Francisco Enríquez Muñoz
NadaEdiciones
segregarios
no.1 | vol. I
NadaEdiciones | Colección Segregarios; volumen i, número 1 primera edición: mayo, 2015
© Francisco Enríquez Muñoz editor: Alejandro Barrón Petinto diseño editorial · ilustraciones: Armando Tolentino Hernández versión e-pub Reservados todos los derechos. Esta Plaquette no puede ser reproducida, en todo o en parte, enforma alguna, sin permiso, por escrito, de los editores. comentarios . nadaediciones15@gmail.com facebook.com/nadaediciones hecho en méxico made in mexico
PORNOAVENTURA1 Durante toda la noche los tirones de pelo y las asfixias hacían que la pequeña Lulú soltara auténticos chorros de flujo vaginal que dejaban la cama hecha una piscina. Entonces se le ponían los ojos en blanco, apretaba los dientes y empezaba a temblar. Incluso se le salían lágrimas de placer. Pero luego te pedía más. «¡más, cabrón, más, hijo de puta, quiero más, dame más!». Al amanecer, la sacas a codazos y patadas de la cama. Tumbada en el suelo, te sonríe. Las tetas se le bambolean obscenas. Te levantas y te encaramas sobre ella abofeteándola con una mano mientras le agarras el pelo con la otra, arrastrándola hacia el baño. Ahí, un contundente puñetazo la manda contra el retrete. Sigues golpeándola hasta dejarla inconsciente. Cuando se recupera, tú estás manoseándola y a la vez defecando, sentado en el retrete. Tu mirada parece enloquecida. Pareces hallarte a millones de kilómetros de aquí. Tus heces fecales se quedan flotando en el agua y aflora un descomunal pene erecto que tú no puedes reconocer. Es tu pene y no lo es, un desmesurado extraño acompañado por la punzada de un deseo animal,
irracional, primigenio. Y la sonrisa de la pequeña Lulú y sus tetas y sus nalgas y su sexo. Embistes desde atrás a la muchacha sujetándole la nuca con las dos manos, obligándola a meter la cara dentro del retrete. «Ya no me hagas eso, que me vuelvo loca», dice cada vez que tú le levantas la cara. Tomas la secadora de pelo y los golpes inician. Primero son discretos, cálidos, casi amistosos. Después la penetras en el ano, con todas tus fuerzas, sin lubricante, sin saliva, hasta la raíz, y los golpes ya no sólo le caen en las nalgas sino también en la cabeza. Una y otra vez, con una violencia brutal. La secadora de pelo se rompe. Eyaculas. Gritas. Te detienes. Jadeas. Restos de sangre y cerebro manchan tu cara, tu pelo, tu cuerpo, tus manos, tus labios, tu pene. Escupes. Miras tus manos. Miras a tu pene enchufado a aquel ano. Lloras pensando en Lulú, temblando, llorando por ti, mirándote las manos y el pene, llorando por la flaccidez de tu pene, llorando por el semen que gotea de aquel ano, llorando por todo. Sangrando, la pequeña Lulú te voltea a mirar con cara de sádica y te dice: «¿Esto es todo lo que sabes hacer?».
PORNOAVENTURA2 La pequeña Lulú está vestida todavía, pero en menos de cinco segundos se quita toda la ropa. Esto es demasiado tiempo para tus diecinueve años. De inmediato, Lulú extiende su joven, curvilínea y blanquísima desnudez sobre la cama. Cuando la ves sin nada de los dedos de los pies para arriba, regresas a tu pasado de simio, a una alegría animal. Vestido como Adán antes de comerse la fatídica manzana, el musculoso negro presenta una verga tan inflada que parece que las venas le van a reventar de un momento a otro. Así, se acuesta al lado de Lulú. Tú te inclinas hacia adelante con los ojos bien abiertos. Sin poder resistir el instinto de succión, Lulú dirige la boca hacia el oscuro y alebrestado órgano viril. Y a ti te enfurece que tu propio cuerpo vibre contra tu voluntad, que la lengua se te llene de saliva densa y dulce, que la respiración se te altere, que seas incapaz siquiera de realizar una tarea tan sencilla como levantarte de la butaca y abandonar para siempre esa decrépita y semivacía sala de cine porno. Desde hace diez minutos lograste reconocer a tu madre. Lulú nunca habla abiertamente del ayer ni
explica por qué hay veces en que esporádicos fans, sobre todo hombres maduros, se le acercan en la calle a pedirle un autógrafo ni cómo obtuvo, sin la presencia de un marido, el dinero que le ayudó a abrir su exitoso restaurante. Y por si fuera poco, en casa, le prohíbe a su único hijo colgar pósters de hermosas muchachas desnudas a pesar de que aquí, en la pantalla grande, ella es, será eternamente, una hermosa muchacha desnuda. Y ahora, ahora que los labios bucales de ella se amoldan, golosos, a la encabritada verticalidad del negro, tú no puedes evitar pasarte una mano por encima de los pantalones, en las inmediaciones de la tienda de campaña que se ha erguido en tu bragueta.
