1995. 4. http://extremisimo.com/las-redes-sociales-superan-todo-en-internet-por-primera-vez/
Madres subrogadas en el periódico “Indian Voice”, Melbourne, 2011
5. La obra de Sadie Plant es posiblemente la formulación más elaborada del ciberfeminimo utópico, que llegó a definir el ciberespacio como una tierra vírgen en la que el poder aún no estaba distribuido y se podía jugar a re-escribir la historia: “La tecnología puede aportar al feminismo algo que nunca tuvo a su disposición, la oportunidad de borrar lo masculino de principio a fin”. En “Ceros y Unos”, en donde recorre la historia del primer programador informático, la decimonónica Ada Lovelace, defiende la idea de que internet es un territorio esencialmente femenino organizado en torno a la idea de matriz, en el que el código binario (los ceros y unos) encarna la posibilidad de la igualdad perdida (los unos son los hombres y los ceros, los 0-tros, son las mujeres). Plant, Sadie, “Ceros + Unos”, Destino, Barcelona, 1998. 6. Los estudios que destacan la predominancia de las mujeres en las redes sociales se suceden desde 2009. Ver, por ejemplo, el informe “State of the Media. The Social Media Report. Q3 2011” publicado por la consultora Nielsen en 2011, http://www.nielsen.com. 7. “El aumento de la presencia de la mujer en la red es una situación muy similar a la que ocurrió en América a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, cuando los maridos de clase media estaban más que satisfechos de comprar un segundo coche para sus mujeres, en tanto y cuanto ello las hiciese más eficientes en sus labores domésticas. En este caso la tecnología fue usada para aumentar el confinamiento de las mujeres dentro de su situación, y no para liberarlas de ella.” Wilding, Faith y Critical Art Ensemble, op. cit. 8. Cobbing, Madeleine, “Toxic Tech: Not in Our Backyard. Uncovering the Hidden Flows of e-Waste”, Greenpeace International, Amsterdam, 2008. 9. Tammuz International Surrogacy: http://www.tamuz.com. Las actividades de esta empresa son el hilo conductor del documental “Google_baby” (Zippi Brand Frank, 2009). 10. Haraway, Donna, op. cit 11. Preciado, Beatriz, “Manifiesto contra-sexual. Prácticas subversivas de identidad sexual”, Opera Prima, Madrid, 2002. 12. Federici, Silvia, “Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria”, Traficantes de sueños, Madrid, 2011.
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Feminismo crítico y políticas queer en la obra de Eve Kosofsky Sedgwick y Wendy Brown María José Belbel Bullejos
Quienes quisieran codificar los significados de las palabras librarían una batalla perdida, porque las palabras, como las ideas y las cosas que están destinadas a significar, tienen historia. Joan Wallach Scott. El género: una categoría útil para el análisis histórico. 1986. La primera vez que escuché a Sedgwick fue en 1986, después la volví a leer y cada vez que lo hacía su escritura me pedía que pensara de una forma diferente a como lo hago normalmente. Nuestras sensibilidades son en algunos aspectos completamente diferentes. Ella es una apasionada investigadora literaria y una pensadora innovadora, mientras que mi propia formación es, para lo bueno y para lo malo, la de una filósofa más lineal a nivel conceptual. (…) Una parte del desafío que la obra de Sedgwick ha tenido para mí ha sido la posibilidad de motivarme a pensar en contra de las censuras que el pensamiento rigurosamente lógico establece. Y, por supuesto, esto lo ha hecho mucho más interesante ya que Sedgwick es una escritora profundamente conceptual, aunque formula los conceptos y los relaciona entre sí de una manera que produce disonancias y percepciones nuevas con mucha frecuencia. A la vez, su escritura tampoco se puede separar de las figuras literarias, de su tonalidad, de una forma de lírica política. Leerla me ha hecho más capaz y, por ello, le estoy agradecida. (…) Leer y dar clase sobre Sedgwick (…) me ha obligado a pensar de un modo en que no sabía que se pudiera pensar –y, aún así, que continuara siendo pensamiento. Judith Butler. “Capacity”. Regarding Sedgwick. Essays on Queer Culture and Critical Theory. 2002.
Eve Kosofsky Sedgwick (1950-2009) y Wendy Brown son dos importantes pensadoras feministas contemporáneas estadounidenses. Eve K. Sedgwick es considerada, junto a Judith Butler, la fundadora de la teoría queer. Butler es la única teórica feminista queer cuya obra se traduce de manera sistématica –sin duda por su gran valía– pero este caso también pone en evidencia el modelo
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masculinista liberal tan propio del Estado español de singularizar el trabajo de una sola pensadora, lo que subraya el carácter excepcional del talento filosófico de las mujeres y oculta que el pensamiento y la producción discursiva siempre se genera en un variado y rico contexto cultural y político. Epistemología del armario (1991) –la única monografía de Sedgwick traducida al castellano siete años después de su publicación– resulta imposible de encontrar pues no se ha vuelto a reeditar. Sedgwick y Butler siempre se han considerado feministas y es desde esa posición desde donde hicieron una intervención crítica dentro del feminismo a mediados de los años ochenta –jamás se han nombrado postfeministas–, cuando ocurren las llamadas “sex wars” en Estados Unidos en medio de la histeria originada por la aparición de la pandemia del sida. Lógicamente, su labor se genera en medio de un contexto de producciones teóricas críticas, mucho más amplio que el conocido en el Estado español. Como no puede ser menos, el trabajo de ambas autoras se ha ido modificando a lo largo del tiempo y continúa siendo un punto de referencia de primera magnitud para amplios sectores de la disidencia de género y del pensamiento crítico contemporáneo.
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Con anterioridad a Epistemología del Armario, Sedgwick había publicado dos libros The Coherence of Gothic Conventions (1980), donde la autora planteaba la relación existente entre la literatura gótica y la cristalización del género y la homofobia en el siglo XIX, y Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire (1986) donde aparecen por primera vez los importantes conceptos queer de “el pánico homosexual” y “el deseo homosocial”, este último de gran influencia en Butler, como la misma autora indica en su artículo “Capacity”. En 1993, Sedgwick publica un conjunto de ensayos titulado Tendencies, libro que según Jason Edwards es su “obra más explícitamente queer, que más se adentra en debates abiertamente políticos y que contiene algunos de sus ensayos más importantes y controvertidos sobre la sexualidad de las mujeres”, a este conjunto de ensayos le sigue el libro de poemas Fat Art/Thin Art, (1994), un proyecto importante en el contexto de los intereses intelectuales y culturales de Sedgwick pues la poesía fue su vocación creativa más temprana. A esta obra le sigue un trabajo de edición y coedición: Performativity and Performance (1995) editada junto a Andrew Parker, Shame and its Sisters: A Silvan Tomkins Reader (1995), editada junto a su alumno Adam Frank, libro que muestra el interés de ambos por la obra del psicólogo de los afectos, Tomkins, Gary in Your Pocket (1996), la obra literaria de su alumno afroamericano Gary Fisher que murió de una enfermedad relacionada con el sida y Novel Gazing: Queer Reading in Fiction, (1997). A finales de la década de los noventa, Eve K. Sedgwick publica A Dialogue on Love (1999), un relato autobiográfico en el que unas partes están escritas en prosa y otras en haiku y que narran su proceso de psicoterapia. El libro contiene nuevas aportaciones sobre las mujeres, sobre su entorno familiar y, asimismo, contextualiza su aproximación al budismo y a la práctica artística que ha iniciado mediante el uso de textiles, a veces esculturas, otras instalaciones y poemas visuales. Touching Feeling: Affect, Pedagogy and Performativity (2003) es el último libro publicado en vida de la autora, en el que cabría destacar el ensayo “Paranoid Reading/Reparative
Reading. You are So Paranoid You’d Probably Think This Text is About You”, en el que continúa utilizando las herramientas conceptuales de Silvan Tomkins y el budismo, y en el que incorpora elementos de la obra de Melanie Klein. Eve K. Sedgwick enfermó de cáncer en el año 1991 y a partir de mediados de los noventa supo que su cáncer era incurable. La relación entre su propia mortalidad y la de tantos amigos y alumnos fallecidos por la pandemia de sida constituye uno de los centros de su proyecto de lucha contra la homofobia. Asimismo, escribió numerosas columnas para Mamm, la revista estadounidense de las mujeres con cáncer de mama, desde 1998 a 2001. Continuó dando clase, trabajando como artista y escribiendo lo que se convertiría en su libro póstumo, The Weather in Proust, editado por Jonathan Goldberg, que toma como base sus cursos sobre Proust en el Center of Graduated Students of New York, CUNY, universidad en la que dio clase los diez últimos años de su vida y en el que incluye textos sobre el deseo anal, prosigue su trabajo sobre los afectos, su relación con la escritura, la depresión, el conocimiento y el activismo. Sedgwick contribuyó a crear un espacio para los estudios queer en el mundo académico estadounidense, tenía una gran capacidad para sacar lo mejor de la gente, en la medida en que, con frecuencia, era capaz de entender los lugares y saberes desde donde sus interlocutores querían hablar, más allá de bloqueos y “rarezas”, mediante la práctica de una pedagogía poco convencional y muy alejada de modelos autoritarios. El interés por su trabajo no ha cesado de crecer desde su muerte y ya se han celebrado numerosos congresos y seminarios sobre su vida y su obra que, como señala Michael Moon, su íntimo amigo y estrecho colaborador, va tomando vida propia. Wendy Brown es profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Berkeley. Con más de diez libros publicados hasta la fecha, su obra se encuentra apenas traducida al castellano –dos de sus textos forman parte de dos recopilaciones de ensayos–, a pesar de ser considerada como una de las voces críticas más valiosas frente al capitalismo neoliberal por la especificidad de sus aportaciones en el terreno político, jurídico, cultural, feminista y queer. Podemos destacar la sintonía que su trabajo mantiene con diversas pensadoras feministas como Judith Butler, Janet Halley, Joan Wallach Scott y Donna Haraway. Brown publicó su primer libro, Manhood and Politics: A Feminist Reading in Political Tought, en 1988, al que le siguió una de sus obras más influyentes, States of Injury. Power and Freedom in Late Modernity, en 1995, que parte del siguiente interrogante: ¿Cómo se ha convertido el daño, el agravio (injury, del latín iniuria) en la base de la identidad política de nuestra vida contemporánea? Brown explica en el prefacio de States of Injury que su interés en “desarrollar una crítica feminista al Estado, procedía no tanto de una intrínseca fascinación por éste sino que estaba motivado por la potencial disolución de objetivos políticos
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emancipadores presentes en el giro que había dado el feminismo al dirigirse al Estado para combatir prácticas de dominación masculina”. Y a partir de este análisis se preguntaba “por los peligros que comportan las políticas de objetivos emancipadores dentro de las instituciones que son fundamentalmente represivas, normalizadoras y que despolitizan dichos objetivos. Instituciones que llevan incorporados aspectos de los elementos que se buscan subvertir, como el dominio masculino”. Un tercer punto de partida, de especial relevancia en el contexto de esta introducción, consiste en el problema de los aspectos constitutivos de la formación de los sujetos: “la viabilidad de una alternativa democrática radical a los diferentes discursos políticos de dominación actuales está conformada también por los deseos que los disidentes políticos tienen en relación a tales alternativas”. Es decir, a cómo se conforman los sujetos corporeizados y el deseo sociopolítico. Brown acuñó el término “la externalización del desengaño político”, un tema muy presente en su trabajo y vuelve a tratar el “desengaño político” en un artículo de enorme interés en el contexto de la historia, más o menos reciente, del Estado español: “Resisting Left Melancholia” (“Resistir a la melancolía de la izquierda”), publicado en Without Guarantees: In Honour of Stuart Hall (2000). Brown parte de la idea de Freud de que “los muertos son gobernantes poderosos” y lleva esta idea al terreno de la izquierda para afirmar que ésta se encuentra ensimismada en un proceso melancólico en relación a la idea de “la revolución”. La autora se pregunta si la izquierda, está haciendo el duelo, (llorando el fallido proyecto revolucionario de los años sesenta y setenta, una muerte que pareció que se llevaba nuestros sueños) o quizás está haciendo el duelo sobre el optimismo histórico y la fantasía de pensar que podemos controlar nuestro propio destino. Tendemos a culpar a algo externo a nosotros o a alguna forma que odiamos de nosotros mismos. Y añade “lo que el capitalismo contemporáneo socava y mina de forma tan eficaz no es sino la capacidad de desarrollar y sostener una crítica y una visión sobre posibles alternativas con la penetración de sus valores en cada hueco de la existencia social y subjetiva y con su capacidad de borrar a nivel discursivo, cuando no de eliminar concretamente, perspectivas y prácticas alternativas”.
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Recientemente, ha participado en la elaboración del libro The Question of Gender: Joan W. Scott’s Critical Feminism, editado por Judith Butler y Elizabeth Weed (2011). Un libro fascinante para adentrarse en la obra de Joan W. Scott, de sus análisis pioneros en relación a la historia y a la historia del feminismo y de enorme interés para conocer ejemplos prácticos de genealogías feministas: Judith Butler compartiendo espacio académico durante un año en la Universidad de Princeton con Joan W. Scott y participando en un seminario de debate, mientras Butler escribía El género en disputa y Scott, Politics Out of History. Genealogías feministas que la propia Scott recoge al utilizar el término “paradojas” de Olympia de Gouges, la feminista francesa a quien los jacobinos mandaron a la guillotina en plena Revolución Francesa e incorpora en el título de uno de sus libros más importantes Only Paradoxes to Offer, del que la propia Wendy Brown posteriormente se vale en el artículo que hemos traducido.
