MUSEO DE LA EDUCACIÓN GABRIELA MISTRAL
EL ENFOQUE DE NIÑOS Y NIÑAS EN TORNO AL PATRIMONIO: Una perspectiva inesperada Irene De la jara Morales
MARCO REFERENCIAL LA INFANCIA Conocer las representaciones e imaginarios que niños y niñas de primera infancia tienen en torno a su escuela, a su barrio, a sus objetos queridos y sagrados, se convierte en una oportunidad para dar nuevas lecturas al patrimonio y para complejizar los relatos del museo.
La memoria es la que nos conecta con el ayer dando sentido y significado al presente, nos entrega un sentido íntimo y continuo de nuestra existencia, de nuestra biografía y, en consecuencia, de nuestra historia. De aquí entonces que nos entristezca reconocer que parte de ella nos abandona, pues los recuerdos y los olvidos nos sostienen y nos dan también el sentido gregario que nos vincula geográfica, temporal y emocionalmente a otros, entregándonos la seguridad de pertenecer y de identificarnos. “Poder recordar y rememorar algo del propio pasado es lo que sostiene la identidad” (Jelin, 2002, p. 24). Quien pierde su memoria, pierde un espacio de su vida: momentos, olores, dolores, sonidos, lugares y personas que han contribuido a construir su ser. Los trabajos de la memoria, por lo general, se realizan con segmentos de jóvenes o de adultos: grupos de familiares de detenidos desaparecidos, grupos docentes, grupos de temporeras, mujeres bordadoras, etc., en el claro entendido de que esas memorias, indudablemente, van a favorecer el relato histórico de una determinada comunidad, pues, como bien señala Halbwachs (1968), la memoria de los otros se va relacionando con la nuestra, contribuyendo a completar aquellas zonas indecisas de nuestros recuerdos. Cabe preguntarse ¿por qué las memorias de los niños y niñas de primera infancia no forman parte de este archivo? La premisa de este estudio es que la infancia es una categoría social a la que se le ha obstaculizado la posibilidad de mirar-se y de relatar-se, de observar su memoria con sentido de identidad, pues opera sobre ella una hegemonía que la silencia. La primera infancia -niños y niñas de hasta seis años-, queda muchas veces al margen de los relatos porque existe una subestimación del razonamiento infantil que la ubica en un 1
lugar de minusvalía, situación que opera negativamente hacia la infancia y hacia la adultez. Para los niños y niñas se traduce en exclusión del mundo cultural (falta de presencia en los museos, falta de participación ciudadana, falta de voz y voto), y para el mundo adulto significa la imposibilidad de acercarse a otros puntos de vista. Esta subestimación obedece, como una primera causa, al hecho de creer que al no tener adquirida la palabra en su forma escrita o hablada, los niños y niñas no tienen nada que decir; esto encierra al menos dos errores: el primero es que la falta de palabras es un suceso que puede ocurrirle a cualquier persona independientemente de su edad, pues “no nos alcanza el lenguaje para decir lo que necesitamos decir, nos falta el lenguaje, y, en ese sentido, somos infans, infantes de la vida” (Grau, 2011, p. 46). El segundo error es que la palabra hablada o escrita no es la única forma de comunicación, existen otros canales, como el dibujo por ejemplo, que en sí mismo constituye una forma de gramática plástica (Stern, 1965). Una segunda causa de esta subestimación se encuentra en el hecho de entender la infancia únicamente como depositaria de cultura. Creer que la cultura debe ser “vertida” sobre los/as niños/as sin reconocer ni valorar sus imaginarios, es perpetuar la verticalidad de la educación y es observar la misma cultura como algo separable de las personas, como algo que debe ser asumido y no construido. El aprendizaje, si bien es cierto, sintetiza fenómenos cognitivos y emocionales, éstos operan -incluida la categoría infancia- en el campo del simbolismo cultural (Casassus, 2003). Luego ¿cómo se entiende el traspaso, significación y valoración del patrimonio, si los niños y niñas no pueden acceder a esos procesos? Se hace imperioso, entonces, generar instancias que permitan tempranamente, recibir el alfabeto y los códigos con los que democráticamente todos y todas puedan “leer” su entorno y observarlo inclusivamente como fuente de memoria y sabiduría. Infancia: recuerdos y olvidos Si bien, lo que recordamos y lo que vamos viviendo constituyen nuestra historicidad, no es menos cierto que a lo largo de nuestra vida, esos recuerdos se modifican e incluso, se desechan, dando paso al olvido. El olvido, entonces, no sólo ocurre, sino