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Max Hernández Calvo Embargar la clase: expectativa, frustración, incertidumbre y poder en tres iniciativas pedagógicas de estudiantes

Max Hernández Calvo Embargar la clase: expectativa, frustración, incertidumbre y poder en tres iniciativas pedagógicas de estudiantes

Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas. José Ortega y Gasset

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Todo proceso de aprendizaje genera expectativa y frustración. En el caso de las artes, este proceso precipita un relé entre expectativa y frustración, porque su mismo objeto –el arte– resulta esquivo a los intentos de definirlo. No en vano, la historia del arte puede ser vista como el relato de las distintas maneras de impugnar las definiciones teóricas de arte desde la práctica artística. Además, no resulta claro si lo que se aprende es a ser artista, a hacer arte o lo que es el arte. Y si la respuesta es las tres cosas, ¿cuál está primero? Expectativa y frustración son también respuestas al reto de lo desconocido que el arte emplaza, tanto para la producción (ilustrado por la imagen cliché del artista agobiado frente al lienzo en blanco) como para la recepción (encarnado en la pregunta del espectador desconcertado: “¡¿Es esto arte?!”). Si lo desconocido es un aspecto consustancial al arte –como práctica y como experiencia–, es necesario que la enseñanza de éste retenga ese núcleo, acogiendo la incertidumbre que la rutina diaria pretende exorcizar: el horario, el aula, la lista, las tareas, la nota y todo aquello que pauta nuestros roles en clase. Una orientación a lo desconocido despertará dudas e incluso podrá frustrarnos, al dejarnos sin asideros: ¿qué contenidos deben abordarse?, ¿qué metodologías son pertinentes?, ¿qué objetivos son relevantes? Pero también nos revelará iguales –igualmente ignorantes, como mínimo–. Orientar la educación a lo desconocido requiere someter sus procesos a la interrogación (la capacidad de interrogación ilimitada da pleno sentido a la universidad), ponerlos en tensión con los protocolos que definen sus contenidos, sus métodos y sus objetivos para otros. Es decir, reclama abrir el proceso educativo a la intervención de sus sujetos: los y las estudiantes.

¿Manos arriba, esto es un embargo?

Me planteo estas cuestiones pensando en tres iniciativas de estudiantes de la Facultad de Arte y Diseño de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que conozco de primera mano. Una es de una alumna de mi curso “Introducción al Arte”, y las otras dos son de alumnos del “Taller de Proyecto Final Pintura 1”, que dicto en la universidad junto con otros nueve profesores.

Valentina de las Casas, estudiante de primer ciclo, usó la encuesta sobre profesores para solicitar que la materia “Dibujo y Modelado” (un taller exclusivamente práctico) incorporase un componente teórico, de cara a las mismas exigencias del curso. Enfrentada a la tarea de hacer una obra abstracta a partir de un ejercicio de modelado de figura humana, Valentina pidió que los profesores diesen una clase teórica sobre la abstracción. Omar Castro, alumno de pintura de último año, y Viviana Balcazar (especialidad grabado) decidieron organizar un “Taller de Análisis de Proyectos” para la discusión grupal de los trabajos de los estudiantes de pintura, grabado y escultura. Usando la experiencia de este programa piloto, ambos buscaban establecer de manera regular estas sesiones de crítica grupal a lo largo del año. Concebido en contraposición al “Taller de Proyecto Final Pintura”, donde la asesoría que reciben es individual y es dada exclusivamente por profesores de la especialidad, este “Taller de Análisis de Proyectos” busca generar una discusión “multimedio”, a decir de Omar. Esta distancia frente a la enseñanza de la universidad también se hace evidente en el hecho de que el taller se realizó fuera del horario de asesorías de profesores (éstos no asistieron), con miras a permitir un diálogo libre de jerarquías académicas. Alfredo Bernal, estudiante de pintura de último año, y Úrsula Cogorno (especialidad escultura) están desarrollando un proyecto de fin de carrera (dentro del “Taller de Proyecto Final”) que responde a sus cuestionamientos sobre el programa de estudios y las dinámicas de la propia facultad, que consideran poco participativas y poco abiertas. Propuesto como un ejercicio de “autocrítica institucional”, el proyecto parte de un diagnóstico de la facultad –hecho sobre la base de talleres con estudiantes y entrevistas a profesores– para intentar llenar los vacíos que detecta. Para ello, Alfredo y Úrsula han organizado eventos como almuerzos comunales, talleres, visitas a museos y charlas (en colaboración con un colectivo de alumnos y egresados de la facultad), para incentivar a los estudiantes a construir conjuntamente un espacio de intercambio en el cual discutir sobre la formación académica que reciben y sobre el campo del arte y del diseño contemporáneo. Las “actividades antiacadémicas” que forman su programa dejan nominalmente en claro su distancia del plan de estudios oficial. Sin embargo, a pesar del nombre, también se incluyen algunas actividades en las que eventualmente colaboran profesores –por ejemplo, me han pedido dar una charla sobre arte contemporáneo, con la que inaugurarán el espacio temporal/tienda de campaña que construirán en el campus–. Estas tres iniciativas estudiantiles buscan incidir en la educación recibida y, por ende, entrañan una apuesta por tener el control del proceso educativo, así sea de forma parcial y momentánea. Quizás lo que está en juego es un particular intento de intervención o embargo del poder de la clase: 1. Participando de ese poder, al introducir contenidos nuevos al currículo del curso, para ampliarlo (Valentina).

