La Escuela de Arte de La Boca, sus maestros (2019)

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MUSEO DE ARTE TIGRE

junio - septiembre 2019


MUNICIPIO DE TIGRE

LA ESCUELA DE ARTE DE LA BOCA SUS MAESTROS

Intendente Municipal Julio Zamora

Idea Graciela Arbolave Curaduría Carlos Semino Asesor de contenidos José Emilio Burucúa

Secretaría de Gobierno Mario Zamora Subsecretaría Legal y Técnica Patricia D’ Angelis Dirección General y Artística Graciela Arbolave Museo de Arte Tigre Dirección de Coordinación Marcela Siniego Museo de Arte Tigre

Coordinación Marcela Siniego Patrimonio y conservación Abril Mandri y María Paz Bettaglio Rolero Coordinación de contenidos María Julia Moreno Diseño gráfico Nicole Edward Corrección de estilo Liliana Speroni Producción Luciana Laski Montaje y técnica Sebastián Nóbrega / Walter Morales, Leandro Ugalde, Gonzalo Hegoburu Perichault Coordinación administrativa Jennifer Daiana Gonzalez Créditos fotográficos Ana Cortés, Patricio Pueyrredón

AGRADECIMIENTOS

El Municipio de Tigre y su Museo de Arte agradecen la generosa colaboración de los coleccionistas, directores y personal de museos e instituciones que facilitaron las obras y documentos que han hecho posible esta muestra: Lorena Di Meo, Andrés Duprat, Adrián Gualdoni Basualdo, Alejandro Finocchiaro, Alberto Lisdero, Familia Lobeira Lazzari, Mariana Marchesi, Teresa Riccardi, Guillermo Urbano, Sonia Decker, Dr. Guillermo Jaim Etcheverry, Víctor Fernández, Rubén Introzzi, Gabriela Naso, Dr. Mauricio Neuman, Alejandro Pettenazza, Rodolfo J. Rossi, Valeria Semilla, Colección Carlos Semino, María Laura Semino y la Colección Francisco Traba. Museo Nacional de Bellas Artes, Museo de Bellas Artes de La Boca Benito Quinquela Martín, Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, Ministerio de Cultura, Educación, Ciencia y Tecnología.

Imágen en tapa Alfredo Lazzari, Riachuelo, 1939, óleo sobre tela. 100 x 130 cm. Colección Museo de Arte Tigre

Museo de Arte Tigre. Paseo Victorica 972, Tigre 4512 - 4528 I infomuseo@tigre.gov.ar I www.mat.gov.ar Miércoles a viernes de 9 a 19 hs. Sábados, domingos y feriados de 12 a 19 hs.

Asociación Amigos del Museo de Arte Tigre www.asociacionamigosmat.com amigosmuseoartetigre@gmail.com

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PRESENTACIÓN

Alfredo Lázzari, Eugenio Daneri, Miguel Carlos Victorica, Fortunato Lacámera, Benito Quinquela Martín, Víctor Cúnsolo, José D. Rosso, Miguel Diomede, José Luis Menghi y Marcos Tiglio son algunos de los nombres más reconocidos en la historia del arte argentino. Fieles a un estilo propio, estos artistas vivieron y trabajaron en La Boca, consolidando un imaginario de fuerte contenido identitario, en el que se conjugaron el origen inmigrante y popular del barrio, con la sensibilidad artística; rebelde a las tendencias impuestas desde el exterior. Las obras de estos artistas, desde principios del siglo XX, tuvieron una incidencia decisiva en el campo estético nacional, y es por ese motivo que al conformarse la colección del Museo de Arte Tigre, en los primeros años del XXI, se decidió incluir el trabajo de ellos, como parte de uno de los núcleos fundacionales del actual repertorio. Esa acción estuvo unida a una serie de esfuerzos aportados por diversos sectores del campo cultural que, en las últimas décadas, se orientaron a dar a los artistas de La Boca el reconocimiento que no siempre les fuere otorgado. Sin embargo, la coexistencia de diversos factores, tanto historiográficos, como coyunturales impusieron que su legado no se hubiera materializado aún en una exposición que, verdaderamente, de cuenta en forma integral del universo cultural, social y humano que posibilitó el lugar de estas manifestaciones. Por tal motivo el Museo de Arte Tigre desde mediados del 2018 comenzó a imaginar esta muestra en coincidencia con la propuesta que sugiriera el señor Carlos Semino, quién, como apasionado estudioso de La Boca, ofreció organizar. Junto a él contamos con el invaluable aporte del Dr. José Emilio Burucúa, para concretar así la presentación de La Escuela de Arte de La Boca. Sus maestros. Para esta exposición se agrega la colaboración del Museo Nacional de Bellas Artes, Museo de Bellas Artes de La Boca Benito Quinquela Martín, Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori y del Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología quienes han cedido piezas valiosísimas integrantes de su guion curatorial permanente. Junto a ellos contamos con el generoso aporte de colecciones privadas, destacando el permanente apoyo del Dr. Mauricio Neuman a esta institución, para la difusión del patrimonio del arte argentino, particularmente en esta muestra, no solo como coleccionista sino por su vínculo personal con muchos de los artistas mencionados al comienzo. El Municipio deTigre y su Museo de Arte se enorgullecen de poder facilitar un nuevo escenario para estas obras; pudiendo rendir así el merecido y postergado homenaje a los valiosos referentes de nuestro arte nacional. El Tigre y La Boca unidos bajo un denominador común: la vida y el trabajo junto al río. Graciela Arbolave Directora General y Artística 7


MUSEO DE ARTE TIGRE

JUNIO - SEPTIEMBRE I 2019

Las líneas que siguen pretenden historiar sintéticamente, desde una perspectiva personal, el peculiar fenómeno artístico producido en la ribera sureña de la ciudad, entre los principios del siglo anterior y sus mediados. Aludo a la aparición, desarrollo y lento crepúsculo de la notable Escuela de Arte de La Boca. Se menciona en los manuales de la materia de modo ambiguo su importancia relativa, pero no se ha reparado suficientemente en su definición y carácter, y particularmente, la opinión especializada, no se ha detenido en destacar la densidad orgánica de sus elementos constitutivos. Han sido presentados sus artistas como expresiones individuales de una actitud ante la pintura, o de simples creadores empeñados en manifestar su adhesión a ciertas representaciones de la modernidad, pero nunca fueron exhibidos sus trabajos y puntualizados sus enfoques -hasta esta oportunidad- como componentes conspicuos de un mundo particular en el que lo artístico, de un modo totalizador, constituyó la coronación de la vida colectiva. Y eso fue, en su búsqueda fundamental, el arte de La Escuela de La Boca; la coronación espiritual de un modo para entender la vida y sus avatares. La expresión privilegiada de un mundo en el que convivieron en armonía indisoluble el trabajo y el espíritu, buscando dar afanosa respuesta a la vitalidad del rumoroso asentamiento. Ninguno de sus grandes maestros pueden ser comprendidos cabalmente si se los separa de ese contexto privilegiado; hay un correlato manifiesto entre sus experiencias y la caja de resonancias que las contuvo. El arte boquense estuvo ligado íntimamente desde su momento fundacional, año 1903, a la vida del lugar, en que aparece el maestro toscano Alfredo Lazzari. Como bien lo puntualizó su historiador emblemático, Antonio Bucich, es el fruto maduro de las dos disposiciones centrales del alma italiana; la plástica y la lírica. Desde dichas prácticas espirituales se explica la irrupción, plenitud y decadencia de la magnífica escuela artística de La Boca, que construyó un imaginario reparador cimentado en torno al Riachuelo. Dio cuenta de su búsqueda de identidad mediante una miríada de imágenes cargadas de sentimiento y belleza. 9


