Nocturnos y crepúsculos
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En qué momento del día, la tarde o la noche acontecen las historias que pinta Pedro Figari? Portadora de influjos fantásticos, la luna corona la mayoría de sus paisajes. Es un puro indicio de nocturnidad, bella testigo que nos recuerda que la anécdota pintada es acaso una fábula que solo transcurre en el mundo de los sueños y los cuentos. Pues para el artista que se compromete con la rememoración de un pasado colectivo —un pasado que apenas si vivió de niño o que conoció a través de relatos de sus mayores o abrevó de fuentes literarias—, las figuras no pueden aparecer delineadas perfectamente, ni ser en extremo realistas. Jules Supervielle (1884-1960), el poeta franco-uruguayo que, con sus contactos literarios, abrió las puertas de París al pintor en los primeros años de su estadía francesa, cuenta que un día le dijo a Figari: «Hay una luz mágica en sus cuadros», y el veterano pintor le respondió, «Es la luz del recuerdo».4 Pero para llegar a ese estado crepuscular tan característico de sus óleos, Figari hubo de dominar su materia y su técnica. Las obras que se recogen en esta sección pertenecen a etapas formativas y fueron realizadas con toda seguridad en Montevideo. Dos de ellas pertenecen a la etapa que se conoce precisamente como «Luz de luna» o «Claro de luna». En ellas la luna no aparece en la pintura, pero se diría que infunde su frío resplandor en toda su superficie. La apaisada acuarela del Mercado viejo es bastante anterior, una obra de juventud, realizada cuando el artista contaba con 29 años de edad: allí también la elección de una luminosidad tenue anticipa posteriores hallazgos. Figari busca captar, en sintonía con su tiempo, ese estado de ánimo que Borges inmortalizó en Fervor de Buenos Aires: «Penumbra de la paloma / llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde / cuando la sombra no entorpece los pasos / y la venida de la noche se advierte / como una música esperada y antigua, / como un grato declive».5
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