que fisiológica y psicológicamente es necesario para sobrevivir (Navarro, 2012). Es una parte necesaria de la memoria para hacer operativa la actividad de la vida cotidiana, pues de otra forma el cerebro no podría tomar decisiones eficientes frente a situaciones habituales como levantarse, bañarse o comer; mucho menos podría hacerlo frente a situaciones más complejas, dado que seleccionar la acción correcta le tomaría mucho tiempo. Sin embargo, no es menos cierto que “lo que se decide recordar” en un determinado espacio cultural o comunidad, muchas veces está resuelto por grupos de poder, lo que implica ciertamente decidir también sobre “lo que se debe olvidar”. Desde esta perspectiva se hace fácil entender que muchas veces, en los trabajos de rescate de la memoria, las voces de la infancia resulten ausentes y, ya sea porque son pequeños/as o porque son subestimados/as (que en el fondo de la discusión es lo mismo), la evocación de las huellas de su vida no constituye una opción epistemológica ni política (salvo que sea con fines utilitarios), estableciéndose una supresión de lo que para niños y niñas resulta importante recordar, pues existe una “reticencia e incluso el rechazo a 2
considerar a la niñez como actor social, como ciudadano, como sujeto de derechos políticos, económicos y sociales” (Cussiánovich, 2010, p. 24). En estos casos no sólo se ha definido qué olvidar o qué recordar, sino también quiénes lo hacen. Esto habla, como señala Bustelo (2007), de un tipo de infancia observada desde la minusvalía, donde al niño o niña se le reconoce como un adulto en estado de reducción. Es necesario puntualizar que no sólo es importante levantar un registro acerca de lo que para este segmento etario es significativo; cabe hacer esta precisión, pues muchas veces los museos se sienten inclinados, por la naturaleza de su hacer, a generar levantamientos y registros de una determinada información sin reflexionar en torno a una segunda y fundamental parte: qué hacer con ella. El conocimiento de esa memoria y su correspondiente documentación en archivos u otros soportes, aun cuando ese proceso es pertinente y necesario, no garantiza perdurabilidad; ello ocurre realmente en la medida en que las memorias “son activadas por el sujeto, en que son motorizadas en acciones orientadas a dar sentido al pasado, interpretándolo y trayéndolo al escenario del drama presente, esas evocaciones cobran centralidad en el proceso de interacción social” (Jelin, 2002, p. 23)
El niño y la niña como personas excluidas Los imaginarios resistentes, los sistemas de creencias, las falsas representaciones y convicciones adultas tienen como primera consecuencia un sesgo a la hora de determinar la selección de los contenidos y su correspondiente método de apropiación en el aula (o fuera de ella). Esta premisa, llevada al ámbito del rescate del patrimonio y de la memoria, puede observarse en el tratamiento que reciben las tradiciones y expresiones culturales: niños y niñas deben conocer su pasado cultural, valorarlo y preservarlo, sin que en ese proceso sean consideradas sus opiniones o sus cosmovisiones, operando una hegemonía que convierte a la infancia en una categoría pasiva que recibe la herencia sin cuestionarla, sin vivenciarla y sin enriquecerla. La escuela y el museo, muchas veces, contribuyen a dar perpetuidad a una historia oficial y a una versión de los relatos históricos; en esta instancia el educador emerge como relator indiscutible (Freire, 1978), desvinculando la materia de su relato de todo contexto emocional, político o cultural que pudiera otorgarle sentido y significado humano. Una segunda consecuencia, derivada de las creencias y convicciones adultas, es la exclusión. Así como se excluyen determinados temas con niños y niñas, se niegan también determinados espacios, como los museos por ejemplo, censurando de antemano la posibilidad de construir aprendizaje(s) diferente(s), mediante didácticas, escenarios y estímulos distintos, por el sólo hecho de creer que personas de corta edad no tienen razonamiento suficiente para alcanzar los niveles atencionales y de comprensión suficientes en este tipo de espacios. El museo, como espacio “sagrado” de la cultura, es enseñado como lugar de silencio, de verdad irrefutable, por eso es que en lugar de vivirlo, muchas veces niños y niñas realizan una “copia” de lo que está escrito para cumplir con una tarea escolar. Esos largos recorridos carentes de sentido y significado vital, van dibujando en el imaginario 3