Todos estos temas cobran una renovada actualidad si queremos preguntarnos de una forma crítica por la política en el Estado español después de la muerte de Franco y la Transición. Se podría analizar el “desencanto” desde estos parámetros. ¿En qué idea de revolución quedó atrapada la izquierda que no se incorporó al PSOE? ¿Beneficia a la formación de una izquierda plural, como pretende ser Izquierda Unida, la existencia del PCE? ¿Qué representa y puede llegar a representar el movimiento del 15-M? ¿Qué análisis postidentitario cuestionador del modelo del estado-nación están llevando a cabo los nacionalismos periféricos de izquierda? ¿Están los grupos anarquistas, republicanos y de izquierda anticapitalista anclados en la nostalgia de ser los herederos de los “perdedores” de la guerra civil, de la lucha antifranquista y del modelo de Transición política, o por el contrario están incorporando elementos críticos y autocríticos que sean más productivos para el presente?¿Cómo y cuándo dejan las ideas de convertirse en productivas y se convierten en planteamientos retóricos y en espectáculo? ¿Por qué resulta tan difícil a un sector del feminismo ser autocrítico con la categoría “mujer” e incorporar la paradoja que supone reividicarnos como mujeres para que no se invisibilice nuestra discriminación y, a la vez, ser conscientes de que dicha categoría identitaria refuerza la diferencia sexual jerarquizada? ¿Cómo articular un diálogo más fluido e inclusivo que no degenere en luchas fronterizas, entre las experiencias y las políticas de los movimientos transexuales, intersexuales y transgénero? Además, ambas autoras pueden ser de gran ayuda para repensar de forma crítica algunas formas rutinarias y retóricas de las prácticas políticas queer y otras que han venido apareciendo con el nombre de transfeministas, si tenemos en cuenta nuestras propias prácticas de feminismo crítico y políticas queer que abarcan ya casi dos décadas. Por otro lado, es importante resaltar junto a Joan Scott, que el género está siempre en la política, incluso cuando está y no está presente directamente. Ésta idea es fundamental en los tiempos de crisis que estamos viviendo, ya que se corre el peligro de pensar que atrás queda el pensamiento débil de la construcción/ deconstrucción de las identidades sexuales, de lo sujetos postcoloniales, de la ecología, de los discursos postestructuralistas y que vamos a asistir a nuevos episodios de la revolucionaria lucha de clases siguiendo el modelo leninista, un planteamiento nostálgico sobre el héroe de la clase obrera que conduce a formulaciones transhistóricas, como parecería que desean autores tan traducidos como Negri y Zizek. Esto supondría una vuelta al discurso de la contradicción principal: la económica y las contradicciones secundarias: las representadas por los sujetos políticos oprimidos que no fueran el hombre blanco occidental precarizado. Confiemos en que los dos artículos que siguen a esta introducción también sirvan de reflexión sobre la urgencia política de la traducción, para que podamos servirnos de las herramientas y los recursos existentes gracias al esfuerzo y al trabajo de numerosas pensadoras activistas de la disidencia de género. 39
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Melanie Klein y la diferencia que supone el afecto Eve Kosofsky Sedgwick A veces creo que los libros que más nos afectan son libros de fantasía. No me refiero a libros de género fantástico ni tan siquiera a esos que fantaseamos con escribir y no escribimos. Estoy pensando en esos libros que conocemos —por sus títulos, por haber leído reseñas sobre ellos, o haber escuchado hablar de ellos— pero que, en realidad, nunca hemos llegado a leer. Libros que han llegado a tener mayor o menor presencia, o a ejercer mayor o menor presión en nuestras vidas y en nuestro pensamiento, independientemente de su contenido. Tampoco estoy pensando en los libros que, con razón o sin ella, minimizamos y cuya lectura descartamos, bien sea por ansiedad competitiva o por aburrimiento anticipatorio. No, a lo que me refiero es a que, al menos en mi caso —y puedo asegurar que a lo largo de los años he desarrollado una considerable y variada práctica espiritual de dejar de leer libros— existen unos cuantos títulos que se han distinguido por su persistencia como objetos de especulación o de ensoñación acumulada. Lejos de minimizarse parecería que, con el paso del tiempo, fueran adquiriendo cada vez más importancia y más valor en mi vida, y tanto mi cambiante relación conmigo misma como la evolución de mi trabajo intelectual están imbuidas de ellos. El único problema es que, en realidad, no es de «los libros» de los que realmente están imbuidas, sino solo de sus títulos o de los nombres de sus autores como objetos fantasmáticos y valiosos interiorizados por mí. Ciertamente esto recuerda las dinámica de proyección e introyección kleinianas, pues de ello se trata exactamente, y, hasta cierto punto, también explica mi difícil relación con la obra de Melanie Klein. Lo más curioso de esta historia es que soy incapaz de recordar cuándo —en este largo proceso que viene durando décadas— empecé verdaderamente a leer la obra de Klein, en vez limitarme a elucubrar sobre ella. No sé lo que esto significa respecto de su escritura o de mi proceso de lectura, pero sí, que no ha sido la experiencia real de releer a Klein la que explica lo mucho y muy reiteradamente que me ha atraído su obra, sino el haberme topado con las persuasivas paráfrasis de ella en otros escritores, especialmente R.D. Hinshelwood, y más recientemente, Meira Likierman.1
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Esta es otra historia, menos alegre, de mi experiencia personal que, por alguna razón, también me parece muy kleiniana. Así es la historia: yo tengo tres años y vivimos en Dayton, Ohio. Mi abuela ha venido de Nueva York para visitarnos. Hoy salimos: vamos a ir a Rike’s, los grandes almacenes de la ciudad, para que mi hermana —que tiene seis años— pueda escoger una muñeca nueva. A mí, en cambio, me van a dar la muñeca de mi hermana, una muñeca de plástico de unas ocho pulgadas que representa a una niña de la edad de mi hermana más o menos. Y también se supone que yo puedo escoger en Rike’s una mantita nueva para mi «nueva» muñeca. Solo que yo, de ninguna manera quiero que me den la muñeca de mi hermana. Y, como de costumbre, soy capaz de razonar perfectamente por qué no la quiero: porque es demasiado pequeña. Yo necesito —y no se sabe cómo me atrevo a decirlo— una muñeca más grande, que sea un bebé o una nena en edad de aprender a andar, y que sea nueva. Porque como me den una muñeca más pequeña y que represente más edad, como la que me han dado, la pierdo seguro. (Y es muy lógico, ya que la habilidad motriz fina no ha sido precisamente la más precoz de mis capacidades, por no hablar de la madurez emocional, claro.) Me veo dándoles a mis a mis padres esta explicación con la tranquila confianza de quien está mencionando algo que cualquier adulto sabe: los niños más pequeños necesitan juguetes más grandes. Aparentemente la explicación no les convence, porque parece que acto seguido agarro una rabieta espantosa. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, son las consecuencias. La primera fue quedarme en un estado de total abatimiento, agotada por la terrorífica rabieta, y luego arrastrarme por toda la tienda en un estado de aparente muerte social. También recuerdo la espantosa impresión que me produjo el darme cuenta, antes del final de aquella tarde en el centro comercial, de que, efectivamente, la inadecuada muñequita que yo llevaba había desaparecido. Podría seguir hablando indefinidamente de esta historia que, pese a ser un recuerdo tan antiguo, tiene la capacidad de representárseme cruda y vívidamente cuando estoy trabajando con intensidad en la obra de Melanie Klein. Cuando periódicamente vuelvo a trabajar sobre Klein, la sensación de vivaz perspicacia va a la par de días de pesadumbre y noches de pesadillas. A ello hay que añadir que muchos aspectos de mi vida —incluso los que que más aprecio o aquellos de los que más orgullosa estoy, por ejemplo los relativos al budismo— se me aparecen a la luz de unos descontrolados flashes como frágiles defensas, agotadoras y en ocasiones empobrecedoras, que apenas si consiguen evitar que mis propios ciclos de codicia, envidia, ira y, sobre todo, de abrumadora ansiedad acaben devorándome. Ni siquiera cuento con el alivio de la autocompasión, ya que Klein muestra de una manera muy palpable la textura exacerbada de vidas psíquicas mucho más insufribles que la propia. Y aunque a mi entender en Klein todo hace referencia a la vocación, al pensamiento, a la lectura y, especialmente, a la escritura, tampoco me cabe el romántico consuelo de considerar estos malestares como los aspectos extremos del genio. Antes bien parecen dar fe de que el diseño de toda psique humana es tan poco inteligente que linda con lo grotesco. Siempre he compartido la opinión de Thoreau según la cual lo que caracteriza a la mayoría de las vidas es una tranquila desesperanza. La pregunta de si también
mi vida forma parte de esa mayoría —aunque cabría hacerse preguntas sobre la pregunta misma, incluida quién la hace— sigue pareciéndome crucial, y a menudo sigue aterradoramente falta de respuesta. El que Klein no resuelva esta cuestión me afecta de manera muy especial, muchísimo más de lo que lo que me afecta que no la resuelvan Freud ni Lacan, por ejemplo. Me afecta incluso más que el hecho de que no la resuelvan los pensamientos marxistas o anticolonialistas, cuyos enfoques consiguen muy eficazmente que los temas que me preocupan se perciban como si fueran de menor importancia, incluso por mí misma. Ese recuerdo, el incidente con la muñeca, no sería tan especial si no fuera porque la intensa vibración emocional e intelectual que evoca, cuando estoy inmersa en la obra de Klein, atraviesa sin esfuerzo no sólo zonas diferentes de mi vida, sino una completa escala de tamaños en las que se vive la vida: desde las pequeñas molestias de la vida hasta el amor y el trabajo, las abstrusas actividades teóricas, el trabajo sobre la muerte e incluso el que se hace por la iluminación. De hecho, por eso empecé a contar lo de la muñeca; lo mencioné, creo, a propósito de una simple historia sobre la cuestión de la escala. Sobre cómo a escala el muñeco de tamaño adecuado para mi hermana mayor era inadecuado para mí, cómo yo necesitaba algo de más bulto. Necesitaba, o creía que necesitaba, algo a escala adecuada, compuesto de partes manejables, hecho de partes articuladas y resistentes, que yo pudiera manipular tranquilamente y sin problemas, (sin problemas para ambos): Eso parecía ser el requisito para poder querer a la criatura e identificarme con ella, o al menos para no abandonarla. E iba a deciros que, ahora que soy adulta, así es como me gustan las ideas. Me gustan de mucho bulto. No me gustan dramáticas ni caricaturescas ni dualistas, desde luego, (dualistas, jamás); sino grandes, grandes y tangibles; grandes para que no haya riesgo de tragárselas, de forma que no pueda olvidarme de ellas, porque, por mucho que me haya hecho mayor, el riesgo en ese sentido no ha disminuido. Me gustan las ideas con las que puedes hacer un montón de cosas diferentes, con las que te puedes relacionar de muchas formas, que pueden resistir tus embates, y cuyas distintas partes móviles no sean tan complejas ni tan delicadas que no se puedan usar en la actividad cotidiana. Por varias razones, Melanie Klein es la perfecta proveedora de ideas a esa escala. Su trabajo tiene una alentadora solidez, un sentido de realidad. Me imagino que esta afirmación debe de resultar poco creíble para quienes no están dispuestos a navegar entre afirmaciones sobre la canibalística defensa del pecho parcialmente bueno frente a la invasión devoradora de las heces. Pero, dado que mi formación pasa por itinerarios straussianos y deconstruccionistas tanto como por los psicoanalíticos, y puesto que todos ellos admiten que amplias cadenas de inferencia interpretativa puedan tambalearse por detalles o diferenciales mínimos, me siento autorizada por cuanto hasta la más abstrusa de las obras de Klein se presta fácilmente a un entendimiento intuitivo. Puede que no se base en el sentido común, pero tiene una base fenomenológica considerable. Esta cualidad se debe, en buena parte, al hecho de que el psicoanálisis de Klein —a diferencia del de
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Freud— se basa en el afecto y ofrece una explicación convincente del desarrollo y las transformaciones de la vida afectiva. Likierman, resulta de gran ayuda cuando, para diferenciar el enfoque kleiniano, hace uso de la palabra «cualitativo»; creo que en este contexto el término «cualitativo» se puede traducir cabalmente por «basado en los afectos». Likierman escribe, por ejemplo que, a diferencia de la noción indiferenciada de Freud de narcisismo primario, para Klein «el infante está […] equipado desde su nacimiento para aprehender una esencia cualitativa en diferentes tipos de experiencias vitales».2 En relación a las formulaciones teóricas de Klein, Likierman también identifica su «tendencia a valerse de un solo término tanto para describir la experiencia interna del sujeto como para ofrecer la designación psicoanalítica técnica de un fenómeno […] mientras que el pensamiento de Freud distinguía entre definiciones teóricas y descripciones subjetivas».3 Aquí de nuevo, esta tendencia de Klein, a la vez que refleja un tipo de rechazo ferencziano a privilegiar conceptualmente la supuesta objetividad del psicoanálisis sobre la subjetividad del paciente, también parece reflejar una diferencia entre el tipo de distancia que implica teorizar sobre las pulsiones frente al que implica teorizar sobre los afectos. Pero las abultadas y atractivas posibilidades que ofrece el pensamiento de Klein tienen probablemente más que ver con un aspecto temático de su visión de la psicología: es ella la que pone a los objetos en relaciones de objetos. En su concepción de fantasía (phantasy), la vida mental humana se puebla no de ideas, representaciones, conocimientos, deseos y represiones, sino también de cosas, cosas con propiedades físicas, personas y trozos de personas inclusive. Si este animismo, en su sentido casi literal, hace que la vida psíquica kleiniana recuerde a los dibujos animados, se podría llegar a pensar que estamos ante una textura demasiado basta, demasiado poco mediada para lidiar con una creatividad adulta en un modalidad intelectual o artística ambiciosa. Después de todo, incluso Freud —que, a diferencia de Klein, dedicó buena parte de sus mejores capacidades a analizar temas sobre la representación— no tuvo más remedio que interpretar el trabajo creativo real en términos de diagnóstico o bien despacharlo bajo la anodina y sorprendentemente indiferente etiqueta de la sublimación. Sin embargo este es paradójicamente uno de las aspectos más atractivos del trabajo de Klein: permite ser respetuoso con el trabajo intelectual sin que por ello haya que considerarlo esencialmente aparte de otros proyectos humanos. Nuestro trabajo está motivado, psicológicamente, afectivamente motivado, y tal vez en mayor medida cuando se trata de un trabajo bien hecho o verdadero; Klein considera que este es un hecho extremadamente interesante, mucho más que un hecho ignominioso o que desprestigie. Antes bien al contrario, Klein presenta el proceso de desarrollos psicológicos muy corrientes en términos perfectamente susceptibles de ser asumidos por cualquier representante de un pensamiento innovador y ambicioso. Ejemplo de ello es el enfoque de Klein de proyección e introyección. Volvamos de nuevo a la paráfrasis de Likierman:
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Según lo entiende Klein, la experiencia edípica primera es una particular mitología, creada por la transposición de la fantasía de episodios orales y anales de la vida primitiva del cuerpo a una narración infantil sobre las imágenes y sus relaciones […]
En ese proceso, los adultos se viven como la materia de los mitos: son extrañas criaturas sobrenaturales o poderosas y aterradoras deidades que utilizan sus cuerpos para intercambiar mágicas sustancias y dar a luz nueva vida. […] Klein empieza a representar la vida mental como esencialmente creativa. Sus descripciones hacen aparecer ante nuestros ojos todos los rasgos claves de la humana actividad creadora, a las que se añade la forja de nuevas imágenes para reflejar la experiencia de la vida, el uso de estas en narrativa internas, la creación de símbolos como actividad mental principal y la creación mental de una mitología subjetiva, personal, un mundo interior habitado por seres de fantasía —en la acepción kleiniana—, regido por sus aventuras y las relaciones que mantienen entre ellos. Así como los relatos anteriores de Klein sugerían un nexo entre la creación de armas y la agresión pre-genital, estos se refieren a los que se crean entre el yo en desarrollo y la obra de arte.4
