"Cinco parpadeos"

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“Cinco parpadeos.” Habían pasado apenas 6 meses desde aquella tarde en que ella había perdido parte de su vida, por no decir, que había perdido su vida entera. No comía, no hablaba mucho y sus ojos rojos te contaban todo los llantos que no podían ser contenidos por más que intentara. Sebastián, su esposo, no estaba pasando por una situación muy distinta a ella. Era el hijo de ambos y era el mismo dolor después de todo. Pero por lo menos, él hacía el intento. Ese día en especial fue cuando la bomba detonó, su familia y amigos entendían su dolor, por lo que le habían dado “un tiempo” para que ella volviera a la rutina y para que pudiera seguir con su vida después de su perdida. Nada de eso había pasado. Elena, aquella treintañera mujer, con pequeñas arrugas en los ojos cuándo sonreía, aquella mujer pelirroja y de ojos grandes y pestañas largas, parecía querer quedarse sumergida en sus dolorosos pensamientos, ahogándose con cada uno de los “y si hubiera…” o los “y si no hubiera…”. Al parecer seis meses ya había sido demasiado tiempo, su esposo comenzaba a enfadarse cuando no encontraba la comida lista después de que él llegara de trabajar. Elena solo rodaba los ojos con fastidio y le contestaba que no era su sirvienta y que la dejara en paz. Por otra parte, su hija Lauren contenía el llanto cuando llegaba de la escuela a hablarle de su día y su madre la ignoraba. –Pensé que las cosas cambiarían eventualmente, pero todo sigue igual, y eso me preocupa Elena. –le dijo su esposo cuando la vio recostada en la cama, mirando hacia la nada y con una expresión vacía. –Debieras dejar de decirme como vivir mi vida. –respondió cuál adolescente de 15 años. –¿Vivir? Dudo demasiado que lo que haces ahora es vivir, tu vida en este momento no tiene sentido, te has quedado estancada cuando hay otras personas que te necesitan. ¡Lauren te necesita! –exclamó Sebastián con desespero. –Pensé que ella te tenía a ti. –contestó con una indiferencia, que indignó al hombre enfrente de ella. –Que egoísta de tu parte, entonces no nos culpes cuándo nosotros no estemos en este infierno más. –respondió molesto, y recalcó su furia con un severo portazo al abandonar la habitación. Y ella no lo hizo. Elena no los culpó cuándo su hija Lauren de 12 años y su pareja, Sebastián, se marcharon sin decir palabra. Pero ella no podía culparlos cuándo fueron tres días después, cuando ella se dio cuenta de la ausencia de ambos. Fue doloroso al principio, sí, pero ya había perdido a una de las personas que más amaba, que más 1


daba si perdía a las otras dos. Aunque sinceramente no les contaba como perdida, ellos seguían ahí, en algún lugar, viviendo su vida, viviendo la vida que Diego no había podido vivir. Ese día en especial era 20 de Febrero, el viento entumecía sus sonrojadas mejillas, había decidido ir a visitar la tumba de su pequeño hijo porque era su cumpleaños. El cumpleaños de su hijo y también el de ella. Habían nacido el mismo día, oh bellas casualidades de la vida, al principio, ella había creído que era la coincidencia más hermosa y mágica del mundo, ahora solo podía pensar en dolor. Después de pasar un tiempo derramando lágrimas, y hablándole a una tumba, se percató que a su lado se encontraba otra señora, al parecer era viuda y visitaba a su esposo, parecía triste y resignada. –¿Cómo se murió…tu hijo? –preguntó la señora de cabello plata, cuando el incómodo silencio fue demasiado para ambas. –En el mar.–respondió y luego continuó. – Murió ahogado. Solo bastaron cinco segundos en que lo perdí de vista, y ya era demasiado tarde, él tan solo tenía 4 años. –Lo siento mucho –Solo fueron cinco parpadeos. –dijo con angustia, como si justo en ese momento se hubiera percatado de ello.