de la infancia un concepto de cultura como “algo” fuera de las personas, como “cosa” inmaculada, inmanente y venerable. Sin embargo, como indica González (2009), el museo y su patrimonio deben ser entendidos y enfrentados con otras expectativas. Señala: “el abordaje de la temática patrimonial ofrece la posibilidad de pensar y problematizar algunos de los nudos más importantes en relación con cuestiones sociales contemporáneas que se plantean a nivel mundial (lo global/local, la diversidad cultural, la marginación y la exclusión, la nueva ciudadanía, etc.). Al mismo tiempo ofrece un campo fértil para el contacto y sensibilización de los alumnos con las problemáticas comunitarias vinculadas a la identidad y a la recuperación de la memoria local” (p. 82). Pensar el museo o cualquier otra institución cultural desde la mirada adultocéntrica, es pensar desde la exclusión, lo que irremediablemente obturará los procesos de comprensión. En el caso de la infancia, Chagas (2006) nos señala: “leer y narrar el misterio del mundo a través de un mundo de cosas es un desafío que se impone incluso antes del aprendizaje de las primeras letras y números. Comprender y saber operar en el espacio (tridimensional) con el poder de mediación de que las cosas están poseídas es la base de la imaginación museal” (p. 29). En su condición de sujeto histórico, el ser humano es un ser consciente de sus propios cambios y consciente del dinamismo de su entorno. Esta conciencia de cambio, el niño y la niña la va adquiriendo progresivamente a lo largo de su vida. Sin embargo, en la concepción de infancia, como ya se ha planteado, muchas veces subyacen ideas que la configuran como especie inacabada: inmadura, potencialmente productiva, en etapa de transición, en desarrollo, etc. A partir de esta imagen “inacabada” y “prelingüística” de niño/a se van edificando, en consecuencia, determinadas metodologías -en espacios formales y no formales de educación- que aun cuando están teñidas de buenas intenciones, en la práctica continúan siendo verticales y negadoras. La adultez como categoría de poder Más veces de las esperables, se justifica la falta de niños y niñas en escenarios culturales, argumentando que “es difícil trabajar con niños tan chicos”; “no hay personal especializado”; “los contenidos son muy complejos para los más chiquititos”; “hay palabras que los niños no van a entender”; entre otras. Estas ideas, que obedecen a un desconocimiento del desarrollo y educación infantil y a una percepción menoscabada de la infancia, son el pilar de la resistencia en el tratamiento de ciertos temas y contenidos, como pueden llegar a ser los derechos humanos, la esclavitud, la muerte, la inmigración, la filosofía, la memoria, etc. Cussiánovich (2010) concluye: “En realidad, la historia recoge más bien las formas dominantes que la sociedad se ha dado sobre infancia, desde quienes en dichas sociedades representan el poder político, económico y social, incluso religioso. Asimismo, resulta casi 4
inexistente -cuanto más atrás en la historia se quiere ir- el registro de testimonios directos sobre lo que los propios niños pensaban de lo que sobre ellos se decía y decidía” (p. 11). Todo lo que conocemos de la infancia y todos los discursos construidos en torno a ella (protección, equidad, buen trato, derechos, etc.), edifican un tipo de representación social que expone una imagen uniforme, homogénea de niño o niña. Sin embargo, cuando sus opiniones o sus modos de actuar, frente a determinadas situaciones, son disonantes con la inflexible imagen conceptual que hemos construido acerca de ella, esos discursos adultos no alcanzan para entenderla ni para abrazarla desde un nuevo lugar. Esto obstruye ciertamente una relación fluida y transversal: de persona a persona. Escuchar y validar los discursos de la niñez requiere concebirla de otro modo, a la vez que demanda de la categoría adultos pensar-nos como personas de una manera diferente, situar-nos en el lugar de la otredad, dejar-nos contagiar de otras formas de palabras, convencer-nos de que no tenemos todas las respuestas, sorprender-nos con la llegada de nuevas ideas venidas de un lenguaje también nuevo y comprender-nos como seres que nunca dejamos de enseñar y de aprender. El dibujo, el juego, constituyen ese nuevo lenguaje, el de la infancia, por lo tanto, acercarse a esa gramática no sólo promueve la solidaridad y amor que subyace en un acto comunicativo, sino que además es en sí mismo una oportunidad para sumarse a la cadena de la memoria. Infancia y patrimonio Es importante que la lectura