Se habrá observado que fui enfático en mi afirmación inicial; cuando hablamos del arte lugareño debemos remitirlo, sin ningún tipo de dudas, a su marco de pertenencia; la escuela boquense. Detrás de este señalamiento sobrevuela un intento de reivindicación. Porque transcurrido mas de un siglo desde su aparición pública -los albores del siglo anterior- aún suele utilizarse el arsenal de análisis de la crítica metropolitana canónica -toda ella elaborada entre los 16 años que van desde 1924 a 1940- (ese año 40 es central en la cuestión que nos atañe, porque aparece entonces en el N° 67 de la revista Sur que vio la luz en el mes de abril, la célebre critica de Julio Payró a la exposición colectiva presentada en los salones del Banco Municipal de Préstamos con los auspicios del Ateneo Popular de La Boca en conmemoración de sus primeros 50 años de vida bajo el título: “De Andrés Stoppa a nuestros días”) para relegar sus valores artísticos y desvirtuar su carácter de fenómeno cultural mayor. Quizás la crítica de Payró tuviera inspiración en el pensamiento del célebre superintendente de la Academia de Bellas Artes y presidente del salón anual de Paris Emil de Nieuwerkerke, quien fuera director general desde 1848 de diversos museos estatales, entre los que se destacan el Louvre y el Luxemburgo, quien a propósito de la aparición de la escuela de los pintores de Barbizon expresara con un manifiesto malestar en alguna oportunidad “Esto es pintura de demócratas, de hombres que no cambian de ropa y que quieren imponerse a las gentes de mundo. Este arte me desagrada y me disgusta”. Es grande el parentesco entre ambas escuelas. La de La Boca, como antes la de Barbizon, llegaba para cuestionar la validez del pensamiento canónico en materia artística. Si bien esta última centró su crítica en el decadente academicismo haciendo eje en la vida rural, el campesinado y la naturaleza, mientras la boquense tuvo su centro en el mundo suburbano, la vida humilde y el trabajo; ambas coincidieron en plantear la crítica desde un espacio geográfico particular: la primera, la aldea de Barbizon, en tanto que La Escuela de La Boca en un pequeño territorio marginal situado en el límite sur del territorio bonaerense. El gran aporte de ambas fue la imposición de una distinta perspectiva histórica y estilística, que alcanzó a consolidar, por medio de un lenguaje plástico significativo e identitario Por debajo del rechazo irritado del orgulloso conde francés latía algo más poderoso que el menosprecio de clase. Era la disputa por el monopolio de lo que podía entenderse como verdad artística a mediados del siglo XIX. Esa es la razón por la que nunca, desde la mirada central se reconoció el carácter orgánico de la escuela artística boquense. Por el contrario sus mayores representantes críticos se encargaron, desde la década de los 40 del siglo anterior, de enfatizar sistemáticamente su imposibilidad. Julio Payró en particular, en el texto citado afirma que “La Boca no tiene una escuela propia. No debe ni puede tenerla”. A quien le interese el tema recomiendo que lea con detenimiento ese artículo 10

iluminador del pensamiento artístico dominante que es, en ese terreno, verdaderamente un manifiesto antiboquense, desde la primera, hasta la última línea. Ese juicio canónico, enunciado por el mayor crítico de arte de la época en nuestro país, marcó la dirección y el carácter impreso a la mirada sobre el arte boquense hasta nuestros días. Nosotros que no observamos el fenómeno sucedido desde la terraza de la metrópoli sino desde el corazón del suburbio sureño, ¿podemos hablar de una “escuela” cuando pensamos en el acontecimiento artístico boquense? Debemos hacerlo, porque de obviarlo, ocultaríamos las diferencias esenciales que distinguen al arte boquense del que desarrolló la metrópoli, inicialmente centrado en la imagen mitificada de la pampa, y más tarde en los ciclos de vanguardia, cayendo en el mismo error que -con honrosas excepciones- dominó a la crítica a lo largo de todo el siglo anterior. Cabe señalar como prólogo a nuestras afirmaciones que al hablar de escuela tenemos presente que el propio diccionario, refiriéndose a los fenómenos artísticos y literarios nos indica que puede hablarse de ella (es decir, de escuela) cuando en una época y lugar determinados un conjunto de artistas trabajan en torno a temas comunes utilizando técnicas de interpretación de caracteres similares. No puede dudarse de que los artistas boquenses cumplieron sobradamente esas exigencias, porque efectivamente existió una común visión en el núcleo de sus representaciones, que presentadas en el contexto de variaciones estilísticas propias, coincidieron con el rechazo de toda forma de vanguardismo o academicismo, y tornaron visible, desde el primer momento, que su despliegue se inscribía en el pliego de los grandes relatos históricos dentro de los que el arte constituye una visión privilegiada de la realidad como totalidad. Para sintetizar: ¿existe algún aficionado al arte que ante la presencia de sus obras más representativas sea capaz de confundir al artista que la pintó, al lugar que le sirvió de inspiración o a la memoria que su realización celebra? Creemos que no, en particular cuando observamos que todas sus producciones tenían su centro radial en un elemento dinámico y fluyente que ordenaba el imaginario en construcción, “el vientre de mil rayos” representado por el Riachuelo. Es preciso mencionar -ya en la década de los 30, a un crítico del diario La Prensapara mí desconocido a la fecha- que en ocasión del 3er concurso artístico destinado a artistas noveles organizado por el Ateneo Popular de La Boca manifestó que a esa altura debíamos reconocer que: en La Boca nos encontrábamos en presencia de una escuela de arte de naturaleza superior. También a Osvaldo Svanascini, que con la fina sensibilidad de un poeta, en 1965 publicó bajo el sello de la editorial Viscontea dentro de la colección “Argentina en el arte”, un artículo lleno de valiosas intuiciones dedicado a los “Pintores de La Boca” con el rótulo “Un mundo en un barrio”, en el que se ocupó de describir las notas principales de la atmósfera boquense. No menos a Rafael Squirru, crítico educado en la mejor tradición metropolitana, formado en el mundo cultural de los años 50 a 60 en el país y en Europa, que fuertemente 11


influido por una concepción de lo artístico nacida en la visión céntrica del fenómeno nacional, lo llevó, por entonces, a fundar el Museo de Arte Moderno en 1956, reconociendo públicamente más tarde, que la boquense debía considerarse la “protoescuela” a la que designaría él mismo como la Escuela de Buenos Aires. Finalmente, a Raúl Vera Ocampo, que en oportunidad de la gran retrospectiva del maestro fundador de la escuela, el toscano A.Lazzari celebrada en las Salas Nacionales de exposición en el año 1987, manifestara que Lazzari fue, a su modo de ver, “el verdadero y único fundador, gestor y promotor de esa escuela que en el Río de la Plata alcanzó ribetes fundamentales”. Gestos precisos, libres de prejuicios todos ellos, que se constituyeron en clivajes de una interpretación, aún en construcción, mucho más comprensiva del arte nacional, considerado como totalidad. Qué otra manera podrá utilizarse para definir a esa corriente que en el campo de las artes plásticas creó una imagen de mundo alrededor de los temas, lugares y objetos que fueron característicos y propios de la vida inmigrante, haciéndolo mediante la definición de caracteres comunes, y utilizando técnicas de representaciones tradicionales, en un espacio físico y psicológico compartido. Claro que el error de la crítica al que aludo líneas más arriba, no es inocente y tiene su origen en un fenómeno que trasciende al campo de la crítica artística. Está emparentado con la matriz cultural que definió al patrón estético de legitimación dominante impuesto por la metrópoli, y en su origen se encuentra ligado a las raíces, desde las que se construyó la relación política, social y cultural con el mundo inmigrante, a partir de las décadas finales del siglo XIX. Partiendo de la metrópoli solo se vieron con buenos ojos aquellas producciones que cumplieran con el paradigma cultural aceptado. Se alentó una interpretación excluyente de la obra de arte visualizada como expresión de la modernidad estilística, y se tendió a devaluar, cuando no, absorber las mejores manifestaciones del arte marginal, al que se lo consideraba expresión de un núcleo selecto de individualidades excepcionales, sin proyección en ningún formato orgánico y mucho menos considerado como el producto de una construcción colectiva. Sin embargo, la construcción colectiva constituye la especificidad y define el carácter del gran aporte del arte boquense. Desde esta perspectiva que marcamos buscó trasmitir las vivencias del mundo circundante, desde los planos intimistas e iconográficos, atendiendo a las peculiaridades del lugar y al carácter de sus habitantes. Su aparición y aún más, su explicación constituyó en su momento, y lo es todavía, un desafío a los planteos del pensamiento oficial en materia estética que, desde sus orígenes y hasta comienzos del siglo anterior, elaboraron una interpretación inicial articulada alrededor de la noción del paisaje pampeano, para mutar más tarde a la canonización de lo moderno a partir de la tardía modernidad periférica derivada de la adhesión a las diversas corrientes estilísticas europeas y norteamericanas. 12

