LA POZA DEL CAJÓN Mi época de estudiante de primaria estuvo fuertemente definida por un apetito insaciable por la natación, lo cual me llevaba a realizar un recorrido casi diario por las pozas de los ríos de Heredia: Los Tres Chorros, El Cometa y la Calabaza en el río Pirro; la Poza del Cajón y la Cartaga en el río Burío y el Olimpia, Los Playones y el Tururo en el río Segundo, sin olvidar La Presa en San Roque. Yo aprendí a nadar a los 9 años de edad en el Cometa, la poza de mis ensueños. Hoy, 70 años después, su recuerdo me representa una agradable excusa para regresar a los días de aquel lindo período de mi adolescencia. El río Pirro a menudo permanecía un poco sucio, con aguas "achocolatadas" que en verano formaban charcas estancadas, con una gran población de "cabezones" (larvas de renacuajos y sapos), pero no acarreaba aguas negras. Cuando ingresé al Liceo de Heredia —que tenía un gimnasio con pila de natación— amainó mucho (aunque no desapareció del todo) mi afán por bañarme en las pozas.
En una de mis visitas al Cometa, mientras tomaba un baño de sol, una mosca de tórsalo depositó un huevo en mi cabeza y, cuando me percaté de ese evento ya era demasiado tarde: tenía una "chivola" en la jupa y sentía el morder de la larva que, con un apetito voraz, a cada rato le daba por estar alimentándose del tejido de mi cabeza. Sentía que si no fuera por la bóveda craneana me iba a perforar hasta el cerebro. Mamá intentó por todos los medios a su alcance de extraerme aquel bicho que me ocasionaba tremendos dolores de cabeza. Incluso una vez estuve dos días con un trapo amarrado a la cabeza, sosteniendo un pedazo de tocino a fin de estimular al tórsalo para que se pasara para la carne de cerdo que, sin lugar a dudas, era más suculenta que el tejido de mi cabeza. Pero todo ese esfuerzo fue en vano y al final tía Odil me llevó al sitio que yo más temía y menos deseaba visitar: la casa de la vecina doña Mercedes Ruiz. Doña Mercedes era una mujer robusta, de un carácter muy fuerte, que se particularizaba por su trato un tanto recio con la gente. Apenas llegué —y como ya había sido enterada por tía Odil de todos los pormenores del caso—, me inmovilizó con sus fuertes piernas y con sus dos manos tomó mi cabeza y comenzó a presionar la pelota que tanta molestia me causaba. Lo primero que salió fue un poco de líquido sanguinolento que era el medio donde vivía el gusano que, poco a poco, cedió ante la presión de los dedos de Doña Mercedes y comenzó a asomar su peluda cabeza, ya que se encontraba en una etapa avanzada de su metamorfosis de larva (gusano) a adulto (mosca). ¿Cuán intenso fue mi dolor en aquel desagradable momento? Lo dejo a la imaginación de ustedes. Sólo recuerdo que por unos instantes perdí el conocimiento. ¡Ah ... qué benditos tiempos aquellos en que la anestesia era casi desconocida y nuestras curaciones equivalían a un violento tratamiento, semejante al que se aplicaba a muchos animales! ¡Con el dentista era algo peor! Todavía hoy en día mantengo un “pelonazo” cerca de la coronilla, como una huella indeleble del paso de aquel insecto por mi cabeza. Pero, volvamos a las pozas. Allá por el año de 1943 se habían ahogado muchos carajillos de la ciudad de Heredia: en la Calabaza, El Cajón, Los Tres Chorros (donde casi patalea mi tío José. Lo salvó el finado Ángel Ledezma cuando ya estaba boqueando) y la mayoría en la poza Azul del río Virilla, sitio al que también íbamos a pescar barbudos. Esa alarmante muerte de muchachillos alertó a las autoridades locales que comenzaron a ejercer una vigilancia más estrecha en los ríos. Y, así fue como una tarde del mes de marzo, cuando nadábamos en la poza del Cajón —sita unos 100 m al oeste de la actual escuela de Fátima—, “Mono Zurdo” Rojas, Joaquín “Picho” Vargas, el viejo Lewis y yo, nos cayó la policía y nos llevó detenidos al cuartel. Nos indicaron que no había cargos específicos en
contra nuestra, pero que por reglamento debían avisar a nuestros padres para descargar responsabilidades. Mientras permanecíamos en la "preferencia" del cuartel nos percatamos que cada uno de nosotros llevaba una flecha, que eran prohibidas por la ley "¿Y si nos registran, ¿qué va a pasar?" nos preguntábamos alarmados. Eso sería un “tortón” que agravaría aún más nuestra situación, pensábamos ingenuamente. Entonces, como un chispazo vino a nuestras mentes una gran idea: teníamos que ocultar las flechas para librarnos de aquel cuerpo del delito. Fue entonces cuando “Mono Zurdo” (el más inquieto de todos nosotros) se fue para el baño y detrás de la taza del inodoro escondió todas las flechas y, al fin, pudimos respirar más tranquilos. Ya más tarde, en el cuartel enviaron un guardia a avisar a nuestras casas para que vinieran a sacarnos de la chirona. Cuando Mamá llegó a la cárcel mi estómago experimentó un fuerte espasmo, al comprender lo que me esperaba al llegar a la casa. En efecto, la "fajeada" que recibí no fue cosa de envidiar, pero más me dolió que me tuvieran dos días en cama, castigado sin poder salir de la casa. Hoy, cuando en retrospectiva traigo a mi mente el desarrollo de aquellos sucesos no puedo menos que agradecer a las autoridades y a Mamá por el celo que pusieron en resguardar la seguridad de aquellos "mocosos" atrevidos, que más de un dolor de cabeza les causaron a sus padres. Pero la gran incógnita de aquel suceso es definir qué hicieron las autoridades cuando descubrieron cuatro flechas ocultas detrás de la taza del inodoro. Gozaron mucho o se sintieron perplejas ante el misterio de las flechas. ¡Vayan ustedes a saberlo! Por mi parte todavía sigo recordando aquella experiencia como un suceso más de mi inquieta existencia juvenil. Saludos afectuosos.
Rodrigo Víquez Fonseca / Para Desde el Fortín
Fotografía: Colección del señor David Jara Bolaños