crítica y reflexiva de la historia y del territorio (sea éste local o nacional), de los objetos y de los textos, se vivencie desde la temprana edad. Si las Ciencias Sociales se trabajan desde un enfoque tradicional, enumerando o inventariando el entorno, lo que ocurre es que se trivializa y simplifica el ambiente (Goris, 2006). Si, por el contrario, se resignifica la herencia y el conocimiento saliendo del lugar de los estereotipos, abriendo la posibilidad para configurar nuevas definiciones, reconociendo nuevos aspectos del patrimonio sin temor a que entren en juego las subjetividades de niños y niñas y sin temor a la complejidad, entonces las Ciencias Sociales reconocen el valor de la realidad en su dimensión de conjunto y totalidad (Morin, 2011). Para que los niños y niñas, que no poseen el tipo de alfabetización formal de los/as adultos/as, sean capaces de apropiarse de las claves de lectura que permiten leer las metáforas de la ciudad y de su patrimonio, es necesario primero que los/as maestros/as de aula cambien ellos/as mismos/as su mirada paradigmática (más que programática) haciendo de esas claves de lectura parte de su mirada del mundo (Goris, 2006). Es necesario que el maestro o maestra mantenga y cultive la sorpresa, como señala Padró (2011): “Como si cada vez que empezara una clase volviera de un largo viaje. Se distanciara y, al distanciarse y sumergirse en otro lugar, se diera cuenta de que 5
puede ir más allá de lo convencional y lo repetido. Se trata de facilitar cambios en las convenciones, las normas, en las leyes y rutinas ubicándose desde el lugar incómodo y a la vez productivo de la interrogación, lo imprevisto y lo que parece fuera de lugar” (p. 106). La forma que adquiere la infancia en el imaginario adulto, dibuja también una forma de “cultura especial para ella”. Creemos saber que los niños y niñas requieren actividad constante, adscribiendo a la falsa idea de que lo interactivo es, en sí mismo, interesante, constructivo y efectivo. Lo cierto es que a la base de aquello opera de igual modo una vertiente positivista que observa al conocimiento fuera del sujeto (Pastor, 2011). Creemos también que los niños y niñas requieren de poca información, cuando lo correcto sería pensar que casi siempre están ávidos de sabiduría. De hecho, cuando rompen sus juguetes es porque lo que les guía es la necesidad de hacer la diferencia entre esencia y apariencia. “El niño, porque quiere instruirse, por su curiosidad, interroga los objetos; quiere distinguir el interior de las cosas de la multiplicidad de sus apariencias exteriores y conocer las relaciones que les son comunes” (Froebel, 1902, p. 25). Creemos muy equivocadamente que requieren de mucha entretención, mucho efecto visual, etc., cuando lo cierto es que el cerebro humano necesita pausas, necesita observar para poder establecer relaciones y comparaciones con los modelos de realidad. Frente a estas representaciones, vamos construyendo una determinada forma de aproximación a las manifestaciones de la cultura. De tal modo que si un lugar, como puede ser un museo, carece de espacios interactivos, entonces lo evaluamos como no útil ni placentero para un niño o niña. Con frecuencia escuchamos que las exposiciones son abrumadoras, especialmente si el recorrido exige asimilar mucha información, incluso a veces, “ese cansancio nos lo ha producido una exposición pequeña, de corto recorrido y, consecuentemente, con escaso tiempo empleado en su visita” (Rico, 2002, p.13). Entonces esas representaciones las proyectamos también a la infancia, es decir, si un adulto se aburre, se termina por concluir que también un/a niño/a lo hará. Aun cuando un museo presente una exhibición clásica, con objetos en vitrina, ciertas acciones metodológicas, por ejemplo, la observación focalizada (como cuando deseamos tomar una fotografía); la pausa para responder (como cuando conversamos); o el ejercicio del “como que” (como ocurre en el juego), contribuyen a entender la interactividad apelando a un sentido íntimo, informado y reflexivo y no sólo kinestésico o mecánico. El objeto del museo también se enriquece y crece desde la mirada e interpretación nueva que otorgan los niños y niñas. Estas interpretaciones que la infancia realiza en torno al patrimonio, son importantes desde un punto de vista político, pues sabemos que el patrimonio no “viene dado de la naturaleza, sino que los sujetos le atribuyen valores culturales a ciertos bienes” (Maillard, 2012, p. 29). Ahora bien, sólo para precisar: que sea un constructo social no significa, necesariamente, que ese proceso de construcción sea libre y universal, pues aun cuando lo que define al patrimonio es su carácter simbólico representativo de identidad, esos “procesos de legitimación simbólica significan, a la vez, la legitimación 6