Lo dice el propio Payró en la virulenta crítica a la exposición conmemorativa realizada en 1940 ya mencionada anteriormente. En un pasaje del texto afirma, sin imponerse reservas de ningún tipo que; “El tono general de la exposición era -en términos de París- mucho más 1910 que 1940” (Revista Sur Nº 67, abril de 1940; página 80). Lo que seguramente ignoraba Payró es que a los artistas boquenses no les preocupaba como a los artistas bonaerenses más representativos de entonces encarnar al París de 1940, conscientes de que para ese propósito estaban los artistas franceses mucho mejor preparados que ellos. No siendo para La Boca el arte la expresión de una matriz superestructural de la cultura, sino una metafísica de destino, su relación con las búsquedas intensas a lo largo de su medio siglo de existencia se centró en la construcción del imaginario que diera identidad a sus habitantes y un sello al lugar. Si para el arte metropolitano, la modernidad consistió en plegarse a las modas, desde la distancia histórica que imponen las metrópolis europeas, ocultando al objeto mediante la deconstrucción, para hacerlo reaparecer aplicando lenguajes autónomos que rescatan aspectos parciales (su estructura interna, sus planos de color, sus líneas, etc.), para el arte de La Boca, la modernidad consistió en construir un relato que expresara con sinceridad y colectivamente la reparación de su desarraigo, mediante la exposición de sus sensaciones psicológicas y sentimentales generadas en la intimidad del cuarto del artista o su peculiar territorio. Miguel C. Victorica, quizás el menos boquense, por su origen, de todos los grandes maestros artistas de la escuela, no por su voluntario destino, lo expresó en 1940, con una elocuencia y poesía insuperables: “En La Boca se pinta con la sangre de los crepúsculos, con la sombra estrellada de sus noches”. Y en otro lugar, agregó, para completar el cuadro de su pensamiento artístico, una reflexión que refleja el profundo lazo afectivo que había establecido con el lugar; expresando entonces: “En este lugar en que todo respira vida se tiene un desprecio por todo lo innecesario”. Ese mismo pensamiento lo reafirmaba Quinquela en la autobiografía escrita por Andrés Muñoz: “…no hacíamos folklore, pintábamos el ambiente en el que vivíamos”. Obsérvese que tanto Victorica como Quinquela parten de la reivindicación del espacio físico y espiritual para aludir a la matriz de su arte, noción tan distante como desconocida para toda concepción nacida en los estratos de la vanguardia que reivindicaba la metrópoli periférica. Nuestra escuela desarrolló su quehacer en consonancia con la maduración del mundo del trabajo y fermentación espiritual, que tuvo sus complejas raíces anímicas en el componente cultural del inmigrante, el nivel de autoconciencia de la población raigal y la contínua influencia de ideas artísticas y políticas que impregnaban sus espacios públicos. No fue producto de disquisiciones teóricas ni de discusiones de capillas, sino el fruto privilegiado del peculiar desarrollo social y espiritual, el que acompañó su afianzamiento económico. Se nutrió del aporte que realizaron sus pobladores inmigrantes, 13


sustancialmente xeneixes, que se fusionaron con el paisaje local dotándolo de una tradición propia, que con el tiempo, cobró cuerpo en sus formas artísticas. Aun cuando el espacio que dispongo en este pequeño ensayo sea escaso para clarificar suficientemente el tema, creo imprescindible señalar la nómina de maestros que componen el paradigma de su escuela artística. Para poder medir las dificultades que conllevó el proceso de comprensión del arte boquense y sus artistas bástenos señalar que hace poco más de 30 años (desde 1986) recién pudo construirse, sin posibilidad de error, el canon de sus grandes maestros. Habrá que destacar, sin demora, el importante papel que en esa definición cumplió un crítico sensible de la época, Osiris Chiérico, que sin ser experto en arte boquense contribuyó sustancialmente a lograr esa caracterización definitiva, con la publicación de un texto medular para acompañar la presentación de una pequeña, pero valiosísima exposición organizada por el museo Eduardo Sívori y el galerista porteño Samuel Feldman en el mes de enero de ese año, en la sala del diario Clarín de la localidad bonaerense de Mar del Plata. En esa fuente nutricia pude abrevar y enriquecer mis reflexiones hasta llegar a la construcción definitiva del mencionado canon. Alfredo Lazzari (1871-1949), Santiago E. Daneri (1881-1970), Miguel C. Victorica (1884-1955), Fortunato Lacamera (1887-1951), Benito Quinquela Martin (1890-1977), Victor Juan Cunsolo (1898-1937), José Desiderio Rosso (1898-1958), Miguel Diomede (1902-1974), José L. Menghi (1902-1985) y Jerónimo Marcos Tiglio (1903-1976) son hoy universalmente reconocidos, como sus nombres: indiscutidos. Este pequeño texto escrito pretende esclarecer la perspectiva, desde la cual debe comprenderse la escuela, adelantando a la contemplación de los espectadores de la excepcional muestra algunas herramientas de análisis construidas, desde un lugar critico completamente diferente a las vías tradicionales de abordaje del tema que nos ocupa. A modo de síntesis, podría decirse que el aporte del arte boquense al acervo artístico nacional es fundamental para completar la comprensión del núcleo de sus búsquedas mas logradas enriqueciendo la visión de sus paisajes clásicos mediante representaciones del eje de su vida espiritual y material: el Riachuelo de los navíos, que aparece completado con otras escenas de la vida del lugar y temas clásicos de la gran pintura occidental (el tratamiento de naturalezas y el género de retratos especialmente contextualizados por la pobreza material de sus ambientes, a los que se les agrega una tradición única de interiores y de visiones adentro-afuera). Fue en La Boca donde se empezó a cultivar a través de las frescas manchas de Lazzari, el paisaje suburbano y la vista portuaria. Fue en La Boca donde se trajo al arte el caserío humilde del mundo proletario y la alegría de sus calesitas y juegos. Fue en la Boca donde los balcones restallaron de luz y musicalidad a través del alma romántica de Victorica y la mirada infantil de J.L. Menghi y el inmigrante abrió su espíritu al lugar, mediante la celebración de las ofrendas cotidianas que revelan los interiores de F. Lacámera y José L. Menghi. 14

Fue en La Boca donde José Desiderio Rosso pintó con la sensibilidad de un poeta y el dramatismo de un sufrido habitante del lugar, las inundaciones inclementes que muestran los sombríos inviernos del paraje. Fue en La Boca, finalmente, donde se celebró, como un himno a la vida, el trabajo dignificador y sacrificado que todo lo entrega a cambio de tan poco. Sus artistas paradigmáticos no respondieron nunca a las polémicas estilísticas que cubrieron el extenso periodo 1900-1960 esterilizando tantas búsquedas. Solo se empeñaron en desarrollar al máximo la eclosión de energía que aceleraba el impulso, completando su gesto a través de la construcción de un imaginario reparador de la pérdida ultramarina. “Como en ningún otro caso en el arte de los argentinos, el arte boquense constituye la expresión plástica de un pueblo todo, y el mirador privilegiado por medio del cual se recuperó el imaginario país ultramarino definitivamente perdido; en este sentido puede decirse que se desarrolló a partir de una grandiosa fantasía colectiva que cobró forma plástica en torno al Riachuelo, por lo que su declinación coincidió más tarde con la melancólica certeza el crepúsculo”. Un sonido que cada día se reproduce más fuerte con acento multiplicado, resuena en las palabras que estampó como un legado Isidoro Blaisten en un artículo aparecido en el 2001 bajo el título “Entre la bohemia y el rigor formal” en la colección Velox: “Algún día, alguien se dará cuenta de que gran parte de la mejor tradición argentina en pintura nace en la Escuela de La Boca”.

Carlos Semino

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ALFREDO LAZZARI (1871 - 1949)

Fue el maestro de los artistas de La Boca. Nacido en la provincia de Lucca, Toscana, en 1871, se formó en Florencia junto a los macchiaioli. De ellos tomó tres elementos plásticos, centrales para la representación del paisaje. Esos tres factores dominaron sus trabajos realizados en Buenos Aires a partir de 1898 y se transmitieron, no sólo a sus discípulos directos, sino a los pintores que, más allá de los años ’40, participaron en la época madura de la escuela de La Boca. 1) El uso de pinceladas breves en las imágenes de follajes, prados y superficies cubiertas por hierbas y flores, toques de colores análogos que permiten recrear las modulaciones generadas por el movimiento de las plantas y las reverberaciones de la luz, sin que resulte abolida la percepción de tonos locales y característicos de las cosas. Hay variaciones cromáticas, mezclas y pasajes, pero no división tonal que exija una síntesis óptica. El ojo se desliza y registra los cambios como si se tratase de un recorrido ordenado por el espectro de la luz blanca (Las escenas del aire libre, pintadas por Silvestro Lega [La pérgola de 1868] y Telémaco Signorini [Cita en el bosque de 1873 o En el jardín de 1883], sirvieron probablemente de modelo). 2) Las pinceladas se hacen más homogéneas en los cielos y más largas en los reflejos del agua donde, paradójicamente, la materia pictórica puede adquirir una densidad inesperada, propia de la mancha (macchia), que acentúa la sensación del movimiento superficial merced a un dibujo del pequeño oleaje, trazado como un entrecruzamiento de arabescos continuos de color. De tal suerte, los efectos de algo que cambia y muta o se agita por la acción del viento invisible no despiertan la idea de una captación de lo fugaz, sino de lo permanente que se transforma sin cesar y regresa al punto de partida. A pesar de las primeras apariencias, estamos lejos de la instantaneidad del impresionismo francés (Las aguas pintadas por Fattori [Marina plúmbea de 1875 o La Torre del Marzocco de 1885-90] parecen estar en el origen de esas tramas de Lazzari). 3) Las paredes, representadas casi siempre en perspectivas oblicuas, se forman mediante concentraciones de materia de un mismo color que, ora yuxtapuestas, ora superpuestas, otorgan un peso óptico a los muros y los convierten en los ordenadores principales del cuadro en profundidad. Nuestra mirada se complace en esa operación pictóricamente constructiva de la arquitectura. De nuevo, se produce el milagro estético de presentar lo permanente como receptáculo de lo móvil y viceversa, revelar mediante el trazo y la irregularidad de las vibraciones del color la estabilidad de lo que el trabajo humano ha levantado en bella confrontación y complementación de la naturaleza (El recuerdo de Fattori se encuentra en las bambalinas de este recurso [Los guardias, pared blanca de 1870]).

