Fanzine de Relatos de Terror, Horror, Ciencia Ficci贸n y Fantasia
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EDITORIAL Hace tres meses editábamos el primer número de CLUB BIZARRO y aparte de la calidad de los relatos ofrecidos (que es nuestro objetivo prioritario) tuvimos una repercusión y un éxito que nos llenó de gozo. 5.000 Descargas y reseñas en docenas de Webs especializadas fueron una más que feliz recompensa. Pero aunque no hubieramos tenido ese éxito nuestra filosofía hubiera seguido siendo la misma y en este segundo número lo podreis comprobar. No hemos querido dejarnos llevar por la euforia y hemos dedicado tiempo y paciencia a preparar este segundo número del Fanzine para poder ofrecer no solo una calidad mínima sino además tratar de superar en la medida de lo posible nuestro Nº 1. Asi en esta ocasión hemos recibido el doble de relatos que en el anterior número del Fanzine pero hemos sido más exigentes a la hora de seleccionar los textos. Teniendo en cuenta que no solo valoramos el estilo sino que damos gran importancia a la originalidad y personalidad de los temas y argumentos ha sido bastante complicado llegar a una selección satisfactoria. Pero tres meses después hemos podido completar un nuevo número con una calidad que nos satisface. En este nuevo número del Fanzine teneis un puñado de relatos que van desde los homenajes a Lovecraft (como en el relato Jasbahabad) o el más puro estilo Stephen King (El Camino de Huída de Sam) hasta la sci-fi (La Puerta de las Estrellas), el romanticismo necrófilo (Thanatophilia) o las historias clásicas de fantasmas (El Viajante) Entre los autores hay nombres que ya aparecieron en nuestro primer número (Laura López Alfranca, Alexis Brito Delgado) y nuevas incorporaciones de calidad (Francisco Javier Illán Vivas, Marc Gras) asi como descubrimientos procedentes del underground literario como Luis Alberto de Irujo y Borja que aporta la cifra de tres relatos, nada más y nada menos. También hemos incluido en el fanzine un relato del IX Concurso Literario de la Web Ka-Tet-Corp.com después de habernos comprometido a publicar uno de los relatos del concurso. En principio íbamos a publicar el relato ganador del concurso, que finalmente fue El Ritmo Lento de Jesús Gordillo (Alias James Stewart), pero la escasa calidad de su relato nos hizo decidirnos por el relato que quedó en tercer lugar de dicho concurso que nos pareció mucho más interesante y cercano a la temática de este Fanzine.
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Además de los relatos podeis disfrutar de un puñado de reseñas literarias y una Edición Especial Coleccionista del Fanzine con suculento Material Extra. Esperamos que el Fanzine, al fin y al cabo, os resulte interesante, ameno y excitante!
Carlos Serrano.- Diciembre, 2008
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RESEÑAS LITERARIAS
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LA NAVE ABANDONADA Y OTROS RELATOS DE HORROR EN EL MAR de WILLIAM HODGSON (214 pag. El Club Diógenes, Valdemar 1997)
Hacía tiempo que deseaba leer a William Hodgson (1875-1918), saber que había dedicado parte de su obra a relatar horrores marinos y contar con la admiración de Lovecraft era toda una tentación. En este librito de la deliciosa colección El Club Diógenes encontramos seis relatos ambientados en el mar y el mundo marinero. No en vano el propio Hodgson sirvió durante ocho años en la British Merchant Navy y dio tres veces la vuelta al mundo en barco. Esa experiencia le sirvió no solo para inspirarse sino para relatarnos sus historias con una cuidada ambientación y sabiduria marinera, ideal si se nos va a contar horrores de las profundidades del océano. El relato que abre el libro es La Nave Abandonada y supuso para mi una pequeña decepción, esperaba más, quizá (iluso de mi) deseaba encontrar el estilo Lovecraft por algún lado. La historia de un barco y su tripulación que encuentra una misteriosa nave abandonada no parece muy original ¿no? El segundo relato, El Regreso al Hogar del Shamraken, no es una historia de horror sino una breve fantasia marinera con un final mágico, eso si. Más interesante es el resto del libro empezando por un curioso relato titulado Una Voz en la Noche que partiendo de una idea similar al de La Nave Abandonada (me refiero al tema de los hongos, no al barco abandonado en el mar) consigue mejores resultados para el degustador de horrores. Un Mar Sin Marea es sin embargo un extenso relato donde una goleta se cruza con un barril en medio del mar que contiene unos papeles, papeles escritos de puño y letra por uno de los ocupantes de un barco desaparecido en alta mar hace décadas... La Nave de Piedra es sin duda el más fascinante y conseguido de los relatos del libro. No solo resulta original en su argumento sino que el ambiente malsano y de horror está plenamente conseguido y el desenlace no es el típico de estas historias...Cerrando el libro nos encontramos con Los Habitantes de la Isleta Middle, el más flojo de los relatos, ya que va de fantasmas y no resulta muy original ni inquietante. Resumiendo: un librito interesante, con un puñado de relatos que te harán pasar un buen rato, aunque Hodgson no sea Lovecraft y esté bastante lejos de serlo. By Carlos Serrano
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EL HORLA Y OTROS CUENTOS DE CRUELDAD Y DELIRIO de GUY DE MAUPASSANT (208 Páginas. El Club Diógenes, Valdemar 1996.- Tercera Edición: Enero de 2006)
De la obra de Guy De Maupassant (1850-1893) no conocía prácticamente nada asi que cuando me crucé con este librito (de la deliciosa colección El Club Diógenes) no pude por menos que devorarlo. Cierto es que de esta compilación de relatos solo el primero, El Horla, es propiamente un relato de terror. El resto, catorce relatos, son breves textos contando historias curiosas pero con poco o nada que ver con el género fantástico (solo el curioso La Muerta, un buen relato de horror, puede clasificarse de puramente fantástico). Aun asi este volumen es muy interesante ya que presenta las dos versiones de El Horla (el relato más popular de su autor); la primera breve y directa (apenas 15 páginas) y la segunda versión algo más extensa (44 páginas). Aunque ambas versiones cuentan la misma historia (un hombre acosado por un ser invisible) en realidad son muy distintas. En la primera versión el protagonista recluido en un manicomio, por propia voluntad, le cuenta su historia a unos médicos que le visitan. En la segunda versión el protagonista nos cuenta su historia a través de un diario íntimo. Yo, personalmente, prefiero la primera versión más directa y breve. Pero ambas versiones son igual de disfrutables. Asi pues si quereis acercaros a la obra de este autor este volumen parece de lo más adecuado. By Carlos Serrano
LA PIEDRA NEGRA Y OTROS RELATOS DE HORROR SOBRENATURAL de ROBERT E. HOWARD (271 Páginas. El Club Diógenes, Valdemar 2007. Primera Edición: Febrero de 2007) Excelente volumen para descubrir a Robert E. Howard (creador del mítico Conan El Cimmerio) en su faceta de escritor de relatos de terror. Aqui se reunen 9 relatos acompañados de un breve pero exquisito texto de su amigo Lovecraft que nos hace un resumen de la vida y obra de Howard que se suicidó a la temprana edad de 30 años. En esta
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cuidada edición de Valdemar encontramos un puñado de historias de horror (muchas de ellas bajo el influjo de los mitos de Cthulhu) donde destaca Los Gusanos de la Tierra (pieza favorita del propio Lovecraft que la considera una obra maestra del más repugnante horror!) ambientada en tiempos del Imperio Romano. El resto de relatos van desde ambientes del salvaje Oeste, ciudades perdidas y malditas del desierto hasta oscuras eras perdidas en el tiempo y monstruos acechando en las sombras. Un libro ideal para pasar un buen rato y descubrir a un escritor poco conocido para los fans de la literatura de terror. By Carlos Serrano
EL HORROR DE DUNWICH de H.P. LOVECRAFT (Ilustrado por Santiago Caruso) (86 Páginas. Libros del Zorro Rojo. Primera Edición: Marzo 2008) Libros del Zorro Rojo ha editado un exquisito tomo de El Horror de Dunwich con ilustraciones de Santiago Caruso. El tomo de tapa dura y con cubierta ilustrada alcanza las 86 páginas y el formato es de 25 centímetros de alto. Para los fans de Lovecraft o simplemente para curiosos y coleccionistas de la literatura de terror es un libro ideal. Servirá para disfrutar una vez más de esta ya mítica historia o para descubrirla en todo su esplendor. Los dibujos de Caruso (artista argentino por más señas) son oscuros, perversos y sexuales derrochando un sentido del arte a la vez moderno y clásico. Sin duda la mejor interpretación que he visto hasta la fecha del universo Lovecraftiano. Un objeto de puro coleccionismo. By Carlos Serrano
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RELATOS DE CULTO
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METAFISICA By Carlos Serrano
Abrí los ojos y me encontré tumbado en una cama de suaves sábanas blancas frescas y perfumadas. Todo parecía empapado de una luz clarísima e inmaculada, tan brillante como extrañamente familiar. Me incorporé sobre ella y noté que estaba desnudo. Observando con atención mi alrededor descubrí las paredes blancas de un dormitorio...y luego la ventana y el escritorio, y la mesita de noche, y... algo me inquietó. Si, por momentos ése “algo” me iba inquietando más y más ¿Qué me inquietaba? ...EL SILENCIO. Si, noté (cada vez más) aquel silencio absoluto, vacio. Era como estar...sordo...o solo, completamente solo. Entonces un pensamiento inundó mi mente y la llenó por completo: “¿Estoy muerto o estoy soñando?”
1.- Antes De Hoy No sé porqué me hice aquella pregunta precisamente, había un millón más pero escogí esa. ¿Estoy vivo o estoy muerto?¿Dónde estoy?¿Me han secuestrado los extraterrestres?¿Es el fin del Mundo?¿Me he vuelto loco de remate?¿O sordo?...Había un millón de interrogantes pero yo solo escogí una, la más enigmática (al menos para mí) Mi primera sensación al abrir los ojos había sido la de vacío, luego sentí paz y ahora inquietud. Pero no sentí pánico, cosa que me sorprendió (aunque muy poco, la verdad). Oh, sí. Era consciente de que la situación se estaba volviendo muy extraña. Era como ese mágico momento en el que te das cuenta de que estas soñando y te vuelves consciente de tu propio sueño. Normalmente eso precipita el despertar...supongo que ahora comprendía mejor porque solo vino a mi mente aquella pregunta. Mi reacción natural (lo que me decía mi instinto) era pensar aquello. Las dos primeras posibilidades (y únicas, de momento) eran “Sueño” o “Muerte”. Pero el instinto también puede equivocarse ¿no? Me levanté y no le di más importancia al, por momentos, estúpido debate filosófico. Miré por la ventana y observé la calle. No vi movimiento. No vi a nadie. Y no parecía que fuera demasiado temprano (aunque lo fuera eso no lo explicaría). Desnudo como estaba salí de la habitación y me fui al cuarto de baño. Y me di una ducha larga y cálida. Cuando regresé a mi dormitorio noté de nuevo ese silencio total. Dios, era tan absoluto que asustaba. Vacio, extraño, irreal. Los adjetivos se rompían en mi mente. Abrí el armario y solo encontré ropa blanca (camisas, pantalones) “¿SOY CONSCIENTE?” Esa fue la segunda pregunta que me hice y que me volvió a inquietar. Luego noté algo
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aún más abrumador: NO RECORDABA NADA. NO TENIA PASADO. NO EXISTIA EL AYER. Antes de hoy; yo no era yo. Yo, quizá, solo existía AHORA.
2.- Mi Verdadero Yo Esa fue la tercera y última pregunta: “¿Y MI VERDADERO YO?” Si solo soñaba regresaría pronto ¿no? Si estaba muerto quizá nunca lo recuperara, y si...solo estuviera loco, entonces...si estaba loco realmente me preocuparía porque tengo un miedo horrible a la locura. Al carecer de pasado carecía de “Yo”. Al menos retrospectivamente. Porque desde luego ahora había un “Yo”, un “Yo” desnudo y limpio intentando decidir que ropa ponerse. “¿Y SI ACABO DE NACER?”. Atractiva pregunta pero algo estúpida. No, no acababa de nacer ¿Por qué sabia eso? Instinto, supongo. No, solo era mi subconsciente que luchaba por emerger aunque solo lograba filtrarse, tenuemente, por entre las grietas de mi razón. Sí, en algún lugar de mi mente mi pasado me esperaba, oscuro y camuflado, sin saber por qué se ocultaba. Pero “¿TENIA PASADO?” Y sonreí ante la respuesta: "SI, CLARO”. Pero “¿cómo lo sabes?”.- creí oír. Y respondí en voz alta: "PORQUE YA HE ESTADO AQUI ANTES”. La respuesta la había dado mi verdadero “Yo”, sin duda. Y eso me daba esperanzas para resolver el enigma, que no solo se ceñía a “quién soy” y “dónde estoy” sino que se ampliaba monstruosamente hasta: "¿Por qué me estaba pasando esto?” Quizá, al final, solo esté loco ¿no?
3.- La Duda No Existe. Me vestí con un pantalón y una camisa. Iba de blanco a juego con lo que me rodeaba (aunque en realidad no todo era blanco... pero lo parecía con aquella luz tan brillante del… ¿Sol?) Salí de nuevo del dormitorio y eché un vistazo al pasillo. Nada. Solo silencio y soledad. Pero no me sentía solo (tampoco acompañado ni vigilado, por supuesto). No decidí ni reflexioné. Solo me dirigí a la puerta y la abrí. Y pude comprobar la soledad (y el silencio) del descansillo...y su luminosidad. Cruce aquel descansillo, bajé por las escaleras y salí al portal. Cuando llegué a la calle el Sol y el olor fresco de la hierba me recibieron y una tenue brisa, muy agradable, me acarició el rostro y me hizo sonreír. Luego recorrí el camino de lozas hasta la acera de la calle y desde allí corrí a la hierba a tumbarme y respirar aquel maravilloso olor a hierba recién cortada (supuse que era recién cortada, claro). Oh, suspiré deliciosamente satisfecho. Miré el cielo azul tan limpio como infinito.
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Me incorporé sobre la hierba y observé mi alrededor. Edificios, árboles, farolas,...pero no circulaban coches ni pasaba gente ni...siquiera se veían o escuchaban pájaros. Sí, todo seguía en silencio, silencio ABSOLUTO y TOTAL. “¿TENIA AL MUNDO ANTE MI?”.- Pensé. Y contemplé mi alrededor con excitante curiosidad. ¿Dónde estoy realmente? ¿Aquí o en un sueño? ¿Estoy en un nuevo mundo o solo atrapado en mi mente? ¿Eso importa? Si estoy muerto ¿Dónde estoy? ¿En el cielo o en el infierno? Y sentí de nuevo inquietud: “¿Y SI EL SUEÑO SE TORNA PESADILLA?” Escudriñé de verdad los alrededores pero no noté nada que me aclarase las dudas ni que las aumentara. Era...una visión neutra (¿o neutral?) Empecé a temer que esto fuera así. Aquí, solo en silencio, vacio. ¿Acaso eso no sería un...infierno, una pesadilla, una absurda celda de la locura? La sensación, permanente, era la de irrealidad. Pero una irrealidad cómoda y acogedora, casi “normal”. Sí, no era peligrosa. Así lo intuía. Todo era paz y tranquilidad. Era mi mente la que lo alteraba todo, la que alteraba mi visión de las cosas con mis dudas racionales. Mi mente divagaba, creaba y especulaba de la nada mientras que lo que me rodeaba no intentaba decir nada. Todo lo decía yo. Todo me lo inventaba yo. Quería descubrir el “truco” de la situación cuando, quizá, la situación no tenia truco o ni siquiera era una “situación” sino algo...irreal...o normal. Oh, no. Estaba igual que antes (o peor), estaba como cuando abrí los ojos. Sí, claro. El abrir los ojos había sido un comienzo, el principio de algo. Eso (ese pensamiento) me aclaró al menos una cosa; no fue una toma de consciencia ni un “vaya, pero si estoy aquí y soy yo”. No, eso había sido un “despertar” auténtico. Esta deducción me hizo dudar de la teoría del Sueño, y también de la de la Muerte. Pero aún no podía rechazar la de la Locura. Pero a los pocos segundos todo volvió al “Punto Cero”. Y seguí con las mismas dudas del principio: ¿Sueño o Muerte? ¿Realidad o Locura? Qué más da. Sería estúpido intentar resolver todo eso, así que decidí olvidarlo, por ahora. “La duda no existe, solo la verdad”.- Sentencié.
4.- El Silencio Roto. Mientras estaba tumbado en la hierba con las manos cruzadas bajo la cabeza y los ojos cerrados, lo noté. Si, no sé si ocurrió poco a poco o de repente...pero todo volvió a la... ”normalidad”. Coches por la avenida, pájaros revoloteando por entre los árboles y gente por las aceras. Al darme cuenta me levanté de inmediato y observé con gran curiosidad (y cautela) mi alrededor. Sí, estaba sorprendido y a la vez cohibido por...aquello.