2. Encontrando un margen paralelo (y asociado) a ese poder, al organi- zar nuevas dinámicas pedagógicas articuladas al programa oficial, para complementarlo (Omar y Viviana). 3. Generando un campo de poder autónomo, al establecer espacios de crítica a la institución enmarcados en el programa de estudios, para transformar las dinámicas de la facultad (Alfredo y Úrsula). Dichas tentativas de embargo ansían abrir la educación a la influencia de aquellos a quienes se dirige, con miras a que responda –en sus términos– a una necesidad formativa (con unos contenidos académicamente relevantes), a un contexto social, político y económico (con unos modelos didácticos adaptados a la comunidad), y a unas aspiraciones vitales, culturales y ciudadanas (brindando posibilidades de desarrollo personal y colectivo). Aunque todo estudiante participa ineludiblemente de su proceso educativo (realiza ejercicios, responde exámenes, etc.) y cuenta con dispositivos para opinar sobre él (encuestas sobre profesores y protocolos de queja), dichos modos de participación están previstos por la dinámica de la clase; es decir, no alteran el rumbo institucionalmente trazado. Acaso este grupo de estudiantes reclama formas de participación en su proceso educativo capaces de poner en riesgo lo que se hace, y por ello se plantean el desafío de tomar el timón del proceso pedagógico. Cabe recordar las raíces griegas del término pedagogía: paidos, “niño”, y agein, “guiar”. Las raíces de la palabra participación, en cambio, son latinas: pars, “partes”, y capere, “capacidad”. Podría decirse que estos estudiantes reclaman poder ejercer su capacidad de guiarse a sí mismos. He ahí el sentido de este embargo del poder de la clase: abrir los métodos (el cómo guiar) y los objetivos (hacia dónde guiar) a la intervención de aquellos que están siendo guiados.

Hacia un modus operandi

¿Pero cómo se embarga el poder? No mediante una confrontación entre estudiantes e institución. A fin de cuentas, ni los estudiantes están absolutamente desempoderizados ni la institución es un monolito que concentra el poder. Al contrario, la universidad es un entorno donde convergen agentes con intereses disímiles, cuando no opuestos, cuyas fricciones –disputas de poder– abren fisuras que facilitan estas operaciones de embargo. De ahí que el personal docente, administrativo y de apoyo sea un potencial aliado y no necesariamente un obstáculo para tales iniciativas estudiantiles, algo que requiere cierta flexibilidad por parte del personal en cuanto a las jerarquías institucionalmente establecidas. No obstante, ninguno de esos agentes opera con total autonomía, pues su campo de acción está acotado burocráticamente. Esto se aplica tanto a los grupos docentes confrontados por sus ideas, metodologías o ambiciones como a los departamentos que compiten por financiamiento o por alumnos, pues ambos operan bajo lo que Pascal Gielen y Paul De Bruyne llaman el “régimen