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Patio de una calle de La Boca (detalle), 1935, óleo sobre cartón, 50 x 35 cm. Colección Museo Sívori

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Riachuelo, 1939, óleo sobre tela. 100 x 130 cm. Colección Museo de Arte Tigre

Escenas Portuarias 1 y 2, c.1935, óleo sobre cartón, 17,5 x 11,5 cm. Colección C. Semino

Rincón del Riachuelo, s/f, óleo sobre tela, 20 x 25 cm. Colección particular 18

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Barcas en el Riachuelo, c.1910, tintas de color sobre tela, 10 x 18 cm. Colección C. Semino

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Parque Lezama, c.1917, oleo sobre cartón,11 x 16 cm. Colección C. Semino

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La casa roja o casa de La Boca (calle Palos), 1940, óleo sobre tela, 100 x 130. Coleccíón Familia Lazzari

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Olavarría e Irala, 1940, óleo sobre tela, 60 x 80 cm. Colección Museo Benito Quinquela Martín

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EUGENIO DANERI (1881 - 1970)

La observación lenta de sus bodegones y flores nos permite descubrir el procedimiento pictórico que fabrica las imágenes de las cosas. En áreas escuetamente definidas por sus contornos, el pincel se posa y deposita el color como si modelara el objeto. Tal reminiscencia del relieve no se obtiene mediante un claroscuro simple, basado en el cambio de valores de un mismo tono que se aclara o se oscurece, sino mediante la yuxtaposición de tonos diferentes. La sombra de un volumen amarillo es un naranja o un rojo, la de un objeto blanco es un ocre, la de hojas y legumbres verdes un azul saturado que descubrimos con dificultad. La técnica se extiende a las manos, las cabezas, las caras de los personajes cuando los hay. También a las casas, las barcas u otros elementos artificiales y estables del paisaje, pero los árboles, la hierba, los espejos de agua y los reflejos dan lugar a pinceladas más libres, fluidas, menos sistemáticas. Los cuadros de Daneri están tonalizados, es decir que hay un tono, generalmente un ocre o un verde cálido, producto de la combinación entre el azul y un naranja claro (más que un amarillo) al borde del colapso que significa la mezcla de pigmentos reales, en la paleta, de dos colores complementarios. Tal vez allí se encuentre la razón de que se haya hablado a menudo de los grises clásicos de nuestro artista, pero lo cierto es que el color general se mantiene dentro del espectro solar y en el rango de los ocres cálidos. La tonalización permite el despuntar de dos rasgos que alimentan nuestro asombro y nuestro deleite (este goce poco tiene que ver con el de la saturación cromática y la variedad de la paleta que enseñó Lazzari). Primer rasgo: la prevalencia de un ocre que impregna la escena desenvuelve un efecto atmosférico, que abandona enseguida cualquier pretensión óptica para provocar, en cambio, emociones del territorio anímico de la tristeza. Una tristeza que no es melancolía enfermiza ni nostalgia de lo perdido, sino aquel sentimiento de que la marcha de las cosas físicas del mundo nada tiene que ver con nuestras necesidades morales, algo que ya perturbó a Platón y el filósofo no pudo paliar con su idea de la inmortalidad del alma como belleza y armonía. La tristeza de estas pinturas afecta a la vida quieta o silente (es adecuado traducir, para el caso, el still life de la crítica inglesa con esa expresión y no con la tradicional de “naturaleza muerta”), a las personas retratadas, a los objetos hechos por los seres humanos, al paisaje urbano. El paisaje portuario nos revela, precisamente, el segundo rasgo: el realce, que produce la tonalización ocre, de cualquier azul por tenue que sea, en el cielo, en el agua, en las sombras de las cosas. Entonces sentimos un toque de pequeña alegría, que nos reconforta a la inversa de las asociaciones habituales: el ocre, vehículo corriente del calor de la vida, vector de la tristeza en la ocasión, es animado por su contraste con el azul claro y frío, convertido en el medio para una elevación inesperada hacia la claridad del cielo. Cocina Casera, 1956, óleo sobre tela, 130 x 100 cm. Colección Museo Benito Quinquela Martín 24

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Ribera del Riachuelo, 1963, óleo sobre madera, 84 x 68 cm. Colección Neuman

Bodegón, 1958, óleo sobre cartón entelado, 60 x 50 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Lanchones amarrados en el Riachuelo, c.1946, óleo sobre tabla, 38 x 44 cm. Colección C. Semino Mansion Cichero, c.1950, óleo sobre madera, 28 x 30 cm. Colección C. Semino

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Magnolias, 1968, óleo sobre cartón, 42,5 x 35,5 cm. Colección particular

Rosas rojas, 1956, óleo sobre cartón, 40 x 32 cm. Colección C. Semino Naturaleza muerta, 1950, óleo sobre cartón, 34 x 47 cm. Colección C. Semino

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MIGUEL CARLOS VICTORICA (1884 - 1955)

A los historiadores del arte nos complace clasificar artistas y obras. Creemos que, de tal modo, contribuimos a hacer de nuestra disciplina una actividad científica. Pero algunas veces nos topamos con casos difíciles, que no podemos ajustar a ninguna taxonomía, ni siquiera cuando pensamos que la evolución de la cultura visual o figurativa en el tiempo nos permitiría colocar en clases diferentes las producciones de momentos separados en la historia del individuo artista. El caso de Victorica es desesperante. Sus naturalezas muertas de frutos, enseres de cocina, objetos de cerámica o piedra, nos remiten al tipo de construcción casi táctil y material de lo visible que Cézanne llevó a un extremo de las posibilidades plásticas. La introducción de flores nos aparta de ese camino, pues introduce el juego de los colores autónomos respecto de las formas sobre las que ellos se nos aparecen. Siguen indefiniciones del dibujo, disolución de los contornos, parecería que percibimos el aire que circula. En los retratos, convergen dibujo y cromatismo, líneas precisas para definir rasgos o perfiles y variaciones cromáticas sin soluciones claras de continuidad para aludir a las palpitaciones y al movimiento imperceptible de la carne viva. Son, en tal sentido, tan espléndidos en su contradicción el Viejo marino con pipa como la Mujer desnuda reclinada con ramo de rosas: en el primero, el dibujo preciso de la cabeza entra en conflicto con una mancha monocroma que, a su vez, combate contra modulaciones multiplicadas del tono en la cara; en la segunda, es la yuxtaposición de manchas diferentes en el cuerpo desnudo la que nos aparta del arabesco elegante que lo define. El retrato de la Madre, obra muy temprana, desenvuelve el contraste línea-color para transmitir la fragilidad, el ensimismamiento de alguien muy amado que no sabemos si contempla el propio pasado o el final que la aguarda en el futuro. Uno y otro albergan oscuridades como las del vestido, pero también luces como las de la frente y las mejillas, las manos o el pañuelo blanco que sostienen. En estos lienzos, hay un choque constante de patrones visuales, una suspensión provisoria de los límites sensoriales que las líneas del dibujo y los juegos del color podrían alcanzar. Lo cual equivale a buscar adrede la irresolución del trabajo pictórico, a producir conscientemente una estética de lo incompleto como símbolo de la fugacidad de la vida, que exalta, al mismo tiempo, sus destellos.