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Decidí dar una vuelta. Simplemente me puse a caminar y a observar como si fuese un extraterrestre recién llegado a este mundo (¿lo era?). Llegué hasta los alrededores de un instituto de enseñanza sin interactuar con nadie, quizá por miedo a desencadenar...algo. Pero de pronto, cerca de una parada de autobús, vi a una mujer que me observaba. Sí, me miraba a mí. Y no era una mujer cualquiera, no. Iba vestida de terciopelo negro de pies a cabeza (botas, pantalón ceñido, camisa, abrigo y sombrero de cowboy) y lucía una larga cabellera rojiza lisa y brillante como el fuego (algo que contrastaba con la palidez de su rostro). Me acerqué hasta que ella atraído como un imán y ésta me sonrió fríamente. Su camisa tenía un par de botones desabrochados que hacía que mostrase un generoso (y espectacular) escote que evidenciaba dos pechos tan exuberantes como bonitos (y pálidos) - Te invito a una copa.- Su voz era grave y su perfume oscuro y embriagador. La seguí hasta el bar de la esquina (que me resultó muy familiar) y nos sentamos los dos (uno frente al otro) en una mesa cerca de la puerta. - Me llamo Amanda.- Suspiró tras encender un cigarrillo. Me fijé en sus uñas, las llevaba pintadas de negro petróleo- y te doy la Bienvenida...-y sonrió traviesamente. - ¿A dónde? - Aquí.- Susurró. - ¿Podrías concreta algo más? - Pregunté impacientemente. Ella dejó de sonreir. - No, no lo creo.- Siguió fumando y observé su rostro. Sus labios brillaban con el color rojo sangre y sus ojos parecían cautivos entre sombras negras. Su expresión fría y distante le daba un aire misterioso y enigmático, y en su mirada parecía ocultar toda la sabiduría y el conocimiento (así como una gran inteligencia) que yo anhelaba.- Tendrás que preguntarme otra cosa. - ¿Quién eres? - Amanda.- Volvió a sonreír- ya te lo he dicho. - ¿Eres mi amiga? - Aún no. Pero todo es posible... - ¿Y a qué te dedicas? - A lo que tú quieras.- Contestó mirándome a los ojos. Yo me quedé algo atontado. - ¿Qué quieres decir? - Lo que he dicho.- Me echó el humo a la cara y luego pidió dos tónicas al camarero. Nos sirvieron, y cuando probé mi tónica descubrí (o recordé) lo mucho que me gustaba. - ¿Qué sabes de mi? - Todo y nada.- Sonrió misteriosamente. - ¿Cómo me llamo? - Esa es fácil.- Susurró- Carlos. Y cuando sonó mi nombre me quedé callado. Sí, ese era mi nombre, no había duda. En cuanto lo pronunció lo supe. Lo cual me sumió en un torbellino de pensamientos pero ningún recuerdo anterior a lo de “Abrí los ojos...” - Dime todo lo que sepas de mí.- Ordené - No sé mucho.- Sonrió. Se terminó la tónica y se limpió los labios con el dorso de la mano- ya te he dicho lo necesario ¿no?- y me miró de nuevo a los ojos.
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5.- El Enigma Resuelto. Me acabé también mi tónica y la observé. Era, a la vez, fascinante y siniestra, cálida y fría. - Tengo que irme.- Y apagó su cigarrillo. - A dónde. - No creo que te interese. - Espera...- La cogí de la mano y la retuve unos segundos-...solo dime qué hago aquí ¿Dónde estoy? Dejé su mano, resbalando entre mis dedos, y ella me acarició una mejilla, su tacto me provocó un escalofrío...de placer. Su piel era tibia y muy suave - Solo te diré una cosa.- Contestó muy seria- Yo Soy Tú. Y tras decir esto me besó levemente en los labios y se marchó. Dejé que se alejara y me quedé hipnotizado intentando descifrar su respuesta. Entonces, con claridad, descubrí sonriente su significado. Resolví rápidamente el enigma. Supe, por fin, lo que significaba todo esto...pero pocos segundos después del descubrimiento de la verdad...la olvidé...por completo. Oh, sí. Irremediablemente la olvidé y no pude volver a encontrar el significado de su respuesta, tan sencilla como enigmática: “YO SOY TU”.
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RECUERDOS By Luis M. González Me pregunto que se siente al dejar de existir. ¿Dolerá? No me refiero al dolor físico, naturalmente. Es evidente que un cuerpo muerto no puede sentir nada. Lo que me pregunto es si el alma, o como quieras llamarla, sufrirá por la pérdida de su vida material; si tendrá recuerdos de ella y echará de menos a aquellos con los que vivió. Si existiera la reencarnación sería absurdo que el alma ocupara otro cuerpo para perfeccionarse si no recuerda nada de sus vidas anteriores. Por eso yo no creo en ella. Es más lógico pensar que alma y cuerpo están unidos de tal forma que no pueden vivir separados. Sin embargo, ahora tengo mis dudas. Si el alma puede sobrevivir a su condición física ¿podría un cuerpo sano seguir viviendo sin alma? ¿seguir funcionando sin emociones ni sentimientos? Parece disparatado, pero por mi experiencia personal, empiezo a pensar que es posible. Creo estar casado con una persona así. * Me llamo Martín y tengo cuarenta ynueve años. Conocí a mi esposa, Isabel, a los veintidós y desde entonces no nos hemos separado, al menos físicamente. Nuestra relación nos hizo distanciarnos de nuestras respectivas familias, pero no nos importó. Nos teníamos el uno al otro y no necesitábamos a nadie más. Pero hace unos meses su carácter empezó a cambiar, aunque sería más correcto decir que cambió de repente. Fue a raíz de un accidente de automóvil que tuvimos. El coche patinó en el pavimento mojado y nos salimos de la carretera. Pudimos habernos matado, pero afortunadamente sólo sufrimos heridas leves. Desde aquel día no se comporta igual conmigo; actúa como si ya no me conociera, como si mirara a un extraño. Veo en sus ojos un vacío que me asusta y al mismo tiempo me parte el corazón. Al principio lo tomé como un reproche, como si me culpara a mí del accidente, pero no pude evitarlo, llovía a mares. Además, repito que salimos indemnes, o eso creía. Ahora pienso que algo le ocurrió. No sé cómo explicarlo. Es como si ella hubiera estado predestinada a morir ese día y su alma hubiera abandonado su cuerpo en el mismo instante en que el coche giró sobre sí mismo, golpeando el árbol con la parte trasera, hecho que nos salvo la vida. Sí, dicho así parece una locura, pero no se me ocurre otra manera de explicar su cambio. La que hasta entonces había sido una mujer alegre y extrovertida, la chica de la que me enamoré hace más de treinta años, el único y verdadero amor de mi vida, ahora era un ser desconocido para mí, como si de ella sólo quedara la corteza y el resto hubiera desaparecido aquel día.
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Desde entonces ha estado recibiendo tratamiento. Todas las semanas la acompaño a la consulta de un psicólogo que apenas logró sacarla de su estado de shock inicial para reanudar una vida mecánica, sin apenas recuerdos ni más sentimientos hacia mí que una mezcla de compasión e indiferencia. A menudo la sorprendía llorando pero no me atrevía a decirle nada. Cada vez que iniciábamos una conversación sus respuestas me resultaban incoherentes. Me jubilé anticipadamente de mi puesto en la cátedra de filosofía de la universidad para dedicarme por completo a ella, si bien no parecía necesitarme. Empecé a perder el contacto con mi círculo de amigos, que también eran los suyos. Nuestra vida se convirtió en un duelo sutil, donde cada vez hablábamos menos, y las miradas lo decían todo. Había un detalle que me resultaba particularmente doloroso: ya no llevaba su alianza. Una pieza exclusiva, que nos fabricó un amigo joyero. Era un anillo de oro blanco con una pequeña esmeralda, su piedra favorita. Cuando le pregunté por él me contestó que no recordaba haber tenido nunca un anillo así. No quise insistir. La dejé sola y salí a dar un paseo. Pasear se había convertido en mi única distracción. Alejado del mundo académico me sentía como un pez fuera del agua. Cada tarde recorría el parque cercano a nuestra casa con un libro en la mano, en un vano intento de evadirme con la lectura. Al final me limitaba a sentarme en un banco a observar a la gente. ¿Por qué cuando uno sufre tiene la sensación de que el resto del mundo es feliz? Miraba a un grupo de mujeres que reían a carcajadas, mientras trataban de no perder de vista a sus hijos. Ellos, enfundados en sus abrigos de colores se perseguían y rodaban por el suelo, ignorando que algún día dejarían de ser niños. Me preguntaba qué hubiera pasado si hubiésemos tenido hijos. Tal vez las cosas serían de otra manera. Quizá eso la hubiera ayudado a volver a ser la de antes, pero es algo que nunca sabré. Ya ni siquiera dormimos juntos. Era extraño, había vivido casi toda mi vida en ese barrio y ahora me encontraba fuera de lugar. Lo que antes era un solar abandonado cercano al parque, ahora era un bloque de edificios casi terminado. Los bancos de piedra, que hacía poco habían sustituido a los de madera, aparecían deteriorados y cubiertos de pintadas, como si llevaran años allí. ¿Era posible que todo hubiera cambiado tan rápido?, ¿o es que el dolor que me embargaba había alterado mi percepción de la realidad? Pero en ese caso, el tiempo se me habría hecho más largo, no más corto... Se estaba poniendo el sol, y el parque empezaba a quedar desierto. Estaba tan absorto en mis pensamientos que apenas me había dado cuenta. El invierno estaba cerca y la noche siempre me sorprendía en la calle. Me levanté con las piernas entumecidas y me dispuse a volver a casa. Entonces reparé en la anciana sentada en el banco de al lado. La había visto llegar hacía horas pero hasta ese momento no me había fijado en su cara. Me resultaba terriblemente familiar, pero no lograba adivinar por qué. La estuve mirando hasta que ella se dio cuenta, y entonces aparté la vista; no quería parecer maleducado.
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Esa noche apenas pude dormir pensando en aquella mujer. Tendría unos setenta años, y no creía haberla visto antes, pero por alguna razón su imagen me perturbaba. Tal vez si pudiera habla con ella… Al día siguiente volví al parque esperando verla de nuevo. Pasé toda la tarde dando vueltas, pero no la encontré. Era raro que no me hubiera fijado en ella hasta entonces, porque probablemente habríamos coincidido muchas veces en aquel lugar. Por alguna razón, sentía la acuciante necesidad de volver a verla. Mis habituales visitas al parque se convirtieron en diarias, y mi curiosidad inicial, en una obsesión. Por fin la encontré. La vi sentada en el mismo banco de la última vez. Llevaba un vestido gris y el pelo recogido en un moño. Sostenía en su regazo un bolso que había conocido tiempos mejores. Tenía el mismo aspecto que cualquier otra mujer de su edad. Sin embargo, algo me impulsaba a hablar con ella. Me sudaban las manos mientras me dirigía hacia allí. Me senté a su lado procurando que pareciera casual, a pesar de que casi todos los bancos se hallaban desocupados. Ella tenía la mirada perdida, y seguramente su mente estaba muy lejos de allí. Por alguna razón, las personas que acuden a los parques suelen ser gente melancólica. No pareció advertir mi presencia hasta que me decidí a hablarle. -Disculpe, señora... Ella salió del sopor en el que se encontraba y me miró. Tenía los ojos de un gris ceniza, que hizo aumentar mi sensación de déjà vu. -¿Sí? - Perdone, pero ¿nos conocemos? – le dije sin rodeos. - Uy, hijo – dijo sonriendo- a mi edad todas las abuelitas nos parecemos. Creo que no. Oír su voz reforzó aún más mi impresión de conocerla, pero tenía que ser cauteloso. Si parecía demasiado ansioso podría asustarla. Y si se marchaba, no tendría otra oportunidad de aclarar mis dudas. -Ya – continué, lo más calmado que pude-, pero es que su cara me resulta muy familiar… -Te aseguro que recordaría a una personita tan educada y tan madura como tú. Lo siento. Su respuesta me dejó perplejo. -Ahora debo marcharme - dijo posando su mano sobre la mía -, y tú deberías hacer lo mismo. A tu edad ya tendrías que estar en casa. Conocía los efectos de la demencia senil, pero no comprendía ese tono infantil que adoptaba conmigo. Bajé la mirada hacia su mano y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al ver la joya que lucía en su dedo anular. Era un anillo de oro con una esmeralda que yo conocía muy bien. Empecé a sentir un sudor frío en la espalda, y al ver que se levantaba la retuve sujetándole el brazo con toda la delicadeza de que fui capaz. -¡Espere! -exclamé sin poder ocultar ya mi nerviosismo – lleva un anillo muy bonito. ¿Dónde lo ha comprado? -¿Comprado? – repitió mientras lo observaba brillar con las últimas luces de la tarde es mi anillo de casada. Mi marido lo encargó hacer especialmente para mí. El corazón empezó a latirme a cien por hora.
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-V-vaya -empezó a temblarme la voz –, d-debe tener un marido estupendo. Ella entornó los ojos, y la sonrisa desapareció de sus labios. -Lo era -dijo mientras se acariciaba el anillo con la otra mano-. Murió hace muchos años en un accidente de coche. No pude articular palabra. Empezaba a faltarme aire en los pulmones. - Bueno, se me hace tarde - dijo, y se levantó. La observé alejarse lentamente sujetando su bolso con las dos manos, mientras trataba de reunir fuerzas para levantarme. Empecé a marearme. A duras penas me incorporé y me dirigí a casa dando tumbos. Todo me daba vueltas mientras trataba de aferrarme a los últimos vestigios de cordura que me quedaban. Salí del parque pasando junto a un kiosco cuyo dueño estaba echando el cierre. “¡¿Cuando habían puesto ahí ese kiosco?!”pensé mientras apretaba el paso . Llegué a casa sudando, confuso, desorientado. Fui hasta la cocina donde mi esposa preparaba la cena. Se me quedó mirando sin decir nada, probablemente sorprendida por mi aspecto. - Isabel…- balbuceé. De repente rompió a llorar. Se acercó a mí, se arrodilló y me abrazó con fuerza. - Pablito, cariño – sollozaba - ¿por qué siempre me llamas así? ¡Soy mamá! ¿no lo ves?... soy mamá… - repetía una y otra vez mientras sus lágrimas se mezclaban con las mías.
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JASBAHABAD By Francisco Javier Illán Vivas El primer recuerdo que siempre me viene a la memoria, antes de ser atenazado por un pavoroso terror, es el de los árboles. Árboles oscuros, ensombrecidos y alejándose con sus ramas desprotegidas de aquellos cientos de tumbas que bostezaban un aliento pestilente, brotando desde los innombrables avernos del mundo, donde nacen los ríos de muerte que dan vida al Lago Estige. Aquél iba a ser un placentero viaje a un exótico mundo, para mí desconocido; unas vacaciones que mis amigos consideraban que me merecía, pero de las cuales dos de ellos no regresaron jamás, y fue una pesadilla ominosa, donde las sombras han redundado en mi espíritu, sumergiéndolo en un miedo cervuno del que únicamente se ve libre a la luz del día y lo más lejos posible de un cementerio. Me encontraba terminando el papeleo de uno de los contratos más trabajosos de mi corta, pero próspera, carrera editorial. Mi ánimo resplandecía de satisfacción mientras introducía las copias en la carpeta correspondiente, cuando sonó el teléfono. Era el editor, mi jefe, felicitándome por haber conseguido la firma de aquel escritor de éxito y me recomendaba unos días de descanso, para él, según dijo, bien merecido. Le agradecí sus palabras y le dije que no era necesario, que no lo necesitaba, me encontraba en plena forma para continuar. Ya llegarían las vacaciones reglamentarias. Aquellas palabras de mi jefe me vinieron bien. Y tomé asiento con las manos tras la nuca, me fijé en el cuadro que tenía enfrente, incluso subí los pies sobre la mesa― algo que no suelo hacer nunca―. Un bodegón. Recordé como lo adquirí, y ello me hizo sonreír. En ese momento volvió a sonar el teléfono. Era Manuel Gómez. El buenazo de Manolo. Estaba separado desde hacía unos años, entonces creía que aún no lo había superado. Me proponía que hiciésemos un viaje a un lugar que me van a permitir no mencionar, pues no deseo que nadie sufra lo que he venido padeciendo desde aquel fatídico día en que el miedo reverbera en mis ojos sin descanso. Lo llamaré Jasbahabad. Y les aviso, no se tomen la molestia de buscarlo en ningún mapa. Ya tenía los billetes. Dijo que cuatro. ¿Cuatro?, le pregunté. ¡Por supuesto, no íbamos a ir solos! Nos acompañarían Maya y ¡Alba! Le dije que no podía ser verdad, ¿Alba? Hacía dieciséis años que no la veía, que nos distanciamos, que nuestra relación quedó en una especie de suspenso, que.. ― ¡Pues es el momento de que todo eso se cierre o que se reabra!― fueron sus palabras, siempre animosas, riéndose. Era muy difícil decirle que no a Manolo.
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Y allí estaba. No hay palabras para describir a Alba. No se han formulado aún los cánones para describirla. Mi mano tocó su mano y nos dimos un par de besos, a la vez que Manolo me presentaba a Maya, su compañera actual. Reconocí mi error respecto a mi opinión sobre su ánimo tras el divorcio. Todo fue perfecto hasta casi alcanzar nuestro destino. Durante los diferentes transbordos, y mientras compartíamos nuestros asientos, Alba y yo hablamos de las muchas cosas que debimos decirnos y que quedaron en suspense. Tímidamente al principio, pero con una decisión que me desarboló, ella puso los puntos sobre las íes antes de transcurridas dos horas de nuestro reencuentro. Pero, como adelantaba, hubo un contratiempo. El avión sufrió una avería y precisó tomar tierra en la pequeña isla cuyo nombre no pronunciaré. El aterrizaje fue muy dificultoso, ya que el aeropuerto estaba diseñado para avionetas bimotor y no para un A319, pero el piloto y su tripulación demostraron conocer su oficio y consiguieron meter aquel avión en el diminuto aeropuerto. ¡Claro que no quedaba otra alternativa! Ésa o el mar. El único hotel de la isla no disponía de suficientes habitaciones individuales para todos los pasajeros, y decidimos compartir la misma habitación, dos camas, cuatro personas. ¡Juro que no me complacía la idea de dormir con Manolo! Recordaba otro viaje, muchos años antes, cuando éramos estudiantes, donde nuestras penurias económicas nos obligaron a dormir en la misma cama en un hotelucho de mala muerte en Madrid. Claro que, luego supe que yo era el único que pensaba que compartiríamos cama con el mismo sexo. Después de cenar, mientras casi el resto de pasajeros se retiraban a sus habitaciones a descansar, él tuvo la idea de dar un paseo. Nos habían prometido que el avión estaría arreglado a primeras horas de la mañana y, si no era así, nos trasladarían en barco a la isla principal del archipiélago, donde podríamos tomar otro vuelo y continuar nuestro viaje. Sin saberlo, nos dirigimos al cubil del horror blasfemo, donde veríamos por primera y por última vez, al menos así fue para Maya y para Manolo, la fisonomía del miedo más avasallador que jamás seres humanos han podido contemplar. Porque lo que nosotros vimos eran blasfemias de la naturaleza anteriores al ser humano. El camino era descendente y en nuestro espíritu nada aventuraba lo que nos encontraríamos. Alba y yo caminábamos tras Maya y Manolo, entrelazados estos como dos recién casados, besucones y pegajosos, tanto en las caricias como en las palabras. Debí fijarme en los árboles, pues a partir de un determinado momento parecían querer escapar, huir de la tierra en la que estaban inexorablemente clavados. Troncos y ramas se torcían en la dirección contraria a la que seguíamos, adquiriendo en algunos ejemplares una inclinación de cuarenta y cinco grados o menos; y no era sólo eso, incluso vi troncos girados sobre su propio eje, en una desquiciada lucha de la planta por escapar de lo imposible.
