La pila del parque central y el playground

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La Pila del Parque Central y El Playground

 La Pila

Allá por el año de 1945 (a mis 12 años de edad) nuestra “barra de chavalillos” del barrio La India frecuentaba asiduamente el parque central y el playground, localizados uno frente al otro, en el corazón del área metropolitana de la ciudad de Heredia. Resulta ser que en ese entonces la pila del parque se mantenía llena con agua bastante limpia, que se renovaba continuamente. La gente se cuidaba de no ensuciarla lanzando basuras y envases de desecho como suele suceder actualmente. Esa coyuntura de agua limpia, con algunas plantas acuáticas principalmente lirios, le permitió a las autoridades municipales – respaldadas por agentes de policía (“pacos”, les decíamos nosotros), mantener una gran cantidad de peces de diferentes especies y colores. Nosotros, como buenos jóvenes traviesos, fabricábamos un anzuelo doblando la punta de un alfiler, al cual le poníamos una carnada de migas de pan, para “pulsearla” a ver si picaba algún pez. La gran mayoría de las veces – por no decir que casi siempre -, los esquivos pescados eludían nuestro esfuerzos por atraparlos. Ocasionalmente, tal vez fuera por chiripa o tan solo uno de esos golpes de intuición, utilizando nuestras manos o un colador, lográbamos un mediano éxito en esa pesca furtiva y atrapábamos algún descuidado pescado que iba a parar a nuestra boca, para luego salir corriendo hasta el play donde manteníamos un tarro con agua. ¡Más de una vez algún compañerillo, en su apuro, se tragó algún pescadillo! Toda esta faena la realizábamos bajo una enorme presión ya que al chavalo que la policía sorprendía pescando iba derechito para el “tabo” (cárcel).


Esta pesca no pasaba de ser un entretenimiento inocuo ya que eran pocas las oportunidades en que lográbamos atrapar algún pez, los cuales eran muy listos y nosotros teníamos el hándicap de mantenernos “ojo al Cristo y manos a la cartuchera” por si aparecía algún “Tombo” (Paco o policía). Sin embargo, no nos cansábamos de ese entretenimiento ya que aquel suspenso ejercía sobre nosotros un influjo casi magnético, que nos obligaba a repetir esta faena todas las noches. En mi memoria esta pila está cuajada de muy gratos recuerdos ya que fue nuestra bañera cuando nos graduamos de bachilleres en el Liceo de Heredia, (año de 1941) y la municipalidad nos dio permiso de celebrarlo lanzándonos al agua con todo y uniforme. Entonces, los cuadernos volaban deshojados por el aire y a las compañeras las acercábamos a la pila y allí les lanzábamos agua hasta dejarlas totalmente empapadas...y muy sexys. Para ese entonces la pila ya no tenía peces y poco tiempo después la costumbre del “baño de los bachilleres” se fue perdiendo, hasta desaparecer por completo, no sin antes dejar en mi memoria muchas bellas remembranzas de aquellos inolvidables tiempos estudiantiles, que he recordado durante décadas y que todavía me abruman y conmueven.  El Playground (Parque Educación Física)

Fue uno de los sitios que más diversión nos proporcionó en nuestra juventud. Allí nos recreábamos haciendo ejercicios que nos permitían gastar un poco de aquella energía que nos sobraba en aquel entonces. Ocupaba casi un cuarto de manzana, abarcando lo que hoy es el anfiteatro y una zona verde del Club de Jardines de Heredia. Sus frentes a calles publicas lo limitaban unos altos barandales con balaustradas de concreto. Hacia el sur tenía un largo “pollito” donde las parejas se sentaban a marcar. Su acceso era a través de unas gradas ubicadas en un


chaflán de su esquina sureste, donde había un portón metálico de doble hoja que en la noche se aseguraba con una cadena y un candado; esos dispositivos no nos detenía ya que nosotros accedíamos brincándonos la baranda. Por ser un terreno a más alto nivel que las calles la gente ocasionalmente lo utilizaba para ver pasar el desfile del 15 de setiembre y las procesiones de semana santa. En su costado sur se llevaba a cabo el “sermón del encuentro”, emotiva predica dirigida mayormente por Padres Claretianos, cuando la Virgen Dolorosa se topaba con Jesús con la cruz a cuestas, camino al calvario. Por el norte colindaba con la casa de nuestros tíos Joaquín Guzmán Y Marta Víquez y por el oeste lo limitaba el edificio de ladrillos que ocupaba una sucursal de Banco Nacional de Costa Rica (hoy Palacio Municipal). En su esquina noroeste estaba (y aún está) el imponente edificio del Fortín. Cerca de su entrada había un volantín que consistía en un fuerte y grueso tubo central de hierro, que en su parte superior tenía un engranaje de donde pendían cerca de seis cadenas que al final tenían una especie de sentadera que le permitía al usuario montarse a horcajadas para no salir arrojado cuando girara el volantín. Era una sencilla pero ingeniosa estructura que facilitaba rotar aprovechando la fuerza de los pies contra el suelo. Ese esfuerzo motriz permitía alcanzar una gran velocidad circular, para luego dejar que esa fuerza centrífuga continuara moviendo a los volantineros que iban suspendidos, disfrutando de un emocionante paseo circular. Eso sí, terminaba uno muy mareado y más de un chavalillo “botaba el rancho” durante estas maniobras. En una ocasión a un amigo nuestro, cuando el volantín alcanzó la mayor altura y velocidad posible, se le reventó la cadena y salió disparado por el aire, yendo a caer acurrucado con todo un amasijo de hierro, como a los 4 metros de distancia. Dichosamente el acontecimiento tuvo mas visos de jocoso que de grave. Cercano al volantín, y como eje central de todos los juegos, estaba una enorme estructura constituida por unos altos tubos metálicos, verticales y horizontales, de donde colgaban unas argollas de hierro que facilitaban realizar todo tipo de malabares, según fuera la habilidad de cada usuario. En los extremos de este conjunto metálico había unas escaleras que por el lado sur daban acceso a dos toboganes de madera y al norte había unos bajantes metálicos paralelos, semiinclinados, que permitían deslizarse hasta el suelo. En esos tubos horizontales era donde íbamos a bracear y, también, donde más de uno de nosotros resultó con un brazo quebrado.