de los referentes ideológicos que ‘construyen’ dicho patrimonio a través de una fuente de autoridad” (Maillard, 2012, p. 24). Como esta autoridad no opera sólo a nivel de clase social, sino también a nivel de género y a nivel etario, se hace fundamental e imprescindible democratizar los espacios educativos, fortalecer los capitales simbólicos y problematizar los escenarios de cultura desde la primera infancia, pues las valoraciones y concepciones respecto del patrimonio requieren de la diversidad de voces ciudadanas y no sólo de la de quienes detentan el poder. La participación social de todos y todas es una posibilidad para la infancia de “hablar” su idea y es, por sobre todo, una oportunidad para el adulto de ejercitar la escucha, no sólo en términos fisiológicos, sino también, y especialmente, espirituales y políticos.
CEREBRO, MEMORIA Y EMOCIONES Lo que el cerebro decide recordar se relaciona con procesos emocionales que tienen un impacto en nuestras acciones, en nuestro aprendizaje y en nuestra voluntad. Por lo tanto, la subjetividad, lejos de ser el aspecto negativo en el proceso de aprendizaje, se convierte bajo este enfoque, en un aliado pura y profundamente humano.
Aprender no es una elección, sino una condición humana. Lo que queda entonces, especialmente para quienes se desempeñan en el ámbito de la pedagogía, es hacer de ese proceso una experiencia eficiente, significativa y feliz. Y para que ello ocurra es necesario focalizar la atención en los componentes esenciales. Mora (2008) señala al respecto: “En Biología, la forma en que las cosas funcionan depende de su estructura física. Cualquier función encontrada en un organismo vivo debe depender de alguna estructura ubicada en alguna parte de ese organismo; así, la digestión depende del intestino y la respiración de los pulmones. Por lo tanto, si la función que nos interesa es el aprendizaje, la estructura que la produce es el cerebro” (p. 130). Las experiencias de percibir, interpretar, registrar, almacenar y recuperar información, van conformando en el cerebro la habilidad de construir mapas mentales, cuya finalidad primordial es informarse a sí mismo. Estos mapas, señala Damasio (2010), se construyen en la medida que interactuamos con personas, con máquinas, con objetos y lugares, es decir, desde el exterior hacia el interior. De esta forma, cuando decimos una palabra, por ejemplo: casa, en nuestra mente, se conformará la imagen de una casa. Con toda seguridad, cada individuo pensará en una casa diferente, pero en definitiva todos/as tendremos una imagen relativamente similar. Esto contribuye a que tengamos una idea convergente de la realidad, lo que nos da un sentido de seguridad e incluso de cordura. Al mismo tiempo nos permite ir completando esas zonas indecisas de nuestra memoria, apoyándonos en la memoria de los/as otros/as. De aquí se desprende un principio muy importante: el cerebro es un órgano social. A lo largo de la vida, las huellas de nuestras experiencias van modificando nuestro cerebro morfológica y funcionalmente y en este proceso el contacto social es gravitante, pues “comenzamos a 7
ser configurados a medida que nuestros receptivos cerebros interactúan con nuestro temprano entorno y relaciones interpersonales” (Garrido, 2013, p. 50). Se requiere indispensablemente de los otros seres sociales, de otras personas para generar aprendizaje, pues mediante la socialización se adquieren los patrones culturales y éticos que configuran los aprendizajes y el sentido de nuestra identidad. En este proceso la imitación juega un rol fundamental. Vigotsky (2009) enfatiza que un rasgo distintivo de la psicología humana es que se internalizan las actividades socialmente arraigadas e históricamente desarrolladas. Cabe precisar que esos mapas mentales también se elaboran o reelaboran cuando ejercitamos el recuerdo, cuando vamos al interior de los bancos de memoria del cerebro, incluso cuando dormimos los mapas se siguen construyendo, lo que quiere decir que es un camino que nunca se detiene. Un segundo principio nos dice que el cerebro es un órgano que tiene un rol central en las funciones adaptativas, lo que significa que aunque tiene zonas con funciones muy específicas, como el hipocampo en la memoria y la amígdala en las emociones, funciona