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Sin apenas percatarnos, y mientras el camino casi desaparecía bajo nuestros pies, nos encontramos sumergidos en el umbrío bosque de formas retorcidas y fantasmagóricas. El cielo debió apiadarse de nosotros y girar nuestros pasos hacia la luz del hotel, pero fue otra la luz que atrajo la atención de Manolo, que corrió hacia ella, arrastrando a Maya como ominosos devotos hacia el cubil mismo del horror. ― ¡Una fiesta nativa!― gritaba alegre, mientras corría hacia un círculo de antorchas. No puedo decir cómo, pero en ese momento noté que el viento traía un ululante llanto, un horror renovado a cada fría ráfaga, un aviso, una oleada de execrable maldad que me provocó una arcada de horror. Les llamé, pero ya no me oían. No obstante, aunque mi ánimo me pedía escapar de allí, me salí del ya inexistente camino y entre los árboles nos fuimos acercando al borde de la danzante luz como gélidos espectros de moral nauseabunda. No sé cómo describir lo que vimos. Intenté apartar a Alba de aquella innominada visión, de aquel indescriptible horror, de seres que nacieron cuando no existían los humanos sobre la tierra, era imposible que esa eventualidad se hubiese producido. Y desde eones de distancia regresaban para celebrar un abominable aquelarre. En el centro de un círculo de bostezantes tumbas que exudaban arcadas de pestilencia, se encontraban Manolo y Maya abrazados, presos de un miedo profundo y desquiciado, y a su alrededor, más de cincuenta sombras que les miraban con insanos ojos inyectados en sangre. Tras las sombras se encontraban cientos de humeantes antorchas clavadas en largas estacas. Al principio, mi quebrantada voluntad no comprendía lo que estaban viendo mis ojos, pero el horror se fue abriendo paso en mi cerebro, hasta convertilo en una desquiciada bóveda donde anidará hasta el final de mis días. No se puede describir con palabras el pestilente viento impío que soplaba desde el más negro abismo, como tampoco las inenarrables abominaciones que rodeaban a nuestros amigos desde el ominoso silencio de una incognoscible delectación. Porque aquellos seres no eran humanos. Sí que tenían cierta forma humana, pero sólo hasta la cintura, y a partir de ella brotaba un espantoso cuerpo de serpiente de más de cuatro metros de largo, cuyo extremo restallaba para mantener a sus prisioneros atemorizados. Los repugnantes brazos que colgaban de sus hombros se asemejaban a atroces tentáculos rematados en horribles manos atrofiadas. No soy capaz de describir sus rostros, excepto aquellas enormes bocas de dientes desproporcionados y de indescriptible apetito. El frío me mordió la columna vertebral, quise reaccionar, pero mis manos eran témpanos de hielo y cuando cogí las de Alba pude notar en las de ella el frío de la muerte, pues aquellas abominaciones exhalaban un vaho congelante. ¡Y entonces se abatieron sobre nuestros amigos! Estuve a punto de volverme loco, pero hipnotizado ante lo que veía, era incapaz de auxiliarlos. Y de haberlo hecho, no podría esperar otra suerte que la de Manolo y Maya. Miré a Alba, que igualmente estaba petrificada en el atroz horror que estábamos presenciando y, por suerte, ninguno de los dos gritó. Entonces mi ánimo reaccionó, me
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pidió que escapara, que corriera, que saliera del abismo del miedo, que regresara a lugares donde los días fueran soleados. Tiré de Alba con todas mis fuerzas y corrimos, corrimos con la determinación de la locura, abandonando a la muerte más horrible a dos amigos. Los árboles nos acompañaban en nuestra desquiciada carrera y cuando salimos del enmarañado bosque, era casi de día. ¿Habían transcurrido tantas horas? No hablamos ni una palabra. Llegamos a tiempo para subir a bordo del barco que nos sacaría de aquella maldita isla, pues el avión no podía despegar. No recogimos nada del hotel. Allí quedaron nuestras maletas, nuestra ropa. En la isla principal cogimos habitaciones separadas, compramos ropa para cambiarnos y tomamos el primer avión de regreso a España. En todo ese tiempo no intercambiamos ni una palabra. Hasta hoy. Jamás he vuelto a hablar con Alba, aunque esporádicamente nos hayamos visto. Creo que sería sano hacerlo, pero hay tanto horror guardado en la bodega de los gritos, que temo enloquecer si lo hiciese. Alba se casó. Yo sigo anclado en el cubil del miedo, en el negro abismo de aquella isla. Nunca nadie supo más de Manolo ni de Maya. Para todo el mundo viven en las exóticas islas. ¡El Dios del cielo se apiade de ellos!
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EL PRINCIPIO Y EL FIN Por Laura López Alfranca Cojeó a través de todo el corredor mientras lo iluminaba con la antorcha. Se paró para estudiar detenidamente las paredes de piedra y el suelo cubierto de agua… según le habían dicho, el pasillo era cuadrado y estaba seco, pero aquel lugar no coincidía en absoluto con lo que debía encontrar. Masculló una maldición y sacó el mapa, al mismo tiempo que lo miraba con atención; le aconsejaron que tuviera cuidado con los extraños engendros que por allí pululaban, con los vampiros, demonios e incluso con los hombres loquesea, pero no le habían explicado qué hacer en el caso de perderse por aquellos parajes. Encima, el mapa era ilegible, aunque fuera a prueba de idiotas como le habían asegurado, él había conseguido perderse. Se giró y decidió deshacer sus pasos, el sonido de su pierna inútil al chocar contra la roca le martilleaba con fuerza. Oyó un rugido proveniente de las entrañas de la oscuridad y alzó la antorcha, de las sombras comenzaron a emerger miles de ojos blancuzcos que le observaban, al tiempo que le gruñían para mostrarle que estaban muertos de hambre. El padre Johann había sido cazador cuando aún era fuerte y rápido, sabía que no debía correr, pero ahora no llevaba arma alguna y estaba completamente indefenso contra aquellos seres: iba a ser la comida perfecta para aquellos engendros. Suspiró exasperado, había vivido una larga vida y se había hecho sacerdote en sus últimos tiempos para mantener a su numerosa familia. Sabía que como mucho, le faltaría un año para su hora, dos si ocurría algún milagro, pero al menos había esperado poder haber hecho aquel último trabajo, necesitaba el dinero… Aquellos seres comenzaron a surgir de las sombras y mostraron sus fauces de reptil, con dientes de sierra y aquella bocaza alargada y verde. Eran hombres colodabaigual, una de las cientos de especies mutadas de los antiguos animales, que buscaban controlar el mundo que los suyos habían destrozado. Uno de ellos se lanzó contra Johann y éste le golpeó con la antorcha en la boca. El ser se apartó y se quejó dolorido al tiempo que se agarraba con las dos manos. El padre sonrió feliz, aquél debía ser un cazador joven, porque no entendía a qué si no se abalanzaba contra él. Otro atacó y el sacerdote intentó darle, pero el ser le esquivó en el último momento y decidió asestarle un puñetazo en el estómago. La edad pesaba y su pierna aún más, por lo que cuando el puño del enemigo impactó en su vientre se quedó sin aliento y resolló, pero como un acto de reflejo le atizó en la cabeza con la antorcha haciendo que se alejara chamuscado. El grupo le miró con curiosidad pero manteniendo las distancias, tal vez habían captado el mensaje de que Johann iba a vender cara su piel. Entonces hubo un murmullo generalizado y los hombres lagarto dejaron paso al que parecía ser su líder. Nada más verle, el sacerdote metió las manos disimuladamente por entre su sotana raída y buscó otra de sus armas improvisadas. Aquel hombre tenía apariencia aniñada y frágil, de tal hermosura que impresionó al religioso. Su piel era blanca y sin ninguna imperfección, sus ojos castaños, eran del mismo color que su cabello que no tenía ni una sola calva… sin duda alguna, aquel debía ser el demonio del
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que le habían hablado, aunque no esperaba que éste sonriera y le tendiera una mano a modo de saludo, eso aterró al anciano. -Buen…- comenzó a decir, pero Johann no esperó más tiempo y cogiendo el odre de agua bendita, se lo lanzó a aquella aparición a la cabeza. -¡Atrás mal demonio, por el poder del Señor, retírate!- El malvado ser, lejos de derretirse o al menos humear al contacto del agua, escupió un pequeño chorro que se le había colado en la boca al intentar hablar con él. El padre se desesperó, vale que su nivel de fe no estuviera a la altura de la locura de su amigo James, que era capaz de quemar a los herejes, pero que sus bendiciones no pudieran ni defenderle contra aquel individuo… era demasiado. Nada, el vampiro estaba relamiendo el agua y hablaba con sus vasallos infernales con una sonrisa en los labios- Al menos podrías fingir tenerme un poco de miedo, soy un hombre de Dios muy poderoso. -Es muy pura… el agua- dijo el otro con voz candorosa- ¿cómo has conseguido que tenga este sabor? -¿Es que me vas a dejar vivo si te lo cuento?- Aventuró Johann explorando todas las posibilidades. -Nadie quería hacerte daño, padre, sólo deseábamos hablar contigo, ¿eres el nuevo mensajero religioso? ¿El que va a dar la extrema unción a los llamados caníbales del gusano de metal?- el sacerdote asintió perplejo, ¿pero quién era aquel hombre? Disimuladamente, le bendijo y éste siguió tan campante, ¿tal vez es que era un demonio de otra religión?- Eso no me va a matar, no soy un ser maligno ni nada similar. No puedes hacerme nada con ninguna de tus creencias. -Me lees el pensamiento, eso significa que tienes algún poder demoníaco- afirmó el otro alargando la antorcha para interponerla entre él y la criatura, pero ésta siguió sonriendo… su instinto de cazador le decía que aquella no era la respuesta- ¿o has abordado a tantos de los míos que ya sabes el procedimiento? -Más bien lo segundo- volvió a acercar la mano con suavidad, mientras que sus vasallos esperaban expectantes-. Mi nombre es Adam, encantado de conocerte padre. -Sigo sin fiarme, eres… demasiado perfecto para ser humano- ante la mueca de tristeza del otro, decidió seguir apurando su suerte, tal vez conseguiría escapar si caía en gracia a aquel ser-, ¿cuántos años tienes? -Cuarenta y dos. -¡Ajá, eres un ser inmortal! Nadie puede ser tan longevo y tener tan buen aspecto. -Nací antes de las guerras- le trataba como si fuera un niño… aunque bien mirado, si era cierto lo que decía, le doblaba en años, ya que Johann había conseguido llegar a la venerable edad de veinte -, por favor, escúchame, no soy un demonio ni nada similar… -¿Entonces por qué te relacionas con estas bestias devora hombres? -A los hombres cocodrilo sólo les gusta el pescado, son demasiado prudentes como para comer humanos… sobre todo a aquellos como tú, que estáis infectados por todos los virus que acabaron con nosotros. -Paparruchas, la Biblia lo dice bien claro, los animales no tienen alma.- Defendió el otro, aunque siempre había dudado sobre aquel punto. -Pero éstos son también humanos… además, un hombre que porta un agua tan pura no creo que sea de los que siguen al pie de la letra las sagradas escrituras- ante aquel desarme, bajó la antorcha y estudió al otro. No parecía mala gente… puede que lo hiciera para engañarle, pero su instinto no le hacía sentirse en peligro y éste le había salvado en innumerables ocasiones.
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-Soy el padre Johann, antes cazador, depurador de agua e inquisidor de mi comunidadsaludó al fin dándole la mano- y ahora, para ganar una buena cantidad de dinero, salvador de almas de los caníbales del gusano de metal. -Si lo deseas, puedo llevarte hasta tu destino… me gustaría hablar un poco contigo. -¿Y tus vasallos? -Son mis compañeros y no, no vendrían con nosotros, se ve que te incomodan.- El sacerdote asintió aliviado y sonrió a Adam con cierta confianza. A un gruñido de aquel hombre, los llamados cocodrilos desaparecieron y los dos compañeros emprendieron el camino por los túneles, guiándose con la orientación del mayor de ellos. En poco tiempo, los corredores se vieron iluminados en el techo por unas tenues luces mágicas que guiaban el camino hasta unos enormes armatostes alargados iluminados por la misma magia, pero de color anaranjado. -Los últimos vestigios de la ciencia humana: la luz eléctrica y el gusano de metal, que en verdad se llama tren. -Lo que llamas ciencia es herética.- Afirmó el otro con ligereza, aunque no es que fuera algo que condenara con fervor, es más, todo eso le producía una enorme curiosidad. -¡Y lo dice alguien que ha conseguido hacer agua pura!- Bromeó mientras le guiaba hasta el gusano de metal. -¿No temes contagiarte? Muchos que bajan aquí acaban muriendo por el mismo mal que padecen estos infelices. -¿Ves eso de ahí arriba?- preguntó señalando una rejilla- Se comenzaron a usar cuando yo tenía cinco años, esos aparatos que aún funcionan, al comenzar la guerra química y bacte… digamos que en aquellos tiempos, crearon venenos invisibles para matar a gran cantidad de gente. Esos cacharros hacen que esos males no entren al interior de los vagones. -¿Y si el enemigo atacaba desde dentro? -También impedían que nada saliera… en este caso también habría que incluir a las personas- el sacerdote tragó saliva, debía ser horrible vivir en un lugar reducido y muriendo todos a cada poco, normal que los habitantes del interior fueran caníbales-. Pero no se comen unos a otros, nadie sabe cómo pero han conseguido cultivar en su interior, además de vivir de lo que les traen los demás humanoides… -¿No decías que nada podía entrar y salir? -Las personas y los venenos, pero no he dicho nada de los alimentos. Muchos de ellos llevan allí desde hace años, tantos que si ahora salieran, morirían, los gérmenes del exterior acabarían con ellos… al menos han conseguido unir suficientes vagones como para que todos los que aún quedan dentro puedan crear comunidades como la tuya. Ambos siguieron caminando y mientras el sacerdote confesaba y bendecía a todos, su compañero hablaba con varios unos cuantos pasos más allá. La verdad es que el trabajo no era desagradable, aquellos locos de dentro del interminable tren intentaban asustarle, preguntándole una y otra vez si el canibalismo era pecado. Al principio le angustió, luego decidió responderles con las mismas ganas de carcajearse por todo aquello… qué extraño que nadie le hubiera dicho nada sobre el comportamiento de éstos, aunque lo más probable es que viendo cómo estaban de extendidas las leyendas, ninguno de los suyos se hubiera adentrado tan abajo desde hacía mucho tiempo o si lo habían hecho alguna vez, debían haber pasado poco tiempo con los “caníbales”.