Cercano a ese cuerpo principal, hacia el oeste, había otro similar pero más pequeño y con solo tres argollas. Seguía luego, por ese mismo rumbo, un subibaja de tres plazas, que era un columpio constituido por una tabla móvil sobre un eje metálico, el cual permitía balancear las diferencias de peso de los usuarios. Un poco más hacia el sur, allí cerca, estaban las barras paralelas, para ejercicios más atléticos, que eran mayormente usadas por personas desarrolladas en su aspecto físico. Y, de manera casi anexa, estaban los tubos metálicos que soportaban las hamacas grandes que permitían columpiarse a diferentes alturas según fuera la habilidad y el valor de cada parroquiano. Recuerdo que Julián Pérez fue el rey de este columpio, ya que alcanzaba tales alturas que si las cadenas que soportaban el asiento se hubiesen reventado hubiera ido a caer al parque central. Me falta destacar, cerca del extremo noreste, la presencia de otro juego de hamacas más pequeñas destinadas a personas de menor edad. Todos los artefactos descritos estaban montados sobre fuertes planches de concreto que impedían que durante el invierno se hicieran barreales y se ensuciaran esos juegos metálicos. Durante la noche era terminantemente prohibido usar estas instalaciones, las cuales eran celosamente vigiladas por las autoridades, pero nosotros no respetábamos esa limitación y todas las noches íbamos a disfrutar de ese sinfín de diversiones que teníamos a la mano: rotar en el volantín, guindarse de las argollas, deslizarse en los toboganes, mecerse en los columpios, brasear en las paralelas,… Nuestro tío político, don Rafael Vindas, fue durante mucho tiempo el “guachimán” de este parque lo cual nos daba a los Víquez cierta categoría de mando sobre el uso de esas instalaciones, que fueron uno de los pasatiempos que más diversión nos proporcionó en nuestra juventud.


 Un Faquir en el Play

Cierta vez, en mis tiempos de estudiante de secundaria, se realizó una festividad en el parque central a beneficio de la Escuela Normal. Como complemento a las atracciones que allí se ofrecían, en la zona verde del play – cerca del volantín – se instaló una carpa donde un “adivino oriental” descubría los secretos ocultos de las personas y predecía el porvenir. El costo de la consulta era de una “peseta” (dos reales ó ȼ 0.25), lo cual en aquellos tiempos no era muy barato. Desde un inicio a mi me picó la curiosidad por conocer la verdadera identidad de aquel mago que, al decir de la gente, parecía ser muy acertado en sus pronósticos. Entonces, hice cola en la carpa, pagué la peseta y accedí al recinto donde, a la luz mortecina de un candelabro de varios brazos, me recibió un personaje sacerdotal sentado en el piso, con sus piernas cruzadas al estilo indio, luciendo un colorido turbante, unos mostachos retorcidos, una luenga barba y un vistoso collar de abalorios. Allí cerca había un incensario que despedía un fuerte olor a esencias orientales y un juego de naipes con diferentes figuras y números. Amablemente me invitó a tomar asiento en un banco de madera y luego de un estudio contemplativo sobre mi persona inició su disertación: me dijo que las ciencias astrales le permitían deducir que yo era un aventajado estudiante de secundaria y que el futuro me reservaba muy halagüeños logros profesionales. Para entonces yo no le ponía atención a su perorata y más bien me devanaba los sesos por averiguar quien era ese famoso Faquir, cuya figura me resultaba harto familiar. Sin embargo, no logré descifrar el misterio de su identidad, a la vez que el “adivino” ya se sentía incomodo con mi manifiesta actitud por descubrir a este protagonista.


Como no me fue posible lograr mi objetivo, opté por una solución más simple. Me puse a rondar el sitio, a la espera de que aquel “mago” terminara su consulta y saliera del Play vestido de civil. Así lo hizo al ser las 9:30 pm, pero salió apuradamente por la baranda este, bastante cubierto, con anteojos, sombrero y una bufanda alrededor de su cuello, y rápidamente se enrumbó hacia el norte, donde dobló a la derecha pasando por el Patronato Nacional de la Infancia y nuevamente volvió a torcer hacia la derecha, como hacia el Liceo. Yo lo seguía como a 25 m de distancia, lo que me permitió observar cuando ingresaba en la casa de la Sra. Arabela Borbón. Así se develó aquel misterio que me había mantenido en ascuas: ¡El mago era el Sr. Álvaro Solera Borbón, quien más adelante sería conocido en la comunidad herediana como…”el padre Solera”!

En esta fotografía relativa a la inauguración del playground – allá por el año de 1920 – se observan figuras muy distinguidas de la comunidad Herediana: don Marco Tulio Salazar (el de sombrero), don Víctor Trejos, don Bernardo Benavides, el Ing. Samuel Sáenz, los Drs. Juan Bernini y Eduardo González y otros que no pude identificar.

Saludos cariñosos Tío Rigo


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