Cocina bohemia, 1941, óleo sobre tela,150 x 118 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes 32

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Viejo marino con pipa, 1933, óleo sobre cartón, 44 x 33 cm. Colección C. Semino

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Viejo Leyendo, 1927, óleo sobre tela, 107 x 103 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Naturaleza muerta, 1946, óleo sobre tela, 62 x 99 cm. Museo Nacional de Bellas Artes (Col. Scheimberg) Composición con libro y portarretrato, c.1945, óleo sobre tela, 58 x 68 cm. Colección C. Semino

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Naturaleza muerta, 1934, óleo sobre cartón, 60 x 90 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Desnudo de mujer jóven reclinada con ramo de rosas, c.1950, óleo sobre tela, 52 x 82 cm. Colección Neuman

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FORTUNATO LACÁMERA (1887 - 1951)

Fue la suya una de las experiencias más radicales de la pintura boquense, porque llevó la macchia, heredada directamente de Lazzari y lejanamente de los macchiaioli del siglo XIX, hasta las fronteras de la representación de lo visible. Por una parte, la desmaterializó al punto de convertir las superficies de los objetos en planos reflectantes, en ondulaciones iluminadas y apenas tocadas por el claroscuro o la sombra, en transparencias y fenómenos ilusorios de refracción cuando se trata de vasos de cristal sobre una mesa. Los fondos de interiores tienden a ser uniformes, pues los relieves de alféizares y las uniones de las paredes se reducen a un mínimo o desaparecen para que los frutos, las flores atraigan la mirada y podamos detenernos en la observación calma de los colores y sus pequeñas variaciones confinadas a los contornos de una pera, un durazno, un pétalo, una hoja. Por otra parte, en los paisajes del río, los reflejos de las olas pequeñas y los toldos de las barcas concentran la luz del espacio abierto, la macchia se ensancha mientras que la técnica impresionista de la división de los tonos da cuenta de otros movimientos del agua. La geometrización y la captura de la luz blanca en zonas significantes de los cuadros colocan esta pintura en el umbral de la abstracción, pero el espectáculo de lo percibido en el mundo siempre regresa y gana la partida. Se trata de una nueva exploración óptica y plástica que, a través de una ventana abierta o desde una perspectiva a vuelo de pájaro, recupera las imágenes exteriores de la ciudad, las texturas y los colores de los muros, los volúmenes de los edificios, la luminosidad del cielo. Y este se cuela en la habitación del artista gracias a los vidrios de las ventanas, que se transforman en espejos. El juego de los opuestos -luz versus penumbra, pureza de la forma versus vibración encerrada del color, interior versus exterior- se amplía y desenvuelve una de las tensiones clave de la pintura: la que se establece entre el polo del trabajo autónomo de la mente del artista en busca de formas permanentes (geometría, abstracción, física de la luz y la sombra) y el polo de la seducción que la belleza cambiante de la realidad ejerce sobre nuestra fantasía.

Interior, 1930, óleo sobre cartón, 72 x 76 cm. Colección C. Semino 40

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La jarra y las frutas, s/f, óleo sobre cartón, 35 x 49 cm. Colección Museo de Arte Tigre

Interior, 1930, óleo sobre cartón, 75 x 70 cm. Colección C. Semino

Composición con frutas, c1940, óleo sobre cartón, 39,5 x 49,5 cm. Colección C. Semino 42

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S/t, s/f, óleo sobre cartón, 18 x 30 cm. Colección particular

Malvones, s/f, óleo sobre cartón, 28,5 x 22,5 cm. Colección particular

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Esquina de Pedro de Mendoza y Palos, 1928, óleo sobre cartón, 60 x 50 cm. Colección C. Semino

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Marina,1946, óleo sobre cartón, 59 x 47 cm. Colección particular

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BENITO QUINQUELA MARTÍN (1890 - 1977)

Es el pintor más popular de Buenos Aires, admirado y denostado por partes iguales. Se dice justamente que él fue capaz de transmitir una vitalidad particular de la representación y el relato, un goce inmediato del color, una alegría del ver y del hacer suscitada por el escenario recreado del mundo del trabajo, del puerto, del comienzo y el fin de los viajes. Al mismo tiempo, su obra ha sido el blanco de críticas feroces, que la situaron en los marcos del amaneramiento efectista, del arte kitsch, del conformismo fundado en el éxito de una fórmula repetida hasta la saciedad. Sin embargo, su figura de artista y filántropo no ha cesado de atraer e interesar al público argentino y extranjero, que suele peregrinar al Museo-Escuela de La Boca para ver los cuadros tardíos en el estudio y los grandes murales en las aulas. El período de su primera juventud, en el que aún firma sus cartones como Chinchella, es el más respetado por tirios y troyanos de la crítica. Si bien el magisterio de Lazzari es evidente en esos años, precisamente la libertad de la macchia, preconizada por la escuela italiana y enseñada por su máximo representante en Buenos Aires, otorga a los paisajes primeros de la isla Maciel, que Benito pintó con espíritu de sistema, un aura única, hecha de azules y rojos, elementos básicos de las tríades armónicas para el deleite del ojo y de la mente dominada por la sensibilidad visual. A pesar de todo cuanto se ha reflexionado acerca de la evolución de Quinquela a partir de la década del ’20, todavía no tenemos claras las causas de las inflexiones de su estilo. ¿Hubo allí una libertad radical de la pincelada, un entusiasmo, desconocido hasta entonces en la Argentina, hacia los valores plásticos de la materia pictórica convertida en el valor más saliente de la experiencia perceptiva propuesta por nuestro artista, que terminó por clausurar, paradójicamente, otras posibilidades implícitas en su estética? ¿Quedó él atrapado en esos problemas de la representación de la atmósfera, de los reflejos en el agua, de las sensaciones asociadas al movimiento de barcos y al esfuerzo de los hombres en los trabajos del puerto, de las hogueras de las fundiciones cuyo resplandor cegaba a los trabajadores y pretende cegar a quienes observan el panorama en el cuadro? ¿Pasó a ser así un artista autosuficiente hasta el extremo de poner entre paréntesis los dictados de la óptica, de la observación inmediata de cosas y ambientes, al mismo tiempo que se aislaba respecto de los programas artísticos, no sólo de la vanguardia metropolitana, sino de las exploraciones de sus propios compañeros de escuela (Lacámera, Cúnsolo, Diomede)? Poca atención se ha prestado a las influencias que pudo haber asimilado durante sus viajes a Río de Janeiro, a Madrid y más que nada a París, hacia donde se dirigió a instancias y merced al apoyo del presidente Marcelo de Alvear entre 1924 y 1925. Carlos Semino nos ha recordado últimamente su frecuentación de los círculos futuristas en el barrio de Montparnasse. Hay que investigar tales vínculos, así como el impacto que pudieron 48

tener en nuestro Quinquela sus visiones conjeturales del impresionismo radical de Monet y del paisaje fauve-expresionista de Maurice de Vlaminck u Othon Friesz. Sea de ello lo que fuere, cualquier idea que queramos hacernos de la escuela de La Boca debe transitar por una inmersión en las grandes escenas que Benito pintó, repletas de humo, de reflejos, de colores estridentes tanto en el registro de los cálidos cuanto de los más fríos, de las consecuencias de una sinestesia misteriosa que nos hace oír los gritos y el rumor de los seres humanos sobre los barcos, los muelles, las pasarelas. Nota bene: en este mismo museo, la reciente exposición de aguafuertes de Quinquela, realizados entre fines de los años ’30 y principios de los ´40, ha mostrado una faceta extraordinaria del artista. Lejos de cualquier adocenamiento, de los clichés y las fórmulas exitosas, don Benito recurrió a la más acendrada tradición occidental del grabado -Rembrandt, Piranesi, Goya- y a un conocimiento insospechado de autores contemporáneos -Sironi, Brangwyn-, para enfrentar el desafío de la imagen creada sobre una plancha de metal con el fin de imprimirla y multiplicarla. Los juegos de luz y sombra, las siluetas y los volúmenes de los personajes, los espacios representados, las atmósferas hechas de humo o vapores confieren a estas escenas una convicción y una fuerza simbólica que hacen de ellas emblemas de la lucha perenne de la humanidad contra las tinieblas, existentes fuera y dentro de su espíritu.