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Después de unas cuantas horas se sentó al borde de la piedra labrada y sacó sus provisiones. Adam se acercó a él y sacó su propia comida, ambos la compartieron junto a unas cuantas historias. Aunque al final sólo Johann habló de su vida, de cómo su edad le había privado de su pierna que ahora estaba tan rígida y fría como las rocas, de sus hijos y hermanos, de todas sus ideas para depurar el agua y conseguir mejorar los cultivos… por primera vez, alguien le escuchaba y no intentaba quemarlo por loco, era una sensación muy agradable. Cuando se lo hizo saber a su compañero, éste sonrió tristemente. -Debería haber sido así, ¿no crees? Que todos hubiéramos podido hablar con calma sobre cualquier tema, desde lo bueno que está este trozo de queso hasta sobre qué hacer con el mundo.- Ante aquella pena, el sacerdote agarró el hombro del otro y sonrió. -Puede que Dios nos haya dado esta segunda oportunidad para que aprendamos.Cuando oyó la risa agria de su compañero, se sintió molesto. -Hace muchos siglos, la religión impuso la ley del miedo y nos hizo sus esclavos… no hace tanto, la ciencia nos obligó a todos a basarnos sólo en lo material y nos prohibió creer, consiguiendo que perdiéramos nuestra esencia- el sacerdote le miró con una ceja alzada, se sentía enormemente confuso: para él un año era mucho tiempo, sabía que antes habían existido las medidas como los siglos… pero para su pobre mente, aquello eran demasiados años como para poder siquiera atreverse a imaginarlo-. Ahora, por culpa de todos, sólo podemos aspirar a sobrevivir, esclavos del miedo, de la mortalidad… somos esclavos de la religión, de la ciencia y de la guerra que se libró por sus causas. -Se nota que no tienes que preocuparte tanto como los demás por sobrevivir, nadie le habría dado tantas vueltas a la cabeza a algo que pasó hace tantos años- afirmó Johann con una gran sonrisa, y Adam correspondió al gesto tímidamente-. Puede que ahora no podamos darnos cuenta de tus ideas, pero dentro de varias vidas, cuando mis descendientes puedan disfrutar de todo lo que hemos conseguido los míos y yo, sé con seguridad que no volverán a cometer nuestros errores… ten fe, los humanos podemos ser catastróficos como raza y puede que los que antes fueron animales ahora se hayan dado prisa por intentar ocupar nuestro lugar, pero seguro que todo irá a mejor. -¿Es eso lo que de verdad deseas? ¿Que en el futuro las cosas vayan a mejor? -Sí, sé que todo ira bien en el futuro. -¿Y si te ofrezco hacer que todo vaya bien ahora?- ante aquella afirmación Johann le miró perplejo, ¿cómo iba a conseguirlo?- ¿Y si fueras tú el que ayudara a los humanos, no a recuperar el poder sobre este planeta, sino a enmendar todos sus errores? -Mi vida llegará a su fin de aquí a un año como mucho. -¿Y si yo pudiera impedirlo?- entonces el sacerdote pensó que aquel hombre o estaba loco o era un terrible demonio, ¿cómo era posible que le ofreciera todo aquello? Adam sacó un botecito de cristal y algo envuelto en una tela transparente. Era translucido y tenía una aguja de metal muy fina… había oído leyendas sobre aquellos utensilios y todas terminaban con algo entre diabólico y maligno- Lo que está matando a la humanidad es su falta de fe, tanto en la ciencia como en lo inmaterial… no sé si existe un dios, tampoco que si de darse esa opción, habría querido todo esto. -Dios nos castiga por nuestros pecados, es ley de vida.- Afirmó el otro, pero nunca había creído en que el salvador fuera algo así y menos por lo que había leído. -Ayúdame Johann, si me dejas inyectarte esta medicina, juntos podremos investigar la superficie y recuperar todos los secretos de la ciencia… podremos devolverle a la humanidad la libertad de escoger su camino, trabajaríamos para enseñarles a no caer en los errores del pasado… tal vez conseguiríamos salvar a tu familia con mis
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conocimientos, vivirían tanto tiempo como yo.- Ante aquella oferta, el sacerdote miró al demonio con temor. Salvar a su familia… ¿cómo sería posible si sólo tenía una botellita de aquello? ¿Habría más? Y si lo que decía era cierto, ¿no sería una enorme herejía evitar la muerte que Dios les había deparado? Poco a poco en sus pensamientos se fue haciendo la luz y supo cuál era la respuesta: aquí estaba la verdad, la realidad es que Dios deseaba que la humanidad viviera, que aprendiera de todo el daño que había hecho e intentara mejorar, ¿cómo se explicaba si no que aún quedaran retazos del pasado como la luz, los trenes o aquel frasquito? Tal vez estaba intentando que le escuchara, que ayudara a aquel hombre a salvarles… pero él sólo era un simple sacerdote, que únicamente servía para inventar locuras y redimir a unas pocas almas, no sabría ayudar a toda una raza al borde del abismo. Adam seguía hablando, pero Johann no le escuchaba, seguía intentando encontrar el orden en sus caóticos pensamientos. Sentía que su compañero le había dejado en la mano el frasquito y la cosa de plástico, mostrándole que confiaba en él. El sacerdote alzó la mirada y entonces comprendió la verdad de su misión… no, él no iba a ayudar a la humanidad, no iba a salvarla. Sonrió ampliamente y le tendió a su compañero el antídoto. -Adam, inyéctamelo- el otro masculló e intentó hacerle entender unas explicaciones complicadas sobre alergias, incompatibilidades y mil majaderías más que podían ocasionarle la muerte-. Hazlo… es esto o es morir dentro de poco tiempo, confío en ti. Su amigo sonrió y comenzó a quitarle la manga mientras le agradecía su ayuda, incluso afirmó que tenía expresión de santidad y el religioso le pidió que cuando le adoraran no se olvidara de él. El científico se rió de aquella frase que tachó de “tamaño despropósito” y afirmó que juntos devolverían a la humanidad a su época dorada, el principio de una era y el fin de la anterior. Johann no era idiota, sus conocimientos no eran ni por asomó los de Adam, pero él tenía un poder del que carecía el científico o más bien que necesitaba tanto como el respirar… su compañero salvaría la humanidad, de eso estaba seguro, pero el sacerdote iba a cumplir una misión más sencilla: sería su amigo, le daría la compañía que sus ojos le habían dicho que ansiaba. Cualquiera habría pensado que era algo insignificante, pero en aquellas pocas horas que ambos habían compartido juntos, el padre sabía que el hombre podría haber hecho todo sin su ayuda… pero no sin su compañía, ya que por mucho que se comunicara con los seres que habían surgido de los animales, necesitaba a los humanos. Adam era el regalo de Dios para los suyos, su perdón hecho persona, y Johann se encargaría de cuidarle y de darle el amor que necesitaba con ahínco. Entonces ambos amigos se encaminaron por los túneles, el científico le mostró al sacerdote el caminó a seguir para llegar a su hogar y, en su plano, le indicó el camino que debía seguir para cuando decidiera que debían volverse a encontrar. El padre anduvo con dificultad por su cojera, que resonaba por los corredores… aunque aquello fallara, le hablaría a alguno de los suyos de su nuevo amigo, para que pudiera ayudarles. Y de pronto se paró perplejo y tocó su pierna asustado y maravillado… Adam había conseguido su primer milagro como perdón de Dios, su rodilla se había movido. No mucho, pero llevaba años sin poder sentir siquiera aquello… el antídoto del
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científico había dado resultado, al menos con su pierna. Con una sonrisa de felicidad y los ojos empañados, corrió los pocos pasos que quedaban hacia su hogar carcajeándose como si de un chiquillo se tratara.
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LA PUERTA DE LAS ESTRELLAS By Alexis Brito Delgado «La Tierra ya no existe. Aquella manera de vivir fracasó y se estranguló con sus propias manos.» Ray Bradbury
Día primero: Primera Semana Algo ha salido mal y he despertado antes de llegar a mi objetivo; la nave se ha desviado de rumbo. En un principio supuse que un asteroide, una tormenta magnética o una lluvia de meteoritos habría sido el causante de aquel desastre. Me equivoqué: todo estaba en regla. Al salir de la cápsula de criosueño, comprobé que sólo llevaba tres meses de travesía. He abierto los ojos demasiado pronto; no debería haber llegado a NGC 3360 hasta finales de marzo. Compruebo el estado de mis compañeros de viaje, los siete continúan durmiendo, nada desvela sus plácidos sueños. Asustado, me dirijo a la Inteligencia Artificial, lucho por obtener respuestas, pero la máquina me ignora. Intento ponerme en contacto con la estación, hablar con los Técnicos de Información que controlan la base de Plutón, cosa del todo imposible. Los mensajes y las videoconferencias me son negados. No hay nada que pueda hacer. Día segundo: Primera Semana He pasado una mala noche, apenas logré pegar ojo, horribles pesadillas desvelaron mis sueños. Supongo que tanto tiempo en estado de hibernación me está pasando factura. En el camarote principal, compruebo la trayectoria de vuelo, las constantes vitales de mis camaradas y las reservas de combustible y de energía: todo está en orden. Vago por los pasillos pulimentados de la nave, confuso, sin saber cómo actuar: en la NASA no me prepararon para afrontar una situación como esta. Siento que las paredes, blancas e inmaculadas, absorben mis energías como una enfermedad. Ausente, intento comer algo, pero mi estómago encogido me lo impide: una bilis amarga se agolpa en mi garganta al intentarlo. Sin desearlo, recuerdo a mi familia, o lo que resta de ella; tuve que elegir entre la misión o mis responsabilidades como marido y padre. Tomé la peor decisión: mi egoísmo me ha llevado a la ruina. Día Tercero: Primera Semana A través de una ventana panorámica, observo la negrura sin límites del cosmos; las enormes nubes de polvo y gases que forman las nebulosas: hidrógeno, helio, nitrógeno, oxígeno... Las estrellas que parpadean en su viaje, supergigantes azules, gigantes rojas, enanas amarillas, mostrándome una parte de mi sufrimiento. Inconscientemente, he
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empezado a descuidar mi higiene personal y mi apariencia física. Llevo tres días sin darme una ducha y apenas he probado bocado. Las galletas de proteínas y las bebidas energéticas me producen repulsión. Delante del ventanal, hipnotizado por la visión del universo, percibo que mi figura ha cambiado. Con los ojos enrojecidos por la falta de descanso, analizo mi cuerpo enfundado en un ajustado mono de látex: hombros anchos, pecho amplio, caderas estrechas, brazos y piernas largas. Mi ex-mujer siempre me decía que mi imagen era ideal para los carteles de reclutamiento. Una sonrisa amarga se dibuja en mis labios ante la violencia del recuerdo: nunca valoras lo que tienes hasta que lo pierdes. Día Cuarto: Primera Semana Mi mirada abarca doscientos millones de años-luz delineados en el infinito. Los cúmulos de estrellas, radiantes y misteriosas, de los sistemas Centauro y Virgo, me muestran todo su esplendor. Aburrido, aprieto un botón y amplío las dimensiones del holograma: Ursa Mayor S, Ursa Mayor N, Fornax I, Eridanus, Virgo M, Virgo W, Antlia, Telescopium, Hydra, A3565, Pegasus, NGC6769/IC4845, Cáncer… Compruebo las coordenadas ecuatoriales, las coordenadas supergalácticas, la distancia de años-luz que existen entre ellas y las supercluster a las que pertenecen. Apago el aparato y salgo de la estancia: no soporto estar encerrado dentro de la Sala de Estudios. Durante un momento, tengo la tentación de volver a la cabina de vuelo, intentar ponerme en contacto con mis superiores, pero la futilidad de mi idea me hace un nudo en el vientre: sé que no podré conseguirlo. Camino hacia la cola de la nave, al cuarto de máquinas, con la idea de echar un vistazo a los motores. Una corriente de aire acaricia mi nuca y me pone los pelos de punta. Me vuelvo y busco una pistola en mi costado: la funda de nailon está en mi camarote. Tenso, escudriño el pasadizo, sin ver nada anormal. Durante un segundo tuve la impresión de que me observaban. Día Quinto: Primera Semana Empiezo a plantearme qué será de mi vida. Estoy solo, flotando a millones de kilómetros de casa, atado a una nave espacial, sin rumbo entre las estrellas distantes. No puedo regresar a Plutón, ni cambiar el rumbo de la travesía, ni siquiera tomar un Trek de salvamento para abandonar este montón de chatarra. Siento cómo el peso del futuro se desploma sobre mi espalda, arrancándome la cordura, llevándome al límite de la desesperación. Las horas pasan, interminablemente, a cámara lenta, consumiendo mis esperanzas de volver a la Tierra. He recorrido todos los rincones de la nave, conozco los salones, camarotes, cuartos y habitáculos, como si formaran parte de mi fisonomía. Mi mente comienza a pensar de manera extraña, escapa de mi autocontrol, las ideas de suicidarme vienen una y otra vez, como una marea insidiosa colmada de malos presagios. Sacudo la cabeza e intento olvidar mis lúgubres pensamientos, no son propios de un teniente de mi categoría; me avergüenza pensar de esta forma. Me detengo delante de las cápsulas de criosueño y contemplo a mis camaradas, lleno de amargura, vencido por un sentimiento de envidia que no puedo controlar. ¿Por qué ha tenido que sucederme esto a mí? Cierro los ojos y me muerdo los labios hasta que brota la sangre: deseo exterminarlos a todos.
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Día Sexto: Primera Semana Anoche, derrotado por el peso de los tranquilizantes, supe que no sobreviviré a este viaje. Saber que estoy condenado de antemano no me tranquiliza, siempre he amado la vida y sus experiencias sobre todas las cosas; este derrotismo me está volviendo loco. Llevo toda la jornada dentro de mi camarote, con las luces apagadas, tumbado sobre el colchón de poliuretano, incapaz de conciliar un sueño natural. Por la mañana elegí una película, un clásico del Siglo XX titulado Apocalypse Now, pero después de quince minutos de visionado apagué la pantalla: fui incapaz de resistir las imágenes que veían mis ojos; tanta belleza hería mi alma. Ahora, en la soledad de mi entorno, experimento el vacío del espacio exterior, nutre cada partícula de mi anatomía y destroza mi psique con sus bordes inmateriales, quemando mi espíritu sin remisión. Aferro los bordes de las sábanas: lágrimas humedecen mi rostro y descienden por mis mejillas. Recuerdo a mi mujer, a mis hijos, los campos de césped artificial de Central Park, los rascacielos interminables de Manhattan, los días de Acción de Gracias con mis padres y hermanos, las calles de Nueva York. Los lienzos del pasado no me aportan consuelo alguno, sólo matizan mi infelicidad, liberan los remordimientos que he atesorado desde que despegué de Plutón y surqué el cosmos en busca de un nuevo amanecer. Día Séptimo: Primera Semana Han transcurrido siete días desde que desperté. Ha sido la peor semana de mi vida, no me cabe ninguna duda al respecto; nunca había tocado fondo de una manera tan patética. En la puerta del comedor, los escasos muebles destellan como espejos: mesa rectangular de titanio, sillas de poliestireno, anaqueles de acero anodizado, equipos de refrigeración transparentes, y expendedoras de alientos Hitachi, encuadrados por los tabiques curvos de la estancia. La nave esta diseñada para siete u ocho tripulantes, ideal para los desplazamientos interplanetarios, su estilizada figura es invisible a cualquier radar. Las aristas cromadas del comedor dañan mis pupilas dilatadas, el efecto secundario de los tranquilizantes comienza a manifestarse. Estuve tentado de comer algo, pero de inmediato cambié de opinión, las pastillas me habían arruinado el apetito. Intento dirigirme al Disco Selector, comportarme como hubiese hecho en el pasado, pero fracaso estrepitosamente. Apenas actúo como un ser humano, el aislamiento me ha arrebatado aquella necesidad biológica, guardo más cosas en común con la Inteligencia Artificial, que con los de mi propia raza. Me derrumbo sobre mis rodillas y lloro como un niño: es la primera vez que lo hago desde mi divorcio. Día Octavo: Segunda Semana La paranoia se apodera de mi ser. Tengo pesadillas constantes, sé que algo, o alguien, vigila todos mis movimientos, a todas horas. Al principio pensé que era una tontería, que la soledad y los tranquilizantes conjuraban en mi contra… Me equivocaba, mi sexto sentido de soldado jamás me ha fallado: una presencia intangible camina detrás de mí y desaparece antes de que me dé la vuelta. Examino la cabina de vuelo desde el umbral de la puerta. La cámara hexagonal brilla, luces palpitan en la penumbra: hileras de controles, pantallas llenas de dígitos japoneses, mapas de navegación de tres dimensiones, y sofisticados radares de fabricación oriental. Los pozos de ventilación emiten un zumbido perenne. Reciclan el oxígeno en un flujo constante que me permite respirar la atmósfera viciada por el exceso de ozono. El aséptico entorno me recordó las oficinas de la NASA; una sensación de rechazo inunda mi interior, odio los lugares
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deshumanizados. Tardo en adaptarme al sistema de gravitación, el tiempo de criosueño ha mermado mi capacidad motriz. Me arden las mejillas, tenía que haberme esmerado con el afeitado, pero aquél no era mi estilo, prefería preocuparme por cosas más importantes. Descubrir a mi adversario es mi máxima prioridad. Día Noveno: Segunda Semana Tengo tanto miedo… Pavor, pánico, terror, espanto, mientras acaricio la culata de la pistola, recorriendo cada línea con mis manos temblorosas. Tantos años esperando aquella misión, tantos años luchando en vano, tantos años fracasando, tantos años sin respuestas, tantos años sin olvidar el pasado... Lo he perdido todo, nunca hice nada bien, mi vida es una broma, una comedia bufa; por ello debo matarme, sino no me lo perdonaría jamás, no merezco otra cosa sino una bala entre las cejas. Los reflejos del arma rebotan contra las paredes azules, ominosamente, desgranando las horas que me restan. Mi tiempo se agota, cada vez me queda menos, los capítulos se suceden rápidamente, página por página, manchando mis manos de sangre. Si pudiera despedirme diría: te quiero, te extraño, te deseo, te necesito, moriría si me lo pidieses, no dudaría un segundo, llenando de amor mi corazón... «¡El horror!», pienso, «¡El horror!». Esa fue la respuesta de Kurtz, el horror a continuar vivo, el horror a su locura, el horror a sus pecados, el horror a su propia grandeza ¡Tengo tanto miedo! Nadie me ayudará, ni me hará cambiar de idea, ni me dará unas frases de aliento o quizá de perdón. La nave continúa avanzando y apenas logro esbozar un pensamiento coherente. Una sombra pasa por delante de la puerta y se desvanece en los pasillos adyacentes. Mi enemigo no tardará en mostrar sus cartas… Día Décimo: Segunda Semana Desde la ventana de mi camarote, las luces de neón parecen una película de escarcha, arremolinándose como una tormenta holográfica, píxel tras píxel, encima de mis retinas vidriosas. Me siento intranquilo, un interrogante sin forma humana corroe mis entrañas, haciéndome olvidar el sueño. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a las andadas otra vez? ¿Tan difícil es sentirme tranquilo? Un relámpago blanquecino rompe el universo y rasga las tinieblas veteadas de estática, haciéndome estremecer de la cabeza a los pies. Tengo miedo, pavor a los años vacíos que se acercan; no quiero terminar aquí, pudriéndome en vida. El aislamiento me traspasa, hiere las fibras más recónditas de mi interior, haciéndome plantearme el futuro, haciéndome odiar el presente, haciéndome añorar el pasado... Pienso en acabar con mis compañeros otra vez. No puedo hacerlo, he de reprimir mis instintos asesinos, debo velar por la seguridad de todos ellos; es lo mínimo que se merecen. Vuelvo a plantearme el suicidio, tenazmente, meditando la manera adecuada de hacerlo, sin sufrir ningún tipo de duda. Un tubo de somníferos estaría bien, sería una muerte rápida, natural, no me enteraría de nada, sólo accedería al vacío, a la negrura que llena mis pasos: me libraría de los remordimientos que me han arrebatado el alma. Me pregunto qué estarás haciendo, cómo te sentirás, si habrás encontrado la felicidad que buscabas, cómo estarán los niños, si aún me recuerdas... Aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado... Inspiro aire profundamente, luchando por vislumbrar las estrellas ocultas detrás del cordón de pesadas nebulosas. Sonrío al borde del caos, aplasto mis preguntas contra el cristal empañado y cierro los ojos llenos de miseria: siento haberte dado la espalda cuando más me necesitabas.