Esto se puede apreciar especialmente en los escritos posteriores a 1935, en los que Klein hace un estudio minucioso de lo que llama la posición depresiva, que incluye las vicisitudes de relación con «un buen objeto interno»: una relación concebida como virtualmente inter-subjetiva, profundamente ambivalente, y fuente de especial creatividad de cualquier persona. Ahora me doy cuenta de que el buen objeto interno es aquello sobre lo que yo escribía en 1992, en aquel pequeño poema sin título que recordaba a un soneto, de mi recopilación de poemas Fat Art/Thin Art, en el que cuento cómo una figura interna, antropomorfizada me proporciona un espacio relacional, aunque agitado, donde se hace posible una orientación hacia lo futurible y la creación. Qué iba a ser de mayor, Nunca se me ocurrió pensarlo (quizás ya lo sabía); Me preguntaba otras cosas: si estaría Sana. Si sería amada. Pero sí que me Incliné a adivinar una cosa. El destino de –«mi talento». Tímidamente Como una hermana mayor añoraba Trazar sus advocaciones, sus vocaciones. Que querría ello ser cuando ello Creciera; qué necesitaría que el mundo fuera. Decid que he abusado de ello, que lo he traicionado mil veces: Con todo estoy agradecida De que hubiera incluso aquella mala manera de cuidar de la criatura.5
De hecho, como sugería más arriba, es indudable que el estudio de Klein de las relaciones del objeto interno concuerda tanto con la estructura y la fenomenología del trabajo intelectual que, en ocasiones, resulta problemático para el tipo de reflexión que él mismo suscita. Creo que esa es la razón que explica que su trabajo no se utilice de manera más explícita en la teoría crítica, pese a ser fuente de inspiración
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y energía de tantos pensadores de teoría queer u otras. Se produce una especie de repercusión o sobrecarga derivada de la intensidad en que estas resonancias impactan en el lector a múltiples micro y meta-niveles. Volcarse en el estudio de Klein a menudo produce la sensación de estar fumada, en el sentido de que la proliferación de vagas reminiscencias que el lector experimenta —interminablemente reiterativas e implacablemente arquitectónicas— se convierte rápidamente en una especie de inefabilidad de fractal, resistente a las formulaciones lineales de lo que suele ser la exposición de un tema. Pero cuando el trabajo deconstructivista o lacaniano, por ejemplo, prolifera de forma similar a diferentes niveles tiene como resultado un efecto de abstracción sutil o incluso de sublimación, para Klein, sin embargo, la carga adicional, no mediada de toda ese mal afecto tematizado—especialmente de la ansiedad— puede realmente llegar a desactivar la función cognitiva. Al menos, así me lo ha parecido en muchas ocasiones. A eso se debe en buena medida que los estudios secundarios sobre su trabajo, como la monografía de Linkierman y el diccionario de Hinshelwood, sean absolutamente indispensables si realmente queremos utilizar el pensamiento de Klein. Estas dos obras le dan hecho al lector buena parte del trabajo de abstracción, consistente en absorber el cuasi caos transferencial que se puede producir al aprender del trabajo de Klein; ambos libros podrían ser descritos como que están, en el mejor sentido de la expresión, bien-analizados, un término que una no podría aplicar a la propia Klein ni a cómo se sienten los lectores al descubrirla. Pero aún queda mucho trabajo productivo por hacer sobre Klein en este sentido de mediación. Y aunque este proceso vaya directamente contra muchos de mis propias inclinaciones literarias, más cercanas al método del close reading, también podría poner a nuestra disposición un montón de nuevas y sólidas herramientas que nos serían útiles. También me ha sido de mucha ayuda, a la hora de abordar el trabajo de Klein, tener en mente de forma simultánea otros dos tipos de ideas. El primero es una comprensión del pensamiento psicológico budista —en particular la tradición tibetana— que con frecuencia difiere notablemente del de Klein, pero que en ocasiones está lo bastante cerca para aclararlo de forma asombrosa, o viceversa. El otro —en el que llevo trabajando casi el mismo tiempo— es la obra de Silvan Tomkins (19111991), un psicólogo estadounidense que realizó un trabajo pionero en la comprensión del afecto.6 Aunque estaba interesado en el psicoanálisis, Tomkins estuvo muy influenciado por los primeros trabajos en cibernética y teoría de los sistemas. Su sofisticada comprensión de los mecanismos de retroalimentación —tales como los de transferencia y recurrencia que se disparan tan conflictivamente en el encuentro con la obra de Klein— parecen proporcionarle una estimulante aprehensión teórica sobre el funcionamiento del afecto que le permitió el singular logro de establecer ecuánimemente las diferencias cualitativas entre los afectos evitando, sin embargo, que ello suscitara una espiral de perturbadores afectos en su lector. El marco de la teoría de los sistemas de Tomkins, con los que Klein —nacida con media generación de adelanto— no podía estar familiarizada, nos ofrece otra forma de comenzar con ideas sólidas y utilizarlas para llegar a muchos sitios distintos; y, al igual que el trabajo de Klein, lo hace sin recurrir al atajo de un dualismo estructurador. Además, desde una perspectiva feminista y queer, considero
útil verlo desde otro ángulo, tener una visión binocular que comience desde más afuera del psicoanálisis que Klein, que sea más resistente desde un punto de vista programático a algunas de las dañinas asunciones que han conformado el psicoanálisis en (lo que yo considero) su vertiente edípica: la centralidad definitoria de la dualista diferencia de género; la primacía de la morfología y el deseo genital; la naturaleza determinante de la experiencia infantil y la teleología lineal hacia una estado de madurez nítidamente distinto; y, especialmente, la lógica de los juegos que suman cero y del tercero excluido según la cual lo pasivo es lo opuesto a lo activo; el deseo, lo opuesto a la identificación; y el que una persona reciba más amor significa, a priori, que otra está recibiendo menos. Aquí tenemos otro ejemplo sobre la importancia del tercero excluido: una dinámica clave sobre la omnipotencia y la impotencia que emerge del trabajo de Melanie Klein. Para Freud, como ya se sabe, nuestra relación con la omnipotencia es bastante simple: ponte a ello. Según la obra de Freud, queremos tanto poder como podamos conseguir y verdaderamente el punto de partida es dar por hecho que somos omnipotentes, todo lo que viene después es una enorme y decepcionante desilusión llamada realidad. Con todo, en un sentido, la teoría analítica de Freud, especialmente en sus aspectos estructuralistas o lacanianos, nunca renuncia a la visión implícita de que el poder, de cualquier tipo o en cualquier grado, solo puede significar omnipotencia. Lo que cambia con la madurez y el proceso edípico es la visión de sobre qué o quién se tiene poder, más que el entendimiento del poder en sí como omnipotencia. Hay que abandonar la fantasía infantil de que la madre nos pertenece, dice esta formulación, pero en la medida en que maduramos y nos hacemos con una economía de sustitución, uno puede conseguir tanto la propiedad de otras mujeres como la propiedad de los medios de producción del sentido mismo (por muy desplazada y distribuida que esté). Sin embargo, a diferencia del sujeto de Freud, para el sujeto kleiniano la omnipotencia es un miedo en la misma medida, al menos, en que es un deseo. Es cierto que, como en Freud, el self del niño y sus partes constitutivas —al igual que los demás y sus correspondientes partes— solo pueden experimentarse como todo o nada; ora impotente, ora omnipotente. El problema reside en que los deseos del niño se experimentan apasionadamente, pero de manera intrínsecamente autocontradictoria. El infante kleiniano experimenta una codicia, la suya propia, cuyos componentes agresivos y envidiosos se perciben como una amenaza mortal tanto para sus queridos y necesitados objetos como para él o ella misma. Por eso, la percepción de la omnipotencia propia apenas da menos miedo que la percepción de la omnipotencia del padre o de la madre. De hecho, esta manera de entender la acción como todo o nada es lo bastante tóxica como para que el descubrimiento de una realidad diferente por parte del niño suponga alivio y relajación. La percepción de que el poder es relacional, ligado, por ejemplo, a la negociación (incluidas aquellas en las que todos salen ganando), al intercambio de afectos y a otros pequeños diferenciales, las gamas intermedias de acción —la idea de que podemos estar relativamente empoderados o desempoderados sin aniquilar a nadie o ser aniquilados, o incluso sin castrar ni
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ser castrados— constituye una gran mitigación de esa ansiedad endógena, aunque a la vez es un logro frágil que requiere una incesante revalidación. Sin duda uno de los puntos clave de todos estos temas es el concepto de represión. Para Freud, «la teoría de la represión es la piedra angular sobre la que se basa toda la teoría del psicoanálisis», y por supuesto su importancia va mucho más allá del pensamiento psicoanalítico.7 Podríamos decir, en una paráfrasis reductiva, que la represión freudiana es un mecanismo interno defensivo —el prototipo de los mecanismos de defensa en general de acuerdo con Laplanche y Pontalis— que, de hecho tiene su origen y su modelo en la prohibición externa.8 La civilización, según el punto de vista freudiano, no puede coexistir con el sentido de omnipotencia del individuo si este no se corrige, con la satisfacción sin trabas del deseo de por sí insaciable del individuo, con su expresión sin censura o incluso con su propia experiencia. Internalizar la prohibición social de forma eficaz pero no paralizante es, para el psicoanálisis freudiano la tarea de maduración del individuo. Aunque las diferentes clases de políticas psicoanalíticas hayan insistido en mayor o menor grado en las necesidades represivas de la civilización frente a las ilimitadas exigencias del deseo individual, lo que tales argumentos consiguen es reforzar un único supuesto estructurante: que en última instancia la actividad psíquica, por definición, se constituye por la lucha entre el deseo intrínseco y la prohibición impuesta o internalizada. Otros conceptos definitorios, tales como el propio inconsciente con su inaccesible topografía y sus singulares imperativos hermenéuticos, se fundan en la absoluta primacía de la represión. En el psicoanálisis freudiano, la represión es a la vez completamente necesaria y ampliamente suficiente como determinante de la naturaleza de la vida psíquica. Melanie Klein, como Silvan Tomkins, no trabajan tanto contra el concepto de represión como en torno a él. Sin cuestionar la existencia ni la fuerza de los mecanismos represivos —tanto externos como internos— Klein los contempla en el contexto de otros conflictos y peligros anteriores más violentos que, en contraste, proceden directamente de las dinámicas internas de la psique emergente en lo que Klein vino a llamar la posición esquizoparanoide. Para Klein todo el conjunto de la dialéctica freudiana entre el deseo y la prohibición es solo un desarrollo secundario más entre otros muchos. Más aún, la estructura y la importancia de la represión como mecanismo de defensa secundario varían en función del modo en que el individuo haya gestionado dichos mecanismos de defensa primarios como la separación, la omnipotencia y la proyección e introyección violenta.
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Son cinco los elementos violentos que definen la posición esquizoparanoide en la que nacemos, en toda su terrible fragilidad. El primero es la incapacidad del self para comprehender o tolerar la ambivalencia: la insistencia en el «todo o nada». El segundo es su consiguiente y «esquizoide» estrategia: separar tanto sus objetos como el self mismo en objetos-parte muy concretamente imaginados, que solo pueden ser vistos de forma exclusiva como mágicamente buenos o malos, siendo estas últimas calificaciones no designaciones éticas, sino juicios cualitativos que se perciben como si de ellas dependiera la vida o la muerte. El tercero, como mencionaba más arriba, es que en la posición esquizoparanoide también el sentido de la acción tiene solo
dos posiciones extremas. El self y sus partes constituyentes, al igual que los otros y sus partes, solo pueden experimentarse como impotentes u omnipotentes. El cuarto es una especie de codicia por las cosas «buenas» representada en términos de ingesta y retención en el interior, donde son susceptibles de permanecer mágicamente diferenciadas y vivas, luchando contra los contenidos «malos» a riesgo de ser devoradas o fatalmente contaminadas por ellos. Y el quinto es el mecanismo de proyección, clásicamente el que atribuye a otras personas las partes inaceptables de una misma, pero este último, como vamos a ver, adquiere renovada importancia en la obra de Melanie Klein. En términos generales, la diferencia más significativa respecto a Freud tal vez sea que, en Klein, estos mecanismos primarios tienen que defenderse no contra esas coerciones externas, tal como explica Freud, sino más bien contra la devastadora fuerza de una ansiedad principalmente endógena. De forma análoga, en Tomkins el conflicto de los afectos substantivos con otros afectos substantivos es, como poco, tan básico e importante como cualquier conflicto con fuerzas externas, por muy hondamente interiorizado que esté.9 No es fundamentalmente la «civilización» la que necesita que la persona sea diferente a cómo es espontáneamente. Es la propia persona la que necesita ser diferente, en la medida en que se produce un conflicto entre sus impulsos internos, de naturaleza aún más drástica que el que se da entre estas y las exigencias de su entorno. En vez de las indiferenciadamente ciegas pulsiones de placer que Freud le atribuye al niño —solo controladas por la prohibición o la carencia, originalmente externas—, el infante kleiniano experimenta una codicia cuyo componente agresivo y envidioso se percibe ya como una terrible amenaza tanto para los objetos deseados como para él o ella misma. La ansiedad primaria resultante es un afecto tan tóxico que probablemente no habría que llamarlo ansiedad, sino terror. Es contra este terror endógeno contra el que se movilizan en primera instancia los mecanismos de defensa primarios: la separación, la omnipotencia y la violenta proyección e introspección. A su vez, estas defensas —susceptibles de mitigarse, pero nunca de desvanecerse— pueden quedar impresas en la experiencia interna de la represión así como en la experiencia social de padecerla, imponerla o resistirse a ella. Los complejos desarrollos que más tarde caracterizan la posición depresiva también influirán en las formas que, a la larga, adopte la represión. Si bien es igualmente cierto que, en el pensamiento kleiniano, el terror primario endógeno —cuyo poder corrosivo varía según las personas por motivos esencialmente constitutivos, pero también relativos al entorno— ocupa un lugar tan central como el del deseo y la represión en el psicoanálisis freudiano. Por supuesto, el tema de la represión no es de interés exclusivo del psicoanálisis. La primacía de la represión estructura un punto de vista dualista occidental, casi universal, de la política y de la religión, por ejemplo, tan rigurosamente como estructura un enfoque freudiano sobre la psique. Foucault lo demuestra en el primer volumen de su Historia de la Sexualidad, en su merecidamente célebre análisis de lo que el llama la hipótesis represiva. Según la hipótesis represiva que Foucault
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intenta desmontar, que se corresponde punto por punto a la propia hipótesis represiva de Freud, la historia de la sexualidad podría solo ser la de una «relación negativa» entre el poder y el sexo, de la «insistencia de la norma», del «ciclo de prohibición», de la «lógica de la censura» y de la «uniformidad del dispositivo» de la restricción y de la prohibición: «ya se le preste la forma del príncipe que formula el derecho, del padre que prohíbe, del censor que hace callar o del maestro que enseña la ley» —o de un superego internalizado, podríamos añadir— «de todos modos se esquematiza el poder en una forma jurídica y se definen sus efectos como obediencia».10 En otras palabras, Foucault describe la gama completa de los discursos occidentales de liberación —políticas de clase, políticas de identidad, valores de la Ilustración, y proyectos de liberación sexual, incluido el psicoanálisis— como congruentes y en continuidad unos con otros, pues todos ellos se elaboran a partir de la misma idea central de la represión externa o interna. Lo que resulta más inquietante es cómo Foucault demuestra una devastadora continuidad de actuación entre los diagnósticos de estos proyectos, la manera en la que analizan la problemática central de la cultural occidental (la represión), por un lado, y, por otro, sus terapéuticas, la manera en la que se proponen rectificarla. Porque si hay algún problema con la propia hipótesis represiva, si la represión es, en muchos sentidos, una forma errónea o incluso dañina de entender las condiciones de las sociedades y de las las personas, entonces, el principal efecto de tantos siglos de proyectos anti-represivos puede ser que estén funcionando como una forma de propaganda casi irresistible de la propia hipótesis represiva. Inevitablemente quizás, Foucault a su vez me resulta mucho más convincente en su análisis de este masivo bloqueo intelectual que en sus propuestas sobre cómo obviarlo. Es más, como en buena parte de su obra anterior, podría considerarse que los pasos que da en el volumen I de La Historia de la sexualidad contribuyen en mayor medida a propagar la hipótesis represiva, mediante el desplazamiento, la multiplicación y/o la hipostatización de la misma.
