Pedro G. Romero. Máquinas de trovar. Índices, dispositivos, aparatos

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El artista conector Manuel Borja-Villel Durante las últimas décadas han proliferado las prácticas artísticas en torno a lo comunitario, la reivindicación de lo local, la creación multidisciplinar, el trabajo con el archivo o el agenciamiento activista. Pero en esa tensión entre la ruptura y el ensimismamiento en el que desde mediados del pasado siglo se ha instalado el arte contemporáneo, a menudo dichas prácticas han terminado funcionando como posiciones preestablecidas, despojadas de su carga crítica originaria. Una de las razones fundamentales que nos ha llevado a dedicar una exposición antológica —calificativo que, como veremos más adelante, no se ajusta del todo a lo que proponemos en Máquinas de trovar— a una labor como la de Pedro G. Romero es, justamente, que es capaz de trabajar con todos esos elementos desde una complejidad política, metodológica y discursiva que permite esquivar ese despojamiento crítico. En activo desde mediados de la década de , Romero ha desarrollado un particular modo de hacer artístico, radicalmente excéntrico, tanto por su heterodoxia como por su condición y vocación periférica, donde lo colectivo se incorpora de manera orgánica, es decir, asumiendo e integrando sus dinámicas y sus particularidades. En sus proyectos, el trabajo colaborativo y la lógica interdisciplinar no son recursos instrumentales o meras herramientas de (auto)legitimación, sino elementos constitutivos, y él, lejos de acomodarse en una posición predefinida, dialoga y negocia de manera abierta con los agentes, de muy diversa índole, con los que coopera para llevarlos a cabo. De este modo, logra escapar de esa seguridad en la que a menudo caen algunos creadores que trabajan con lo comunitario, sin llegar a hacer un movimiento real de desplazamiento que les posibilite desbordar y abandonar su rol de artistas. Por otro lado, en la práctica de Pedro G. Romero juega un papel fundamental lo vernáculo, la asunción e investigación en torno a un cierto modo de hacer popular —“el propio de los trovos y del flamenco”— que tiene una marcada, aunque flexible, dimensión territorial y que no puede desligarse de su propia trayectoria biográfica. La creciente tendencia en el ámbito del arte contemporáneo de generar proyectos arraigados en lo local, donde se reivindica una suerte de política de la proximidad, en demasiadas ocasiones termina dando lugar a la irrupción de una cierta lógica reaccionaria. En el caso de Romero esto no ocurre porque su reivindicación de lo vernáculo, más que de lo identitario, tiene que ver con una defensa de la jerga (de la noción de jerga en sí, no de una jerga en particular), esto es, de un modo de hablar que escapa de lo normativo y se sitúa, intencionadamente, en los márgenes, en una posición de voluntaria clandestinidad. La recuperacion crítica que hace Pedro G. Romero de lo vernáculo lleva consigo una impugnación radical de la propia modernidad. Y, con ella, de la maquinaria colonial. Una maquinaria que, no lo olvidemos, empezó a gestarse con la llegada de Cristóbal


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