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Día Decimoprimero: Segunda Semana He pasado toda la noche en vela, atento como una mantis, sin lograr conciliar el sueño, mirando por la ventana de mi camarote. No podía dormir, estuve dos horas dando vueltas en la cama, retorciéndome, desordenando las sábanas empapadas de sudor, a punto de enloquecer. Finalmente, decidí levantarme, no me apetecía leer, no me apetecía escuchar música, no me apetecía escribir. Una sensación de vacío, de futilidad, de hastío total se instaló en mi interior, clavando sus garras en mi esternón, como un parásito insidioso, arrebatándome el escaso calor que albergaba en mi corazón. Me encontraba en un limbo aterrador, flotando a la deriva, sin ningún atisbo de humanidad donde aferrarme, perdido entre las estrellas lejanas. Cien mil millones de kilómetros, distancias interminables, años luz imposibles, recreándome en la nada, sumido en la entropía, flotando en un caleidoscopio infernal... Jamás me había sentido así antes, tan desesperanzado, tan insensible, tan muerto interiormente. Parecía una máquina, sin emociones, que se planteaba el porqué de su insensibilidad, buscando un instante de paz. Intenté llorar, provocarme alguna emoción, salir del pozo donde me ahogaba, sin éxito. Me limité a mantenerme a flote, hice un análisis de los últimos años, rememoré muchas cosas que creía que estaban enterradas, saqué a la luz los huesos marchitos que reposaban en mi tumba, sin encontrar una solución satisfactoria. Primero pasó mi infancia; sin grandes remordimientos ni pesares, más tarde mi adolescencia; una etapa que ha perdido todo su esplendor, luego mi madurez; el momento en que conocí a mi exmujer, antes de desistir en mi empeño. Vivir de mis cenizas no me conducirá a ninguna parte. Llego a las mismas conclusiones de siempre, no he conseguido nada, incluso el tiempo transcurrió más lentamente, mientras mi memoria regresaba atrás, cristalizando las reminiscencias de las que me avergüenzo. Mi existencia es una carga exasperante, una pérdida de tiempo, un sin sentido absoluto. ¿Por qué tuve que nacer? ¿Por qué no puedo aceptarme? ¿Por qué no termino con todo de una vez? Me gustaría imaginar que me restan esperanzas, pensar que en algún lugar, cuando termine la travesía, existe un futuro para mí, que alguien está esperándome para sacarme del abismo. Anoche mi adversario me rozó el rostro mientras me adormecía: cada día se siente más seguro de sí mismo. Quiero un hacha para romper el hielo.
Día Decimosegundo: Segunda Semana He recorrido la nave de un extremo a otro, fuertemente armado, buscando a mi adversario, con la intención de matarlo o perecer en el intento. Después de cinco horas, desistí en mi empeño, sabe esconderse bastante bien, pero no podrá conmigo, tarde o temprano saldrá a la luz, y estaré esperándolo. Al llegar al camarote principal, compruebo que las cápsulas de criosueño han sido desconectadas; todos mis compañeros han muerto. Llorando, acaricio los bordes de gomaespuma y acero, mientras contemplo, impotente, los rostros inertes, veteados de escarcha, que reposan detrás de los cristales empañados. Una furia demencial me obliga a gritar como un poseso y destruyo todo lo que está a mi alcance con las manos desnudas, al borde de la desesperación. Entonces lo comprendo, llegó a la conclusión evidente; mi enemigo ha sido el causante de este desastre. Aniquiló los circuitos de la nave, me acosó durante días, exterminó a mis camaradas indefensos… Mi estado depresivo se desvanece, reemplazado por la sed de sangre; quedan muchas cuentas por saldar, aún queda un hombre que pueda plantarle cara. Vuelvo a recorrer la nave con los nervios en tensión, espoleado por una fiebre que escapa de mi control. Cada vez que doblo un pasillo, que
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penetro en una habitación, que abandono una sala, o recorro un túnel presurizado, tengo la impresión que sigue detrás de mí. Su sombra me persigue, burlonamente, y esquiva mis ojos inquisitivos y acechantes; cree que es mucho más listo que yo. Si algún día alguien llega a leer esto, si este diario cae en manos de algún explorador, soldado o piloto espacial, puedo asegurarle una cosa: no moriré solo. Día Decimotercero: Segunda Semana Acabo de verlo por primera vez. He conseguido localizar su escondite. Mi enemigo se oculta entre las sombras, el cuarto de máquinas es su guarida; se siente a salvo entre el rugido de los motores y los conductos de ventilación. Apenas tiene forma humana, es poco más que una mancha de negrura, no posee ojos, ni manos, ni boca, nada que me sirva como referencia. Es similar a una mancha de tinta, tenebroso y malévolo, idéntico a la propia negrura, y despide una maldad primigenia que se pierde en los albores de los tiempos. Intenté dispararle, mi dedo se inclinó sobre el gatillo, meterle un proyectil de nitrógeno líquido en el cuerpo, pero fui incapaz de atacarle, una extraña sensación de afinidad me lo impidió. Sobrecogido, escapé del lugar y volví a la Sala de Estudios sin molestarme en mirar atrás, maldiciendo mi propia cobardía. ¿Qué demonios era aquello? Mientras lo enfocaba con el rifle de plasma, cuando el teleobjetivo infrarrojo se posó sobre su figura, no se molestó en desaparecer en las tinieblas, menos aún en ocultarse de mi presencia. Temo que tenga demasiado poder sobre mi persona, conoce todas mis debilidades y aspiraciones; somos hermanos de sangre recluidos en un espacio común. La nave decidirá quién será su último pasajero. Día Decimocuarto: Segunda Semana Espero a mi adversario junto a mis compañeros fallecidos. No pienso volver a buscarlo, tendrá que venir a por mí, desafío abiertamente su poder, es hora que decidamos quién de los dos es más fuerte. Me encuentro lúcido, liberado de mis miedos, una impresión de tranquilidad recorre mis músculos doloridos y mi mente agitada: estoy preparado para recibirlo. En rededor, la atmósfera se vuelve más pesada, un frío glacial invade la estancia, ralentiza mis movimientos y acciones. Los dados están echados y no puedo dar marcha atrás. Nuestra lucha se ha convertido en algo personal e intransferible a terceros. Comprendo por qué tuvo que aniquilar al resto de los tripulantes: nadie debe ser testigo de lo que sucederá en pocos minutos. Hemos tardado catorce días en llegar a este punto muerto, cada uno conoce las intenciones del otro, no es necesario que alarguemos el momento, ambos estamos preparados para el último acto. Entonces aparece, toma sustancia propia al final del corredor y avanza lentamente hacia mi posición. Su masa informe oculta las cápsulas criogénicas con su sombra y llega hasta mi silueta. Retrocedo hacia atrás, débil e insignificante, dominado por su poder. El arma tiembla en mis manos, resbala de mis dedos y rebota contra las planchas de acero corrugado, emitiendo un sonido seco. Mi enemigo crece conforme se aproxima, las tinieblas ocultan las paredes inclinadas y nublan mi campo visual. Aparto el temor y le planto cara: prefiero morir antes de mostrarle mis emociones. La negrura invade mi entorno, se apodera de mi anatomía y mece mis miembros con sus tenebrosos pliegues. Una sensación de frío, de soledad y vacío estelar, de galaxias lejanas y civilizaciones distantes, de cúmulos nebulosos y soles ardientes, me arrebata la cordura. Jamás imaginé que el cosmos pudiera albergar tanto dolor. Flotando, demasiado cerca del olvido, excesivamente lejos de mi naturaleza, obtengo la última revelación. Todos estos días, durante horas y páginas en blanco, había estado combatiendo contra mí mismo. Mi
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adversario, tal como lo he denominado, era mi propia personalidad. Mi lado oscuro, las peores facetas de mi ser habían cobrado sustancia propia, aumentando de poder y consistencia, a la vez que me hundía en la desilusión. Intento gritar, escapar de mi destino, patalear y defenderme, pero las sombras son demasiado fuertes. Cierro los párpados y me reconcilio con el destino que me aguarda: no había conseguido vencer a mis contriciones personales. Mi fin había llegado…
LiquidacIOn por cierre By Santiago Eximeno —Sí, lo reconozco, nos encanta. En cuanto vemos una tienda con un cartel de liquidación por cierre, entramos —dijo la mujer, enroscada en el brazo de su marido como una serpiente. Ambos sonreían y bromeaban mientras recorrían la exposición. El dueño de la tienda, cabizbajo, caminaba a su lado, deteniéndose de vez en cuando para permitir que sus clientes admiraran alguna pieza en concreto. —Lo sé, lo sé, para usted esto es traumático. Pero piense que, en el fondo, le estamos haciendo un favor —dijo la mujer, y su risa reverberó por el almacén. El dueño asintió, sin levantar la vista del suelo. —Cariño, ven, éste seria perfecto —dijo el marido, acariciando la superficie recién barnizada—. ¿Esto es madera de verdad, o esa mierda de conglomerado? —Madera de roble, señor. Cien por cien —respondió el dueño, con cierto tono de orgullo en la voz. —Muy bien —dijo la mujer, abriendo desmesuradamente la boca—. Nos lo llevamos. Pero primero nos gustaría probarlo. —No... no sé si eso sería buena idea —dijo el dueño, y las sonrisas de la pareja se hicieron más y más grandes mientras acariciaban con sus manos la tapa del ataúd.
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DISCURSO ANTES DE LA MUERTE By Luis Alberto de Irujo y Borja En el horror extremo está la verdad. Cuando el asesino atraviesa la piel, la carne, el músculo y el hueso nos arroja la verdad. La verdad es la materia de la que estamos hechos. Somos carne, huesos y sangre. La consciencia es una entelequia. El pensamiento una abstracción y como toda abstracción (el amor, los celos, el odio) es un invento del hombre. Rezando no iba a llegar a ninguna conclusión, salvo el autoengaño de que existe un Dios y un Cielo y no sé cuantas cosas más. En la realidad, nuestro mundo, la suciedad, el sudor y la saliva tienen poco de místico. La nobleza del trabajo es el infierno del hombre. Hechos para el ocio y el placer, los hombres, somos infelices en una sociedad obrera, industrial y tecnológica (tecnología para el trabajo) A los doce años lei el Cándido de Voltaire pero no por ello me apasioné por las aventuras. El morbo y el sexo siempre fueron mis más crudas influencias. Porque aparte de las necesidades de comer, beber y dormir uno necesita el sexo el más reprimido de nuestros instintos básicos (la violencia hasta tiene más libertad y justificación, creo yo) De niño ya amaba la alta literatura y la bajura de las pasiones prohibidas. Fotos, revistas prohibidas, hasta libros llenos de un sexo caliente, sucio y excitante. ¿Había más verdad en la vida que la busqueda del feliz orgasmo? En mis primeras lecturas filosóficas cai fascinado por los empiristas británicos. Sobre todo por el valiente David Hume. ¿Hay algo más radical que negar todo incluso a uno mismo?¿De que tenemos pruebas en esta vida?¿Existe algo más que vivir para morir y mientras tanto distraernos y olvidar que somos mortales porque sería insoportable ser constantemente conscientes de nuestra absurda existencia? El existencialismo, el nihilismo y el método empírico calaron hondo en mi. Puede que no fueran la verdad absoluta pero al menos desenmascaraba la farsa de la vida, los engaños que la religión, sociedad e ideologías nos proporcionaban para vivir en una falsa esperanza de que la vida no es tan horrible como en realidad es. Una vez que nos damos cuenta que no hay un Dios (o Dioses) ni un cielo o infierno en el que refugiarse podemos caer en la más absoluta de las locuras, dominados por el miedo que nos inunda al saber que solo somos mortales que pasan sus dias contando las horas que nos quedan de vida. Y una vez nos llega la muerte nada queda, todo se olvida. Amores, placeres, pasado y futuro. Nada queda, todo se destruye, se pudre y se olvida. El horror de los horrores, el desaparecer sin poder evitarlo. Desesperado ante ese horror al que llegué con mis lecturas y experiencas, a la edad de veinticuatro años, decidí caer en el vicio y la perversión. Pues si haciendo el bien y pensando en positivo no llegabas a ningún lado quizá el camino del mal diera con
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nuevos territorios dignos de explorar. Agredir, vejar, violar, matar. Sembrar el horror en el prójimo puede ser muy excitante, una experiencia extrema. No obstante ya lo hacemos a diario, casi sin darnos cuenta (o no queriéndonos dar cuenta). La falta de educación, los celos y envidias, los insultos, las discusiones, las trampas y engaños,...a diario lidiamos con estas y otras barbaridades que nos hacen daño, ya sea en nuestro trabajo, nuestro hogar o con nuestros amigos. Solo varia el nivel de crueldad y consciencia. Podemos ser malos sin darnos cuenta, podemos ser malos a propósito. Podemos destruir barreras y arrasar con la moralidad y la conciencia. Pero hay un precio mental que hay que pagar. Cruzar los límites y no perder la cabeza. De nada sirve convertirse uno en un criminal loco, en un demente, en un psicópata. El mal por lo tanto debía efectuarse desde la conciencia y el analisis exhaustivo. Que la pasión no ciegue nuestra razón. Pero ¿se puede ser apasionado y racional? Se puede. Cuando uno no cree en nada, no tiene futuro ni pasado y solo es un mortal más que está de paso por esta existencia vacia y sin objetivo, es fácil cometer la mayor de las atrocidades (para la moral común) con la más fria actitud. Uno puede amordazar a ese niño pequeño que conoció en un parque, atarle las manos a la espalda y dejarlo desnudo tan solo con unos calcetines puestos para metódicamente azotarlo, sodomizarlo con un objeto punzante y finalmente degollarlo, beber su sangre y descuartizarlo para oler su belleza interior. No hay Dios que castigue ni el mundo se detiene ante el horror. La vida sigue, las miserias y riquezas continuan, el cielo y el infierno viven en nuestra mente y el sol sigue calentando en los dias despejados. He matado, violado, agredido, descuartizado, degollado, quemado y magullado a miles de niños, miles de ancianos, mujeres embarazadas, retrasados mentales, tullidos, discapacitados, enanos, obesos, reciennacidos, hombres buenos y hombres malos, poderosos y mendigos. Y nada ha cambiado. Sigo duchándome por las mañanas, acudiendo a mi trabajo, saludo al cartero y leo el periódico en la cafeteria. Nada cambia y todo fluye. El bien es un invento y yo la prueba de la amoralidad de la vida. La vida continua y no importa si eres bueno o malo, si eres rico o pobre. El mundo morirá y nacerá y vuelta a empezar. Y los reinos caerán y se crearán. Y los poderosos nacerán y morirán. Y lo malos matarán y violarán. Nada de lo que tú o yo hagamos cambiará las cosas. Nada de lo que recemos será atendido y ningúna catedral, por alta que sea, nos llevará más cerca de Dios. No hay políticos que solucionen la problemática de la vida ni ideales que sirvan para consolarnos. Tú morirás, en soledad, y en la fria oscuridad tus recuerdos se perderán, se borrarán y tu cuerpo de descompondrá hasta que no seas más que polvo. Tu y yo estamos condenados, sentenciados desde que nacemos. No hay nada que hacer por los demás porque ellos también morirán y de nada habrá servido sus sacrificios, sus amores, sus hijos, sus nobles actos. Al final moriremos, nada es para siempre, ni los Dioses, ni los imperios ni las naciones ni aquel beso que te enamoró. No quedará ni el polvo de los miles de libros escritos por eruditos que nos hablaban de supuestas cosas importantes. Por eso, amigo mio, debo ahora degollarte y beber tu sangre en este oscuro y sucio garage. Te meteré en una bañera y desharé tu piel, tus músculos y tus tendones. Puliré
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tus huesos y comeré de tu craneo. Convertiré tu esqueleto en un trono y en él me sentaré a esperar la verdad. La verdad de la vida. El sentido de nuestra existencia. Y mientras espero soñaré que fui un hombre, un hombre bueno que un dia decidió que la vida es solo un pasatiempo. Hago esto porque no sé hacer otra cosa. Hago esto porque no hay nada mejor que hacer. Quizá con cada muerte, con cada aliento perdido entre mis manos espero que algo suceda, que una revelación terrible me abra los ojos y vea por fin la luz de la verdad. Vivir no tiene sentido pero la muerte nos aterroriza. He ahi el absurdo de nuestra existencia. Pero da igual. Todo da igual. Muere pues.
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THANATOPHILIA By Luis Alberto de Irujo y Borja
Ella había ofrecido un dinero por aquella visita secreta al tanatorio, él no se sintió interesado por el dinero. Lo hubiera hecho por pura amabilidad. Pero la amabilidad gratuita a veces inquieta. No parecía que ella se inquietara fácilmente, al menos eso podría pensarse de quien visita clandestinamente un tanatorio. Aun asi él aceptó el dinero. No, no era un guarda de seguridad ni nada de eso. Solo trabajaba en la cafeteria, en el turno de noche. Eso si, el guarda de seguridad estaba al tanto. Pero debía un par de oscuros favores y hacía la vista gorda. ¿Qué sucede en un tanatorio cuando nadie tiene previsto visitarlo? Ella sacó la cámara de su maletín y se puso a hacer las fotos. No estaba sola, el cómplice la observaba con fría fascinación. Era una de esas ocasiones en que conoces a alguien que te impresiona pero no es hasta bastante tiempo después que pierdes la cabeza por esa persona sin razón aparente. Cuando aquella actividad clandestina llegó a su fin ella desapareció inoculando su propio virus. Dias después él aun seguía pensando en ella pero sin esperanzas de volverla a ver. ¿Quien regresaba voluntariamente a un tanatorio? Ella regreso, días después. No era lo previsto. Según sus palabras no volvería pero... Más fotos en la oscura cámara de la muerte y esa mirada fija en la carne azulada. Esta vez habría un café tras la sesión porque ella parecía más cómoda y confiada. Se sentaron sin prisa en mitad de la madrugada ante los cafés calientes. -No tengo más dinero, no para gastar en esto- Susurró ella justo antes de que sus labios tocaran la taza. -No necesitas dinero- Contestó él. Ella lo miró a los ojos, por primera vez. Desconfiaba pero igual que la polilla se acercaba al fuego no podía evitarlo. Tenía que volver, otro dia. El vigilante empezaba a preocuparse, no tanto por las incusiones nocturnas como porque no sacaba su propio beneficio personal. ¿Dinero? Eso siempre calmaba cualquier irritación. Pero el vigilante había pensado en otra cosa: si había una chiflada que se ponía cachonda fotografiando cadáveres seguro que no le importaría practicar otra clase de perversiones...al menos para pagar las sesiones fotográficas. No dudó el vigilante en plantear sus demandas. A punto estuvo ella de contestar...pero él no dejó que saliera de su boca ninguna respuesta. Bastaron un par de palabras para alejar al vigilante, aunque aquello tuviera consecuencias. -Estoy muy enferma- Comentó ella mientras se echaba más café.- Estoy como una puta cabra- meneaba su coleta rojiza.- No te rias, lo digo en serio ¿Crees que esto es normal? -Estoy cansado de la normalidad- contestó él. -Pues entonces no te cansarás de mi...-Y al decir esto detuvo su sonrisa mientras le miraba. Luego tomó un sorbo y se sentó.