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Mañana de trabajo en La Boca, c.1925, óleo sobre tela, 36 x 47 cm. Colección C. Semino

Veleros iluminados (detalle), 1950, óleo sobre tela, 162 x 142 cm. Colección Museo de Arte Tigre 50

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Puerto, s/f, óleo sobre cartón, 50 x 60 cm. Colección Museo de Arte Tigre Día gris, 1950, óleo sobre tela, 90 x 100 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Día de trabajo, c.1918, óleo sobre cartón, 36 x 47 cm. Colección C. Semino

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Barcazas, 1918, óleo sobre cartón, 36 x 47 cm. Colección C. Semino

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S/t, 1946, 21,5 x 33,5 cm. Colección particular

Descarga en el puerto, 1928, óleo sobre tela, 78 x 87 cm. Colección C. Semino

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VÍCTOR CÚNSOLO (1898 - 1937)

Suele aproximárselo a De Chirico, mas me temo que se trate de una cercanía casual, detectable en algunos paisajes urbanos y vistas de barcos en el río. Me animaría a señalar, sí, que el papel del dibujo en sus obras tiene una centralidad equivalente a la rara tonalización grisácea y al juego cromático que caracterizan sus tablas y cartones. Se trata de un diseño que no teme a las deformaciones perspectivas pero tampoco las cultiva a rajatabla. No obstante, donde ellas aparecen no estaría equivocado asociarlas con algún tipo de expresionismo, aun cuando estén ausentes las combinaciones chillonas del color, propias de las escuelas que llevan ese nombre. Se trataría entonces de recursos destinados a generar sensaciones de inestabilidad que las armonías de tonos, algunos muy saturados, se ocupan de compensar. La paradoja nos conecta con la unión de contrarios sobre la cual el artista asienta y produce una idea de la belleza, que brota de la imposibilidad teórica de la asociación de opuestos y de la posibilidad práctica, asombrosamente realizada, de su existencia visual. De modo equivalente al de Quinquela, Cúnsolo ha producido una nueva sinestesia, claro que en los antípodas de Benito. Pues éste representa, mediante las libertades y arbitrariedades de la pincelada portadora del color, el ruido y las voces del trabajo humano. Cúnsolo, en cambio, evoca el silencio y la suspensión del movimiento que, por supuesto, se hacen evidentes en las naturalezas muertas (ya nos referimos a la “vida en silencio”, still life, denominación inglesa del género pictórico) y también dominan la escena de la multitud de mujeres en el Suburbio boquense. Allí, las figuras han detenido su marcha y sus conversaciones para devolvernos la contemplación.

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La iglesia de La Boca (detalle), 1930, óleo sobre madera, 78 x 69 cm. Colección Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología

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Suburbio boquense, 1928, óleo sobre madera, 15 x 21 cm. Colección C. Semino

Calle de La Boca, 1930, óleo sobre harboard, 70 x 80,5 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes

Composición con rabanitos y paño blanco, 1929, óleo sobre cartón, 59 x 69 cm. Colección C. Semino 60

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Vuelta de Rocha, 1931, óleo sobre cartón, de 68 x 98 cm. Colección particular

Vuelta de Rocha, 1928, óleo sobre cartón, 80 x 70 cm. Colección particular

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Niebla en la isla Maciel, 1931, óleo sobre cartón, 50 x 60 cm. Colección particular

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JOSÉ DESIDERIO ROSSO (1898 - 1958)

En primera instancia, sus trabajos parecen armados sobre la base de las reminiscencias y transfiguraciones del magisterio de Lazzari: los planos de colores luminosos y plenos en los muros de madera, las pinceladas seguras y amplias que desparraman los tonos sobre las superficies, la elección de fragmentos pintorescos en el continuum del paisaje suburbano, los reflejos en el agua que, más que la habitual del río, es el agua de las inundaciones (un tema recurrente de Rosso). No se extingue, por lo tanto, el legado de los macchiaioli aunque, de pronto, asoman un dibujo y una composición más cercanos a la escenografía que a la pintura autónoma del paisaje. De manera que cualquier atisbo de realismo se transmuta en ejercicio de ficción. ¿Cómo podría asombrarnos que el teatro, la representación de sus espectáculos de música y drama, las siluetas del público atento, se hayan convertido en un topos de este maestro? Lo extraordinario es que, en este horizonte de lo festivo y lo ritual, la técnica pictórica da un giro notable. Sobre un color de base en muros, pisos y objetos, toques de otro tono en forma de pequeños arabescos se desparraman como un patrón decorativo y producen una vibración de texturas que emparentan el estilo de Rosso con la factura, la ambientación, la luminosidad y el mensaje estético del uruguayo Pedro Figari. En ambos casos, un mundo de sensaciones lejanas y compartidas, quizás en trance de desaparición, ha sido traído al presente perpetuo de la experiencia artística.

Calle Caminito (detalle), c.1946, óleo sobre tela de arpillera, 94 x 108 cm. Colección C. Semino 64

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Inundación en La Boca, c.1940, óleo sobre cartón, 45 x 59 cm. Colección C. Semino

Calle de La Boca (calle Garibaldi), c.1950, óleo sobre cartón, 39 x 45,5 cm. Colección C. Semino

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Casas boquenses, c.1950, óleo sobre cartón, 34 x 42 cm. Colección C. Semino

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Orquesta típica con solista, c. 1950, óleo sobre cartón, 34 x 46 cm. Colección C. Semino

El inquilinato, c.1950, óleo sobre cartón, 33 x 43 cm. Colección C. Semino

Paisaje costanero (Quilmes), 1954, óleo sobre cartón, 33,5 x 40 cm. Colección C. Semino 68

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MIGUEL DIOMEDE (1902 - 1974)

En principio, las imágenes aparecen merced a la yuxtaposición sutil de las manchas de colores, que ora cambian gradualmente según los principios de la analogía cromática, ora lo hacen de modo abrupto (pero no violento, debido al hecho de que la aplicación de la materia conserva el sentido de la pincelada y su extensión) cuando pasan de un tono a su complementario (del rojo al verde, del amarillo al violeta, del naranja al azul), de un elemento al otro de las tríades armónicas (rojo-amarillo-azul, violeta-verde-naranja). Este método se aplica a los cuadros de flores y frutas, sobre todo, pero también a los retratos, no sólo para realizar fondos repletos de luz y movimiento óptico sobre los que se destaca el personaje del caso, sino para representar los rasgos de las caras y las consistencias cambiantes de la piel o directamente de la carne humana intuida por debajo de la capa pictórica. Los paisajes pueden exhibir el mismo procedimiento si bien, en ese género, suele ocurrir que los efectos de volumen, obtenidos a partir de la precisión del dibujo y el claroscuro, ganen la partida. Lo cual ha de llevarnos de regreso a la consideración de los retratos, donde descubrimos, tras notarlo en las vistas de la ciudad, el papel de la línea en la determinación de las estructuras, no de edificios ahora, sino de cuerpos y caras. Diomede solía recordar, en tal sentido, la influencia decisiva de su maestro, Emilio Centurión. Pero, claro está, nuestra percepción bascula sin pausa entre el dibujo, manifiesto y oculto, y la extensión y el tejido peculiar de los colores, hecho de las secuencias de manchas que ya mencionamos. Si sumamos a tales texturas las proporciones alargadas de los rostros, captamos que diseño y color convergen en la producción (tal vez la búsqueda consciente) de un aura de nostalgia, desprendida de una humanidad retratada según el modo de la evanescencia. Diomede y Daneri son los pilares sobre los que se tiende el arco del horizonte emocional de la escuela boquense.

Autorretrato, c.1965, óleo sobre cartón, 41 x 29 cm. Colección C. Semino 70

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Duraznos, s/f, óleo sobre cartón, 33 x 38,5 cm. Colección particular

Figura con velo, 1944, óleo sobre tela pegada a hardboard, 67 x 51 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Desnudo, s/f, óleo sobre hardboard, 40 x 43 cm. Colección particular

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Flores blancas, 1956, óleo sobre tela pegada sobre cartón, 46 x 40 cm. Colección particular

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Paisaje del Riachuelo, 1969, óleo sobre cartón, 26,5 x 39 cm. Colección Neuman

Paisaje urbano, c.1950, óleo sobre cartón, 28 x 26 cm. Colección particular

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JOSÉ LUIS MENGHI (1902 - 1985)

Mientras Quinquela convirtió en motivo estético la energía humana que albergaba el puerto de La Boca, Lacámera y Cúnsolo exploraron la armonía e intensidad de lo recóndito o secreto encerrado en los interiores y desprendido de los exteriores en ese barrio luminoso de la ciudad, Victorica y Tiglio descorrieron el velo de sus bellezas inestables y contradictorias, Daneri y Diomede mostraron sus aspectos más tristes sin llegar a la desesperación ni la angustia, y Rosso descubrió los vaivenes de sus tiempos perdidos, fue Menghi el pintor quien mejor transmitió la posibilidad de que la existencia cotidiana de aquel sitio fuese campo de goce para la sensibilidad y una forma de ejercicio para la alegría vital. Los propósitos de Matisse reverberan en el estilo, la ejecución y el espíritu de la obra de Menghi, cuyos temas son siempre escenas de interior en las que puede abrirse una ventana hacia la ciudad, hacia las líneas de sus horizontes, los jardines, los perfiles de los edificios. Es muy raro que se vea la figura de algún personaje, pues lo que verdaderamente importa es la trama de las relaciones plásticas y simbólicas entre los objetos naturales y los fabricados por los seres humanos. El objetivo parece ser que descubramos el contrapunto de los esplendores y las bellezas de ambos mundos: flores, frutos, un pez vivo dentro de una pecera, un pescado en un plato, mezclados sobre la mesa con jarras de cerámica y vasos de cristal, lámparas, pipas, un reloj de péndulo, instrumentos musicales. Los últimos son la puerta de ingreso al campo del arte donde se sublima toda la realidad empírica. Pues hay cuadros colgados de las paredes, o bien una pintura domina el conjunto desde un atril, o bien una imagen de Cristo crucificado se desenrolla con dificultad por delante de la ventana. Es probable que Menghi buscase representar con humildad una apoteosis de la pintura.

