UNA CIERTA IDEA DEL CINE una cierta idea del cine
Luis Alonso GarcÃa
MATerIAleS 1
Shangrila Textos Aparte - ISSN: 1989-4740
MATERIALES 1 Una cierta idea del cine Luis Alonso García © del texto: Luis Alonso García © de la presente edición: Shangrila Textos Aparte Avenida Reina Victoria, 22, principal A 39004 Santander - Cantabria www.shangrilaediciones.com shangrila@shangrilaediciones.com ISSN: 1989-4740 Abril 2009 La reproducción total o parcial del texto que contiene esta publicación en un espacio de la red de internet debe indicar el nombre del autor, lugar y fecha de publicación y su dirección electrónica: http://www.shangrilaediciones.com/Materiales1-Una-Cierta-Mirada.pdf La reproducción total o parcial de los textos que contiene esta publicación en un espacio de la red de internet o un medio impreso debe ser solicitada a Shangrila Textos Aparte Las imágenes que contiene esta publicación son empleadas en la misma con fines divulgativos e ilustrativos. Foto portada e interior: Jewel Robbery, William Dieterle, 1932.
Una cierta idea del cine es la primera parte de un ensayo y manual sobre el “lenguaje del cine”, tal como podamos recordarlo en el pasado e imaginarlo en el futuro. El libro completo, con el título de Introducción al Cinematógrafo, será publicado por la editorial Plaza y Valdés a finales del año 2009. Luis Alonso García, es profesor de Lenguaje Audiovisual y de Historia de la Comunicación en la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid). Especializado en las relaciones entre historia y praxis de la comunicación, actualmente trabaja sobre cómo se inventan y definen, histórica y culturalmente, los media. Entre sus últimos trabajos destacar: el comisariado de la exposición Ilusión y Movimiento: los orígenes del cinematógrafo: la colección Josep Maria Queraltó (Obra Social Caixa Catalunya, 20082011), el libro Historia y Praxis de los Media: elementos para una historia general de la comunicación (Madrid, Laberinto, 2008) y el artículo “Dimes y Diretes sobre lo Audiovisual en los Tiempos de la Cultura Visual y Digital” (Madrid, CIC, Cuadernos de Información y Comunicación, nº 12, 2007). luis.alonso@urjc.es
U N A C I E RTA I D E A D E L C I N E
Luis Alonso GarcĂa
SUMARIO
01. Cine, comunicación y cultura: 05 02. Del cine/ma/tógrafo al cine/cine: 19 03. Un relato: entre arte e industria: 33 04. El proceso cinematográfico: 49 05. Apartes: la factura íntima del filme: 61 06. El mito y timo de la transparencia: 69 07. Un avance: la áspereza fílmica: 81 08. Bibliografía: 91
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01. CINE, COMUNICACIÓN, CULTURA
el marco más global de estudio y trabajo
Cualquier posible comprensión del cine debe partir de su encuadre como fenómeno comunicacional y como hecho cultural. Por ello, antes de discutir sobre sus específicas cualidades, describiré aquellas características que lo sitúan en ese doble horizonte de la comunicación y la cultura. Aunque la descripción que sigue es en buena medida original —fruto de una larga reflexión sobre la comunicación y los media—, no fundamentaré aquí las bases de las que parto. Baste decir que se trata del marco, antropológico e historiográfico, en el que se inscribe el cine o cualquier otro medio (Alonso, 2008). [A pesar de los equívocos que provoca, usaré los términos «medio» y «media» —respectivamente singular y plural— en el sentido específico, textual y social, de cada uno y el conjunto de los “medios de comunicación” así definidos por la cultura y la historia en un momento dado, sea cual sea —en contra de lo que dicta el Diccionario de la RAE— el soporte (natural o maquinal) y la finalidad (personal o grupal) de los mismos].
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el fenómeno comunicacional: artificio y praxis
La comunicación es EL PROCESO Y EL PRODUCTO DE LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DE LA REALIDAD A TRAVÉS DE LA APROPIACIÓN TEXTUAL Y LA CIRCULACIÓN SOCIAL DE LOS DISCURSOS Y REPRESENTACIONES; sean cuales sean sus variadas materias expresivas (palabras, imágenes, sonidos, cuerpos) y sus diversos fines comunicativos (artísticos, informativos, educativos, publicitarios, recreativos…). De este modo, como todo fenómeno comunicacional, el cine se define por ser, en cada ocasión y al unísono, un ARTIFICIO TEXTUAL (la “película”) y una PRAXIS SOCIAL (“ir al cine”). Esta doble faz textual y social de los media implica reunir dos perspectivas que demasiadas veces se entienden como enfrentadas: la Semiología, o ciencia de los signos en discurso, y la Sociología, o ciencia de los individuos en sociedad. A esa insoslayable interpenetración —de lo textual y lo social o, si se quiere, de lo fílmico y lo cinematográfico— se aludirá aquí con el término de lo cultural. En la comunicación, a un tiempo somos sujetos de una apropiación (como creadores o receptores de un artificio textual) e individuos en una circulación (como productores o consumidores en una praxis social). Ahora bien, este doblez textual y social de los fenómenos comunicacionales debe, a su vez, desdoblarse en aquello que ocultan cotidianamente las perspectivas semiológica y sociológica. [Cuadro 1].
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la doble faz textual: lenguajes y aparejos
Si la APROPIACIÓN es el proceso de interacción entre sujetos y textos que generan formas expresivas (en la creación, la difusión y la recepción), entonces, todo texto o ARTIFICIO TEXTUAL —de una conversa en el mercado a un mensaje sms del móvil, pasando por una novela o una película— es fruto de un doble trabajo: en los dominios semiológicos (de signos, códigos… lenguajes) y en los entornos tecnológicos (de útiles, instrumentos… aparejos). Ese ineludible e inextricable doble trabajo sobre lenguajes y aparejos define la especificidad y diferencialidad de las praxis comunicacionales como objeto de estudio académico y ejercicio profesional. Lo que quiere decir que la Comunicología o la Filmología se abren y se cierran —y si no, son otra cosa: Sociología de la Comunicación, Tecnología Audiovisual, Narratología…— sobre esa doble faz de los lenguajes y los aparejos de los media que toma por objeto. [Dejo de lado que esas dos denominaciones que aquí utilizo de forma neutra y genérica —comunicología y filmología— no suelen ser aceptadas para nombrar, respectivamente, los estudios de comunicación y cine.] Por desgracia, demasiadas veces lo semiológico y lo tecnológico son concebidos, a pesar de su íntima relación, como dos universos insolubles. Así, cuando se segregan las historias de los “estilos” y las “técnicas”, en el Mundo del Arte, o cuando se oponen las perspectivas de la “teoría” y la “práctica”, en el Mundo del Cine.
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Es obvio que el lenguaje del cine está entreverado de principio a fin por su aparejo. Basta echar un vistazo a su vocabulario: del primer plano al travelling, pasando por el fundido. Sin embargo, esa continua alusión suele servir sólo para despreciar la tecnología como aquel medio que sirve a un fin y que, por tanto, desaparece —debe desaparecer— en la creación y recepción de la película. Aquí, cada vez que digamos LENGUAJE (un conjunto de signos y códigos) presupondremos un APAREJO (un conjunto de útiles e instrumentos) que hace posible —y constituye íntimamente— dicho lenguaje.
el doble plano social de los medios: los usos
Si la CIRCULACIÓN es el proceso de intercambio de mensajes entre individuos que generan prácticas comunicativas (en la producción, la distribución y la consumación), entonces, toda PRAXIS COMUNICACIONAL es, necesariamente, fruto de un acuerdo definido entre dos extremos variables en el tiempo: los procesos mentales (como sentimos, percibimos, conocemos, recordamos, imaginamos, soñamos…) y las relaciones sociales (como trabajamos, disfrutamos, consumimos…). Indudablemente, el largo devenir de los media tiene una incidencia en la formación de los procesos mentales y las relaciones sociales que definen la humanidad, de forma genérica, y la modernidad, de forma específica. Somos, en cada época histórica, el resultado de los medios que adoptamos y adaptamos: de los orígenes de los signos y
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los útiles a las terminales de la red hipermedia. Aún así, se puede aceptar una cierta unidad —hecha de continuidades y rupturas— para dichos procesos mentales y relaciones sociales en lo que toca al cine en su intenso pero corto siglo. De este modo, sean cuales sean las propiedades internas de una forma expresiva —en su doble faz semiológica y tecnológica— toda práctica comunicativa se define por la atribución de unos usos —más o menos abiertos o cerrados, libres o cautivos, únicos o múltiples— para cada una de esas síntesis entre lenguajes y aparejos. Cada uno de los llamados “medios de comunicación” a lo largo de la historia es exactamente eso: el resultado de una compleja conjunción textual y social entre lenguajes, aparejos y usos. De ahí que, aunque se pueda distinguir la forma expresiva y la práctica comunicativa como objetos de perspectivas diferentes, final y fatalmente, ambos quedan inextricablemente unidos como artificio textual (la “película”) y praxis comunicacional (el “ir al cine”) en cada uno de los media considerados. Adviértase que esta final y fatal síncresis entre aparejos, lenguajes y usos es lo que hace de cada uno de los media unos forzados “aparatos” ideológicos o “dispositivos” culturales —de los que la sociedad es más o menos consciente—. Por esta carga ideológica de esos dos términos —“aparato” y “dispositivo”— nunca los utilizaremos aquí para referirnos a las bases tecnológicas de un medio, que serán nombradas mediante los términos más neutros de “artilugio”, “artefacto” o “aparejo”.
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Resumiendo. Más allá de la neutralidad que parece otorgarle el término escogido, un MEDIO se define —cultural, histórica e ideológicamente— en cada momento y lugar, según unas bases semio-tecnológicas y unos fines sociopsicológicos más o menos delimitados. Como el resto de los media —y en contra de las mitologías de la invención— el cine no se define entonces, de forma unívoca, por su lenguaje, su aparejo o su uso… sino por la inextricable síncresis que se establece entre esos elementos en el doble juego de un artificio textual y una praxis social.
el campo cultural: reglas, rutinas, hábitos y costumbres
Una vez descrito su carácter comunicacional, el segundo posicionamiento general se refiere al estatuto del cine como campo cultural. Más allá de cualquier posible especificidad y diferencialidad del hecho fílmico (como forma expresiva o base semio-tecnológica), los usos del fenómeno cinematográfico como práctica comunicativa efectiva se definen siempre en el cruce de su historia —tal como hoy podemos comprenderla— y su praxis —tal como mañana podamos ejercerla—. Ahora bien, esta globalidad de la cultura —en el presente, hacia el pasado y el futuro— plantea dos consideraciones: — Por un lado, en la HISTORIA, toda definición posible del cine se inicia y se cierra en aquello que, a lo largo de un siglo, hemos entendido y practicado como cine. Esto
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quiere decir que no vale inventarse —desde el conocimiento académico— una nueva definición ajena a la dada para un objeto ya centenario en el saber cotidiano. Ni reclamar, por ejemplo, una “pureza de lo fílmico” (del lado, por ejemplo, de la pintura o la música) frente a una “impureza de lo cinematográfico” (del lado, por ejemplo, del entretenimiento o de la narración). — Por otro lado, en la PRAXIS, toda idea del cine parte y acaba, en cada instante, en todos aquellos que nos relacionamos con dicho objeto: hacedores, espectadores, charladores y escritores. Poner al mismo nivel estas cuatro categorías de individuos no implica otorgarles, ingenuamente, el mismo poder. Sólo destaca que todos ellos forman parte del llamado Mundo del Cine y que todos ellos tienen un papel en el surgimiento y mantenimiento de aquello que concebimos como «cine». Por ejemplo, en el poder que se otorga a los directores y actores como estrellas de su historia y su praxis. O en el valor que se otorga a los cinéfilos como ángeles custodios de su especificidad y diferencialidad. El cine, como cualquier otro hecho cultural, es lo que una época decide —sin duda, de forma siempre harto conflictiva— a partir de la que reconoce y recuerda como su historia y de la que escoge e imagina como su praxis. Este conglomerado de tensiones es lo que define el campo cinematográfico como un área cultural específica y autónoma.
Al
menos,
mientras
se
mantenga
esa
diferencialidad que constituye el cine:
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- Por un lado, como una forma expresiva, creada y recibida a partir del cierre de unas determinadas reglas semiológicas y rutinas tecnológicas. Por ejemplo, esa extraña relación entre lo absolutamente real (“documental”) de la filmación y lo absolutamente irreal (“ficcional”) de la proyección. - Por otro, como una práctica comunicativa, producida y consumida a partir de unos determinados hábitos psicológicos y costumbres sociológicas, según unas determinadas intenciones (del autor), estrategias (del texto) y expectativas (del espectador). Por ejemplo, vender la película a los espectadores… o vender los espectadores a los mejores postores.
Cuadro 1: el cine como hecho comunicacional y cultural.