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No tenía intención de estropear lo que fuera que hubiera entre los dos, asi que no quiso decir nada. Pero el calor y la complicidad entre ambos derrumbó todas las inhibiciones. Cuando la besó en el exterior (del Tanatorio) fue contestando a la expresión de ternura de una niña inquieta. No había podido evitar pasar sus labios por su mejilla suave y cálida. Ella se quedó muy quieta mientras él olía su piel y acariciaba el pómulo besándola poco después en el borde de los labios. Seguía quieta cuando los dedos recorrieron su mandíbula y cerró los ojos. Cuando quiso continuar ella se apartó y se marchó. Bajo la lluvia todo parecía más triste. Nunca volvió a verla, y aunque a la larga intuía que eso era lo mejor no podía evitar sentirse triste y abandonado. Era como esa sensación de encontrarse un saco lleno de dinero y que a los cinco minutos aparezca su dueño (tras haber soñado largamente con maravillosos planes de futuro). Pensó por un momento, no sin cierto humor, que si se moría ahora quizá ella acabará regresando para fotografiarle. Entonces imaginó que ella besaba su frio rostro y podría amarle. Morir para ser amado. ¿Valdrá la pena?
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EL CAMINO DE HUIDA DE SAM By Marc Gras El día en que Samuel Straczynski decidió coger su camioneta e irse a dar la vuelta al país por primera vez, hacia un sol espléndido. Era la primera semana de Mayo, y las lluvias habían cesado pocos días atrás. La granja de Sam empezaba a llenarse de mosquitos, y un rumor constante de segadoras de césped se oía a lo lejos. Había sido una decisión rápida, sin análisis previo. Simplemente se había levantado esa mañana soleada de Mayo, se había preparado un sustancioso desayuno y mientras lo engullía oyendo la radio, había decidido que, tras lavar los platos, llenaría una bolsa de deporte con un par de mudas, se aprovisionaría de cervezas y cogería su camioneta para no volver jamás. Esa era su intención; abandonar ese pueblucho de mala muerte; ir en busca de aventuras ahora que aún le quedaban un par de años antes de empezar a quejarse de reumas y dolores intestinales. Así pues, tras tomarse su café y un enorme bocadillo de salchichas de frankfurt con mostaza, Sam subió a su habitación para prepararse el equipaje. Los chicos acababan de despertarse, y oyó como bajaban las escaleras dando saltos e insultándose de buena mañana. La hermana de Sam, Gertrudis, aún roncaba en el ático. Debían ser las nueve de la mañana, y a esa hora Sam iba al pueblo a hacer sus recados. Pasó por delante de la cocina pero nadie se dio cuenta, los chicos comían cereales mientras veían a Bugs Bunny por la tele. Sam entró en su camioneta azul, cerró la puerta, respiró hondo y repasó su aspecto en el espejo retrovisor. Se alisó su canosa y larga barba y se colocó los testículos para que no le tiraran con los tejanos estando sentado. Luego dejó la bolsa de deporte en el asiento del copiloto, carraspeó un poco y giró la llave de contacto. Hacía años que no era tan feliz. En la radio empezó a sonar Dueling Banjos, y eso dibujó una enorme sonrisa en la cara llena de surcos de Sam Stackzynski. Se sentía muy bien, feliz y calmado, sereno, y el calorcito del sol que entraba por el cristal del salpicadero le sentaba bien. Tenía la ventanilla del conductor bajada, con el brazo colgando fuera, acariciando las hierbas del camino sin importarle que alguna de ellas tuviera alguna espina o una ortiga escondida, planeando saltar sobre cualquier incauto que hurgara por ahí. El interior de la camioneta estaba hecho un asco, lleno de barro, polvo y hierbas secas. En el suelo también había alguna colilla y hasta algún cigarro entero, alguna botella de cerveza vacía y un juego de llaves en un llavero de Spiderman. Todo de los chicos. A Sam le molestaba que cogieran su camioneta sin pedirle permiso, pero ya que lo hacían, por lo menos que no la dejaran como un estercolero. Sam tenía una idea muy particular de lo que se hacia dentro de esa camioneta y para qué se utilizaba y, aunque eso le desagradaba, era su parte de colaboración en el negocio familiar. Ceder su vehículo para los transportes de mercancías y la pequeña destilería que tenía en el sótano de la granja eran sus dos
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aportaciones. Los chicos se encargaban de encontrar la mercancía y adecuarla al gusto de cada cliente, y Gertrudis llevaba la contabilidad y era la relaciones públicas. No es que a Sam le desagradara ese trabajo; en realidad se desentendía bastante de lo que hacían Gertrudis y los chicos (aunque lo conocía), y disfrutaba en su laboratorio del sótano; pero lo que no podía aguantar eran los modales de los hijos de su hermana menor y la prepotencia de ella. Sam giró el botón de la radio del coche. Los Dr. Hook & the Medicine Show empezaban a cantar Queen of the Silver Dollar en la RKUR, y lo dejó allí. Respiró profundamente, y al expirar, una gran nube de polvo del salpicadero le tapó la visibilidad del cristal delantero, ya de por sí bastante lleno de mierda. Se puso algo nervioso, y al desvanecerse el polvo, le pareció ver algo en medio de la carretera. Dio un frenazo y esquivó lo que fuera que había visto, destrozando parte de una hilera de mazorcas de maíz. Paró el coche y volvió a respirar profundamente; intentó calmarse, encendió un cigarrillo y descendió del automóvil. Fuera hacia un calor insoportable. Nada más salir, la luz del sol le cegó, y empezó a picarle la espalda. A contraluz, veía de nuevo el bulto que casi le había provocado un accidente. Miró alrededor. Todo eran campos de maíz, con alguna granja a lo lejos, perdida entre los maizales; y la carretera por la que iba, la que llevaba al pueblo desde su granja, un estrecho camino de tierra. Se acercó al bulto. Desde la camioneta, con la puerta del conductor abierta, aún se oía a los Dr. Hook cantando las letras de Silverstein. Sam se puso en cuclillas delante del bulto; solo entonces descubrió de qué se trataba: era un espantapájaros que seguramente había perdido el equilibrio. Lo inspeccionó levemente, parecía ser algo normal. En un primer instante quiso levantarlo y dejarlo tirado de nuevo en el suelo, pero en la parte del maíz, para que no entorpeciera el camino a nadie. Pero cuando tocó la ropa algo pegajoso le hizo retirar la mano. Abrió la camisa del espantapájaros y una ola de podredumbre invadió su nariz y le hizo perder el equilibrio. Un escalofrío recorrió su espalda. Volvió a abrir la camisa, cogiendo aire para no tener que respirar ese hedor a muerto. Dentro había algo, pero no acertaba qué. Era un cuerpo pequeño, tal vez de un gato grande o un zorro, pero prácticamente descompuesto. La carne se había tornado negra y pegajosa y había formado canales entre el cuerpo y el espantapájaros, deshaciéndose como una vela. Parecía que ya llevara años allí y el espantapájaros lo hubiera protegido del tiempo. Sam se incorporó, estuvo pensando un momento mientras se secaba el sudor de la frente y luego lo cogió por los brazos de madera. Lo arrastró hasta su camioneta, se lo cargó entonces a los hombros y dejó que cayera en la parte trasera del vehículo. Lo tapó con una manta que llevaba y se quedó unos instantes apoyado al lado de la puerta del conductor, descansando mientras acababa el cigarro. Los Dr. Hook & the Medicine Show habían terminado su canción, y ahora los Eagles cantaban Life in the Fast Lane. Sam extendió un brazo y apagó la radio. A lo lejos oyó como Tom Sullivan ponía en marcha su tractor. Tiró la colilla al suelo y la apagó con un pie. Luego emprendió la marcha. Se puso al volante de su camioneta y siguió el camino hasta el pueblo. Paró delante de la tienda de comestibles de Joe y descendió del coche. Joe acababa de abrir. El reloj de la fachada aseguraba que eran las nueve y media. Entró y se dirigió sin dilación a la estantería de los licores. Era una tienda pequeña, pero suficiente para ese pueblo; tenía de todo, y lo que no estaba a la vista también estaba en venta. Joe podía conseguir cualquier cosa que se le pidiese en menos de 48 horas.
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Sam cogió un whisky barato, una botella de ron y dos paquetes de seis cervezas cada uno. Luego fue a la estantería de los dulces, cogió un paquete de magdalenas y otro de bizcochos rellenos de chocolate; y fue a pagar. En la caja estaba Sondra, sobrina de Joe y algo retrasada. Miró a Sam con su cara de subnormal y le dedicó una incómoda sonrisa. Fue cobrando lo que había cogido Sam de los estantes sin prisa, lentamente, usando un solo dedo en la caja registradora y mirando atentamente cada producto y luego la pantalla de la caja, para asegurarse de que funcionara cada vez que apretaba algún botón. Sam no dijo nada durante todo el proceso. Al terminar puso las botellas y las pastas en dos bolsas distintas, pagó lo justo y se largó. Sondra dijo un "adiós" baboso que Sam no respondió, en parte porque ya estaba subiendo a su camioneta cuando se lo dijo, y no la oyó; en parte porqué tratar con Sondra le producía un malestar injustificado. Puso en marcha el motor y se dirigió a las afueras del pueblo (cruzarlo tampoco llevaba tanto tiempo), y una vez allí, donde empezaba la carretera que debía tomar para largarse de ese lugar, se detuvo. Se acordó del espantapájaros maloliente que llevaba detrás y se maldijo por haberlo cogido. Había sido instintivo. Si hoy hubiera sido un día como cualquier otro, lo habría cogido, lo habría llevado a casa y Gertrudis lo hubiera felicitado; pero era un día especial. Era el día de su huída, y ahora él mismo lo había jodido todo. Abrió una lata de cerveza y sacó un bizcocho de su envoltorio. Se comió el pastelito en dos bocados y de un largo trago vació media lata. Estuvo un rato totalmente quieto, mirando el horizonte. Ahora ya no estaba tan seguro de largarse como lo había estado esa mañana al despertarse. Quería hacerlo, eso era algo que tenía clarísimo, pero tal vez ese no fuera un buen momento. "¿Y qué?" se dijo, "Qué demonios –¡este es un momento tan bueno como cualquier otro! Se trata de largarme, ¡de desaparecer! ¿Qué importa si mañana no sale el sol?". Puso primera y siguió adelante; y justo al entrar en la carretera dio media vuelta y regresó al pueblo. Ese espantapájaros era un buen producto. Podría sacarle tranquilamente 2000 dólares; pero por primera vez serían suyos por completo. La camioneta de Sam enfiló por Jackson Street, pasando por delante de la parroquia de Mark Adams, y se introdujo en la espesor del bosque, en dirección al pantano, hasta la cabaña que Sam se había construido allí cuando era un crío y que aun aguantaba. Aparcó justo enfrente, descendió y entró en el refugio. Los rayos de sol que entraban por las escasas ventanas rebotaban en los cristales y los objetos de metal desperdigados por todos lados. Hacía por lo menos cinco años que Sam no se había dejado caer por ese rincón de bosque, y la cabaña estaba bastante perjudicada. Las lluvias, el musgo y las comadrejas le habían ido dejando progresivamente un peor aspecto. Sin embargo, en el interior todavía estaba la escopeta de su padre colgada en una de las paredes, una caja con munición, un enorme balancín y la bandera de la confederación, roída y descolorida por el tiempo, colgada tras la puerta de entrada. Sam regresó al automóvil. Cogió sus dos bolsas de provisiones y las entró, dejándolas encima de una improvisada mesa que había construido quince años atrás. Luego se cargó el espantapájaros a los hombros y lo colocó en el suelo, contiguo a la mesa; volvió a subir a la cabina de la camioneta y la situó pegada a la cabaña de madera, de manera que tuvo que deslizarse al asiento del copiloto para poder entrar en su refugio del bosque. Puso en marcha de nuevo la radio de la camioneta y empezó a trabajar. Le vendría bien un poco de música.
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George Strait ultimaba Don't Tell Me You're Not In Love cuando Sam abrió su última lata de cerveza. El espantapájaros estaba prácticamente terminado y afuera, las estrellas brillaban sobre el pantano mientras los cocodrilos salían a cazar. Sam decidió tomarse un descanso, llevaba todo el día trabajando sin parar; se había bebido dos packs de cervezas, una botella de ron y se había comido el paquete entero de bizcochos rellenos de chocolate. Se sentó en el balancín y encendió un cigarro. La mesa de trabajo estaba llena de porquería procedente del espantapájaros, de alcohol, gasas, hilo de coser, barniz, pinceles sucios y pegajosos, sangre seca, gusanos aplastados, cucarachas y migas de los bizcochos. Decidió que daría otra capa de barniz a la pieza y la pondría afuera para que al amanecer estuviera lista. Así lo hizo; luego recogió todos los artilugios que había utilizado y los guardó de nuevo en la parte trasera de la camioneta y se durmió mientras soñaba con sus 2000 dólares y en cómo se los gastaría cuando ya no estuviera allí. Sam ya roncaba cuando una ráfaga de viento arrastró el espantapájaros hasta la orilla del pantano. Una de las ventanas de la cabaña estalló cuando una rama de un árbol cercano se precipitó hacia ella y Sam saltó del balancín, en el que dormía cubierto por una manta. Enseguida vio lo que había pasado pero no le dio importancia; desde fuera, de manera intermitente a causa del viento, el locutor de la RKUR presentaba una nueva canción de Strait y Sam fue a apagar la radio. Luego se sentó de nuevo en el balancín, se acomodó y soltó una flatulencia más apestosa que los gases del pantano. Esa idea le hizo explotar en una carcajada tremenda. Se quitó las botas para dormir más cómodamente mientras las convulsiones de la risa le hacían saltar un par de lágrimas y se desabrochó los pantalones. El espantapájaros fue hundiéndose poco a poco en el pantano, soltando burbujas y removiendo las hojas secas que flotaban sobre las pútridas aguas. El ruido que despertó a Sam por segunda vez no había sido provocado por el viento. Esta vez abandonó el balancín con cautela y fue a por la escopeta de su padre. Intentó cargarla pero tanto el cargador del arma como las balas estaban cubiertas de un herrumbre impenetrable. "Bueno" pensó, "siempre puedo usarla como un bate de béisbol", y la cogió con las dos manos por el doble cañón, preparado para el ataque. Entró en la cabina de la camioneta por la puerta del copiloto y se deslizó hasta el asiento contiguo para abandonar el vehículo. Rodeó la cabaña por el exterior mirando con interés todos los rincones pero no vio nada extraño. Pensó que el ruido debía de haber sido provocado por un cocodrilo y cuando ya se decidía a volver al interior del refugio notó que echaba algo en falta. El espantapájaros no estaba. En su lugar, un rebuscado surco sobre la hierba conducía hasta la orilla del pantano. "Maldita sea!" masculló. Corrió hacia la parte trasera de la camioneta y buscó la linterna que Lloyd siempre se dejaba allí. Al regresar a la orilla del pantano, los pantalones se le deslizaron piernas abajo y a punto estuvo de caer él también dentro de las negras aguas. Se los subió a toda prisa y se los abrochó. Luego se dio cuenta de que iba descalzo. Por un momento dudó en ir a ponerse las botas o rescatar el espantapájaros, pero optó por la segunda posibilidad. Encendió la linterna y pudo ver sobre las aguas los brillantes ojos de algunos cocodrilos en busca de comida. Tanteó con los cañones de la escopeta dentro del pantano pero no encontró rastro del espantapájaros. Se adentró unos centímetros y buscó con sus manos, pero nada.