de catering” de la educación: una administración neoliberal que regula minuciosamente la disponibilidad de recursos (aulas, equipos, dinero, etc.) y la asignación de tiempos de encuentro entre estudiantes y profesores (asesorías, dictado de clases, horas libres, etc.). 1 Es ahí donde emergen los límites de estos embargos de poder, pues injerir en la dinámica de clase, proponer actividades complementarias o generar eventos paralelos se enfrenta al control difuso de los protocolos que rigen para los distintos departamentos y agentes, que están orientados a la eficiencia y maximización (económica). Fuera de lo planeado hay “desperdicio”. Sostener la posibilidad de lo espontáneo demanda espacios, tiempos, equipos y fondos de libre disponibilidad; es decir, recursos no “explotados”, de difícil acceso para pequeñas iniciativas o experimentos estudiantiles. Quizás por ello, los profesores recogieron el pedido de Valentina, pero en vez de dar la clase ellos mismos, dejaron como tarea escribir un breve ensayo sobre el tema. Incorporar nuevos contenidos no depende solo de la disposición de los profesores, ya que puede entrar en conflicto con un programa calendarizado que debe cumplirse dentro de los plazos estipulados. Asimismo, aunque Omar y Viviana pretendían llevar a cabo varias ediciones del taller durante el semestre, solo lograron lanzar el piloto durante la última semana de clases. Esto se debió a la dificultad de coordinar horas disponibles entre estudiantes de distintas especialidades, en un horario libre de profesores, y hallar un aula desocupada a esas mismas horas para las presentaciones. La inauguración del espacio temporal donde se llevarían a cabo varias actividades del proyecto de Alfredo y Úrsula se ha postergado para la semana de exámenes (después del fin de clases, cuando los estudiantes de los primeros años ya no asisten). La participación del público se verá mermada por esta decisión a la que los artistas están sujetos, pues la construcción de ese espacio, siendo parte de un proyecto de fin de carrera, necesita permisos de las autoridades de la facultad. La dificultad fundamental que enfrentan estas iniciativas es un modelo de gestión propio del régimen de catering, pero ello requiere más que un profesor aliado dispuesto a enfrentarse a la burocracia institucional. Dado que dicho régimen se legitima sobre la base de discursos de eficiencia y productividad –localmente erigidos casi en “sentido común”–, la verdadera tensión ha de sostenerse frente a nosotros mismos, en la medida en que podemos reproducir las lógicas neoliberales, por asimilación de sus discursos, en cumplimiento con nuestras obligaciones o, en última instancia, en defensa de nuestros puestos de trabajo. Eso, sin mencionar la disposición protoneoliberal de las formas de subjetividad del campo artístico, sintonizadas con el emprendimiento, procli

1. Según Pascal Gielen y Paul De Bruyne, el régimen de catering que opera en la educación supone una administración, distribución y sincronización de suministros de corto plazo, en tanto requiere estimados de demanda potencial, lo que lo hace “un asunto de cálculo continuo”. En Teaching Art in the Neoliberal Realm, Ámsterdam, Valiz, 2012, p. 3.

ves al narcisismo y cultoras de la excepcionalidad predicada en el talento indi- vidual, muchas veces en desmedro de los procesos colaborativos y el sentido de colectividad. Sostener esa tensión interna también puede habilitar el espacio para la incertidumbre que toda colaboración conlleva, no solo con respecto a su resultado, sino al devenir de sus participantes, pues, tal como señala Judith Butler, “…nos deshacemos unos a otros. Y si no, nos estamos perdiendo algo”. 2 Esta autora ilustra su idea usando los ejemplos del duelo y el deseo, que evocan las dinámicas de expectativa y frustración inherentes a la incertidumbre a la que nos enfrenta el proceso educativo. Todo aquello que asumimos como esencialmente “nuestro” se torna incierto en el encuentro pedagógico, porque pone en riesgo nuestros modos de pensar, nuestro sentido de identidad (artística u otras) y nuestra idea misma de self. Acaso, pues, lo realmente necesario sea reapropiarnos de nuestro propio agenciamiento semiembargado por la lógica de la eficiencia económica, la orientación a la competencia, la demanda de diferencia valorizable, la identificación con la empresa, la tendencia al cálculo del retorno y la cuantificación del beneficio; es decir, por todo el universo discursivo del neoliberalismo. Reclamando de vuelta nuestra capacidad potencial y el potencial de nuestras capacidades podremos generar la posibilidad de una transformación capaz de sorprendernos, más allá de nuestras expectativas y ajena a nuestras frustraciones.

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