como un todo actuando a muchos niveles: emociones, pensamientos, fisiología (Salas, 2003). Nuestros recuerdos dependen de los conocimientos acumulados con respecto a un determinado objeto, pero fundamentalmente de la valoración emocional que hagamos de él. Los objetos familiares y previsibles son los que proporcionan sensaciones de seguridad en la medida que son reconocidos en los recuerdos o imágenes internas. El mundo objetual, el mundo creado, es también un mundo re-significado. Los seres humanos no sólo nos conformamos con construir nuestra cultura, sino que además la significamos permanentemente. Éste es el tercer principio del cerebro: la búsqueda innata de significado. La consolidación del significado requiere de ciertos elementos psicológicos y culturales, como la consideración de las experiencias previas, la organización lógica de los materiales y la actitud personal en el proceso de un aprendizaje significativo (Ausubel, 1995). Hoy la neurociencia apunta hacia un factor adicional: la necesidad de una pausa o un cambio de actividad para significar lo aprendido. El significado se genera internamente, lo que quiere decir que mientras estamos aprendiendo o estamos siendo provocados por un estímulo externo (como podría ser el aprendizaje de una regla gramatical), no podemos transformar al instante ese estímulo en algo con significado, pues se puede captar la atención sobre ese estímulo o elaborar significado, pero no ambas cosas al mismo tiempo (Jensen, 2004). El cuarto principio plantea que la búsqueda de significado ocurre a través de pautas, lo que implica que el cerebro busca patrones de orden, asunto que ocurre tanto en el arte como en la ciencia, y el resultado de ese orden es que el ser humano construye modelos de la realidad (Saavedra, 2001). Nacemos y crecemos en medio de un sinnúmero de objetos, los cuales representan costumbres y saberes, representan modelos de realidad. Nuestros procesos de socialización se perfilan en contacto con el mundo material creado y heredado, el que nos envuelve desde la infancia incluso antes de nacer (Ballart, 2007). Al principio, mediante imitación, que es una forma de aprendizaje, adquirimos patrones de conducta que van quedando grabados en nuestra 8
memoria y, progresivamente, nos van afectando y constituyendo; luego, con esas experiencias construimos y aportamos a ese mundo de objetos y de ideas, modificando el entorno. Es un proceso continuo. Formamos la cultura y ella a nosotros. Un quinto principio es que el cerebro procesa parte y todo en forma simultánea, es decir, podemos reconocer la globalidad de las cosas, así como sus detalles. Esto adquiere relevancia cuando queremos organizar la información entrante a nuestros esquemas previos, pues de esa organización dependerán los procesos de recuperación de la información (memoria). El último principio considerado en este trabajo es que existen al menos dos formas de organizar la memoria, un sistema estático que almacena hechos aislados, habilidades y procedimientos enseñados de manera taxonómica y un sistema dinámico que permite el recuerdo de experiencias vitales, que está siempre comprometido, es inagotable y lo motivan la novedad y el placer. Conocer estos principios, en el contexto de una pedagogía museal es muy interesante, pues nuestra memoria biológica se forja a partir de las memorias culturales. Y la puesta en escena de los museos, no es otra cosa que una forma de representación de esa memoria cultural. El ser humano, además de rememorar, en el sentido de reiterar o imitar, es capaz de reelaborar nuevas ideas y generar otros planteamientos a partir de la combinación de esas experiencias, pues si sólo repitiera incesantemente lo que recuerda, sería un ser incapaz de ajustarse a los cambios inesperados de su medio, en otras palabras, sería incapaz de sobrevivir. Este es el sustrato científico que permite admitir que la memoria es recreativa, pues el cerebro no sólo repite, sino que interpreta y reelabora lo que percibe, acciones que condicionan en el ser humano su carácter creador permitiéndole contribuir a modificar su presente y a proyectar un futuro. Cabe entonces preguntarse ¿cómo elaboran los niños y niñas su memoria cultural? De aquí deriva la necesidad de trabajar intencionadamente con los objetos de la infancia, pues esas piezas -cotidianas e inadvertidas- no sólo portan información valiosa: color, forma, tamaño, olor, uso; sino también portan una memoria altamente significativa... proceso idéntico al que ocurre con los patrimonios de museos.