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Resignado tras más de media hora de búsqueda infructuosa, regresó al interior de la cabaña. Lo intentaría de nuevo por la mañana, con la luz del sol. Entró de nuevo por el asiento del conductor y cerró esa puerta con llave, se deslizó hasta entrar en la cabaña y dejó la linterna y la escopeta sobre la mesa de trabajo. Se secó los pies con un trapo y se olió las manos; apestaban a cloaca por el agua del pantano. Se echó un poco de whisky sobre ellas y se las frotó. Le quedarían un poco pegajosas pero el olor sería más agradable; al menos para Samuel Straczynski. Se sentó de nuevo en el balancín y justo cuando empezaba a cubrirse las piernas con la manta (se había quitado los pantalones mojados y se había quedado simplemente con una camiseta amarilla con el logo de John Deere en verde a la altura del pecho y unos calzoncillos de color ocre, aunque en su concepción habían sido de un blanco inmaculado), algo entró por la ventana que minutos antes una rama había reventado con un fuerte estruendo. Sam quedó paralizado. Delante suyo tenía el espantapájaros que había estado adecuando durante todo el día manteniéndose por su propio pie; y apestaba a descomposición. De entre la paja y las gasas con las que Sam lo había arreglado, pequeños gusanos blancos luchaban por salir. Su ropa, acartonada por el barniz, goteaba una sustancia viscosa, a medio camino entre el agua y la miel, y por todos lados tenia ramas, hojas y hierbas enredadas. Su panza estaba abierta, mostrando con todo detalle el animal descompuesto que alguien había escondido allí tiempo atrás. Sam se resbaló del balancín y a gatas, sin perder de vista a SU espantapájaros, corrió hasta el extremo de la mesa y cogió la escopeta. Apuntó a las entrañas del ser, que rugían de desesperación, y apretó el gatillo sin acordarse que era inútil. El monstruo se acercó a Sam. En su interior, lo que anteriormente había sido un animal se retorcía y babeaba; dando la impresión de que el espantapájaros orinase al andar. Sam consiguió ver lo que parecía un hocico de perro en el interior de la masa negruzca y unos dientes brillantes. Samuel blandió la escopeta como una espada, cogiéndola por los cañones, y retrocedió hasta topar con la puerta del copiloto de su camioneta azul. Estaba salvado; subiría al automóvil, lo pondría en marcha y se largaría de allí cagando leches. No podía saber qué diablos era eso que tenía delante, no podía saber siquiera si le quería algún mal; pero ahora que por fin había escapado de toda una vida de rendir pleitesía a Gertrudis no quería tener más problemas. Ahora era libre y no estaba dispuesto a jugarse la vida para averiguar qué cojones estaba pasando. Sam se introdujo en la camioneta por la puerta del copiloto y se deslizó hasta el asiento del conductor. El espantapájaros se acercaba cada vez más. Sam gritaba, lloraba, estaba desesperado y no acertaba a introducir la llave en el contacto. Cuando por fin lo consiguió y la hizo girar, la camioneta se negó a ponerse en marcha. Se ahogaba, no respondía, y pronto Sam vio la luz parpadeante de la batería en el salpicadero. La radio, "la puta radio", había acabado con la batería. El espantapájaros introdujo su cabeza en la cabina de la camioneta y Sam le propinó un puntapié mientras gritaba de terror. El ser del estómago del espantapájaros rugió. Sam intentó entonces abrir la puerta del conductor pero le fue imposible. Él mismo había puesto el seguro minutos antes, al
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regresar de la orilla del pantano. Intentó levantar el pestillo, pero sus manos le temblaban. El espantapájaros permitió que el ser de sus entrañas saliera a descansar sobre el asiento del copiloto. Sam gritó como nunca lo había hecho; tenia aquél monstruo a solo unos 50 centímetros de dónde él estaba, rugiendo, mostrando una dentadura deforme y salpicando de babas toda la cabina de la camioneta. Sam intentó apartarlo con los dos pies mientras con las manos seguía entretenido con la puerta. Cuando finalmente consiguió levantar el seguro y abrir la puerta, sintió un terrible ardor en uno de los pies. Esa cosa había conseguido arañarle y le hizo estremecerse con un dolor insufrible. Sam dejó caer su cuerpo al exterior del vehículo, y las piernas lo siguieron con él. Se incorporó a toda prisa, a trompicones, y consiguió cerrar la puerta del conductor justo a tiempo. El monstruo dio un alarido al golpearse contra la parte interior de la puerta. Sam se miró los pies, desnudos, y vio como de la planta de su pie derecho manaba un hilillo de sangre, pero decidió que ya se preocuparía más adelante por eso. Cojeando, corrió como pudo, medio desnudo hasta la salida del bosque. Bajó por Jackson Street, pasando por delante de la parroquia de Mark Adams, delante de la cual redujo la marcha mientras decidía si entrar o no, aunque finalmente siguió corriendo con una sola pierna, jadeando, hasta llegar a la tienda de Joe. Vio el reloj que había en la fachada: eran las seis de la mañana. El sol ya empezaba a despuntar a lo lejos y aunque estaba agotado, decidió hacer un último esfuerzo para llegar a la granja antes de que Gertrudis o los chicos se despertasen. Al llegar, Sam entró cautelosamente por la cocina. Los maizales del exterior ya estaban completamente iluminados por los rayos del sol y largas sombras invadían toda la granja. Los chicos estaban viendo la tele y oyó que alguien tosía y escupía en el piso de arriba. Gertrudis no tardaría en bajar. Sam se dirigió al sótano; abrió la puerta con el codo y encendió la bombilla que iluminaba las escaleras tirando del pequeño cordel que colgaba junto a la puerta. Estaba destrozado. La luz parpadeó un instante y luego se iluminó. Era un sótano grande, y estaba bastante hecho polvo. Las escaleras crujían al bajar y el polvo y las telarañas cubrían todos los rincones. Sin embargo, Sam se sentía cómodo allí; la mayor parte del día lo pasaba allí encerrado, bebiendo, mirando la tele y destilando licor. Se dejó caer en un viejo sofá y estiró las piernas. La tenue luz del sótano y el parpadeo del televisor en blanco y negro que llevaba encendido desde el día anterior daban una sensación de calma y tranquilidad reconfortante, y en ninguna manera parecía ser casi mediodía. De pronto se oyó ruido en el piso de arriba, Gertrudis se había precipitado por las escaleras, seguro. No había semana en que Gertrudis no rodara escaleras abajo al menos un par de veces al despertarse. Sam levantó la cabeza y miró al techo del sótano, repleto de maderas que crujían y dejaban caer serrín cuando alguien andaba, pero enseguida regresó al televisor. Ya había tenido más de un disgusto al querer ayudar a su hermana a incorporarse tras una caída. Gertrudis era una mujer fuerte y grande y a veces parecía estar hecha de hierro, y no permitía que nadie la ayudara nunca. Debía tener la espalda llena de golpes y moratones por la cantidad de veces que había perdido el equilibrio,
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pero no parecía sentir ningún dolor. Ella sola le había partido la espalda una vez a un hombre cuando era joven y pesaba dos veces menos de lo que pesaba ahora. Sam se incorporó como pudo tras recobrar el aliento y se miró la herida del pie. El corte era profundo, y ahora estaba cubierto de barro y pequeños trozos de hierba. Se lo limpió con un poco de alcohol y luego se vendó el pie. Volvió a tumbarse para respirar. Se despertó cinco horas después encontrándose fresco como una rosa. Bebió un trago de Bourbon barato y empezó a vestirse. Al entrar en la cocina, Gertrudis, Lloyd y Norman se quedaron mirándolo con admiración. Sobre la mesa estaba el espantapájaros que Sam había encontrado la mañana anterior; el mismo. Norman observaba la pieza con dedicación, inspeccionándola con la ayuda de un par de pinzas y las tijeras de la cocina. "Qué dem...!?", un escalofrío corrió por la espalda de Sam, y su boca se convirtió en una mueca de horror. -¿De dónde lo has sacado? - preguntó Gertrudis a Sam, que se había retirado un poco. En un primer momento Sam tuvo ganas de gritar y más tarde descubriría que incluso había miccionado unas gotas al ver esa escena, pero se le ocurrió algo mejor: seguir el juego. -Estaba de camino al pueblo - contestó Sam, que miró a través de la ventana de la cocina encontrando su camioneta azul aparcada delante del porche -. No sé que debe ser... a lo mejor un perro, o un zorro o algo así. Sea lo que sea es una buena pieza. Quizá los chicos pueden arreglarlo un poco... Norman ya había empezado a separar la ropa de la pieza y todos miraban con curiosidad. -¿Podéis apañar esto? - preguntó Sam a los chicos, tronchándose en su interior. -Es bueno - dijo Lloyd rascándose la concavidad debajo del parche. -Yo casi que lo dejaría como está. Tan solo barnizarlo un poco para que aguante y ya está - apuntó Norman -. Tiene la ropa acartonada y lo de dentro está junto. Casi parece que alguien ya lo haya intentado arreglar antes... -Está prácticamente momificado; os llevará poco trabajo - dijo Sam, con una malsana sonrisa -. ¿Cuánto se puede sacar por esto? - preguntó a Gertrudis. -Unos 5000 - los cálculos de Sam habían ido a la baja, aunque su hermana era muy ambiciosa. -¿Cinco m...? - dijo Sam y empezó a carcajearse mientras se dirigía al sótano. Oyó como Gertrudis empezaba a insultarle y como seguramente ya había cogido algo que arrojarle a la cara para hacerle callar. Sam siguió carcajeándose mientras bajaba las escaleras del sótano, no sin antes cerrar con llave la puerta de acceso y una vez abajo, se sentó delante del televisor con una cerveza en una mano y una bolsa de patatas fritas en la otra; estaban dando una matinal de cine de terror de los años 50 en el segundo canal y lo dejó allí. Empezó a oír los gritos a medianoche, pero Samuel Straczynski se limitó a sonreír. Al fin y al cabo, tal vez ese era su camino de huida.
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AGACHA LA CABEZA By Alexander Bon Galeth Hace un par de días cayó 273. Una verdadera lástima, él me agradaba. Dicen que dejo de teclear por su cuenta, que se cansó y solo se detuvo. No le reprocho nada. 312 me dijo en el almuerzo que tal vez Ellos ya no lo querían, que le ordenaron detenerse, mientras que los demás agachábamos la cabeza. Pudo ser así. Al fin y al cabo Ellos nos dan las órdenes. No creo que él quisiera detenerse sin más. Nadie sabe quiénes son Ellos, solo tenemos por regla acatar las órdenes que enviaban por medio de un tablerillo electrónico que teníamos encima de los ordenadores, no se nos permitía verlos, no podíamos revelarnos, no nos debíamos movernos a menos que Ellos lo desearan, todo por medio de aquel tablerillo. El puesto de 273 no quedo vacante mucho tiempo. Su lugar lo ocupó un neófito. Respondía al nombre de 789, Apenas se sentó, se puso a teclear, como todos cuando somos nuevos. Rápido hasta mellarse los dedos. Pobre. Tarde o temprano se dará cuenta que eso no sirve de nada. Nuestra vida era muy simple. Levantarnos a la hora indicada; Asearnos en el menor tiempo posible; desayunar lo estrictamente necesario para evitar la fatiga matutina; trabajar hasta que era hora de almorzar, para luego volver por la segunda ronda y luego ir a dormir. Todo igual, todos los días. Nuestros ratos de esparcimiento se centraban a la hora del almuerzo. Podíamos charlar quince minutos después de almorzar con quien quisiéramos, pero no podíamos ser mas de dos. Más, significaría para ellos un intento de rebelión. Teníamos que acatar órdenes. ¿Qué tecleábamos? Lo que quisiéramos. Podían ser temas tan cultos como críticas literarias acerca de la obra de Poe, o discusiones sin sentido sobre la inmortalidad de la cucaracha. También era valido escribir letras impronunciables tipo Lovecraft, pero en horas de trabajo, debíamos siempre teclear. Si no lo hacías, tenías que erguir la cabeza. A pesar que desde que llegué a este lugar estoy tecleando, no se para que lo hacemos. A veces me pregunto de qué les sirve a ellos un montón de palabras inconexas. Le pregunté una vez a 893. Me respondió que en algunos momentos es mejor no hacer ese tipo de preguntas. Pensé un rato en esta respuesta y le di la razón. No todo era tan malo. Por lo menos una vez al año se nos permitía enamorarnos y estar un rato a solas con aquella persona. No se podía procrear, pero podíamos tocarnos todo lo que quisiéramos y donde quisiéramos. Una vez me enamoré de una chica hermosa, tenía unos enormes y bellos ojos avellana. Se sentaba a tres puestos de donde yo estaba. A veces la miraba de reojo mientras tecleaba letras inconexas. Yo aun no había gastado mi pasé para enamorarme y sabía que ella tampoco, así que pensaba pedir el permiso si ella quería gastar el suyo conmigo. Su número era el 621, un numero bonito pensé, iba con ella, con su belleza, con aquellos labios rosas, que gracias al cielo, cuando aceptara, podría besar. Sin
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embargo, en los almuerzos nunca pude hablar con ella. Siempre estaba con alguien cuando yo quería acercármele. No saben cuanto lo lamento. Todo sucedió muy deprisa, pero al mismo tiempo en cámara lenta. Un momento estaba escribiendo sobre animales y plantas que había conocido por libros, al otro estaba con los ojos empañados por las lágrimas, tecleando sin sentido, mientras detrás de mí los de limpieza levantaban el cuerpo descabezado de mí amada 621. En retrospectiva ocurrió con una velocidad endiablada, pero lo que sucedió en pocos segundo para mi fueron horas. Hay dos filas de ordenadores las cuales forman un pasillo. Así es más fácil para ellos. Yo tecleaba como cualquier otro día. Esperando, como cualquier otro día, no tener que erguir la cabeza. Viendo de reojo a mi amada, con ganas de hablarle, pero si lo hacía probablemente moriría. Debí hacerlo. Existen tres maneras de morir. La causa natural es algo así como una lotería, pocos sacan los números adecuados, Aunque tal vez a uno que otro le dé un paro cardiaco antes de que el rayo les corte la cabeza. La primera y la más conocida, es que no le agrades a ellos o no hagas tu trabajo como debieras, independientemente cuanto teclees. Podrías teclear una semana de seguido y si a ellos no les gusta tu trabajo, hay rayo.; la segunda es quebrantar las normas como hablar durante el trabajo o hablar cuando no está permitido, dejar de teclear por más de diez segundos, etcétera y etcétera, en fin, cualquier regla extravagante que ellos inventen; la tercera es la más temida por todos, bien porque es la más probable en ocurrir o bien porque es la más injusta de todas. Que el ordenador se bloquee en medio de tu trabajo es el temor más grande que corremos todos. Así fue como murió mi amada. Ese día estaba más hermosa. Solo Dios sabe por qué el día de nuestra muerte nos vemos más bellos, Como muñecos de cera recién maquillados. Su piel blanca contrastaba con su largo cabello rubio sujeto con una coleta. Sus ojos centellaban por una luz imprecisa y desconocida; pero más bella aun que la anhelada luz solar. Todo esto pude verlo de reojo. Tenía una mirada de profunda concentración, solo después pensaría que era terror veía en sus ojos. Ella sabía lo que ocurriría. Continué con mi trabajo. Pensé que si seguía mirándola de reojo llegaría un momento en que daría vuelta a mi silla y solo me dedicaría a mirarla mientras todo el mundo se apresuraba a agachar la cabeza. Tecleé cualquier cosa, creo que era algo relacionado con 621, no recuerdo bien. De improvisto, el tablerillo comenzó a brillar. Primero aparecían unas líneas horizontales titilantes. Era la señal de alarma. Todos debíamos prepararnos en agachar la cabeza, debíamos prepararnos para lo peor, el dilema de siempre. Un temor conocido se distendió en el aire como gas corrosivo. Me aterroricé. Sabía que ellos me habían descubierto mirando de reojo a 621. Sabía que se habían enfurecido por eso. Estaba tan metido en mis cavilaciones que no escuché el desesperado golpear de teclas. Enseguida en el corredor, la presión aflojó, aunque nadie exhalo ni un suspiro de alivio. El grupo se había reducido a cien. Debí sentirme aliviado de que no cayera en mi grupo, Pero la verdad es que había volteado y comprendí que era lo que pasaba. No asocié el 6 que había salido a mi amada en ese momento, pero mi mente me dio una buena patada. Ella luchaba frenéticamente con el teclado. Sus dedos volaban emulando a Mozart en una de sus interminables sonatas. Mientras los demás
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del grupo del seis miraban aterrados al tablerillo, yo sabía por quien era que debíamos agachar la cabeza. Ella también lo sabía, eso no lo dudo. El ordenador se había bloqueado. Lo sé porque vi como ella mientras tecleaba y lloraba, la pantalla seguía igual de inmóvil. Yo horrorizado veía saltar sus cabellos por la desesperación con la que se movía. Tres de mis compañeros se percataron de la hermosa muñeca de cera que peleaba por su vida. Yo había quedado paralizado. Los demás observaban expectantes. El segundo número había salido, No lo vi. Ella lloraba, las lágrimas le bajaban por el cuello, la cara la tenia roja, los mocos comenzaron a resbalar. Volteó hacia donde yo estaba, creí que me miraba. Fue la primera de los dos en verlo. Un zumbido estallo en algún lado detrás de mí. Mi cuello estaba hecho de piedra en aquel momento. Me exigí lo más que pude para dejar de mirarla y volver al zumbido que mi mente aun no había reconocido. A nuestro alrededor los demás habían agachado la cabeza. Una delgada línea amarilla, como un guión visto en perspectiva, se acercaba más hacia donde yo estaba. El guión se fue ensanchando pasando sobre una multitud de temblorosos. El último número había salido hacia unos instantes pero no era necesario verlo. Era a ella a quien no querían. En ese momento me entró el impulso de gritarle que agachara la cabeza. Que se salvara. Pero de mi boca solo salió un gemido. Ella continuaba tecleando como posesa sin resignarse aun. Yo estaba quebrantando órdenes. No podía agachar la cabeza, el terror me invadía. El rayo estaba cada vez más cerca. La miré. Ya no lloraba, pero en su cara se dibujaba la aflicción. Solo en ese momento se percató de mi presencia. Me dedicó una enigmática sonrisa. Yo la miré sorprendido y asustado. El furioso zumbido se acercaba desde alguna parte. Ella mantuvo la sonrisa y eso fue todo. En ese momento Salí de mi estupor y agaché la cabeza. El rayo amarillo pasó segundos después sobre mí. Pude sentir su intenso calor. Su horrible sonido se me clavó en el cerebro como una tachuela. No fui tan valiente para ver. Me cubrí los ojos mientras todo sucedía. No gritó. Se quedó allí, sola, esperando el rayo que segaría su vida. Su sangre me alcanzó. La sentí correr por mi espalda. Me retorcí ante esto y empecé a gemir. Segundos después, ya todo había pasado. Ella continuaba aferrada al teclado. Un leve olor a carne asada se elevaba en el ambiente. Sangre y más sangre salpicada por todos lados. La cabeza le había caído en el regazo, las piernas juntas ocultaban su cara. Se podían ver los tendones que colgaban sanguinolentos y amarillos donde debía estar su cabeza. Los pechos estaban bañados en sangre. Una gota me cayó en la nariz, tenía todo el cabello empapado. Creo que comencé a gritar. Otro zumbido llegó a mis oídos de algún lado del corredor, pero este sonido no cargaba amenaza alguna. Se trataba del equipo de limpieza que subía desde el ascensor. Cuando llegaron al lugar donde poco antes terminaba la vida de 621. La alarma se encendió de nuevo, esta vez era para que todos volviéramos a nuestros trabajos. Yo casi no pude. Por un momento pensé que me quedaría viendo como se llevaban el cuerpo de mi amada, mas pudo la costumbre y el miedo. Volví al teclado. Desde entonces no he pensado en gastar mi pasé para enamorarme. El ascensor. Esto fue lo último que me llamó la atención en esta semana. Si bien, antes lo había visto ser utilizado por el equipo de limpieza, pero estaba vez venia de otro lugar. Venia de arriba. Hace dos días escuché una alarma diferente proveniente del tablerillo. Los números 027 aparecieron casi al instante. Yo opté por agachar la cabeza como muchos otros, pero al