PORNOAVENTURA3 Hoy es domingo. Hoy ni tú, pobre esclavo de la mísera quincena, trabajas. A las diez de la mañana, alguien llama sonoramente a la puerta principal de tu departamento con los nudillos. Tambaleante, despeinado y en pijama, te levantas de la cama. «Puta madre», murmuras, refiriéndote a la mamá del casero y, como si la fotografía de él que conservas en el archivo mental no fuera una razón suficiente para no abrir, abres, seguro de encontrar al viejo panzón que cada mes viene a cobrar la renta. Te equivocas. Ahí está la pequeña Lulú, la vecina del 15. Sí, ahí está: calzada con tacones de aguja y envuelta en un vestido ajustadísimo que le deja al descubierto las magníficas piernas y que le resalta las extraordinarias nalgas. Parece que sus fenomenales tetas van a reventar de un momento a otro el pronunciado escote que las oprime. Con parpadeos suplicantes de su mirada azul de princesa disneyana y con esa voz suave en la que Dios y el Diablo se dan un contundente apretón de manos, ella te solicita un poquito de leche para los hot cakes que a su huevón, jodido y amado marido se le antojaron hace treinta
minutos, o sea, cuando el hambre a él lo despertó. Inmediatamente respondes: «Sí, claro que sí, pero pásale, por favor». Te apartas para que Lulú entre. Ella entra. Da seis pasos hacia adelante. Sin más preludio, sin avisar ni nada, se sienta en el sofá de la sala. Tú cierras la puerta del departamento tras de ti. Te acomodas al lado de la exuberante diecinueveañera. Te quedas contemplando la perfecta curva de las largas piernas femeninas, cruzadas con una inocencia provocativa. «¿Y bien?», dice la pequeña Lulú. «¿Y bien qué?», dices con cara de lobo al acecho de Caperucita. «La leche». «¡Ah, sí!, la leche». Al punto, te bajas sin dificultad al mismo tiempo el pantalón de la pijama y la trusa. Te masturbas. Lulú se queda hipnotizada por el ritmo de tu mano y el gradual crecimiento de tu pene. Sin
dejar de masturbarte, tú observas cómo ella se pasa la lengua por los labios para lubricarlos, en un gesto inconsciente de glotonería. «Si quieres leche, chupa», le dices. Lulú sonríe. Mejor dicho: Lulú le sonríe al tieso falo. Dice que le está proponiendo una cochinada un hombre y no un cerdo, así que se arrodilla entre tus piernas, entre los pies que apoyas en el suelo. Los sonidos líquidos de succión invaden la sala mientras tú empiezas a gemir de gusto. De pronto, sueltas un grito, tiemblas y descargas en la boca de Lulú una oleada de semen. Devorando la verga hasta los huevos, ella no derrama ni una gota. Cuando la carne se derrite entre sus dientes, la curvilínea muchacha se pone de pie y se mete al baño. Diez minutos más tarde, aparece olorosa a pasta dental y a jabón para manos. Se
traslada a la cocina. Abre el refrigerador. Con el pantalón de la pijama y la trusa a la altura de las rodillas, tú permaneces sentado en el sofá, pero ya te encuentras profundamente dormido. Lulú saca tres litros de leche y a paso de tortuga, tratando de no producir ningún ruido, camina hacia la puerta principal del departamento.