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la clausura del sistema institucional
No es posible cambiar de objeto; por ejemplo, el cine. Pero sí corregir, desplazar, ampliar… nuestra perspectiva sin cambiar de campo. Especialmente, cuando la más parca redescripción de su historia y praxis desvela tantas trampas urdidas —consciente o inconscientemente— por el mundo del cine a lo largo de un siglo. Tal redescripción del campo cinematográfico, sin embargo, implica enfrentarse a una confabulación ideológica casi indestructible, pues todos formamos parte de ella y, de algún modo, estamos en el mismo bando. Como en otras ocasiones —¿merece la pena hablar de la radio, a la que una vez se llamó la octava arte?— las posibilidades de un hecho cultural son reducidas textual y socialmente a una sola forma de entenderla y practicarla, concebida a partir de entonces como exclusiva y excluyente. A pesar de todas las fugas y huecos que deja a su paso. Todo campo cultural tiende compulsivamente a fijar —finalizar— su objeto en bien de la claridad y la simplicidad tanto de su funcionamiento interno como de su rendimiento externo. Esa buscada y lograda clausura es la que permitió el surgimiento y mantenimiento de lo que llamaremos el SISTEMA INSTITUCIONAL DEL CINE, ampliando y modificando el sentido de un concepto que no tuvo el desarrollo teórico que hubiera debido: el “Modo de Representación Institucional” de Noël Burch, finalmente utilizado
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como un mal sinónimo del cine clásico norteamericano. Dicho sistema institucional actúa mediante la restricción, primero, y la sublimación, después, de un concepto estrecho y equívoco del cine —tanto en lo económico como en lo estético— que poco tiene que ver con el COMPLEJO de modos de hacer, ver, hablar y escribir el cine en la totalidad y continuidad de su acontecer y su devenir. Y conviene ya advertir que ese doble plano de lo “económico” y lo “estético” no es una descripción neutra de las facetas posibles del cine sino una ya enrevesada prescripción, ejecutada por el sistema institucional, de las bases textuales y los fines sociales del cine. Allí donde aparece el sempiterno latiguillo del doble carácter del cine como “arte e industria”. De este modo, la construcción del sistema institucional del cine implica una doble operación ideológica que acaba contaminado todo el campo cinematográfico. - Por un lado, una PRÁCTICA DOMINANTE del cine que se impone sobre el resto de las prácticas, concebidas entonces como marginales o accidentales: de lo experimental frente a lo normal, de lo documental frente a lo ficcional, de lo nacional frente a lo universal… - Por otro, un DISCURSO HEGEMÓNICO sobre el cine que borra la capacidad de hacer y pensar otros discursos, concebidos entonces como disidentes o inconsistentes: los cines familiar, publicitario, científico, experimental…
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las semiotecnias: del artificio y la praxis a la historia y la ideología
Mostrar el carácter construido de ese sistema institucional es, sin duda, el primer paso para una deconstrucción reflexiva que saque al cine de donde lo mantenemos atenazado en sus discursos y prácticas cotidianas. De ahí la pertinencia de empezar situando, externamente, el cine en el genérico ámbito de los fenómenos de la comunicación y los hechos de la cultura. Es la vía de escape para redefinir el objeto y campo cinematográficos lejos de las excesivas y forzadas restricciones internas de un sistema institucional que ha terminado por apoderarse del campo cultural en el que fue generado. De este modo, recapitulando lo hasta aquí expuesto el cine es, sea lo que sea, el resultado al unísono de un trabajo semiotecnológico —que define los lenguajes y aparejos de su praxis a través de reglas y rutinas, más o menos reflexivamente aceptadas— y de un acuerdo sociopsicológico —que define los usos de su historia a través
de
hábitos
y
costumbres,
más
o
menos
conscientemente asumidos—. Es en este conglomerado donde cristalizan lo que hemos dado en llamar las SEMIOTECNIAS como cada uno y el conjunto de los saberes y haceres, concretos y específicos, de los oficios posibles de la comunicación. Ahora bien, la praxis de cada momento y lugar se encabalga —se textualiza y se socializa— sobre la historia,
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naturalizando así lo que por definición es un hecho cultural de cabo a rabo. Conviene entonces relatar una mínima contra-historia de esa naturalización tal como suele leerse, aún, en las harto caducas Historias Universales del Cine.
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02. DEL CINE/MA/TÓGRAFO AL CINE-CINE muchos tipos de cine… o sólo uno
Hay, supuestamente, muchos tipos de cine: pre-cines y cines primitivos, cines clásicos y académicos, cines modernos y contemporáneos… pos-cines: digitales, hipermediales, virtuales; cines documentales, experimentales, industriales, familiares… políticos, publicitarios, didácticos, aficionados y científicos; cines internacionales y nacionales,
universales
y
locales;
cine-arte
y
cine-espectáculo, cine-novela… cine-poesía, cine-pintura, cine-música, cine-teatro, cine-escultura, cine-ensayo, cine-diario, cine-documento; cines comprimidos (de no más de veinte minutos a no más de veinte segundos) y cines expandidos (del cine-tren al cinemax, del cine por televisión al cine por la red y el móvil)… cines, anti-cines, contra-cines… Muchas maneras posibles de ser del cine… y muy pocas maneras efectivas de hacerlo y hablarlo. Merece la pena, aunque sea de forma sucinta, contar la historia de este empobrecimiento. Es el relato de la devastación de un hacer y un saber del CINEMATÓGRAFO —tal como gustan de llamarlo Cocteau, Gance, Dreyer, Renoir, Bresson, Tarkovski, Erice…— ante el empuje irrefrenable del CINECINE, tal como lo nombra, en su pureza tautológica, el mundo cinéfilo. Sin duda, la persistencia de este conflicto reside en las elecciones que una época toma, más o menos voluntaria y conscientemente. Pero también, seguramente, el origen de tal conflicto residió en el escaso
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rigor con la que se definió y se define —en las escuelas, en los manuales, en las tertulias— el objeto cine.
la llegada del cinematógrafo a la modernidad
El punto de partida de esa historia es, aún, la supuestamente neutra y genérica PRIMERA DEFINICIÓN/INVENCIÓN del CINEMATÓGRAFO de los Hermanos Lumière en 1895. Pero, contra lo que una y otra vez se afirma machaconamente, la esencia de aquella invención no fue la “imagen en movimiento”. En primer lugar, porque la historia de tal idea era ya tres décadas o tres siglos más amplia. Es el trayecto, hacia atrás, que va del Famastropo de Henry R. Heyl en 1870 (una linterna mágica que proyectaba las poses escenificadas y fotografiadas de un movimiento simple y único) al Teatro Diabólico de Giambattista Della Porta en 1588 (una camera obscura que proyectaba un “espectáculo fabuloso” de animales y hombres, ejecutado en el exterior a pleno sol y contemplado en el interior de una sala a oscuras llena de asombrados espectadores en tinieblas). Pero, en segundo lugar y más esencialmente, porque contra la mitografía que adjudica —a la vez apreciando y despreciando— el papel de “inventores” a los hermanos Lumière, el cinematógrafo era la base de un proyecto económico y estético muy elaborado en el momento de su salida al mercado.
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- Por un lado, la delimitación social de una nueva práctica comunicativa: el ÁLBUM CINEMAFOTOGRÁFICO de vistas domésticas y exóticas como un género más de los nuevos medios fotográficos y fonográficos de la época. En la época de construcción de la identidad burguesa —“hogar, dulce hogar”—, el cinematógrafo completaba la cornucopia de necesarios accesorios domésticos de la época: de la cámara fotográfica al fonógrafo pasando por el piano y el estereoscopio. - Por otro, la delimitación textual de una nueva forma expresiva: la FOTOGRAFÍA VIVIENTE. Allí donde bioscopía (“ver la vida”) es una etimología más adecuada que cinematografía (“escribir el movimiento”) para nombrar la nueva imagen surgida en el amplio universo de nuevas imágenes del siglo XIX. Sólo la superposición de lo fotográfico sobre lo proyectado y lo animado hace del cinematógrafo un punto de ruptura donde, repentinamente, lo fotográfico-viviente supuso un salto cualitativo en la continuidad de los artilugios cinescópicos que llenan el siglo XIX.
explosión e implosión de los cines primitivos
Sin embargo, traicionando el proyecto inaugural de los Lumière, las dos primeras décadas del cinematógrafo — entre 1895/1900 y 1915/1920— conforman un complejo heterogéneo de formas expresivas y prácticas comunicativas de lo que se ha dado en llamar cine primitivo; o, mejor en plural, CINES PRIMITIVOS. El cinematógrafo sale a la calle y no volverá al hogar sino de forma margi-
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nal (con los proyectores de asombrados infantes o las cámaras de aficionados diletantes) o, varias décadas después,
fatalmente
reducida
(a
través
del
consumo
televisivo y videográfico). Saliendo del ámbito familiar y doméstico al que parecía destinado, el cinematógrafo se sumerge en el ámbito colectivo, público y callejero, en todas las capas sociales y en todos los usos posibles que a uno puedan ocurrírsele. El examen y análisis de tal período excede este resumen. Baste señalar que se trata de una época marcada, por un lado, por la mayor diversidad posible de formas fílmicas y prácticas cinematográficas y, por otro, por la extrema porosidad de lo fílmico y lo cinematográfico respecto a otras formas y prácticas culturales. En realidad, el cine no existe en aquella época sino como una novedosa base textual (en el ya asentado ámbito de las semiotecnias fotográficas) para aquellos fines sociales que quieran otorgársele. Denominar con el sustantivo «complejo» a ese período responde a la necesidad de aceptar el carácter abierto y expansivo del cinematógrafo primitivo, allí donde emergerá y se impondrá el «sistema» institucional del cine a partir de una serie de concretas, estrictas y restrictivas, elecciones.
la instauración del sistema institucional
A partir de 1906/1911 comienza a delimitarse social y textualmente el CINE como algo específico y distinto de otros objetos y formas, otras prácticas y discursos culturales. Se trata de un nuevo proyecto tan bien definido
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como el de los Lumière: en lo económico, la PELÍCULA COMERCIAL; en lo estético, el RELATO VISUAL. Tal delimitación culmina en el gran díptico norteamericano de David Wark Griffith: el Nacimiento una Nación (the Birth of a Nation, 1915) e Intolerancia (Intolerance, 1916). A pesar de todos los cineastas coetáneos a Griffith que puedan mencionarse, la obra y vida del “padre del cine” sigue funcionando como el origen mitográfico de una SEGUNDA DEFINICIÓN/INVENCIÓN. En el decir de sus hagiógrafos: el desvelamiento del verdadero lenguaje del cine inscrito ya en el artefacto original del cinematógrafo. Y como se ve, separando erróneamente, una vez más, la invención tecnológica de un aparejo de la creación semiológica de un lenguaje. En realidad, la posición simbólica de Griffith es más relevante y pertinente de lo que se supone, aunque sea en un sentido subterráneo al que suele destacarse insistiendo en lo narrativo. A fin de cuentas, sobre el medio millar de “innovaciones” que se atribuyen a Griffith, destaca una que suele pasarse por alto: la recuperación de la cualidad fotográfico-viviente que tuvo la imagen primordial de los Lumière; aquella cualidad de “estar viendo la vida” que se perdió en gran parte de las desviaciones fantasmagóricas y escenográficas de los cines primitivos: del “film de truco” al “film de arte”. Aunque, evidentemente, esa cualidad fotográfica de la imagen Griffith esté, a partir de entonces, al servicio de las ficciones y las fantasías del relato visual.
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Sobre esta segunda invención y definición se construirá el sistema institucional del cine, sostenido —pese a todas las variaciones y desviaciones— entre, más o menos, 1915 y 1975. Las prácticas y los discursos del sistema institucional se adueñaran, sin arrobo, del campo cinematográfico en su totalidad a partir de esa extraña reduplicación —que a nadie parece suscitar sospechas— de ese término tan caro a los cinéfilos: el “CINE-CINE”.
el doble cierre: cine-novela y cine-clásico
El duradero cierre de tal reducido y reductor concepto obedece al repliegue del sistema institucional en los dos ámbitos del cine como campo cultural: la historia y la praxis. El ámbito de la praxis es aquel en el que el cine es concebido no ya como un relato visual sino directamente como un CINE-NOVELA con el que sustituir el cine-documento, el cine-truco, el cine-teatro o el cine-viaje del período primitivo. Aunque una buena parte de la práctica y el discurso del cine clásico escape a esta consideración. Y aunque aquella parte del cine-novela que merece ser llamado cine lo sea por ser algo más que novela cinematográfica. Paradójicamente —tal como analizaremos— esta sublimación del cine-novela reducirá el hecho fílmico a ser entendido y practicado como, según se quiera, un soporte literario, un género narrativo o un formato novelesco. Con todas las posibilidades y limitaciones que esta consideración posee. Esencialmente, dar un predominio absoluto —en el hacer y el saber del cine— a la palabra del relato y su epígono, el argumento, sobre la
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imagen y el sonido del espectáculo que sostiene el cine en su factura semiotecnológica. El ámbito de la historia es aquel en el que el cine es, aún, concebido desde los parámetros del imaginario canon de un inexistente CINE-CLÁSICO, mal recordado y peor entendido como horizonte y cumbre, modelo único del “arte cinematográfico”. Un cine clásico exudado a partir de — evidentemente, en plural— unos cines clásicos que no responden, ni aislada ni conjuntamente, a las características que se atribuye a ese imaginario canon y modelo. Aunque si lo haga la mayor parte del cine academicista que dice tener sus fuentes en aquel, incluso hoy en día. Y aunque los verdaderos cines clásicos fueron constantemente renovados y reformulados por las diversas arremetidas de lo que, en cada ocasión se llamó “cine moderno”: alrededor de 1920, en los trasvases del primer cine clásico y el cine de vanguardias; alrededor de 1940, en los trayectos de ida y vuelta de manierismos y neorrealismos; alrededor de 1960, en la explosión de las nuevas olas y los terceros y otros cines.
el fraude de la transparencia
La elección del cine-novela y del cine-clásico como definición del cine-cine reduce el hecho fílmico a un estilo de la TRANSPARENCIA FÍLMICA, esencialmente caracterizado por —tal como se repite tantas veces— la “eficacia narrativa” y la “pertinencia mostrativa”:
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- la eficacia narrativa, donde la película se somete y subyuga a la figuración y narración de mundos y relatos — construidos en el guión y la escena— exteriores y anteriores al espectáculo de imágenes y sonidos que constituyen el hecho fílmico; - la pertinencia mostrativa, donde la producción —la película como forma, significante, discurso… factura— se somete y soterra bajo el producto: el relato como contenido, significado, historia… argumento. Advierto ya que el gran problema no es sólo la falsedad de estos dos parámetros como presupuestos estilísticos de los cines clásicos de antaño. El problema es que se han convertido en los principios gramaticales y sintácticos de un canon academicista reducido a norma de eso que todos llamamos el “lenguaje del cine”. Tal como, aún, se enseña y aprende en las tertulias y escuelas. Tal como, aún, se engendra en los platós de filmación y se disfruta en las salas de proyección. Incluso, cuando la película que es objeto de la enseñanza-aprendizaje o de la factura-disfrute se plantea como una resistencia o disidencia de tales axiomas; es decir, cuando la película no quiere ser cine-novela o cine-clásico. Esta es la paradoja de nuestro campo… y el tema-problema de este libro. Estamos condenados a hablar del cine desde una lengua que no es la suya sino la de un soporte literario, el del cine-novela que, en realidad, no es más que un estilo cinematográfico atribuido equívocamente al cine clásico.
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El ideal e ideario del cine-cine no es una entre otras posibilidades del complejo de prácticas y discursos del cine, tal como sí lo son los cines primitivos o los cines modernos, los otros cines y los terceros cines… todos ellos más o menos alejados, de la narratividad fuerte y transparente de los relatos clásicos. El cine-cine es el resultado de una práctica y un discurso dominantes y hegemónicos que subyugan y dominan todo hacer y todo saber del cine bajo un sistema institucional, cerrado y autosuficiente, basado en una doble política económico-estética de la eficacia narrativa y la pertinencia mostrativa, siempre al servicio de la novela cinematográfica. A pesar de todas las variaciones y desviaciones, mutaciones y solidificaciones, que puedan darse en los modelos de representación y producción de la historia y praxis del cine.
la crisis del sistema: nuevos cines y neocines
Por supuesto, este sistema institucional del cine-cine es aquel que, en un momento dado, entró en una crisis en la que aún andamos instalados. - Por un lado, con los embates estéticos y económicos — en las prácticas y en los discursos— emprendidos por los NUEVOS, LOS OTROS y los TERCEROS CINES en torno a 1960. Aquellos que nacieron de una reflexión sobre los modos de ver y hacer cine, en un universo comunicacional cada vez más variado de producciones: primero, audiovisuales, luego, hipermediales.
