La leyenda rioplatina
C
uando Pedro Figari arriba a Buenos Aires en 1921 junto con su hijo y colega pintor Juan Carlos (1893-1927), ya había concebido las primeras pinturas de candombes, bailes criollos y escenas de campo. De estos motivos está compuesta la primera exposición de ambos en la Galería Müller, en el mes de junio. Empero, es en la capital argentina y no en Montevideo donde logrará cimentar su más ambicioso proyecto artístico, en acuerdo con las ideas innovadoras que había planteado en la reforma de la Escuela Nacional de Artes y Oficios (1915-1917), es decir, instituir un «criterio propio americano». En un modesto catálogo de la Galería Müller le escribe al Dr. Serapio del Castillo: «Yo estoy seguro —hoy más que nunca, dado el testimonio recibido— que estas culturas son serias y harán camino. En cuanto a verlo, eso depende del tiempo que emplee en despertar el alma americana y del que emplee la nuestra en buscar la horizontalidad aplanadora, tan grata a veces…».1 La breve nota lo pinta entero a don Pedro: está decidido y acometerá la empresa con tesón y humor, pues hoy sabemos que «la horizontalidad aplanadora» le consintió el tiempo necesario para llevarla a cabo. En su proyecto de recrear la «leyenda del Río de la Plata», Figari no desdeñó las manifestaciones culturales de las capas sociales hasta entonces relegadas por la historiografía local. Nuestro pasado gauchesco pobre, así como la figura del indígena y del descendiente africano forman parte de su plan de reivindicación histórica, evidenciando una nueva lectura de la modernidad. A la vez, Figari reinventa el paisaje pampeano —la desmesura de sus cielos, el ombú majestuoso, las lunas aureoladas— con una técnica potente y luminosa.
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