–Entiendo. –respondió con simpatía, ninguna volvió a hablar después de eso. Cuántas cosas pasan en tan poco tiempo y cuantos sueños se destruyen sin que alguien lo pueda evitar. Ese año, su único regalo fueron los sonidos de sus sollozos y los torpes abrazos y palabras vacías de una desconocida. No tardó mucho en pasar el tiempo. Elena seguía engañada en que su vida era mejor así. Pero si era sincera, aún no podía concebir que fuera su segundo año sin él. 20 de febrero, y en vez de pastel de cumpleaños se la pasó hojeando cada uno de los viejos álbumes de fotografía, donde solo habían sonrisas y momentos felices, y estos yacían tan lejanos, tan, tan lejanos, que no podía creer que esa mujer de mejillas sonrosadas y hoyuelos en las mejillas era ella. En el tercer año, lo único que podía sentir además de la profunda tristeza y las increíbles ganas de arrojarse de un puente, eran las manecillas del reloj, caminando lentamente, más lento de lo que lo hicieron nunca. En el cuarto y quinto año no hubo mucha diferencia, extrañaba a Lauren demasiado, así que se animó a escribirle una carta, la cual pasó más de tres horas escribiendo a mano y tratando de decirle lo mucho que la extrañaba, más sin embargo no tuvo el

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coraje de entregarla. Al año siguiente, rompió la carta que había escrito con anterioridad en pedazos y mejor decidió llamarle, ella nunca contestó. Era el sexto año sin él y solo tenía tardes vacías, donde el único sonido provenía de sus labios y no eran más que sollozos y llantos desesperados. En el séptimo año decidió viajar a Barcelona para alejarse un poco de todo, tomó muchas nuevas fotografías, bebió una botella completa de vino, pero al fin de cuentas, solo quedaban recuerdos, vagos e inconexos recuerdos. Ese año y ya eran ocho. Su cabeza le dolía demasiado, pero no eran dolores de una jaqueca común y corriente, estos dolores la hacían querer desaparecer por siempre, la mareaban y le daban ganas de vomitar. Perdía peso a un ritmo acelerado y se sentía muy cansada. Así que por más que pospuso y trató de no darle importancia a los síntomas que tenía desde hace tiempo, fue al médico. Tenía cáncer. Y tenía 6 meses de vida. Cuán cruda realidad y cuan coincidencia tan grande puede ser que, después de repetir alrededor de quinientas veces que te quieres morir, la vida finalmente te lo haya cumplido. Pero se sentía mal y se sentía vacía. Aún no entendía que era lo que la había llevado hasta el punto de enfermarse de esa manera, muchas teorías apuntaban que la tristeza puede hacer que enfermes y mueras de esa manera inesperada. Los doctores, por el contrario decían que cada cuerpo reacciona diferente, y la quimioterapia no es tan efectiva en unos casos como en otros. Sea como fuere, ella estaba enferma y estaba muriendo y ya había pasado ocho años con una profunda soledad calándole los huesos y con la única compañía de su vieja radio entonando música que odiaba. 8 años. ¡Que rápido pasa el tiempo! O quizá que lento. Porque Elena no podía recordar la última vez que había visto los ojos miel de Lauren, o la última vez que había compartido un cálido abrazo. Extrañaba las galletas de su madre, y las canciones de cuna que le cantaban cuando era niña. Y cuando menos se lo imaginó estaba frente a una dirección que su hermana le había dado, frente a la puerta de él. Y de pronto ya estaba frente a Sebastián quién solo le miraba en silencio. Ojalá fuera fácil decir todas esas cosas que quieres gritar, pero como se dice, se calla en los momentos en que se debe hablar, porque la cobardía y el miedo casi siempre se apodera de nosotros. Se mordió el labio con fuerza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuantos errores, y apenas se daba cuenta. No solo había perdido a su hijo, había perdido al amor de su vida, a las personas que más amaba por no haber sabido enfrentar los problemas.