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La estructura de este tipo de cortocircuito o impasse conceptual es harto conocida: se puede reconocer la mecánica del problema, pero intentar remediarlo, o simplemente limitarse a enunciarlo, contribuye a aumentar la energía de propulsión de la misma. Tomemos, por ejemplo, en la psicología budista el samsara, la rueda de la muerte y del renacimiento que gira sobre sí misma, a la que están ligadas las vidas dentro del tiempo; esta se hace aún más pesada y agotadora, no solo por la lucha por conseguir ventajas personales, también por el progreso en proyectos altruistas e incluso por el esfuerzo en logros espirituales. Tales círculos viciosos funcionan como el análisis sobre el resentimiento de Nietzsche, que él diagnostica como una psicología prácticamente universal que se autopropaga, compuesta de ofensa, rencor, envidia y autojustificada vindicación fermentada en la sensación de desempoderamiento. El resentimiento nietzscheano no solo se autorrefuerza en el plano epistemológico, sino que es contagioso en el plano pragmático. Su intrínseca relacionalidad genera espontáneamente poderosos sistemas. ¿Cuál es el acto que más define al resentimiento, el que no puede escapar a este diagnóstico concluyente? Sin duda acusar certeramente a otra persona de estar motivada por el resentimiento. ¿Así
pues, en qué punto hay que situarse para romper esta siniestra serie? Si he identificado correctamente esta importante y perniciosa dinámica circular en el influyente libro de Foucault, estoy ya en condiciones de entender mejor la fuente de inveterada impaciencia que he sentido respecto a las obras de la crítica —bastante a ciegas, a mi entender— llevadas bajo la égida de los «foucaultianos». A estas alturas parece existir un punto de vista foucaultiano generalizado, casi imposible de erradicar, que estructura toda rutina de trabajo en el campo de los estudios culturales, la literatura, la historia, etc. Aunque podría argumentarse que el trabajo de formación de la teoría queer de la década de 1980, incluida buena parte del mío, ha generado un espacio disciplinario llamado queer en el que también se hallan muy presentes estas energías circulares foucaultianas. De manera característica, el recurso de Klein para enfrentarse a esta situación no consiste en minimizar la importancia de esta mecánica circular ni tampoco en atacarla frontalmente. En cambio sí la recontextualiza, del mismo modo que reajusta el enfoque de la represión al considerarla un mecanismo más de defensa, y no el elemento clave del funcionamiento mental. En realidad, Klein está muy en sintonía con las relaciones humanas que están dirigidas por las incontrolables maquinarias del resentimiento: tu quoque, vemos en el otro lo que nosotros mismos somos, o dicho en términos técnicos: «Sé que tú eres, pero ¿qué soy yo?». Klein ve estas dinámicas en términos de defensas «primitivas», características de la postura esquizoparanoide: la necesidad profiláctica de separar lo bueno de lo malo, y la expulsión agresiva de las partes intolerables de uno mismo sobre o —por utilizar la locución más gráfica de Klein— dentro de la persona a la que se toma como un objeto. Klein escribe que esas malas partes proyectadas «del self no solo tiene el propósito de causar daño, sino también de controlar y tomar posesión del objeto»; denomina a este mecanismo «identificación proyectiva».11 La identificación proyectiva no es solo una forma de pensamiento mágico que se da en la infancia, también coincide con el resentimiento de Nietzsche en los adultos. Es una buena manera de entender, por ejemplo, el terrorífico contagio de los modos paranoides de pensamiento, y resulta ciertamente indispensable en la comprensión de las dinámicas políticas, como también en la interactuación en muchos grupos pequeños, incluidos los del aula. Por ejemplo, un profesor que no tenga la habilidad de tolerar o contener las ansiedades competititivas puede llevar una clase en la que todo el mundo se sienta especialmente ansioso respecto a su poder o desempoderamiento. Un profesor que desapruebe aspectos relativos a la originalidad puede caer en un torbellino de ansiedad de plagio por doquier. O un profesor o profesora incapaz de albergar su propio malestar respecto a la sexualidad puede encontrarse con un grupo de estudiantes cuyos procesos de aprendizaje se vean obstaculizados por manipuladoras o resentidas escenas de seducción. Por no hablar de la proyección identificativa que se suscita con los estudiantes, que pueden ser tan ignorantes sobre sí mismos como el profesor o tener un carisma igual de perjudicial, si no más. De nuevo, tanto dentro como fuera del aula, creo que a gran parte del profesorado le resultan familiares situaciones en que la preventiva necesidad, propia o ajena,
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de negar sentimientos de racismo, misoginia, antisemitismo, etc. —sentimientos que inevitablemente afloran, pero se experimentan como intolerables— tiende a desembocar en un círculo de acusaciones interpersonales que son explosiones de las mismas formas de odio que están en proceso interno de ser borradas. La identificación proyectiva está relacionada con la proyección freudiana pero tiene un poder de intrusión aún más extraordinario. es aún más: según Freud una vez que haya proyectado mi hostilidad sobre ti, voy a pensar que yo no te gusto; Klein añade que cuando haya proyectado mi hostilidad dentro de ti, no solo voy a pensarlo, sino que va a ser cierto. Así, según Klein, para el infante o para el adulto, la posición esquizoparanoide —marcada por la insaciabilidad, el odio, la envidia y la ansiedad— es una posición de terrible alerta ante los peligros que comportan los odiosos y envidiosos objetos-parte que proyectamos a la defensiva sobre el mundo circundante y viceversa. En cambio, la posición depresiva es un logro para mitigar la ansiedad, que solo ocasional, y con frecuencia brevemente, consigue el adulto o el infante. Además a partir de 1940 los textos de Klein son cada vez más inciertos respecto a la posibilidad de una posición más allá de la depresiva. No es que Klein considere que, en el mejor de los casos, la gente está condenada a perpetuidad a un estado de depresión per se. Digamos más bien que la posición depresiva en los escritos tardíos de Klein constituye una categoría singularmente amplia. A pesar de su nombre, abarca, de hecho, no solo las precondiciones de una depresión grave, por ejemplo, sino también un amplio abanico de recursos para sobrevivir, reparar y avanzar más allá de la depresión. Es el lugar desde el que Klein explora la creatividad intelectual; también es el espacio que permite diversos desarrollos del desafío a la universalidad normalizadora. ¿Qué hace que esa posición depresiva sea «depresiva»? El umbral de la posición depresiva reside en la comprensión fundacional y realmente difícil de que lo bueno y lo malo tienden a ser inseparables en todos los niveles. «El infante», dice Hinshelwood resumiendo este argumento, «en cierta etapa, alcanza suficiente madurez física y emocional para integrar sus percepciones fragmentadas y reunir las versiones buenas y malas que antes había experimentado separadas. Cuando estos objetos-partes son conjugados en un todo, amenazan con formar un objeto total contaminado, dañado o muerto» ya sea interno o externo, o ambas cosas; esto, a mi entender, es la descripción de experiencia de la depresión propiamente dicha.12 «La angustia depresiva», prosigue Hinshelwood, «es el elemento decisivo para entrar en relaciones maduras, la fuente de los sentimientos generosos y altruistas dedicados al bienestar del objeto».13 Solamente partiendo de esta posición, se pueden empezar a utilizar los recursos propios para ensamblar o «reparar» las partes de los objetos en algo parecido a un todo, aunque sea una solución negociada. Merece la pena subrayar que la retórica de la reparación de Klein no da por hecho que el objeto «reparado» vaya a parecerse a algún objeto preexistente; lo conservador no es una característica intrínseca del impulso de reparación. Una vez ensamblados, estos objetos internos más realistas, duraderos y satisfactorios se prestan a ser objeto de identificación, alguno puede ser ofrecido a cambio de alimento y alivio. Aún así, las presiones de esta fundacional, depresiva realización también pueden impulsar la
psique de vuelta a la depresión, el escapismo maníaco o las defensas violentamente proyectivas de la posición esquizoparanoide. Sentimos esas presiones defensivas en forma de remordimiento, vergüenza, el confuso runrún que hace imposible el pensamiento, la misma depresión, el duelo por el ideal perdido y una aprensión paralizadora —con frecuencia sumamente relevante— de las inexorables leyes de las consecuencias involuntarias. Por mi parte tengo la desagradable sensación de que, al menos en lo que a mí respecta, la política activista tiene lugar —en el mejor de los casos— precisamente en ese difícil nexo entre la posición esquizoparanoides y la depresiva. Supongamos que la posición esquizoparanoide, completamente atrapada por la división y la proyección, esté siempre diciendo, como Nietszsche o Harold Bloom: «lo que les pasa a esos otros es que están llenos de resentimiento». O traducido a la jerga republicana de Estados Unidos: «lo que les pasa a esos otros es que están llenos de rencor partidista». Imaginemos que la persona depresiva pudiera decir, aunque fuera de forma intermitente, «nosotros, como esos otros, estamos sujetos a la imperiosa dinámica proyectiva del resentimiento, ¿y qué? ¿Cómo podrían cambiarse estas mismas dinámicas?». Tal y como entiendo mi propia historia política, me ha sucedido con frecuencia que la energía que impulsa la justificación activista, el compartir de algún modo una causa difícil, tiende a estructurarse en buena medida de forma esquizoparanoide: suele estar impulsada por los motivos que se les atribuye a los otros, por desprecio lleno de temor a los oponentes, por fantasías colectivas de impotencia y/o de omnipotencia, por la búsqueda de chivos expiatorios, y por posturas puristas y cismáticas. Es decir, un modelo esquizoparanoide, por mucho que las razones subyacentes al compromiso político puedan tener mucho más que ver con la dimensión ética, madura y compleja de la posición depresiva. En un ensayo anterior titulado Paranoid Reading and Reparative Reading [Lectura paranoide y lectura reparadora], yo especulaba sobre por qué, en general, la teoría queer parece siempre distinguirse por un exceso innecesario en su empeño de explicitar las energías y formas de pensamiento paranoide.14 Por poner un ejemplo, esta tendencia es muy evidente en mi libro Epistemología del armario, cuya energía retórica y polémica tiene mucho que ver con proyecciones simétricas del tipo «el que lo dice lo es», aunque el análisis de esas simetrías, en toda su compleja pragmática performativa también sea el proyecto constatativo del libro.15 Paranoid Reading and Reparative Reading señala también la importancia central de la paranoia en otros textos fundacionales de la teoría y el activismo queer. Pero en aquellas especulaciones pasé por alto la razón más cruda, más objetiva, y también posiblemente más importante, de que la paranoia pareciera realmente inherente a la teoría queer. Creo que llegar a entenderlo supone haber experimentado la vida gay de la década de 1980 y de principio de la de 1990, cuando la teoría queer todavía era un proyecto emergente y tentativo. Fue también la época en que el sida, enfermedad nueva y prácticamente sin tratamiento, convirtió de pronto las vidas de los gays urbanos y de sus amigos en una verdadera tragedia, más horrible que las de Eurípides. Era relativamente frecuente tener la
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sensación, cuando se estaba en algún sitio con gente joven y llena de vida, de que en uno o dos años casi todos los presentes habrían muerto a causa de la enfermedad. Lo que resulta igualmente difícil de reconstruir ahora es la ignorancia en que estábamos respecto a qué tipo de respuesta al sida podría llegar a darse desde el Estado y en la esfera pública. Fue una época en la que, a pesar de la hecatombe de muertos, pasaron seis meses de epidemia sin que el presidente de los Estados Unidos pronunciara nunca la palabra «sida», mientras importantes legisladores y engreídos expertos andaban muy ocupados con morbosos proyectos —falazmente sensatos y falazmente prácticos— para examinar, clasificar, acorralar, tatuar, poner en cuarentena, y otras formas de humillar y matar a hombres y mujeres con sida. Ahora vivimos en un mundo en el que la mayoría de estas cosas no han sucedido, al menos en relación con el sida. Pero en aquella época fueron materia de discursos públicos y, aparentemente, no hubo en la esfera pública ninguna argumentación autorizada y no homofóbica que frenara la aplicación de dichas medidas. Para los que esperábamos que tales medidas no se implantaran, o para los que luchábamos contra ellas, resultaba imposible no advertir que semejantes fantasías —fantasías que nunca se reconocieron a sí mismas como tales— resultaban congruentes con la interpretación foucaultiana de la burocracia, la ley, la psiquiatría, la ciencia y la salud pública como encarnación del poder panóptico. Terror, un terror intenso a la vez focalizado y difuso, ese es un término que define bien el tono dominante de lo que fueron aquellos años para las personas queer, al menos para las que sobrevivieron. No es de extrañar que el estrés lleno de oprobio de dicho terror, junto con la necesidad de movilizar importantes recursos de resistencia para hacerle frente, imprimiera una estructuración paranoide a la teoría y al activismo de la época. Lo alucinante, para mí al menos, es la clamorosa fuerza de pensamiento y acción que tanta gente fue paradójicamente capaz de sacar hasta a la posición paranoide a partir de unos recursos impuestos, empobrecedores y humillantes.