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- Por otro lado, con el repliegue estético y económico emprendido por el NEOCINE en torno a 1975. Aquel que, paradójicamente, consolidó el viejo sistema bajo las nuevas ideas del melodrama de efectos psicológicos y el meloespectáculo de espasmos fisiológicos como macro-géneros
dominantes
en
un
universo
ya
plenamente
audiovisual e hipermedial. Paradójicamente, el “fracaso” de aquel movimiento innovador y revolucionario de los nuevos, otros y terceros cines —en su intento de romper con el sistema cerrado del cine-cine… y volver al complejo abierto del cinematógrafo— fue barrido por el “éxito” de este movimiento reformador
y
reaccionario
que
sigue
definiendo
y
defendiendo el cine-cine desde unos supuestos axiomas de la narratividad y la clasicidad. Aunque en su interior quede poco de las formas concretas en las que los cines clásicos de antaño desarrollaron el ideal del relato visual y la película comercial. Y aunque en su exterior permanezcan (resistan) ciertas prácticas y discursos que siguen la estela de aquel rechazo del cine-cine y aquel retorno del cinematógrafo.
el retorno, una vez más, al cinematógrafo
El cine ya no posee aquella cualidad autónoma, aislada y cerrada, que una vez quiso concedérsele en su período dorado, en los diversos modos y modelos del sistema institucional entre 1915/1930 y 1960/1975. Hoy, su historia y su praxis vuelven a ser necesariamente entendidas y practicadas como un campo cultural de constantes tensiones
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en el interior del más amplio complejo, digital o no, de los fenómenos comunicacionales de toda especie y linaje. El sucinto trayecto histórico planteado muestra como el discurso hegemónico del cine-cine se constituyó a partir de una práctica dominante de un forzado cine-novela en torno a un mitificado cine-clásico. Pero, sobre todo, muestra como dicho discurso sigue siendo la anacrónica base teórica y práctica, histórica y crítica, desde la que entendemos y practicamos el fenómeno cinematográfico, como hacedores, espectadores, charladores y escritores. Ya sea que hablemos de los cines primitivos o de los cines modernos, de los cines clásicos o de todos aquellos otros cines que siempre quedan relegados u olvidados en el panteón de la Historia Universal del Cine. La baza central de esa gran operación ideológica es el mantenimiento del llamado “lenguaje del cine” como un supuesto genérico y objetivo instrumento, para el aprendizaje y el ejercicio, el estudio y el análisis, de la historia cinematográfica (tal como hoy podemos recordarla y comprenderla) y de la praxis fílmica (tal como mañana podamos imaginarla y ejercerla). El lenguaje del cine se presenta así como la herramienta neutral y natural de hacer y hablar el cine, todo tipo de cine. Pero, muy al contrario, se trata de un instrumento generado por un sistema institucional que redujo dicho fenómeno a una sola de sus líneas. Es, literalmente, una pantalla infranqueable, que impide o dificulta comprender aquello que describe; por ejemplo, la pureza y riqueza visual de tanto relato clásico. O, también, un filtro insoslayable, que troca y reduce todo lo que toca; por ejemplo, el resumen
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narrativo de lo que, muchas veces, no merece la pena ser resumido ni narrado.
del cine-cine al cine/ma/tógrafo
Todo saber y hacer del cinematógrafo pasa por una necesaria redescripción de su lenguaje que desborde las prácticas y los discursos del cine-cine. El cine, tal como ha sido hecho y hablado a lo largo de un siglo largo, en tantos lugares, se lo merece. Pero, a pesar de tan altas metas, este trabajo no quiere ni puede sustituir a los variados —buenos y malos, viejos y nuevos— ensayos, manuales y tratados de la estética, el análisis, la teoría o la técnica del cine, en su examen pormenorizado de obras, autores, géneros, estilos y épocas. Es aquí donde, finalmente, cobran su significado las palabras de su título: UNA INTRODUCCIÓN AL CINEMATÓGRAFO. Por un lado, el “cinematógrafo” remite al origen del antaño llamado “aparato de base”: el doble par cámara/micrófono y pantalla/altavoz, entre el plató de filmación y la sala de proyección. Allí donde se hace imprescindible pensar las condiciones primeras de un artefacto semio-tecnológico que dará pie a un completo dispositivo ideológico en su doble faz textual y social. Por otro lado, remite a esa especificidad y esencialidad de lo fílmico —tan querida en los escritos de los cineastas— que escapa a la doble reducción (novelística y clasicista) del cine-cine.
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Pero sólo es una “introducción”: una primera entrada a un campo cultural que desborda ampliamente los límites impuestos por el sistema institucional del cine. Si se quiere, rizando el rizo, nuestro término de partida remite a una ecuación —cine, cinema, cinematógrafo— que engloba todo aquello de lo que debería poder hablarse adecuadamente desde una redescripción del “lenguaje del cine”: el auténtico cine clásico como aquel extraño y sublime encuentro entre las imágenes y los sonidos de la pantalla y las palabras de la creación/recepción de la película; el cinematógrafo primitivo en el que se define el eje de un objeto más o menos continuo y uniforme hasta hoy: el puro carácter de mostración de la fotografía viviente, por más que su destino fuera abocado, bajo el imperio de la narración, al doble reino de la fantasía y la ficción; y finalmente, el cinema moderno, espacio heterogéneo de prácticas y discursos —mirando tanto al pasado como al futuro— donde se intentó e intenta liberar al cine de las reducciones más academicistas y estandarizadas del cine contemporáneo.
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03. UN RELATO, ENTRE ARTE Y INDUSTRIA
la idea más general del cine
Todo hacer y saber de cualquier objeto cultural parte de la idea general que una época se hace sobre su origen y devenir. Puede ser una idea nítida o borrosa, simple o compleja, única o múltiple. En el caso del medio-cine, esa idea general se sostiene sobre un conjunto de muletillas tan antiguo y repetido que parece no merecer discusión alguna: el arte y la industria, la fábrica de entretenimiento, la suma y síntesis de las artes, la imagen en movimiento, la intrínseca narratividad del artefacto fílmico… Ahora bien, las ideas —sometidas o no a reflexión— dominan la operación sobre dichos objetos. Y cuanto más inconscientemente se forman e irreflexivamente se adoptan esas ideas, mayor es su poder. Cabe entonces hacer un repaso crítico de estos primeros principios que ordenan el campo cinematográfico. Y hacerlo a partir de sus cotas más elevadas; aquellas que dibujan el destino ineludible del cine como un relato visual, siempre a caballo en su consideración como arte e industria sólo controlable a través de un complejo proceso de creación cinematográfico.
de la atracción mostrativa a la integración narrativa
El falso principio de la “intrínseca naturaleza narrativa” del cine se instaura, en torno a 1915, sobre la paulatina
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asimilación o exclusión de las variadas formas y prácticas del cinematógrafo primitivo. Durante sus dos primeras décadas, la experiencia espectatorial incluía todo tipo de productos: desde registros científicos, de operaciones quirúrgicas o tratamientos psiquiátricos, a números de variedades entresacados de los espectáculos de magia y autómatas, el teatro por horas y el café cantante, pasando por itinerarios cinéticos de los travelogues (vistas móviles y movientes, tomadas desde la delantera de un coche, un tranvía o un tren, para su posterior proyección en una sala acondicionada como vagón, incluido el acomodador con gorrilla de factor y un sistema hidráulico de amortiguadores que simulaba, en la sala-vagón, un movimiento paralelo al de la imagen). Al conjunto de esas formas y prácticas primitivas se le conoce como CINE DE ATRACCIONES, tomando el término de “atracción” en su doble sentido: el de caseta o aparato de feria en la que se encabalga el cuerpo y el de pulsión y pasión por ver y oír lo que se muestra en pantalla. Esa variedad de espectáculos desaparecerá poco a poco en el, por entonces, emergente campo cinematográfico, siendo recluida en otros espacios sociales: del laboratorio científico al parque recreativo. Allí de donde regresarán, vía electrónica y digital, una vez concluya la época dorada del cine-cine. En la época de surgimiento de los grandes medios de masas, el cine se reduce a una mínima serie estandarizada de formatos. De una sesión continua y polimorfa
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basada en el programa compuesto de obritas fílmicas y números escénicos de todo tipo, se pasa a una sesión basada en la “película de fuerza” —hoy en día: largometraje de ficción o, simplemente, película— como reina, cada vez más solitaria, sobre el resto de “complementos”: los seriales por capítulos o episodios, los noticiarios, los cortometrajes (cómicos, didácticos, publicitarios…) y, en raras ocasiones, los entremeses experimentales que surtían las sesiones de cine, teatro o tertulia, en los circuitos más elitistas o avanzados. El eje sobre el que gravita esa subyugación del complejo primitivo del cinematógrafo es —en los términos de los estudios especializados— la integración narrativa del cine de atracciones. El crecimiento de los oficios y comercios cinematográficos, hacia 1906/1908, encuentra en el argumento —a través de los catálogos de las distribuidoras y de las novelizaciones de las películas en las primeras revistas de cine— la mejor estrategia para producir, publicitar y consumir una cada vez más ingente y variada producción. En resumen: el cine no nace (intrínsecamente) narrativo; se vuelve (extrínsecamente) narrativo como estrategia para frenar y apresar la desmesurada potencia visual de unas imágenes que sólo la palabra puede ordenar y retener.
la narratividad como principio estructural
La NARRATIVIDAD es un principio estructural, una manera específica de organizar los contenidos de un discurso o representación sobre el mundo. Cada tipo de
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discurso —expositivo, poético, argumentativo, narrativo…— tiene su manera concreta de estructurar y tematizar el mundo al que se refiere. Un poema, un ensayo, una novela, tienen diferentes maneras de abordar el mundo, aunque tomen los mismos referentes como base de su trabajo: los lances de amor, la conquista de la felicidad, los desastres de la guerra… En los discursos narrativos esa estructuración y tematización se hace según un trayecto definido: personajes y accesorios interactúan en acontecimientos, en un determinado escenario situado en el espacio-tiempo y según una trama de peripecias; todo ello a fin de construir una diégesis, el universo concreto, más o menos ficcional o documental, realista o fantástico —pero siempre imaginario— generado por la narrativización. La mayor parte de la producción cinematográfica en sus diversos formatos —películas, seriales, noticiarios, cortometrajes, incluso las películas experimentales— posee una cierta narratividad. En parte, porque la estructura narrativa es un poderoso medio de conocimiento en la cultura; comprendemos, recordamos e imaginamos a través de narraciones, donde la casualidad de lo ocurrido se transforma en la causalidad de lo narrado. Y, en parte, porque estamos tan acostumbrados a dicha estructura que la imponemos o la exigimos allí donde no existe: en determinado cine experimental o en cierto cine moderno cuyo objetivo es otro: el poema, el ensayo, el diario, el registro en bruto.
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el relato como un mundo otro, origen del sentido
Aunque la narratividad sea un principio general de la cultura y, por tanto, del cine, no siempre sus productos llegan a constituir un RELATO en el sentido fuerte que este término tiene en la tradición occidental. Resumiendo las bases generales de la narratología, un RELATO se definiría por tres principios: - (a) una trama generalmente basada en el esquema planteamiento-nudo-desenlace pero, esencialmente, entendida como un mundo distinto y autónomo respecto del mundo real de nuestra existencia cotidiana; - (b) un narrador, que va construyendo, según avanza la trama, el discurso (el cómo) sobre la historia (el qué), sea cual sea el estatuto de este narrador: explícito o implícito, externo o interno, único o múltiple; - y (c) una doble espacio-temporalidad: la del discurso relatante (situado en el presente de la escritura/lectura, es decir del creador y el receptor) y la de la historia relatada (situada en un espacio-tiempo necesariamente cerrado y aislado, anterior al momento y lugar en el que comienza el discurso). La narratividad cubre nuestro conocimiento del mundo, hasta hacer indistinguible nuestra experiencia cotidiana de la estructura narrativa que superponemos sobre ella. A través, por ejemplo, de la continua remodelación de la
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autobiografía que hacemos de nuestras experiencias pasadas o futuras: lo que hicimos y lo que haremos para creer cumplida una buena vida. Como sujetos de comunicación, no somos más que los volubles autores y personajes de una narración inagotable e inacabable: nuestra propia biografía. Pero el relato es aquel tipo de narración —del mito a la novela, pasando por los cuentos infantiles y las películas— que desgajamos y diferenciamos de nuestra experiencia cotidiana. Sea cual sea su relación efectiva con el mundo real, el relato siempre es un mundo otro, anterior y exterior al de la realidad… y, por eso mismo, siempre pleno de sentido. Paradójicamente, su clausura y autonomía hacen del relato una fuente de sentido para la vida. Sólo por relación a ese lugar y momento otro de los relatos, adquiere sentido el sinsentido —sin orden, sin pausa, sin fin— de la vida en su constante fluir. Ahora bien, esa doble condición de clausura y autonomía del relato puede derivar —aunque no sea así necesariamente— en una aún más paradójica cualidad: la supresión de todo aquello que en el relato señala su carácter de producción simbólica, de ser un mundo otro. El resultado es entonces una historia fuerte, densa y opaca. Tan fuerte, densa y opaca que, paradójicamente, vuelve débil, delgado y transparente el discurso que se hace cargo de ella. Es el tipo de relato que domina la praxis, la historia y el lenguaje del cine-cine.
