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Joaquín Vázquez Ruiz de Castroviejo: De las muchas formulaciones que desde la filosofía se han dado a la noción de acontecimiento, quizás un posible punto en común entre todas ellas sea que el acontecimiento representa “una quiebra de la continuidad”, una mutación en la existencia. La bomba de Hiroshima es un tema recurrente en muchos de tus primeros trabajos, que nos recuerda no solo el horror sobrecogedor producido por su lanzamiento, sino la ruptura que significó con el orden precedente. ¿Podrías detenerte en tu forma de abordar este acontecimiento?, ¿podríamos mantener que lo que te pareció importarte a la hora de realizar esta amplia serie de trabajos no fue tanto indagar en la quiebra de los equilibrios científicos, políticos y económicos que la hicieron posible, sino en remover e identificar los cortes y mutaciones que la bomba —y la aparición de la radioactividad como una nueva y desconocida amenaza— instituyó en la religiosidad, en el imaginario popular, en las nuevas formas de percibir el mundo y de relacionarnos con él? Pedro G. Romero: Algo he comentado ya, pero sí. Por un lado, la cierta obviedad del acontecimiento histórico, de cómo nos pesa encima como una losa insoportable y cómo lo asumimos, también, igual que seguimos haciendo poesía después de Auschwitz y de Hiroshima. En realidad, hay una cadena que enlaza Auschwitz e Hiroshima. No sé, pensemos en cómo la estadística y la cibernética se potencian con esos acontecimientos y ahora hablamos de algoritmos o realidad virtual como si no tuvieran su lógica en esos acontecimientos. Me interesaba no tanto la dimensión apocalíptica de esos aconteceres, sino su condición mesiánica, en una lectura compleja que va de Benjamin a Agamben, pero que pasa mucho por esa asunción del tiempo de la catástrofe que podemos leer en Simone Weil en cierto modo, pero también en Natalia Ginzburg, por ejemplo. Mi despliegue tenía que ver con la alteración profunda del vivir cotidiano, de la vida de cada uno,
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