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ver después de un rato que nada pasaba decidí levantarme. Un murmullo llenó el lugar, como aquellas ondas cuando dejas caer una piedra en algún charco. Yo desconcertado pregunté a mi compañero más próximo que era lo que sucedía. No supo responder. Un momento después se abrió el ascensor, todos callaron de repente. Un hombre alto comenzó a andar por el pasillo. Iba vestido con un traje de un blanco inmaculado. Sus zapatos también blancos resonaron por todo el lugar. El hombre se encaminó por el pasillo sin mirar a nadie. Pensé que tal vez se trataba de alguno de Ellos. La idea no era tan descabellada. Se detuvo de repente y miro a su izquierda. Se fijó en un menudo hombrecillo de gafas con mirada huidiza y aterrorizada. Se acercó a él. El hombrecillo, por instinto, se replegó sobre si mismo esperando lo peor, pero el hombre de blanco le tendió una mano. Una mano larga y bien cuidada que no demostraba ninguna vacilación. El hombrecillo era 027. El hombrecillo se levantó aun visiblemente nervioso y le estrechó la mano. El hombre de blanco le dijo algo al oído. 027 primero lo miró incrédulo, luego, sorprendido y los dos caminaron por el pasillo hacia el ascensor. El hombre de blanco adelante y 027 detrás. Por su cara, lo que le habían comunicado no era una mala noticia después de todo. Luego los dos se subieron al ascensor. El hombre de blanco oprimió un botón. La maquina comenzó a rechinar cuando las puertas se cerraron. 027 fue llevado a algún lugar arriba de nosotros, nunca más lo volvimos a ver. Aquel suceso se me grabó en la mente. Lentamente desplazó mi tristeza por la muerte de 621. A donde sea que se habían llevado a 027 yo quería ir. En mi alma se anidó la esperanza de encontrar un paraíso fuera de aquella sala de computadoras. Decidí que yo también debía lograr lo que aquel hombrecito asustadizo había logrado. Con una nueva ilusión empecé a teclear. En el almuerzo hablé con 598. Uno de los antiguos. Le pregunté sobre aquel lugar a donde se habían llevado a 027. Me contó que nadie del cuarto de cómputo había ido allá y vuelto para contarlo. Luego me habló de las únicas dos veces que el hombre de blanco había bajado a aquel lugar y se había llevado a dos de los “nuestros” como él dijo. - A uno de ellos se lo llevaron apenas unos minutos después que había tomado el puesto de uno de los muertos…- dijo abriendo muchos los ojos para sorprenderme y en realidad lo logró. – y a otro se lo llevaron dos meses después de haber empezado a teclear. Yo me quedé pensativo, en ese momento sonó la alarma que daba fin a la Hora de descanso. - lo que quiero darte a entender- dijo mientras se levantaba- es que no es nada fácil que el hombre blanco baje a buscarte. Es cuestión de sus caprichos. - Si pero no es imposible- repliqué furioso por la forma como intentaba destruir mi sueño. Una mirada de serena comprensión le cruzó el rostro. - No hagas que te maten- dijo a modo de despedida. Luego se dirigió a su lugar de trabajo. Tal vez él tenía razón, o más bien, tal vez Ellos la tenían desde un principio. Aquello que le pasó a 027 fue una casualidad, un golpe fortuito del destino, un capricho cuyo trazado era conducido por los más oscuros planes. Creo que al fin he comprendido esto,
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pero como dicen por allí, a veces es tarde para comprender. Al parecer nunca me acostumbre a la idea de que Ellos controlaban mi destino y el de mis compañeros. 598 lo sabía. Cuando me miró entendiendo mi actitud, siento que se había dado cuenta de lo que yo pensaba. Acaté ordenes, me comporte como un verdadero borrego, pero creo que algunos simplemente no aceptamos del todo la fatalidad con la que se estaba manejando nuestro destino. No quería morir en aquel lugar. Aquel día me empeñaba en teclear lo más rápido posible. A veces volteaba a ver al ascensor o al tablerillo esperando la recompensa a mi trabajo. Esperando la llegada de aquel hombre de blanco que me cambiaria la vida. Estaba seguro de aquel día Ellos se habían fijado en mi y visto lo que vieron en 027. Estaba totalmente seguro de que el hombre de blanco bajaría en segundos a buscarme, el tablerillo brillaría con esa alarma celestial que anunciaría mi número, el hombre se acercaría y susurraría a mi oído dos palabras, lo suficientemente fuerte para darme cuenta que no se trataba de un sueño, dos palabras. Eres libre. Al imaginar la escena me sentía desfallecer. Tan absorto estaba en mis pensamientos que no escuché la alarma del tablerillo. Cuando me percaté de ella, mi corazón dio un vuelco. ¿Habrá llegado el momento? Dejé de teclear y miré el tablerillo. Las líneas horizontales aparecieron al instante. La alarma era para que nos preparáramos a agachar la cabeza. A pesar del temor ya conocido me desilusioné por no ser la alarma que yo esperaba. Me preparé para agachar la cabeza cuando el primer número apareció, quedé petrificado. El primer número reducía a mi grupo. Una idea siniestra me cruzó por la mente. No hagas que te maten. Miré sobre mi hombro. Todos se apresuraban a agachar la cabeza, excepto los de mi grupo. No sé que idea descabellada me surgió, tal vez fue producto del estrés, o el miedo a no ver mi sueño realizado, pero simplemente comencé a teclear como un loco. El tablerillo titilaba y a lo lejos un zumbido comenzaba a escucharse. Creo que en aquel momento pensé que si seguía tecleando, aun en esas condiciones de presión, Ellos voltearían a verme y me llevarían allá donde quería ir. Lo que me mató fue mi propia ingenuidad. Escribía, si, y mucho, pero no eran cosas sin sentido. Claro que parecían como tal porque tecleaba lo primero que se me viniera a la mente, pero si alguien se decidiese a revisar lo que escribí se dará cuenta que mi manera de poner por escrito lo que pensaba no tenía nada de incoherente. Mis dedos volaban ¿Qué digo? Se movían a la velocidad del sonido. Ellos tenían que verme, lo sé. El segundo número salió. Me permití unos segundos para observar el tablerillo. Me quedé helado. El grupo se reducía a diez, entre los cuales estaba yo. Lancé un gemido. Creo que hubo quien me volteó a ver, no estoy seguro. En aquel momento ya no solo tecleaba, sino que también aporreaba las teclas de una manera brutal. Empecé a respirar más rápido hasta jadear. Mi cuerpo se tensionó por completo hasta el punto en que ya no estaba sentado en la silla, parecía más bien que estuviera montando algún caballo fantasma. Empecé a sudar frió. Las sienes me palpitaban. Miré el tablerillo, luego volteé a mi izquierda. Los motores del rayo se pusieron en movimiento. Mis dedos ahora viajaban a la velocidad de la luz. Empecé a reír como loco. El último número salió. No lo vi, pero será mejor que crean que era mi número. Sin embargo yo no dejé de teclear, tenía la esperanza de que Ellos me vieran aun. Ya venía el rayo. Lo sentía. Mis pensamientos volaron en medio de ese ajetreo. Dicen que el cerebro continúa vivo unos segundos después que te han cortado la cabeza, no es mucho, lo suficiente para que veas a tu cuerpo mutilado. Bueno, el que lo dijo de seguro nunca ha perdido la cabeza, por lo menos a mi me alcanzaron para contar una historia.
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EL VIAJANTE By Luis M. González (Este relato participó en el IX Concurso Literario de la web Ka-Tet-Corp.com quedando en tercer lugar del mismo por votación popular. Hemos elegido este relato por su calidad para ser publicado en nuestro fanzine siguiendo el compromiso de incluir en este número el relato, o relatos, que más nos gustaran de dicho concurso)
Los faros del coche iluminaban débilmente la carretera. Aún no era de noche pero una oscura nube procedente de las montañas empezaba a ocultar el cielo. No tardaría en llover. Ramón conducía su viejo Citröen por la carretera comarcal que rodeaba el pueblo de Villegas. Estaba cansado y buscaba un sitio donde dormir. Acababa de cruzar el puente sobre el pequeño arroyo que serpenteaba hasta el pueblo cuando le vio. Estaba de pie en medio de la carretera, la ropa empapada, mirándole con ojos tristes. Ramón no frenó, ni siquiera intentó esquivarle. Cerró los ojos por un instante y continuó de frente sin que su pulso apenas se alterase. Tampoco miró después por el retrovisor, sabía que ya no estaría allí. Una ligera llovizna comenzó a salpicar los cristales y puso en marcha los limpiaparabrisas. Encendió un cigarrillo y, como tantas otras veces, se acordó de su abuelo Tomás. Ramón se crió en el norte, en un pueblecito del valle de Liébana donde la vida transcurría lentamente, demasiado lentamente para él. Nunca se sintió a gusto allí, los demás niños le rehuían, le consideraban un bicho raro. Entre la indiferencia de su padre, que trabajaba todo el día en el campo, y la frialdad de su madre, los únicos momentos agradables que recordaba de su infancia eran los que pasó en compañía de su abuelo. Recordaba como si lo tuviera delante su rostro tostado por el sol, sus facciones secas, cuarteadas por arrugas profundas como surcos. La boina calada, su olor a tabaco y el tacto áspero de su mano cuando le acompañaba cada día a la escuela, situada en el pueblo vecino. Por el camino de ida y a la vuelta, y durante las largas horas que pasaban juntos, su abuelo le hablaba de sus viajes. Había sido marino mercante y era una fuente inagotable de historias y anécdotas. Esos relatos eran una vía de escape para Ramón, que soñaba con abandonar su pueblo algún día y conocer mundo. Hubiera dado cualquier cosa por viajar en barco, o en tren, por visitar otros lugares y conocer otras costumbres, otra gente... pero en la pragmática vida rural no había sitio para ensoñaciones ni fantasías. Mientras los demás niños aprendían pronto las labores del campo o ayudaban a sus padres con el ganado al salir de la escuela, Ramón nunca mostró ese interés y cuando lo hacía era con desgana. Su padre tampoco quiso obligarle, pero le advertía que sólo estudiando y haciéndose un hombre de provecho podría ganarse la vida sin tener que destrozarse las manos como él.
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Ciertamente, a Ramón le gustaban los libros y no sólo los del colegio. Sentía pasión por las novelas de viajes y, como no podía permitirse comprar tantas como quisiera, releía una y otra vez los cinco ejemplares desgastados que componían su exigua biblioteca, intentando imaginarlos de manera distinta cada vez. Sin embargo, las historias que más le fascinaban eran las que le contaba su abuelo, porque sabía que eran reales. Trágicas unas y divertidas otras, todas avivaban su deseo de vivir sus propias experiencias fuera de aquel lugar muerto en el que se asfixiaba. Pasaban muchas tardes junto a la encina centenaria que marcaba la linde de su parcela, acompañados de Nely, la vieja pointer de su padre, que les seguía a todas partes ociosa desde que perdió el olfato para la caza. A veces se le hacía de noche, lo que conllevaba una reprimenda de su madre por llegar tarde a cenar. Cuando cumplió los dieciocho le llamaron a filas y, a pesar del llanto de su madre y la emoción mal disimulada en el rostro de su padre en el momento de la despedida, Ramón estaba radiante por esa oportunidad de salir del pueblo. En el ejército aprendió a conducir y después de licenciarse empezó a trabajar como chófer en la capital. En unos años consiguió ahorrar lo suficiente para comprar un coche de segunda mano y decidió trabajar por su cuenta. Se convirtió en viajante de comercio. Empezó vendiendo relojes, transistores, cuchillos, telas... Ahora llevaba gran variedad de artículos que ofrecía en comercios y domicilios de pequeñas poblaciones donde era difícil acceder a esos productos. De niño nunca imaginó que terminaría dedicándose a eso, pero en cierto modo había cumplido su sueño. A estas alturas de su vida - iba ya para cincuentaicinco- había recorrido la geografía española de punta a punta y conocido gente de todo tipo, disfrutando al mismo tiempo de su deseada soledad. Había visto amanecer desde tantos sitios diferentes que le costaba creer que se tratara siempre del mismo sol; también amó en la medida en que su forma de vida se lo había permitido, y podía considerarse un hombre feliz... hasta que empezó a verlos. El niño de Villegas fue el primero. Había escuchado esa historia en varios pueblos de la zona, en bares de carretera, donde solía surgir en reuniones de camioneros en torno a una botella de vino. Alguien conocía a alguien que lo había visto. Contaban cómo hace años un camión embistió al pequeño mientras cruzaba el puente cuando se dirigía a pescar. El cuerpo salió despedido y cayó al que por entonces era un caudaloso río. Nunca lo encontraron. Sin embargo, desde entonces eran muchos los conductores que afirmaban haber visto a un niño - "el niño" - cruzando el puente con la ropa mojada, desvaneciéndose poco después. La primera vez que Ramón le vio estuvo a punto de sufrir un accidente. Fue una calurosa tarde de julio en la misma carretera, un centenar de metros antes de llegar al puente. Dio un brusco volantazo y el coche terminó casi volcado en la cuneta, a escasos metros del terraplén que descendía hasta el río, envuelto en una nube de polvo. Cuando salió del coche miró a su alrededor con el corazón desbocado, pero no encontró rastro del niño. Recuperado del susto, llegó a olvidarse del incidente.
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Pero años después volvió a repetirse, y el niño de Villegas no era un caso único. En otros lugares se escuchaban historias parecidas y bien sabía Dios - y él - que muchas eran ciertas. Por alguna razón él podía verlos, quizá por su mentalidad abierta y carente de prejuicios o por una especial sensibilidad hacia lo irracional. Sin embargo, nunca hablaba de ello con nadie. Con el paso de los años observó que su número iba en aumento, y era lógico. Desde que comenzó su vida como viajante la cantidad de vehículos circulando por las carreteras se había multiplicado y, consiguientemente, los accidentes también. Él mismo los había presenciado en más ocasiones de las que hubiera deseado. Cientos de personas dejaban cada año su vida en el asfalto. Cientos de vidas segadas en un instante, antes incluso de saber qué les había ocurrido. Quizá por eso algunos de ellos permanecían allí mucho tiempo después, deambulando por las cunetas, sin saber donde estaban ni hacia donde ir. Afortunadamente, la mayoría de la gente era incapaz de verlos. Los familiares colocaban cruces y ramos de flores junto al lugar del accidente en recuerdo de sus seres queridos, pero muchos enloquecerían si fuesen capaces de contemplar por un momento lo que para Ramón, por desgracia, se había convertido en un paisaje cotidiano: todo un mundo de seres confusos y desamparados, que vagaban esperando encontrar una respuesta o un camino de vuelta a casa. Al principio sintió pánico y dejó de conducir de noche. Más tarde se dio cuenta de que también se les podía ver de día, aunque era fácil confundirlos con vecinos de la zona paseando. Si se fijaba atentamente podía distinguirlos porque algunos no tenían pies y parecían deslizarse a pocos centímetros del suelo. Su miedo inicial se fue transformando en una profunda lástima. Quizá ese fuera el precio que debía pagar por su anhelo de conocer ese mundo con el que había soñado y del que su abuelo tanto le habló. A veces añoraba el valle donde nació. Al fin y al cabo había sido su único hogar verdadero. Cuando pasaba cerca de su tierra bajaba hasta el pueblo para visitar a sus padres. El lugar apenas había cambiado desde su niñez, pero el pelo cada vez más blanco de su madre y la espalda encorvada de su padre, que se ayudaba de una garrota para caminar, atestiguaban que el tiempo transcurría por igual en todas partes. Con la perspectiva que da la edad comprendía el amor y los esfuerzos que sus padres dedicaron a criarle, que los ojos de un niño no eran capaces de apreciar. Lo que él veía como crueldad o indiferencia era la única forma que conocían de educarle. El campo era un mundo de trabajo duro y sentimientos contenidos. Echando la vista atrás, comprendía que su madre no fue tan mala con él. Realmente, la única ocasión en que ella le pegó fue una de las veces que llegó tarde a cenar porque se excusó diciendo que se había entretenido hablando con el abuelo. Ella se enfadó mucho con él y le dijo que no bromeara nunca con esas cosas, que el abuelo Tomás murió en el mar antes de que él naciera y que nunca llegó a conocerle. Escuchar aquello le dolió más que la bofetada y desde entonces se volvió aún más reservado, más encerrado en su propio mundo. No entendía nada o tal vez no quería entenderlo, hasta que con el tiempo llegó a comprender que la muerte es un concepto
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relativo. Ahora lo sabía muy bien. Apagó su cigarro en el cenicero, subió la ventanilla y encendió la calefacción del coche tratando de mitigar el frío que le atenazaba.
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PHILOMEIRAKOS By Luis Alberto de Irujo y Borja Victoria, Doña Victoria, era amiga de los adolescentes. Gracias a un sobrino de colegio de pago podía pasarse las tardes rodeada de uniformes escolares. Aquellos uniformes coquetos y elegantes de colegio de monjas que olían a tiza y chicle de fresa. Victoria era una de esas señoras de sonrisa fingida y mirada traviesa, de manos enguantadas (terciopelo negro preferentemente), que olvidaba el paso del tiempo en compañía de presencias juveniles que le alegraran el dia. Gustaba de las bebidas dulces y de los coqueteos salados. En dias de lluvia era más fácil seducir a los chicos de pelo largo y aficiones turbias que subían a su coche y caían embriagados por su perfume caro. Victoria era mujer de medias de seda y pelo recogido. De rostro afilado y enjuto. El vicio la llamaba y ella acudía sin retraso. Vivía estrictamente en la vida elegante de una señora bien de pulcro vestuario y modales exquisitos. Solo la mirada y los chicos guapos la traicionaban. Aquella tarde el chico era una pantera (animal tan bello como peligroso) de largos y rubios cabellos y uniforme desordenado. El chico (no más de catorce años a lo sumo) era un apasionado del skate. Ella lo había observado practicando con su tabla en uno de los parques del barrio obrero donde el chico vivía y había fantaseado con meter su mano enguantada por debajo de aquel pantalón corto. Arrebatada de pasión apenas se podía contener por más que su aspecto frio la protegiera de cualquier curioso. Con un fino pañuelo de seda se secaba los muslos y acercándose luego el pañuelo a la nariz olisqueaba aquel raro perfume de su coño. Se sentía tan excitada que tuvo que quitarse uno de los guantes y darse placer. El dia de su muerte, infarto de miocardio, encontraron en su sótano (el de Doña Victoria) un puñado de cadáveres adolescentes. No estaban completos pues habían sido medio devorados. El macabro hallazgo sorprendió a todo el mundo. Quizá más sorprendente fuera como alguien, dias después, robara el cadáver de Doña Victoria del cementerio donde habia sido enterrada. La carne adolescente, dicen, es el fugaz espejismo de la inmortalidad.
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CLUB BIZARRO Nº 2
Editado y Coordinado por Carlos Serrano Selección de Textos: Rosa A.G. y Carlos Serrano
Agradecimientos Especiales a Lagry
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