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A mediados de la década de 1990 se produjeron sucesos, tanto en la esfera pública como privada, que en mi caso redundaron en unos cambios relacionados con la escritura y con el pensamiento paranoide. Un acontecimiento clave tuvo lugar en el verano de 1966, cuando en el XI Congreso Internacional del Sida —celebrado en Vancouver— se dio la primicia de que la infección por VIH era, en muchos casos, susceptible de cronificación mediante el uso combinado de nuevos medicamentos. Parecía que, de repente, el tiempo de vida brutalmente abreviado para tantas mujeres y tantos hombres afectados de VIH podía, si no normalizarse, al menos extenderse espectacularmente. Junto a muchas otras personas, pasé aquel verano intentando asumir un inesperado repertorio de sentimientos entre los que predominaban el alivio, la esperanza, la expansión de ánimo y la sorpresa. Pero el final del verano también fue la época en la que, como si se tratara de un extraño quiasmo, me enteré de que mi cáncer de mama —diagnosticado en 1991— se había extendido y era incurable. De forma que mi propia temporalidad y mortalidad se me aparecieron bajo una nueva luz, puesto que, aunque guardaba relación con mi inmersión en la emergencia del sida, también la experimenté, dadas las circunstancias, en un marco afectivo muy diferente. Me he preguntado con frecuencia por qué la relación con mi propia
enfermedad no ha conllevado sentimientos de rabia, incredulidad o incluso terror que, en algún sentido, fueran equiparables a los que sentí en relación con las vivencias del sida de las personas más cercanas a mí. Probablemente tenga que ver con la diferencia entre una enfermedad conocida y otra nueva; entre una enfermedad muy estigmatizada y otra que, incluso en aquella época, ya lo estaba mucho menos; y de manera más general, entre una experiencia vicaria del dolor y de la debilidad, frente a una experiencia directa. Pero también tiene que ver con el carácter depresivo que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. Entre otros efectos, ha tenido el de hacer que me encariñe con la idea de no-ser, y puede que también me haya vuelto hipersensible al desgaste psíquico que hay que pagar por las defensas de tipo paranoide. No es que la posición depresiva me resultara segura, pero de lo que no me cabía duda era que yo no me podía permitir ocupar la posición esquizoparanoide mientras luchaba con las dificultades de mi enfermedad. En esa época también leí muchos textos budistas, que me proporcionaron (o me ayudaron a construir) un marco psicológico articulado que parecía capaz de abarcar algunas de las paradojas de mi situación. En cualquier caso, por razones tanto privadas como públicas, me encontraba cada vez más descontenta de ver perpetuarse formas de pensamiento cada vez más numerosas que, a mi entender, se podían catalogar como paranoides. Es evidente que no he sido la única entre esa primera generación de la teoría queer en percatarse de este tipo de necesidad, aunque ello haya llevado a avanzar en distintas direcciones; en lo que a mí respecta, creo que, desde ese momento, mi trabajo ha consistido en una serie de experimentos dirigidos a ilustrar, y de alguna manera acercar a los lectores a algunas formas alternativas de argumentación y enunciación. Entretanto, el movimiento cultural y político de gays y lesbianas del siglo XXI ha querido dejar atrás la experiencia del sida, con un rechazo casi programático del trauma y del terror; sin embargo, se ha pagado por ello un alto precio, pues el resultado es que estos temas han quedado vaciados de todo afecto, banalizados y especialmente sensibles. También observo que buena parte de la teoría queer más reciente ha retenido la estructura paranoide de los primeros años del sida, pero cada vez más fuera del contexto en el que esto había supuesto un apoyo cierto y concreto en la realidad cotidiana. A veces veo mi vida actual como el trazo de esa trayectoria desde el peligroso sentimiento de energías esquizoparanoides de la proximidad activista, hasta la depresión en ocasiones, pero sobre unas bases más seguras, a la vez que más productivas y placenteras; una trayectoria desde la depresión a la pedagogía (una pedagogía entendida no tanto como una institución académica, sino como una forma de relacionalidad, y no sólo en el aula, sino también en torno al aula y, especialmente, como escritora). El año pasado, en una reunión del comité de admisión de estudiantes de posgrado de mi departamento, uno de mis colegas criticó la carta de motivación de una solicitud cuyo argumento principal era un diagnóstico de depresión en sus años universitarios. «No soporto que utilicen la depresión como excusa», dijo uno de nuestros colegas, pero hubo quien replicó:
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«¿Que la depresión es una excusa…? ¡Desde luego que no, es una condición previa…!». No puedo decir si es cierto que los intelectuales y los profesores —sobre todo en el campo de las humanidades— son más dados a la depresión que otra gente, pero sí creo firmemente, tal y como Klein hubiera augurado, que para muchos de los que somos propensos a ella, está tendencia está intrínsecamente ligada a nuestras capacidades tanto como a nuestras discapacidades, a una creatividad personal bastante singular y, también, a formas de bloqueo a veces estereotípicas. Cuando relaciono la pedagogía en particular con el tema de la depresión, tengo en mente las consideraciones de Silvan Tomkins sobre la personalidad depresiva en el educador, así como el concepto de Klein de posición depresiva. Tomkins analiza lo depresivo, o la personalidad o el guión depresivo, como una característica duradera de la forma de ser de muchas personas, una característica dinámicamente constitutiva de sus mejores cualidades así como de sus discapacidades, independientemente de que lleguen a experimentar o no una depresión en un momento determinado. En algunos textos de Tomkins la depresión parece un estado bastante extendido y generalizado; en otros, en cambio, Tomkins le da un carácter específico que desvela algo más que un tufillo a autobiografía. Según Tomkins, la característica más notable de la persona depresiva, al salir de la infancia es que él o ella tienen una pasión por las relaciones de comunión mimética: se trataría, idealmente, de una mimesis recíproca, de doble sentido, basada en la amabilidad del niño en imitar a un adulto y en ser a su vez imitado, aunque sea por alguien que solo le presta atención de forma intermitente. Esta pasión mimética se combina, sin embargo, con una intensa susceptibilidad a la vergüenza cuando dicha relación fracasa. Esto vale para el espíritu de superación en términos generales y, especialmente, en lo que respecta a la intensidad pedagógica. Tomkins escribe:
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La persona depresiva no es alguien de fácil trato para las otras personas con las que interactúa, como tampoco lo han sido su padre o su madre. Como amigo, padre o madre, amante o educador es una persona lábil en cierto modo, entre sus afirmaciones de fidelidad, por un lado, y su afán por controlar, juzgar y censurar al otro. Su calidez y auténtica preocupación por el bienestar de los demás los seduce hacia una intimidad fácil, que se puede romper de manera muy dolorosa cuando la persona depresiva encuentra fallos en la otra persona. La otra persona está ahora demasiado comprometida e impresionada con la sinceridad de la persona depresiva para hacer caso omiso de la desilusión y la censura de la otra persona y, en consecuencia, cae en la trampa de intentar rectificar, reparar y complacer al otro. Si esto se consigue, la relación se hace más profunda, y las futuras rupturas se irán haciendo más más y más dolorosas tanto si se permiten como si se omiten. Así se forja la díada depresiva en la que se alternan grandes gratificaciones con severas depresiones. El depresivo crea a otros depresivos al repetir la relación que forjó su propia personalidad. El depresivo ejerce una gran influencia en la vida de todo lo que toca porque combina grandes recompensas con grandes castigos, lo que al final eleva la intensidad de la recompensa afectiva que ofrece a otros… El depresivo se preocupa no sólo por impresionar, complacer e incitar a otros mediante su propia excelencia, sino que también se preocupa de que otros le impresionen, le complazcan y le emocionen siendo excelentes.16
Además, Tomkins deja claro que, en estos dramas depresivos, es muy probable que nuestros estudiantes oscilen entre dos roles. Por un lado, pueden funcionar para nosotros como «padres sustitutivos a los que hay que impresionar (y) emocionar» pero cuyo «aburrimiento, […] censura […] y falta de atención hacia nosotros constituyen una amenaza y un desafío permanente». Por otro lado, en tanto en cuanto también nos representan a nosotros como niños, a nosotros en nuestro rol de padres «censuraremos (a nuestros) adorados niños por su ignorancia» y «los querremos y respetaremos por sus esfuerzos para alcanzar (nuestras) mayores expectativas».17 O por plantear la situación educativa en términos de un encuentro psicoanalítico: a veces me parece que soy la analista de mis estudiantes; y otras, cuando titubeo de forma harto evidente en mi incapacidad para suscitar lenguaje en mi seminario, me siento como una paciente sostenida por veinte psicoanalistas a la vez. Entre estas y otras muchas dinámicas similares, a veces se produce un nivelador psicológico inesperado al invocar otra idea budista, me refiero al karma. Karma no como un sistema de recompensa y castigo —que, sinceramente, no me interesa en absoluto—, sino como causalidad sin más, tal como la ejemplifica la inexorable física de Rube Goldberg: las incontrolables cadenas esquizoparanoides de la identificación proyectiva. La forma de ser de cada cual imprime, de entrada, un efecto determinado a lo que se hace, se dice y se percibe, y viceversa. Así pues, donde decimos «resentimiento» puede entenderse «karma», las profundas y pegajosas huellas del huracán psíquico, las historias interactivas que dificultan el trato con algunas personas o que dificultan la vida de algunas personas. Yo me figuro algo así como que la posición esquizoparanoide conlleva mal karma, cantidades ingentes de mal karma. Surge del mal karma y, mediante la identificación proyectiva, llena el mundo de mal karma descontrolado; y la posición depresiva implica el heroico, pero desalentador esfuerzo para convertir el mal karma en buen karma. En todas las tradiciones religiosas que conozco, existe, pese a todo, al menos una rama de pensamiento místico que apunta a una dirección diferente a esta. En el budismo, podría parafrasearse de la siguiente manera: es mejor tener buen karma que mal karma; pero lo mejor de todo, lo más liberador y lo que mejor funciona es no tener karma. Probablemente debería añadir que, al menos en el budismo místico, que no haya karma no implica que no haya acción. Al contrario, ahí está la figura sin karma, el bodisatva, el maestro de los maestros, el que es capaz de percibir y ser percibido con claridad suficiente para que las cosas que hace sean eficaces, nada más que eficaces. Parece inevitable que, para nuestras kármicas individualidades, hasta la mera mención de la posibilidad no kármica esté kármicamente sobredeterminada. Tendría demasiados usos, demasiadas causas y demasiados efectos. Puede funcionar claramente como evasión, de la misma manera en que hoy suele considerarse que funciona la noción de la estética. Incluso se puede considerar que está sobredeterminada por nuestro propio estado depresivo y por nuestras necesidades pedagógicas. En cualquier caso, es evidente que estos elementos no
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le son ajenos. Con todo, a mi parecer, contemplar la posibilidad no-kármica, por muy sujeta a extrapolación que esté, también ilumina nuevas posibilidades de desarrollo en lo que respecta a la posición depresiva.
Traducción: Rocío Martínez y María José Belbel Bullejos Eve Kosofsky Sedgwick. “Melanie Klein and the Difference Affect Makes” en The Weather in Proust, (editor Jonathan Goldberg). Durham, Duke University Press, 2011, pp. 123-143.
NOTAS Eve Kosofsky Sedgwick pronunció unas conferencias sobre Melanie Klein en las Universidades de Columbia y de Harvard, en 2005 y 2006 respectivamente*. Tales conferencias fueron la base de una versión de «Melanie Klein y la diferencia que supone el afecto» que se publicó en el South Atlantic Quarterly en el número titulado «After Sex? On Writing Since Queer Theory», editado por Janet Halley y Andrew Parker (South Atlantic Quarterly, vol. 106, nº. 3, 2007). La versión que aquí ofrecemos aumenta considerablemente el texto original aunque también recorta algunos pasajes de la versión anterior y restaura algunos de los pasajes suprimidos del texto anteriormente publicado. Asímismo, EKS utiliza pasajes del presente ensayo en el primer capítulo de su libro The Weather in Proust. (Nota del editor) *Eve Kosofsky Sedgwick dió una conferencia a partir de este texto titulada «La represión y sus alternativas. Más allá de las rutinas de la teoría queer», el 26 de mayo de 2007 en Sevilla dentro del seminario Subjetividades Queer, organizado por UNIA arteypensamiento. (Nota de las Traductoras)
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1 R. D. Hinshelwood, A Dictionary of Kleinian Thought. London: Free Association, 1998, (Diccionario del pensamiento kleiniano. Madrid, Amorrortu, 2004) y Meira Likierman, Melanie Klein: Her Work in Context. London: Continuum, 2002. 2 Likierman, Melanie Klein, p. 55. 3 Íb., pp. 108-9. 4 Íb., p. 79. 5 Eve Kosofsky Sedgwick Fat Art, Thin Art. Durham: Duke University Press, 1994, p. 19. 6 Eve Kosofsky Sedgwick y Adam Frank, eds., Shame and Its Sisters: A Silvan Tomkins Reader. Durham: Duke University Press, 1995. 7 Sigmund Freud, The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, las traducciones se han realizado siendo editor general James Strachey (London: Hogarth, 1957), 14:16. (Obras Completas, traductor José Luis Etcheverry. Buenos Aires, Amorrortu Ed./ Biblioteca Nueva, 1978.) 8 Jean Laplanche and J.-B. Pontalis, The Language of Psycho-Analysis, trans. Donald NicholsonSmith. New York: W. W. Norton, 1973, p. 392. (Diccionario de Psicoanálisis. Barcelona, Paidós, 1996). 9 Le debo este comentario a Adam Frank. 10 Michel Foucault, The History of Sexuality, vol. 1, An Introduction, trans. Rubert Hurley. New
York: Pantheon, 1978, pp. 82-85. (Historia de la Sexualidad. 1. La voluntad de saber. México, 1977, 17ª edición en España, Madrid, 1989, p. 103). 11 Melanie Klein, “Notes on Some Schizoid Mechanisms,” 1946, en The Writings of Melanie Klein, ed. R.E. Money-Kyrle et al. London: Hogarth, 1984, 3:8. (Notas sobre algunos mecanismos Esquizoides. Obras Completas, Tomo III. Buenos Aires, Paidós, 2ª ed., 1987. 12 Hinshelwood, Diccionario del pensamiento kleiniano, p. 181, (las cursivas son de EKS). 13 Íb. 14 Eve Kosofsky Sedgwick, “Paranoid Reading and Reparative Reading, or, You’re So Paranoid, You Probably Think This Essay Is about You,” en Touching Feeling: Affect, Pedagogy, Performativity. Durham, Duke University Press, 2003, pp. 123-51. 15 Eve Kosofsky Sedgwick, Epistemology of the Closet. Berkeley: University of California Press, 1990. (Epistemología del Armario. Barcelona, Ediciones de la Tempestad, 1998, trad. Teresa Bladé Costa). 16 Eve Kosofsky Sedgwick y Adam Frank, eds., Shame and Its Sisters, p. 225. 17 Íb., pp. 228-29, (las cursivas son de EKS y AF).
