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Esteban V. in memoriam
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Primera edición — Enero 2016
© RAMÓN L. FERNÁNDEZ Y SUÁREZ Edita la Asociación de Escritores de Madrid www.asociacionescritores.com Portada: Vittorio Carpaccio, «Joven Caballero en un Paisaje». 1515. Cedido por el Museo Thyssen–Bornemisza de Madrid al que mostramos agradecimiento. Ilustración página 51: María Almendárez, a quien asimismo ofrecemos nuestra gratitud. Directora editorial: Chiqui Lorenzo Imprime: ULZAMA Digital
ISBN: 978-84-943808-5-3 Depósito Legal: M–38208–2015
IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN
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"Yo vivía dentro de mi imaginación..." Fernando del Paso
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Rodrigo de las Eras
Índice Palabras previas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Rodrigo de las Eras. Caballeresca Tradición de San Jorge de la Aljama . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3º de Cuaresma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Entremés para el Día de Difuntos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La abeja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La abeja (2ª Parte) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Estatuto de Bayona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desde la memoria emocional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fragmento de una carta anónima a María Magdalena . . . . Memorias del Museo del Louvre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La monarquía como lugar histórico en el desarrollo político de las sociedades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En oleadas sucesivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gligémino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. Impresiones veraniegas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. La noche y el día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Glamelias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV. Galante petición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . V. Cronos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VI. Conjeturas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII. Silencio de cal y mirto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VIII. Desesperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Recuerdos de Septiembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Mambisa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Oníricos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El canto del ruiseñor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los juguetes rotos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sin solución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Señá Rita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un Vals de Lanner . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cayó el telón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Rodrigo de las Eras
Palabras previas Un clásico en el siglo XXI
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odrigo de las Eras, de Ramón L. Fernández, es un clásico que pudo haberse escrito en el siglo XVIII con la filosofía de Hume, la de de Locke o el sentimentalismo de Rosseau: en su obra se encuentra todo el positivismo y el pensamiento político de sus filósofos preferidos. El relato titulado Rodrigo de las Heras, que da título a todo el contenido del libro, es un clásico que pudo escribirse igual en el siglo XVIII o en el medioevo. En este libro todo cabe... especialmente los dramas calderonianos en busca de la honra perdida de una dama. Lo que ocurre en el caso de nuestro autor es que el vengador no es, como suele acostumbrase en los libros caballerescos o los dramas del siglo XVIII, el marido engañado. El vengador es el hijo de la mujer ultrajada y abandonada, un muchacho con agallas suficientes para esperar a crecer y cobrar venganza en la carne del padrastro que le engaña. Yo hubiera preferido que el autor se centrase solo en esta historia medieval de exquisito vocabulario, porque Ramón L. Fernández está perfectamente capacitado para seguir escribiendo en el tono de cinco siglos atrás. Pero
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Ramón L. Fernández y Suárez
