Anécdotas y vivencias
Vacaciones en San Roque con nuestra tía Hilda
Rodrigo Víquez Fonseca
Vacaciones en San Roque con nuestra tía Hilda “Juventud, divino tesoro, ¡te fuiste para no volver! A veces quiero llorar y no lloro… y otras lloro sin querer…” Rubén Darío
Rodrigo Víquez Fonseca
Hubo en San Roque de Barva (Barba en aquel entonces de la década de los 40) una linda finca cafetalera que medía cerca de 20 manzanas (14 hectáreas). Ese fundo rural pertenecía a nuestros abuelitos paternos Pedro Dionisio Víquez Barrantes y Remigia Catarina Avendaño Araya y se ubicaba a 150 mts. al oeste de la ermita de la localidad, por la carretera que lleva de Barva a San Lorenzo de Flores. Era, según el sentir de todos los vástagos de la familia Víquez Fonseca, el sitio más bello y más rebosante de amor, por las razones que adelante se dirán. Esta propiedad tenía un amplio frente a la carretera, ocupado en una parte por un plantío cafetalero y en otra por una espaciosa zona verde (el potrero frontal), con un portón “carretero” de hierro y otro peatonal que permitía el acceso a un callejón de entrada delineado por árboles de ciprés. Frente a la carretera había una pequeña casa (antaño llamada “piecita”) levantada con paredes de adobes de barro y techo de tejas. Allí vivieron Nono* y Nonita* durante un año y ocho meses después de su matrimonio y, al refugio de este hogar, un 11 de abril de 1918, la tía Odil vio la primera luz del día. Como a los 100 mts. de distancia de la calle, inmersa en un ambiente bucólico de honda intensidad, se encontraba la casa principal de los abuelos, cobijada por la sombra de múltiples árboles de porte grande, principalmente higuerones,
cipreses y guachipelines. Era una antigua pero muy amplia vivienda campestre, con un corredor frontal abierto y un caedizo lateral empedrado, donde se ordeñaban las vacas. Después del corredor había una antesala, luego el comedor, una despensa amplia y la cocina con su infaltable “moledero”, un horno de barro y ladrillos para asar pan, un filtro para purificar el agua, una tinaja de barro, una cocina de leña y la pila para lavar trastos. En forma lateral, por el norte y el oeste, estaban una serie de dormitorios y fuera de la casa, en otro caedizo, se encontraba la pila para lavar ropa. Sólo nos falta hablar de uno de los aposentos más importantes en la vida social de la familia: me refiero a la sala, que abarcaba una amplia pieza con un ventanal grande que daba hacia el corredor frontal. Aquí estaba el retrato de los abuelos y de todas las tías (que fueron muy lindas en su juventud), un enorme reloj con un péndulo enchapado con oro (regalo de Nono), una efigie de un cristo de Esquipulas y otras imágenes religiosas. En este sitio se “ponía” el portal, lleno de alegorías religiosas y encerados, el cual ocupaba toda la habitación y era diseñado por la Tía Marta, con la ayuda de dos peones de la finca. Por aquí desfilaba toda la vecindad para admirar ese bello “Nacimiento”, de un hondo sabor campirano. Todas las noches, en compañía de las tías y con un profundo respeto, aquí se rezaba el rosario. A la par del corredor se localizaba un servicio sanitario de pozo negro y, anexo a él, el cuarto de baño que –a decir verdad–, no era utilizado con mucha frecuencia (servía, más bien, para guardar algún yugo para carretas, varios canastos y otros enseres campesinos). Desde esta casa partía un callejón enzacatado definido por cercas de alambre de púas sobre postes vivos de madero negro, el cual llevaba hasta un potrero interior donde pastaban un par de vacas lecheras y una yunta de bueyes. El plantío