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Y entonces la realidad llegó rápido y de golpe, frías como gotas de agua que te arruinan el maquillaje, y por ende el día. Como agujas que se encajan profundo dentro de ti, la realidad evidente que deseas no verla, pero sigue ahí, reprochándotelo en la cara. Y se preguntaba cómo comenzó todo, y cómo terminó tan pronto. Pero después de ocho años, de pretender que todo estaba más o menos bien, sin importar las lágrimas, y los llantos, los sollozos desesperados, los arrepentimientos, la soledad repleta de palabras no dichas, besos no dados, y una sonrisa fingida, se dio cuenta que ella no estaba bien. Y no tenía nada que ver con su muerte anunciada a la vuelta de la esquina, era algo mucho más grande que eso, eran las ganas de sonreír una vez más, y que no fuera igual que antes, porque lo que está roto nunca vuelve a ser igual, pero por lo menos que las cosas sean un poco mejor, porque perder a alguien no quiere decir que nunca más podrás volver a ser feliz ni compartir risas en vez de lamentos. –Regresa a casa. –le dijo Sebastián, y fue como si pudiera leer sus ojos, 16 años de matrimonio, se recordó a sí misma. Ella asintió e intentó no llorar cuando le contó las palabras del doctor, y pretendió no ver las lágrimas de dolor que él derramó y luego se limpió con el dorso de la mano y también fingió no escuchar la voz rota de su hija tras el teléfono cuando Sebastián le conto todo, junto a las palabras “ella te necesita” y la respuesta de Lauren cuando contestó “¿Y dónde estuvo ella cuando yo la necesité?” Era cierto de todas maneras. Ese mismo día fue visitar a su madre. –Dicen que una madre no debe enterrar a un hijo, siempre debería ser al revés, nunca entendí lo cierta de esa frase hasta el día de hoy. –comentó su madre y ella negó con la cabeza y usó sus últimas fuerzas para formar una débil sonrisa. Elena tenía tantas cosas que decir pero prefirió callar, quizá en otro momento, en otro tiempo, en otra vida. –Te amo mamá. –dijo en su lugar. ¡Ah! Cinco suspiros. Cinco respiraciones. Cinco parpadeos. Cinco sonrisas. Cinco pestañeos. Y cinco letras pueden hacer la diferencia. Te amo. Elena sabía que las cosas no serían como antes, lo supo desde el día en que enterraron el cuerpo de su hijo menor, lo supo desde el día en que llorar se había convertido en parte de su rutina. Y ahora que intentaba recuperar todo en tan pocos meses, no podía. Su nieto, el pequeño Javier, no le llamaba abuela. Ni siquiera la conocía. Su hija a pesar de que hacia el intento de conversar y hacerla sentir un poco mejor, aún le miraba con cierto rencor. Todo el mundo le miraba con resentimiento. Y no los culpaba, de verdad que no lo hacía.

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Porque en esos pocos meses había comprendido sombríamente todo lo que dejó de lado por no saber afrontar las pruebas de la vida, tan crueles, crudas y dolorosas, pero al fin y al cabo eran situaciones con los que tuvo que haber lidiado. Ella no era tan indispensable en la vida de nadie, ni en la de su hija o la de su ex-esposo, ni ellos tampoco lo eran para Elena. Pero siempre, sin importar el qué, serían la parte buena, la parte feliz, que le hacía saber que no todo fue en vano. En ese momento tenía a su hija consigo, y a su pequeño nieto, y tenía a Sebastián, y al resto de amigos y familia que aunque no admitiera extrañó con vehemencia. Y se reprochaba por haberlos alejado. Tenía charlas que debió de haber tenido hace 5 años, tenía risas y galletas con chispas de chocolate a la hora del té. Tenía en su regazo su libro favorito, el cual terminó de releer esa misma tarde, era ese que le hacía llorar sin importar cuantas veces leía las mismas líneas una y otra vez. Y se preguntó como la vida se puede concentrar tanto en un solo momento, borrando muchos momentos malos, y tampoco entendía como se podía vivir más en cuatro meses que en ocho años completos. Pero todo estaba bien, porque finalmente estaba en el lugar que desde un principio debió de estar, esperando escuchar el último canto de su madre, aquella canción de cuna que le entonaba con suavidad cuando era niña. Estaba en ese lugar, ese punto y aparte de la vida y la muerte, donde curiosamente la tristeza y la felicidad son uno mismo, y lo único que quieres es descansar, no dormir, simplemente descansar.

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