a nuestro autor le tientan también las historias modernas, y ahí, a mi juicio, se maneja con menos arte, porque no acaba de encauzar el vocabulario juvenil que impera hoy, y así recubre a los personajes de “La Abeja” con textos a su buen estilo mezclado con las nuevas tecnologías. Menos mal que enseguida, en otro relato, vuelve al Estatuto de Bayona, a Godoy... y en estos resbaladizos terrenos el autor se maneja como pez en el agua, Ramón L. Fernández es un virtuoso de la escritura. Coloca cada palabra en el lugar correspondiente y siempre la justa y necesaria. Si los consejos sirvieran para algo, le diría que profundice aún más en estos temas medievales, de caballerías, realezas y mendigos serviles, porque perteneciendo sus personajes a ellos su pluma borda, atrae, enriquece. Cada autor, sea de la época que fuere, debe crearse su propia escuela, y Ramón la tiene ya creada. La nobleza de sus escritos impide las frases malsonantes, los engaños trileros de bellos comienzos y finales confusos, donde quieren abarcar lo que no conocen dejando al desamparo sus recursos estilistas. Ramón L. Fernández es un gran escritor. Sólo espero que no se deje tentar por las modas y se convierta en un autor mediocre. Hoy por hoy no es así, y sin duda el libro titulado Rodrigo de las Heras y sus diferentes relatos mantendrán a los lectores con el interés muy alto hasta que caiga el telón. Carmen de Silva Velasco Periodista, poeta, escritora y Coordinadora del Grupo Literario Troquel de Boadilla del Monte
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RODRIGO DE LAS ERAS Caballeresca Tradición de San Jorge de la Aljama A la memoria de Dña. Margarita de Blanc y Terry, princesa Ruspoli di Candriano
I
lisenda de Mombernardo murmuraba una oración al asomarse a la ventana. Era un amanecer lluvioso a finales del invierno. Mientras, sus pupilas borrosas despedían el fúnebre cortejo. Crespones negros tremolaban en los alféizares de su castillo. La otrora gentil doncella despedía así a quien durante seis meses tuvo por amantísimo marido. Guifre de las Eras abandonó el tálamo nupcial para cumplir, por vez primera y última, su protagonismo como caballero de auténtica estirpe ampurdanesa. Lloraba la dama sin consuelo y su tristeza contagiosa se apoderaba de todas las estancias y cocinas, de los gélidos salones, de los almacenes y caballerizas del castillo. Preñada quedaba la joven señora que meses más tarde, en una mañana luminosa, alumbraría a un futuro paladín de la comarca. Rodrigo de las Eras creció así como hijo póstumo; mimado, pero huérfano del modelo caballeresco que su padre le habría proporcionado. Huérfano sí, mas heredero y receptor de una muy larga tradición caballeresca de hidalguía y lealtad acrisolada en la que la devoción a la verdad constituía una divisa omnipresente. A los diez
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años ya se entrenaba en el manejo de las armas. La espada y la ballesta heredadas de su padre obraban prodigios en sus manos infantiles. Tres años después era el laúd traído de Alemania el instrumento que, con brillantez inusitada, acompañaba los sonidos estridentes que al virilizársele la voz, salían de su garganta juvenil. Infancia y juventud que, sin dejar de ser felices, se veían frecuentemente ensombrecidas a causa de las innobles actuaciones y desplantes del segundo esposo de su madre. Elisenda de Mombernardo, mujer educada conforme a las costumbres de la baja Edad Media, era diestra en bordados y aficionada a la lírica trovadoresca, pero no así (como tampoco la mayoría de las damas de su época) en regir con provecho las ricas posesiones heredadas de su padre y de su difunto esposo, las que aunadas bajo su apellido constituían un muy singular atractivo que sumar a sus encantos naturales. Tampoco se le suponía capaz para la administración de los caudales que atesoraban sus arcas, almacenes y graneros. Era, pues, una rica-hembra codiciada por un gran número de caballeros que, ávidos de riquezas y pobres en escrúpulos, abundaban en su entorno. Todos ellos, emulando la conducta con la cual antaño la había pretendido el traidor Santiago del Fonollar, falso detentador de las ingentes riquezas usurpadas durante largos años a su desaparecido esposo. Su fama de señora de buen ver y mejor estar sobrepasaba las fronteras de su extenso señorío. Pretendientes del Alt Ampurdán y hasta del más remoto y transfronterizo Rosellón, competían entre sí por serle presentados, con la esperanza de alcanzar el decisivo beneplácito de su mirada azul, que les haría administradores exclusivos de tan extraordinaria hacienda, en opinión de todos, mal aprovechada.