cafetalero, localizado a ambos lados del callejón, era extenso y estaba lleno de árboles frutales, mayormente naranjos, manzana rosa, guabas y guajiniquiles. La porción este del cafetal era atravesada por una acequia de curso permanente, cuyas aguas cantarinas arrullaban las noches de los moradores de la vivienda. Como una curiosidad, muy particular de esta propiedad, vale decir que por ella pasaba la tubería madre del acueducto del cantón de Flores. Esta agua venía desde el monte, captada en una finca de mi abuelito, razón por la cual le dieron un privilegio especial sobre esa agua, por medio de una cañería adaptada al tubo madre. Así, entonces, “San Roque” tenía dos suministros de agua: el acueducto de Barva y la concesión de Flores. En el potrero interior, cubierto por una espesa alfombra verde de zacate, había varios higuerones muy frondosos, cuyas ramas casi tocaban el suelo; también una hilera de tapa vientos de manzana rosa así como una pila con un tubo para abrevar el ganado. Aquí se celebraron muchos almuerzos campestres con los tíos José Colombo, Milton y otros invitados de la colonia italiana. En las fotografías Tío José Colombo aparece siempre con camisa de manga larga y corbata, ya que nuca perdió aquel donaire que siempre lo caracterizó. Ese potrero llegaba hasta una ladera poco empinada que terminaba en la orilla del Río Segundo (que marcaba el lindero norte de la finca), lleno de piedras por donde las aguas discurrían plácidamente a la sombra de un bosque de enormes árboles autóctonos, en los que anidaban diversas especies de aves multicolores. Al llegar a este sitio atrás quedaba el ruido de la civilización, de las carretas, de los buses, de las prisas y de las inquietudes. Sólo existía la belleza indomable de la Naturaleza. Aquí, precisamente, se sucedió mi primer encuentro con las pozas,
en un momento en que yo todavía creía que bañarse desnudo en el río era malo porque se enojaba y se iba el Ángel de la Guarda. Así de linda era la finca de nuestros ensueños. Casi ni “Los Espinos” despertó en nosotros un sentimiento de cariño y cobijo como lo fue San Roque. Y es que existía una razón especial: el inmenso amor que, a corazón abierto, nos prodigaban las tías Raquel, Lola, Teresa, Maquita, Bertilia y Tula, quienes no se cansaban de acariciar a sus sobrinos preferidos –los hijos de chepe–, quien tanto les había ayudado en su soporte económico, principalmente en la manutención diaria. La Tía Teresa abundaba en bendiciones para Ángela: “Mijito, cómo está Ángelita”, repetía a cada rato. ¡Como que Ángela era el “camote” de tía Teresa! Luego de este preámbulo –que en manera alguna pretende describir cabalmente lo que fue “San Roque”–, paso a narrarles la historia capital de este relato, la cual se refiere a unas vacaciones de quince días que pasé en la finca, acompañado de la Tía Hilda. Érase el mes de diciembre del año de 1941, cuando yo acababa de cursar mi primer grado de escuela primaria y me encontraba de vacaciones. Otro tanto sucedía con tía Hilda, que tenía ocho años de edad más que yo y ya cursaba el tercer año de educación secundaria, en la Escuela Normal. Aprovechando ese período de asueto estudiantil, a tía Hilda le resultaba muy provechoso darse una “zafadita” a San Roque, cambiar un poco de ambiente y, de paso, aprovechar la oportunidad para “coger” café y ganarse alguna platita, que bastante falta nos hacía. “Pobrecita Hilda. Fue la única de nosotras que cogió café”, me dice tía Carmen hoy en día. Con ese dinero compraba ropa y telas que ella misma cosía para confeccionar algunas prendas de vestir.