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los géneros como guía y control
El poder del cine como relato se asienta en la duradera estipulación de los GÉNEROS. Aventuras, dramas y comedias… bélicas, cómicas, exóticas, históricas, fantásticas, futuristas, policíacas, satíricas… Resulta imposible establecer una clasificación única y definitiva de los géneros pues es constantemente ampliada y reformulada. Tras el paso del cine mudo al sonoro, entre 1927 y 1933, parece instituirse un mapa canónico de los géneros, con la aparición del musical cantado y bailado, la desaparición del slapstick o la renovación del cine negro con sus diálogos sombríos como disparos certeros… Pero tras la crisis de los cines clásicos en torno a 1960, los géneros entran —por el efecto conjugado de las nuevas políticas de autor y taquilla— en una espiral sin fin de recombinaciones. Hoy en día, dominan los grandes hipergéneros del gran melodrama de efectos y el gran meloespectáculo de espasmos: galanes de maquillaje y héroes de pacotilla se reparten el pastel de la pantalla. Lo interesante del sistema de géneros no es dar con un rasgo general para su clasificación; ni encontrar los caracteres particulares de cada uno de sus tipos. Aunque parezca tautológica, la definición más adecuada de género (la comedia, el gore, el melodrama, el thriller, el western…) es la que alude a un conjunto de rasgos —relativos al contenido y la estructura narrativa, algunas veces a la factura y el estilo visual— que el espectador entiende como característicos de cada género. Da lo mismo cuales sean esos rasgos para un género específico
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en un lugar y momento determinados. Sólo es necesario que la mayor parte de los espectadores los reconozcan como característicos de ese género concreto en una determinada época. Esta definición del género desde la recepción —de lo que el espectador sabe sobre la película y el género al que pertenece— nos da una pista fundamental sobre su función. La finalidad estética y económica de la institución de los géneros era (y es) ser una guía y control de las expectativas que un espectador tendrá sobre el desarrollo de cada una de las películas que pertenecen al género estipulado desde el título, el cartel anunciador, el elenco de actores y técnicos o los créditos iniciales de la película.
equívocos sobre lo ficcional y lo documental
Por pura lógica, el principio de narratividad es ajeno a la disparidad entre lo ficcional y lo documental. Estos dos términos aluden al contenido de la historia y a su mayor o menor relación con el mundo real. Sin embargo, la narratividad alude a la estructura del discurso y su relación con nuestras maneras de conocer y expresar nuestras ideas sobre el mundo. Por desgracia, en la comprensión ordinaria del cine se han entremezclado ambos niveles. La “ficción” (que alude a la no-realidad o no-veracidad del contenido la historia narrada) y la “narración” (que alude a la estructura del discurso narrante, sea más o menos verosímil o inverosímil) se entienden como sinónimos, ambos soldados y
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opuestos al “documental” como un género aparte y límite que —en el pensar ingenuo de tanto creador y espectador— se haría cargo de la realidad y veracidad ausentes en las ficciones y narraciones del cine-cine. Pero lo ficcional y lo documental son dos formatos narrativos y necesariamente fingidos. Al menos, desde la centralidad que se otorga a Nanuk el Esquimal (Nanook of the North, Robert Flaherty, 1922) como nacimiento de un género en el que se narra una (trepidante) historia basada en (sorprendentes) hechos reales; muchos de ellos reconstruidos para la cámara pero, en cualquier caso, todos ellos reestructurados en un relato tan potente como el de el Nacimiento de una Nación (David Wark Griffith, 1915). El imperio del en vivo y en directo televisivo reventó, a mediados del siglo XX el profundo carácter narrativo del gran documental de la época clásica. Ello provocó, en un extremo, que emergieran o resurgieran otros formatos audiovisuales (el testimonio, la entrevista, el reportaje…) y, en el otro extremo, que lo narrativo cediera algo de peso a otras estrategias discursivas: poéticas, argumentativas, expositivas. Hoy se prefiere hablar de NO FICCIÓN (“non-fiction”) para englobar todos esos formatos y estrategias —incluida la narrativa del documental clásico— que parecen oponerse a las grandes ficciones narrativas del cine-cine. Pero tal definición negativa —definir un conjunto de formas por lo que aparentemente no son— deja sin resolver la confusión entre ficción y narración y, de paso, remarca que las grandes y pequeñas ficciones del cine-cine siguen siendo el lugar
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desde el que pensamos el universo completo de formas y prácticas cinematográficas y audiovisuales. de “relato” al “arte e industria”
A pesar del valor de esas actuales tendencias de la “no ficción”, la idea general del cine sigue intacta: el director es un contador de historias; el espectador, un recogedor de relatos. Pero esta reductora comprensión del cine — bajo el imperio de lo narrativo— planteaba ya en los inicios
del
sistema
institucional
un
insoslayable
inconveniente. Si el cine es un medio intrínsecamente narrativo, se cierne sobre él una peligrosa amenaza de inespecificidad, quedando reducido a ser un soporte literario, un género narrativo o un formato novelesco. Para evitar esta amenaza, el sistema institucional dio un salto en el vacío, invocando el complejo carácter social del cine como fenómeno estético y económico. El cine queda así marcado por el supuestamente novedoso cruce entre dos extremos aparentemente conflictivos: el ARTE y la INDUSTRIA. Dicho doblete funciona como un auténtico seguro corporativista, brindando al cine una supuesta especificidad y diferencialidad respecto a todos aquellos medios narrativos a los que sigue o de los que surge (el mito, la novela, el teatro, el tebeo…) y con los que parece compartir casi todo … pues en todos ellos sólo parece importar aquello que los une: la narratividad. Tal salto es sólo una pobre y falsa coartada. Todo medio —en tanto institución cultural— remite a una definición
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semejante como arte e industria. Para ser reconocido como tal por sus creadores-productores y sus receptores-consumidores, cada medio se instituye en unos oficios y comercios concretos. Nada distingue entonces al cine de otros medios en esta compleja constricción textual y social de lo económico y lo estético. Salvo, quizás, en la poca reflexión realizada sobre si el cine cumple o no con ese doble horizonte del “séptimo arte” y la “enésima industria” que se le asignó. el lastre de las perspectivas narratológicas
Por supuesto, la contrapartida a este descarado y exagerado peso de lo narrativo —sus temas, sus argumentos, sus personajes, sus historias— radicaría en la exploración de las diferencias estructurales y materiales del cine respecto a otros medios narrativos: ¿cómo se narra, o no, con imágenes y sonidos? ¿cómo se somete, o no, la fotografía viviente a la ficción verbal y la fantasía visual del relato?… en definitiva ¿cómo se lee una película que, en realidad, sólo es vista y oída? ¿cómo se introduce la narración en lo que es una pura mostración de imágenes y sonidos? El problema es que la indeseable amenaza de inespecificidad del cine, por causa de su intrínseca narratividad, fue, en un momento dado, una deseada y asumida promesa. A fin de cuentas, el origen intelectual y profesional de muchos estudios cinematográficos reside en las facultades de letras (especialmente, en el mundo anglosajón). Así tienen algo de que hablar, en un tiempo en el
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que, según ellos dicen, no se lee ya la verdadera literatura: la de los libros. Aunque resulte chocante, una división poco conocida de lo literario en tres ramas o fases —oralitura, literatura y visualitura— no deja de tener su lógica. Sería quizá pertinente incluso aceptar esta idea hasta sus últimas consecuencias. Hacer de la historia del cine un capítulo más de la pequeña historia de los relatos en Occidente o de la gran historia de la necesidad narrativa en la Humanidad. Ese es, por supuesto, el territorio de los estudios comparados, hoy re-actualizados bajo la etiqueta de la intermedialidad. Su tema podría seguirse en una genealogía como ésta: los relatos míticos, las pictografías y los rituales de los pueblos primitivos; las epopeyas y sagas orales, las estelas conmemorativas y las pinturas de héroes y hazañas de las grandes y pequeñas civilizaciones antiguas; las tragedias, las comedias y las sátiras del teatro griego; los cuentos infantiles, las leyendas populares, los dramas y misterios litúrgicos, las celebraciones de coronación y carnaval del medioevo; el desarrollo moderno, en fin, de la novela, el teatro, el cuento, el tebeo, el cine, la radiotelevisión, los juegos de rol, los videojuegos y la hipermedia… Sin duda, tiene un enorme interés establecer los cruces y desvíos del cine en esa completa historia de la narratividad. Pero los análisis de este juego de semejanzas y diferencias suelen centrarse excesivamente en los contenidos narrados (que pasan de uno a otro medio) y no en las convergentes o divergentes estructuras narrativas y materias expresivas sobre las que se levantan aquellos
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contenidos. Para muchos estudios narratológicos, el contenido prima sobre la forma. Es así como la reflexión y la operación del sistema institucional del cine está dominado, aún, por esas dos capas soldadas: el narrativismo (de la forma narrativa sobre la materia expresiva) y el contenudismo (del contenido sobre la propia estructura narrativa). contra el dominio de la palabra y el argumento
Estas complejas relaciones del cine con otros medios narrativos nos llevan al punto crítico de este recorrido por la idea general del cine. Más allá de las diferencias entre formatos, géneros y soportes o entre diferentes grados de narratividad, el axioma de la “intrínseca naturaleza narrativa del cine” alude a un hecho harto evidente: el exclusivo y excluyente poder paradójico de LA PALABRA y LO VERBAL en el hacer y el saber del campo cinematográfico. Así, el adjetivo de “visual” (que siempre acompaña al sustantivo del “relato” aplicado al cine), sólo es entendido como un cualificador —a un tiempo aludido y elidido— de una historia y praxis que se sostiene en el interés y la atención por los guiones, los diálogos, las tramas… en definitiva, por las palabras y los argumentos que constituyen las narraciones de todo tipo, allí donde el cine pierde toda posible especificidad que se declare o reclame. Sólo desde este escondido ninguneo de la materia visual que constituye el cine, se entiende el subsiguiente desprecio de la banda de sonido. En el sistema
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institucional, el sonido sólo es un añadido o complemento a la materia expresiva que se sigue considerando como esencial, la imagen en movimiento. Pero, precisamente, porque está sólo adquiere sentido por su ser una imagen para un relato. Sin duda, las imágenes en movimiento y los sonidos en vaivén constituyen, original y esencialmente, el artificio fílmico y la praxis cinematográfica. Pero para la práctica y el discurso generados por una fosilizada institución, tales imágenes y sonidos sólo son el vehículo de las palabras que ordenan el relato. El evidente desprecio por el sonido y el supuesto aprecio por la imagen oculta así el sometimiento de ambas bandas respecto al juego de los actores en la escena… y a lo que detrás de ellos se esconde: la palabra que el espectador coloca en la pantalla, en su lectura del film. En descargo de nuestro objeto y campo de estudio y trabajo, puede mencionarse que un comportamiento semejante acontece, por ejemplo, en el dominio de la historia y la praxis del TEATRO, tantas veces entendido por el sometimiento del “espectáculo” (los gestos y las voces del cuerpo en un escenario) al “texto” (las palabras de los narradores y personajes en un manuscrito o impreso). Quizás convenga recordar que theatrón significaba en su origen “lugar para ver”. Por no hablar de otras tradiciones teatrales totalmente ajenas a esta reducción del “espectáculo teatral” al “texto dramático”: del Drama-Danza Clásico hindú a la Ópera de Pekín china, pasando por el Taziyé musulmán, el Carnaval y la Semana Santa cristianos o los teatros No y Kabuki japoneses.
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los cuatro atractores expresivos
Romper los preceptos del narrativismo y el contenudismo del sistema institucional del cine —en una cultura, paradójicamente, cada vez más virada hacia todo lo que no sean los argumentos y los significados— exige plantear un esquema diferente al habitual sobre las materias fílmicas de la expresión, tradicionalmente reducidas a una histórica oposición simplista entre lo verbal y lo visual, entre civilizaciones de la palabra y de la imagen. Aquí —utilizando el término de AURAL (lo relativo al sonido) como equivalente al de VISUAL (lo relativo a la imagen)— hablaremos del cine como un ámbito aurovisual al que corresponde un doble trabajo de las sustancias de la expresión: lo plástico de la imagen y lo mélico del sonido. Este doble ámbito de las imágenes y los sonidos se sostiene, sin embargo, en estrecha relación con los otros dos grandes ámbitos de la expresión: lo VERBAL (lo léxico de la palabra, escrita o hablada) y lo REFERENCIAL (lo proxémico de los objetos y los cuerpos en el espaciotiempo).
Por
supuesto
esos
cuatro
ámbitos
(lo
verbal-léxico, lo visual-plástico, lo aural-mélico, lo referencial-proxémico) no están cerrados ni son autónomos. Cada medio los conjuga de forma variable e, incluso, mudable a lo largo de la historia. De ahí que los entendamos mejor como atractores, en cuanto que funcionan como polos o extremos que ordenan la operación y la reflexión sobre las materias de la expresión en cada momento de la historia y la praxis de cada medio.
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Con el uso de estos términos evito aludir a otros de excesiva raíz artística (lo pictórico, lo literario, lo escénico…), que nos llevarían a confusiones irresolubles. Así, por ejemplo, toda imagen fílmica remite, necesariamente, al ámbito de la expresión plástica… aunque sólo ciertas imágenes cinematográficas parezcan ser analizables desde el ámbito artístico de lo pictórico, en esa machacona insistencia —de los estudios sobre “cine y pintura”— en determinados autores y obras. En todo caso, espero mostrar que la definición del hecho fílmico no se establece a partir de una supuesta tirantez entre palabras e imágenes sino a partir de una evidente tensión entre lo verbo-auro-visual que se registra y refleja en la cámara/pantalla y lo verbo-referencial que se filtra desde el plató a la sala. Debajo de la contingente narración del RELATO VISUAL que puede contener una película, hay siempre una necesaria mostración de un ESPECTÁCULO DE IMÁGENES, SONIDOS Y PALABRAS que se dan a ver y oír. Es insoslayable atender a la producción concreta de la estructura, la forma y la materia del espectáculo-cine. Aunque, finalmente, ese espectáculo se someta al contenido y la función de un relato. Si queremos enseñar y aprender algo pertinente sobre lo fílmico y lo cinematográfico, debemos pensar precisamente que debajo de los contenidos narrativos —es decir, del argumento al que se puede reducir una película— hay un complejo proceso que compete a la producción de un espectáculo de imágenes y sonidos. Evidentemente, es en ese oficio y comercio de imágenes, sonidos y palabras (a partir de palabras y cuerpos) donde cabe definir si hubo y hay un arte y una industria del cine diferentes a las de otros medios.
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04. EL PROCESO CINEMATOGRÁFICO
estandarizar y diferenciación
Un lugar ejemplar donde examinar la fuerza de este perpetuo dominio de los significados y los argumentos en nuestra manera de entender y operar el cine, es en el llamado PROCESO DE CREACIÓN Y PRODUCCIÓN CINEMATOGRÁFICA: el curso de las tareas y los oficios necesarios para hacer una película. Todo aquello, dicen, que hace del cine un arte total, cuya autoría colectiva se reparte en un numeroso equipo técnico y artístico (“cast and crew”) y donde el director sería un director de orquesta. [De pasada, diré que esta incombustible idea del “director de orquesta” me parece la pieza genial y final del borrado sistemático de la realidad de la factura del film en el sistema institucional. Una metáfora más apropiada sería decir que el director es, cuando ejerce su función, el intérprete solista que conduce y estructura el trabajo de la orquesta que, sin duda, dirige el productor. Pero, por desgracia, la mayor parte de las veces el director se conforma con ser, en el mejor de los casos, el regidor bajo la concha, y en el peor, la primma donna]. El sistema institucional da prioridad —desde sus orígenes en torno a 1915 y a ambos lados del atlántico— a lo económico sobre lo estético. Pero comprendió rápidamente que debía establecer un equilibrio entre la estandarización de la producción y la diferenciación de los
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productos. Cada película debe ser mínimamente diferente a todas las demás… y haber sido producida de forma mayoritariamente idéntica al resto. El género, la estrella y el estudio serán los tres puntales clásicos, a la vez diferenciadores y estandarizadores, de esta curiosa comprensión del cine como una cadena de montaje que produce obras únicas… e ilimitadamente reproducibles para la buena marcha del negocio. Como siempre se dice, hacer una película requiere, supuestamente, un complicado —y por ello, finalmente simplificado— proceso. Su descripción aparece en todos los manuales por una extraña necesidad de explicar lo difícil y laborioso que resulta llegar a eso tan fácil y sencillo que aparece en la pantalla. Por supuesto, su complejidad parte de aquella heterogeneidad que se atribuye al cine como séptimo arte y enésima industria. Y, por supuesto, su simplificación procede de aquella unicidad y linealidad a la que se dirige el cine como relato visual. En este capítulo, describiré este proceso a partir de sus tres grandes fases tradicionales: (a) el GUIONAJE, puesta en guión o guionización; (b) el RODAJE, que a su vez comprende la puesta en escena o escenificación y la puesta en cuadro o filmación; y (c) el MONTAJE, puesta en serie o edición. Esta somera descripción respetará la manera en la que el sistema institucional del cine entiende el proceso de creación y producción de películas. Pero el objetivo esencial es mostrar los huecos que se dibujan en una correcta comprensión del hecho fílmico. [Ver cuadro 2].