Pecera, 1969, óleo sobre hardboard, 135 x 100 cm. Colección Museo Sívori 78

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Interior, 1949, óleo sobre hardboard, 69 x 54 cm. Colección C. Semino

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Interior de estudio ll, c.1971, óleo sobre hardboard, 110 x 74 cm. Colección C. Semino

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Composición con paño figura de Cristo, c.1952, óleo sobre cartón, 85 x 67 cm. Colección C. Semino El reloj, c.1960, óleo sobre papel Braile, 57 x 32 cm. Colección C. Semino 82

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Interior de estudio lll, c.1971, óleo sobre hardboard, 100 x 74 cm. Colección C. Semino

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Vaso con flores, c.1950, óleo sobre hardboard, 67 x 50 cm. Colección C. Semino

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JERÓNIMO MARCOS TIGLIO (1903 - 1976)

Los críticos e historiadores del arte lo consideran el último maestro de la escuela. En verdad sucede que re-encontramos en el corpus de sus obras ecos de las barcas de Cúnsolo, de los retratos de Daneri, de los interiores con vedute de balcones o escaleras cultivados por Lacámera. Pero, más que nada, sus naturalezas muertas continúan de manera sistemática las pintadas por Victorica, aunque Tiglio subraya con fuerza el dibujo de los contornos de las cosas, como si fuese necesario encapsular los colores para impedir que la intensidad de las luces y los reflejos diluyan la presentación de lo real percibido. La cercanía con Victorica también podría explicar que nuestro artista haya retratado a su propia Madre anciana, si bien lo hizo de una manera diametralmente opuesta al concentrar de nuevo en el dibujo o en la forma cerrada la apariencia de la mujer. Tiglio evita las imprecisiones de los rasgos y exhibe el ademán con la nitidez de una escultura. La anciana sostiene una rosa silvestre con su mano izquierda, detalle que, por retrotraernos a las figuraciones de la pintura flamenca, acentúa el arcaísmo de la imagen y le otorga el aspecto de un ícono. El final de nuestro itinerario nos coloca en el punto de partida más lejano del arte moderno.

Mi madre, c.1931, óleo sobre tabla, 63 x 51 cm. Colección C. Semino 86

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Barcas, 1929, óleo sobre cartón, 37,5 x 41,5 cm. Colección C. Semino

Cabeza de muchacho, 1940, óleo sobre cartón, 51 x 44 cm. Colección C. Semino

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Flores, 1949, óleo sobre cartón, 56 x 46 cm. Colección particular Plenitud, 1946, óleo sobre cartón, 82 x 63 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Composición, 1942, óleo sobre tabla, 68 x 88 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Pimientos y ajos, 1962, óleo sobre cartón, 39 x 30 cm. Colección particular

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CONCLUSIONES BREVES E INTEMPESTIVAS

Esta exposición permite a los espectadores acoger, de manera renovada y crítica, la idea de una escuela de La Boca que desarrolló una aventura artística alternativa respecto del main stream de las vanguardias del siglo XX. Más que para refrendar tal perspectiva, legítima y fecunda, escribí los pequeños textos incluidos entre los paneles de la muestra con el propósito de presentar un análisis de la posible experiencia visual del observador frente a cada corpus y ligarlo, luego, a la manifestación de un significado estético e histórico. Dos cuestiones se me presentaron a lo largo del trabajo: 1. En el arte de La Boca, se dirimió una vez más la vexata quaestio del combate entre el dibujo y el color como medios privilegiados de construcción de las imágenes y fundamentos de sus vínculos con la realidad perceptiva. Los pintores boquenses habrían optado por la supremacía del color y convertido el dibujo en un asunto problemático, que aprovecharon para instalar las tensiones que las obras de arte exigen cuando se pretende insuflar vida intensa en sus formas. 2. La teoría estética suele establecer correspondencias entre el color y las emociones, entre el dibujo y el intelecto que diseca, resume y descubre la arquitectura íntima de las cosas y de los fenómenos visuales. Las asociaciones son útiles, pero tantos son los casos excepcionales que, a menudo, la crítica y la historiografía promueven el abandono del apareamiento de las categorías. Por cuanto la línea puede ser también vehículo de lo emocional (la historia del grabado, desde Durero hasta Goya y los expresionistas alemanes, aporta pruebas contundentes de tal deriva), en tanto que el color ha sido campo de ejercicio de un pensamiento cuantitativo, sin dejar de lado las cargas ni seducciones de la sensibilidad, desde los ejercicios de la pintura veneciana a comienzos del siglo XVI hasta las indagaciones sobre la división óptica de los tonos que protagonizaron Delacroix y los impresionistas. Los artistas de La Boca se plantearon, quizá sin proponérselo de manera explícita, el problema de las vertientes emocionales e intelectuales de la actividad estética, simplemente porque el tema de las relaciones entre color y dibujo fue un asunto crucial para ellos. Lo quisieron resolver mediante la práctica minuciosa de colocar pigmentos con el pincel, extenderlos, combinarlos, yuxtaponerlos sobre los soportes de la tela, la madera o el cartón, y de dibujar con la carbonilla sobre las imprimaciones o bien con el mismo pincel sobre las veladuras, atentos al mejor modo de hacer aparecer las formas (he ahí lo profundamente intelectual de su trabajo) y a la manera más directa de registrar, mediante la mano y el ojo, el desenvolvimiento a menudo aluvial de las emociones.

José Emilio Burucúa

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LA ESCUELA DE ARTE DE LA BOCA. SUS MAESTROS

