Los cuentos de Tío Rigo A los siete años de edad yo cursaba el primer grado de primaria en la “escuela Cleto” (año de 1941). Por ese entonces falleció nuestro hermano Fernando, atacado por una violenta fiebre tifoidea. Fue un episodio muy doloroso que afectó duramente a toda nuestra familia. Mi madre se trastornó mucho y no paraba de llorar. Ese golpe anímico repercutió fuertemente en nuestro núcleo familiar, que entró en un periodo de profunda depresión, del cual nos costó mucho salir. Hasta a la gente de San Roque les tocó su parte, ya que eran muy identificados con nosotros. El día del deceso Mamá llamó a mi hermano Lalo y le dijo: — Mire Eduardo, vaya a San Roque y les lleva la noticia a los tíos y tías de allá. Y, para allá se fue Lalito, a pie y llorando todo el camino. Yo, en cambio, ese día desde temprano fui enviado a la escuela y a mi regreso quedé estupefacto al encontrarme con un ataúd con el cuerpo de Fernando, co-
locado en un cuarto en lo que hoy es la casa de tía Ángela. Al día siguiente del funeral, Mamá tuvo el cuidado de recoger y enterrar en el cafetal todos los envases vacíos de medicinas, sueros e inyecciones, a fin de que no los viera la abuela y se le avivara el sentimiento de dolor que la dominaba. También, como en este tipo de enfermedades el riesgo de contagio es muy elevado ya que el microbio subyace en el polvo que se acumula en todos los rincones de la vivienda, procedió de inmediato a desinfectar la casa con carbolina, cuyo penetrante olor me ha causado hasta el presente un fuerte rechazo a ese producto. Posiblemente porque lo asocio con el deceso de Fernando. Asimismo, junto con mi hermana Odil, dispuso todo lo perti-nente para que, en la Unidad Sanitaria de Heredia, ubicada en el sitio que hoy ocupa la Municipalidad (diagonal a la Casa Cural), se nos aplicara la vacuna contra la tifoidea, cuyo tratamiento con-
sistía en tres dosis inyectadas, con una semana de intervalo entre ellas. Allí atendían el Dr. Marcos Rodríguez (bastante anciano, por cierto) y la enfermera Rosita Castro. Cuando llegó el día de la primera cita, mis hermanos Lalo de 10, José de 8 1/2 y yo de 7 años, cargados de adrenalina acudimos solos a ese centro de salud, los tres “cagaditos” de miedo, como quien dice “cortando clavos”. Al llegar allí hicimos una inquietante antesala hasta que fuimos llamados al “salón de los suplicios” que, para nosotros, nada tenía que envidiar a las cámaras de tortura de la Inquisición. Allí nos bajamos los pantaloncillos cortos, nos acostamos en una mesa metálica con un cobertor de hule y, con una desafilada y enorme aguja, nos perforaron la poca carne que en ese entonces —y aún hoy—, exhibía nuestro escuálido nalgatorio. ¡Cómo dolía ese bandido pinchazo! y el líquido, mejor no acordarse. Vale que estábamos acostumbrados a los piquetes de las avispas de los panales que solíamos alborotar a punta de flechazos. A raíz de ese suceso yo desarrollé una “psicosis agujística” que logré superar hasta que aprendí a aplicar inyecciones en mis tiempos universitarios. Al salir del salón experi-
menté un justificado arrebato de orgullo y escuché una voz totalmente inesperada: “¡Felicidades Rigo!”, Fernando estuvo todo ese tiempo conmigo, respaldándome por completo. Una respuesta negativa a ese tratamiento fue la fuerte reacción de rechazo de nuestro cuerpo a esa sustancia extraña que, a los tres hermanos, nos provocó una fiebre de hasta 39°C que nos mantuvo en cama durante casi una semana. Lo bueno del caso fue que Nona nos “chineaba” mucho, nos compraba un refresco de Kola (una extravagancia en aquel entonces) y todos los días nos daba un huevo tierno “sopeado” con tortilla. Todo ese esfuerzo y sacrificio tuvo su recompensa. La respuesta inmunológica de nuestros organismos fue excelente y nos mantuvo a salvo de aquel fatídico patógeno. Mientras, algunos familiares muy cercanos a nosotros – como los primos Víquez Herrera – fueron atacados por la misma enfermedad. Dichosamente sin resultados funestos. El tiempo siguió su curso y luego la tía Carmen se ennovió con un cartaginés llamado José (Pepe) Fedulo. Era una persona muy simpaticona que al poco tiempo de visitar nuestra casa cayó enfermo. Y no fue cuento. Pepe Fedulo no se levantó más de esa cama. Murió atacado por una vio-
lenta fiebre tifoidea. Estamos hablando de tiempos muy rigurosos tanto en el aspecto económico como en el sanitario. Para entonces nosotros no calzábamos zapatos, los pisos de la casa eran de tierra, el escusado de pozo negro y nuestros cuerpos eran unos oportunos hospederos para los piojos, las niguas y las pulgas. El tétano era otro temible azote que casi se lleva al tío Alfredo para el “otro lado”. No había buenos analgésicos y los dolores de barriga se curaban a pu-ro té de yerbabuena. También, los tratamientos odontológicos eran un ver-dadero suplicio. Hoy, a mis casi 80 años de edad, todavía mis quijadas guardan una raíz de muela que un dentista de la época me dejó como recuerdo de aquella violenta praxis de antaño. Dichosamente, para entonces ya estaba por caer aquel velo de opacidad que cubría los grandes inventos, que estaban próximos a ver la luz del día: la penicilina, los insecticidas clorinados (DDT), las fibras sintéticas como el nailon, los analgésicos y anestésicos de amplio espectro y los taladros dentales de alta velocidad. Y… los tres más sublimes de todos: la minifalda, los hilos dentales y el diamante azul (la Viagra). ¡Felicidades! Tío Rigo