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Un acicate adicional a la perentoria avidez de estos señores lo constituía el imparable desarrollo de su vástago y único retoño: el joven Rodrigo quien, al cumplir la mayoría de edad, debía entrar en posesión del legado de su padre, alejando de este modo a dichos interesados aspirantes de la posibilidad de administrar en provecho propio tan envidiables posesiones. II
ras diez largos años de luto, añoranzas y perdidas ilusiones, cedió al fin la dama y abandonando la casi eterna viudedad concedió su mano a un galán maduro, quien parecía aprestarse a entregar su propia vida en el empeño por merecer la estima y gratitud de mujer tan señalada... y en especial, tan bien dotada. Como parecía obligatorio, para solemnizar el acontecimiento, se organizaron banquetes, bailes (al italianizante estilo que imitaba las usanzas de la napolitana corte de los Aragón) y torneos en los que la gallardía y los blasones de los caballeros daban el tono brillante a la celebración. —Madre, después del torneo, ¿puedo participar de la cena con los invitados? Me encantaría ofreceros algunos acordes del laúd, tañidos con mis propias manos. —Me temo, querido Rodrigo, que a vuestra edad quizás sea pronto para acompañarnos. Ya disfrutareis del convite que como parte de las celebraciones tendrá lugar tras la ceremonia en la capilla. —No sé, señora. Siento que por esta boda me estáis alejando de vuestra estimación y ello ensombrece la alegría de saberos felizmente acompañada.
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—No deis pábulo a esas tonterías, niño mío. Seréis siempre el centro de todos mis desvelos —respondió, sonriente, la autora de sus días al mocete, mientras su diestra delicada alborotaba con cariño maternal los oscuros cabellos del infante, peinados ya con esmero adolescente. Pronto se haría notar la presencia del flamante cónyuge de la gentil y rica castellana pues éste, tomando las riendas de la gobernación de aquellos pagos, tuvo a bien disponer en su favor los réditos que allí se producían. El caballero en cuestión, originario del reino valenciano, tuvo siempre por principal ocupación el ejercicio de las armas y a dicho fin organizó una numerosa mesnada que, de inmediato, puso a disposición del rey magnánimo en su belicoso empeño por reconquistar el siempre disputado reino de Nápoles para la corona aragonesa. Allá marchó con el monarca dejando tras de sí gran descontento, muy en particular por parte del joven Rodrigo que, aunque bisoño aún, era ya capaz de vislumbrar las dificultades que dicha conducta improcedente podría acarrear a su posición en el futuro. La abandonada esposa, por su parte, pretendía neutralizar su soledad entregada a las lecturas que le hablaban del amor caballeresco y de la vida galante que aparentemente florecía más allá de sus dilatadas posesiones. En este afán, Ausías March, con su renovador tratamiento de la literatura medieval, era el poeta que, desde la sensualidad, con mayor fuerza estimulaba su entusiasmo y ponía de relieve, una vez más, el abandono que, cual signo fatal de su destino de mujer, la sumía de ordinario en la melancolía. Por ello nunca fue remisa a recibir en su castillo a quienes, en itinerario
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trashumante, ponían frescor y dulces emociones en la rutinaria cotidianidad de sus aislados habitantes. Los trovadores occitanos solían turnarse durante las largas jornadas estivales en las dependencias del castillo y con sus romances, a veces trasnochados, medraban unos días a cambio de hacer soñar a la meditabunda dama solitaria. —Madre, me ha parecido muy hermoso el cantar de ese juglar —dijo una tarde el mozo Rodrigo cuando, al entrar en el espléndido salón, débilmente iluminado por la tamizada claridad de los cristales ojivados, escuchó con atención los romances viejos que el bardo de turno interpretaba. Elisenda, sentada bajo el parteluz de su ventana favorita, la misma desde la cual había visto partir el cortejo fúnebre del padre de su hijo, volvió hacia el recién llegado su rostro taciturno para responder: —Esos versos, querido Rodrigo, hablan al alma; pero pueden asimismo despertar anhelos de difícil solución para quien en soledad los escucha con fervor e ilusión. —No comprendo vuestras palabras, madre. ¿Podríais detallar más claramente tal explicación? —No he de ser yo, querido niño, sino la vida que aún te resta por gozar quien dentro de algún tiempo te hará ver claro mis razones. Caía la lluviosa tarde tras las cuadrículas de la ojival vidriera y la doliente dama decidió poner fin a sus nostalgias, para lo cual, dando por terminada la actuación, se trasladó con su hijo al comedor para la cena.