MUSEO DE ARTE TIGRE

LISTADO DE OBRAS EXPUESTAS

ALFREDO LAZZARI (Lucca, Italia,1871 - Buenos Aires, 1949) Riachuelo, 1939, óleo sobre tela, 100 x 130 cm. Colección Museo de Arte Tigre Olavarría e Irala, 1940, óleo sobre tela, 60 x 80 cm. Colección Museo Benito Quinquela Martín Patio de una calle de La Boca, 1935, óleo sobre cartón, 50 x 35 cm. Colección Museo Sívori La casa roja o casa de La Boca (calle Palos), 1940, óleo sobre tela, 100 x 130 cm. Colección Flia. Lazzari Escenas portuarias 1, c.1935, óleo sobre cartón, 17,5 x 11,5 cm. Colección C. Semino Escenas portuarias 2, c.1935, óleo sobre cartón, 17,5 x 11,5 cm. Colección C. Semino Rincón del Riachuelo, s/f, óleo sobre tela, 20 x 25 cm. Colección C. Semino Barcas en el Riachuelo, c.1910, tintas de color sobre tela, 10 x 18 cm. Colección particular Parque Lezama, c.1917, óleo sobre cartón, 11 x 16 cm. Colección C. Semino EUGENIO DANERI (Buenos Aires, 1881 - 1970) Bodegón, 1958, óleo sobre cartón entelado, 60 x 50 cm. Colección Museo de Arte Tigre Cocina casera, 1956, óleo sobre tela, 130 x 100 cm. Colección Museo Benito Quinquela Martín Mansión cichero, c.1950, óleo sobre madera, 28 x 30 cm. Colección C. Semino Rosas rojas, 1956, óleo sobre cartón, 40 x 32 cm. Colección C. Semino Ribera del Riachuelo, 1963, óleo sobre madera, 84 x 68 cm. Colección Neuman Lanchones amarrados en el Riachuelo, c.1946, óleo sobre tabla, 38 x 44 cm. Colección C. Semino Magnolias, 1968, óleo sobre cartón, 42,5 x 35,5 cm. Colección particular Naturaleza muerta, 1950, óleo sobre cartón, 34 x 47 cm. Colección C. Semino MIGUEL CARLOS VICTORICA (Buenos Aires, 1884 - 1955) Viejo leyendo, 1927, óleo sobre tela, 107 x 103 cm. Colección Museo de Arte Tigre Naturaleza muerta, 1934, óleo sobre cartón, 60 x 90 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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Cocina bohemia, 1941, óleo sobre tela, 150 x 118 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes Viejo marino con pipa, 1933, óleo sobre cartón, 44 x 33 cm. Colección C. Semino Desnudo de mujer joven reclinada con ramo de rosas, c.1950, óleo sobre tela, 52 x 82 cm. Colección Neuman Composición con libro y portarretrato, c.1945, óleo sobre tela, 58 x 68 cm. Colección C. Semino Naturaleza muerta, 1946, óleo sobre tela, 62 x 99 cm. Museo Nacional de Bellas Artes (Col. Scheimberg) FORTUNATO LACÁMERA (La Boca, 1887 - 1951) La jarra y las frutas, s/f, óleo sobre cartón, 35 x 49 cm. Colección Museo de Arte Tigre Interior, 1930, óleo sobre cartón, 72 x 76 cm. Colección C. Semino Esquina de Pedro de Mendoza y Palos, 1928, óleo sobre cartón, 60 x 50 cm. Colección C. Semino Interior, 1930, óleo sobre cartón, 75 x 70 cm. Colección C. Semino S/t, s/f, óleo sobre cartón, 18 x 30 cm. Colección particular Malvones, s/f, óleo sobre cartón, 28,5 x 22,5 cm. Colección particular Marina,1946, óleo sobre cartón, 59 x 47 cm. Colección particular Composición con frutas, c1940, óleo sobre cartón, 39,5 x 49,5 cm. Colección C. Semino BENITO QUINQUELA MARTÍN (Buenos Aires, 1890 - 1977) Veleros iluminados, 1950, óleo sobre tela, 162 x 142 cm. Colección Museo de Arte Tigre Puerto, s/f, óleo sobre cartón, 50 x 60 cm. Colección Museo de Arte Tigre Día gris, 1950, óleo sobre tela, 90 x 100 cm. Colección Museo de Arte Tigre Día de trabajo, c.1918, óleo sobre cartón, 36 x 47 cm. Colección C. Semino Barcazas, 1918, óleo sobre cartón, 36 x 47 cm. Colección C. Semino Mañana de trabajo en La Boca, c.1925, óleo sobre tela, 36 x 47 cm. Colección C. Semino Descarga en el puerto, 1928, óleo sobre tela, 78 x 87 cm. Colección C. Semino S/t, 1956, 21,5 x 33,5 cm. Colección particular

VÍCTOR CÚNSOLO (Siracusa, Italia, 1898 - Lanus, Buenos Aires, 1937) Calle de La Boca, 1930, óleo sobre harboard, 70 x 80,5 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes La iglesia de La Boca, 1930, óleo sobre madera, 78 x 69 cm. Colección Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología Suburbio boquense, 1928, óleo sobre madera, 15 x 21 cm. Colección C. Semino Composición con rabanitos y paño blanco, 1929, óleo sobre cartón, 59 x 69 cm. Colección C. Semino Niebla en la isla Maciel, 1931, óleo sobre cartón, 50 x 60 cm. Colección particular Vuelta de Rocha, 1931, óleo sobre cartón, 68 x 98 cm. Colección particular Vuelta de Rocha, 1928, óleo sobre cartón, 80 x 70 cm. Colección particular JOSÉ DESIDERIO ROSSO (Buenos Aires 1898 - 1958) Inundación en La Boca, c.1940, óleo sobre cartón, 45 x 59 cm. Colección C. Semino Calle Caminito, c.1946, óleo sobre tela de arpillera, 94 x 108 cm. Colección C. Semino Calle de La Boca (calle Garibaldi), c.1950, óleo sobre cartón, 39 x 45,5 cm. Colección C. Semino Casas boquenses, c.1950, óleo sobre cartón, 34 x 42 cm. Colección C. Semino El inquilinato, c.1950, óleo sobre cartón, 33 x 43 cm. Colección C. Semino Orquesta típica con solista, c.1950, óleo sobre cartón, 34 x 46 cm. Colección C. Semino Paisaje costanero (Quilmes), 1954, óleo sobre cartón, 33,5 x 40 cm. Colección C. Semino MIGUEL DIOMEDE (Buenos Aires, 1902 - 1974) Figura con velo, 1944, óleo sobre tela pegada a hardboard, 67 x 51 cm. Colección Museo de Arte Tigre Flores blancas, 1956, óleo sobre tela pegada sobre cartón, 46 x 40 cm. Colección particular Autorretrato, c.1965, óleo sobre cartón, 41 x 29 cm. Colección C. Semino Paisaje del Riachuelo, 1969, óleo sobre cartón, 26,5 x 39 cm. Colección Neuman Paisaje urbano, c.1950, óleo sobre cartón, 28 x 26 cm. Colección particular

Duraznos, s/f, óleo sobre cartón, 33 x 38,5 cm. Colección particular Desnudo, s/f, óleo sobre hardboard, 40 x 43 cm. Colección particular JOSÉ LUIS MENGHI (La Boca, 1904 - Avellaneda, 1985) Pecera, 1969, óleo sobre hardboard, 135 x 100 cm. Colección Museo Sívori Vaso con flores, c.1950, óleo sobre hardboard, 67 x 50 cm. Colección C. Semino Composición con paño figura de Cristo, c.1952, óleo sobre cartón, 85 x 67 cm. Colección C. Semino El reloj, c.1960, óleo sobre papel Braile, 57 x 32 cm. Colección C. Semino Interior, 1949, óleo sobre hardboard, 69 x 54 cm. Colección C. Semino Interior de estudio ll, c.1971, óleo sobre hardboard, 110 x 74 cm. Colección C. Semino Interior de estudio lll , c. 1971, óleo sobre hardboard, 100 x 74 cm. Colección C. Semino JERÓNIMO MARCOS TIGLIO (Buenos Aires, 1903 - 1976) Composición, 1942, óleo sobre tabla, 68 x 88 cm. Colección Museo de Arte Tigre Cabeza de muchacho, 1940, óleo sobre cartón, 51 x 44 cm. Colección C. Semino Barcas, 1929, óleo sobre cartón, 37,5 x 41,5 cm. Colección C. Semino Mi madre, c.1931, óleo sobre tabla, 63 x 51 cm. Colección C. Semino Pimientos y ajos, 1962, óleo sobre cartón, 39 x 30 cm. Colección particular Flores, 1949, óleo sobre cartón, 56 x 46 cm. Colección particular Plenitud, 1946, óleo sobre cartón, 82 x 63 cm. Colección Museo de Arte Tigre

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MUSEO DE ARTE TIGRE

DIRECCIÓN GENERAL Y ARTÍSTICA Arbolave, Graciela DIRECTORA COORDINADORA Siniego, Marcela

INVESTIGACIÓN Moreno, María Julia Tejeiro, Verónica PATRIMONIO, CONSERVACIÓN Y RESTAURACIÓN Mandri, Abril Bettaglio Rolero, María Paz DISEÑO GRÁFICO Edward, Nicole PRODUCCIÓN Laski, Luciana MONTAJE Nóbrega, Sebastían PRENSA Sosa, Julieta CORRECCIÓN DE ESTILO Speroni, Liliana Marta BIBLIOTECA Díaz, Isabel Alejandra Sábato, Marina EDUCACIÓN Barbieri Debattisti, María Clara

ADMINISTRACIÓN Gonzalez, Jennifer Daiana Hernández, Lucia Emiliana Mout, Florencia Rodríguez, Federico Gabriel ÁREA OPERATIVA Hegoburu Perichault, Gonzalo Gerometta, Javier Noce, Libertad Prenollio, Mariana Sol Mandri, Piren Cañete, Sofía Di Marzio, Rocío Fernández, Noelia Garrón, Abigaíl Oriana Ritacco, Micaela Tonarini, Piero Venencio, Paula Villegas, Lucila Zingoni, Lautaro ÁREA TÉCNICA Mainetti, Alejandra Edith Morales, Walter Ugalde, Leandro Ignacio

Bárbaro, Constanza De La Fuente, Milagros Lavista Llanos, Florencia Montiel, Héctor Gabriel Ponce, María Celeste Ricagno, Florencia Sagastume, Josefina

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ALFREDO LAZZARI EUGENIO DANERI MIGUEL CARLOS VICTORICA FORTUNATO LACÁMERA BENITO QUINQUELA MARTÍN VÍCTOR CÚNSOLO JOSÉ DESIDERIO ROSSO MIGUEL DIOMEDE JOSÉ LUIS MENGHI JERÓNIMO MARCOS TIGLIO


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