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FotografĂas: Hal Sedgwick
Sufrir las paradojas de los derechos Wendy Brown Cuesta reconocer que el individualismo liberal es un logro que conculca derechos. –Gayatri Chakravorty Spivak, Outside in the Teaching Machine
El presente ensayo no toma partido a favor ni en contra de los derechos, sino que intenta cartografiar algunos de los problemas que suscita la lucha para conseguir derechos, como forma de articular y reparar la desigualdad y la subordinación de las mujeres en los regímenes constitucionales liberales. El texto responde a la siguiente pregunta formulada por el organizador de una sesión de la American Philosophical Association (Asociación Filosófica Estadounidense): ¿Cuál es el valor del lenguaje de los derechos para las mujeres? Una pregunta imposible de responder a muchos niveles, especialmente si dicha pregunta no se modifica teniendo en cuenta la especificidad cultural, política o histórica en la que ésta se formula. De todas maneras, aprovecho la ocasión que se me brinda como una oportunidad para considerar, a nivel muy general, la difícil relación existente entre los objetivos seleccionados por feministas contemporáneas y el discurso sobre los derechos en Estados Unidos. Existe una cierta urgencia política en el estudio de esta relación, ya que los lugares de protesta de muchos movimientos sociales se han trasladado de la calle a la corte judicial en las dos últimas décadas. Si muchas de las luchas contra la dominación masculina, las prácticas homófobas y el racismo se dan ahora irremisiblemente en el terreno de las demandas y contrademandas judiciales sobre determinados derechos, cabría preguntarse por los peligros y las posibilidades que dichos espacios ofrecen. Hablando en nombre de las personas privadas de derechos de un modo que podríamos llamar transcultural, Gayatri Spivak describe el liberalismo (y otras formaciones emancipadoras de la modernidad) como “aquello que no podemos no querer”.1 Esta afirmación procede de una feminista postcolonial marxista derridiana, muy consciente de las promesas que el liberalismo no puede cumplir, de cuáles son sus desmanes ocultos, de qué relaciones de poder esconden sus optimistas formulaciones sobre la libertad y la igualdad que impiden la emancipación. De hecho, la gramática de Spivak indica una situación de coacción tan radical en la producción de nuestro deseo, que quizás vuelve dicho deseo contra sí mismo, impidiendo que se hagan realidad las esperanzas que tenemos sobre un lenguaje del que ni podemos escapar ni podemos tampoco
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ejercer en beneficio propio. Patricia Williams reformula la situación que se presenta cuando el lenguaje de los derechos nos atrapa y plantea que ésta se podría negociar mediante una dramática catacresis. Al separar los derechos de las habituales estratagemas abstractas que sus valedores utilizan para mistificar un universalismo excluyente, la autora insiste en por qué no conseguir esos derechos para “los esclavos (…) los árboles (…) las vacas (…) la historia (… ) los ríos y las rocas (…) para todos los objetos e intocables de la sociedad”.2 Drucilla Cornell argumenta de forma parecida a Williams, aunque desde un registro muy diferente, e insiste en que el derecho de las mujeres a “unas condiciones mínimas de individuación” y en particular, a un espacio imaginario en donde el futuro anterior no se encuentre más allá de su alcance, es la forma más segura de manejar con sutileza el equilibrio entre la libertad y la igualdad que normalmente se piensa que impone el discurso liberal de los derechos.3 A pesar de que la posición de Williams y Cornell en torno al discurso de los derechos se realiza desde una aceptación crítica y a la postre utópica, sus puntos de vista reflejan una confesión tácita que nos recuerda la misma sensación de cansancio a la que alude Spivak al referirse a los límites históricos de nuestra imaginación política. Si nos vemos obligadas a necesitar y a querer derechos ¿no resulta inevitable que estos conformen nuestro deseo al reivindicarlos, sin que el deseo se vea complacido? Dadas las condiciones aún precarias y difíciles de la existencia de las mujeres en un mundo organizado sobre la base de una construcción y explotación incesante de la diferencia sexual como subordinación, ciertamente parece que los derechos son aquello que no podemos no querer. Nuestra relativa falta de libertad reproductora, la posibilidad de ser violadas, de ser convertidas en objetos sexuales, el carácter altamente explotador de mucho de nuestro trabajo remunerado y no remunerado y la vulnerabilidad que supone poder perder a nuestros hijos e hijas, nuestros medios de subsistencia y nuestra posición social en caso de que nos resistamos a la heterosexualidad obligatoria, necesita ser corregido si queremos algo más que sobrevivir en el mundo, si queremos acumular la fuerza que nos permita crear un mundo más justo. La amplitud de derechos que las mujeres hemos conseguido en el siglo veinte: el derecho al voto, al trabajo, al divorcio; a poder quedarnos con nuestros hijos si nos desviamos de las normas sexuales; el derecho a no ser acosadas en el trabajo ni en la enseñanza; la igualdad de poder acceder al mismo trabajo y a la misma remuneración que los hombres; el poder procesar a aquellos que cometen violencia sexual contra nosotras sin que nuestras vidas sexuales tengan que verse sometidas a juicio; la decisión sobre si queremos tener hijos o no y, en caso afirmativo, el poder decidir cómo y cuándo los tendremos; el vernos libres de la violencia doméstica, son cosas que no podemos no querer. Y si bien estos logros siguen siendo frágiles y solo se han conseguido parcialmente, es de esperar que la presión que ejercemos para conseguir nuestros derechos consiga por lo menos estimular el proceso de hacer de ellos unas conquistas más seguras. Con todo, esta misma lista de nuestros agravios históricos y de la mínima reparación de los mismos a través de la proliferación de derechos para las mujeres durante el siglo pasado, también nos recuerda que los derechos casi siempre sirven como una manera de mitigar, que no de resolver, el poder que nos subordina.
Aunque los derechos pueden atenuar esta subordinación y agravio que hace a las mujeres vulnerables en un régimen económico, político y social masculinista, no eliminan dicho régimen ni tampoco sus mecanismos de reproducción. No eliminan la dominación masculina aunque atenúan algunos de sus efectos. Que los efectos de la dominación se reduzcan no constituye un problema en sí mismo: si la violencia se ejercita sobre nosotras, cualquier forma en que ésta disminuya es valiosa. El problema surge al preguntarnos cómo y cuándo los derechos de las mujeres se formulan de tal modo que las personas subordinadas pueden escapar del lugar en el que éstos se conculcan y cómo y cuándo lo que los derechos hacen es construir un cerco alrededor de dicho lugar lo que supone que en vez de cuestionar las condiciones de nuestra subordinación desde dentro lo que hacen es controlarlas. Y la paradoja de este problema reside en lo siguiente: cuanto más se especifican los derechos como derechos de las mujeres, mayor es la posibilidad de construir ese cerco, en la medida en que es más probable que codifiquen una definición de las mujeres que base nuestra subordinación en el discurso transhistórico de la teoría jurídica liberal. A pesar de todo, lo contrario también es cierto, aunque por distintas razones. Como ha señalado repetidamente Catharine MacKinnon de forma certera: cuanto más neutro o más ciego sea un derecho concreto (o cualquier ley o política pública) en relación al género, más probable es que los privilegios de los varones aumenten y se eclipsen las necesidades de las mujeres como personas subordinadas.4 Cheryl Harris y Neil Gotanda han llevado a cabo afirmaciones parecidas a las de MacKinnon con respecto a la raza y la Constitución “ciega ante el color”.5 La primera parte de esta paradoja podría ser entendida como el problema que Foucault analizó de forma magistral en su formulación de los poderes reguladores de la identidad y de los derechos basados en la identidad. Tener derechos como mujer no implica librarse de que el género nos designe y nos subordine. En su lugar, aunque comporte cierta protección en relación a los rasgos más paralizantes de dicha designación, la reinscribe mientras nos protege y, de este modo, hace posible una regulación adicional a través de dicha designación. En un amplio abanico de derechos que van desde el derecho a abortar ante un embarazo no deseado al derecho a pleitear frente al acoso sexual, se plantea el siguiente dilema: cuando ejercemos tales derechos se nos interpela como mujeres. Y no solo nos interpela la ley sino todas las agencias, las clínicas, los jefes, los discursos políticos, los medios de comunicación de masas y otros más que se ponen en funcionamiento cuando hacemos uso de ellos. Las dimensiones reguladoras de los derechos basados en la identidad afloran en gran medida porque los derechos nunca se utilizan “libremente” sino siempre dentro de un contexto discursivo y por ello, normativo, precisamente en el contexto en el que la categoría “mujer” (o cualquier otra categoría identitaria) se itera y se reitera incesantemente. La segunda paradoja es aquella sobre la que arrojaron luz Marx y los críticos neo-marxistas del liberalismo: en regímenes no igualitarios, los derechos empoderan de manera diferencial a los diferentes grupos sociales, dependiendo
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de la capacidad que estos tengan para representar el poder que un derecho potencialmente comporta. Ello no quiere decir que los derechos concedidos a nivel universal no ofrezcan nada a los que se encuentran en los estratos más bajos de dichos regímenes –la Primera Enmienda ofrece algo a todo el mundo– sino que, como han señalado innumerables críticos, cuantos más recursos sociales y menos vulnerabilidad social pueda una persona poner en valor a la hora de ejercer un derecho, más poder conseguirá para poder ejercerlo, se trate de la libertad sexual, de la propiedad privada, de la libertad de expresión o del aborto. Además, aquí entra en juego otro dilema en relación a los derechos. En la medida en que derechos tales como los referentes a la propiedad privada no solo se ejercen contra el estado sino que algunas personas los ejercen contra otras mediante convenios económicos en los que unas ganan a costa de las otras, los derechos concedidos a nivel universal no solo dan poder sino que también lo quitan: el derecho a la propiedad privada es un vehículo para que unos acumulen riqueza a costa de producir la pobreza de otros. Algunas personas dedicadas a la teoría jurídica feminista y a la teoría crítica sobre la raza sostienen que la libertad de expresión funciona de manera similar: se dice que los discursos de incitación al odio contra la gente que históricamente se encuentra en una posición subordinada y los insultos pornográficos de los hombres consiguen silenciar a los sujetos que los padecen. Los activistas contra el aborto sostienen que el derecho de las mujeres a abortar limita el derecho de los fetos a tener un futuro como personas y los que abogan a favor del control de armas sostienen que una lectura dogmática de la Segunda Enmienda compromete la seguridad de los ciudadanos. El asunto a tener en cuenta reside en cómo los derechos que son específicamente de género consolidan el control de las mujeres a través de normas reguladoras de la feminidad. Los derechos que son neutrales y universales consolidan potencialmente el estatus subordinado de las mujeres al aumentar el poder de los ya poderosos. La paradoja, entonces, reside en que los derechos que comportan alguna especificidad sobre nuestra discriminación, agravio o desigualdad nos encierran en la identidad que nuestra subordinación define, y los derechos que evitan nombrar dicha especificidad no solo apoyan la invisibilidad de nuestra subordinación sino que potencialmente la amplían. Hay todavía más variaciones sobre este dilema. Consideremos la manera en la que reformadores legales feministas parecen con frecuencia atrapados en una tendencia a, por un lado, inscribir en la ley la experiencia y las verdades discursivas de algunas mujeres a las que entonces se considera como representantes de todas las mujeres y, por otro lado, a convertir el género en algo tan abstracto que las especificidades de lo que constituye la desigualdad de las mujeres o la violación de sus derechos se queda sin articular o sin ser tenida en cuenta. Éste es un problema recurrente con el que nos encontramos no solo en los debates legales y políticos en torno a la pornografía, donde ya contamos con numerosos ejemplos, sino en las leyes sobre el acoso sexual y en numerosos aspectos de las leyes sobre el divorcio y la custodia de los hijos. ¿Qué comprensión se pierde sobre los poderes interconstitutivos del género y la sexualidad cuando la discriminación sexual (como en el caso del acoso sexual) se considera algo que las mujeres pueden hacer a los hombres? Por otro lado, ¿qué supuestos se presuponen sobre la subordinación
inherente a la condición de ser mujeres en base a la sexualidad si el acoso sexual se entiende como un lugar de discriminación de género que afecta exclusivamente a las mujeres? ¿Qué pierden las mujeres –en estatus económico y a la hora de reivindicar la custodia de los hijos– si se nos trata como iguales a los hombres en los juicios de divorcio y, aún así, qué posibilidad de devenir iguales –de compartir la responsabilidad con los hombres en la crianza de los hijos y de adquirir idéntico potencial de conseguir poder– se pierde al no ser tratadas como iguales en este ámbito? Del mismo modo, si para algunas mujeres la experiencia de la pornografía vulnera sus derechos, para otras lo que constituye una falta de libertad es la mojigatería, la vergüenza y los mecanismos de control de la sexualidad, ¿qué significa codificar uno u otro punto de vista como un derecho en nombre del avance de la igualdad de las mujeres? La legislación sobre los discursos que incitan al odio se encuentra con dilemas parecidos: mientras que Mari Matsuda insiste en que el efecto de los discursos de odio racistas es “devastador” y “restringe la libertad personal de sus víctimas” y Charles R. Lawrence III afirma que equivale a “recibir una bofetada en la cara”, Henry Louis Gates y otros pensadores antirracistas afirman que su experiencia sobre los insultos racistas es diferente y que le temen más a las restricciones legales de los mismos que a su libre circulación.6 En los dilemas en torno a la pornografía y los discursos de incitación al odio, surgen dos problemas que están relacionados: el primero consiste en cómo restringir los discursos de incitación al odio y la pornografía en nombre de la igualdad mediante un discurso basado en los derechos civiles sin que, por otra parte, se inscriba a ciertas víctimas del odio como sus víctimas permanentes (como permanentemente odiosas, por ejemplo), sin convertir a todas las personas, por otra parte, en víctimas potenciales de tales discursos, lo que eliminaría, por tanto, un análisis político que reconociera la función específica que tienen las expresiones de odio para mantener la subordinación de personas que han sido subordinadas históricamente. Por decirlo de otra forma, ¿cómo se pueden conseguir derechos que liberen a sujetos concretos de los daños que se dice que la pornografía, los discursos de incitación al odio y una historia de discriminación producen, sin reificar las identidades que esos mismos daños generan? Y el segundo problema consiste en cómo sortear las dificultades que las diferencias producen en los grupos socialmente marcados por la discriminación: esta mujer se siente oprimida por la pornografía mientras esta otra se siente liberada por ella; esta persona negra se siente devastada por los insultos racistas, a ésta otra le resultan prácticamente indiferentes; un gay se siente conmocionado por los comentarios homófobos, mientras que otro los utiliza en su propio lenguaje. Un segundo dilema, ligado al anterior, consiste en que los derechos que se obtienen específicamente para las mujeres tienden a reinscribir la heterosexualidad como aquello que a la vez define qué son las mujeres y qué constituye la vulnerabilidad y la posibilidad de que se violen sus derechos. Este problema surge cada vez que parece que tiene que abordarse “la diferencia de las mujeres”. Es cierto que las leyes tienden a tratar el género como sinónimo de la heterosexualidad, no solo porque la mayor parte de los “temas de género”