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guionaje: en el principio está su fin
La PUESTA EN GUIÓN, o GUIONAJE, es un proceso de comprehensión verbal de lo que esencialmente será un trabajo sobre los ámbitos verbo-referencial (de los actores en los escenarios) y verbo-auro-visual (de las imágenes, los sonidos y las palabras en la pantalla/altavoz). Toda producción de una película parece exigir la elaboración de un pormenorizado guión perfectamente acabado antes del rodaje. A la copia del guión técnico utilizada por el director en el rodaje aún se le llama “biblia”, y su valor es tan inestimable para el cinéfilo como los manuscritos y las primeras ediciones para el bibliófilo. En muchos casos, el cineasta parte de una imagen o un sonido, de un gesto, una frase, un concepto, un sentimiento. Dicha idea no remite necesariamente a una trama, aunque finalmente se la dote de una estructura narrativa a fin de responder a las expectativas de todos los agentes del mundo del cine: de los productores (que casi siempre buscan, dicen, historias distintas) a los espectadores (que casi siempre buscan, y no lo dicen, las mismas historias). Por supuesto, la mayor parte de las producciones cinematográficas parten y acaban en una idea narrativa —a veces, tomada de un narración anterior: literaria, pictórica, escénica, cinematográfica…— ya sea que se piense como germen de una novedosa historia original (tipo “el asesino es el muerto”) o como una nueva variante de una historia tradicional (tipo “chico/a encuentra chico/a”).
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A partir de la SINOPSIS que resume, en unas pocas líneas o páginas, la peripecia —y, a veces, el diseño visual que se le quiere dar— se desarrolla el TRATAMIENTO o escaleta: un esquema, escena por escena, de la trama narrativa, en unas veinte o treinta páginas. El tratamiento permite, por un lado, vislumbrar el correcto funcionamiento de la historia a contar (si tiene o no gancho) y, por otro, aprobar o rechazar el proyecto de película a partir de los requerimientos económicos y estéticos que plantea (si tiene o no salida). Dado el visto bueno al tratamiento, se escribe el GUIÓN LITERARIO (“script”, “scénario”), con la descripción completa y numerada de las escenas, la caracterización de los personajes y escenarios (con indicaciones mínimas: interior/exterior, día/noche) y la totalidad de los diálogos y comentarios de personajes y narradores.
una genealogía del guión literario
El papel que se otorga al guión literario en el proceso de creación cinematográfica depende de los autores y las épocas, de los proyectos concretos y de los modos de representación y producción existentes en cada momento y lugar. En general, el productor quisiera que fuera el molde inmutable del que calcar el producto terminado; el director debiera querer que sólo fuera un primer boceto, una guía de la producción. En el cine de la primera década, el rodaje no partía de una sinopsis concreta para cada VISTA, sino de un re-
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pertorio de plantillas de rodajes posibles, escritas a veces de forma muy pormenorizada: cómo filmar según qué temas. En torno a 1906/1908, con las primeras películas de larga duración, de 5 a 20 minutos, se impuso la costumbre de escribir una especie de tratamiento en el que se describía el contenido previsto de cada CUADRO, realizados a semejanza de las narraciones gráficas de las que muchas veces se partía: tiras cómicas y chistes visuales, placas de linterna mágica y series de grabados, obras dramáticas y retablos vivientes… Como ocurrirá con todos los elementos aquí descritos, es con la instauración del sistema institucional del cine cuando el guionaje, en sus diversas etapas y productos, se asienta como el instrumento central para el control de una producción cada vez más prolija y diversa. En el gran cine clásico norteamericano, los guiones solían escribirse —a partir de una mínima sinopsis aprobada por la producción— a veces a partir de un par de tacadas entre un grupo reducido de guionistas, provenientes de la literatura o el periodismo. Era la ventaja de escribir en un sistema muy cerrado y limitado de posibilidades (respecto a los contenidos narrativos y estructuras expresivas) que gobernaba de forma férrea el quehacer fílmico posterior. Ahora bien, en las diversas oleadas de los cines modernos —los entornos de los años 1920, 1940 y 1960—, el guión se mantiene como un documento de trabajo aunque, en mucho casos, el rodaje modifica sustancialmente lo prefijado, lo que implica que el guionista pasa a formar
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parte del equipo de rodaje (rescribiendo cada noche lo previsto para el día siguiente); fue el riesgo de unos modos de representación y producción en los que el contenido y la estructura narrativa no dominaban ya de forma férrea la factura y el estilo mostrativo de la creación fílmica. En el cine contemporáneo internacional cada idea pasa por una infinidad de borradores (de sinopsis, tratamientos, guiones literarios) y de manos (de especialistas en tramas, dialoguistas, publicistas, analistas de guiones…); es la desventaja de escribir en un sistema donde las posibilidades expresivas (literarias y fílmicas) parecen ser mucho mayores que antaño y donde el contenido y la estructura narrativa no ordenan ya el producto final. rodaje: de la palabra a la escena y el cuadro
La PUESTA EN ESCENA y la PUESTA EN CUADRO conforman la fase de RODAJE (“set-up”, “tournage”). A partir del guión literario, y a caballo entre los oficios y artífices del guionaje y el rodaje, se definen dos nuevos documentos que responden a dos vías de acción paralelas y supuestamente equiparables: la dirección y la producción. En un extremo, el de la DIRECCIÓN, el guión literario da paso al GUIÓN TÉCNICO (“shooting script”, “découpage technique”), con un desglose por tomas organizado según el orden narrativo de la película. El guión técnico incluye todos los requerimientos del rodaje: encuadres y movimientos de cámara; tipo de película, y focales a uti-
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lizar; disposición e iluminación de los decorados; gestos y movimientos de los actores; y, finalmente, diálogos, músicas y efectos sonoros a incluir. El guión técnico se puede acompañar de gráficos (de la posición y movimiento de cámaras y personajes), ilustraciones (de la determinada composición de un plano) o, cada vez más habitualmente, de un completo STORY-BOARD en el que se visualiza, a la manera de un tebeo, la sucesión de tomas y planos (con indicación de movimientos de cámara y de personajes). En el otro extremo, el de la PRODUCCIÓN, el guión literario da paso al PRESUPUESTO de las diferentes partidas económicas (actores, guión, dirección, técnicos, desplazamientos, decorados, laboratorios, seguros, administración, producción…) y al desglose por secuencias y decorados, con anotación de todo lo necesario para el rodaje de cada toma: actores, material técnico, decorados, accesorios… Todo ello servirá para cerrar el PLAN DE RODAJE, un pormenorizado dietario que incluye todas las necesidades posibles del día a día del rodaje y que se estructura no en el orden del relato a contar sino de la película a filmar, según el trayecto de localizaciones establecidas (sean decorados naturales o artificiales) y de la agenda de permanencias calculadas de los diversos actores principales. Podemos pensar que la prolijidad de todos estos documentos de trabajo (guión técnico y story-board, presupuesto y desglose; plan de rodaje) obedece a esa doble cara, estética y económica, de la praxis fílmica. Sin duda, el guión técnico y el story-board describen, con una cierta
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precisión, la trama narrativa y la textura mostrativa de la película; algo imprescindible al reparto del ingente trabajo colectivo coordinado por la dirección (normalmente, por el ayudante de dirección). Pero, en realidad, este detallado cúmulo de tareas y documentos surge y sirve esencialmente al control económico dirigido por la producción y materializado en el plan de rodaje; no sólo en cuanto a la necesaria rentabilidad de los costes del producto sino a la igualmente necesaria predecibilidad de los gastos de la producción. No sólo se trata de sacar el mayor beneficio sino de no sobrepasar nunca los costes previstos. puesta en escena, puesta en cuadro
Ahora bien, dado que hemos planteado la existencia de dos puestas (en escena y en cuadro) para la fase del rodaje, conviene añadir algo al respecto. Puede haber un tiempo, mayor o menor, según modos de producción y representación, para la toma de contacto de los actores con su papel (la lectura individual o colectiva del guión, que suele ir acompañada de las “últimas correcciones” al guión literario) o para el trabajo de ensayos (entre los actores y con el director, en salas desnudas o en los escenarios previstos). Incluso, se puede establecer un reparto de tareas entre la dirección de actores (dedicada a sacar el jugo de la interpretación de los actores) y la realización (centrada en la plasmación en imagen y sonido de los actores y los escenarios).
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En cualquier caso, PUESTA EN ESCENA y PUESTA EN CUADRO son dos operaciones diferentes aunque se ejecuten, por una misma persona, sobre un mismo momento y lugar. Por un lado, el trabajo de escenificación de unos cuerpos (la interpretación de los actores) en un escenario (la disposición e iluminación de los decorados, naturales o artificiales). Por otro, el trabajo de filmación, donde aquella puesta en escena se traduce en una puesta en cuadro. Todo lo filmado (gestos, voces, cuerpos, espacios y tiempos… personajes, objetos, escenarios, tramas) se convierte, o no es nada, en imágenes y sonidos. Y por supuesto, es en esta traducción de un escenario verboreferencial en una imagen/sonido verbo-auro-visual donde surge la mayor parte del llamado “lenguaje cinematográfico”: del primer plano del rostro del actor/personaje al travelling de la cámara sobre el trayecto del actor/personaje en un decorado/escenario. Y, por supuesto, es en esa traducción donde aparece (o no) el hecho fílmico como algo diferente al hecho escénico del que parte. Las posiciones y los movimientos de cámara (los tiros) son así aquello que dota, o no, de un sentido fílmico (plástico y mélico) a una producción, en origen, literaria y teatral (léxica y proxémica). montaje: el acabado del filme
La PUESTA EN SERIE se desdoblaba tradicionalmente en dos operaciones: el MONTAJE de la banda-imagen y la MEZCLA de las pistas de sonido en una sola banda-so-
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nido y de ésta con la banda-imagen. Sin embargo, también se utiliza el término de MONTAJE (“cutting”, “montage”) para referirnos al proceso general de acabado del film. Aunque cada vez más —antes con los soportes videográficos y las prácticas televisivas y ahora con las tecnologías digitales— es el término de EDICIÓN el usado para englobar todos los trabajos posteriores a la filmación. Sería incluso razonable asumir el cambio radical que supone la cada vez más relevante pos-producción digital pues, más allá de la profusión de efectos especiales, la escenografía digital fagocita mucho de lo que anteriormente se resolvía necesariamente en el rodaje, tanto en lo relativo a decorados como a trucaje. A partir de los PARTES DE PRODUCCIÓN Y DIRECCIÓN y del material fílmico generado en el rodaje (los “rushes”) se va empalmando, día a día y simultáneamente al rodaje, el COPIÓN o copia de trabajo, ya sea en material analógico o numérico. Una vez finalizado el rodaje, y con la supervisión del director y el productor, el montador va afinando y cerrando el montaje, en función de la coherencia narrativa y la cadencia mostrativa (para cada escena y para el conjunto de la película) de las imágenes y los sonidos. El resultado final es la COPIA CERO o copia definitiva (“final cut”), aprobada, según contrato, por el director o el productor. Finalmente, la copia cero da pie al tiraje de todas las COPIAS ESTÁNDAR o de exhibición requeridas, entre la media docena de una producción marginal (o marginada) y el millar de copias de una superproducción (“blockbuster”), que se podría definir como aquella película en la que se ha gastado tanto en su producción como en su publicitación.
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del engarce al ensamble de tomas
Durante la primera década del cine, el montaje se reducía a un ENGARCE de las diferentes “vistas” más o menos autónomas, ya fuera por un criterio de homogeneidad (vistas de una ciudad/grupo o de un paraje/pueblo exótico) o de heterogeneidad temática y genérica: vistas turísticas, documentos científicos, noticiarios informativos, escenas cómicas y dramáticas, films de trucos… En torno a 1901/1903 empiezan a imponerse las películas pluritomales (de varias tomas), pero cada una de esas tomas tiende a constituir un “cuadro” autónomo y cerrado, generalmente centrado en una situación narrativa; películas pluritomales, que, además, a su vez forman parte de un programa compuesto de varias películas. A partir de 1906/1911 y durante la formación del sistema institucional del cine, el cada vez más laborioso ENSAMBLE de diversas tomas sobre una misma escena o peripecia (por cambios de la posición de cámara en un mismo escenario), fue transformando el montaje en un espacio de trabajo cada vez más complicado, en el que se podía corregir, modificar o generar un sentido no previsto en el rodaje. Este poder generativo del montaje será pensado finalmente como el lugar por excelencia de la creación del sentido final (narrativo y mostrativo) del filme; especialmente, a partir de las reflexiones y aplicaciones de los cines clásicos y de vanguardias europeos y soviéticos. El montaje es, durante su primer cuarto de siglo, una operación profundamente manual. El director examina a
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ojo el desfile de fotogramas, auxiliado por una lupa y una mesa de luz. Sólo, lentamente, a lo largo de la década de 1920 —y de forma ya estandarizada en la década de 1930, con la incorporación del sonido óptico sincrónico— la moviola segrega la sala de montaje como un espacio semiotécnico diferenciado. A partir de ahí, el sistema institucional asume el montaje como ese lugar específico que genera el sentido de una historia y, por tanto, directamente bajo el control de la producción y no de la dirección. Comenzará entonces la historia —muchas veces, publicitaria— de los conflictos por el control del montaje y el actual reestreno de películas bajo la etiqueta de “montaje del director” (“director’s cut”).
Cuadro 2: las fases e insturmentos el proceso cinematógrafico.
