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Joaquín Vázquez Ruiz de Castroviejo: Si seguimos hablando de música, lo que parece pertinente ya que la exposición se inicia con Canciones de la guerra social contemporánea, es en qué medida te interesa trabajar con ella y en torno a ella. ¿Quizá sea porque, como dice Adorno, aunque la música de un país se haya convertido en una ideología política que acentúa las características nacionales y ratifica el principio nacional, también, más que ningún otro medio artístico, expresa las antinomias del principio nacional? Pedro G. Romero: En muchos sentidos, más que con música lo que me interesa es trabajar con canciones. Con canciones y su tensión, no tanto con la música escrita sino con el sonido. Eso es lo que me ha interesado siempre y creo que lo que me interesa del flamenco, sin saberlo y desde el principio, es esa cumbre de tensión entre canción y sonido, como se da en el free-jazz de Albert Ayler y Matana Roberts o los lekeitios de Mikel Laboa o en la música para pianola de Conlon Nancarrow, por poner algunos ejemplos. Eso hace aún más pertinente los comentarios de Adorno sobre el llamado nacionalismo musical que no es estrictamente el nacionalismo musical de finales del siglo XIX sino que pasa también por identificaciones como la de Wagner y Alemania. Y, obviamente, tengo que volver al flamenco como campo de trabajo y señalar su capacidad de ser a la vez desterritorialización y voz de la comunidad, un arte menor, como querían Deleuze y Guattari. El flamenco es cosa de “extranjeros”, como dice Ortiz Nuevo, pero no solo por los viajeros llamados románticos, desde Gautier hasta Guy Debord. Pensemos también en que esa condición le es otorgada a los gitanos o a Silverio Franconetti, ¡un italiano el primer flamenco! “Flamenco” es una condición extranjera, enemiga, además procedente de Flandes. Vuelve a operar una contradicción que, para más inri, no se resuelve, es decir, que cuando muchas veces se piensa que se estabiliza un conocimiento vuelve a operar el principio contradictorio y se reaviva ese
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