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se refieren a las mujeres heterosexuales sino también porque sexo y sexualidad se tratan como dos bases diferentes de discriminación. Referirse a la libertad reproductiva principalmente en términos de embarazo no buscado y no deseado –la necesidad de abortar– representa el primer problema, el segundo reside en que los códigos convencionales relativos a la discriminación consideran que el género y la preferencia sexual son elementos distintos de una lista y que no existe relación entre ellos. Por supuesto que los reformadores legales que trabajan por los derechos de lesbianas y gays promueven reformas de las leyes sobre los derechos reproductivos, la adopción y la custodia de los hijos en nombre de los padres y madres homosexuales y que también han luchado para hacer visible el acoso homófobo que se produce en los centros de enseñanza y en los lugares de trabajo, pero ello solo reafirma hasta qué punto estos temas –definidos como temas de gays y lesbianas– se entienden como algo separado del proyecto de garantizar los derechos de las mujeres. El problema no reside solamente en que estos enfoques sigan naturalizando y normalizando la heterosexualidad mientras se continúa marginando a otras sexualidades, sino que en gran medida este enfoque sigue sin cuestionar que la misma categoría “mujer” se produce a través de las normas heterosexuales. En resumen, se evita analizar el proceso mediante el que las mujeres se convierten en mujeres, mediante el que la mujer como significante y la mujer como efecto de poder del género se produce y se consolida simultáneamente, y, por ello, la heteronormatividad –en la que se basan la mayoría de los proyectos sobre los derechos de las mujeres– refuerza dichas categorías. Por decirlo de forma más general, los derechos que tienen las mujeres y que ejercitan en tanto que mujeres tienden a consolidar las normas reguladoras del género y, por ello, están reñidos con el cuestionamiento de dichas normas. Este problema surgió de forma compleja en un caso sobre acoso sexual entre dos personas del mismo sexo que el Tribunal Supremo (Supreme Court) juzgó en 1977. Un hombre denunció haber sido objeto repetidamente de acoso sexual en una plataforma de perforación submarina en la que trabajaba y en la que todos los trabajadores eran hombres. El demandante del caso Oncale v. Sundowner Off-shore Services sostuvo que el acoso sexual cuando las dos personas implicadas eran del mismo sexo debería constituir un caso de discriminación, mientras que la defensa sostenía que un hombre que acosa a otro hombre no podía constituir discriminación de género, bien porque no había diferencia de género entre las partes o porque no había forma de establecer que la víctima hubiera sido acosada por su género (si hubiera habido mujeres en la plataforma de perforación, argumentó la defensa, quizás el presunto acosador habría tratado a las mujeres de la misma forma).7 Las preguntas que este caso suscitó fueron muchas, incluso para los mismos jueces del Tribunal Supremo (Supreme Court Justices): ¿Hay discriminación solamente cuando se trata a hombres y mujeres de forma diferente, incluso si ambos pueden ser sexualmente discriminados y humillados? ¿No puede producirse acoso sexual o simplemente no hay discriminación de género, cuando alguien humilla tanto a hombres como a mujeres? ¿No existe acoso sexual, definido como discriminación de género, si es una sola persona la que la lleva a cabo igualmente contra hombres o
mujeres? (¿Son las personas bisexuales incapaces intrínsecamente de cometer acoso sexual, por ejemplo?) ¿Depende entonces el acoso sexual –tal y como actualmente lo define la ley– de la orientación sexual del presunto acosador? La confusión de este caso indica, entre otras cosas, una desventaja a la hora de considerar el acoso sexual como discriminación de género, si la discriminación de género es algo que le puede suceder a cualquier persona y que cualquier persona puede perpetrar. (Esta desventaja no mitiga sino que complica el caso Meritor (1986), que estableció el acoso sexual como discriminación de género e incluyó en sus consideraciones un reconocimiento feminista crítico sobre la relación entre la subordinación de las mujeres y el acoso sexual). Tales confusiones también desvelan hasta qué punto la clasificación de acoso sexual como discriminación de género define el género desde la heterosexualidad de forma no explícita. A un nivel más general, desvela hasta qué punto se ha mezclado la sexualidad con el género a la hora de designar los derechos promulgados para proteger a las mujeres de los agravios basados en el género definido desde la heterosexualidad. Es decir, desvela hasta qué punto, las bases del agravio -la designación heterosexual de las mujeres- se reinscribe en la formulación de los derechos que se supone van a corregir dicha discriminación. Quiero señalar brevemente otras dos paradojas que se presentan cuando los objetivos feministas se formulan en términos de derechos. El primero está relacionado con el problema de la multiplicidad de lugares desde donde los sujetos se producen, aspecto teorizado especialmente en el terreno legal por Kimberlé Crenshaw como la cuestión de la “interseccionalidad” según la experiencia de las mujeres negras sobre la discriminación de raza y género. La segunda pertenece al problema que surge cuando se vinculan los actos con la identidad, aspecto que ha sido especialmente teorizado por Janet Halley como un dilema al que se enfrentan los defensores de los derechos de los gays que trabajan contra las leyes que penalizan la sodomía.8 Crenshaw sostiene de forma convincente que, en la medida en que las mujeres negras no pueden reivindicar los riesgos sociales que para ellas comporta ser negras y, por ello, se les impide reivindicar su existencia como mujeres negras, el género –si aplicamos los términos que definen la discriminación de género– funciona como una categoría purificada de toda inflexión racial y por tanto, como una categoría blanca no explicitada. Históricamente, la ficción de que el género se produce y se regula de forma autónoma, independientemente de otras modalidades de poder social, ha sido uno de los impedimentos más severos para el desarrollo de un feminismo racialmente incluyente, un feminismo que no requiera una distinción analítica o política entre el feminismo y la experiencia de las mujeres de color. Aún así, dentro de las leyes de los derechos civiles, es prácticamente imposible presentar de forma simultánea reclamaciones en nombre de sujetos marcados por más de una forma de poder social (de raza, de género, de edad, de orientación sexual, de “discapacidad”). No solo tiene el o la demandante que escoger una única base como causa de su discriminación sino que las modalidades tan diferentes de poder -a través de las que se lleva a cabo la producción de sujetos
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definidos por su raza o por su género (y las discriminaciones que tales definiciones comportan) conlleva que incluso los investigadores de estudios legales críticos bien intencionados tiendan a centrar su trabajo tan solo en una única forma de poder social a la vez o, en el mejor de los casos, se refieran de manera secuencial a la diversidad de opresiones que discriminan a una misma persona.9 Y en esto reside la paradoja constitutiva de este problema. Por un lado, se crean diversos marcadores de subordinación de sujetos a través de tipos de poderes muy diferentes, no solamente a través de poderes diferentes. Es decir, se crean sujetos de género, de clase, de nacionalidad, de raza, de sexualidad y así sucesivamente, a través de historias diferentes, de diferentes mecanismos y espacios de poder, de diferentes formaciones discursivas, de diferentes esquemas reguladores. De este modo, es probable que las teorías que articulan el funcionamiento de la clase obrera, o la construcción de la raza, o la reproducción del género, no sean las adecuadas para cartografiar los mecanismos de la sexualidad como una forma de poder social. Por otro lado, estos diversos poderes no nos fabrican como sujetos en unidades separadas: no operan sobre nosotros y, a través de nosotros, de forma independiente o lineal o por un efecto de acumulación, y es por eso por lo que no podemos separar los unos de los otros de manera radical en cualquier formación histórica concreta. En la medida en que la construcción de sujetos no ocurre a lo largo de líneas separadas de nacionalidad, raza, sexualidad, género, casta, clase y así sucesivamente, estos distintos poderes que intervienen en la formación del sujeto no se pueden separar entre sí y convertirse por si solos en sujetos. Como muchas y muchos teóricos críticos sobre la raza, teóricas feministas, postcoloniales y queer han señalado en los últimos años, es imposible separar la raza del género, o el género de la sexualidad, o entender el colonialismo separado de la casta, separado de la masculinidad, separado de la sexualidad. Además, tratar estas diversas modalidades de formación del sujeto como simplemente añadidas las unas a las otras o incluso en intersección, implica borrar la forma en la que los sujetos se conforman a través de discursos de subjetivación, la manera en la que no solo somos oprimidos sino producidos por tales discursos, una producción que no sucede mediante partes que se añaden, se cruzan o se solapan sino a través de complejas historias -a menudo fragmentadas- donde múltiples poderes sociales se regulan a través y en contra los unos de los otros. La ley y la teoría legal crítica pone de relieve este problema, que se necesitan modelos de poder específicos para comprender los diferentes tipos de producción de sujetos y, a pesar de ello, la misma construcción del sujeto no ocurre de acuerdo con ninguno de estos modelos. Si dejamos de lado el ámbito de las leyes contra la discriminación, de carácter formal y relativamente abstracto, donde está prohibida la discriminación basada en una especie de lista de la lavandería de atributos identitarios y creencias personales, encontraremos escaso número de agravios causados por el racismo, el sexismo, la homofobia y la pobreza que encuentren acomodo en los mismos resquicios legales. Pocas veces vamos a encontrar que las discriminaciones se vean reconocidas o reguladas mediante las mismas categorías legales y pocas veces aquellas verán compensados sus agravios mediante idénticas estrategias legales. Por ello, los teóricos sobre la ley que se
ocupan de las categorías identitarias mencionadas no solo acuden a diferentes aspectos de las leyes dependiendo de la categoría identitaria que les ocupe sino que, con frecuencia, interpretan la misma ley de una forma muy difícil de calibrar.10 En la medida en que estos tipos de diferencias existen, no puede sorprendernos que la preocupación por afianzar un terreno legal seguro no solo difiera sino que a veces funcione de forma diferente con respecto a identidades que están marcadas de manera distinta. El argumento de la privacidad, por ejemplo, es para muchas feministas un elemento de despolitización a la hora de hacer frente a un gran número de las actividades y los agravios que constituyen a las mujeres: para corroborar dicha afirmación basta con echar un vistazo a los derechos reproductivos, a la violencia doméstica, al incesto, al trabajo doméstico no remunerado y a los servicios emocionales y sexuales que las mujeres tienen que dar a los hombres de forma obligatoria. Por el contrario, para las personas cuyos problemas provienen de los derechos ligados a los servicios asistenciales para los pobres y a los derechos a la integridad física –que ha sido históricamente negada a las personas subyugadas por su raza– la privacidad en general aparece claramente como un valor a proteger. Y en verdad, fue la ausencia de un derecho universal a la privacidad la base que justificó la invasión policial del dormitorio de Hardwick en el caso Bowers v. Hardwick (1986). La ausencia de tal derecho también constituyó la base legal para que se toleraran durante muchas décadas las visitas por sorpresa que llevaban a cabo los trabajadores sociales para imponer la norma de que “el hombre de la casa manda” a las personas receptoras de asistencia social. Como los derechos en sí mismos, la privacidad podrá contemplarse de forma diferente, bien como un instrumento para conseguir derechos o por el contrario, como un instrumento para que estos sean denegados; pueden servir para ocultar la desigualdad o servir para conceder igualdad, dependiendo de la función que los poderes que conforman al sujeto otorguen a la privacidad y dependiendo de la dimensión específica de la marca identitaria que esté en juego en ese momento. Si los poderes que producen y sitúan a los sujetos subordinados socialmente se dan en modalidades radicalmente diferentes –que en sí mismas contienen diferentes historias y tecnologías, que tocan diferentes superficies y honduras y que conforman diferentes cuerpos y psiques– no es de extrañar que haya sido tan difícil para los reformadores legales políticamente progresistas trabajar simultáneamente con más de un marcador social. Asimismo, el no contemplar la radical diferencia entre diversas formas de subordinación ha ocasionado que sea prácticamente imposible teorizar sobre un sujeto legal socialmente estigmatizado de una forma que no sea única y monolítica. No solo ante la ley, sino en los juzgados y en las políticas públicas aparecemos como mujeres (de forma indiferenciada) o como mujeres sin recursos económicos, o como lesbianas, o como mujeres estigmatizadas racialmente, pero nunca como los sujetos que somos, que están constituidos por una compleja multiplicidad de factores internamente diferentes. Este rasgo del discurso de los derechos impide la realización de los proyectos políticamente matizados y socialmente inclusivos
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que el feminismo aspiró a conseguir durante la pasada década. Los análisis de Janet Halley en relación al concepto de sodomía muestran un aspecto distinto de la inquietante forma con la que el discurso sobre los derechos no solo refuerza el carácter ficcional del sujeto monolítico sino también las formas de control que esa visión monolítica ejerce. En su texto “Reasoning about Sodomy: Act and Identity in and after Bowers v. Hardwick,” (“Pensar sobre la sodomía: acto e identidad en y después del caso Bowers v. Hardwick”), Halley se adentra en la forma en que el significante sodomía, de carácter muy inestable y fluctuante, estabiliza la identidad homosexual mediante la equivalencia rutinaria que se da entre un acto sexual y una identidad sexual -tanto por parte de homófobos como de homófilos. Aunque la misma definición técnica de sodomía (toda forma de actividad sexual oral-genital o anal-genital) deshace la oposición entre la homosexualidad y la heterosexualidad conseguida a través de la lingüística, precisamente porque deshace la imaginada singularidad de los actos sexuales que tiene lugar a ambos lados de la línea divisoria, la equivalencia que se hace entre sodomía y homosexualidad (de nuevo tanto en discursos anti-gays como pro-gays) resucita la oposición binaria entre homo y heterosexualidad. Halley hace un llamamiento a que se aproveche la inestabilidad del término para disociar un acto de una identidad, por una parte para establecer coaliciones más eficaces entre los grupos que son el punto de mira de legislaciones sexualmente represivas, así como para exponer los mecanismos discursivos de lo que ella llama “superordenación heterosexual”.11 En la medida en la que las personas heterosexuales llevan a cabo prácticas sodomíticas y no se ven afectadas por el estigma (ni por la criminalización) que éstas comportan mientras que la sodomía funciona como metonimia de la homosexualidad, parece que se persigue a los homosexuales judicialmente no por las prácticas sexuales que realizan sino por su asociación con un tipo de práctica sexual que la heterosexualidad desautoriza para marcar distancias con la homosexualidad. El interés que comporta reflexionar sobre los derechos no solo reside en que los activistas de los derechos gays soslayen para su propio perjuicio la manera en que la equiparación de acto con identidad funciona en su contra, sino que los derechos en este contexto deben de entenderse como el instrumento que apuntala esta identidad ficticia, una identidad basada en la especificidad ficticia de ciertos actos sexuales que privilegia, a la vez que enmascara, el privilegio de los heterosexuales. ¿Qué sucedería si pensamos sobre el género siguiendo la ruta que Halley cartografía? ¿En qué medida la identidad masculina así como la superordenación masculina se consolida a través de la desautorización ontológica de ciertas actividades, tareas y vulnerabilidades y éstas se ven desplazadas a las mujeres? Si el mismo género es el efecto de la división sexual normalizada de casi todo lo humano, entonces los derechos orientados a enmendar la subordinación específica de las mujeres en esta división pueden tener el efecto de apuntalar la ficción de la identidad de género y de afianzar la negación masculinista de la supuesta experiencia y tareas de las mujeres en relación a temas que abarquen desde el acoso sexual a la maternidad. Por formularlo de manera más amplia, en la medida en que los derechos en general consolidan la ficción de la soberanía individual y de las identidades normalizadas de personas específicas, consolidan aquello a lo