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05. APARTES: LA FACTURA ÍNTIMA DEL FILM lo que el proceso cinematográfico esconde
¿Hay que aclarar que —para hacer cine— no es necesaria la pormenorizada diferenciación de oficios y tareas que se describe en el proceso cinematográfico impuesto por el sistema institucional? ¿que no toda película es el resultado de esa prolija y estricta secuencia de pasos e instrumentos? En definitiva ¿que basta una cámara, un micrófono (y una idea) para hacer cine? La colocación del plan de rodaje en el centro del esquema señala el objetivo real de este proceso tal como es siempre invocado. No se trata de una descripción de las fases creativas o estéticas, sino de una prescripción de las condiciones productivas o económicas para ejecutar una película comercial según la norma del relato visual. Indudablemente, las praxis colectivas y complejas — como el teatro, el cine, la televisión o la radio— implican una consciente y asumida diferenciación y secuenciación de las tareas y los oficios exigidos en el desarrollo de cada proyecto. Pero ante el falso dilema del “arte e industria”, el sistema institucional escogió pensar el hacer y el saber del cine desde el extremo económico. Si de ese proceso surge algo estético, siempre será como un resto, un superávit de lo considerado como esencial: la previsión y adecuación de los gastos e ingresos del producto. Pero, más allá de es este dominio de lo económico sobre lo estético, el problema esencial es la descarada inten-
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ción de hacer creer que este proceso cinematográfico describe de forma neutral toda posibilidad de hacer cine. Así, bajo el dominio de lo económico sobre lo estético, se esconde una estricta y restrictiva perspectiva de unas determinadas maneras narrativas de hacer cine, aquellas más controladas y controlables por industria.
de la summa artis a la derivada narrativa
Resulta fácil anotar el elenco de las artes al que parece aludir esa descripción del proceso cinematográfico. La Literatura (y la Poesía), el Teatro (y la Arquitectura), la Pintura (y la Fotografía), la Música (y la Danza)… son las esferas afines de cada una de las cuatro puestas (en guión, en escena, en cuadro, en serie) y del conjunto del cine. La complejidad semio-tecnológica parece así quedar demostrada por la variedad de referentes artísticos y la diversidad de fases técnicas que entran en juego en la creación y la producción de una película. A fin de cuentas, esa cualidad del cine como séptima, suma y última, de todas las artes, fue proclamada por Ricciotto Canudo en diversos escritos a partir de 1908. En realidad, Canudo instauró un horizonte casi inalcanzable para algo que, en aquellos momentos, no era casi nada entre las viejas y nuevas formas expresivas del siglo o que ya era, en todo caso, una incipiente práctica comunicativa basada en, a un tiempo, las viejas y nuevas narraciones gráficas y dramatizaciones escénicas. En un momento extremadamente crítico para el mundo artístico —es la época de florecimiento de las Vanguardias—, Canudo actualizaba
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el viejo ideal del ARTE TOTAL. Sin duda, el Cine parecía ser el siguiente eslabón de una cadena constituida en los tres siglos previos por el Teatro, la Ópera o la Fantasmagoría. Pero, también sin duda, una prueba de la ruptura de esa cadena es que a partir de la instauración del sistema institucional del cine, en torno a 1915/1921, el aliento totalizador del cine se verá fragmentado —en la práctica marginal y marginada de las Vanguardias— en una serie inagotable y agotada de correspondencias: cine y pintura, cine y poesía, cine y música… allí donde suelen engancharse al cine —muy acomodaticiamente— los estudios de la historiografía artística. Por supuesto, esta heterogeneidad de referentes artísticos y fases técnicas podría implicar una excesiva complejidad del proceso cinematográfico. Y fue precisamente por eso que el sistema institucional la sometió a una descarada simplificación, dirigiendo toda aquella diversidad y variedad a un solo fin: un nuevo relato visual como una película comercial más. A partir de ahí, se puede entender porque Truffaut hablaba de filmar contra el guión y de montar contra el rodaje. el supuesto privilegiado lugar del montaje
Las cuatro puestas componen una serie de acciones de un proceso continuo de la “idea” a la “película”: guionizar, escenificar, filmar, editar…. Es fácil presuponer un dominio
creciente
de
lo
específicamente
fílmico.
Se
deduciría así el privilegiado papel del montaje en sistema institucional. Aunque, paradójicamente, dicho axioma se
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consolida en las prácticas y los discursos de las heterodoxas “vanguardias cinematográficas”, europeas y soviéticas, de la década de 1920, del impresionismo francés al constructivismo ruso. Pero conviene sacar las consecuencias de ese predominio del montaje. El cine ya no es visto sólo como un desfile de imágenes en movimiento, los FOTOGRAMAS —a una velocidad, en el cine mudo, entre 12 y 18 fotogramas por segundo, velocidad luego acrecentada y estandarizada a 24 f.p.s. por exigencias de la banda óptica de sonido— sino como un despliegue cambiante de imágenes, las TOMAS, que se suceden, habitualmente, a un ritmo de entre unas decenas de segundos y varias décimas de segundo. A partir de un momento dado, en torno a 1908/1915, la película se entenderá necesariamente como un compuesto de centenares o millares de imágenes. A bote pronto, esa supuesta preeminencia del montaje negaría el carácter fílmico tanto de los cines primitivos, basados en los juegos de “vistas” tipo Lumière o los “cuadros” tipo Méliès, como a los cines modernos cuya factura se basa no en el acelerado MONTAJE POR ENSAMBLE — la unión de centenares o millares de tomas cortas que componen y se subordinan a planos, escenas y secuencias— sino en un ralentizado MONTAJE POR ENGARCE — la unión de decenas o centenares de tomas largas que componen, yuxtaponiéndose antes que subordinándose unas a otras, tantas películas, narrativas o no—.
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la doble tara del cinematógrafo: lo natural y lo maquinal
La creciente preeminencia del montaje en los años 20 del siglo pasado obedeció a un fuerte prejuicio respecto al CARÁCTER MIMÉTICO Y REALISTA del artefacto fílmico. Durante las décadas en torno a 1900, las imágenes figurativas y realistas habían entrado en una cierta crisis, propagándose cada vez más —en el arte, la publicidad o la decoración— una mayor comprensión y afición por las imágenes que trabajaban sobre lo abstracto, lo geométrico o lo simbólico. En tal ambiente, el cinematógrafo resultaba un fascinante y curioso artilugio marcado excesivamente por dos taras congénitas: ser una representación excesivamente natural (en su captación analógica) y ser una reproducción excesivamente maquinal (en su captación mecánica) de la realidad. Demasiada objetividad y demasiada poca subjetividad para que la cámara pudiera ser considerada, sin ayuda de la moviola, una forma y una práctica artísticas. Desde esta comprensión —compartida en la época por todo tipo de autores: del práctico vanguardista Serguei M. Eisenstein al teórico clasicista Rudolf Arnheim— el montaje era el lugar donde el cine accedería al estatuto de arte, más allá de la mera copia natural y maquinal que brindaba el artefacto. Así fue sin duda en las prácticas de montaje de las vanguardias, mediante una acerada pulverización de lo previamente desmenuzado en el trabajo de la puesta en cuadro sobre la puesta en escena. Ahora bien, un uso diferente del montaje —en los diferentes clasicismos nor-
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teamericanos, europeos y soviéticos— tuvo un resultado totalmente contrario. Así, a través de una restauración de lo previamente fragmentado en el rodaje, el montaje se puso al servicio del sentido narrativo (o más o menos poético) que ya estaba inscrito en el guionaje. Por supuesto, la víctima de esta sublimación histórica del montaje fue la fase del rodaje, verdadero motor de la especificidad fílmica tal como fue entendida y operada a partir de la invención de los Lumière. El paso de la puesta en escena a la puesta en cuadro se convierte así en ese momento áspero y azaroso, duro y resistente —el valor, aún, de la “fotografía viviente”, demasiado natural, demasiado maquinal— que ha de ser atenazado y sometido entre el guionaje y el montaje.
la pérdida del centro: entre la escenificación y la filmación
El problema esencial del quehacer fílmico —y ya veremos, hasta que punto, esencialmente oscuro— va, sin embargo, más allá de devolver su centralidad al rodaje en la consideración de la historia del cine; y en una actualidad, lo reconozco, donde precisamente el rodaje está perdiendo su posición central por mor de la producción digital no ya solo de los decorados sino de los actores de las películas. Aún así, la pertinencia de esta descripción del proceso cinematográfico es que nos interroga sobre qué esconde ese deslizamiento entre las cuatro puestas (en guión, en escena, en cuadro, en serie) y las tres fases clásicas del proceso (guionaje, rodaje, montaje).
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Por contraposición al guionaje y el montaje, el rodaje remite a dos operaciones realizadas en un solo momento y lugar: aquel en el que lo escenificado es filmado. La unificación de ambas puestas (en escena y en cuadro) en la fase del rodaje acaba haciendo que uno de los dos extremos tenga el dominio sobre el otro. Lógica y cronológicamente, dicho dominio correspondería a la PUESTA EN CUADRO, a la elección de los tiros (posiciones y movimientos) de cámara y a la traducción, en imágenes y sonidos, de los cuerpos en los escenarios. Pese a todo lo que se diga sobre la especificidad del montaje o sobre la arcaicidad de los cines primitivos, es evidente que toda película ha partido durante los primeros cien años de su historia de esa necesidad de decidir —robándole su frase a un montador— el “momento decisivo”: QUÉ Y CÓMO FILMAR. Ya sea en la forma teatralística del llamado “film de arte” surgido en 1908, puro cine-teatro en su calco cinematográfico de obras escénicas (y, en la mayor parte de las ocasiones, del más rancio “teatro burgués” de la época). Ya sea en la forma novelística del aquí nombrado cine-novela, que superpone la influencia referencial del teatro a la influencia verbal de la literatura, a partir de una descomposición ilimitada de la puestas en escena y cuadro sometidas a las puestas en guión y en serie. Es evidente, sin embargo, que la PUESTA EN ESCENA domina la concepción general del cine-cine. Desgraciadamente, esa es la denominación deseada y utilizada por los autores de la nueva ola francesa para las tareas de la dirección/realización: la mise en scène. Como si lo primordial del rodaje fuera la colocación de los actores en el
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decorado y no la transformación de los personajes y los escenarios en las imágenes y los sonidos de la superficie de la pantalla. Transformación de lo escenificado en lo filmado a la que, precisa y paradójicamente, se dedicaron de forma obsesiva y deslumbrante aquellos mismos cineastas franceses que defendieron el valor del término “mise en scène”. El desplazamiento de la puesta en cuadro por la puesta en escena y el soterramiento de ambas bajo las puestas en guión y en serie es, sin duda, el agujero negro de mucha creación fílmica y reflexión cinematográfica. A ello habrá que volver. Por ahora, baste constatar que de todos los términos propuestos en ese esquema del proceso cinematográfico es el de puesta en cuadro el único realmente ajeno y extraño al ámbito del discurso interno del sistema institucional del cine. Aquello que define el oficio del cineasta —configurar un cuadro de imágenes y sonidos a partir de los materiales verbales y referenciales previos— no tiene un término reconocido en el estrecho mundo del cine, más allá de lo estrictamente técnico de la filmación o de lo desviadamente artístico de la puesta en escena.
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06. EL MITO Y TIMO DE LA TRANSPARENCIA la fuerza del cine-cine y la debilidad de sus discursos
Quizá sea hora de reconocer la POTENCIA Y BELLEZA DE LOS CINES CLÁSICOS… y de sus relatos apasionados y apasionantes. Incluso, seguramente, haya de aceptarse que el imperio del relato otorgó al cine una riqueza extrema, aparentemente ausente sin el pliegue de la atracción mostrativa (de imágenes y sonidos) a la integración narrativa de los diálogos, voces, escritos y rótulos, de los guiones, argumentos y resúmenes. [Aunque antes de aceptar totalmente una afirmación así, sería necesario plantear qué ocurre cuando la narración es sustituida o doblada por otras estructuras: la argumentación, la exposición, la poetización… Para ello, habría que partir de las siempre ninguneadas historias y teorías de los otros cines y de las complejidades que pueden obtenerse de la imagen y el sonido mediante estructuras no narrativas. Un trabajo que sólo en las últimas décadas ha empezado a realizarse de forma más o menos acabada.] Del mismo modo, conviene reconocer que hay obras de los cines primitivos o modernos tan perfectas, redondas o sublimes como cualquiera de las obras maestras del cine clásico. Siempre que no se entiendan como tanteos o antecedentes, desvíos o juegos, de un supuesto verdadero cine-cine por llegar, superar o recuperar. Y aceptando, por ejemplo, que las posibilidades expresivas del cine primitivo quedaron, en cierto modo, abortadas o suspendidas por la decisión, en torno a 1906/1911, de
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tomar una vía única: la integración narrativa. ¿O acaso no es obvio cuánto de cine de atracciones tienen los macro-géneros hoy dominantes del melodrama y el meloespectáculo? ¿O cuanto de lo mejor del cine experimental, la video-creación, el ars electrónica o el net.art o la web 2.0. debería buscar su genealogía en mucho de lo que ocurrió en el universo artístico, recreativo y científico de las artes, los medios, los juegos y los espectáculos de donde emergió el cinematógrafo Lumière? Sin embargo, yendo un paso más allá, quizá tenga que asumirse que no podemos hablar del cine desde otro lugar que no sea el de la narratividad. Tanto por su dominio y hegemonía en la historia del cine, como por esa necesidad, implícita al espectador, de comprender y explicar el cine (y la realidad) desde el universo de los relatos y la narratividad. Nada en la película es necesaria e intrínsecamente narrativo… excepto, al parecer, el espectador que la contempla.
el porqué de una critica al sistema institucional
Mi exacerbada crítica no se dirige entonces al relato verbo-auro-visual de los variados cines clásicos, en cuanto que si es cine, es siempre algo más que una novela y, en cuanto que si es clásico, es siempre mucho más que un argumento apasionado y apasionante. La crítica —y, ¿por qué no, el disgusto?— se dirige a esa reducción constante de lo fílmico a un cine-novela en el que
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sólo interesan los argumentos: la verosimilitud u originalidad de las historias, la construcción de los personajes y los ambientes, la novedad o complejidad de las tramas… Siempre, claro, con el añadido de los elogios al arte cinematográfico que construye esos argumentos a partir de las piezas de un puzzle que no se quiere o no se puede encajar: la precisión del guión, el esplendor de los actores, la finura de los decorados, la belleza de la fotografía, el esmero del sonido, la corrección del montaje… Pero, ¿acaso no es evidente que hablar de cine no puede ser resumir sus historias o valorar los diversos oficios que lo componen? ¿Qué hacer y hablar el cine es —o no es nada— entrar en aquello que lo define: el trabajo, en la creación y en la recepción, sobre las imágenes y los sonidos? El disgusto se vuelve enojo —y la crítica, rechazo— cuando esa pasión por el cine-novela se transforma en adoración de los hipotéticos presupuestos estilísticos de un imaginario cine clásico: la “eficacia narrativa” y la “pertinencia mostrativa”. Convertidos en principios absolutos del “lenguaje del cine”, atenazan y falsean el aprendizaje y el ejercicio de la praxis fílmica bajo el ideario de la “transparencia fílmica”. Allí donde —dicen, aún hoy en día— el artefacto (la cámara, el plató, el proyector, la pantalla…) debe desaparecer en bien del artificio (el relato: una historia que debe contarse sola). La supuesta descripción del cómo es o fue se convierte en evidente prescripción del como debe ser.