Entonces, con el ánimo al tope, un día lunes emprendimos el camino con nuestros enseres a cuestas. El trayecto lo hacíamos a pie, pasando por Barva, ya que aunque existía un atajo por barrio Mercedes, el cual acortaba mucho el camino, era un trayecto muy solitario, que obligaba a atravesar un potrero. ¡Muy peligroso para una muchacha de 16 años y un carajillo de ocho! Ni modo, había que irse por Barva. Al llegar a la casa de las tías, después de más de una hora de “volar pata”, ya ellas nos estaban esperando por cuanto habían sido avisadas con anticipación sobre nuestra llegada. Allí, de una vez, nos asignaban una cama, dos almohadas y una buena cobija. El resto de ese día se gastaba en comer, tomar café con tamal asado (riquisisísimo), conversar con las tías y disponer lo conveniente para la cogida de café del día de mañana. Nuestro tío Isaac, el mandador de la plantación, nos enviaba a un “corte” del cafetal cercano a la casa, donde tía Hilda y yo recolectábamos café solos, sin el peligro de que algún cogedor experimentado nos “echara la junta”, obligándonos a juntar el café de su calle. A tía Hilda la proveían de un “juego completo de café”: el canasto, la faja y el saco. Yo iba a la par de ella con un perol que me prestaban las tías, “bandoleando” las partes más bajas de las matas de café. Por la tarde, después de un sabroso café con pan casero y tamal asado, venía la medida del café. Con cada día que pasaba se iba engordando la cuenta de cajuelas recolectadas, lo cual tenía un efecto psicológico muy favorable sobre nuestros ánimos, ya que nos permitía fantasear un poco con el dinero ganado hasta ese momento. Tía Hilda siempre me participaba un tantito de esas ganancias. Todos los días íbamos a un árbol de mandarinas –cerca de la casa– y bajábamos dos frutas de las mejores, que enviábamos con “Monchito” hacia Heredia, para Papá y
Mamá. Monchito era un personaje polifuncional en esta finca. Todos los días iba y volvía de Heredia, con unas alforjas al hombro, donde traía la principal manutención. Él vivía en la casa de la finca. Parece ser que una hermana suya tenía varios hijos con el tío Isaac. Nosotros esperábamos con ansia su regreso, ya que Papá siempre nos enviaba una melcocha de coco marca La Estrella, que era una verdadera delicia para nuestros paladares. Durante la noche, después de rezar el rosario, tía Hilda me narraba varios cuentos, preferentemente alguno de las “Mil y una noches”, como “Aladino y la lámpara maravillosa” o “Alí Baba y los cuarenta ladrones”. Cuando ya nos recogíamos en la cama, yo me arrellanaba plácidamente en el rincón de ella, ya que al ser las 9:00 de la noche, la casa quedaba totalmente a oscuras, como si el puño de un enorme gigante la hubiese aprisionado. Entonces, yo quedaba profundamente dormido, soñando con altas montañas de granos de café. Con el despuntar de la aurora, cuando ya los primeros rayos de sol se colaban por las rendijas de las ventanas anunciando el nuevo día, oíamos el bramido de la vaca y su ternero que ya Monchito tenía amarrada en el caedizo, lista para iniciar el ordeño. ¡Era hora de levantarnos! Con un vaso en la mano íbamos a tomar leche al “pie de la vaca”, para luego pasar a la cocina a degustar el café matutino con tortillas, natilla y leche agria. A veces, algún pedacito de queso. Luego, de nuevo al cafetal a seguir la faena diaria: coger, juntar y medir el café, hasta llegar a la media tarde. El sábado era el día más feliz de la semana. La cogida se paraba al mediodía y durante la tarde comenzaban a llegar los y las cogedoras de café, bien bañaditos y mudados, a retirar la paga de toda aquella semana de esfuerzos. Atrás quedaban los rasguños de las ramas secas, los gusanos de ortiga, las
hormigas y las avispas. Este día era muy especial, ya que esta gente durante todo el año no lograba un salario tan elevado como el que conseguían cogiendo café. Hacían fila frente a la amplia ventana de la sala, de madera con dos hojas de abatir, donde el tío Isaac iba pagándole a cada uno de ellos según la cantidad de cajuelas recolectadas, contabilizadas en una libreta. No había boletos en ese tiempo ¡Lástima, hubieran sido un hermoso recuerdo, como sucedió en Los Espinos! Así transcurrían plácidamente los días de nuestra permanencia en ese lugar encantador. Pero… al fin, llegaba el momento de volver a casa. Y, cuando nos despedíamos de los tíos y tías y emprendíamos el regreso, yo caminaba en silencio al ritmo que me marcaba el paso de tía Hilda. ¡En aquella infancia mía tan sencilla, sentía que había vivido un mundo de quimeras que se habían convertido en realidades! Saludos Tío Rigo * Papá y Mamá.
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