MARCO METODOLÓGICO En términos objetivos, la primera infancia se entiende como todos los niños y niñas desde que nacen hasta que ingresan a la enseñanza básica. Para este proyecto, la infancia no es la antesala de la adultez ni es una categoría en potencia, tampoco es definida en tanto estudiante. Como señala Bustelo (2007), la infancia “es el cambio, la renovación, la apertura y el juego […] La infancia es la anunciación del comienzo, particularmente de otro comienzo que convoca al tiempo de la emancipación” (p. 146). Desde ese enfoque, su memoria se observa aquí a partir de dos instancias: La primera tiene que ver con conocer lo que niños y niñas recuerdan acerca de instituciones como la escuela, los amigos o la familia, identificando otras perspectivas y 9
otros argumentos en los relatos. Esta rememoración supone activar experiencias pasadas, tanto individuales como colectivas (como grupo de pertenencia) y comunicarlas a través de diversos canales. La segunda instancia se relaciona con valorar esa memoria en tanto parte de la memoria de un país, haciéndola visible en el museo, pues el ejercicio del recuerdo no sólo tiene como propósito informar para acumular un determinado conocimiento o transmitir el pasado a las generaciones jóvenes, sino también “legitimar e institucionalizar el reconocimiento público de una memoria” (Jelin, 2002, p.127). En este aspecto es importante hacer hincapié en la siguiente idea: la memoria no consiste en “recordarlo todo”, la memoria es el resultado de la combinación entre los recuerdos y los olvidos. Hablar del olvido no significa, como señala Auge (1998) “Vilipendiar la memoria, y mucho menos aún ignorar el recuerdo, sino reconocer el trabajo del olvido en la primera y detectar su presencia en el segundo. La memoria y el olvido guardan en cierto modo la misma relación que la vida y la muerte. La vida y la muerte sólo se definen una con relación a la otra” (p. 9).
En este proyecto se trabajó con un total de 48 estudiantes de entre 5 y 6 años durante 14 días consecutivos. El propósito fue reconocer la importancia de la memoria individual y colectiva en el desarrollo del sentido de identidad desde los primeros años de vida. Como se trataba de niños y niñas que aún no sabían leer ni escribir, se utilizaron los dibujos como fuente y como medios legítimos de información. El proyecto se realizó en el museo con ciclos de actividades en torno al recuerdo y al olvido, basándose en algunos principios de la neurociencia y utilizando la siguiente metodología: a. Idea de museo “desmenuzado”, es decir, se trabajó un objeto cada día, apelando al sentido de la novedad, a la posibilidad de establecer la mayor cantidad de relaciones posibles entre el objeto y su vida personal y a la necesidad de promover pausas necesarias para asumir el nuevo objeto conocido. b. Cada objeto se trabajó en torno a preguntas complejas, es decir, más allá de la información evidente del objeto, utilizando el recuerdo y los sentimientos como método, intencionando el relato autobiográfico y entendiendo que en cada momento íntimo de recuerdo subyace el proceso de búsqueda de significado. c. Se intervino el museo con exposiciones temporales y con una vitrina con objetos queridos (juguetes y objetos consignados por niños y niñas como su patrimonio). En un proceso individual y social, “entregaron” temporalmente su patrimonio al museo para generar una exposición, en el entendido de que sus objetos les serían devueltos. Una vez armada la vitrina, niños y niñas realizaron una “visita guiada” estableciendo sus propias formas de asumir el relato del objeto. Otras exposiciones temporales se crearon a partir de los dibujos que representaban sus particulares formas de observar el patrimonio escolar, el juego, el castigo y el consuelo.