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la transparencia: el núcleo duro del cine-cine
En los capítulos previos, he descrito los presupuestos del sistema institucional que entiende y opera el cine como un relato entre arte e industria, ejecutado en un proceso cinematográfico en el que se dibuja la preeminencia del montaje en la doble política económica y estética del cine-cine. Podemos analizar ahora más detenidamente el MITO DE LA TRANSPARENCIA FÍLMICA, verdadero núcleo duro —aquello que debe protegerse a toda costa— del paradigma ideológico que sostiene el sistema institucional en su reductora comprensión de la historia cinematográfica y la praxis fílmica. Dicho de modo más claro: que el cine dominante y hegemónico sea una manera de contar historias y vender películas es una elección histórica —de los sujetos en la historia del siglo XX—. Sean cuales sean los orígenes y las razones de tal comportamiento: de la intrínseca necesidad narrativa del género humano al dominio del Capital sobre las Masas y sus opios para el pueblo. Y sean cuales sean las coartadas académicas, más o menos afinadas, bajo las que funciona: el relato visual, el arte e industria, el proceso de creación, la especificidad del montaje… Contra lo que a veces se dice, la historia no se equivoca. Simplemente, fue. [Por supuesto, y por si acaso, quienes nos equivocamos somos los historiadores al contarla; especialmente cuando olvidamos la actualidad desde la que pensamos y escribimos]. De este modo, el cine fue du-
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rante un siglo y para la mayor parte de los implicados — hacedores, espectadores, charladores y escritores— un género narrativo. Digan lo que digan los narratocinéfilos sobre su grandeza y diferencia, ellos son los que sostienen el valor de esa idea del cine-novela… aunque luego saquen a colación lo del “mayor espectáculo del mundo” o el “arte del siglo XX”. No nos vale entonces llorar por lo que el cinematógrafo pudiera haber sido. Especialmente, por que ya fue y el problema es nuestra incapacidad para verlo y pensarlo en su verdadera consistencia aurovisual, más allá de las posibles o efectivas integraciones narrativas a las que fue, casi siempre pero no siempre, sometido. El verdadero problema surge cuando del reconocimiento del soporte literario del cine-novela como una práctica entre otras, saltamos a la defensa a ultranza del estilo cinematográfico de la transparencia clásica como norma única del hacer cine. Empeñado en defender el poder y el valor de los grandes relatos, el sistema institucional insiste en concebir el cine desde una falsa idea que nunca funcionó en esos mismos cines clásicos que supuestamente la dieron origen ni, por supuesto, funciona en los cines contemporáneos del melodrama o el meloespectáculo que arrasa los grandes circuitos de grandes salas. Y, sin embargo, tal como ya hemos planteado, sobre esa idea de la transparencia se construye el lenguaje del cine desde el que, equívocamente, entendemos y practicamos la historia cinematográfica y la praxis fílmica. Por eso, debemos examinar cómo se construyó y, especialmente, por qué aún perdura aquel mito.
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el doble principio: “lenguaje sencillo y habilidad técnica”
El ideario de la transparencia se basa en un DOBLE PRINCIPIO, cristalizado en el estilo cinematográfico del primer cine clásico [Ver cuadro 3]: — Por un lado, la EFICACIA NARRATIVA. La configuración de la imagen/sonido en las puestas en cuadro y en serie se subyuga a la figuración y narración de unos mundos/relatos exteriores y anteriores al hecho fílmico, construidos en las puestas en guión y en escena, aquello que antaño se llamaba, muy atinada aunque un poco pomposamente, lo profílmico. Dichos mundos/relatos son (deben ser) fuertes, densos… es decir, aunque no se diga, opacos, pues no dejan ver nada tras de sí. En las historias deben evitarse los momentos muertos, vagos, débiles, e incidirse en las situaciones dinámicas, precisas, enérgicas, aquellas que hacen avanzar el relato y arrastran al espectador en un torbellino de emoción que debe exigirse siempre a toda buena película. — Por otro lado, la PERTINENCIA MOSTRATIVA. La producción de la película en tanto factura (discurso, forma) se soterra bajo el producto de la película en tanto argumento (historia, contenido). Las películas deben evitar el efectismo visual, el esteticismo gratuito, el formalismo por el formalismo. Un lenguaje sencillo y una habilidad técnica son las mejores condiciones para hacer de la invisibilidad de la cámara (en el rodaje) y la imperceptibilidad del corte (en el montaje) las reglas de oro de una buena producción, es decir, de aquella que no se nota porque lo importante es la historia que se cuenta.
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Podría seguir añadiendo latiguillos. Pero es ya conveniente redescribir ese mito de la transparencia en una forma un poco más coherente y completa: borrando las huellas mostradoras y narradoras de su producción y subrayando los rasgos figurativos y narrativos de su producto, la película parece contarse por sí misma ante el espectador, haciendo olvidar que toda historia requiere un discurso, que todo argumento remite a una factura. A pesar de la aparente simplicidad de este axioma, más adelante veremos la complejidad que puede adquirir en el sistema institucional.
Cuadro 3: la política económico-estética de la "transparencia" borrado del discurso y subrayado de la historia
El eje de esta redescripción del ideario del sistema institucional del cine es la exacta complementariedad de sus dos extremos: BORRAR LA PRODUCCIÓN, SUBRAYAR EL
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PRODUCTO. Sin duda, ése fue el gran descubrimiento mitificado en Griffith. Que la imagen en pantalla (la película) se desvanece cuanto más se realza la historia en escena (el relato). Siempre, claro, según una estrategia precisa: el borrado de todo lo que tenga que ver con la factura y el discurso (los cambios de luz, los movimientos de cámara, los fallos de interpretación, las colas de montaje… las intromisiones del narrador, las incoherencias de la trama…) y el subrayado de todo lo que tenga que ver con el argumento y la historia (la construcción “psicológica” de los personajes y las tramas, la verosimilitud de los escenarios y situaciones…). Nace así ese doble principio de la transparencia en el que la pertinencia mostrativa (del discurso y la factura) se pliega a la eficacia narrativa (de la historia y el argumento). Este es el sentido preciso en el que debe entenderse el concepto de la integración narrativa de los estudios sobre el paso del cine primitivo al cine clásico. No sólo se trata de vehicular narraciones a través del cine sino de que el relato controle el espectáculo de las imágenes y los sonidos. Dicho quehacer se realiza, por supuesto, según una estrategia que es contraria a toda idea de neutralidad y sencillez. Podría formularse como una serie de TRES PREMISAS Y UNA CONCLUSIÓN: (a) cuanto más se cuartea la puesta en escena (en la multiplicación y exploración de los escenarios), (b) a través de la fragmentación de las puestas en cuadro y serie (en la multiplicación de los tiros de de cámara y los cortes de montaje), (c) dominadas por una continua y férrea puesta en guión (en la su-
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jeción del espectador a la información pertinente del mundo/relato, en la superposición de los puntos de vista narrativos a las posiciones y movimientos de cámara mostrativos, en la dominación de la historia sobre el discurso, en el cierre autosuficiente de la trama), (d) más parece borrarse la producción de la película —vuelta frágil, delgada, transparente— y subrayarse el producto: el relato fuerte, denso y opaco. la constante vulneración clásica de la transparencia
Sin duda, el ideal de la transparencia se mantuvo como un difuso horizonte de trabajo de la mayor parte de los cines clásicos en su edad dorada, entre 1930 y 1960, pues respondía a una política de alta productividad estética y rentabilidad económica. Pero también, sin duda, sólo era una pauta de trabajo que constante y conscientemente era vulnerada cuando ello colaboraba a los efectos dramáticos de la historia a contar. Un caso ejemplar: la “escena de la taberna” de la Aldea Maldita (Florián Rey, 1930). Una correcta y ajustada inicial planificación de los tiros de cámara y los puntos de vista (a partir de la entrada al local donde se desarrolla el drama) se ve, por dos veces, violentada por un salto visual en la posición relativa de los dos personajes que riñen: el esposo abandonado y la amiga de la esposa fugada. Dichos saltos visuales corresponden a eso que se llama “salto de eje de los 180º”: dos personajes que se miran en la escena, aparecen en pantalla mirando al mismo lado en
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sus planos respectivos (de donde parece deducirse, contrariamente a lo que sabemos por la situación, que no se están mirando en el escenario). El primer salto de eje, da paso al maltrato, por parte del esposo abandonado, de la amiga de la esposa. El segundo salto de eje da paso a la venganza (sobre el esposo) y la traición (sobre la esposa), por parte de la amiga maltratada (que descorriendo una cortina, muestra al esposo en qué se ha convertido la esposa: una mujerzuela de taberna). Se puntúa así, mediante dos actos de violencia de la factura y el discurso, dos actos de violencia en el argumento y la historia. Y se construye, además, un complejo juego en el punto de vista, pues al cederlo abruptamente (mediante el salto de eje) a cada uno de los personajes implicados, el narrador parece rechazar el curso de los acontecimientos, no hacerse responsable, ni estar de acuerdo, con la violencia que desencadenan los personajes. La factura y el discurso se espesan, aunque el argumento y la historia siguen fluyendo sin problemas, mientras se remarca tanto la violencia de los actos de los personajes como el rechazo del narrador ante ese comportamiento. Es ahí donde la Aldea Maldita se sitúa en una posición ética progresista contraria al reaccionario drama de honor que la película narra. El espectador, sin llegar a ser capaz de verbalizar todo este proceso durante la proyección —aunque sin duda ha sentido el efecto de los saltos de eje— se ve literalmente arrastrado a una determinada posición visual y moral (el rechazo de la violencia, del maltrato, de la traición…) de la que, sin embargo, nunca es plenamente consciente.
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la transparencia como falta de expresividad fílmica
Por supuesto, una rígida y completa “transparencia” insufla gran parte de la producción academicista y estandarizada del cine-novela en cualquiera de sus períodos y formatos: del cine de serie B de los años 40 al telefilme de los años 90, pasando por gran parte del cine de prestigio de todas las décadas. Pero quizá deba cuestionarse si esa transparencia no es, simplemente, una ausencia total de cualquier atisbo de expresividad puramente fílmica, más allá de la gracia o riqueza narrativa, escenográfica, interpretativa, fotográfica… que puede poseer tanto cine-novela. Tales riquezas —ajenas al trabajo de la puesta en cuadro sobre la puesta en escena— plantean hasta que punto gran parte del cine no es sino puro teleteatro, simple filmación plana y corrida de una puesta en guión y en escena ejecutadas de espaldas a todo sentido plástico y mélico de la imagen y el sonido que constituyen esencialmente el cine. Y, por supuesto, ese doble objetivo de la eficacia narrativa y la pertinencia mostrativa puede incumplirse de forma general en cada una o en ambas partes, tal como demostraron muchas de las aventuras y experiencias de las diversas ráfagas de los cines modernos y la tormenta general de las nuevas olas. Imposible aquí cartografiar todos sus casos: de un cierto cine asentado en cierta delgadez narrativa (en aquellas historias que parecen no empezar o acabar nunca y, sin embargo, nos mantienen pegados a la pantalla, a pesar incluso del desasosiego en la butaca) a un cierto cine asentado en la grosería mos-
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trativa (en aquellas películas que enseñan el propio proceso de su producción como parte del producto). Pero, en cualquier caso, una película —incluso la más transparente— no es un trozo de vida registrado y apantallado ante nosotros por artes telepáticas y telequinésicas. Una película es un espectáculo de imágenes y sonidos. Y si el quehacer fílmico no toma consciencia de ello —ya sea por la fuerza del mundo que registra o del relato que sostiene— está perdiendo, como mínimo, la oportunidad de dotar a ese espectáculo de la potencia que le corresponde en tanto mostración de imágenes y sonidos.
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07. UN AVANCE: LA ASPEREZA FÍLMICA la fuente de los equívocos: la imagen real
Si la transparencia nunca llegó a dominar la praxis fílmica de los adorados cines clásicos, y mucho menos domina en las diversas oleadas de los cines modernos (que la quiebran o rechazan explícitamente) o en los cines contemporáneos del neocine (que dicen respetarla, quebrándola igualmente)… ¿por qué se generó y se sostiene aún aquel ideal de la transparencia sólo válido para las prácticas más academicistas y estandarizadas del cine, simplemente, malo? Más allá de las coerciones económicas y sociopsicológicas del sistema institucional —que hemos descrito a lo largo de estos capítulos—, la respuesta a este interrogante nos conduce a la manera genérica e indiscutida en que se entiende la base estética o semiotecnológica del cine: la especial relación que la imagen y el sonido fílmicos tienen con la realidad que registran en la cámara y proyectan en pantalla. En el centro de todas las reflexiones posibles de la historia de las ideas cinematográficas se sitúa —precisamente, por su papel en el doble debate sobre la transparencia fílmica y la modernidad cinematográfica— el crítico francés André Bazin, de cuyo texto “la Ontología de la Imagen Fotográfica” (1945) extractamos unos párrafos: “La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad… En ese sen-
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tido podría considerarse la fotografía como un modelado, una huella del objeto por medio de la luz… Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan solo en la fotografía gozamos de su ausencia… Esta génesis automática ha trastocado radicalmente la psicología de la imagen. La objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente en toda obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el espacio… La existencia del objeto fotografiado participa de la existencia del modelo como una huella dactilar… La distinción lógica entre lo imaginario y lo real tiende a desaparecer. Toda imagen debe ser sentida como objeto y todo objeto como imagen”. Toda reflexión teórica sobre la especificidad del cine y de los medios audiovisuales parten de esta idea: que la fotografía o la fonografía son antes un registro de lo real (ejecutado por una máquina automática e inhumana) que una representación de la realidad (realizada por la mente y la mano del hombre). El dibujo, el grabado, la pintura invocan un JUICIO DE APARIENCIA: el mayor o menor parecido de la imagen con la cosa. El cine y los medios audiovisuales invocan un JUICIO DE EXISTENCIA: el “haber estado allí de la cosa” que diría Roland Barthes. A pesar del profundo carácter ficcional de la mayor parte del cine, como espectadores nos comportamos de forma diferente ante una imagen pictórica y ante una imagen/sonido fílmicos, ante una película de “dibujos animados” y ante una película de “imagen real”. Sobre esa potencia de la fotografía viviente se sostiene,
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aún, el poder del relato visual, gracias sobre todo al ideal de la transparencia instituido por el sistema institucional.
la conspiración ideológica del sistema institucional
Las diversas capas del sistema institucional aquí descritas —de la intrínseca narratividad cinematográfica a la transparencia fílmica— no surgieron de una reflexión premeditada sino de una aplicación intuitiva basada en aquella política económico-estética de la productividad y la rentabilidad de los primeros cines clásicos norteamericanos y europeos. Así, la idea del cine-cine fue lentamente elaborada a partir de la integración narrativa de la atracción mostrativa propia del período primitivo. Sobre la ineludible mostración de imágenes y sonidos del espectáculo en pantalla se injertó, literalmente, la narración de palabras y palabras de un relato. Sólo posteriormente se construyó sobre aquella práctica una ideología del cine-novela y el cine-clásico como supuestas cualidades intrínsecas del cine-cine. Los objetivos
estilísticos
de
los
primeros
cines
clásicos
se
convirtieron así en principios lingüísticos de todo cine. ¿Por qué? Porque a mayor invisibilidad (construida) en la producción, mayor es la naturalidad (sentida) en un producto que, a pesar de toda la artificialidad de cada una de sus puestas, sigue basado en fotografías. El mundo/relato se impone con toda su potencia analógica, arrastrando tras de sí la mirada y la mente del espectador.