que las personas subordinadas históricamente necesitan acceder –la soberanía individual que no podemos no dejar de querer– y, a la vez, necesitan cuestionar, en la medida en que los términos de dicha individualidad se basan en un humanismo que de manera rutinaria oculta las normas sexuales, raciales y de género. Aquello que no podemos no querer nos atrapa a la vez en los términos de nuestra dominación. Podríamos señalar que una respuesta provisional a la pregunta sobre cuál es el valor que para las mujeres tiene el lenguaje de los derechos consistiría en decir que éste es profundamente paradójico: los derechos aseguran nuestra posición como personas incluso cuando oscurecen la forma taimada en la que se logra y se regula dicha posición. Tienen que ser específicos y concretos para desvelar y poner remedio a la subordinación de las mujeres y, a su vez, nuestra subordinación puede verse potencialmente atrapada a través de la especificidad en la que los derechos se formulan. Prometen aumentar la soberanía individual al precio de intensificar la ficción de que somos sujetos soberanos. Nos emancipan para emprender otros fines políticos mientras que subordinan tales fines políticos al discurso liberal. Se mueven en un registro transhistórico aunque han surgido de condiciones específicas concretas. Prometen remediar nuestra subordinación como mujeres pero solo fracturando dicha subordinación –y a nosotras– en componentes aislados, una fractura que añade una mayor violación de derechos a vidas que ya han sido subyugadas por la imbricación de poderes raciales, de sexo, de género y de clase. La paradoja ciertamente no es una condición política imposible, sino una condición muy exigente y con frecuencia insatisfactoria. Su gran valedor en la teoría de la tradición occidental es Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento lo sitúa históricamente a la vez como instigador y represor de las aspiraciones políticas radicales. La restricción se le atribuye en general a su propia inclinación por la paradoja. Es muy posible que las aporías de Rousseau sean una de las razones por las que la paradoja tiene tan mala reputación. Pero si Rousseau insistía en que a los hombres se les tenía que forzar a ser libres, y que el desarrollo de la cultura humana va inevitablemente acompañado de un descenso hacia la falta de libertad, a la desigualdad y a la alienación, ¿en que medida la naturaleza paradójica de estos supuestos resulta ser la consecuencia del discurso sobre el progreso, la libertad y la capacidad humana de perfeccionarse de la que estaba hablando y a la que también estaba buscando desplazar mediante un discurso alternativo? Dicho de otro modo, ¿en qué medida se pueden leer las paradojas políticas no como verdades o incertidumbres sobre ciertas condiciones políticas, sino como restricciones impuestas por estas condiciones sobre las verdades que se pueden enunciar? Debemos distinguir entre la paradoja y la contradicción o la tensión porque aquella subraya el carácter irresoluble de algo: por ejemplo, las verdades múltiples y, a pesar de ello, inconmensurables, o la verdad y su negación en una sola proposición, o las verdades que deshacen un supuesto aunque se necesiten mutuamente. Pero la paradoja también es una doctrina o una opinión
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que cuestiona la autoridad recibida, que va contra la doxa. Joan Wallach Scott, en su libro Only Paradoxes to Offer (Solo puedo ofrecer paradojas), un estudio sobre las feministas francesas del siglo XIX, aprovecha esta definición y hace de ella una categorización política: “Aquellas personas que ponen en circulación un conjunto de verdades que desafían pero que no desplazan creencias ortodoxas crean una situación que equivale, en términos generales, a la definición técnica del término paradoja”.12 A partir de esta consideración, Scott sugiere que los actos de habla paradójicos y las estrategias de las feministas que estudia surgieron como consecuencia de que las feministas estaban argumentando en nombre de los derechos de las mujeres, y de la posición de las mujeres como sujetos individuales, en un contexto discursivo en el que tanto las personas como los derechos se identificaban de forma persistente con la masculinidad. Por ello, las feministas argüían –para tratar de conseguir algo– que no se les podía otorgar los derechos que pedían si no demandaban de manera simultánea una transformación de la naturaleza de lo que querían conseguir con sus argumentos, a saber, los “derechos de los hombres” para las mujeres. Esto convertía la paradoja en la condición que estructuraba sus reivindicaciones políticas, no en una condición contingente. La percepción de Scott sobre el feminismo francés del siglo XIX nos ayuda a entender nuestras propias circunstancias históricas. En primer lugar, el problema que ella identifica persiste en el presente, es decir, que la lucha de las mujeres por sus derechos tiene lugar en el contexto de un discurso de derechos específicamente masculinista, un discurso que da por hecho la existencia de un sujeto ontológicamente autónomo, autosuficiente y desprovisto de trabas.13 Las mujeres requieren el acceso a la existencia de este sujeto ficcional y, a su vez, se ven excluidas sistemáticamente del mismo mediante los términos que el liberalismo establece para el género por lo que el despliegue de nuestros derechos se convierte en paradójico. En segundo lugar, situándonos más allá del meollo del análisis de Scott, si reivindicar los derechos puede funcionar cuando se reclaman para un sujeto particular (las mujeres, por ejemplo) en un tema concreto (por ejemplo, la sexualidad) en un ámbito específico (por ejemplo, el matrimonio) –aspectos que han sido excluidos históricamente del ámbito de derechos– para politizar la posición de dichos sujetos, temas o aspectos, no conviene olvidar que los derechos en el liberalismo también tienden a despolitizar las condiciones que articulan.14 Los derechos funcionan para articular una necesidad, una situación de carencia o de agravio, que no pueden ni remediar ni transformar por completo, aunque estas no pueden dotarse de significado de otra forma dentro de los discursos políticos existentes. Por ello, los derechos de las personas sistemáticamente subordinadas tienden a reescribir los agravios, las desigualdades y los obstáculos que se oponen a la consecución de la libertad y que son resultado de la estratificación social, como asuntos de violaciones individuales de derechos, y muy pocas veces articulan o apuntan a las condiciones que producen o fomentan dicha violación, si bien la ausencia de derechos en estos aspectos deja completamente intactas estas mismas condiciones. Si estas son las condiciones en las que los derechos emergen como paradójicos para las mujeres, como fundamentales políticamente y, a la vez,
políticamente regresivos, ¿qué posibilidades tenemos de utilizar estas paradojas de un modo políticamente eficaz? A diferencia de las contradicciones, que pueden ser explotadas, o la mistificación, que puede ser expuesta, o el rechazo, al que se puede obligar a confrontarse consigo mismo, o incluso la desesperación, que se puede negar, las políticas de la paradoja son muy difíciles de negociar. La paradoja parece anularse a sí misma sin cesar, se muestra como una posición política de logros perpetuamente socavados, un predicamento del discurso en el que cada verdad se ve atravesada por una contra-verdad y, por lo tanto, parece un estado que paraliza incluso las mismas formas de pensar en estrategias políticas. Con todo, es revelador que el lenguaje que acarrea la fatalidad de la paradoja se dé en la temporalidad de una historiografía progresiva: precisamente en el lenguaje que Marx utilizaba a la hora de evaluar los derechos cuando argüía que era “indudable que la emancipación política representa un gran progreso y, aunque no sea la forma más alta de la emancipación humana en general, sí es la forma final más alta de la emancipación humana dentro del orden del mundo actual”.15 ¿Sería posible que el potencial político de la paradoja creciera si lo situáramos en un marco historiográfico no lineal que, en vez de la transformación progresiva o incluso dialéctica, funcionara con estrategias de desplazamiento, desconcierto y disrupción? ¿Cómo podría ganar riqueza política la paradoja si se llegara a entender que en la medida en que afirma la imposibilidad de conseguir la justicia en el presente articula las condiciones y los encuadres de la justicia en el futuro? ¿En qué medida prestar atención a la paradoja nos ayudaría a formular luchas políticas para conseguir derechos que no sean concebidos ni como instrumentos ni como fines, sino como algo que articula a través de su expresión aquello en lo que la libertad y la igualdad pudiera consistir y que excede a ambas? Por decirlo de otra manera, ¿cómo pueden los elementos paradójicos de la lucha por los derechos en un contexto de emancipación articular un campo de justicia más allá de “aquello que no podemos no querer”? ¿Y qué tipo de reivindicaciones de derechos osarán sacrificar un estatus dogmático o convencional para llevar a cabo esta posibilidad?
Traducción: María José Belbel Bullejos Wendy Brown, “Suffering the Paradoxes of Rights” en Left Legalism/Left Critique. Wendy Brown y Janet Halley, editoras. Durham, Duke University Press, 2002. pp 420-434. NOTAS 1 Gayatri Chakravorty Spivak. Outside in the Teaching Machine. New York, Routledge, 1993, pp. 45-46. 2 Patricia Williams. The Alchemy of Race and Rights. Cambridge, MA., Harvard University
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Press, 1991, p. 165. (Hay un capítulo de este libro traducido al castellano “The Pain of Word Bondage”, “La dolorosa prisión del lenguaje de los derechos”, en La crítica de los derechos: Wendy Brown, Patricia Williams, trad. y estudio preliminar de Isabel Cristina Jaramillo Sierra. Bogotá, Nuevo Pensamiento Jurídico, Universidad de los Andes, 2003.) (Nota de la Traductora). 3 Drucilla A. Cornell. The Imaginary Domain. Abortion, Pornography and Sexual Harassment. New York, Routledge, 1995. 4 Catherine MacKinnon. Feminism Unmodified. Discourses on Life and Law. Cambridge, MA., Harvard University Press, 1987. p. 73. 5 Cheryl Harris, “Whiteness as Property,” y Neil Gotanda, “A Critique of ‘Our Constitution Is Color Blind’ ”, en Critical Race Theory: The Key Writings That Formed the Movement. Editado por Kimberlé Creenshaw, Neil Gotanda y otros. New York, New Press, 1995. 6 Mari Matsuda, Charles R. Lawrence III y otros. Words That Wound: Critical Race Theory, Assaultive Speech, and the First Amendment. Boulder, CO. Westview Press, 1993, p.24, p.68. Henry Louis Gates, “Truth or Consequences: Putting Limits on Limits,” ACLS Occasional Paper 22, p. 19. 7 “Court Weighs Same-Sex Harassment” (“La justicia se ocupa de un caso de acoso sexual entre dos personas del mismo sexo”), New York Times 4, diciembre, 1977, A 21. Merece la pena señalar que el argumento por parte del abogado defensor de que no se puede probar la discriminación de género al no haber ninguna mujer en la plataforma de perforación donde el acoso tuvo lugar, oculta tácitamente la insinuación de homosexualidad que se hace al acusado recurriendo al ejemplo del preso heterosexual frustrado sexualmente: al no haber mujeres con las que poder tener relaciones sexuales, los hombres se dirigirán a otros hombres o se sentirán atraídos por ellos, pero esto no es lo mismo que sentir deseo homosexual. Que este argumento se considere tan relevante para recurrir al mismo ante el Tribunal Superior de Justicia (Supreme Court Justices) cuando sería inimaginable recurrir al mismo para defender a un hombre que acosa a una empleada, implica a la vez la imposibilidad y la necesidad de concebir el género y la discriminación sexual de manera simultánea, si de verdad se quiere conseguir justicia de género. 8 Kimberlé Creenshaw, “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex,” University of Chicago Legal Forum 129, (1989), y “Mapping the Margins: Intersectionality, Identity Politics, and Violence against Women of Color,” en Creenshaw, Gotanda y otros (op. cit. ver nota 5). Janet Halley, “Reasoning about Sodomy: Act and Identity in and after Bowers v. Hardwick,”. Virginia Law Review, volumen 79. 7, 1993. 9 Un pequeño grupo crítico de investigadores de leyes se escapa de esta categorización, pero quizás, por lo que ellos mismos dicen, ninguno lo hace completamente. Ver el trabajo sobre raza, género y sexualidad Critical Race Feminism: A Reader, editado por A. I Wing, New York, New York University Press, 1977, especialmente “Race and Essentialism in Feminist Legal Theory.”, el ensayo reimpreso de Angela Harris. Ver también The Imaginary Domain de D. Cornell, (op. cit., ver nota 3), que analiza el género y la sexualidad dentro de un único marco analítico. 10 Para un desarrollo más completo de esta argumentación, ver Wendy Brown, “The Impossibility of Women’s Studies,” differences 9. 3, 1997. (Este artículo corresponde al capítulo 7 del libro de Wendy Brown Edgework: Critical Essay on Knowledge and Politics. Princeton NJ. Princeton University Press, 2005. pp. 116-135. (N. de la T.). 11 Janet Halley, “Reasoning about Sodomy: Act and Identity in and after Bowers v. Hardwick.” (op. cit, ver nota 8), pp. 1770-71. 12 Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer. French Feminists and the Rights of Man. Cambridge, MA, Harvard University Press, 1996, pp. 5-6.
13 El masculinismo del liberalismo en general y del discurso de los derechos en particular es algo que he analizado en profundidad en “Liberalism’s Family Values,” capítulo 6 del libro States of Injury: Power and Freedom in Late Modernity. Princeton, NJ. Princeton University Press, 1995. 14 He tratado esta argumentación en profundidad en “Rights and Losses,” capítulo 5 de States of Injury. (Traducido al castellano como “Lo que se pierde con los derechos” en La crítica de los derechos: Wendy Brown, Patricia Williams, ver n. 2. (N. de la T.). Esta es la paradoja que Marx articuló como una contradicción preocupante en Sobre la cuestión judía al reconocer que los derechos políticos y civiles de los privados del derecho a voto, articulaban y minimizaban a la vez dicha privación como un simple fallo de la universalidad de los derechos para hacerse realidad. Sin embargo, para Judith Butler, esta paradoja también permite abrir un cierto tipo de posibilidad política, cuando argumenta en Excitable Speech: A Politics of the Performative, New York, Routledge, 1997, p. 91, (Lenguaje, Poder e Identidad. Madrid, Síntesis, 2004, trad. J. Sáez y B. Preciado pp. 153-154), que “el mapa temporalizado del futuro de la universalidad” es una especie de “doble lenguaje/engaño/ lenguaje ambiguo” de aquellos que “sin autorización para hablar desde dentro y como/ desde lo universal, reclaman el término”. Y añade: “cuando alguien que está excluido de lo universal, y a pesar de todo pertenece a éste, habla desde una situación de existencia escindida, a la vez autorizada y desautorizada (…). Pronunciar y mostrar la alteridad dentro de la norma (la alteridad sin la cual la norma no se “sabría a sí misma”) muestra el fracaso de la norma para ejercer el alcance universal que representa, muestra lo que podríamos llamar la prometedora ambivalencia de la norma.” 15 Karl Marx. “On the Jewish Question,” en The Marx-Engels Reader, 2ª edición, ed. R. Tucker. New York. Norton, 1978, p. 35. (K. Marx y F. Engels “Sobre la cuestión judía”, en Obras Fundamentales, México, Fondo de Cultura Económica, 1982. Trad. Wenceslao Roces) p. 471.
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Los derechos de los textos: “Sufrir las paradojas de los derechos” de Wendy Brown, la autora. “Melanie Klein y la diferencia que supone el afecto” de Eve Kosofsky Sedgwick (del libro The Weather in Proust editado por Jonathan Goldberg), Duke University Press.
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Agradecimientos de María José Belbel Bullejos: Quiero agradecer especialmente la cesión generosa de los dos textos traducidos a Wendy Brown y a Duke University Press. El cariñoso apoyo de Hal Sedgwick y Michael Moon. También dar las gracias a: Wendy Brown, Nina Hagel, María Unceta y Elvira Burgos.