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La crisis de la masculinidad Durante la transición se reorganiza la esfera pública y privada franquista, sus figuras de autoridad y códigos de género. Artistas y cineastas investigan las formas de masculinidad propias de la dictadura, atendiendo a las transformaciones que se dan en el Parlamento y la sociedad civil, pero también a las que atraviesan la intimidad, la familia y la vida cotidiana.

Bigotes y alopecia son metonimia de una masculinidad decaída que se representa tanto en la política como en los interiores domésticos, a través de la figura del padre proveedor. En la atmósfera de obras como las de Lluís Casals o Carlos Pazos, se cuestiona la continuidad estética y moral del franquismo. Los mismos códigos de autoridad se proyectan en la esfera política, remozados o no generacionalmente, como se hace visible con el tiempo en la cartelería electoral. En la galería de retratos de época, fotógrafos como Alberto Schommer capturan con humor la nueva configuración de la hombría española. En sus imágenes, intelectuales y políticos juegan a encarnar la tradición nacional, a ser guerreros y toreros, armados con sus trajes y corbatas a modo de modernas espadas y muletas. En La Cabina (1972), verdadera alegoría del periodo, Antonio Mercero investiga la masculinidad tardofranquista y la represión que la estructura. La cabina telefónica representa la incomunicación y el aislamiento masculinos. El sujeto político del desarrollismo –maduro, calvo, gris y con bigote– asiste al declinar de su momento histórico, ante la emergencia de otros cuerpos, los de la juventud de la Transición y la niñez del baby boom, que con su presencia cancelan un régimen patriarcal y sus símbolos.


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