PORNOAVENTURA4 Alfombra rosa. Grandes espejos ahumados colgando de las paredes. Pista en forma de corazón con su manoseado tubo de metal al centro. Televisores donde por el momento no hay más imagen que un azul profundo. Olor a desinfectante de pino mezclado con el perfume barato de las teiboleras, o, por mejor decir, bailarinas eróticas, acodadas en la barra. Las mesas aún están desnudas de clientela. Quizá por eso la pequeña Lulú se sienta junto a ti y apoya la mano derecha en tu pierna izquierda para no dejarte ir. En ningún otro putibar, o, por mejor decir, men’s club, podría hallarse mujer alguna que ostentara las perfecciones de ese cuerpo que se adivina bajo un vestido de licra blanca que la iluminación cambiante vuelve amarillo y luego verde y más tarde rosa. Sin embargo, tú rehúsas la oferta de un show particular y te limitas a observar cómo su lisa cabellera negra, espesa e increíblemente sedosa, le cubre las orejas hasta llegar a los hombros por ambos costados. «¿Tienes algo que contarme?», te pregunta ella con voz dulce, tierna, como una madre que ve a su hijo llorar. Le da un gran trago a tu cerveza
helada para luego esbozar una sonrisa carente de maldad en sus gordos labios escarlatas, dejando al descubierto una fina hilera de dientes blancos que contrastan con su piel morena, y posar su brillante mirada azul en la tristeza que llevas en los ojos, como si quisiera conocer tus problemas y hacerlos suyos. A ti te gustaría contarle los capítulos más bonitos de tu biografía. Contarle con cuánta alegría redactabas los deseos que siempre te concedían los Reyes Magos. Contarle ese gol increíble, con el empeine, que metiste bajo un ro-
jizo cielo aborregado. Mucho antes. Contarle las únicas cosas que cuentan de veras. «No puedo hablar de un futuro a tres años, a cinco —declaras con la amargura que te caracteriza—. Siempre ocurre algo con los créditos, los intereses y la realidad. Tengo que compaginar dos chambas para pagar la renta de un departamento; tengo que pelear a gritos para que los prestadores de servicios no abusen de mí; tengo que aguantar. Tengo que poner mi mejor cara para que la gente inepta me hable con un poco de respeto; tengo que car-
gar el billete para las mordidas; tengo que cuidarme de todos. Tengo que acostumbrarme a que aumenten los precios, a escuchar justificaciones idiotas, a mendigar. No puedo crecer, no puedo soñar, no puedo sentirme bien». La pequeña Lulú te pasa la mano derecha por encima de los pantalones, en el contorno del glande. «Oye, papi —te dice—, ¿me invitas una copa?». «¡Chingada madre!»,exclamas,sacando un revólver del bolsillo interno de tu chamarra. Hay un largo silencio en el que no tintinea un solo vidrio ni se oye respirar a nadie.
Pocos tienen la experiencia de que les apunten con un arma. No es una situación social frecuente. Suena un disparo y brota sangre de la frente de Lulú. Lulú se queda petrificada. No quiero decir quieta, sino petrificada en el instante del desastre interno, como una Pompeya humana. Un disparo más, y ella cae de bruces sobre la mesa. Tú le gritas si es eso lo que quería, si quería morir. Tienes la cara y la ropa moteada de rojo, como en una rara enfermedad de la piel. Clavas un ojo en las teiboleras que emiten alaridos y se arrojan al suelo, un ojo en el cantinero que levanta las manos detrás de la barra y un ojo en los meseros que se arrastran bajo las mesas. Como esto suma tres ojos, es obvio que estás muy ocupado. Eres el hombre más ocupado de este valle de lágrimas. Como si no bastara, mueves el cañón del revólver hacia acá, hacía allá y hacia acullá, muy enojado con el mundo, vociferando que todos son reses, agachados, rebaño apestoso, que odias que no te pongan atención cuando hablas.
Sexo, violencia, ¿humor? Este Pornoshow incluye cuatro historias de brutal factura. Vivamos el desencanto de hombres de rostros borrosos, protagonistas o simples patiños de un ángel caído: La pequeña Lulú. Un referente infantil convertido en dulce sueño, en devoradora insaciable. Inocencia interrumpida por placeres naturales. Lulú se mueve sin culpa, dueña de su propio Edén lo exhibe, y gusta de quemarlo con frecuencia. ¿Quién manda? ¿Cuáles son las únicas cosas que cuentan de veras? ¿Estás dispuesto a escucharlas? Un viaje literario muy singular que debe ser leído despojándonos de lo aparente. §
NadaEdiciones
segregarios
no.1 | vol. I
comentarios . nadaediciones15@gmail.com facebook.com/nadaediciones