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d. La memoria colectiva o social se trabajó apelando al recuerdo de los espacios compartidos: tiempo de aula, tiempo de recreo, momentos en el museo, objetos en común. e. El trabajo se estructuró sobre la base de preguntas que giraron en torno a sus objetos personales, a lo que esos objetos les recordaban, a los momentos o situaciones de olvido y al museo como un espacio para recordar. Algunas de las preguntas trabajadas fueron: - ¿Qué objeto me recuerda algo importante? - Si tuviera que partir de viaje ¿qué objeto de mi escuela me llevaría de recuerdo? - ¿Qué personas y momentos no quiero olvidar? - ¿Cuándo me siento triste? - Cuando yo estoy triste ¿qué hago para olvidar? - ¿Cómo imagino mi escuela? - ¿Qué juego quisiera que la infancia del futuro conociera? - ¿Qué es patrimonio? - ¿Qué es un museo? - ¿Qué objeto personal considero mi patrimonio? f. En cada sesión, una vez que se discutía un determinado objeto del museo, se realizaba una experiencia de taller para conversar, dibujar y montar exposiciones. Una experiencia interesante fue el taller llamado “la vida hecha tira”, el que se realizó a partir de una ambientación que habla del castigo en las escuelas del siglo XIX. Frente a la pregunta: Cuando yo estoy triste ¿qué hago para olvidar?, los niños y niñas dibujaron como castigo la negación o prohibición de jugar: “cuando nos dejan sin recreo”; “cuando estoy enferma y no puedo jugar”; “cuando no podemos jugar a la pelota”, entre otras respuestas. Para superar la tristeza, un porcentaje importante se vuelve hacia sus juguetes como forma de consuelo. Otro taller se relacionó con armar una línea de tiempo con los acontecimientos que nunca desearían olvidar, utilizando para ello la misma línea de tiempo del museo, que fue recubierta con los papeles dibujados. La pregunta fue ¿Qué personas y momentos no quiero olvidar? Los momentos familiares y salidas al aire libre constituyeron el mayor porcentaje de respuestas. Una vez concluida la experiencia, aparecieron nuevas definiciones de patrimonio: -
Es la fotografía de mi mamá Son las cosas que guardamos en una cajita Cosas importantes para uno Lo que trae recuerdos Las cosas que nos gustan más Lo que nos trae recuerdos que también pueden ser tristes.
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CONCLUSIÓN Si bien es cierto, la memoria pertenece a cada individuo, es también recurso de los grupos, otorgando identidad comunitaria. En este sentido, la memoria colectiva posee un carácter pedagógico, pues la información privilegiada de los grupos que ha sido ignorada por la historia o es desconocida para ella, requiere ser enseñada a las generaciones jóvenes para salvaguardar el sentido de identidad. Al mismo tiempo, esta memoria social posee un carácter ético, pues los códigos culturales propios del grupo, van configurando un tipo de regulación y un determinado lineamiento en la conducta. Los niños y las niñas de este proyecto concluyeron que muchos objetos les ayudaron a “traer a la memoria” lo que había sido olvidado, pero lo más importante es que lograron señalar con mucha convicción que no hay recuerdos más importantes que otros; que los objetos del museo no son más relevantes que su propio patrimonio y que sólo existen diferentes nombres: patrimonio nacional, barrial o personal. El uso de objetos patrimoniales personales (llamados en este proyecto objetos queridos), permitió llevar adelante el ejercicio del recuerdo y hacer concreta la idea de que los objetos son portadores de información, de memoria y de afectos. No sólo fue posible hacer un reconocimiento académico de los mismos: color, uso, textura, etc., sino también convertir la instancia del relato en un espacio en el que circularon las memorias individuales con mucho sentido y significado para los relatores y auditores, pues los objetos tenían relación con su vida familiar y escolar. Un elemento interesante de destacar es que los objetos lograron generar relato autobiográfico. Dentro de este relato, el juego es un concepto que se observa desde una arista muy particular: como espacio de resiliencia, de fortaleza y de consuelo…un imaginario que puede seguir siendo explorado.
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