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De una forma oscuramente lógica, el valor de la fotografía viviente del proyecto Lumière nutre el poder de las ficciones y las fantasías del proyecto Griffith: el espectador, se sumerge y hunde en el interior de una trama inscrita en la pantalla con el valor de lo “realmente existente”. La mejor definición del cine-cine, en su precisión, en su ironía: “el arte de proyectar al espectador en el interior de la pantalla sin moverle de su butaca”. El alcance social de esta estrategia textual es evidente. Sobre la invisibilidad y naturalidad de las películas se ejecuta una gran manipulación ideológica sobre el espectador. Se afirma su emoción —en la identificación con los personajes y las tramas— y se niega su reflexión, en la anulación de todo juicio sobre un discurso y una factura cuya historia y argumento se identifica con la vida misma. La supuesta transparencia —que nos permite contemplar esa vida otra— se construye así sobre la máxima opacidad, que nos impide ver y oír el mundo y la vida real, detrás de los mundos y relatos posibles de las ficciones y las fantasías cerradas sobre sí mismas en la pantalla. De este modo, la fosilización del lenguaje del cine en torno a ese doble falso ideario de la invisibilidad de la producción y la naturalidad del producto es el gran instrumento textual de un control social al cual el cine parece abocado como medio de masas. Ahora bien, como toda operación ideológica, su derrumbe empieza cuando se denuncia su propio carácter ideológico, es decir histórica y culturalmente construido.
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el découpage y la articulación del espacio-tiempo
Noël Burch escribió, a finales de los años 60 uno de los más influyentes manuales de los estudios cinematográficos durante las últimas cuatro décadas. Se trata, claro está, de Praxis del Cine (1969), un libro que aún merece la pena ser leído, por la lucidez de sus análisis y a pesar de todas sus trampas. El autor plantea que el DÉCOUPAGE/DESGLOSE (despiece de un todo en fragmentos) es el eje moderno de la creación y la reflexión fílmica. Dicho concepto —tomado de la denominación francesa del guión técnico, découpage technique— cubriría por completo el proceso cinematográfico, del guionaje al montaje, pasando por el rodaje: “No se trataría ya de tal o cual fase de la escritura previa de un film, de tal o cual operación técnica: se trata en realidad de la factura más íntima de la «obra acabada». Desde el punto de vista formal, un film es una sucesión de trozos de tiempo y de trozos de espacio. El découpage es pues, la resultante, la convergencia de un découpage del espacio (o más bien una sucesión de découpages del espacio) realizado en el momento del rodaje, y de un découpage del tiempo, previsto en el rodaje y concluido en el montaje”. A partir de esa idea de la película como sucesión de trozos, Burch analiza el juego de la ARTICULACIÓN DEL ESPACIO-TIEMPO, denominación que a partir de entonces sustituye los términos de gramática y sintaxis aplicados
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a la descripción de los “planos” y sus “relaciones”. Dicha articulación se construye sobre la continuidad o discontinuidad, temporal y espacial, que se puede establecer entre dos fragmentos-découpages de tiempo, las TOMAS, y entre dos fragmentos-découpages de espacio, los CAMPOS. A partir de esas relaciones, se establecen (o no) los ACORDES (“raccords”), vínculos de continuidad o discontinuidad entre dos fragmentos de espacio-tiempo relacionados. Dichos acordes pueden ser escénicos (de luces, decorado, atrezzo…) o fílmicos (de mirada, dirección y posición de los personajes). [Advierto ahora —aunque vengo manejándolos así desde el principio— que utilizo los conceptos de toma y campo de una forma estricta, pero poco habitual, para referirnos a lo que normal y equívocamente se denomina “plano”. Posteriormente espero mostrar la pertinencia de aceptar estos términos de campo y toma como —respectivamente— el indisoluble continuum de espacio y tiempo abarcado en el intervalo del acción/corten, tal como queda configurado entre las fases del rodaje y el montaje.]
una nueva praxis atrapada en un viejo lenguaje
Por supuesto, Noël Burch no planteaba esta categorización de las relaciones entre fragmentos de tiempo y espacio de manera prescriptiva o normativa (“lo que debe ser”) sino descriptiva y analítica (“lo que es”). A fin de cuentas, su interés estaba centrado en los concretos ataques de los diversos cines modernos que reventaron o
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reinventaron los cines clásicos. Pero —de una forma harto extraña— su formulación quedó reducida a ser la más exitosa versión actualizada de la descripción y prescripción de las leyes inmutables del cine-cine. Una primera razón del fracaso del proyecto teórico-analítico de Noël Burch puede explicarse por la nula distancia entre la descripción (lo que es) y la prescripción (lo que debe ser), cuando se fijan tan minuciosamente las aparentemente neutras reglas de la articulación entre dos tomas o entre dos campos. Por más que luego se insista en “el trabajo dialéctico y ambiguo”, a la contra, de la creación cinematográfica. Burch cayó en una trampa: creyó que el lenguaje del cine del que partía y al que llegaba es un instrumento neutro, para la creación y recepción fílmica. Pero, en realidad, el llamado “lenguaje del cine” es el producto final de un sistema institucional del que no hay escape entre sus límites. Burch cree estar hablando de cómo se articulan la imagen y el sonido fílmicos en cualquier tipo de cine, cuando en realidad sólo habla de imágenes y sonidos tal como ya están articulados por el cine-cine. Así, por ejemplo, la diferencia entre cine clásico y cine moderno no estriba en que el segundo piense y actúe desde el concepto de découpage. La diferencia es que los cines modernos entienden y practican desde la multiplicidad y pluralidad de las tomas/campos lo que los cines clásicos habían entendido y practicado desde la unicidad y linealidad del relato visual en su organización de planos, escenas y secuencias. Es la época de Griffith y no la de Godard la que descubre que cuanta mayor sea la frag-
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mentación del espacio-tiempo dramático (en la puesta en guión y en escena), mayor puede ser la sensación de unidad, continuidad y totalidad adquirida por el espaciotiempo fílmico de la película (en la puesta en cuadro y en serie). La diferencia entre lo clásico y lo moderno es por tanto interna a esa compartida asunción de la fragmentariedad: en un extremo, la factura clásica busca y encuentra los modos de borrar la discontinuidad de los trozos (de la película) y subrayar la continuidad del todo (el relato); en el otro extremo, la factura moderna se entretiene, en ilimitadas variaciones, en jugar con los borrados y subrayados de la continuidad y la discontinuidad entre los trozos que se plasman en pantalla y componen la película.
la doble fragmentación de la película a la imagen
Por más que Burch escriba de y desde la más radical modernidad, sigue hablando —por culpa del lenguaje en el que piensa— en la más recia y reacia, normal y tradicional, clasicidad aunque sea él mismo quien la llame, condenándola,
MODO
DE
REPRESENTACIÓN
INSTITUCIONAL, M.R.I. Dicho M.R.I. es, evidentemente, el concepto que aquí se reformula como sistema institucional del cine. Porque no se trata de un describir un modo único y estático de un momento de la historia (el del cine clásico), sino de explicar un sistema dinámico, múltiple, variable, capaz de integrar los diversos modelos de creación y producción
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que varían a lo largo de la historia… para que todo siga igual. Ese sistema, por ejemplo, que entiende el cine como una superposición inevitable de un desfile de imágenes en movimiento (los fotogramas en la pantalla) bajo un despliegue cambiante de imágenes (las tomas/campos que se suceden, siempre demasiado velozmente, en la película). Y que, por tanto, hace del montaje —y no del rodaje— el lugar específico de la creación del sentido fílmico en la “articulación” de los “trozos” de la película como “obra acabada”. Es ahí donde la definición del film como “una sucesión de trozos de tiempo y de trozos de espacio” revela una fragmentariedad —la de los campos/tomas de la película— pero oculta otra siempre obliterada: la cualidad exagerada e intrínsecamente fragmentaria de cada uno de esos trozos del desfile de imágenes en movimiento y sonidos en vaivén en la pantalla; se unan o no en un despliegue ilimitado de imágenes y sonidos cambiantes en la película. Tal como nos enseña el triunfante fracaso de Burch —en su intento de renovar la práctica y el discurso cinematográficos— es necesaria una redescripción del lenguaje del cine que no conduzca, de nuevo, a las prescripciones del cine-cine entendido como un grado cero de la imagen fílmica: una lengua natural y neutral, que luego respetar o vulnerar según las capacidades o las intenciones del creador. Como se verá, esa redescripción parte de la intrínseca fragmentariedad de los trozos de espacio-tiempo en pantalla, a partir de los que se constituye el continuo espacio-temporal de la película. Pero es necesario empezar realmente desde cero si se quiere llegar a una correcta
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definición de la imagen fílmica que no sea sólo una nueva descripción de la imagen canónica, tal como se emplea el centro o los márgenes del sistema institucional. Para ello, deberemos bajar de nivel y examinar el material del que están forjados los sueños y las pesadillas de la pantalla.
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08. BREVE RESEÑABIBLIOGRAFÍCA
Todo hacer posible, en cualquier ámbito de la práxis, depende del juicio crítico, analítico y reflexivo sobre el saber, más o menos equívoco o certero, en el que se funda un determinado campo de estudio y trabajo. De este modo, la idea del cine aquí sometida a examen procede de una serie de autores y libros cuyas propuestas se originaron y mantuvieron como el discurso dominante de una práctica hegemónica: la del cine entendido como el proceso de construcción de relatos visuales y películas comerciales. Su devenir es el que se relata en todas las Historias del Cine, de la clásica y aún viva —por su literaria y académica capacidad de síntesis— de Román Gubern (1969. Barcelona, Lumen, 1995) a la más moderna —por su ansía de intertextualidad e interculturalidad— de Mark Coussin (2005. Barcelona, Blume, 2005), pasando por manuales como el Arte Cinematográfico de David Bordwell y Kristin Thompson (1979. Barcelona, Paidós, 1995) y obras colectivas como Historia General del Cine, editada en doce volúmenes por Gustavo Domingues y Jenaro Talens a partir de los desiguales trabajos de casi un centenar de autores (Madrid, Cátedra, 1995-1998). Sobre todas estas historias, sin embargo, destaca la Cultura del Cine de Vicente José Benet (1999. Barcelona, Paidós, 2004); publicado anteriormente como un Siglo en Sombras, Valencia, Ediciones de la Mirada, 1999) por su caracter reflexivo sobre qué es el cine en cada periodo considerado. Precisamente ¿Qué es el Cine?, de André Bazin (1957. Madrid, Rialp, 1990) sigue siendo el eje teórico sobre el que ha
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gravitado el campo completo de los estudios cinematográficos, a partir del papel jugado tanto por la transparencia fílmica como por la ontología fotográfica del cine. Lo más paradójico es que el naturalismo de Bazin es casi el exacto envés del formalismo preconizado por Nöel Burch en su Práxis del Cine (1969. Madrid, Fundamentos, 1970) sobre el que se asientan la mayor parte, aún, de las introducciones al lenguaje del cine. Como complemento a estas propuestas teóricas, existe más de media docena de repasos generales por las teorías del cine, cada uno de ellos escrito desde una cierta postura disciplinar, como la filosófico-estética de Dudley Andrew en las Principales Teorías Cinematográficas (1976. Madrid, Rialp, 1992), la semiológica de Francesco Casetti en Teorías del Cine, 1945-1990 (1993. Madrid, Cátedra, 1995) o la sociológica de Robert Stam en Teorías del Cine: una introducción (2000. Barcelona, Paidós, 2001). Una entrada diferente al hecho fílmico viene dada por las llamadas “poéticas” cinematográficas, los escritos de los propios cineastas, entre los que aún cabe destacar Notas sobre el Cinematógrafo, de Robert Bresson (1975. Madrid, Ardora, 1997) y Esculpir en el Tiempo: reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, de Andrei Tarkovski (1984. Madrid, Rialp, 1991). Para terminar, destacar la Puesta en Imágenes: conceptos de dirección cinematográfica, de Josep M. Català Doménech (2001), pues, a pesar de ser casi el opuesto a los principios que animan este trabajo, no cabe duda de que se trata del mejor manuel sobre la construcción de relatos visuales tal como el cine fue entendido y operado durante un siglo.
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Una cierta idea del cine se editรณ digitalmente por Shangrila Textos Aparte dentro de la colecciรณn Materiales en abril de 2009
UNA CIERTA IDEA DEL CINE Luis Alonso García
Una cierta idea del cine es la primera parte de un libro dedicado a explorar la estructura elemental del lenguaje del cine a partir de tres ataques: la discusión sobre las ideas dominantes y hegemónicas que han rodeado el saber y el hacer del cine durante un siglo; la formulación de un concepto de imagen (y sus tipologías) que sea útil y eficaz a la praxis y el análisis fílmico; y, por último, la descripción de una doble e inextricable configuración plásticoicónica de la imagen-cine como resultado del trabajo sobre la toma y el campo entendidas como unidades básicas de la creación y recepción cinematográficas. De este modo, en la primera parte aquí recogida, se someten a juicio, una tras otra, las grandes ideas cotidianas del mundo de la cinefilia y la cinefagia: el “relato visual” como territorio exclusivo del cine (y su consiguiente reducción a soporte literario, género narrativo o formato novelesco); el “arte” y la “industria” como doble horizonte obligado (a pesar de la evidencia de que toda praxis comunicacional es un oficio y un comercio); el “proceso cinematográfico” como procedimiento único (en el que lo estético se rinde ante lo económico, y la imagen/sonido ante el guión y el argumento); la “transparencia cinematográfica” como objetivo último (a favor de la opacidad narrativa de relatos como la “vida misma” y en contra de la densidad mostrativa del propio espectáculo de imágenes y sonidos); el “montaje” como especificidad del arte cinematográfico (en contra del acción/corten como acto fílmico original); y, por último, la muletilla de la “imagen en movimiento” como especificidad del medio fílmico (en contra del carácter esencial que las “fotografías vivientes” han tenido, al menos durante sus primeros cien años, en la historia del cine).
MATerIAleS 1
Shangrila Textos Aparte - ISSN: 1989-4740